Ursula K. Le Guin
Prefacio
Mi novela Los
Desposeídos habla de un pequeño mundo de personas que se ha dado el nombre de
«odonianos». Este nombre deriva de la fundadora de la comunidad, Odo, quien
vivió varias generaciones antes de la época en que se desarrolla la novela y
que, por lo tanto, no participa en los acontecimientos (sino implícitamente, en
el sentido de que todo ha comenzado con ella).
El odonianismo
es anarquismo. No el que roba llevando un bomba en el bolsillo, el que -
cualquiera sea el nombre con que el quiera darse lustre - es terrorismo puro y
simple; ni el libertarismo socio-darwinista de derecha; sino el anarquismo
prefigurado en el primer pensamiento taoísta, y anticipado por Shelley y
Kropotkin, por Goldman y Goodman. El principal enemigo del anarquismo es el
Estado autoritario, sea capitalista o socialista; su principal componente
práctico-moral es la cooperación (solidaridad, apoyo mutuo). De todas las
teorías políticas es la más idealista y para mí la más interesante.
Introducirlo en
una novela, cosa que en principio no era mi intención, fue para mí un trabajo
duro y largo, y me absorbió completamente por varios meses. Cuando lo terminé
me sentí perdida, exiliada: una persona sin patria. Porque fue muy gratificante
cuando Odo salió de las sombras brumosas de la probabilidad y quiso que
escribiese un relato no sobre el mundo de la ley realizada sino sobre su ley
misma.
U.K. Le Guin
A la memoria de
Paul Goodman (1911-1972)
La voz del
altoparlante resonaba como un furgón de cerveza vacío sobre una calle
empedrada, y los presentes estaban apretujados unos sobre otros como las
piedras de un adoquinado mientras el estruendo de la voz los dominaba. Taviri
se encontraba quién sabe dónde en otra parte de la sala. Ella debía
conseguirlo. Se abrió fatigosamente paso serpenteando entre las personas
apretujadas y vestidas de oscuro. No oía los sonidos de sus voces, no veía sus
caras: existía solamente el sonido del altoparlante y aquellos cuerpos adosados
los unos a los otros. No llegaba justamente a divisar A Taviri: era demasiado
pequeña. La calle le fue bloqueada por un grueso vientre en un chaleco negro y
de espaldas imponentes. Debía alcanzar a Taviri a cualquier precio. Toda
sudada, dio un puñetazo violento. Fue como empujar una roca: el hombre no hizo
ningún gesto, pero de sus grandes pulmones surgió un rumor prodigioso, como un
mugido. Se hizo pequeña. Después comprendió que el mugido no era para ella.
También los otros gritaban. El altoparlante decía algo, algunas confusas
palabras a propósito de tasas o masas. Toda excitada también ella gritó: «¡Sí!
¡Sí!» y mientras avanzaba no encontró dificultad para huir de la Plaza de Armas
de Parheo. El cielo sobre ella era profundo y descolorido y a su alrededor la
hierba alta se doblaba bajo el peso de las florcitas secas y blancas. No había
podido jamás llamarlas por su nombre, las florcitas ondulaban sobre ella,
oscilando en el viento que soplaba siempre durante el crepúsculo. Se metió
corriendo entre la hierba, que se plegó dócilmente y volvió a erguirse,
ondulante y muda. Taviri estaba allí entre aquella hierba alta, vestido con su
mejor ropa, aquella ropa oscura que le daba el aspecto de un profesor o de un
actor, con una elegancia severa. No parecía alegre: sin embargo reía, y le
hablaba. El sonido de su voz la hizo lagrimear: extendió el brazo para
aferrarle la mano, pero no se detuvo. No podía detenerse.
- ¡Oh, Taviri -
dijo -, el lugar está un poco más adelante! - El olor peculiar y dulce de
aquella hierba blanca se hacía más intenso a cada paso. Sobre el suelo percibía
zarza, espinos, sentía declives, agujeros. Temía caerse, caerse: se detuvo.
Sol sobre sus
ojos, implacable fulgor de la mañana. La tarde anterior se había olvidado de
bajar los postigos. Dio la espalda al sol. Suspiró dos veces, se irguió para
sentarse, puso las piernas fuera de la cama y se quedó allí doblada en dos
contemplándose los pies, sólo con la camisa puesta.
Los dedos,
comprimidos desde la más tierna edad en zapatos baratos, tenían la superficie
de contacto casi recta y estaban llenos de callos; las uñas estaban
descoloridas e informes. De un tobillo al otro corrían arrugas secas y sutiles.
En la base de los dedos, la pequeña área plana había conservado la delicadeza;
pero la piel era del color del barro y el cuello del pie era recorrido por
venitas anudadas. Desagradable. Triste, deprimente. Miserable. Lastimoso. Puso
todas las palabras a prueba: todas iban bien, como pequeños cabellos
repugnantes. Repugnante: sí, también. Verse y reconocerse repugnante, ¡qué
alegría! ¿Pero cuándo no había sido repugnante, nunca se había observado de
aquel modo? ¡No verdaderamente! Un cuerpo eficiente no es un objeto, no es un
instrumento o una propiedad para admirar: es simplemente nosotros mismos. Sólo cuando
no es más nosotros sino nuestro, un objeto poseído, entonces nos preocupamos.
¿Sus condiciones son buenas? ¿Estará a la altura? ¿Resistirá?
- ¿Qué importa?
- dijo Laia con rabia, y se puso de pie.
Levantarse de
improviso le dio vértigo. Tuvo que estirar la mano y apoyarse en la cómoda,
porque tenía miedo de caerse. En aquel instante recordó el sueño y cómo se
había tendido junto a Taviri.
¿Qué le había
dicho? No lo recordaba. No recordaba ni siquiera si había llegado a tocarle la
mano. Con la intención de violentar su memoria, la frente se le arrugó. ¡No
soñaba con Taviri desde quién sabe cuanto tiempo, y ahora no recordaba ni
siquiera sus palabras! Desaparecidas, todo desaparecido. Parecía una jorobada
en su camisón, la frente arrugada, una mano sobre la cómoda. ¿Desde cuándo no
pensaba en él (para no hablar de soñarlo) como «Taviri»? ¿Desde hace cuánto no
pronunciaba su verdadero nombre?
Decía «Asieo».
«Cuando Asieo y yo estábamos prisioneros en el norte». «Antes de encontrar a
Asieo». «La teoría de la reciprocidad de Asieo». Oh, cierto: hablaba de él,
hablaba seguramente demasiado de él, sin ton ni son, lo incorporaba
continuamente en sus palabras. Pero como «Asieo», con el último nombre, aquel
del personaje público. El ciudadano común había desaparecido del todo. Quedaban
pocos de aquellos que lo habían conocido. Toda gente que había estado en
prisión. Entonces se reía del hecho de que todos los amigos hubieran estado en
todas las prisiones, pero ahora ya no estaban ni siquiera en prisión: estaban
en los cementerios de las prisiones, o bien se encontraban en fosas comunes.
- Querido mío -
dijo Laia, y se dejó caer sobre la cama porque no soportaba el peso de los
recuerdos de aquellas primeras semanas en el Fuerte, en la celda, aquellas
primeras semanas de los nueve años en el Fuerte de Drio, en la celda, aquellas
primeras semanas después que le habían dicho que Asieo había sido asesinado en
un choque en la Plaza del Capitolio y había sido sepultado con los
Milcuatrocientos en los fosos de cal detrás de la Puerta de Oring. En la celda.
Las manos se ubicaron en su antigua posición, la izquierda apretada y cerrada
con fuerza en la derecha, el dedo pulgar derecho que ejercía una pequeña
presión mientras iba y venía sobre el nudillo del índice izquierdo. Horas,
días, noches. Había pensado en todos ellos, uno por uno, todos los
Milcuatrocientos, en el hecho que yacían sepultados, que la cal actuaba sobre
sus carnes, que los huesos se conmovían en aquella oscuridad ardiente. ¿Quién
lo había conmovido a él? ¿Cómo eran ahora los delicados huesos de las manos?
Horas, años.
- ¡Taviri, no
te he olvidado jamás! - susurró, y la estupidez de la frase la hizo retornar a
la luz de la mañana y a la cama deshecha. Naturalmente que no lo había
olvidado. Entre marido y mujer, estas cosas no hace falta decirlas. Ahora sus
viejos y feos pies estaban de nuevo sobre el piso, como antes. No se había ido
a ningún lugar, sólo había girado sobre sí misma. Se puso de pie con un gemido
de desaprobación y de esfuerzo; se acercó al armario y se puso la bata.
Los jóvenes
circulaban por los ambientes de la casa con placentera inmodestia, pero ella
era demasiado vieja para hacerlo. No quería arruinar el desayuno de ellos
mostrando la propia vejez. Y después de todo, los jóvenes habían crecido con el
principio de la libertad en el atuendo y en el sexo y en todo el resto, y ella
no. Ella no había hecho otra cosa que inventar la libertad: no era exactamente
lo mismo.
Como, por
ejemplo, llamar a Asieo «mi marido». La palabra la hacía siempre sobresaltarse.
Un buen odoniano, naturalmente, debía usar «compañero». ¿Pero quién había dicho
alguna vez, que ella debía ser una buena odoniana?
Arrastró las
chinelas a lo largo del corredor dirigiéndose a los baños. Mairo se estaba
lavando el pelo en una pileta. Laia observó admirada aquella larga y lisa
madeja empapada de agua. Ya tan raramente salía de la Casa que no recordaba
cuándo había visto por última vez una cabeza respetablemente rapada; pero la
vista de una gran corona de cabellos le daba placer, un placer intenso.
¿Cuántas veces había sido burlada (¡Melenuda, Melenuda!), cuántas veces los
policías o los malhechores le habían tirado de los cabellos, cuántas veces, a
cada cambio de prisión un soldado la había rapado con el ceño fruncido? Y
después los cabellos volvían a crecer de pelusas a bucles, a mechones, a
melena... Mucho tiempo antes. Por amor de Dios, ¿justamente aquel día tenía que
pensar en el tiempo transcurrido?
Después que se
vistió y rehizo la cama, bajó a la mesa. El desayuno era bueno, pero ella no
había vuelto a recuperar el apetito después de aquel maldito golpe
apoplejético. Bebió dos tazas de té de hierbas, pero no llegó a terminar la
fruta que había tomado. De chica tenía tantos deseos de comer fruta que la
robaba; y después, en el Fuerte... ¡Pero por amor de Dios, termínala! Sonrió y
respondió a los saludos y a las corteses preguntas de los comensales y del
gordo Aevi que aquella mañana prestaba servicio en el Banco.
Era él quien la
había tentado con la pesca: «¡Pero mira que maravilla! La guardé para vos» Y
cómo habría podido rechazarla? Había tenido siempre ganas de comer fruta, y no
se saciaba jamás. Una vez, cuando tenía seis o siete años, había robado una
fruta en un puesto callejero en el camino del río. Pero ahora, en medio de todas
aquellas personas que conversaban animadamente, era difícil comer. Habían
llegado noticias de Thu. importantes noticias. Desde el principio, siempre
atenta a no entusiasmarse demasiado fácilmente, se había inclinado a no darles
demasiada importancia; pero después de haber leído el artículo del diario, y
después de haber leído también entre líneas, pensó, con una extraña seguridad
profunda pero fría: «Bien, henos aquí, ha llegado el momento. Y en Thu, pues,
no aquí. Thu nos aventajará. La revolución tendrá la delantera allí primero que
en otro lugar. ¡Como si importara! No habrá más naciones». Y sin embargo, de
algún modo importaba: se sentía un poco triste y fría... Envidiosa, esa es la
palabra. ¡Tonterías! No participó mucho en la conversación, y después de
algunos minutos se levantó y volvió a su habitación, con un sentido de
autoconmiseración. No lograba compartir el entusiasmo de ellos. Ella permanecía
fuera, fuera en verdad. «No es fácil», se dijo a sí misma para justificarse,
mientras bajaba cansadamente las escaleras, «aceptar encontrarse fuera cuando
se ha estado dentro, bien en el medio, por cincuenta años» Por amor de Dios.
¡Qué pena!
Dejó a sus
espaldas escaleras y autoconmiseración cuando entró en la habitación. Era una
buena habitación. Era una gran cosa estar allí sola. Qué alivio. Si bien, en
verdad, no fuese correctísimo. Algunos de los jóvenes de los pisos superiores
vivían de a cinco en una habitación no más grande que esa. Las personas que
querían vivir en las Casas odonianas eran siempre más de las que ellas estaban
en condiciones de contener. Ella tenía aquella gran habitación toda a sí sola
porque era una vieja que había do un ataque de apoplejía. Y quizá por que era
Odo. ¿Si no hubiera sido Odo sino solo una mujer que había tenido un ataque
apoplejía la hubiera obtenido igual? Era probable. Después de todo, quién
hubiera querido compartir la habitación con una vieja babosa? Pero no era fácil
acertar. Favoritismo, exclusivismo, culto de la personalidad, volvían
sutilmente y germinaban por todas partes. Pero ella no había jamás osado
esperar que hubieran sido erradicados durante su generación, antes de su
muerte. Es solamente el tiempo el que produce los grandes cambios. En tanto
aquella habitación era bella, espaciosa, soleada: justo aquello que se
necesitaba para una vieja babosa que había puesto en movimiento una revolución
mundial.
Su secretario
llegaría dentro de una hora para ayudarla a acelerar el trabajo cotidiano.
Arrastrando sus
pies llegó al escritorio, un objeto bello y macizo que le había regalado
cooperativa de los muebleros de Nio porque una vez uno le había oído decir que
el único mueble que verdaderamente desearía tener era un escritorio con cajones
de gran superficie... Diablos, en la práctica estaba todo cubierto de papeles
con notas pinchadas, por lo demás con la grafía pequeña y clara de Noi:
Urgente. Provincias septentrionales. ¿Consultar R.T.?
Su grafía no
era la misma después de la muerte de Asieo. Y, al pensarlo, era extraño.
después de todo, en los cinco años que siguieron a su muerte había escrito de
arriba a abajo La Analogía. Y después estaban las cartas que el guardia, aquel
tipo alto de los ojos acuosos (¿cómo se llamaba? ¡no importa!) había hecho
salir del Fuerte por dos años. Ahora las llamaban Cartas de la Cárcel, y
existían una decena de ediciones diversas. Todas aquellas cosas, aquellas
cartas las que la gente continuaba diciendo que estaban llenas de «energía
espiritual», lo que significaba quizás que las había escrito con la cara
lívida, para tener alta la moral.
La Analogía,
que ciertamente era su obra intelectualmente más consistente, todo esto había
escrito en el Fuerte de Drio, en la celda, después de la muerte de Asieo. Había
que hacer algo, y en el Fuerte papel y pluma eran concedidos... Pero todo había
sido escrito en la grafía friolenta y trémula que ella no había reconocido
jamás como propia, Mientras sí había sido suya aquella redondeada y adornada
del manuscrito de Sociedad sin gobierno, de hace cuarenta y cinco años. Taviri
había llevado consigo en sus medias no sólo sus pasiones físicas y espirituales
sino también su grafía clara.
Pero le había
dejado la revolución.
«¡Qué coraje
demuestras continuando con el trabajo, escribiendo, en prisión, después de una
derrota semejante para el movimiento, después de la muerte de tu compañero!»:
esto le decían. ¡Qué raza de estúpidos! ¿Qué otra cosa se podría haber hecho?
Energía, coraje... ¿Pero qué era el coraje? No había logrado imaginarlo jamás.
Los otros decían: jamás tienes miedo. Otros aún: tienes miedo pero sin embargo
continúas. ¿Pero qué otra cosa se podría haber hecho sino continuar? ¿Existía
una verdadera posibilidad de elección? Morir significaba solamente continuar en
una dirección diferente.
Si se quería
arribar a la meta era necesario continuar: esto entendía de las palabras «el
verdadero viaje es el retomo»; pero no había sido otra cosa que una intuición,
y en aquel momento ella se encontraba más que nunca imposibilitada de
racionalizarla. Se encorvó con demasiado ímpetu, tanto que gimió un poco con
los crujidos de los huesos, y se dispuso a revolver en uno de los cajones
inferiores del escritorio. La mano se lo detuvo en una etiqueta deteriorada por
el tiempo: la sacó, habiéndola reconocido primero con el tacto que con la
vista. Era el manuscrito de «La organización sindical en el período
revolucionario de transición». En la etiqueta Taviri había impreso el título y
debajo su propio nombre: Taviri Odo Aseo, IX 741. Aquella sí que era una
hermosa grafía, con letras bien modeladas, decididas, seguras. Pero él había
preferido servirse de un impresor de voces. El original era enteramente
impreso, y también de alta calidad: dudas anuladas e idiotismos personales
normalizados. No se percibía aquel modo de pronunciar la «o» desde el fondo de
la garganta según el hábito de la costa septentrional. No aparecía otra cosa de
él que no fuera su inteligencia. De Asieo no le quedaba otra cosa que su nombre
escrito sobre la etiqueta del libro. No había conservado sus cartas: habría
sido sentimental. No le daba por pensar en nada que hubiera poseído por más de
algún tiempo: haciendo excepción de su desvencijado cuerpo, naturalmente, pero
ella lo llevaba pegado encima...
De nuevo la
escisión. «Ella» y «su cuerpo». La vejez y la enfermedad te llevaban a
escindir, a evadir; su cerebro insistía: «No soy yo, no soy yo». Sin embargo
eras vos. Quizás a los místicos les era posible separar intelecto y cuerpo,
ella había envidiado siempre esta posibilidad, sin esperar poder emularlos. La
evasión era un juego al que jamás había jugado. Sin embargo había buscado la
libertad, sin demora, para el cuerpo y el alma.
Primero
autoconmiseración, después auto adulación; siempre allí con el nombre de Asieo
entre las manos. Por amor de Dios, ¿pero porqué? ¿No conocía ya aquel nombre
sin tener la necesidad de tenerlo bajo los ojos? ¿Acaso había algo en ella que
no iba? Se llevó a los labios la etiqueta y besó con decisión y determinación
aquel nombre escrito a mano, repuso la etiqueta en el cajón, lo cerró y se
apoyó erecta en el respaldo. La mano derecha le hormigueaba. Se la rascó,
después la agitó en el aire con rabia. Jamás se había repuesto del todo del
golpe. Así también la pierna derecha y el ojo derecho y el ángulo derecho de la
boca. Estaban insensibles en parte, inertes, llenos de hormigueos. La hacían
sentir como un robot con un cortocircuito.
Mientras el
tiempo pasaba, Noi habría llegado, ¿y ella qué había hecho después del
desayuno?
Se levantó tan
de improviso que tambaleó y tuvo que aferrarse a la silla para cerciorarse de
que no se caería. Atravesó el corredor dirigiéndose al baño y se observó en el
gran espejo. El moño gris le caía mal: no se había peinado bien antes de
desayunar. Puso empeño tratando de rehacerlo. Qué arduo era tener los brazos
levantados. Amai, entrando a la carrera para ir al baño, se detuvo y le dijo:
- ¡Lo hago yo!
-; y se lo anudó con cuidado y pericia en un instante, con aquellos dedos suyos
tan redondos y fuertes, sonriendo en silencio. Amai tenía veinte años, menos de
un tercio de los años de Laia. Sus padres habían sido ambos miembros del
Movimiento: uno había sido asesinado en la insurrección del '60, el otro estaba
todavía a la búsqueda de nuevas adhesiones al partido en las provincias
meridionales. Amai había crecido en las Casas odonianas: nacida para la
revolución, verdadera hija de la anarquía. Una niña tan tranquila, libre y
bella que el sólo pensar conmocionaba: es por esto que hemos trabajado, era
esto lo que quisimos construir, esto, aquí la tienes, viva, nuestro futuro
feliz y radiante.
El ojo derecho
de Laia Asieo Odo dejó caer algunas minúsculas lágrimas, mientas ella estaba
allí de pie entre los lavabos y las letrinas y mientras la hija que ella no
había engendrado le arreglaba el pelo; pero el ojo Izquierdo, aquel fuerte, no
lloraba e ignoraba qué hacía el derecho.
Laia agradeció
a Amai y volvió rápidamente a su habitación. En el espejo había notado una
mancha sobre el cuello del vestido. Probablemente jugo de durazno. Vieja
babosa. No quería que Noi entrase y la encontrase con aquella haba sobre el
cuello.
Mientras la
camisa limpia pasaba a través de la cabeza pensó: ¿pero qué tiene Noi de
especial?
Unió lentamente
los alamares del cuello con la mano izquierda.
Noi tenía
alrededor de treinta años, delgado, musculoso, con una voz cálida y vivos ojos
oscuros. Esto era todo lo que lo caracterizaba. Simplísimo. El buen sexo de
antes. Los hombres rubios o gordos no habían ejercido jamás sobre ella la
mínima fascinación, y tampoco se había sentido atraída por los tipos altos y
dotados de grandes bíceps, no, ni siquiera cuando tenía catorce años y caía
como una pera madura al paso de un galán cualquiera. Bruno, espigado y fogoso:
ésta era su receta. Taviri, naturalmente. Aquel muchachito no se podía por
cierto parangonar con Taviri por inteligencia, ni aún físicamente, pero el
punto era éste: ella no quería que la viese con aquella mancha de haba sobre el
cuello del vestido y con los cabellos todos desordenados.
Aquellos
cabellos suyos sutiles, grises.
Entró Noi, que
se había entretenido apenas un instante en el umbral. ¡Santo Dios, ella no
había ni siquiera cerrado la puerta mientras se cambiaba la camisa! Lo vio y se
vio a sí misma. Una vieja.
Que se cepille
los cabellos y se cambie la camisa, o en cambio se ponga la camisa de la semana
anterior y luzca las trenzas de la noche anterior o todavía se ponga un vestido
entretejido de oro y se esparza con polvo de diamantes la cabeza rasurada, no
hace la mínima diferencia. Una vieja parece solamente más o menos grotesca.
Se arregla por
puro sentido de la decencia, por pura y simple higiene mental, para
consentimiento del prójimo.
Y después de
todo, esto tampoco tiene valor, y se babea encima sin recato.
- ¡Buen día -
dijo el muchacho, con aquella voz gentil.
- Hola, Noi.
No, por Dios,
no era solamente por un sentido de decencia. Al diablo la decencia. ¿Si el
hombre que ella había amado, y para el cual su edad no había sido importante,
porque estaba muerto, solamente por aquel motivo ella debía fingir ser ahora
asexuada? ¿Por esto debía reprimir la verdad, como cualquier estúpida puritana
autoritaria? Sólo seis meses antes, previo al golpe apoplejético, era tan
hermosa que los hombres se daban vuelta, y con placer, para verla; y ahora, no
siendo capaz de dar placer a los otros, por Dios podía al menos complacerse.
Cuando ella
tenía seis años y un amigo de papá - Gadeo - venía a hablar con él de política
después de la cena, ella se ponía el collar dorado que la madre había
encontrado en un montón de cosas viejas y había llevado a casa escondido en el
cuello donde ninguno lo podía ver. Pero ella sabía que esto a Gadeo le gustaba.
Era morocho, tenía dientes blancos que brillaban. A veces la llamaba «su bella
Laia». «Aquí llega mi bella Laia». Sesenta y seis años antes.
- ¿Qué? Siento
la cabeza vacía. He pasado una noche terrible -. Era verdad. Había dormido
menos de lo habitual.
- Te pregunté
si leíste los diarios de hoy.
Ella hace un
signo afirmativo con la cabeza.
- ¿Satisfecha
del Soinehe?
Soinehe era la
provincia de Thu que la noche anterior había declarado la secesión del Estado
de Thu.
Él estaba
satisfecho de esto. Los dientes blancos le brillaban sobre el rostro oscuro y
lleno de vida. La bella Laia.
- Sí. Y
preocupada.
- Lo sé. Pero
esta vez es la hora de la verdad. Es el inicio del fin para el gobierno de Thu.
¿No han tratado ni siquiera de hacer llegar tropas a Soinehe, comprendes? No
harían otra cosa que llevar los soldados a la rebelión antes de lo inevitable,
y lo saben.
Ella estaba de
acuerdo. Había probado su misma certeza. Pero no llegaba a complacer su
satisfacción. Después de una vida gastada en la esperanza porque nada se le
había dado, se perdía el gusto de la victoria. Un verdadero sentido de triunfo
debe estar precedido por una verdadera desesperación. Y ella había olvidado
desesperar mucho tiempo antes. El triunfo ya no era posible. Se seguía
viviendo.
- ¿Hoy
escribimos aquellas cartas?
- Está bien.
¿Cuáles cartas?
- Para esos del
norte - dijo con paciencia Noi.
- ¿Esos del
norte? - Parheo, Oaidun. Ella había nacido en Parheo, ciudad sucia situada
sobre un río sucio. Había venido a la capital con veintidós años, cuando se
había sentido lista para traer la revolución, si bien entonces, antes que ella
y los otros lo replantearan, su revolución fuera muy inmadura y pueril. Huelgas
para mejorar los salarios, para hacer entrar en el parlamento una
representación femenina. Votos y salarios: poder y dinero, ¡por amor de Dios!
¡Bien, después de todo, en cincuenta años algo se aprende! Y después se vuelve
a olvidar todo.
- Comienza con
Oaidun - dijo, sentándose en el sillón. Noi estaba en el escritorio, listo para
trabajar. Tontos fragmentos de las cartas que esperaban la respuesta de Laia.
Ella buscó ser atenta, y logró bastante bien dictar una carta entera y comenzar
otra. - Recuerda que en ese momento su sentimiento de fraternidad pudo ser
forzado a... no, en peligro... de... - Anduvo a tientas con las palabras hasta
que Noi le sugirió: - ¿El peligro del culto de la personalidad?
- Bien. Es que
nada se deja corromper por el deseo del poder cuando el altruismo... No. Es que
nada corrompe el altruismo... No. Por amor de Dios, tu sabes lo que quiero
decir: escríbelo. También ellos lo saben. Son siempre las mismas cosas. ¡Pero
porqué no lo leen en mis libros!
- Quedar en
contacto - dijo Noi con gentileza, citando uno de los temas centrales de la
filosofía odoniana.
- De acuerdo,
pero yo estoy cansada de estar en contacto. Si tu escribes la carta, yo la
firmo, pero esta mañana no tengo ganas de ocuparme de eso. - Noi la observaba
con una expresión ligeramente interrogativa o preocupada. Laia dijo, con enojo:
- ¡Tengo otras cosas que hacer!
Cuando Noi se
fue, Laia se sentó en el escritorio y colocó las cartas como para trabajar,
porque se había sorprendido - aterrorizado - por las palabras que había
pronunciado. No sabía hacer otra cosa. No había hecho jamás otra cosa. Era
aquel su trabajo: el trabajo de su vida. Los viajes de propaganda y las
reuniones y la plaza estaban ya fuera de su alcance; pero siempre podía
escribir, y éste era su trabajo. Y de todos modos, si ella hubiera tenido otra
cosa que hacer, Noi lo habría sabido: tenía en orden su agenda y le recordaba
con tacto ciertas cosas, como por ejemplo la visita de los estudiantes
extranjeros, justamente aquel mediodía.
¡Diablos! Los
jóvenes le gustaban, y de un extranjero siempre se aprendía algo, pero ahora
estaba cansada de caras nuevas y de mostrarse. Ella aprendía de los
extranjeros, pero los extranjeros no aprendían de ella: todo lo que tenía para
enseñar lo habían aprendido mucho tiempo antes, de sus libros y del Movimiento.
Venían solamente a verla, como si ella fuese la gran torre de Rodarred o el
cañón de Tulaevea. Un fenómeno, un monumento. Observaban con temor místico,
adorador. Les hablaba con violencia: «Sean ustedes los que piensen sin que nadie
les diga lo que deben hacer». «Esto no es anarquismo, es puro y simple
oscurantismo». «¡No pensarán que la libertad y la disciplina son incompatibles,
verdad?». Y aquellos aceptaban los azotes dóciles como corderitos. conscientes,
como si ella hubiera sido una diosa madre, el ídolo del universo. ¡Justamente
ella! ¡Ella que había minado las canteras navales de Seissero y que había
insultado al presidente del concejo Inoilte ante siete mil personas, cuando le
había dicho si jamás había pensado en traer aquí una herramienta para cortarse
a sí mismo los testículos, los habría hecho laminar en bronce y después los
habría vendido como souvenir; ella que había gritado, insultado, agarrado a
patadas a los policías y escupido a los curas, y que había orinado en público
en la Plaza del Capitolio, sobre la gran placa de latón que decía «¡Aquí fue
fundado el Soberano Estado de la Nación de A-IO», (etc, etc)! ¡Ppppuuuhhh a
todo esto! Y ahora era la abuelita de todos, la cara viejita, el buen monumento
antiguo, vengan a adorar su regazo. El fuego se ha apagado, muchachos: háganlo
después, no hay más peligro.
- No - dijo en
voz alta. - No lo habrá. - No se horroriza de hablar sola, porque siempre lo
bahía hecho. «El público invisible de Laia», lo llamaba Taviri, mientras ella
daba vueltas en la pieza murmurando. - No hay necesidad que vengan, yo no
estaré - dijo a su público invisible. Había apenas decidido qué hacer. Hubiera
huido de allí. Por las calles.
Era
irresponsable desilusionar a estudiantes extranjeros. Era una extravagancia
típica de la senilidad. Era muy poco odoniano. ¡Pppuuulthh a todo esto! ¿Qué
sentido había en luchar toda la vida por la libertad y después terminar por no
tener ni siquiera un poco? Se hubiera escapado de allí para hacer un paseo.
«¿Qué es un anarquista? Aquel que por elección acepta la responsabilidad de la
elección». Estaba bajando por las escaleras cuando decidió, reticentemente,
quedarse y recibir a los estudiantes extranjeros. Hubiera huido después.
Eran
jovencísimos, muy serios, con ojos de cervatillos, hirsutos, fascinados: venían
del hemisferio occidental, de Benhili y del reino de Mand. Las chicas llevaban
pantalones blancos, los muchachos faldones largos, marciales y arcaicos.
Hablaban de sus expectativas.
- En Mand
estamos tan lejos de la revolución que quizás estemos cerca - dijo una de las
chicas, con melancolía, sonriendo: - ¡El círculo de la existencia! - Y mostró
el encontrarse de los extremos en el círculo de los dedos sutiles y morenos.
Amai y Aevi les sirvieron vino blanco y pan negro, la hospitalidad de la casa.
Pero los visitantes con mucha modestia se levantaron para despedirse después de
media hora.
- No, no, no -
dijo Laia - quédense, hablen con Aevi y Amai. Es sólo que si estoy sentada me
entumezco toda, entienden, y debo moverme un poco. Me ha hecho mucho bien
conocerlos. ¿Hermanitos y hermanitas, volverán pronto a verme? - Su corazón
estaba con ellos y el de ellos con ella; y antes de retirarse los saludó a
todos con un beso, riendo, llena de alegría por aquellos jóvenes, tez morena,
ojos afectuosos y cabellos perfumados. Estaba en verdad un poco cansada, pero
irse a su habitación a descansar hubiera sido reconocerse vencida. Antes había
tenido la intención de escapar. Y habría escapado. No huía sola desde... ¿desde
cuándo? Desde fines del invierno, antes del golpe.
No tenía por
qué admirarse por sentirse un poco extraña. Justamente como haber estado en
prisión. Afuera, en la calle: su mundo era aquel.
Salió tranquila
por la puerta lateral, superó el cantero verde, y llegó a la calle. Aquella
sutil franja de áspera tierra ciudadana había sido cultivada magníficamente y
mostraba una buena cosecha de porotos y cecá, pero Laia no se interesaba por
los cultivos. Cierto, aparecía claro que las comunidades anárquicas, aunque durante
los períodos de transición, deberían operar en dirección de una autosuficiencia
ideal, pero en qué modo dicha autosuficiencia se debía obtener en términos
reales de terreno o de plantas, no era cosa suya. Había campesinos y técnicos
agrónomos para esto. Asunto suyo eran sin embargo las calles, las calles
ruidosas y sucias, los adoquines donde ella había crecido y donde había visto
enteramente la vida, con excepción de aquellos quince años de cárcel.
Examinó con
afecto la fachada de la casa. El hecho de que haya sido construida para ser un
banco proporcionaba a los actuales habitantes un placer totalmente particular.
Conservaban los sacos de harina integral en la caja fuerte, y obtenían el
estacionamiento de la sidra en barrilitos colocados en las cajas de seguridad.
En la parte superior de las impecables columnas sobre el frente de la calle se
leían todavía las siguientes palabras: Asociación Bancaria Nacional para la
Agricultura. El Movimiento no era particularmente versado para poner nombres.
No tenía una bandera. Los slogans iban y venían de acuerdo a la necesidad.
Estaba siempre el «círculo de la existencia» para ser trazado sobre los muros y
en las calles donde la autoridad lo habría visto. Pero cuando se trataba de
denominar algo, se mostraban nuevamente indiferentes, y aceptaban o ignoraban
los nombres con los cuales se tropezaban, por temor a ser vinculados y
obligados, y sin temor de mostrarse contradictorios. Y así aquella casa
cooperativa, antes por notoriedad y luego por vejez, no tenía otro nombre que
«el Banco».
Estaba frente a
una calle espaciosa y tranquila; pero a una manzana de distancia estaba la
Temeba, un mercado al aire libre, en un tiempo famoso como mercado negro de
sustancias psicotrópicas y alucinógenas, y ahora reducido a mercado de frutas y
verduras y de ropa de segunda mano, y a un miserable lugar de actividades
menores. Su vitalidad embriagadora había desaparecido, dejando tras de sí
solamente alcohólicos semiparalíticos, drogadictos, lisiados, mendigos, bultos
de bajo precio, casas de empeño, garitos volantes, adivinas, escultores del
cuerpo y hoteluchos infames. Laia retornaba a Temeba como el agua a su
condición de equilibrio.
No había temido
ni despreciado nunca la ciudad. Era su patria. No existirían más los bajos
fondos como aquellos una vez que la revolución hubiese vencido. Pero
permanecería la miseria. Existiría miseria, despilfarro, crueldad. Ella no
había pretendido jamás cambiar la condición humana, de ser la mamita que aparta
o que carga todas las durezas de la vida de sus pequeños para que no se
lastimen. Todo menos esto. Con tal que la gente fuese libre de elegir, ya no
era asunto suyo si después vivía en cloacas y bebía insecticidas. Con tal que
esto no sea asunto de Affari, fuente de provecho y medio de poder para otros.
Cosas, éstas. que había intuido quizás antes de saber algo preciso. Antes de
escribir su primer panfleto, antes de dejar Parheo, antes de conocer el
significado de «capital», antes de traspasar los confines de Vía de la
Abundancia donde jugaba con otros chicos de seis años apoyando en la tierra las
rodillas lastimadas, ya sabía todo esto: que ella y los otros chicos y sus
padres y los padres de sus padres y los borrachines y las prostitutas y toda la
gente de Vía de la Abundancia estaban en el fondo de algo, eran el fundamento,
la realidad, lo surgente. Pero ninguno de aquellos que se pensaba hecho de un
material más noble que el barro estaba dispuesto a comprender. Ahora Laia, agua
en busca de la condición de equilibrio, barro en el barro, avanzaba pesadamente
por la calle sucia y rumorosa, y se sentía a sus anchas en toda la obscena
debilidad de su vejez. Las somnolientas prostitutas con el peinado laqueado que
estaba todo torcido y a punto deshacerse, la vieja bizca que gritaba
cansadamente los nombres de sus ver duras, el mendigo idiota que intentó cazar
las moscas a manotazos: eran éstos sus conciudadanos. Se le asemejaban, en su
tristeza, en su repugnancia, pequeñez, desprecio, obscenidad. Eran sus
hermanos, su gente.
No se sentía
muy bien. Hacía tiempo que no se aventuraba tan lejos - cuatro o cinco manzanas
- sola, en el rumor y en la muchedumbre y bajo el ardiente sol del verano.
Había tenido la intención de ir al parque Koly, aquel triángulo de hierba
miserable al fondo de Temcha, y sentarse por un momento con los otros hombres y
las otras mujeres que iban allí cada día, para comprender qué significaba estar
sentados allí y ser viejos: pero era demasiado lejos. Si no hubiese vuelto
atrás ahora, quizás la habría alcanzado un golpe de vértigo; y tenía miedo de
caerse, caer y observar a la gente que se acercaba a mirar a una vieja en pleno
estado convulsivo. Dio una media vuelta y se dirigió a su casa, con los signos
de la fatiga y del disgusto de sí misma visibles en su cara que sentía arder.
Advirtió en sus oídos un zumbido que cesó súbitamente. Había sido sin embargo
intenso, y ella temió en verdad caminar en el aire. En las sombras se saltó un
escalón: se diría, se dejó caer poco a poco, se sentó y lanzó un suspiro.
Un vendedor de
fruta se sentaba en silencio detrás de su mercadería sucia y marchita. La gente
pasaba. Nadie compraba. Ninguno la observaba. Odo: ¿quién era? La famosa
revolucionaria, la autora de Comunidad, La Analogía, etc. ¿Y quién era? Una
vieja de cabellos grises y de rostro enrojecido, sentada sobre el sucio umbral
de un tugurio, que mascullaba palabras entre dientes.
¿Era verdad?
¿Era esto lo que ella era? Sin ir más lejos, era esto lo que cualquier persona
que pasaba veía. Pero ella, justamente ella, ¿era más de aquello que la famosa
revolucionaria, etc. había sido? No. No era algo más. ¿Pero entonces quién era?
La mujer que
había amado a Taviri.
Sí. Suficiente
en verdad. Pero no lo suficiente. Aquello había terminado. ¡Taviri estaba
muerto desde hacía tanto tiempo!
- ¿Quién soy? -
masculló Laia a su público invisible, que sabía responder a sus preguntas y le
respondió al unísono. Ella era la chica con las rodillas lastimadas, sentada
sobre el umbral mirando en la niebla sucia y dorada de Vía de la Abundancia,
bajo el sol de una tarde de verano; la nena de seis años, la chica de
dieciséis, feroz, irascible, con la cabeza llena de sueños, indiferente,
inalcanzable. Ella era ella misma. Sí, había sido la indefensa trabajadora y
pensadora, pero un coágulo de sangre en una vena le había robado aquella mujer.
Sí, había sido la amante aquella que se abría un camino en la vida, pero Taviri
muriendo le había quitado aquella mujer. Nada había quedado, en realidad, sino
lo fundamental. Había vuelto: no se había ido jamás. «El verdadero viaje es el
regreso». Polvo y barro y el umbral de un tugurio. Y además, en el fondo del
camino, aquel campo lleno de hierbas altas y secas, bajo el soplido del viento
en el crepúsculo.
- ¡Laia! ¿Pero
qué estás haciendo acá? ¿Estás bien?
Uno de los
habitantes de la casa, naturalmente: una bella mujer, un poco fanática y un
poco charlatana. Laia no se acordaba de su nombre si bien la conocía de años.
Dejó que la llevase a su casa, y dejó que hablase durante todo el camino. En el
gran salón (en un tiempo ocupado por cajeros intentando contar el dinero detrás
de ventanillas brillosas bajo la mirada de guardias armados) Laia se sentó en
una silla. No estaba como para, por el momento, subir las escaleras, aunque
prefiriese estar sola. La mujer continuaba hablando y otra gente ingresaba
excitada a la sala. Parecía que estuviesen programando una demostración. Los
eventos, en Thu, se sucedían tan rápidamente que también allí los ánimos
estaban caldeados, y era preciso hacer algo. Pasado mañana - no, mañana -
habría una marcha, una gran marcha, de la ciudad vieja, en la Plaza del
Capitolio, recorriendo el viejo itinerario.
- Otra Revuelta
en el noveno mes - dijo un joven, inflamado y sonriente, observando a Laia. En
el tiempo de la Revuelta del noveno mes no había ni siquiera nacido, para él
era solamente historia. Ahora quería hacer también él su pequeña contribución a
la historia. La sala se había llenado. Se tendría mañana una asamblea general a
las ocho de la mañana. Laia debería hablar.
- ¿Mañana?
Mañana yo no estaré - dijo bruscamente. Aquel que había hablado esbozó una
sonrisa y algún otro se rió; Amai la miró con aire interrogativo. Hablaron de
nuevo y alzaron la voz. La revolución. ¿Pero qué la llevó a hablar así? ¿Pero
era necesario decir semejante cosa en la vigilia de la revolución, aunque
hubiese sido cierta?
Esperó sentirse
bien, logró ponerse en pie, y a pesar de la torpeza se escapó sin ser vista
entre la gente excitada y pronta a subir los escalones uno a uno. En la pieza
de abajo, a sus espaldas, una, dos, diez voces estaban diciendo «huelga
general». Huelga General, murmuró Laia tomando aliento en el descanso de la
escalera. Arriba, delante de ella, en su habitación, ¿qué la esperaba? Su golpe
apoplejético privado. Sin embargo, cómico. Inició el ascenso por la segunda
rampa, un escalón a la vez, una pierna a la vez, como una nena de dos años.
Estaba mareada, pero no temía caerse. Delante de ella, allá abajo, las
florcitas blancas y secas hacían oscilar sus corolas y susurraban en los vastos
campos del atardecer. Setenta y dos años y no había tenido jamás el tiempo de
llamarlas por su nombre.
FIN
Edición digital
de Sadrac