HASTA
LUEGO, Y GRACIAS POR EL PESCADO
Douglas Adams
Título original: So long, and thanks for all
the fish
Traducción: Benito Gómez Ibáñez
© 1984 by Douglas Adams and Pan Books
© 1985 Editorial Anagrama
S.A.P. de la Creu 58 - Barcelona
ISBN: 84-339-2311-0
A Jane con mi agradecimiento
A Morgens, a Andy y a todos los de Huntsham
Court por una serie de situaciones inestables.
y, en especial, a Sonny Mehta por permanecer
estable en todas las situaciones.
En los remotos e
inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la Espiral de la
Galaxia, brilla un pequeño y despreciable sol amarillento.
En su órbita, a
una distancia aproximada de ciento cincuenta millones de kilómetros gira un
pequeño planeta totalmente insignificante de color azul verdoso, cuyos
pobladores, descendientes de los simios, son tan asombrosamente primitivos que
aún creen que los relojes digitales son de muy buen gusto.
Ese planeta tiene
o, mejor dicho, tenía el problema siguiente: la mayoría de sus habitantes eran
desdichados durante casi todo el tiempo.
Muchas soluciones
se sugirieron para tal problema, pero la mayor parte de ellas se referían
principalmente a los movimientos de unos papelitos verdes; cosa extraña, ya que
los papelitos verdes no eran precisamente quienes se sentían desdichados.
De manera que
persistió el problema; muchos eran mezquinos, y la mayoría se sentían
desgraciados, incluso los que poseían relojes digitales.
Cada vez eran más
los que pensaban que, en primer lugar, habían cometido un grave error al bajar
de los árboles. Y algunos afirmaban que lo de los árboles había sido una
equivocación, y que nadie debería haber salido de los océanos.
Y entonces, un
jueves, casi dos mil años después de que clavaran a un hombre a un árbol por
decir que, para variar, sería estupendo portarse bien con los demás, una
muchacha sentada sola en un pequeño bar de Rickmansworth comprendió de pronto
qué había ido mal hasta entonces, y supo por fin cómo el mundo podría
convertirse en un lugar agradable y feliz. Esta vez era cierto, daría
resultado, y no habría que clavar a nadie a ningún sitio.
Lamentablemente,
sin embargo, antes de que, pudiera llegar a un teléfono para contárselo a alguien,
la Tierra fue súbitamente demolida para dar paso a una nueva vía de
circunvalación hiperespacial. Y así se perdió la idea, al parecer para siempre.
Esta es la
historia de la muchacha.
1
Aquella tarde
oscureció pronto, que era lo normal para la época del año. Hacía frío y viento,
lo que también era normal.
Empezó a llover,
cosa que era especialmente normal.
Aterrizó una nave
espacial, y eso no lo era.
En los
alrededores no había nadie para verlo, salvo algunos cuadrúpedos
espectacularmente estúpidos que no tenían la menor idea de cómo interpretarlo,
de si tenían que tomárselo de algún modo, o comérselo, o qué. Así que hicieron
lo de siempre, salir corriendo y tratar de ocultarse los unos debajo de los
otros, cosa que nunca salía bien.
La nave descendió
con suavidad de las nubes, como apoyada en un rayo de luz.
Desde lejos
apenas se habría reparado en ella entre los relámpagos y las nubes de tormenta,
pero vista de cerca resultaba extrañamente bella: una nave gris, de forma
elegante y muy pequeña.
Desde luego,
nunca se tiene la menor idea del tamaño o la forma que las distintas especies
llegan a tener, pero si se considerasen los resultados del último informe sobre
el Censo de la Galaxia Central como una guía precisa de promedios estadísticos,
la capacidad de la nave probablemente se calcularía en seis personas; y se
estaría en lo cierto.
De todos modos,
es probable que lo hubiesen adivinado. El informe del Censo, como tantas otras
encuestas por el estilo, había costado un enorme montón de dinero, y a nadie le
dijo nada que no supiera ya, salvo que cada individuo de la Galaxia tenía 2,4
piernas y poseía una hiena. Dado que, evidentemente, eso no es cierto, todo el
asunto quedó descartado al final.
La nave se
deslizó hacia abajo suavemente entre la lluvia, mientras sus tenues focos la
envolvían en delicados arco iris. Emitía un zumbido muy quedo, que fue
haciéndose cada vez más alto y profundo a medida que se acercaba al suelo, y
que al llegar a una altura de quince centímetros se convirtió en un fuerte zumbido.
Por fin aterrizó
y permaneció silenciosa.
Se abrió una
escotilla. Se desplegó una pequeña escalera. Apareció una luz en la abertura,
brillante, derramándose en la noche húmeda, y en el interior se movieron
sombras.
Una silueta alta
se recortó en la luz, miró alrededor, titubeó, y bajó aprisa los escalones,
llevando bajo el brazo una amplia bolsa de la compra.
Se volvió e hizo
una brusca señal única hacia la nave. La lluvia le empezó a chorrear por los
cabellos.
—¡Gracias!
—gritó—. Muchas gra...
Le interrumpió la
seca descarga de un trueno. Alzó la vista con recelo y, en respuesta a una
súbita ocurrencia, empezó a revolver dentro de la gran bolsa de plástico, en
cuyo fondo descubrió entonces un agujero.
Las grandes
letras que llevaba impresas a un lado, decían (para todo aquel que pudiese
descifrar el alfabeto centáurico): Megamercado libre de impuestos, Puerto
Brasta, Alfa Centauri. Sea como el vigésimo segundo elefante revalorizado del
espacio, ¡ladre!
—¡Esperad! —llamó
la silueta, haciendo señas a la nave.
La escala, que
había empezado a plegarse de nuevo por la escotilla, se detuvo, volvió a
extenderse y le permitió entrar otra vez.
Pocos segundos
después volvió a salir con una toalla (usada) y raída que metió en la bolsa.
Se despidió de
nuevo con la mano, se puso la bolsa bajo el brazo y echó a correr para
refugiarse bajo unos árboles mientras, a su espalda, la nave ya iniciaba la
ascensión.
Un relámpago
fulguró en el cielo y la figura se detuvo un momento para seguir luego la
marcha, de prisa, reconsiderando el camino para mantenerse apartada de los
árboles. Se movía con rapidez, resbalando aquí y allá, encorvado para
protegerse de la lluvia, que ahora caía con creciente intensidad, como arrojada
del cielo.
Sus pies
chapoteaban por el barro. El trueno retumbaba en las montañas. Inútilmente, se
limpió la lluvia de la cara y siguió avanzando a trompicones.
Más luces.
Esta vez no eran
relámpagos, sino luces más tenues y difusas que barrían lentamente el horizonte
y desaparecían.
Al verlas, la
figura se detuvo de nuevo y luego redobló el paso, dirigiéndose en línea recta
al punto del horizonte de donde procedían.
Pero entonces el
terreno empezó a hacerse más pendiente, empinándose hacia arriba, y al cabo de
doscientos o trescientos metros, terminaba en un obstáculo. Se detuvo a
examinar la barrera y luego arrojó la bolsa por encima, antes de escalarla ella
misma.
Apenas había
tocado el suelo al otro lado, cuando una máquina salió de la lluvia derramando
torrentes de luz a través del muro de agua. La figura se echó atrás mientras la
máquina avanzaba velozmente hacia ella. Tenía una forma achaparrada y bulbosa,
como una pequeña ballena flotando: lustrosa, gris y redonda, moviéndose con
velocidad aterradora.
Instintivamente,
la figura alzó las manos para protegerse, pero sólo le alcanzó un chorro de
agua, mientras la máquina pasó como una exhalación y se perdió en la noche.
La iluminó
brevemente otro relámpago que surcó el cielo, lo que permitió leer a la
empapada figura detenida al borde de la carretera durante una décima de
segundo, antes de que desapareciera, un pequeño letrero que la máquina llevaba
en la parte trasera.
Ante el aparente
incrédulo asombro de la figura, el letrero decía:«Mi otro coche también es un
Porsche.»
2
Rob McKenna era
un despreciable hijo de puta y él lo sabía porque a lo largo de los años se lo
había dicho mucha gente y no veía razón para contradecirlo, salvo la evidente
de que le gustaba discrepar, sobre todo de las personas que no le gustaban, lo
que a fin de cuentas incluía a todo el mundo.
Suspiró y cambió
de marcha.
La cuesta
empezaba a hacerse más pronunciada y su camión iba lleno de aparatos daneses
para controlar radiadores termostáticos.
No es que tuviese
una predisposición natural para estar de tan mal humor, al menos eso esperaba.
Sólo era la lluvia que le deprimía, siempre la lluvia.
Ahora estaba
lloviendo, para variar.
Era un tipo de
lluvia particular, que le desagradaba especialmente, sobre todo cuando
conducía. Le había puesto un número. Era lluvia del tipo 17.
En alguna parte
había leído que los esquimales tenían más de doscientas palabras para la nieve,
sin las cuales su conversación probablemente se volvería muy monótona. Así que
distinguían la nieve fina y la gruesa, la suave y la pesada, la nieve fangosa,
la frágil, la que cae a ráfagas, la que arrastra el viento, la nieve que
desprende las botas del vecino por el limpio suelo del igloo, las nieves de
invierno, las de primavera, las nieves que se recuerdan de la infancia, que
eran muchísimo mejores que cualquier nieve moderna; la nieve fina, la nieve
ligera, la de la montaña, la del valle, la que cae por la mañana, la que cae
por la noche, la que cae de repente cuando uno va a pescar, y la nieve sobre la
que mean los perros esquimales a pesar de los esfuerzos para enseñarles a que
no lo hagan.
Rob McKenna tenía
anotados en su librito doscientos treinta y un tipos diferentes de lluvia y no
le gustaba ninguno.
Metió otra
velocidad y el camión aumentó las revoluciones. Gruñó de forma placentera por
todos los aparatos daneses de control de radiadores termostáticos que
transportaba.
Desde que saliera
de Dinamarca la tarde anterior, había pasado por el tipo 33 (llovizna punzante
que deja las carreteras resbaladizas), por el 39 (fuerte chaparrón), de 47 al
51 (de una suave llovizna vertical a otra ligera, pero muy sesgada, hasta un
calabobos moderado y refrescante), por el 87 y 88 (dos variedades sutilmente
distintas del chaparrón torrencial vertical), por el 100 (el chubasco que sigue
al chaparrón, frío), por todos los tipos de borrasca marina comprendidos entre
el 192 y el 213 al mismo tiempo, por el 123, el 124, el 126, el 127 (aguaceros
fríos, templados e intermedios, tamborileos sobre la carrocería, continuos y
sincopados), por el 11 (gotitas alegres) y ahora por el que menos le gustaba de
todos, el 17.
La lluvia del
tipo 17 era un sucio chorro que golpeaba tan fuerte contra el parabrisas, que
daba igual tener las escobillas conectadas o no.
Comprobó esta
teoría desconectándolas un momento, pero resultó que la visibilidad empeoró más
todavía. Y tampoco mejoró cuando volvió a conectarlas.
En realidad, una
de las escobillas empezó a dar aletazos.
Suulss suulss
plop, suulss suuiss plop, suulss suulss plop, suulss suulss plop, suulss plop
plop, plap, rayajo.
Aporreó el
volante, dio patadas al suelo y golpes al radiocassette, hasta que de pronto
empezó a sonar Barry Manilow; luego lo golpeó de nuevo hasta que se paró, y
soltó tacos y tacos. Tacos y más tacos.
En aquel preciso
momento, cuando su furia alcanzaba el punto culminante, percibió una forma
indistinta surgida ante los faros, apenas visible en el chaparrón, al borde de
la carretera.
Una pobre figura
manchada de barro, extrañamente vestida, más mojada que una nutria en una
lavadora y que hacía autostop.
—Pobre
desgraciado cabrón —pensó Rob McKenna, dándose cuenta de que había alguien con
más derecho que él a sentirse como un pingajo—, debe de estar helado. Qué
estupidez, salir a hacer autostop en una noche tan asquerosa como ésta. Lo
único que se saca es frío, lluvia y camiones que te salpican al pasar por los
charcos.
Meneó
sombríamente la cabeza, suspiró de nuevo, torció el volante y se metió de lleno
en un gran charco de agua.
—¿Ves lo que
quiero decir? —dijo para sus adentros mientras surcaba raudo el charco—. La
carretera está llena de cabrones.
Entre
salpicaduras, un par de segundos después apareció en el retrovisor la imagen
del autostopista, empapado al borde de la carretera.
Por un momento
experimentó una sensación agradable por lo que acababa de hacer. Poco después
lamentó que aquello le regocijara. Luego se alegró por haberse arrepentido de
su anterior diversión y, satisfecho, siguió conduciendo a través de la noche.
Al menos se
desquitó de que terminara adelantándole aquel Porsche al que concienzudamente
había estado cortándole el paso durante los últimos treinta kilómetros.
Y mientras
conducía, las nubes arrastraban el cielo tras él, porque, aunque él no lo
sabía, Rob McKenna era un Dios de la Lluvia. Lo único que sabía era que sus
jornadas de trabajo resultaban desgraciadas y que sus vacaciones eran una
sucesión de días asquerosos. Lo único que sabían las nubes era que le amaban y
querían estar cerca de él, para mimarlo y empaparlo de agua.
3
Los dos camiones
siguientes no iban conducidos por dioses de la lluvia, pero hicieron
exactamente lo mismo.
La figura
prosiguió la penosa marcha, más bien chapoteando, hasta que la cuesta apareció
de nuevo y el traicionero charco de agua quedó atrás.
Al cabo de un
rato, la lluvia empezó a amainar y la luna hizo una breve aparición desde
detrás de las nubes.
Pasó un Renault,
y su conductor hizo complicadas y frenéticas señales a la figura que andaba
trabajosamente, para indicarle que en circunstancias normales le habría
encantado llevarla en su coche, pero que ahora no podía porque no iba en esa
dirección, cualquiera que fuese, y que estaba seguro de que lo entendería.
Terminó haciéndole una seña con los pulgares en alto, alegremente, como para
comunicarle que esperaba que se encontrara estupendamente por tener frío y
estar casi totalmente empapada, y que le recogería la próxima vez que la viera.
La figura
prosiguió la penosa marcha. Pasó un Fiat e hizo exactamente lo mismo que el
Renault.
En dirección
contraria pasó un Maxi y guiñó los faros a la figura, que avanzaba lentamente,
aunque no quedó claro si el centelleo significaba «Hola», o «Lamento que
vayamos en dirección contraria», o «Mira, hay alguien en la lluvia ¡qué
broma!». Una franja verde en la parte superior del parabrisas indicaba que,
cualquiera que fuese el mensaje, venía de parte de Steve y Carola.
La tormenta había
cesado definitivamente, y los escasos truenos resonaban en las colinas más
lejanas, como alguien que dije «Y una cosa más...», veinte minutos después de
haber reconocido que había perdido el hilo de su argumentación.
El aire estaba
más despejado ahora y la noche era más fría. El sonido viajaba bastante bien.
La perdida figura, tiritando desesperadamente, llegó a una encrucijada, donde
una carretera lateral torcía a la izquierda. Frente al desvío había un poste de
señalización al que se acercó a toda prisa para estudiarlo con febril
curiosidad, apartándose bruscamente cuando otro coche pasó de pronto.
Y otro.
Y el primero pasó
de largo con absoluta indiferencia; el segundo hizo centellear los faros
tontamente. Apareció un Ford Cortina y frenó.
Tambaleándose por
la sorpresa, la figura se apretujó la bolsa contra el pecho y se apresuró hacia
el coche, pero en el último momento el Cortina giró sus ruedas sobre la
carretera húmeda y salió pitando con aire bastante divertido.
La figura aflojó
el paso hasta detenerse y allí quedó, desalentada y perdida.
Dio la casualidad
de que al día siguiente el conductor del Cortina fue al hospital a que le
extirparan el apéndice, sólo que debido a una confusión más bien divertida el
cirujano le amputó la pierna por error, y antes de que se preparara de nuevo la
apendisecectomía, la apendicitis se complicó, convirtiéndose en un divertido
caso grave de peritonitis y, en cierto modo, se hizo justicia.
La figura
prosiguió su penosa marcha.
Un Saab se detuvo
a su lado.
La ventanilla
bajó y una voz dijo en tono cordial:
—¿Viene de lejos?
La figura se
volvió hacia el coche. Se detuvo y asió el picaporte.
La figura, el
coche y la manecilla de la puerta se encontraban todos en un planeta llamado
Tierra, en un mundo que la Guía del autostopista galáctico explicaba en un
artículo con sólo dos palabras: «Esencialmente inofensivo.»
La persona que
escribió el artículo se llamaba Ford Prefect y en aquel preciso momento se
encontraba en un mundo no tan inofensivo, sentado en un bar nada inofensivo, y
armando bronca imprudentemente.
4
Un observador
casual no hubiera sabido si estaba borracho o enfermo, o si era un loco suicida
y realmente, no había observadores casuales en el bar del Viejo Perro Rosa, en
la parte baja del barrio Sur de Han Dold, porque no era la clase de sitio en
que uno podía permitirse hacer cosas de manera casual si es que quería seguir
vivo. Los mirones del local serían observadores mezquinos, como halcones,
estarían armados hasta los dientes y tendrían dolorosas punzadas en la cabeza
que les llevaría a hacer cosas disparatadas al ver algo que no fuese de su
agrado.
Sobre el local
había caído uno de esos feos silencios, de la especie que se crea cuando hay
una crisis por los misiles.
Hasta el pájaro
de mala pinta que estaba encaramado sobre un palo había dejado de graznar los
nombres y direcciones de lo que prestaba los asesinos a sueldo de por allí, que
era un servicio gratis.
Todos los ojos
estaban fijos en Ford Prefect. Algunos se salían de las órbitas.
La manera
particular en que hoy, temerariamente, jugaba a los dados con la muerte,
consistía en un intento de pagar la cuenta de las copas del volumen semejante
al de un reducido presupuesto de defensa, con una tarjeta de American Express,
que no admitían en parte alguna del universo conocido.
—¿Por qué os
preocupáis? —preguntó en tono animado. ¿Por la fecha de caducidad? ¿Es que no
habéis oído hablar por aquí de la neorrelatividad? Hay campos de la física
enteramente nuevos que se ocupan de estas cosas. Efectos de la dilatación del
tiempo, relastática temporal...
—No nos preocupa
la fecha de caducidad —contestó el hombre a quien iban dirigidos tales
comentarios, que era un tabernero peligroso en una ciudad peligrosa.
Su voz era un ronroneo
bajo y suave, como el que se oye al abrir un silo de proyectiles nucleares. Con
una mano semejante a un solomillo golpeó la barra y la abolló un poco.
—Bueno, entonces
ya está arreglado —dijo Ford, guardando las cosas en la bolsa y disponiéndose a
marchar.
El dedo que
tamborileaba sobre la barra se alzó y quedó levemente apoyado en el hombro de
Ford Prefect, impidiendo su marcha.
Aunque el dedo
formaba parte de una mano semejante a una losa, y la mano era la continuación
de un brazo que parecía una maza, el brazo no estaba unido a nada en absoluto,
salvo en un sentido metafórico: una ardiente y perruna lealtad lo vinculaba al
bar que era su hogar. En el pasado había pertenecido, de manera más
convencional, al primer dueño del bar, que en su lecho de muerte lo había
legado a la ciencia médica. La ciencia médica decidió que no le gustaba el
aspecto del brazo, Y lo legó de nuevo al bar del Viejo Perro Rosa.
El nuevo
tabernero no creía en lo sobrenatural, ni en duendes ni en ninguna de esas
tonterías, sólo que reconocía a un aliado útil nada más ponerle los ojos
encima. La mano se quedaba sobre la barra. Tomaba los pedidos, servía copas, y
daba un trato criminal a los que se comportaban como si quisieran ser
asesinados.
Ford Prefect
permaneció sentado y quieto.
—No nos preocupa
la fecha de caducidad —repitió el tabernero satisfecho de que Ford Prefect le
dedicara, por fin, toda su atención—. Nos preocupa el plástico.
—¿Qué? —preguntó
Ford, que parecía un tanto desconcertado.
—Esto —dijo el
tabernero, cogiendo la tarjeta como si fuera un pececito cuya alma hubiera
volado tres semanas antes al territorio donde los peces encuentran la eterna
felicidad—. No lo admitimos. Ford consideró brevemente la cuestión de decir que
no tenía otro modo de pagar, pero de momento decidió seguir con el mismo rollo.
La mano sin cuerpo le tenía ahora cogido por el hombro, presionándole suave
pero firmemente con el pulgar y el índice.
—Pero no lo
entiende —objetó Ford, con una expresión que pasó de una leve sorpresa a una
incredulidad total—. Esta es la tarjeta del American Express. La mejor manera
de pagar que conoce la humanidad. ¿Es que no ha leído los papelotes que mandan
por correo?
El tono alegre de
la voz de Ford empezaba a rechinar en los oídos del tabernero. Sonaba como si
alguien tocara implacablemente el kazoo durante uno de los pasajes más sombríos
de un réquiem de guerra.
Dos huesos del
hombro de Ford empezaron a crujir el uno contra el otro de un modo que hacía
pensar que la mano había aprendido los principios del dolor de un quiropráctico
muy experimentado. Ford confiaba en arreglar el asunto antes de que los huesos
del hombro empezaran a crujir contra otras partes del cuerpo. Afortunadamente,
el hombro que la mano apretaba no era el mismo que aquel en que tenía colgada
la bolsa.
El tabernero le
devolvió la tarjeta deslizándola sobre la barra.
—Nunca hemos oído
hablar de esto —declaró con muda ferocidad.
Lo que no era
para sorprenderse mucho.
Ford había
conseguido la tarjeta mediante un grave error informático al final de su
estancia de quince años en el planeta Tierra. La empresa del American Express
descubrió en seguida la exacta gravedad del error, y las estridentes y
despavoridas solicitudes del departamento de recaudación de deudas sólo
quedaron silenciadas cuando de manera inesperada los vogones demolieron el
planeta entero para dar paso a una nueva vía de circunvalación hiperespacial.
La había
conservado porque descubrió que resultaba útil llevar una forma de pago que
nadie aceptaba.
—¿Crédito?
—dijo—. ¡Aaaajff...!
Esas dos palabras
solían ir asociadas en el bar del Viejo Perro Rosa.
—Creía —jadeó
Ford— que éste era un establecimiento de categoría...
Echó una mirada a
la variopinta mezcla de matones, chulos y directivos de casas de discos que
deambulaban por los cercos de luz tenue que salpicaban las negras sombras de
los rincones más escondidos del bar. Todos estaban mirando intencionadamente en
cualquier dirección menos en la suya, reanudando con cuidado el hilo de sus
anteriores conversaciones sobre asesinatos, redes de tráfico de drogas y
negocios de grabaciones musicales. Sabían lo que pasaría a continuación y no
querían mirar por si se les quitaban las ganas de beber.
—Vas a morir,
muchacho —murmuró suavemente el tabernero a Ford Prefect.
La prueba estaba
a su lado. Antiguamente había en el bar un letrero colgado que decía: «No pida
al fiado, por favor: un puñetazo en la boca molesta un poco.» Pero en aras de
una exactitud rigurosa, el cartel se había modificado del modo siguiente: «No
pida al fiado, por favor: el hecho de que un ave salvaje le retuerza el
pescuezo mientras una mano sin cuerpo le aplasta la cabeza contra la barra
molesta un poco.» No obstante, todo eso convertía al letrero en una confusión
ilegible, y no sonaba lo mismo, de modo que también lo quitaron. Se pensó que
la historia se daría a conocer por sus propios medios, y así fue.
—Déjeme ver la
cuenta otra vez —pidió Ford.
La cogió y la estudió con cuidado bajo la pérfida mirada del tabernero, y la igualmente maligna mirada del pájaro, que en aquel momento se dedicaba a hacer grandes muescas con las garras en la superficie de la barra.
Era un trozo de
papel de tamaño más bien grande.
Al final había
una cifra que parecía uno de esos números de serie que hay en la parte de abajo
de los aparatos estereofónicos y que siempre se tarda tanto en copiar en el
formularlo de registro. Al fin y al cabo, había estado todo el día en el bar,
bebiendo un montón de cosas con burbujas, y había invitado a muchas rondas a
todos los chulos, matones y directivos de casas de discos que, de pronto, no le
recordaban.
Carraspeó en tono
muy bajo y se tanteó los bolsillos. No había nada en ellos, tal como ya sabía.
Dejó la mano izquierda, suave pero firmemente, sobre la tapa medio abierta de
la bolsa. La mano sin cuerpo renovó la presión sobre su hombro derecho.
—¿Comprendes?
—dijo el tabernero, y su rostro pareció temblar de perversidad ante los ojos de
Ford—. Tengo que pensar en mi reputación. Lo entiendes, ¿verdad?
Ya está, pensó
Ford. No quedaba más remedio. Había cumplido las normas, intentado pagar la
cuenta de buena fe; no se lo habían permitido. Ahora corría peligro su vida.
—Pues —dijo con
voz queda— si se trata de su reputación...
Con un súbito
alarde de velocidad abrió la bolsa y, de golpe, depositó encima de la barra su
ejemplar de la Guía del autostopista galáctico y la tarjeta oficial donde se
declaraba que era un investigador de campo de la Guía y que de ninguna manera
le estaba permitido hacer lo que estaba haciendo.
—¿Quiere aparecer
aquí?
El rostro del
tabernero se paralizó en medio de uno de sus temblores perversos. Las garras
del pájaro se detuvieron a mitad de un surco. Despacio, la mano soltó el hombro
de Ford.
En un murmullo
apenas audible, entre los labios secos, el tabernero aseguró:
—Eso es más que
suficiente, señor.
5
La Guía del
autostopista galáctico es una institución poderosa. En realidad, su influencia
es tan prodigiosa, que su plantilla editorial debió redactar normas estrictas
para evitar abusos. De manera que a ninguno de sus investigadores de campo le
está permitido aceptar clase alguna de servicios, descuentos o trato preferente
a cambio de favores editoriales, salvo si:
a) Han intentado
de buena fe pagar por su servicio en la forma acostumbrada; b) Su vida corre
peligro; c) Les viene en gana.
Como invocar la
tercera norma significaba darle una participación al editor, Ford siempre
prefería hacerse el tonto con las dos primeras.
Salió a la calle
y echó a andar a paso vivo.
El aire era
sofocante, pero le gustaba porque era un aire sofocante de ciudad, lleno de
olores excitantes y desagradables, de música peligrosa y del lejano rumor de
tribus policiales en guerra.
Llevaba la bolsa
con un movimiento de suave balanceo que le permitiera lanzarla contra
cualquiera que pretendiese quitársela sin pedírsela. Contenía todas sus
pertenencias, que por el momento no eran muchas.
Una limusina pasó
por la calle a toda velocidad, sorteando los montones de basura humeante y
asustando a un lobo viejo que merodeaba por allí y, dando tumbos, se apartó de
su camino, tropezó contra el escaparate de un herbolario, disparó una gimiente
alarma, avanzó a trompicones por la calle y luego fingió caer por los escalones
de un pequeño restaurante italiano donde sabía que le tomarían una fotografía y
le darían de comer.
Ford iba en
dirección norte. Pensaba que tal vez llegaría al puerto espacial, pero eso ya
lo había pensado antes. Sabía que estaba atravesando esa parte de la ciudad
donde los planes de la gente cambian a menudo de forma bastante brusca.
—¿Quieres pasar
un buen rato? —preguntó una voz desde un portal.
—Hasta el momento
—repuso Ford—, lo estoy pasando bien. Gracias.
—¿Eres rico?
—preguntó otra voz.
Eso arrancó una
carcajada a Ford.
Se volvió y
extendió los brazos con un gesto amplio.
—¿Tengo pinta de
rico? —inquirió.
—No lo sé
—contestó la chica—. Quizá sí, quizá no. A lo mejor te haces rico. Hago un
servicio muy especial para la gente rica...
—¿Ah, sí? —dijo
Ford, intrigado pero cauteloso—. ¿Y en qué consiste?
—Les digo que ser
rico está muy bien.
Hubo una erupción
de disparos desde una ventana muy por encima de ellos, pero no se trataba más
que de un bajista a quien mataban por tocar tres veces seguidas un riff
equivocado, y los bajistas abundan muchísimo en la ciudad de Han Dold.
Ford se detuvo y
atisbó en el interior del oscuro portal.
—¿Que haces qué?
—preguntó.
La chica rió y
salió un poco de la oscuridad. Era alta, y tenía esa especie de timidez serena
que da tan buenos resultados si se sabe utilizar.
—Es mi
especialidad —explicó—. Soy licenciada en Economía Social y tengo facilidad
para ser muy convincente. A la gente le encanta. Sobre todo en esta ciudad.
—¡Jodonar! —dijo
Ford Prefect, que era una palabra especial de Betelgeuse que empleaba cuando
sabía que debía decir algo, pero no sabía qué debía decir.
Se sentó en un
escalón y sacó de la bolsa una toalla y una botella de Ul' Janx Spirit. La
abrió y limpió el gollete con la toalla, lo que tuvo el efecto contrario del
que se pretendía: al momento, el aguardiente mató millones de microbios que
poco a poco habían creado una civilización compleja e ilustrada sobre los
trozos más hediondos de la toalla.
—¿Quieres un
poco? —ofreció, después de tomar un trago.
La chica se
encogió de hombros y aceptó la botella que le tendían.
Se quedaron
sentados durante un rato, oyendo apaciblemente el clamor de las alarmas
antirrobo de la manzana de al lado.
—Da la casualidad
de que me deben un montón de dinero —dijo Ford—. Así que, si lo cobro alguna
vez, ¿podría venir a verte?
—Pues claro, aquí
estaré —contestó la chica—. ¿Cuánto es un montón de dinero?
—Quince años de
salarlo atrasado.
—¿Por hacer qué?
—Por escribir dos
palabras.
—¡Zarquon!
—exclamó la chica—. ¿Cuál de las dos te llevó más tiempo?
—La primera. Una
vez que pensé en ésa, la segunda se me ocurrió de pronto una tarde, después de
comer.
Una enorme
batería electrónica fue lanzada por la ventana de arriba y se hizo pedazos en
la calle, delante de ellos.
En seguida se
comprobó que algunas de las alarmas antirrobo de la manzana de al lado habían
sido deliberadamente accionadas por una de las tribus policiales para tender
una emboscada a otra. En la zona convergieron coches con sirenas ululantes,
sólo para ser eliminados uno a uno por helicópteros que aparecían zumbando por
el aire entre los gigantescos rascacielos de la ciudad.
—En realidad
—dijo Ford a gritos, para que se le oyera por encima del estrépito—, no fue
exactamente así. Escribí muchísimo pero me lo mutilaron.
Volvió a sacar la
Guía del bolso.
—Y entonces, el
planeta fue demolido —gritó—. Un trabajo que valió realmente la pena, ¿eh? Pero
a pesar de todo, me lo tienen que pagar.
—¿Trabajas para
eso? —gritó la chica, a su vez.
—Sí.
—Vaya número.
—¿Quieres ver lo
que escribí? —preguntó Ford, chillando— ¿Antes de que lo borren? Las últimas
revisiones se emitirán esta noche por la red. Alguien debe de haber averiguado
que el planeta en el que pasé quince años ya ha sido demolido. En las últimas
revisiones se les pasó, pero no se les puede pasar siempre.
—Se está haciendo
imposible hablar, ¿verdad?
—¿Cómo?
La chica se alzó
de hombros y señaló hacia arriba.
Sobre sus cabezas
había un helicóptero que parecía envuelto en una escaramuza particular con el
grupo musical del piso de arriba. Del edificio salía humo. El ingeniero de
sonido estaba colgado de la ventana por la punta de los dedos, y un guitarrista
enloquecido aporreaba una guitarra en llamas. El helicóptero disparaba contra
todos ellos.
—¿Nos marchamos?
Deambularon por
la calle, lejos del ruido. Se encontraron con un grupo de teatro callejero que
intentó representarles una obra corta sobre los problemas del centro de la
ciudad, pero luego desistieron y desaparecieron en el pequeño restaurante cuyo
cliente más reciente había sido el lobo.
Ford no dejaba ni
por un momento de hurgar en los mandos del interface de la Guía. Se metieron en
un callejón. Ford se puso de cuclillas encima de un cubo de basura mientras la
pantalla de la Guía se inundaba de información.
Localizó su
artículo.
«Tierra:
Esencialmente inofensiva»
Casi
Inmediatamente, la pantalla se convirtió en una masa de mensajes del sistema.
—Ahí llega
—anunció.
«Espere, por
favor», decían los mensajes. «La Red Sub-Etha está actualizando los artículos.
El presente artículo se encuentra en revisión. El sistema estará parado durante
diez segundos.»
Una Iimusina de color
gris metálico pasó despacio por el final del callejón.
—Oye —dijo la
chica—, si te pagan, ven a verme. Soy una chica trabajadora, y por ahí hay
gente que me necesita. Tengo que marcharme.
Desechó las
protestas medio articuladas de Ford, y lo dejó deprimido, sentado sobre el cubo
de basura, dispuesto a ver cómo un largo período de su vida laboral se disipaba
electrónicamente en el éter.
En la calle, las
cosas se habían calmado un poco. La batalla policial se había trasladado a
otros sectores de la ciudad; los pocos supervivientes del grupo de rock
decidieron aceptar sus diferencias musicales y proseguir sus carreras en
solitario; el grupo de teatro callejero salía del restaurante italiano
acompañado del lobo, a quien llevaban a un bar que conocían donde lo tratarían
con cierto respeto; y un poco más allá, la Iimusina gris metalizada se había
estacionado silenciosamente junto a la acera.
La chica se
apresuro hacia el coche.
Tras ella, en la
oscuridad del callejón, una luminosidad parpadeante y verdosa bañaba el rostro
de Ford Prefect, a quien poco a poco el asombro le fue poniendo los ojos
dilatados.
Pues donde
esperaba no encontrar nada, un artículo borrado, cancelado, vio en cambio un
incesante torrente de datos: textos, diagramas, cifras e imágenes, emocionantes
descripciones de la práctica del surf en playas de Australia, de la fabricación
del yoghurt en las islas griegas, de restaurantes de Los Angeles a los que no
había que ir, de trueques monetarios que no había que hacer en Estambul, del
mal tiempo que había que evitar en Londres, bares adonde ir en todas partes.
Páginas y páginas. Allí estaba todo, todo lo que él había escrito.
Con el ceño cada
vez más fruncido por la absoluta incomprensión, lo repasó todo hacia adelante y
hacia atrás, deteniendo se aquí y allá en diversos artículos.
«Consejos para
extranjeros en Nueva York:
»Aterrice en
cualquier sitio, en Central Park, donde sea. Nadie se molestará y, en realidad,
nadie se enfadará.
»Supervivencia:
Consiga inmediatamente un empleo de taxista. El trabajo de taxista consiste en
llevar a la gente a donde quiera ir en grandes coches amarillos llamados taxis.
No se preocupe si no sabe cómo funciona el coche, ni habla la lengua, ni
comprende la geografía o incluso la topografía fundamental de la zona; tampoco
piense en si le brotan de la cabeza largas antenas de color verde. Créame, ésa
es la mejor manera de pasar inadvertido.
»SI tiene usted
un cuerpo verdaderamente extraño, trate de exhibirlo por la calle y pida dinero
a cambio.
»Las formas de
vida anfibias procedentes de los mundos encuadrados en los sistemas de Swuling,
Noxlos o Nausalia disfrutarán de manera especial en el río East que, según
dicen, es mucho más rico en esas exquisitas sustancias nutritivas y
regeneradoras que el fango más fino y virulento que se haya conseguido hasta la
fecha en un laboratorio.
»Diversiones:
Esta es la sección más importante. Resulta imposible encontrar mayor diversión,
sin electrocutarse, los centros del placer...» Ford dio al interruptor, que
ahora tenía la inscripción de «Mode Execute Ready», en vez del anticuado
«Access Standby», que desde mucho tiempo atrás sustituyó al pasmoso «Off», tan
de Edad de Piedra.
Se trataba de un
planeta que él había visto completamente destruido con sus propios ojos o, más
exactamente, cegado por la infernal disolución del aire y la luz; que sintió
bajo sus pies cuando el suelo empezó a golpearle como un martillo, brincando
con violencia, surgiendo, absorbido por oleadas de energía que manaban de las
odiosas naves amarillas de los vogones. Y al final, cinco segundos después del
momento que creía último y definitivo, experimentó el nauseabundo vaivén de la
desmaterialización cuando Arthur Dent y él fueron precipitados a la atmósfera
convertidos en un rayo de luz, como en una retransmisión deportiva.
No cabía error,
no había posibilidad de equivocación. La Tierra estaba completa y
definitivamente destruida. De una vez por todas, para siempre. Fundida en el
espacio.
Y sin embargo,
ahí —volvió a conectar la Guía— estaba su propio artículo sobre cómo divertirse
en Bournemouth, en el condado de Dorset, Inglaterra, del que siempre se había
sentido orgulloso por considerarlo como uno de los mayores ejemplos de barroca
que jamás hubiera escrito. Volvió a leerlo y movió la cabeza de puro asombro.
De pronto
comprendió la solución del problema, que era la siguiente: estaba ocurriendo
algo muy extraño; y si pasaba algo verdaderamente raro, quería que también le
sucediera a él.
Volvió a guardar
la Guía en la bolsa, salió de prisa hacia la calle y prosiguió la marcha.
Otra vez en
dirección norte, pasó delante de una limusina gris metalizado estacionada junto
a la acera, y oyó en un portal cercano una voz suave que decía:
—Está bien,
cariño, está muy bien, tienes que aprender a no tener remordimientos. Fíjate en
cómo está estructurado toda la economía...
Ford sonrió, dio
la vuelta por la siguiente manzana, que estaba en llamas, encontró un
helicóptero de la policía que parecía vacío y abandonado en la calle, forzó la
puerta, entró, se puso el cinturón de seguridad, cruzó los dedos y se lanzó
hacia el cielo con una maniobra inexperta.
Ascendió en
zigzag, peligrosamente, entre los muros de la ciudad, que formaban profundos
desfiladeros, y una vez que los hubo rebasado, se precipitó entre la nube de
humo que pendía de manera permanente sobre la ciudad.
Diez minutos
después, con todas las sirenas del helicóptero sonando con estruendo y el cañón
de fuego rápido disparando al azar entre las nubes, Ford Prefect descendió a
toda velocidad entre las torres de señalización y las luces de las pistas de
aterrizaje del puerto espacial de Han Dold, donde se paró como un mosquito
gigantesco, sorprendido y muy ruidoso.
Como no lo había
estropeado demasiado, pudo cambiarlo por un billete de clase preferente para la
primera nave que salía del sistema, instalándose en una de sus enormes y
voluptuosas butacas, que envolvió su cuerpo.
Esto va a ser
divertido, se dijo para sí mientras la nave parpadeaba en silencio por las
demenciales distancias del espacio profundo y el servicio de pasajeros iniciaba
su extravagante actividad.
—Sí, por favor
—decía a las azafatas siempre que se acercaban a ofrecerle cualquier cosa.
Sonrió con una
extraña especie de alegría maniática al repasar de nuevo el artículo,
misteriosamente reintroducido, sobre el planeta Tierra. Tenía una parte muy
importante del trabajo sin acabar a la que podría dedicarse ahora, y se sentía
sumamente contento de que la vida le hubiese brindado de pronto un objetivo
serio que alcanzar.
De repente se le
ocurrió pensar dónde estaría Arthur Dent, y si sabría lo que pasaba.
Arthur Dent se
encontraba a mil cuatrocientos treinta y siete anos luz de distancia, a bordo
de un Saab y preocupado.
A sus espaldas,
en el asiento trasero, había una chica por la que, al entrar, se dio un golpe
en la cabeza contra la puerta. No estaba seguro de si se debió a que era la
primera hembra de su especie en la que ponía los ojos desde hacía años o a otra
cosa, pero el caso es que se quedó estupefacto al ver... Es absurdo, pensó.
Tranquilízate, dijo para sí. No te encuentras, prosiguió con la voz interior
más firme de que era capaz, en buenas condiciones para juzgar las cosas de
manera racional. Acabas de hacer autostop a lo largo de más de cien mil años
luz a través de la Galaxia, estás muy cansado y un tanto confuso; además, te
hallas en una situación sumamente vulnerable. Relájate, no te dejes dominar por
el pánico, concéntrate y respira hondo.
Se volvió en el
asiento.
—¿Estás seguro de
que se encuentra bien? —preguntó de nuevo.
Aparte del hecho
de que, para él, la chica era enloquecedoramente hermosa, apenas podía
distinguir algo más: si era alta, qué edad tenía, cuál era el tono exacto de
sus cabellos. Y tampoco podía hacerle ninguna pregunta directa, porque,
lamentablemente, estaba del todo inconsciente.
—Sólo está
drogada —contestó su hermano, encogiéndose de hombros y sin desviar la vista de
la carretera.
—Y eso está bien,
¿no? —dijo Arthur, alarmado.
—A mí me viene
bien —repuso el hermano.
—¡Ah! —comentó
Arthur que, al cabo de pensarlo un momento, añadió—: Bueno.
Hasta el momento,
la conversación había ido asombrosamente mal.
Tras una
profusión de saludos iniciales, Russell y él habían descubierto que no se caían
nada simpáticos el uno al otro, el hermano de la chica maravillosa se llamaba
Russell, nombre que, para Arthur, siempre sugería hombres musculosos de bigote
rubio y cabellos peinados con secador, que a la menor provocación se ponían
esmoquin de terciopelo y camisa con chorreras y que en esa situación había que
prohibirles por la fuerza que hablasen de partidas de billar.
Russell era un
hombre musculoso y llevaba un bigote rubio. Tenía el cabello fino, peinado con
secador. Para ser justo con él —aunque Arthur no veía la necesidad de serlo,
aparte de por simple ejercicio mental—, debía reconocer que él mismo, Arthur,
tenía un aspecto bastante siniestro. No se puede viajar a lo largo de cien mil
años luz en compartimientos de equipaje sin empezar a desgastarse un poco, y
Arthur parecía bastante raído.
—No es
heroinómana —explicó Russell de pronto, como si tuviese la precisa idea de que
pudiera serlo alguna otra persona que viajara en el coche—. Está bajo los
efectos de un sedante.
—Pero eso es
horrible —observó Arthur, volviéndose para mirarla otra vez.
La chica pareció
removerse un poco y la cabeza le resbaló de lado sobre el hombro. Los cabellos
negros se le deslizaron sobre el rostro, oscureciéndolo.
—¿Qué le ocurre?
¿Está enferma?
—No —contestó
Rusell—. Sólo loca de atar.
—¿Cómo? —dijo
Arthur, horrorizado.
—Chota,
completamente chiflada. La llevo al hospital otra vez, y les voy a decir que le
den otro repaso. Le dejaron salir cuando aún creía que era un puercoespín.
—¿Un puercoespín?
Russell dio unos
violentos bocinazos a un coche que apareció en una curva por en medio de la
carretera y en dirección hacia ellos, lo que les obligó a girar bruscamente. La
ira parecía sentarle bien a Russell.
—Bueno, a lo
mejor no era un puercoespín —explicó después de serenarse de nuevo—. Aunque tal
vez fuese más fácil tratarla si lo creyese. Si alguien cree que es un
puercoespín, se le puede dar simplemente un espejo y unas fotografías de
puercoespines y decirle que las compare con su propia persona, para que vuelva
cuando se sienta mejor. Al menos, la ciencia médica podría ocuparse de ello,
ésa es la cuestión. Aunque eso no parece suficiente para Fenny.
—¿Fenny...?
—¿Sabes lo que le
regalé en Navidad?
—Pues no.
—El Diccionario
de Medicina de Black.
—Bonito regalo.
—Eso pensé. Miles
de enfermedades, todas en orden alfabético.
—¿Y dices que se
llama Fenny?
—Sí. Le sugerí
que eligiese. Todas las enfermedades que aquí ves tienen cura. Se pueden
recetar los medicamentos adecuados. Pero no, ella ha de tener algo diferente.
Sólo para complicarse la vida. Ya era así en el colegio, ¿sabes?
—¿En el colegio?
—Sí. Tropezó
jugando al hockey y se rompió un hueso que nadie conocía.
—Comprendo lo que
pueden molestar esas cosas —dijo Arthur en tono de duda.
Se llevó una
buena decepción al saber que la chica se llamaba Fenny. Era un nombre bastante
soso y ridículo, como el que una tía solterona y desagradable se pondría a sí
misma si no pudiera soportar dignamente el nombre de Fenella.
—No es que no me
diera pena —prosiguió Russell—, pero resultaba un poco molesto. Estuvo cojeando
durante meses.
Redujo la marcha.
—Te bajas aquí,
¿verdad?
—Ah, no —repuso
Arthur—, ocho kilómetros más adelante. Si no es molestia.
—Conforme —dijo
Russell tras hacer una pausa muy breve para indicar que no lo era.
Volvió a
acelerar.
En realidad, era
el desvío que debía tomar, pero Arthur no podía marcharse sin averiguar algo
más sobre aquella muchacha que tanta impresión le había causado sin haber
siquiera vuelto en sí. Podría tomar cualquiera de los dos desvíos siguientes.
Iban en dirección
al pueblo en donde Arthur había tenido su hogar, aunque su mente vacilaba al
tratar de imaginar lo que encontraría allí. Había visto sitios conocidos que
pasaban rápidamente, como fantasmas en la oscuridad, que le causaron
estremecimientos que sólo las cosas muy normales pueden producir cuando se ven
de improviso y a una luz poco familiar.
En su cómputo
personal del tiempo, hasta el punto en que era capaz de calcularlo tras vivir
en las extrañas órbitas de soles lejanos, hacía ocho años que se había
marchado, pero no podía saber cuánto tiempo había pasado en el lugar donde
ahora se encontraba. En realidad, los acontecimientos que hubieran ocurrido
superaban su agotada capacidad de comprensión, porque este planeta, su hogar,
no debería estar aquí.
Ocho años atrás,
a la hora de comer, este planeta había sido demolido, destruido por completo,
por las enormes naves amarillas de los vogones, que se cernieron en el cielo de
mediodía como si la ley de la gravedad no hubiese sido más que una disposición
municipal cuyo infgringimiento no tuviera más importancia que el de un estacionamiento
indebido.
—Delirios —dijo
Russell.
—¿Cómo? —repuso
Arthur, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.
—Dice que padece
el extraño delirio de que vive en el mundo real. No sirve de nada decirle que,
de hecho, está viviendo en el mundo real, porque se limita a contestar que por
eso es por lo que los delirios son tan extraños. No sé qué te parecerá a ti,
pero esa clase de conversación a mí me resulta bastante agotadora. Mi receta es
darle unas pastillas y largarme a tomar una cerveza. Y es que no se puede
aguantar tantas tonterías, ¿verdad?
Arthur frunció el
ceño, no por primera vez.
—Pues...
—Y todos esos
sueños y pesadillas. Los médicos siguen hablando de extraños saltos en la
configuración de sus ondas cerebrales.
—¿Saltos?
—Esto —dijo
Fenny.
Arthur se volvió
rápidamente en el asiento y miró con fijeza a los ojos de la muchacha,
súbitamente abiertos pero absolutamente en blanco.
Lo que miraba,
fuera lo que fuese, no estaba en el coche. Sus ojos parpadearon, su cabeza se
irguió una vez y luego la chica se durmió tranquilamente.
—¿Qué ha dicho?
—preguntó Arthur, inquieto.
—«Esto»
—¿Esto, qué?
—¿Esto qué? ¿Cómo
demonios voy a saberlo? Este puercoespín, aquel guardavientos de chimenea, el
otro par de tenacillas de don Alfonso. Está loca de atar. Creía haberlo
mencionado.
—Parece que no te
importa mucho —dijo Arthur, ensayando un tono lo más natural posible que no
pareció salirle.
—Oye, tío...
—De acuerdo, lo
siento. No es asunto mío. No quería decir eso —se disculpó Arthur, que añadió,
mintiendo—: Está claro que te preocupa mucho. Sé que tienes que enfrentarte a
ello de algún modo. Discúlpame. Vengo en autostop desde el otro lado de la
nebulosa Cabeza de Caballo.
Miró con furia
por la ventanilla.
Estaba asombrado
de que, entre todas las sensaciones que aquella noche pugnaban por encontrar
sitio en su cabeza al volver al hogar que creía esfumado para siempre, la única
que se imponía era la obsesión hacia aquella extraña muchacha de quien nada
sabía aparte de que le hubiera dicho «esto», y el deseo de que su hermano no
fuese un vogón.
—Así que, humm,
¿qué eran los saltos, ésos de que hablabas antes? —siguió diciendo tan rápido
como pudo.
—Mira, es mi
hermana; ni siquiera sé por qué te hablo de ello...
—Vale, lo siento.
Quizá sería mejor que me dejaras aquí. Esto es...
En cuanto lo
dijo, bajar del coche se hizo imposible, porque la tormenta que había pasado de
largo volvió a desencadenarse de nuevo. El horizonte se surcó de relámpagos y
parecía que sobre sus cabezas caía algo parecido al océano Atlántico pasado por
un tamiz.
Russell soltó un
taco y condujo con mucha atención durante unos segundos entre los rugidos que
el cielo les lanzaba. Descargó la ira acelerando temerariamente para adelantar
a un camión que llevaba el letrero de «McKenna, transportes en cualquier clase
de tiempo». Al amainar la lluvia, cedió la tensión.
—Todo empezó con
aquel agente de la CIA que encontraron en el pantano, cuando todo el mundo
sufría aquellas alucinaciones y todo eso, ¿recuerdas?
Arthur consideró
por un momento si debía mencionar de nuevo que acababa de volver en autostop
del otro lado de la nebulosa Cabeza de Caballo, y que por eso, y por otras
razones adicionales y pasmosas, se encontraba un poco al margen de los últimos
acontecimientos; pero decidió que aquello sólo serviría para complicar más las
cosas.
—No —contestó.
—Entonces fue
cuando se volvió chaveta. Estaba en un café, en no sé qué sitio. En
Rickmansworth. No sé qué había ido a hacer, pero allí fue donde perdió la
razón. Según parece, se puso en pie, anunció que acababa de tener una
revelación extraordinaria, O algo así, se tambaleó un poco con aire aturdido y,
para rematarlo, se derrumbó sobre un bocadillo de huevo gritando.
Arthur dio un
respingo.
—Lo siento mucho
—manifestó, un tanto ceremonioso.
Russell emitió
una especie de gruñido.
—¿Y qué estaba
haciendo en el pantano el agente de la CIA? —preguntó Arthur en un esfuerzo por
atar cabos.
—Flotar en el
agua, claro está. Estaba muerto.
—Pero ¿qué...?
—Vamos, ¿es que
no te acuerdas de todo aquello? ¿De las alucinaciones? Todo el mundo dijo que
era un escándalo, que la CIA estaba haciendo experimentos para la guerra con
armas químicas o algo así. Con la disparatada teoría de que, en vez de invadir
un país, resultaría más barato y eficaz hacer que la gente se creyera que
estaba invadida.
—¿De qué
alucinaciones se trataba exactamente...? —Inquirió Arthur con voz muy queda.
—¿Cómo que de qué
alucinaciones se trataba? Me refiero a toda aquella historia de grandes naves
amarillas, de que todo el mundo se volvía loco y decía que se iba a morir, y
luego, zas, los platillos volantes desaparecían cuando se pasaba el efecto. La
CIA lo negó, lo que significa que debe de ser cierto.
Arthur sintió que
se le iba un poco la cabeza. Apoyó la mano para sujetarse en algún sitio y apretó
fuerte. Empezó a abrir y cerrar la boca con movimientos breves, como si fuese a
decir algo, pero no le salió ni palabra.
—De todos modos
—prosiguió Russell—, a Fenny no se le pasaron tan pronto los efectos de aquella
droga, fuera lo que fuese. Yo estaba decidido a demandar a la CIA, pero un
abogado amigo mío me dijo que sería lo mismo que lanzarse al ataque de un
manicomio armado con un plátano, así que...
Se encogió de
hombros.
—Los vogones...
—chilló Arthur—. Las naves amarillas..., ¿desaparecieron?
—Pues claro que
sí, eran alucinaciones —contestó Russell, mirando a Arthur de extraña manera—.
¿Pretendes decir que no te acuerdas de nada de eso? ¿Dónde has estado, por el
amor de Dios?
Para Arthur, ésa
era una pregunta tan asombrosamente buena, que de la impresión a punto estuvo
de botar en el asiento.
—¡¡¡Dios!!!
—gritó Russell, tratando de dominar el coche, que de pronto empezó a patinar.
Lo apartó del
paso de un camión que venía en el otro sentido y viró bruscamente hacia la
cuneta llena de hierba. Cuando el coche se paró dando tumbos, la muchacha salió
precipitada del asiento de atrás y cayó desmadejado encima de Russell.
Arthur se volvió
espantado.
—¿Está bien?
—preguntó bruscamente.
Con gesto
colérico, Russell se llevó las manos al cabello, peinado con secador. Se tiró
del rubio bigote. Se volvió hacia Arthur.
—¿Quieres hacer
el favor —le dijo— de soltar el freno de mano?
6
Había un paseo de
seis kilómetros hasta su pueblo: un kilómetro y medio hasta la desviación
adonde el abominable Russell se había negado abruptamente a llevarle y, desde
allí, otros tres kilómetros y medio de sinuoso camino rural.
El Saab se perdió
en la noche. Arthur lo miró alejarse, tan pasmado como podría estarlo un hombre
que, tras creerse completamente ciego durante cinco años, descubriera de pronto
que simplemente había llevado un sombrero demasiado grande.
Sacudió
bruscamente la cabeza, con la esperanza de que ese gesto desalojara algún hecho
sobresaliente que encajaría en su sitio y daría sentido al Universo, por otra
parte totalmente desconcertante; pero como el citado hecho sobresaliente, si es
que había alguno, no coincidía con nada, echó a andar de nuevo carretera
adelante, confiado en que un buen paseo vigoroso, y tal vez incluso unas buenas
ampollas dolorosas contribuirían al menos a reafirmarle en su propia
existencia, ya que no en su cordura.
Llegó a las diez
y media, dato que averiguó a través de la ventana, grasienta y entelada, de la
taberna del Horse and Groom, en la que desde hacía muchos años colgaba un viejo
y baqueteado reloj de Guinness con un dibujo que representaba a un emú con una
jarra de cerveza atascado, en forma bastante divertida, en el gaznate.
Era la taberna
donde había estado el fatídico mediodía en que su casa fue demolida y, a
continuación, todo el planeta Tierra; o mejor dicho, dio la impresión de que
fue demolido. No, maldita sea, fue destruido, porque si no, ¿dónde demonios
había estado él durante los últimos ocho años, y cómo había llegado allí de no
ser en una de las enormes naves amarillas de los vogones que, según el odioso
Russell, no eran más que alucinaciones producidas por una droga? Y si lo habían
realmente demolido, ¿qué era aquello donde tenía plantados los pies...?
Desechó aquellas
lucubraciones porque no le llevarían más lejos de donde estaba veinte minutos
antes, cuando empezó a hacerlas.
Comenzó de nuevo.
Aquélla era la
taberna donde había estado el fatídico mediodía durante el cual sucedió lo que
ahora estaba tratando de averiguar, fuera lo que fuese, y...
Seguía sin tener
sentido.
Volvió a empezar.
Aquélla era la
taberna donde...
Aquélla era una
taberna.
En las tabernas
servían bebidas, y a él no le vendría nada mal tomar una.
Satisfecho de que
esa embarullada concatenación de ideas le hubiera finalmente conducido a una
conclusión que, además, le hacía feliz aunque no fuese la que se había
propuesto encontrar se dirigió hacia la puerta de la taberna.
Y se detuvo.
Un pequeño
terrier negro y de pelo crespo salió corriendo por detrás de un parapeto y, al
ver a Arthur, empezó a gruñir.
Pero Arthur lo
conocía, y bien. Era de un amigo suyo que trabajaba en una empresa de
publicidad, y le llamaban Ignorantón porque la forma en que el pelo se le
erizaba en la cabeza recordaba al presidente de los Estados Unidos de América.
Y el perro conocía a Arthur, o al menos debía conocerlo. Era un animal
estúpido, que ni siquiera sabía descifrar una señal de tráfico, y por eso mucha
gente consideraba su nombre exagerado, pero al menos debía de ser capaz de
reconocerle en vez de quedarse allí parado, con los pelos del cogote erizados,
como si Arthur fuese la aparición más espantosa que hubiese irrumpido en su
vida de débil mental.
Eso movió a
Arthur a mirar de nuevo por la ventana, esta vez no para contemplar al emú que
se estaba asfixiando, sino para ver su propio reflejo.
Al verse por
primera vez en un ambiente familiar, hubo de admitir que el perro tenía razón.
Se parecía mucho
al instrumento que utilizaría un campesino para ahuyentar a los pájaros, y no
cabía duda de que si entraba en la taberna en su estado actual, suscitaría
ciertos comentarios jocosos y, lo que sería peor, en aquel momento habría
varias personas a las que conocería y que inevitablemente le bombardearían a
preguntas que, de momento, no se encontraba en buenas condiciones de responder.
Will Smithers,
por ejemplo, el dueño de Ignorantón, perro nada prodigioso y animal tan
estúpido que lo habían despedido de uno de los anuncios de Will por ser incapaz
de saber qué comida de perro debía preferir, pese al hecho de que en los demás
cuencos habían vertido aceite de motores.
Will estaría
dentro, seguro. Allí estaba su perro; y su coche, un Porsche gris 928S con un
letrero en la ventanilla trasera que decía: «Mi otro coche también es un
Porsche.» Maldito sea.
Lo miró y
comprendió que acababa de enterarse de algo que antes desconocía.
Will Smithers,
como la mayoría de los hijoputas superpagados e infraescrupulosos que Arthur
conocía en el mundo de la publicidad, procuraba cambiar de coche todos los años
en agosto y así decir a la gente que su contable le obligaba a hacerlo, aunque
lo cierto era que el contable hacía todo lo posible por impedírselo debido a
las pensiones por alimentos que tenía que pagar y todo eso; y aquél era el
mismo coche que tenía antes, según recordó Arthur. El número de matrícula
pregonaba el año.
Como ahora era
invierno, y el incidente que tantos problemas causó a Arthur ocho años atrás,
según su cómputo personal, había ocurrido a principios de septiembre, allí
habían pasado menos de seis o siete meses.
Quedó
tremendamente quieto por un momento y dejó que Ignorantón saltara de un lado
para otro sin parar de ladrarle. Pasmado, comprendió algo que ya no podía
ignorar: era un extraño en su propio mundo. Por mucho que lo intentaran, nadie
podría ser capaz de creer su historia. No sólo parecía de locos, sino que los
hechos la contradecían a simple vista.
¿Era aquello
realmente la Tierra? ¿Existía la más leve posibilidad de que se hubiese
cometido alguna equivocación sensacional?
La taberna que
tenía delante le resultaba insoportablemente familiar en todos los detalles:
cada ladrillo, cada trozo de pintura descascarillada; y en el interior percibía
el ambiente cálido y cerrado, con el ruido, las vigas al descubierto, los
apliques de falso hierro forjado, la barra pegajosa de cerveza en la que habían
apoyado los codos personas que conocía; y, por encima, chicas recortadas en
cartón mostrando bolsas de cacahuetes grapadas sobre los pechos. Era todo su
ambiente, su mundo.
Hasta conocía al
maldito perro.
—¡Eh, Ignorantón!
La voz de Will Smithers
significaba que debía decidir rápidamente lo que iba a hacer. Si se quedaba
allí, le descubrirían y empezaría el lío. Ocultándose sólo aplazaría el
momento, y empezaba a hacer un frío intenso.
El hecho de que
se tratase de Will le hizo más fácil la elección. No es que le cayera
antipático: Will era bastante divertido. Sólo que resultaba un poco agobiante
porque, como trabajaba en publicidad, siempre quería que uno supiera lo bien
que él se lo pasaba y en dónde había comprado la chaqueta.
Pensando en todo
eso, Arthur se ocultó detrás de una furgoneta.
—¡Eh, Ignorantón!
¿Qué pasa?
Se abrió la
puerta y salió Will, llevando una cazadora de cuero de piloto que un amigo suyo
había aplastado con un coche, por expresa petición de Will, en el Laboratorio
de Investigación de Tráfico, para que adquiriese aquel aspecto de prenda muy
usada.
Ignorantón aulló
de placer y, teniendo toda la atención que quería, se olvidó alegremente de
Arthur.
Will estaba con
unos amigos, y habían inventado un juego que jugaban con el perro.
—¡Comunistas!
—gritaron al perro todos a coro—. ¡Comunistas, comunistas, comunistas!
El perro se
volvió loco ladrando, saltando de un lado para otro, desgañitándose, fuera de
sí, transportado en un éxtasis de rabia. Todos se rieron a carcajadas y lo
celebraron, y se dispersaron gradualmente hacia sus respectivos coches y
desaparecieron en la noche.
Bueno, esto
arregla una cosa, pensó Arthur detrás de la furgoneta, no cabe duda de que éste
es el planeta que recuerdo.
7
Su casa seguía en
su sitio.
No tenía idea de
cómo ni por qué. Había decidido ir a echar un vistazo mientras la gente se
marchaba de la taberna, donde pensaba pedir habitación para pasar la noche, y
allí la vio incólume.
Cogió una llave
que guardaba bajo una rana de piedra del jardín y se apresuró a entrar porque,
asombrosamente, sonaba el teléfono.
Lo había oído
débilmente mientras subía por el sendero, echando a correr en cuanto comprendió
de qué se trataba.
Tuvo que empujar
la puerta con fuerza debido a la tremenda cantidad de correo que se había
acumulado en el felpudo. Según descubriría más tarde, estaba atascada por
catorce ofertas idénticas, dirigidas a su nombre para solicitar una tarjeta de
crédito que ya poseía, diecisiete cartas iguales en las que se le amenazaba por
el impago de facturas con cargo a una tarjeta que no tenía, treinta y tres
cartas idénticas por las que se le comunicaba que lo habían elegido
especialmente como persona de gusto y distinción que sabía lo que quería y
adónde iba en el sofisticado mundo actual de la jet-set internacional, y que,
por consiguiente, con seguridad le gustaría comprar una billetera elegantísima;
también había un gatito atigrado, muerto.
Entró a duras
penas por el paso relativamente estrecho que dejaba todo aquello, tropezó con
un montón de ofertas de vinos que ningún connoisseur distinguido debía
perderse, resbaló al saltar una pila de villas donde pasar las vacaciones en la
playa, tropezó al subir la escalera a oscuras, llegó a su habitación y cogió el
teléfono en el momento en que dejaba de sonar.
Jadeante, se
derrumbó en la cama fría, que olía a humedad, y durante unos momentos cejó en
sus esfuerzos por impedir que el mundo siguiera dando vueltas en torno a su
cabeza de aquel modo tan insistente.
Cuando el mundo
disfrutó de sus vueltecitas y se calmó un poco, Arthur alargó la mano hacia la
lámpara de la mesilla, sin esperanza de que se encendiera. Para su sorpresa, lo
hizo. Aquello gustó al sentido de la lógica de Arthur. Como la compañía de la
luz le cortaba la corriente sin falta cada vez que pagaba el recibo, parecía
muy razonable que no se la cortaran cuando no lo pagaba. Era evidente que, si
les enviaba dinero, sólo llamaría la atención sobre sí mismo.
La habitación
estaba casi igual que la había dejado, es decir, repelentemente desordenada,
aunque el efecto quedaba un tanto paliado por una gruesa capa de polvo. Libros
y revistas a medio leer yacían entre montones de toallas medio usadas.
Calcetines desparejados se hundían en tazas de café a medio llenar. Lo que una
vez fue un bocadillo a medio comer se había medio convertido ahora en algo de
lo que Arthur no quería saber nada. Lanza un haz de rayos sobre todo esto,
pensó, y empezarás de nuevo la evolución de la vida.
En la habitación
sólo había cambiado una cosa.
Por un momento no
percibió el objeto nuevo, porque estaba cubierto por una desagradable capa de
polvo. Luego lo vio y clavó la mirada en él. Estaba Junto a una televisión
vieja y maltrecha en la que sólo se podían ver cursos de la Universidad a
distancia, porque si se intentaba ver algo más interesante, se rompía.
Era una caja.
Arthur se
incorporó apoyándose en los codos y la observó con atención.
Era una caja
gris, con una especie de lustre desvaído y de forma cúbica, de alrededor de
treinta y tres centímetros de lado. Estaba envuelta con una sola cinta de color
gris, rematada con un lazo bien dibujado.
Se levantó, se
acercó y la tocó con sorpresa. Fuera lo que fuese, era evidente que la habían
envuelto para regalo, con arte y delicadeza, y estaba esperando a que él la
abriese.
Con cuidado, la
levantó y volvió con ella a la cama. Limpió el polvo de la parte de arriba y
desató la cinta. La parte de arriba de la caja era una tapa, con la solapa
metida dentro.
La abrió y miró
dentro. Había un globo de cristal, que descansaba en un fino papel de seda
gris. Lo sacó, con cuidado. No era exactamente un globo, porque estaba abierto
por abajo o, más bien, como Arthur comprendió al darle la vuelta, por arriba; y
tenía un borde grueso. Era una pecera.
De un cristal
maravilloso, perfectamente transparente, pero con un matiz gris plateado,
parecía hecha de una mezcla de pizarra y cristal.
Despacio, Arthur
empezó a darle vueltas entre las manos. Era uno de los objetos más bellos que
había visto jamás, pero le tenía completamente perplejo. Miró dentro de la
cala, pero aparte del papel de seda no había nada. En el exterior de la caja
tampoco había nada.
Volvió a darle
vueltas entre las manos. Era maravillosa. Exquisita. Pero era una pecera.
Le dio unos
golpecitos con la uña del pulgar y se oyó un tañido profundo y delicioso que
resonó por más tiempo del que parecía posible, y cuando al fin se apagó no
pareció perderse, sino flotar en otros mundos, como en un sueño en alta mar.
Fascinado, Arthur
volvió a revolvería entre las manos, y esta vez la luz de la polvorienta
lamparita de la mesilla le dio en un ángulo diferente y centelleó sobre unas
erosiones que había en la superficie. La sostuvo en alto, ajustando el ángulo a
la luz, y de pronto vio claramente las formas delicadamente grabadas de unas palabras
que reflejaban su sombra en el cristal.
«Hasta luego»,
decían, «y gracias...»
Eso era todo.
Parpadeó y no entendió nada.
Durante otros
cinco minutos movió el objeto una y otra vez, sosteniéndolo a la luz en
diferentes ángulos, dándole golpecitos para oír su fascinante tañido y pensando
en el significado de las borrosas letras, pero no halló ninguno. Finalmente se
puso en pie, llenó la pecera con agua del grifo y volvió a depositarla en la
mesa, junto a la televisión. Se sacudió la oreja, se sacó el pequeño pez Babel
y lo dejó caer, coleando, en la pecera. Ya no lo necesitaría mas, salvo para
ver películas extranjeras.
Volvió a tumbarse
en la cama y apagó la luz.
Permaneció quieto
y tranquilo. Absorbió la oscuridad que le envolvía, fue relajando poco a poco
sus miembros de un extremo a otro, sosegó y normalizó la respiración, liberó la
mente de todo pensamiento, cerró los ojos y le fue absolutamente imposible
quedarse dormido.
La noche estaba
desapacible. Las nubes de lluvia se habrían desplazado y en aquel momento
centraban su atención sobre una pequeña cafetería para camioneros justo a las
afueras de Bournemouth, pero al pasar molestaron al cielo, que ahora alentaba
un aire húmedo y encrespado, como si no supiera de qué otra cosa sería capaz si
le seguían provocando.
Salió la luna con
aspecto acuoso. Parecía una bola de papel en el bolsillo trasero de unos
vaqueros que acabaran de salir de la lavadora, y sólo el tiempo y la plancha
revelarían si se trataba de una lista vieja de la compra o de un billete de
cinco libras.
El viento se
removió un poco, como la cola de un caballo que intentara decidir de qué humor
estaba esta noche, y en algún sitio unas campanadas dieron la medianoche.
Una claraboya se
abrió con un crujido.
Estaba agarrotada
y hubo que darle tirones y convencerla un poco, porque el marco estaba un tanto
podrido y en alguna época de su vida le habían pintado las bisagras bastante a
conciencia, pero al final se abrió.
Se encontró un
apoyo para sujetarla y entre las paredes abuhardilladas del techo, una figura
apareció por la estrecha abertura.
Permaneció
quieta, contemplando el cielo en silencio.
La figura era
todo lo contrario de la criatura de aspecto salvaje que poco más de una hora
antes había irrumpido como loca en la casa. Había desaparecido la deshilachada
y harapienta bata, manchada por el barro de un centenar de mundos, grasienta
por los condimentos de la detestable comida de un centenar de puertos
espaciales; desaparecido también la melena enmarañada y la barba larga y llena
de nudos, con el ecosistema floreciente y todo eso.
En cambio, allí
estaba Arthur Dent, elegante y deportivo, con pantalones de pana y un jersey
holgado. Llevaba el pelo limpio y corto y estaba bien afeitado. Sólo sus ojos
seguían rogando al Universo que, fuera lo que fuera lo que le estaba haciendo,
dejara de hacerlo, por favor.
No eran los
mismos ojos con los que había contemplado por última vez aquel panorama, y el
cerebro que interpretaba las imágenes recogidas por éstos, tampoco era el
mismo. No es que le hubieran practicado alguna operación quirúrgica; era sólo
la continua dislocación de la experiencia.
En aquel momento,
la noche le parecía algo vivo, y el oscuro mundo que le rodeaba, un ser en el
que tenía raíces.
Como un hormigueo
en lejanas terminaciones nerviosas, sentía la corriente de un río distante, la
ondulación de invisibles colinas, el nudo de densos nubarrones estacionados en
algún punto remoto del Sur.
Sentía, también,
el estremecimiento de ser un árbol, algo que no se esperaba. Sabía que
introducir los dedos de los pies en la tierra producía una sensación agradable,
pero jamás imaginó que lo fuese tanto. Notó que una oleada de placer, casi
indecente, le llegaba desde New Forest. Pensó que en el verano debería tratar
de ver cómo sentían las hojas.
Desde otra
dirección le llegó la sensación de ser una oveja asustada por un platillo
volante, pero era algo que prácticamente no se distinguía de la idea de ser una
oveja atemorizada por cualquier otra cosa, pues tales criaturas aprendían muy
poco de su peregrinaje por la vida y se alarmaban al ver el sol por la mañana,
asombrándose de la cantidad de verde que había en los campos.
Se sorprendió al
descubrir que podía sentir cómo la oveja se asustaba del sol aquella mañana, y
el día anterior, y cómo se turbaba ante un grupo de árboles el día antes. Podía
seguir retrocediendo, pero era aburrido, porque todo consistía en que las
ovejas sentían temor de las mismas cosas que las habían amedrentado el día
anterior.
Abandonó las
ovejas y permitió que su mente, soñolienta, fluyera a la deriva formando ondas
concéntricas. Sintió la presencia de otras mentes, centenares de ellas, una
maraña de miles, amodorradas algunas, otras dormidas, otras tremendamente
animadas, y una tronchada.
Fracturada.
Pasó fugazmente
por ella y de nuevo intentó sentirla, pero le evitó como la tarjeta de la
manzana de Pelmanism. Sintió un espasmo de agitación porque instintivamente
supo quién era, o al menos quién deseaba que fuese, y una vez que se sabe lo
que es se está en lo cierto, pues el instinto es un instrumento muy útil para
ese tipo de conocimiento.
Instintivamente
sabía que era Fenny, y que él quería encontrarla; pero no podía. Al utilizarla
con tanta intensidad, notaba que perdía aquella nueva y extraña facultad, de
manera que abandonó la búsqueda y de nuevo dejó vagar la imaginación más
tranquilamente.
Y de nuevo sintió
la fractura.
Y dejó de notarla
otra vez. En esta ocasión, fuera lo que fuera lo que su instinto se afanara en
comunicarle lo que debía creer, no estaba seguro de que era Fenny; o quizá se
tratara de una fractura diferente. Tenía el mismo aspecto inconexo, pero daba
la impresión de una fractura más general, más profunda, y no de una mente
individual, tal vez ni siquiera era una mente. Era distinto.
Dejó que su mente
se hundiera lenta y ampliamente en la Tierra, formando ondas, escurriéndose,
filtrándose.
Seguía la Tierra
a lo largo de sus días, meciéndose en los ritmos de sus miles de cadencias,
sumiéndose en la maraña de su vida, hinchándose con sus mareas, girando con su peso.
Y siempre volvía la fractura, un dolor sordo, inconexo y lejano.
Y ahora volaba
por una tierra luminosa; la luz era tiempo, sus mareas eran días que
retrocedían. La fractura que había percibido, la segunda, se le presentaba a lo
lejos, al otro extremo del territorio, con el grosor de un solo cabello por el
paisaje soñador de los días de la Tierra.
Y de pronto
estaba encima de ello.
Vaciló aturdido
sobre el borde mientras el país de ensueño se abría vertiginosamente a sus
pies, asombroso precipicio en la nada, retorciéndole con frenesí, agarrándose a
nada, agitándose en el espacio horripilante, dando vueltas, cayendo.
Al otro lado del
dentado abismo había habido otra tierra en otro tiempo un mundo más viejo, no
separado del otro, pero apenas unido; dos Tierras. Se despertó.
Una brisa fría
rozó el sudor febril de su mente. La pesadilla había pasado, y él se sentía
agotado. Dejó caer los hombros y se frotó suavemente los ojos con la punta de
los dedos. Por fin tenía sueno y se sentía muy cansado. En cuanto al
significado de la pesadilla, si es que significaba algo, ya pensaría en ello
por la mañana; de momento se iría a la cama, a dormir. A su cama, a su propio
sueno.
Podía ver su casa
a lo lejos y se preguntó por qué. Se recortaba a la luz de la luna, y reconoció
su absurda forma, bastante insípida. Miró a su alrededor y observó que se
hallaba a unos cuarenta centímetros por encima de los rosales de uno de sus
vecinos, John Ainsworth. Los tenía primorosamente cuidados, podados para el
invierno, con sus etiquetas y atados a cañas, y Arthur se preguntó qué hacía
sobre ellos. Se preguntó qué le sujetaba allá y, al descubrir que no se apoyaba
en nada, cayó torpemente al suelo.
Se levantó, se
limpió y volvió coleando a su casa con un esguince en el tobillo. Se desnudó y
se metió en la cama.
Cuando estaba
dormido sonó el teléfono de nuevo. Sonó durante quince minutos enteros,
haciéndole dar dos vueltas en la cama. Sin embargo, ni por un momento corrió el
riesgo de despertarse.
8
Arthur se
despertó sintiéndose de maravilla, absolutamente fabuloso, repuesto, rebosante
de alegría por estar en cama, lleno de vigor y nada decepcionado al descubrir
que era mediados de febrero.
Casi bailando, se
dirigió al frigorífico, encontró las tres cosas menos peludas que había, las
puso en un plato y las miró con atención durante dos minutos. Como en ese
período de tiempo no intentaron moverse, las llamó desayuno y se las comió. Así
eliminaron una virulenta enfermedad espacial que, sin saberlo, había contraído
Arthur unos días antes en los Pantanos de Gas de Flargathon, y que de otro modo
habría matado a media población del Hemisferio Occidental, cegado a la otra
mitad y vuelto psicóticos y estériles a todos los demás, así que la Tierra tuvo
suerte en aquella ocasión.
Se sentía fuerte,
sano. Con una pala, apartó vigorosamente las cartas de propaganda y enterró al
gato.
Justo cuando
terminaba la tarea sonó el teléfono, pero lo dejó sonar mientras guardaba un
momento de respetuoso silencio. Si se trataba de algo importante, volverían a
llamar.
Se quitó el barro
de los zapatos y volvió a entrar en la casa.
Entre los
montones de cartas de propaganda había algunas importantes: unos documentos del
ayuntamiento, con fecha de tres años antes, relativos a la intención de demoler
su casa, y algunas otras sobre un proyecto de encuesta pública acerca del plan
de construir una vía de circunvalación en la zona; también había una vieja
carta de Greenpeace, el grupo de presión ecologista al que apoyaba de cuando en
cuando, pidiendo ayuda para su plan de liberar del cautiverio a delfines y
orcas, más algunas postales de amigos que vagamente se quejaban de que aquellos
días no se le podía localizar.
Reunió todas
aquellas cartas y las guardó en un archivador de cartón en el que anotó
«Asuntos pendientes». Como aquella mañana se encontraba tan lleno de vigor y
dinamismo, añadió la palabra: «¡Urgente!»
Sacó la toalla y
otras cosas de la bolsa de plástico que había comprado en el megamercado de
Puerto Brasta. En un lado de la bolsa había un slogan que era un ingenioso y
complicado juego de palabras en Lingua Centauri, que era absolutamente
incomprensible en cualquier otro idioma, y que por tanto no tenía sentido
alguno en una tienda libre de impuestos de un puerto espacial. Además, la bolsa
tenía un agujero, de modo que la tiró.
Sintió una súbita
punzada al darse cuenta que se le debió de caer algo más en la pequeña nave
espacial que le llevó a la Tierra y que, amablemente, se desvió de su ruta para
dejarle en la autopista A 303. Había perdido su baqueteado ejemplar, gastado de
tantos viajes espaciales, del objeto que le ayudó a orientarse en las
increíbles distancias que había recorrido en el espacio. Había perdido la Guía
del autostopista galáctico.
Bueno, dijo para
sí, ya no voy a necesitar a mas.
Tenía que hacer
unas llamadas.
Había decidido
cómo enfrentarse a la enorme cantidad de contradicciones provocadas por su
viaje de vuelta; es decir que lo ignoraría todo.
Telefoneó a la
BBC y pidió que le pusieran con el Jefe de su departamento.
—Hola, soy Arthur
Dent. Mira, siento haber faltado estos seis meses, pero es que me había vuelto
loco.
—Bueno, no te
preocupes. Pensé que seguramente era algo así. Aquí pasa eso a todas horas.
¿Para cuándo te esperamos?
—¿Cuándo terminan
de invernar los puercoespines?
—En primavera,
supongo.
—Entonces iré un
poco después de eso.
—Vale.
Hojeó las páginas
amarillas y elaboró una breve lista de números.
—Hola, ¿es el
Hospital Old Elms? Sí, llamaba para ver si podía hablar con Fenella, hmm...
Fenella... ¡Vaya por Dios, qué tonto soy! Ahora se me olvidará mi propio
apellido. Hmm... Fenella... Es ridículo, ¿verdad? Es paciente de ustedes, una
chica morena, que ingresó anoche...
—Me temo que no
tenemos ningún paciente que se llame Fenella.
—¿Ah, no? Me
refiero a Fiona, claro; es que nosotros la llamamos Fen...
—Lo siento,
adiós.
Clic.
Seis
conversaciones por el estilo empezaron a afectar su humor de vigoroso y
dinámico optimismo, y pensó que antes de que se le pasara por completo debía
bajar a la taberna y exhibirse un poco.
Se le había
ocurrido la idea perfecta para explicar de un plumazo el inexplicable misterio
que le rodeaba, y silbó en tono bajo al empujar la puerta que tanto le había
intimidado la noche anterior.
—¡¡¡¡Arthur!!!!
Sonrió
alegremente ante los ojos asombrados que le miraban fijamente desde todos los
rincones de la taberna, y contó a todos lo maravillosamente bien que se lo
había pasado al sur de California.
9
Aceptó otra caña
de cerveza y bebió un trago.
—Claro que tenía
también mi alquimista personal.
—¿Tu qué?
Empezaba a hacer
el ridículo, y lo sabía. La mezcla de Exuberance, Hall y el mejor bitter de
Woodhouse era algo con lo que había que andarse con cuidado, pero uno de sus
primeros efectos era el de perder el cuidado, y el punto en el que Arthur
debería haberse callado y dejar de dar explicaciones era el punto en que, en
cambio, empezaba a tener inventiva.
—¡Pues, sí!
—insistió con una alegre y vidriosa sonrisa—. Por eso es por lo que he perdido
tanto peso.
—¿Cómo? —preguntó
su auditorio.
—¡Pues, sí!
—repitió. Los californianos han redescubierto la alquimia. Sí, sí.
Volvió a sonreír.
—Sólo que
—prosiguió— no en una forma más útil que la de...
Hizo una pausa,
pensativo, para recordar un poco de gramática, y añadió:
—...la que los
antiguos empleaban para practicarla. O que no llegaban a practicar. No les daba
resultados. Nostradamus y todos esos. No lo conseguían.
—¿Nostradamus?
—preguntó uno de los oyentes.
—Me parece que
ése no era alquimista —opinó otro.
—Creo que hacía
profecías —manifestó un tercero.
—Se convirtió en
adivino —informó Arthur a su auditorio, cuyos componentes empezaban a oscilar y
hacerse un poco borrosos—, porque era tan mal alquimista... Deberíais saberlo.
Tomó otro trago
de cerveza. Era algo que no había probado en ocho años. Lo saboreó una y otra
vez.
—¿Qué tiene que
ver la alquimia con la pérdida de peso? —preguntó una parte del auditorio.
—Me alegro de que
me lo preguntéis —contestó Arthur—. Me alegro mucho. Y ahora os diré que
relación hay entre... —hizo una pausa—. Entre esas dos cosas. Las que has
mencionado. Os lo voy a decir.
Se calló y
manipuló sus ideas. Era como ver buques petroleros que hicieran maniobras de
tres puntos en el Canal de la Mancha.
—Descubrieron
cómo convertir el exceso de grasa corporal en oro —declaró en un repentino
arranque de coherencia.
—Estás de broma.
—Pues claro
—dijo, y se corrigió—: Es decir, no. Lo hicieron.
Se volvió a la
parte dubitativo de su auditorio, que eran todos; así que le llevó un ratito el
dar la vuelta completa.
—¿Habéis estado
en California? —preguntó—. ¿Sabéis la clase de cosas que hacen allí?
Tres miembros del
auditorio contestaron afirmativamente y le advirtieron que estaba diciendo
tonterías.
—No habéis visto
nada —insistió Arthur y, como alguien estaba invitando a otra ronda, añadió—:
¡Sí, claro!
—La prueba
—prosiguió, señalándose a sí mismo y fallando por mas de cinco centímetros— la
tenéis a la vista. Catorce horas en trance. En un depósito. En trance. Metido
en un depósito. Creo —añadió, después de una pausa pensativa— que ya lo he dicho.
Esperó con
paciencia mientras servían la siguiente ronda. Compuso mentalmente la siguiente
parte de su historia, que se refería a la necesidad de orientar el depósito por
una línea que caía en perpendicular desde la estrella Polar hasta una línea de
referencia trazada entre Marte y Venus, y estaba a punto de empezar a contarla
cuando decidió dejarlo.
—Mucho tiempo
—dijo, en cambio—, metido en un tanque. En trance.
Miró a su
auditorio con expresión severa, para asegurarse de que todos le seguían con
atención.
Prosiguió.
—¿Dónde estaba?
—preguntó.
—En trance
—contestó uno.
—En un depósito
—dijo otro.
—Ah, sí. Gracias.
Y lentamente —dijo, apresurándose—, despacio, muy lentamente, todo el exceso de
grasa del cuerpo... se convierte... en... —hizo una pausa, tratando de causar
efecto— sucuu... subtuu... subtucá... —hizo una pausa para tomar aliento— oro
subcutáneo, que se puede extraer mediante cirugía. Salir del depósito es
horrible. ¿Qué decías?
—Sólo he
carraspeado.
—Me parece que no
me crees.
—Me aclaraba la
garganta.
—La chica se
aclaraba la garganta —confirmó una parte significativa del auditorio con un
murmullo bajo.
—Bueno, sí —dijo
Arthur—, muy bien. Y luego se reparten las ganancias... —hizo una pausa
aritmética— con el alquimista, al cincuenta por ciento. ¡Se saca un montón de
dinero!
Lanzó una mirada
incierta a sus oyentes y no pudo escapársele el aire de escepticismo de los
confusos rostros.
Eso le molestó
mucho.
—¿Cómo me habría
adelgazado la cara, si no? —preguntó.
Brazos amistosos
empezaron a ayudarle a llegar a casa.
—¡Escuchad!
—protestó mientras la fría brisa de febrero le acariciaba el rostro—. Lo que
ahora hace furor en California es tener aspecto de haber vivido mucho. Se ha de
tener la apariencia de haber visto la Galaxia. La vida, quiero decir. Hay que
tener el aspecto de conocer la vida. Eso es lo que yo tengo. La cara caída.
Dadme ocho años, dije. Espero que no vuelva a estar de moda el tener treinta
años; si no, habré perdido un montón de dinero.
Permaneció en
silencio durante un rato, mientras los brazos amistosos seguían ayudándole a
llegar a casa.
—Llegué ayer
—murmuró. Estoy muy, pero que muy contento de estar en casa. O en algún sitio
muy parecido...
—El desfase del
vuelo —murmuró uno de sus amigos—. Es largo el viaje desde California. Te
transforma de veras durante un par de días.
—Yo creo que no
ha estado allí —dijo otro, en voz baja—. Quisiera saber dónde ha estado. Y qué
le ha pasado.
Tras una pequeña
siesta, Arthur se levantó y deambuló un poco por la casa. Se sentía aturdido y
un tanto deprimido; seguía desorientado por el viaje. Se preguntó cómo iba a
encontrar a Fenny.
Se sentó y miró
la pecera. Volvió a darle unos golpecitos y, pese a estar llena de agua y
contener un diminuto pez Babel de color amarillo que se movía dando afligidas
bocanadas, resonó de nuevo con su vibrante y profundo campanilleo de forma tan
clara e hipnótica como antes.
Alguien trata de
darme las gracias, pensó. Se preguntó quién sería, y por qué.
10
—Al oír la
tercera señal será la una..., treinta y dos minutos... veinte segundos.
—Bip... bip... bip.
Ford Prefect
contuvo una risita de maligna satisfacción, comprendió que no había motivo para
contenerla y soltó una carcajada perversa.
Pasó la señal
procedente de la red Sub-Etha al espléndido sistema de alta fidelidad de la
nave, y la extraña y cantarina voz, un tanto ampulosa, resonó por la cabina con
admirable claridad.
—Al oír la
tercera señal será la una..., treinta y dos minutos... treinta segundos.
—Bip..., bip..., bip.
Subió un poquito
el volumen, sin dejar de observar cuidadosamente el cuadro de cifras que
cambiaban con rapidez en la pantalla del ordenador. Para el período de tiempo
en que pensaba, la cuestión del consumo de energía era muy importante. No
quería tener un crimen sobre su conciencia.
—Al oír la
tercera señal será la una..., treinta y dos minutos... cuarenta segundos.
—Bip..., bip..., bip.
Lanzó una mirada
de comprobación por la pequeña nave. Salió al reducido pasillo.
—Al oír la
tercera señal...
Asomó la cabeza
al pequeño y funcional cuarto de baño, de reluciente acero.
—...será...
Sonaba muy bien
allí dentro.
Miró en el
diminuto dormitorio.
—...la una...
treinta y dos minutos...
Sonaba un poco
amortiguado. Había una toalla colgada sobre uno de los altavoces. La quitó.
—...cincuenta
segundos.
Muy bien.
Comprobó la
atestada cabina de carga, y el sonido no le satisfizo en absoluto. Había
demasiadas cajas llenas de trastos. Retrocedió y esperó a que se cerrara la
puerta. Forzó el panel de control, que estaba cerrado, y pulsó el botón de
tirar la carga. No sabía por qué no lo había pensado antes. Se oyó como un
silbido retumbante que fue apagándose con rapidez. Tras una pausa, volvió a
oírse un leve murmullo.
Desapareció.
Ford Prefect
esperó a que se encendiera la luz verde y luego abrió de nuevo la puerta de la
ya vacía bodega de carga.
—...la una...,
treinta y tres minutos..., cincuenta segundos.
Muy bien.
—Bip..., bip...,
bip.
Procedió a un
último y minucioso examen de la cámara suspendida de animación para
emergencias, que era donde más empeño tenía en que se oyera.
—A la tercera
señal será exactamente la una... y treinta y cuatro minutos.
Tiritó al atisbar
por la helada capa de hielo que cubría la oscura forma de su interior. Algún
día, quién sabía cuándo, se despertaría, y entonces sabría qué hora era. No
exactamente la hora local, claro, pero qué demonios.
Hizo una doble
comprobación en la pantalla del ordenador situado sobre el lecho de
congelación, redujo la intensidad de la luz y volvió a verificarlo.
—A la tercera
señal será...
Salió de
puntillas y volvió a la cabina de control.
—...la una...,
treinta y cuatro minutos, veinte segundos.
La voz se oía tan
claramente como si estuviera al teléfono en Londres, que no lo estaba, ni mucho
menos.
Miró a la negra
noche del exterior. La estrella del tamaño de una brillante miga de galleta que
veía a lo lejos era Zondostina, o así se llamaba en el mundo desde donde se
recibía la voz cantarina y un tanto afectada, Pléyades Zeta.
La brillante
curva de color naranja que ocupaba más de la mita del área visible era el
inmenso planeta de gas Sesefras Magna, donde atracaban las naves de combate de
Xaxis, y justo por encima de su horizonte se levantaba una pequeña luna de frío
azul, Epun.
—A la tercera
señal será...
Permaneció
sentado durante veinte minutos, viendo cómo se estrechaba la distancia entre la
nave Epun, mientras el ordenador de la nave movía y componía las cifras que le
harían llegar al circuito alrededor de la pequeña luna, cerrándolo y girando en
su órbita en perpetua oscuridad.
—...la una..., y
cincuenta y nueve minutos...
Su primer plan
consistió en cortar todas las señales externas y las radiaciones de la nave,
para que pasase inadvertida a menos que la mirasen directamente, pero ahora
tenía una idea mejor. Sólo emitiría un rayo continuo, fino como el trazo de un
lápiz, que transmitiera la señal de la hora al planeta de procedencia, al que,
viajando a la velocidad de la luz, llegaría dentro de cuatrocientos años, pero
en el que causaría un gran revuelo.
—Bip..., bip..., bip.
Soltó una risita
tonta.
No le gustaba
pensar que era de los que hacen muecas o se ríen tontamente, pero debía admitir
que ya llevaba más de media hora haciéndolo.
—A la tercera
señal...
La nave ya había
entrado casi por completo en su eterna órbita alrededor de una luna poco
conocida y jamás visitada. Casi perfecto.
Sólo quedaba una
cosa por hacer. Volvió a pasar por el ordenador la simulación del aterrizaje
del Buggy Evasión-O de la nave, equilibrando acciones, reacciones, fuerzas
tangenciales, toda la poesía matemática del movimiento, y vio que estaba bien.
Antes de
marcharse, apagó las luces.
Cuando su pequeña
nave de escape, semejante a la funda cilíndrica de un puro, salió disparada
para iniciar los tres días de viaje a la estación orbital de Puerto Sesefron,
cabalgó durante unos segundos sobre un largo rayo de radiación, fino como el
trazo de un lápiz, que comenzaba un viaje más largo todavía.
—Al oír la
tercera señal, serán las dos..., trece minutos..., cincuenta segundos.
Soltó una risita
tonta y nerviosa. Se hubiera reído a carcajadas, pero no tenía sitio.
—Bip..., bip..., bip.
11
—Aborrezco de
modo especial los chaparrones de abril.
Por muchos
gruñidos evasivos que Arthur profería, el desconocido parecía resuelto a hablar
con él. Se preguntó si debía levantarse y marcharse a otra mesa, pero en toda
la cafetería no parecía haber otra libre. Removió colérico el café.
—Malditos
chaparrones de abril. Los detesto y los odio.
Con el ceño
fruncido, Arthur miraba por la ventana. Un leve y luminoso aguacero caía por la
autopista. Ya hacía dos meses que había vuelto. En realidad, volver a su
antigua vida había sido ridículamente fácil. La gente tenía una pésima memoria
y él también. Los ocho años de frenético vagabundaje por la Galaxia ahora le
parecían no ya como un mal sueño, sino como una película de la tele que hubiera
grabado en vídeo y guardado en el fondo de un armarlo sin molestarse en verla.
Pero aún le
duraba uno de sus efectos: su alegría de haber vuelto. Ahora que la atmósfera
de la Tierra se había cerrado de veras sobre su cabeza pensó, erróneamente, que
todo lo terrestre le proporcionaba un placer extraordinario. Al ver el plateado
destello de las gotas de lluvia, sintió que debía protestar.
—Pues a mí me
gustan —dijo de pronto—, y por un montón de razones evidentes. Son ligeros y
refrescantes. Son chispeantes y le ponen a uno de buen humor.
El desconocido
lanzó un bufido de desprecio.
—Eso es lo que
dicen todos —repuso, frunciendo el ceño con aire sombrío en el rincón donde
estaba sentado.
Era conductor de
camión. Arthur lo sabía porque, al conocerse, hizo una observación espontánea:
—Soy camionero.
Odio conducir cuando llueve. Qué ironía, ¿verdad? Una puñetera ironía.
Si aquel
comentario tenía un sentido oculto, Arthur no fue capaz de adivinarlo, y se
limitó a emitir un gruñidito, afable pero no alentador.
Pero el
desconocido no se desanimó entonces, y tampoco ahora.
—La gente siempre
dice lo mismo de los puñeteros chaparrones de abril —aseveró—. Tan jodidamente
bonitos, tan jodidamente refrescantes, un tiempo tan jodidamente encantador.
Se inclinó hacia
adelante, torciendo el rostro como si fuese a decir algo extraordinario sobre
el gobierno.
—Lo que quiero
saber —dijo— es que si hace buen tiempo, ¿por qué —casi escupió— no puede ser
bueno sin la jodida lluvia?
Arthur se dio por
vencido. Decidió dejar su café, que estaba demasiado caliente para beberlo de
prisa. Y demasiado malo para beberlo frío.
—Bueno ¡allá va!
—dijo, levantándose—. Hasta luego.
Se detuvo en la
tienda de la gasolinera, y luego volvió andando por el aparcamiento, procurando
disfrutar de la fina lluvia que le caía en el rostro. Observó que hasta había
un pálido arco Iris reluciendo sobre las colinas de Devon. Y también le causó
placer.
Subió a su negro
Golf GTI, viejo y baqueteado, pero adorado; hizo chirriar las ruedas y,
cruzando por los aislados surtidores de gasolina, salió por la vía trasera en
dirección a la autopista.
Se equivocaba al
pensar que la atmósfera de la Tierra acababa de cerrarse para siempre sobre su
cabeza.
Se equivocaba al
pensar que alguna vez se liberaría del enrevesado laberinto de dudas adonde sus
viajes galácticos le habían arrastrado.
Se equivocaba al
pensar que ya podía olvidar que la Tierra donde vivía, grande, sólida,
grasienta, sucia y suspendida en un arco iris, era un punto microscópico dentro
de un punto microscópico perdido en la inconcebible infinitud del Universo.
Siguió
conduciendo, canturreando, totalmente equivocado.
La prueba de que
se equivocaba estaba al borde de la carretera bajo un paraguas.
Se quedó boquiabierto.
Se torció el tobillo contra el pedal del freno y dio tal patinazo que casi hizo
volcar el coche.
—¡Fenny! —gritó.
Tras evitar por
un pelo golpearla con el coche, terminó arrollándola al abrir la puerta de
golpe y asomarse por ella.
Le cogió la mano
y le arrancó el paraguas, que rodó vertiginosamente por la carretera.
—¡Mierda! —gritó
Arthur de forma tan servicial como pudo.
Bajó del coche de
un salto, salvándose por poco de ser atropellado por el camión de «McKenna,
transportes en cualquier tiempo», y, en cambio, vio horrorizado cómo arrollaba
el paraguas de Fenny. El camión se perdió rápidamente en la distancia.
El paraguas yacía
como una marioneta recién aplastada, expirando tristemente en el suelo. Débiles
bocanadas de viento lo estremecían un poco.
Lo recogió.
—Pues... —dijo.
No parecía tener
mucho sentido el devolvérselo.
—¿Cómo sabía
usted mi nombre? —preguntó ella.
—Pues, bueno...
—repuso él—. Mira, te compraré otro...
Al mirarla se
quedó mudo.
Era alta y
morena, con el pelo ondulado en torno a un rostro pálido y grave. Allí de pie,
sola, casi tenía un aire grave, como la estatua de una virtud importante pero
impopular en un jardín cuidado. Parecía mirar a algo distinto de lo que miraba.
Pero cuando
sonreía, como ahora, era como si de pronto llegara de otra parte. A su rostro
afluían calor y vida, y a su cuerpo una increíble gracia de movimientos. El
efecto era muy desconcertante, y dejó muy confundido a Arthur.
Sonrió, tiró el
bolso al asiento trasero y se acomodó delante.
—No se preocupe
por el paraguas —le dijo al subir—. Era de mi hermano y no le debía de gustar,
si no, no me lo hubiera dado.
Rió y se ajustó
el cinturón de seguridad.
—No es amigo de
mi hermano, ¿verdad?
—No.
Su voz fue la
única parte de su cuerpo que no dijo: «Muy bien.»
Su presencia
física allí en el coche, en su coche, le resultaba del todo extraordinaria. Al
arrancar despacio, notó que apenas podía respirar o pensar, y esperaba que
ninguna de esas funciones fuese vital para conducir, pues de otro modo tendrían
problemas.
De manera que lo
que experimentó en el otro coche, en el de su hermano, la noche que volvió
exhausto y perplejo de sus anos de pesadilla por las estrellas, no se debía al
desequilibrio del momento y, si había sido así, ahora estaba doblemente
desequilibrado y dispuesto a caerse del sitio donde debe apoyarse la gente bien
equilibrada.
—Así que...
—dijo, esperando dar un comienzo interesante a la conversación.
—Mi hermano tenía
intención de recogerme, pero me llamó para decirme que no podía. Pregunté por
autobuses, pero el hombre empezó a mirar un calendario en vez del horario, así
que decidí hacer autostop.
—Ya.
—Así que, aquí
estoy. Y me gustaría saber cómo sabe mi nombre.
—Quizá deberíamos
resolver primero —sugirió Arthur, mirando por encima del hombro al meterse en
el tráfico de la autopista— la cuestión de adónde la llevo.
Muy cerca,
esperaba; o muy lejos. Muy cerca significaría que vivía en su vecindario y, muy
lejos, que la llevaría hasta allá.
—Me gustaría ir a
Tauton, por favor —dijo ella—. Si le parece bien. No está lejos. Puede dejarme
en...
—¿Vive en Tauton?
—preguntó Arthur, esperando haber conseguido que su tono fuese sólo de
curiosidad y no de éxtasis. Tauton estaba maravillosamente cerca de su casa.
Podría...
—No, en Londres
—contestó Fenny—. Hay un tren dentro de una hora escasa.
No podía ser
peor. Tauton sólo estaba a unos minutos por autopista. No sabía qué hacer y,
mientras lo pensaba, se oyó decir, con horror:
—Bueno, puedo
llevarla a Londres. ¡Permítame llevarla a Londres!
¡Grandísimo idiota!
¿Por qué demonios había dicho «permítame» de aquella ridícula manera? Se estaba
comportando como si tuviera doce anos.
—¿Es que va usted
a Londres? —preguntó ella.
—No pensaba ir,
pero...
¡Grandísimo
idiota!
—Es muy amable
—repuso ella—, pero no, de verdad. Me gusta ir en tren.
Y de repente ya
se había ido. O mejor dicho, desapareció aquella parte que le daba vida. Se
puso a mirar por la ventana con bastante indiferencia, canturreando en tono
bajo.
Arthur no podía
creérselo.
Treinta segundos
de conversación y ya lo había echado todo a perder.
Los hombres
hechos y derechos —se dijo, en rotunda contradicción con la evidencia acumulada
durante siglos sobre el comportamiento de los hombres hechos y derechos—, no se
comportan así.
«Taunton, 8
kilómetros», decía el letrero.
Asió tan fuerte
el volante, que el coche tembló. Tendría que hacer algo espectacular.
—Fenny —dijo.
Ella se volvió
bruscamente hacia él.
—Todavía no me ha
dicho cómo...
—Escuche —la
interrumpió Arthur—. Voy a contarle una historia, aunque es bastante extraña.
Muy extraña.
Ella siguió
mirándole, pero no dijo nada.
—Escuche...
—Ya lo ha dicho.
—¿Ah, sí? Bueno.
Hay cosas de las que le tengo que hablar y cosas que le debo contar..., he de
contarle una historia que...
Se estaba
haciendo un lío. Quería decir algo parecido a: «Separar tus prietos y densos
cabellos, y dejar cada rizo erecto como las púas del inquieto puercoespín»,
pero pensó que no lo lograría y no le gustaba la referencia al erizo.
—...lo cual me
llevaría más de ocho kilómetros —dijo al fin sin mucha convicción, según temía.
—Bueno...
—Suponiendo,
suponiendo —dijo Arthur sin saber que añadiría después, así que pensó que lo
mejor sería relajarse y escuchar que fuese usted muy importante para mí por
alguna extraña razón y que, aunque no lo supiese, yo fuese muy importante para
usted, pero que todo se quedara en nada porque sólo nos viésemos durante ocho
kilómetros y yo fuera un estúpido idiota al no saber decir algo muy importante
a alguien a quien acababa de conocer, sin chocar al mismo tiempo con camiones
—hizo una pausa, incapaz de proseguir, y la miró. ¿Qué me aconsejaría que
hiciera?
—¡Mire la
carretera! —gritó ella.
—¡Mierda!
Por los pelos no
se precipitó contra el costado de un camión alemán que transportaba cien
lavadoras italianas.
—Me parece —dijo
ella, tras un momentáneo suspiro de alivio— que debería invitarme a tomar algo
antes de que salga el tren.
12
Por alguna razón,
los bares próximos a las estaciones siempre tienen un algo sombrío, una clase
muy especial de desaliño, una particular palidez en las empanadas de cerdo.
Pero peor que las
empanadas de cerdo, son los bocadillos.
En Inglaterra
persiste la sensación de que preparar un bocadillo interesante, atractivo, o
apetitoso es algo pecaminoso que sólo los extranjeros hacen. «Que sean secos»,
es la consigna oculta en alguna parte de la conciencia colectiva nacional, «que
sean como de goma. Si queréis que los puñeteros bocadillos estén frescos,
lavadlos una vez a la semana.»
Tomando
bocadillos en los bares los sábados a la hora de comer, es como los británicos
intentan expiar sus pecados nacionales, cualesquiera que sean. No tienen nada
claro qué clase de pecados son, y tampoco quieren saberlo. Ese es el tipo de
cosas que uno no quiere saber. Pero sean los que sean, quedan ampliamente
purgados por los bocadillos que se obligan a comer.
Si algo hay pedir
que los bocadillos, son las salchichas que siempre se encuentran a su lado.
Cilindros sin alegría, llenos de cartílagos, que flotan en un mar de algo
caliente y triste, con un alfiler de plástico en forma de gorro de jefe de
cocina: en recuerdo, podría pensarse, de algún cocinero que odiaba al mundo y
murió olvidado y solo entre sus gatos en una escalera de servicio en Stepney.
Las salchichas
son para quienes saben cuáles son sus pecados desean expiar alguno en concreto.
—Debe de haber
algún sitio mejor —dijo Arthur.
—No hay tiempo
—repuso Fenny, consultando el reloj—. Mi tren sale dentro de media hora.
Se sentaron a una
mesa pequeña y tambaleante. Sobre ella había unos vasos sucios y varios
posavasos empapados de cerveza y con chistes impresos. Arthur invitó a Fenny a
un zumo de tomate y él tomó un vaso de agua amarillenta con gas. Y un par de
salchichas. No sabía por qué. Las pidió por hacer algo mientras el gas se
disolvía en el vaso.
El camarero tiró
el cambio en un charco de cerveza sobre la barra, y Arthur le dio las gracias.
—Muy bien —dijo
Fenny, mirando al reloj—, cuénteme lo que tenía que contarme.
Tal como cabía
esperar, se mostraba sumamente escéptica, y a Arthur se le cayó el alma a los
pies. Pensó que la situación no era la más propicia para explicar a Fenny, de
pronto indiferente y a la defensiva, que en una especie de sueño desencarnado
tuvo la telepática sensación de que la depresión nerviosa que ella había sufrido
estaba relacionada con el hecho de que, en contra de lo que parecía, la Tierra
había sido demolida para dar paso a una nueva vía de circunvalación
hiperespacial, algo que sólo él sabía en la Tierra, pues lo había prácticamente
presenciado desde una nave vogona, y que, además, sentía por ella un deseo
insoportable en cuerpo y alma y necesitaba acostarse con ella tan pronto como
fuese humanamente posible.
—Fenny —empezó a
decir.
—Me pregunto si
querría usted comprar unas papeletas para nuestra rifa. Es una rifa pequeña.
Arthur alzó
bruscamente la vista.
—Es para recaudar
fondos para Anjie, que se jubila.
—¿Cómo?
—Y necesita un
aparato para el riñón.
Inclinada sobre
él había una mujer de mediana edad, delgada y un poco tiesa, con un pulcro
vestido de punto y una pulcra gabardina, que esbozaba una pulcra sonrisita, que
probablemente recibía muchos lamidos de pulcros perritos.
Llevaba en las
manos un taco de papeletas y un bote de colecta.
—Sólo diez
peniques cada una —dijo— así que tal vez pueda comprar hasta dos. ¡Sin
arruinarse!
Soltó una risita
tintineante y luego un suspiro extrañamente prolongado. Evidentemente, el
decir: «¡Sin arruinarse!» le había causado más placer que cualquier otra cosa
desde que los soldados americanos estuvieron acantonados en su casa durante la
guerra.
—Pues, sí, muy
bien —dijo Arthur, rebuscándose el bolsillo con rápido ademán y sacando un par
de monedas.
Con enfurecedora
lentitud y pulcra teatralidad, si tal cosa existe, la mujer arrancó dos
papeletas y se las tendió a Arthur.
—Espero que gane
—le deseó la mujer con una sonrisa que se plegó súbitamente como un papel
decorativo Japonés—, los premios son muy bonitos.
—Sí, gracias
—repuso Arthur, guardando las papeletas con bastante brusquedad y mirando el
reloj.
Se volvió hacia
Fenny.
Lo mismo hizo la
mujer con las papeletas de la rifa.
—¿Y qué me dice
usted, señorita? Es para el aparato de Anjie. Se jubila, sabe usted. ¿Sí?
Amplió aún más la
sonrisita. Tendría que dejar de sonreír pronto; de otro modo corría el riesgo
de que se le abriera la piel.
—Oiga, aquí tiene
—dijo Arthur, tendiéndole una moneda de cincuenta peniques con la esperanza de
que se marchara.
—¡Vaya! Tenemos
dinero, ¿verdad? —dijo la mujer, con un largo suspiro sonriente—. Son de
Londres, ¿no?
Arthur deseó que
no hablase de un modo tan puñeteramente lento.
—No, está bien,
de verdad —dijo, haciendo un gesto con la mano mientras la mujer empezaba a
arrancar cinco papeletas con tremenda parsimonia, una por una.
—Pero tengo que
darle sus papeletas —insistió la mujer—, de otro modo no podrá reclamar el
premio. Hay premios estupendos, ¿sabe? Muy apropiados.
Arthur colocó las
papeletas con un movimiento brusco y dio las gracias tan secamente como pudo.
La mujer se dirigió de nuevo a Fenny.
—Y ahora, qué me
dice...
—¡No! —exclamó
Arthur que, blandiendo las últimas cinco papeletas, explicó: son para ella.
—¡Ah, ya
entiendo! ¡Qué amable!
Les dirigió una
sonrisa empalagosa.
—Bueno, espero
que ustedes...
—Sí —le espetó
Arthur—, gracias.
La mujer se
marchó, por fin, a la mesa de al lado. Arthur se volvió a Fenny con expresión
desesperada, y sintió alivio a ver que se estremecía de risa, en silencio.
Suspiró y sonrió.
—¿Dónde
estábamos?
—Estaba
llamándome Fenny, y yo me disponía a pedirle que no lo hiciera.
—¿Qué quiere
decir?
Ella removió el
zumo de tomate con la cucharilla.
—Por eso le
pregunté si era amigo de mi hermano. O hermanastro, en realidad. Es el único
que me llama Fenny, y no le tengo mucho cariño.
—Entonces,
¿cómo...?
—Fenchurch.
—¿Cómo?
—Fenchurch.
¡Fenchurch!
Ella le lanzó una
mirada severa.
—Sí —dijo—, y le
estoy vigilando como un lince por si me hace la misma pregunta estúpida de todo
el mundo, hasta que me dan ganas de gritar. Si lo hace, me sentiré ofendida y
decepcionada. Y además, gritaré. Así que, cuidado.
Sonrió, sacudió
la cabeza echándose el pelo sobre el rostro y continuó sonriendo a través de
los cabellos.
—Bueno —repuso
él—, eso es un poco injusto, ¿no?
—Sí.
—Estupendo.
—De acuerdo
—cedió ella, riendo, puede preguntármelo. Quizá sea mejor pasar por ello de una
vez por todas. Es preferible a que me llame Fenny todo el tiempo.
—Posiblemente...
—Sólo nos quedan
dos papeletas, ¿sabe?, y como cuando hablé antes con usted, fue tan generoso...
—¿Cómo? —espetó
Arthur.
La mujer de la
gabardina y la sonrisa, y el ya casi vacío cuaderno de papeletas, le pasaba las
dos últimas por delante de las narices.
—Pensé en darle
la oportunidad a usted, porque los premios son estupendos.
Arrugó la nariz
en un gesto de pequeña confidencia.
—De muy buen
gusto. Sé que le gustarán. Y ya sabe, son para el regalo de jubilación de
Anjie. Queremos regalarle...
—Un aparato para
el riñón, sí —dijo Arthur—. Tenga.
Le dio otras dos
monedas de diez peniques y cogió las papeletas.
A la mujer
pareció ocurrírsele algo. Lo pensó muy despacio. Se veía venir la idea como una
ola larga sobre la arena de la playa.
—¡Dios mío!
—exclamó—. No estaré interrumpiendo algo, ¿verdad?
Los miró con
inquietud.
—No, está bien
—repuso Arthur, que insistió—: Todo lo que podría estar bien, esta muy bien.
—Gracias —añadió.
—Oiga —insistió
la mujer en un arrobado éxtasis de preocupación—, no estarán ustedes...
enamorados, ¿eh?
—Es muy difícil
decirlo —repuso Arthur—. Aún no hemos podido hablar.
Miró a Fenchurch. Sonreía.
La mujer asintió
con aire de confiada sabiduría.
—Dentro de un
momento les mostraré los premios —anunció y se marchó.
Arthur se volvió,
suspirando, hacia la chica de la que tan difícil le resultaba decir si estaba
enamorado.
—Iba a hacerme
una pregunta —le recordó ella.
—Sí.
—Podemos hacerla
juntos, si quiere —sugirió Fenchurch—. Me encontraron...
—...en una
bolsa...
—...en la
consigna del equipaje... —dijeron a la vez.
—...de la
estación de la calle Fenchurch —concluyeron.
—Y la respuesta
—dijo Fenchurch— es no.
—Muy bien —repuso
Arthur.
—Allí me concibieron.
—Cómo?
—Allí me con...
—¿En la consigna?
—gritó Arthur.
—No, claro que
no. No sea tonto. ¿Que podrían hacer mis padres en la consigna? —dijo ella, un
poco sorprendida ante la idea.
—Pues no sé
—farfulló Arthur—, o mejor dicho...
—Fue en la cola
de los billetes.
—En la...
—En la cola de
los billetes. O eso dicen. Se niegan a dar detalles. Sólo dicen que es
increíble lo aburrido que resulta estar en la cola de los billetes en la
estación de Fenchurch.
Tomó
delicadamente un sorbo del zumo de tomate y miró el reloj.
Arthur siguió
haciendo unas gárgaras.
—Me tengo que ir
dentro de unos dos minutos —anunció Fenchurch—, y ni ha empezado a contarme esa
cosa tremendamente extraordinaria que tiene que decir para desahogarse.
—¿Por qué no deja
que la lleve a Londres? —preguntó Arthur—. Es sábado, no tengo nada especial
que hacer, y...
—No, gracias
—repuso Fenchurch—. Es muy amable de su parte, pero no. Necesito estar sola un
par de días.
Sonrió y se
encogió de hombros.
—Pero...
—Puede contármelo
en otra ocasión. Le daré mi número.
El corazón de
Arthur latió con fuerza mientras ella escribía a lápiz siete cifras en un trozo
de papel y se lo tendía.
—Ahora podemos
relajarnos —comentó ella con una sonrisa lenta que llenó a Arthur de tal manera
que se creyó a punto de estallar.
—Fenchurch —dijo,
saboreando el nombre—, yo...
—Una caja de
licor de fresa —dijo una voz apagada— y también algo que sé que le gustará, un
disco de gaitas escocesas.
—Sí, gracias, muy
bonito todo —insistió Arthur.
—Pensé que debía
enseñárselo —dijo la mujer de la gabardina—, como es usted de Londres...
Se lo mostró
orgullosamente a Arthur. Vio que efectivamente se trataba de una caja de licor
de fresa y de un disco de gaitas. Eso era.
—Ahora les dejaré
tomarse la bebida en paz —se despidió, dando a Arthur una leve palmadita en el
agitado hombro—, pero sabía que le gustaría verlo.
Arthur volvió a
enlazar su mirada con la de Fenchurch, y de pronto no supo qué decir. Entre los
dos había habido un momento especial, pero aquella estúpida y condenada mujer
lo echó todo a perder.
—No se preocupe
—dijo Fenchurch, mirándole fijamente con el vaso en los labios—. Volveremos a
hablar.
Tomó un sorbo.
—Quizá no habría
ido tan bien —añadió—, si no hubiera sido por ella.
Esbozó una
sonrisa forzada y volvió a echarse el pelo por la cara.
Era perfectamente
cierto.
Tenía que admitir
que era perfectamente cierto.
13
Aquella noche,
mientras daba vueltas por la casa fingiendo atravesar campos de maíz a cámara
lenta y estallando a cada paso en súbitas carcajadas, Arthur pensó que hasta
soportaría escuchar el disco de gaitas que había ganado. Eran las ocho, y
decidió obligarse a escuchar el disco entero antes de llamarla. Tal vez debería
dejarlo para mañana. Eso sería lo más sensato. O para la otra semana.
No. Nada de
tonterías. La quería y no le importaba quién lo supiera. La quería definitiva y
absolutamente, la adoraba, la ansiaba y no había palabras para describir lo que
quería hacer con ella.
Hasta llegó a
sorprenderse diciendo cosas como «¡Yupi!» mientras saltaba ridículamente por la
casa. Sus ojos, su pelo, su voz, todo...
Se detuvo.
Pondría el disco
de gaitas. Y luego la llamaría. ¿O quizá la llamaba primero?
No. Haría lo
siguiente. Pondría el disco. Lo escucharía hasta el último plañido de las
gaitas. Y luego la llamaría. Ese era el orden correcto. Eso es lo que haría.
Tenía miedo de
las cosas, por si estallaban al tocarlas.
Cogió el disco.
No estalló. Lo sacó de la funda. Abrió el tocadiscos y conectó el amplificador.
Ambas cosas sobrevivieron. Sonrió estúpidamente al poner la aguja sobre el
disco.
Se sentó y
escuchó con aire solemne «Un soldado escocés».
Escuchó «Amazing Grace».
Escuchó una pieza
sobre algún valle escocés.
Pensó en el
maravilloso mediodía.
Estaba a punto de
marcharse cuando les sorprendieron unas tremendas exclamaciones de jubilo. La
espantosa mujer de la gabardina les hacía señas desde el otro lado del local
como algún pájaro torpe con el ala rota. Todos los que estaban en el bar se
volvieron hacia ellos con aire de esperar alguna respuesta.
No habían
escuchado el discursito sobre lo contenta que se iba a poner Anjie con las
cuatro libras y treinta peniques que se habían recaudado entre todos para
contribuir a su aparato del riñón; apenas se percataron que los de la mesa de
al lado habían ganado una caja de licor de fresa, y tardaron unos instantes en
comprender que los gritos procedían de la mujer, que les preguntaba si tenían
la papeleta número 37.
Arthur descubrió
que así era. Miró con rabia el reloj.
Fenchurch le dio
un empujón.
—Vamos —le dijo—,
vaya por ello. No se ponga de mal genio. Suélteles un buen discurso acerca de
lo contento que está; luego me llama y me cuenta qué ha pasado. Y quiero oír el
disco. Venga.
Le dio un
golpecito en el brazo y se fue.
Los clientes del
bar encontraron su discurso más efusivo de lo normal. Al fin y al cabo, sólo se
trataba de un disco de gaitas.
Mientras lo
recordaba y escuchaba la música, Arthur no podía reprimir las carcajadas.
14
—Ring, ring.
—Ring, ring.
—Ring, ring.
—Diga. ¿Sí? Sí, eso es. Sí. Tendrá que hablar más alto, aquí hay mucho ruido.
¿Cómo?
—No, yo sólo
atiendo el bar por las tardes. Yvonne se ocupa de él a la hora de comer, con
Jim. Es el dueño. No, yo no estaba. ¿Qué?
—¡Hable más alto!
—¿Cómo? No, no sé
nada de ninguna rifa. ¿Qué?
—No, no sé nada
de eso. Espere que llamo a Jim.
La camarera puso
la mano sobre el receptor y llamó a Jim entre el barullo del bar.
—Oye Jim, hay un
tío al teléfono que dice que ha ganado una rifa. No para de decir que salió el
37 y que lo tiene él.
—No —gritó el camarero,
ganó uno que estaba en el bar.
—Dice que si
tenemos nosotros la papeleta.
—¿Cómo dice que
ha ganado si ni siquiera tiene la papeleta?
—Dice Jim que
cómo dice usted que ha ganado si ni siquiera tiene la papeleta. ¿Cómo?
Volvió a poner la
mano sobre el receptor.
—Jim, no deja de
marearme con el mismo rollo. Dice que la papeleta tenía un número.
—Pues claro que
la papeleta tenía un número. Era la papeleta de una puñetera rifa, ¿no?
—Dice que en la
papeleta había un número de teléfono.
—Cuelga el teléfono
y sirve a los malditos clientes, ¿quieres?
15
A ocho horas
hacia el oeste había un hombre sentado en la playa que se dolía de alguna
pérdida inexplicable. Sólo podía pensar en su pena a pequeñas cantidades,
porque toda a la vez era más de lo que se podía soportar.
Contemplaba las
grandes y lentas olas del Pacífico que llegaban a la arena, y seguía esperando
a la insignificancia que, con toda seguridad, estaba a punto de ocurrir. Cuando
pasó el momento de que no sucediera, la tarde transcurrió monótonamente y el
sol se ocultó tras la larga línea del mar. El día acabó.
No diremos el
nombre de la playa, porque allí vivía aquel hombre, pero se trataba de una
pequeña franja arenosa en algún punto de los centenares de kilómetros de costa
que se extienden al oeste de Los Angeles, ciudad descrita en un artículo de la
nueva edición de la Guía del autostopista galáctico como «basurero, gigantesca,
maloliente y, cómo es esa otra palabra, bueno, y todo lo peor»; y en otro,
escrito sólo unas horas después, se decía que «es parecida a varios miles de
kilómetros cuadrados de correspondencia del American Express, pero sin el mismo
sentido de profundidad moral. Además, por alguna razón, el aire es
amarillento».
La costa se
extiende hacia el oeste y luego va al norte, a la brumosa bahía de San
Francisco, que la Guía describe como un «buen sitio para visitar. Resulta muy
fácil creer que las personas que allí se conocen son viajeros espaciales. Lo
que para usted es iniciarse en una nueva religión, para ellos es el modo de saludar.
Hasta que se haya instalado y cogido el pulso a la ciudad, será mejor que diga
"no" a tres preguntas de las cuatro que cualquiera puede hacerle,
porque pasan cosas muy extrañas de las que puede morir algún forastero sin
sospechas». Los centenares de kilómetros de ondulantes acantilados y arena,
palmeras, olas rompientes y crepúsculos se describen así en la Guía: «Fenómeno.
Muy bueno.»
Y en algún punto
de aquella fenomenal franja de costa estaba la casa de aquel hombre
inconsolable, al que muchos consideraban loco. Pero eso sólo se debía, como él
mismo explicaba, a que de verdad lo estaba.
Una de las muchas
razones por las que la gente le creía loco era por la extravagancia de su casa
que, incluso en una región donde la mayoría de las casas eran peculiares de una
manera u otra, era extremadamente peculiar.
Su casa se
llamaba «El Exterior del Asilo».
Su nombre era
simplemente John Watson, aunque prefería que le llamasen «Wonko el Cuerdo», y
algunos de sus amigos así lo hacían, aunque a regañadientes.
En su casa había
una serie de cosas extrañas, incluida una pecera de cristal gris con ocho
palabras grabadas sobre ella.
Ya hablaremos de
él más adelante; esto es sólo un intermedio para ver ponerse el sol y anunciar
que John Watson estaba allí, contemplándolo.
Había perdido
todo lo que más quería, y se limitaba a esperar el fin del mundo, sin darse
cuenta de que eso ya había sucedido y era cosa pasada.
16
Tras pasar un
desagradable domingo vaciando cubos de basura en la parte posterior de un bar
de Taunton sin encontrar nada, ni papeleta de rifa ni número de teléfono,
Arthur hizo todo lo posible por encontrar a Fenchurch, y cuanto más lo
intentaba, más semanas pasaban.
Se insultaba y se
enfurecía consigo mismo, con el destino, con el mundo y con el tiempo que
hacía. Movido por la rabia y la pena, se fue a la cafetería de la gasolinera
donde había estado poco antes de encontrarla.
—Es esta lluvia
lo que me pone de mal humor.
—Por favor, no
hable más de la lluvia —replicó Arthur.
—Dejaría de
hablar si dejara de llover.
—Oiga...
—Pero le diré lo
que hará cuando deje de llover, ¿vale?
—No.
—Caerán chuzos de
punta.
—¿Cómo?
—Que diluviará.
Por encima del
borde de su taza de café, Arthur miró al horrible mundo exterior. Comprendió
que se encontraba en un sitio enteramente absurdo al que había ido movido por
la superstición y no por la lógica. Sin embargo, como para atormentarle con la
idea de que tales coincidencias pueden darse en realidad, el destino había
decidido reunirle con el camionero que había conocido allí la última vez.
Cuanto más
trataba de ignorarle, más inmerso se veía en el vertiginoso remolino de la
exasperante conversación del camionero.
—Creo —dijo
Arthur con vaguedad, maldiciéndose a sí mismo por molestarse en abrir la boca—
que está amainando.
—¡Ja!
Arthur se encogió
de hombros. Tendría que irse. Eso es lo que debería hacer. Marcharse,
simplemente.
—¡Nunca deja de
llover! —Vociferó el camionero, que dio un puñetazo en la mesa, derramó el té
y, por un momento, pareció echar humo.
Uno no puede irse
sin responder a una observación así.
—Claro que deja
de llover —manifestó Arthur. No era una refutación elegante, pero había que
decirlo.
—Llueve...
todo... el tiempo —bramó el camionero, dando puñetazos en la mesa a cada
palabra.
Arthur meneó la
cabeza.
—Decir que llueve
todo el tiempo es una estupidez...
Ultrajado, el
camionero abrió bruscamente la cejas.
—¿Una estupidez?
¿Por qué? ¿Por qué es una estupidez decir que llueve todo el tiempo cuando
nunca deja de llover?
—Ayer no llovió.
—En Darlington,
sí.
Arthur hizo una
pausa, cauteloso.
—¿No va a
preguntarme dónde estuve ayer? —inquirió el camionero—. ¿Eh?
—No.
—Espero que lo
adivine.
—¿Ah, sí?
—Empieza con una
D.
—¿De veras?
—Y le aseguro que
llovía a cántaros.
—Este no es sitio
para ti, tío —dijo alegremente a Arthur un desconocido que iba en mono—. Este
es el Rincón del Nubarrón.
Especialmente
reservado al querido Gotas de Lluvia no Dejan de Caer Sobre mi Cabeza, aquí
presente. Entre este lugar y la soleada Dinamarca, hay uno reservado en cada
cafetería de autopista. Te aconsejo que te largues. Es lo que hacemos todos.
¿Qué tal vas, Rob? ¿Muy ocupado? ¿Llevas las cubiertas de lluvia? ja, ja.
Se marchó a
contarle un chiste de Britt Ekland a alguien que estaba en una mesa próxima.
—Como ve, ninguno
de esos hijoputas me toma en serio —comentó Rob McKenna que, inclinándose hacia
adelante y arrugando los ojos, añadió en tono sombrío—: ¡Pero todos saben que
es cierto!
Arthur frunció el
ceño.
—Igual que mi
mujer —siseo el único dueño y conductor del camión «McKenna, transportes en
toda clase de tiempo»—. Dice que es una tontería y que armo alboroto y me quejo
de nada, pero —hizo una pausa teatral, lanzando peligrosas miradas— ¡siempre
recoge la colada cuando telefoneó para decirle que voy camino de casa! —Blandió
la cucharilla—. ¿Qué le parece?
—Pues...
—Tengo un libro
—prosiguió—, tengo un libro. Un diario. Lo llevo desde hace quince años. Indica
todos los sitios donde he estado. Día a día. Y también qué tiempo hacía. Y era
igual de horrible —gruñó— en todas partes. En todos los sitios de Inglaterra,
Escocia y Gales por donde he pasado. En todo el continente, en Italia,
Alemania, de un extremo a otro de Dinamarca, en Yugoslavia. Todo está anotado,
con sus mapas. Incluso la visita que hice a mi hermano, en Seattle.
—Pues —repuso
Arthur, levantándose al fin para marcharse—, tal vez debería enseñárselo a
alguien.
—Lo haré —dijo
McKenna.
Y lo hizo.
17
Tristeza.
Desaliento. Más tristeza y más desaliento. Necesitaba ocuparse en algo, y
concibió un proyecto.
Encontraría el
lugar donde había estado su cueva.
En la Tierra
prehistórica había vivido en una caverna; no muy bonita, era una cueva
asquerosa, pero... no había peros. Era una covacha absolutamente asquerosa y la
odiaba. Pero allí había vivido cinco años, lo que la convirtió en una especie
de hogar, y al ser humano le gusta recordar sus hogares. Arthur era un ser
humano y fue a Exeter a comprar un ordenador.
Efectivamente,
eso era lo que quería. Un ordenador. Pero pensaba que debía tener un objetivo
bien definido en vez de dedicarse a lanzar un montón de ideas que la gente
podía confundir con ganas de jugar. De manera que aquél era un objetivo serio.
Localizar exactamente una caverna en la tierra prehistórica. Se lo explicó al
hombre de la tienda.
—¿Por qué?
—preguntó el dependiente.
Pregunta
capciosa.
—Vale, déjelo
—dijo el dependiente—. ¿Cómo?
—Pues esperaba
que usted pudiera ayudarme en eso.
El dependiente
suspiró y se encogió de hombros.
—¿Tiene usted
mucha experiencia con ordenadores?
Arthur dudó en
mencionar a Eddie, el ordenador de a bordo de Corazón de oro, que habría hecho
el trabajo en un segundo, o a Pensamiento Profundo, o a..., pero decidió que no
lo haría.
—No.
—Parece que va a
ser una tarde divertida —comentó el dependiente, aunque sólo lo dijo para sí.
De todos modos,
Arthur compró el Apple. Al cabo de unos días también adquirió unos programas de
astronomía, con los que siguió el movimiento de los astros, trazó pequeños y
aproximados diagramas sobre los recuerdos que tenía de la posición de las estrellas
cuando por la noche levantaba la vista desde la caverna, y durante semanas
trabajó en ello con ahínco para llegar a la alegre conclusión a que
inevitablemente esperaba llegar, es decir, que el proyecto entero era
absolutamente ridículo.
Los dibujos trazados
de memoria no servían para nada. Ni siquiera sabía cuánto tiempo hacía, pese al
cálculo de Ford Prefect, que lo cifraba en «un par de millones de años»; en
resumidas cuentas, carecía de datos numéricos.
Sin embargo, al
final elaboró un método que al menos le llevaría a alguna parte. Decidió no
preocuparse del hecho de que, con el extraordinario barullo que se hacía
contando con los dedos y las aventuradas aproximaciones y arcanas conjeturas
que utilizaba, necesitaría mucha suerte para acertar con la galaxia; siguió
adelante y obtuvo un resultado.
El afirmaría que
era el resultado adecuado. ¿Quién podía saberlo?
Por casualidad,
entre los infinitos e imprevisibles azares del destino, dio con la galaxia
exacta, aunque él nunca llegaría a saberlo, claro está. Se limitó a ir a
Londres y llamar a la puerta adecuada.
—¡Vaya! Creí que
primero me llamarías por teléfono.
Arthur se quedó
boquiabierto de asombro.
—Pasa, pero sólo
unos minutos —dijo Fenchurch—. Iba a salir.
18
Un día de verano
en Islington, lleno del triste lamento de herramientas para restaurar muebles
antiguos.
Inevitablemente,
Fenchurch tenía ocupada la tarde, de modo que Arthur deambuló arrobado y miró
los escaparates, que en Islington tenían un aspecto muy utilitario, tal como
estarían rápidamente dispuestos a confirmar los que necesitan herramientas para
trabajar la madera antigua, o buscan cascos de la guerra de los Bóers o muebles
de oficina o pescado.
El sol pegaba en
los tejados de los jardines. Caía sobre arquitectos y fontaneros, sobre
abogados y ladrones, sobre pizzas y anuncios de inmobiliarias.
Y caía sobre
Arthur, que entró en una tienda de muebles restaurados.
—Es un edificio
interesante —observó el dueño en tono jovial—. El sótano tiene un pasadizo
secreto que conecta con un bar cercano. Al parecer, se construyó para el
Príncipe Regente, a fin de que pudiera hacer sus escapadas cuando lo
necesitaba.
—Quiere decir,
por si alguien le sorprendía comprando muebles de madera de pino —repuso
Arthur.
—No, por eso no
—aseguró el dueño.
—Deberá
disculparme —dijo Arthur—. Soy tremendamente feliz.
—Entiendo.
Siguió
deambulando en su nube de felicidad y se encontró delante de las oficinas de
Greenpeace. Recordó el contenido de la carpeta que había titulado «Asuntos
pendientes. ¡Urgente!» y que no había vuelto a abrir. Entró con una alegre
sonrisa y explicó que iba a entregar algún dinero para contribuir a la
liberación de los delfines.
—Muy divertido
—le contestaron—, lárguese.
No era ésa
exactamente la respuesta que esperaba, de modo que lo intentó de nuevo. Esta
vez se enfadaron mucho con él, así que dejó un poco de dinero de todos modos y
volvió a salir al sol.
Poco después de
las seis volvió al callejón donde vivía Fenchurch, asiendo una botella de
champán.
—Sujeta esto
—dijo ella, poniéndole en la mano una sólida cuerda y desapareciendo por las
grandes puertas de madera blanca, de las que colgaba un grueso candado sujeto a
una barra de hierro negro.
La casa era un
pequeño establo acondicionado en un callejón industrial situado detrás de la abandonada
Real Casa de la Agricultura de Islington. Además de las grandes puertas de
establo, tenía una puerta principal de aspecto normal y coquetamente barnizada
con una aldaba negra en forma de delfín. Lo único raro de esta puerta era su
umbral a tres metros de altura, en el más alto de los dos pisos, y que,
probablemente, en su origen se utilizaba para almacenar el heno para caballos
hambrientos.
Una vieja polea
sobresalía del ladrillo por encima de la puerta, y de allí colgaba la cuerda
que Arthur tenía en las manos. El otro extremo de la cuerda sujetaba un
violonchelo suspendido.
La puerta se
abrió por encima de su cabeza.
—Vale —dijo
Fenchurch—, tira de la cuerda y endereza el violonchelo. Pásamelo para arriba.
Arthur tiró de la
cuerda y enderezó el violonchelo.
—No puedo tirar
más de la cuerda —anunció— sin que se suelte el violonchelo.
Fenchurch se inclinó.
—Yo sujeto el
violonchelo —dijo—. Tú tira de la cuerda.
El violonchelo se
puso a la altura de la puerta, oscilando suavemente, y Fenchurch logró meterlo
dentro.
—Sube tú —le
gritó desde arriba.
Arthur cogió la
bolsa de víveres y cruzó las puertas del establo, estremecido.
La habitación de
abajo, que antes había visto brevemente, estaba muy desordenada y llena de
trastos. Había una antigua planchadora mecánica de hierro forjado y,
amontonados en un rincón, una sorprendente cantidad de fregaderos de cocina. Y,
según observó Arthur momentáneamente alarmado, un cochecito de niño, pero era
muy viejo y estaba lleno de libros, lo que desechaba complicaciones.
El suelo, de
cemento viejo y lleno de manchas, presentaba unas grietas interesantes. Y ésa
era la medida del estado de ánimo de Arthur cuando empezó a subir la
desvencijada escalera del rincón. Hasta un suelo de cemento agrietado le
parecía insoportablemente sensual.
—Un arquitecto
amigo mío no deja de repetirme las maravillas que podía hacer con esta casa
—dijo Fenchurch en tono ligero cuando apareció Arthur—. Se pone a dar vueltas
pasmado, y con cara de asombro murmura cosas sobre espacio, objetos, acontecimientos
y maravillosos matices de luz; luego dice que necesita un lápiz y desaparece
durante semanas. Por lo tanto, hasta la fecha, no han ocurrido maravillas.
Efectivamente
—pensó Arthur mientras echaba una ojeada alrededor—, la habitación de arriba
era al menos bastante maravillosa. Estaba decorada con sencillez, amueblada con
cosas hechas con cojines y también tenía un equipo estereofónico con altavoces
que habrían impresionado a los tíos que erigieron los menhires de Stonehenge.
Había flores
pálidas y cuadros interesantes.
En el espacio,
bajo el techo, había una estructura en forma de galería que albergaba una cama
y también un cuarto de baño en el que, según explicó Fenchurch, podías
realmente balancear a un gato por la cola.
—Pero sólo
—añadió— si se trata de un gato paciente y no le importan unos cuantos
coscorrones. Así que, ya ves.
—Sí.
Se miraron un
momento.
El momento se
prolongó y de pronto se convirtió en un rato largo, tan largo que apenas se
sabía de dónde venía todo aquel tiempo.
Para Arthur, que
normalmente se volvía tímido si se le dejaba solo el tiempo suficiente en una
fábrica de queso suizo, el momento fue de una continua revelación. De pronto se
sintió como un animal entumecido y nacido en un zoo, que se despierta una
mañana y ve abierta su jaula, con la sabana gris y rosa extendiéndose hacia el
lejano sol naciente, mientras a su alrededor empiezan a surgir sonidos nuevos.
Se preguntó
cuáles eran aquellos sonidos nuevos mientras contemplaba la curiosa expresión
de Fenchurch y sus ojos que sonreían con una sorpresa compartida.
Hasta entonces no
se había dado cuenta de que la vida habla con voz propia, con matices que no
dejan de brindar respuestas a las preguntas que continuamente se le hacen;
hasta aquel momento no había percibido ni reconocido de manera consciente sus
carencias, y ahora le decían algo que nunca le habían dicho antes, y ese algo
era: «Sí.»
Fenchurch terminó
desviando la mirada, con un pequeño movimiento de cabeza, le dijo:
—Lo sé. Tendré
que recordar que eres la clase de persona que no puede tener un simple trozo de
papel durante dos minutos sin ganar una rifa.
Se dio la vuelta.
—Vamos a dar un
paseo —se apresuró a sugerir—. A Hyde Park. Me pondré algo
menos elegante.
Llevaba un
vestido oscuro bastante sobrio de líneas no muy atractivas que, en realidad, no
le sentaba bien.
—Lo llevo
especialmente para mi profesor de violonchelo —explicó—. Es un viejo agradable,
pero a veces creo que de tanto darle al arco se excita un poco. Bajaré dentro
de un momento.
Subió ágilmente las
escaleras que conducían a la galería y dijo, levantando la voz:
—Pon el champán
en la nevera, para luego.
Al abrir la
puerta del frigorífico, vio que la botella tenía un gemelo idéntico para
hacerle compañía.
Se acercó a la
ventana y miró afuera. Se volvió y se puso a ver sus discos. Escuchó el ruido
que hizo el vestido al caer sobre el suelo, encima de él. Pensó en la clase de
persona que era. Se dijo con mucha firmeza que al menos en aquel momento
mantendría los ojos clavados en las cubiertas de los discos, leería los
títulos, asentiría de manera apreciativa e incluso los contaría si era
necesario. No levantaría la cabeza.
En esto último
falló por completo, entera y vergonzosamente.
Desde arriba,
ella le observaba con tal intensidad que apenas pareció notar su mirada. Luego
meneó la cabeza, se puso el ligero vestido de verano y desapareció rápidamente
en el cuarto de baño.
Poco después
volvió a salir, toda sonrisas y con un sombrero, y bajó saltando por la
escalera con extraordinaria agilidad. Era un extraño movimiento como de danza.
Vio que Arthur lo había observado y movió suavemente la cabeza hacia un lado.
—¿Te gusta?
—Estás
impresionante —se limitó a contestar, porque así era.
—Hummmm —repuso
ella, como si Arthur no hubiese contestado realmente a su pregunta.
Cerró la puerta
de arriba, que había estado abierta todo el tiempo, y echó una mirada por la
pequeña habitación para ver si todo estaba en condiciones de quedarse así
durante un rato. Los ojos de Arthur la siguieron a todas partes, y cuando miró en
otra dirección, ella sacó algo de un cajón y lo introdujo en el bolso de lona
que llevaba.
Arthur volvió a
mirarla.
—¿Estás lista?
—¿Sabes —preguntó
ella con una sonrisa un tanto confundida— que me pasa algo?
Su franqueza
pilló desprevenido a Arthur.
—Pues he oído que
una vaga especie de...
—Me pregunto qué
sabes de mí. Si te lo dijo quien yo creo, entonces no es eso. Russell se
inventa cosas, porque no puede enfrentarse a lo que es en realidad.
Arthur sintió una
punzada de inquietud.
—Entonces, ¿qué
es? ¿Puedes decírmelo?
—No te preocupes
—dijo ella—, no es nada malo. Sólo que no es normal. Es algo muy, muy anormal.
Le tomó de la
mano y luego, inclinándose hacia adelante, le dio un beso fugaz.
—Tengo mucho
interés en saber —le aseguró— si lograrás averiguarlo esta noche.
Arthur sintió que
si alguien le daba un golpecito en aquel momento, habría resonado como una
campana, con el profundo y continuo campanilleo que hacía su pecera gris cuando
la rozaba con la uña del pulgar.
19
Ford Prefect
estaba enfadado porque el ruido del tiroteo le despertaba continuamente.
Bajó la escotilla
de mantenimiento que había convertido en un camastro desmontando algunos
aparatos ruidosos y envolviéndolos en toallas. Bajó por la escala de acceso y
deambuló de mal humor por los pasillos.
Eran
claustrofóbicos y estaban mal Iluminados. La poca luz que había parpadeaba
constantemente y perdía potencia, pues la energía estaba mal repartida por la
nave, causando fuertes vibraciones y produciendo ruidos como murmullos
chirriantes.
Pero eso no era.
Se detuvo y se
recostó en la pared cuando algo parecido a un pequeño taladro plateado pasó
volando junto a él y siguió por el pasillo con un seco y desagradable chirrido.
Aquello tampoco
era.
Trepó desganado
por un escotillón y se encontró en un pasillo más amplio, pero igual de mal
Iluminado.
Pero tampoco era
eso.
La nave dio una
sacudida. Las daba a menudo, pero aquella era más fuerte. Pasó un pequeño
pelotón de robots armando un tremendo estrépito.
Y aquello tampoco
era.
Al fondo del pasillo
se elevaba un humo acre, de modo que caminó en dirección contraria.
Pasó por delante
de una serie de monitores de observación empotrados en las paredes detrás de
unas placas de plástico, duro pero muy rayado.
Uno de ellos
mostraba un horrible reptil verde y escamoso que gesticulaba y vociferaba
comentando el sistema del Voto Transferible Único. Era difícil saber si estaba
a favor o en contra, pero era evidente que manifestaba unos sentimientos muy
fuertes al respecto. Ford bajó el sonido.
Pero aquello no
era.
Pasó por delante
de otro monitor. Emitía un anuncio de una marca de pasta de dientes que, al
parecer, liberaba a la gente que lo usaba. También sonaba una música
estrepitosa y desagradable, pero eso no era.
Pasó delante de
otra pantalla, mayor y en tres dimensiones, que mostraba el exterior de la gran
nave plateada de Xaxis.
Mientras miraba
mil cruceros robot de Zlrzla, aterradoramente armados, cruzaban a toda
velocidad la sombra oscura de una luna recortada contra el disco cegador de la
estrella Xaxis y, en ese instante, la nave lanzó contra ellos por todos sus
orificios unas violentas llamaradas de fuerzas monstruosamente incomprensibles.
Era eso.
Ford meneó la
cabeza con irritación y se frotó los ojos. Se dejó caer sobre el cuerpo
destrozado de un mortecino robot que había ardido pero que ya se había enfriado
lo suficiente como para sentarse encima.
Bostezó y sacó
del bolso su ejemplar de la Guía del autostopista galáctico. Conectó la
pantalla y pasó ociosamente tres artículos y luego cuatro. Buscaba una cura
eficaz contra el insomnio. Encontró descanso que, en su opinión, era lo que
necesitaba. Encontró descanso y recuperación, y se disponía a pasar a otro
cuando de pronto se le ocurrió algo mejor. Miró a la pantalla de la nave. La
batalla se hacía más encarnizada a cada momento, y el ruido era ensordecedor.
La nave se tambaleaba, chirriaba y daba sacudidas cada vez que emitía o recibía
una nueva descarga de destructora energía.
Volvió a mirar la
Guía y pasó unos artículos que podían valer. De pronto soltó una carcajada y
luego hurgó de nuevo en el bolso.
Sacó una pequeña
ficha de memoria, limpió la pelusa y las migas de galleta y lo conectó a una
interfaz de la parte trasera de la Guía.
Cuando consideró
que toda la información pertinente se había memorizado en la ficha, la
desconectó, la depositó con un ágil movimiento en la palma de la mano, volvió a
guardar la Guía en el bolso, sonrió con presunción y fue en busca de los bancos
de datos del ordenador de la nave.
20
—El objeto de que
el sol descienda en las tardes de verano, sobre todo en los parques —decía la
voz en tono serio—, es que se vea con más claridad cómo saltan los pechos de
las muchachas, Estoy convencido de que se trata de eso.
Al pasar, Arthur
y Fenchurch se rieron tontamente. Ella le abrazó con más fuerza durante un
momento.
—Y estoy seguro
—sentenció el joven pelirrojo de cabellos crespos Y larga nariz fina que
teorizaba desde la tumbona a la orilla del lago Serpentine— de que si
llevásemos el argumento hasta sus últimas consecuencias, veríamos que todo ello
se deduce con absoluta lógica y plena naturalidad de las ideas que Darwln tenía
al respecto. —Insistió, dirigiéndose a su moreno compañero, que estaba hundido
en la tumbona de al lado y se sentía deprimido a causa de su acné.
—Eso es cierto e
irrefutable. Y me encanta.
Se volvió
bruscamente y, a través de las gafas, miró de soslayo a Fenchurch. Arthur la
apartó, viendo que se estremecía con silenciosas carcajadas.
—La próxima
adivinanza —dijo Fenchurch cuando dejó de reír—. ¡Venga!
—De acuerdo
—convino él—. El codo. El codo izquierdo. Te pasa algo en el codo izquierdo.
—Te equivocas
otra vez —repuso ella—. Por completo. Estás totalmente despistado.
El sol de verano
declinaba entre los árboles del parque, como si..., no seamos melindrosos con
las palabras. Hyde Park es asombroso. Todo en él lo es, menos la basura que hay
los lunes por la mañana. Incluso los patos son asombrosas. Aquel que pase por
Hyde Park en una tarde de verano y no se emocione, probablemente irá en una
ambulancia con una sábana sobre la cara.
Es un parque
donde la gente hace más cosas extraordinarias que en cualquier otro sitio.
Arthur y Fenchurch vieron a un hombre que practicaba la gaita debajo de un
árbol. El gaitero se detuvo para echar a una pareja de norteamericanos que
trataban tímidamente de depositar unas monedas en la cala de la gaita.
—¡No! —gritó—.
¡Márchense, sólo estoy practicando!
Empezó a hinchar
resueltamente la bolsa de la gaita, pero ni el ruido que hacía logró disimular
su mal humor.
Arthur envolvió a
Fenchurch con sus brazos y siguió bajándolos despacio.
—Me parece que no
puede tratarse de tu trasero —dijo, al cabo de un rato—. No tiene aspecto de
que le pase nada.
—Sí —convino
ella—, a mi trasero no le pasa nada.
El beso que se
dieron fue tan largo que el gaitero se fue a practicar al otro lado del árbol.
—Voy a contarte
una historia —dijo Arthur.
—Muy bien.
Encontraron un
trozo de césped donde no había demasiadas parejas tumbadas una encima de otra,
se sentaron y contemplaron los espléndidos patos y la declinante luz del sol
que ondeaba en el agua sobre la que nadaban las asombrosas aves.
—Una historia
—dijo Fenchurch, apretando el brazo de Arthur en torno a ella.
—Con la que te
harás idea de las cosas que me pasan. Es absolutamente cierta.
—Mira, algunas
veces la gente te cuenta historias que, al parecer, le han pasado al mejor
amigo de la prima de su mujer, pero en realidad probablemente se las inventan
sobre la marcha.
—Pues es como una
de esas historias, sólo que ha pasado de verdad, y sé que ha ocurrido realmente
porque la persona a quien le ha sucedido soy yo.
—Como la papeleta
de la rifa.
—Sí —dijo Arthur,
riendo—. Tenía que tomar un tren. Llegué a la estación...
—¿Te he contado
alguna vez —le interrumpió Fenchurch— lo que les pasó a mis padres en la
estación?
—Sí —contestó
Arthur—, me lo has contado.
—Sólo quería
comprobarlo.
Arthur miró el
reloj.
—Creo que
deberíamos pensar en volver —sugirió.
—Cuéntame esa
historia —dijo Fenchurch en tono firme—. Llegaste a la estación.
—Llegué unos veinte
minutos antes. Había entendido mal la hora del tren. Aunque supongo que es
igualmente posible —añadió tras un momento de reflexión— que los Ferrocarriles
Británicos confundieran la hora del tren. Nunca me había pasado eso.
—Sigue —le animó
Fenchurch, riendo.
—Así que compré
el periódico, para hacer el crucigrama, y fui a la cafetería a tomar una taza
de café.
—¿Haces el
crucigrama?
—Sí.
—¿Cuál?
—El del Guardian,
normalmente.
—Me parece que se
las da de gracioso. Prefiero el de The Times. ¿Lo resolviste?
—¿Qué?
—El crucigrama
del Guardian.
—Ni siquiera tuve
la oportunidad de echarle una ojeada —dijo Arthur—. Todavía estoy tratando de
pedir el café.
—Bueno, vale.
Pide el café.
—Lo pido. Y
también unas galletas.
—¿De qué clase?
—Rich Tea.
—Buena elección.
—Me gustan.
Cargado con todas esas nuevas pertenencias, me dirijo a una mesa y me siento. Y
no me preguntes cómo era, porque hace mucho tiempo y no me acuerdo.
Probablemente era redonda.
—Muy bien.
—Permite que te
explique cómo organicé la mesa. Me senté. A la izquierda puse el periódico. A
la derecha, la taza de café. En medio, el paquete de galletas.
—Lo veo con toda
claridad.
—Lo que no ves,
porque aún no te lo he mencionado, es al tío que ya estaba sentado a la mesa
justo enfrente de mí.
—¿Qué aspecto tiene?
—Completamente
normal. Maletín. Traje. No parecía que fuese a hacer nada raro.
—Ya. Conozco el
tipo. ¿Qué hizo?
—Lo siguiente. Se
inclinó sobre la mesa, cogió el paquete de galletas, lo abrió, cogió una y...
—¿Qué?
—Se la comió.
—¿Qué?
—Se la comió.
Fenchurch le miró
asombrada.
—¿Y qué demonios
hiciste tú?
—Pues, dadas las
circunstancias, hice lo que cualquier valeroso inglés haría. Me vi obligado
—dijo Arthur— a ignorarle.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Bueno, no es una
de esas cosas para las que estés preparado, ¿verdad? Rebusqué en mi interior y
no descubrí nada en mi educación, ni experiencias, ni instintos primarios que
me dijeran cómo reaccionar ante alguien que, sentado frente a mí, me robara una
galleta con toda calma y naturalidad.
—Bueno, podías...
—Fenchurch meditó sobre ello—. Debo confesar que yo tampoco estoy segura de lo
que hubiera hecho. ¿Y qué pasó?
—Miré
curiosamente el crucigrama —prosiguió Arthur—. Como no me salía ni una palabra,
tomé un sorbo de café, que estaba demasiado caliente, así que no había nada que
hacer. Me dominé. Cogí una galleta intentando con todas mis fuerzas no darme
cuenta de que el paquete ya estaba abierto de misteriosa manera...
—Pero estás
contraatacando, adoptando una línea dura.
—A mi modo, sí.
Comí la galleta. Lo hice despacio, de manera ostensible, para que no cupiese
duda de lo que estaba haciendo. Cuando me como una galleta —sentenció Arthur—,
me la como.
—¿Y qué hizo él?
—Cogió otra. Eso
es lo que pasó —Insistió Arthur—, de verdad. Cogió otra galleta y se la comió.
Tan claro como el día. Tan cierto como que ahora estamos sentados en el suelo.
Fenchurch se
removió, incómoda.
—Y el problema
era —continuó Arthur— que como no dije nada la primera vez, era más difícil
iniciar el tema la segunda. ¿Que podía decir: «Disculpe... no he podido dejar
de observar que...»? Eso no vale. No, lo ignoré incluso con más fuerza que
antes, si era posible.
—¡Qué tío!...
—Volví a
dedicarme al crucigrama, aunque seguía sin salirme nada, así que mostré un poco
del espíritu del que Enrique V hizo gala en el día de San Crispín...
—¿Qué?
—Volví a la
brecha —contestó Arthur—. Cogí otra galleta y por un instante nuestras miradas
se encontraron.
—¿Cómo ahora las
nuestras?
—Sí. Bueno, no.
Exactamente así, no. Pero se encontraron. Sólo un momento. Y los dos desviamos
la mirada. Pero debo asegurarte —añadió Arthur— que había un poco de
electricidad en el aire. En la mesa se estaba creando cierta tensión. Era sobre
esta hora.
—Me lo imagino.
—Así nos comimos
todo el paquete. El, yo, él, yo...
—¿Todo el
paquete?
—Bueno, sólo
había ocho galletas, pero entonces parecía que llevábamos toda la vida comiendo
galletas. Los gladiadores no podían llevar vida más dura.
—Los gladiadores
lo habrían hecho al sol —puntualizó Fenchurch—. Se habrían zurrado más físicamente.
—Eso es. Bueno,
cuando el paquete quedó vacío entre los dos, el hombre se marchó, después de
haber hecho su barrabasada. Di un suspiro de alivio, claro. Anunciaron mi tren
poco después, así que terminé el café, me levanté, cogí el periódico y, debajo
de él...
—¿Sí?
—Estaban mis
galletas.
—¡Qué! —exclamó
Fenchurch—. ¿Cómo?
—Cierto.
—¡No!
Fenchurch quedó
boquiabierta y luego se tumbó de espaldas en el césped, riendo a carcajadas.
Se incorporó de
nuevo.
—¡Eres un
bobalicón! —gritó—. Eres una persona casi absoluta y completamente necia.
Le empujó hacia
atrás, se puso encima de él, lo besó y se apartó. Arthur se sorprendió de lo
poco que pesaba.
—Ahora cuéntame
tú una historia.
—Creía —repuso
Fenchurch— que tenías muchas ganas de volver.
—No hay prisa —contestó
Arthur en tono ligero—. Quiero que me cuentes una historia.
Ella miró al lago
y reflexionó.
—De acuerdo
—dijo—. Es una historia breve. Y no es divertida como la tuya, pero de todos
modos...
Bajó la vista.
Arthur sintió que era uno de esos momentos. El aire pareció detenerse en torno
a ellos, esperando. Arthur deseó que el aire se largara a otra parte y se
dedicase a sus asuntos.
—Cuando era niña
—empezó—. Esta clase de historias siempre empiezan lo mismo, ¿verdad? «Cuando
era niña...» Bueno, éste es el momento en que la chica dice de pronto: «Cuando
era niña» y empieza a confesarse. Hemos llegado a ese momento. Cuando era niña
tenía un cuadro colgado a los pies de la cama... ¿Qué te parece hasta ahora?
—Me gusta. Creo
que está bien planteada. Has introducido el tema de la alcoba pronto y bien.
Tal vez podríamos extendernos un poco con el cuadro.
—Era uno de esos
cuadros que deben gustarles a los niños, pero que no les gustan. Lleno de
animalitos simpáticos que hacen cosas encantadoras, ¿sabes?
—Sí. A mí también
me fastidiaron con ellos. Conejos con chaleco.
—Exactamente. En
realidad, aquellos conejos iban en una balsa, junto con un grupo escogido de
ratas y lechuzas. Quizá, hasta había un ciervo.
—En la balsa.
—En la balsa.
Donde también iba un niño.
—Entre los
conejos con chaleco, las lechuzas y el ciervo.
—¡Justo! Un niño
de la variedad del gitanillo alegre y zarrapastrón.
—¡Uf!
—Debo confesar
que el cuadro me inquietaba. Delante de la balsa iba una nutria nadando, y yo
me quedaba despierta por la noche, preocupada por la nutria, que tenía que
tirar de la balsa mientras los sinvergüenzas que iban sobre ella ni siquiera
tenían por qué estar allí, y la nutria tenía un rabo tan frágil que pensé que
debía hacerle daño tener que tirar constantemente. Estaba inquieta todo el
tiempo. No mucho, sólo vagamente.
»Entonces, un día
—y recuerdo que hacía años que estaba mirando aquel cuadro—, me di cuenta de
que la balsa tenía una vela. Nunca la había visto. La nutria estaba bien, sólo
iba nadando.
Se encogió de hombros.
—¿Es una buena
historia?
—El final tiene
poca fuerza —observó Arthur—, deja a los oyentes gritando: «Sí, ¿y qué?» Hasta
ahí va muy bien, pero necesita un toque final antes de los títulos de crédito.
Fenchurch rió y
se abrazó las piernas.
—Fue una revelación
tan súbita... Años de velada preocupación que desaparecían como si me liberase
de un gran peso, como el blanco y el negro cobrando color, como un palo seco
regado de pronto. El repentino cambio de perspectiva que dice: «Olvida tus
preocupaciones, el mundo está bien y es un lugar perfecto. En realidad, es muy
fácil.» Quizá pienses que te digo esto porque voy a anunciarte que esta tarde
me siento así o algo parecido, ¿verdad?
—Pues, yo...
—dijo Arthur, rota de pronto su serenidad.
—Bueno, está bien
—dijo ella—. Pues, sí. Así es como me sentía exactamente. Pero ya lo había
sentido antes, ¿sabes?, incluso más fuerte. Increíblemente fuerte. Me temo que
soy tremenda —añadió, mirando a la lejanía— para revelaciones súbitas y
asombrosas.
Arthur estaba
hecho un lío, apenas podía hablar y, por lo tanto, consideró prudente no
intentarlo de momento.
—Fue muy raro
—dijo Fenchurch, como el comentario que pudo hacer uno de los perseguidores
egipcios sobre el extraño comportamiento del Mar Rojo cuando Moisés agitó su
vara delante de él.
—Muy raro
—repitió—. Hacía días que me asaltaban sensaciones de lo más extraño, como si
fuese a dar a luz. No, en realidad no era así, sino como si estuviera conectada
a algo, trocito a trocito. No, ni siquiera eso; era como si toda la Tierra, a
través de mí, fuese a...
—¿Significa algo
para ti —preguntó suavemente Arthur— el número cuarenta y dos?
—¿Qué? No, ¿de
qué hablas? —exclamó Fenchurch.
—Sólo era una
idea.
—Arthur, hablo en
serio, esto es muy real para mí.
—Yo también
hablaba completamente en serio —repuso Arthur—. Del Universo es de lo único que
nunca estoy seguro.
—¿Qué quieres
decir con eso?
—Cuéntame lo
demás. No te preocupes si parece raro. Tienes delante a alguien que ha visto
muchas cosas raras —aseguró Arthur—. Y no hablo de galletas, créeme.
Ella asintió, con
aire de creerlo. De pronto, le asió con fuerza el brazo.
—Fue tan sencillo
—dijo—, tan maravillosa y extraordinariamente simple, cuando pasó.
—¿Qué era?
—Inquirió Arthur con voz queda.
—Mira, Arthur,
eso es lo que ya no sé. Y la pérdida es insoportable. Si intento recordarlo,
todo me viene nebuloso y vacilante; y si hago esfuerzos por acordarme, llego
hasta la taza de té y me quedo en blanco.
—¿Cómo?
—Pues, lo mismo
que en tu historia, lo mejor pasó en un café. Estaba en un bar, tomando una
taza de té. Eso era unos días después del cúmulo de sensaciones de que estaba
conectada a alguna cosa. Yo estaba susurrando. En un solar enfrente del café
estaban haciendo un edificio, y yo lo veía por la ventana, por encima de la
taza de té, lo que siempre me parece el mejor modo de ver cómo trabaja la
gente. Y de pronto surgió en mi mente aquel mensaje de alguna parte. Y fue muy
sencillo. Dotaba de sentido a todo. Simplemente permanecí quieta y pensé:
«¡Vaya, vaya! entonces, todo está bien.» Me quedé tan perpleja, que casi dejé
caer la taza; en realidad creo que la solté. Sí —añadió, pensativa—, creo que
se me cayó. ¿Tiene mucho sentido lo que digo?
—Todo iba bien
hasta llegar a lo de la taza.
Ella meneó la
cabeza, y volvió a sacudirla como para aclararse las ideas, que era lo que
intentaba hacer.
—Pues así es
—prosiguió ella—. Todo muy bien hasta llegar a lo de la taza. Ese fue el
momento en que me pareció, literalmente, que el mundo había estallado.
—¿Cómo...?
—Ya sé que parece
una locura, y todo el mundo dice que eran alucinaciones, pero si lo eran,
entonces las tuve en pantalla gigante de tres dimensiones con sonido Dolby
estereofónico de 16 pistas, y probablemente debería alquilarme a la gente que
se aburre con las películas de tiburones. Fue como si me hubieran arrancado el
suelo de debajo de los pies, literalmente, y... y...
Dio unas suaves
palmaditas sobre el césped, como para tranquilizarse, pero luego pareció
cambiar de opinión sobre lo que iba a decir.
—Y me desperté en
el hospital. Supongo que desde entonces he estado dentro y fuera de la
realidad. Y por eso me pongo instintivamente nerviosa cuando tengo súbitas y
asombrosas revelaciones de que todo va a ir bien.
Le miró
fijamente.
Arthur había
dejado de preocuparse por las extrañas anomalías que rodeaban la vuelta a su
mundo o, mejor dicho, las había consignado al departamento de su mente titulado
«Cosas para meditar. Urgente». «Este es el mundo», se había dicho a sí mismo.
«Por la razón que sea, éste es el mundo y aquí está. Y yo estoy en él.» Pero
ahora parecía nublarse en torno a él, como aquella noche en el coche, cuando el
hermano de Fenchurch le contó las estúpidas historias del agente de la CIA que
encontraron en el estanque. La embajada francesa se volvía borrosa. Los árboles
se difuminaban. El lago hacía ondas, pero eso era de lo más natural y no había
por qué alarmarse, porque un ganso gris acababa de posarse en sus aguas. Los
gansos se lo estaban pasando muy bien y no tenían respuestas importantes cuyas
preguntas descaran saber.
—De todos modos
—dijo de pronto Fenchurch en tono alegre y con una enorme sonrisa en los ojos—,
me pasa algo y tú tienes que averiguarlo. Vámonos a casa.
Arthur meneó la
cabeza.
—¿Qué ocurre?
—preguntó ella.
Arthur había
movido la cabeza no para manifestar desacuerdo con su sugerencia, que realmente
consideraba excelente, una de las mejores del mundo, sino porque trataba de
liberarse sólo por un momento de la repetida sensación que tenía de que cuando
menos lo esperase, el Universo aparecería súbitamente por detrás de una puerta
y le soltaría un abucheo.
—Sólo trataba de
entenderlo con toda claridad —repuso Arthur—. Has dicho que tuviste la
sensación de que la Tierra había estallado... realmente...
—Sí. Más que una
sensación.
—¿Que es lo que
todo el mundo atribuye —preguntó, indeciso— a alucinaciones?
—Sí. Pero eso es
ridículo, Arthur. La gente cree que con decir «alucinaciones» queda todo
explicado y, al final, lo que uno no entiende es que no existe. No es más que
una palabra, no explica nada. No explica por qué desaparecieron los delfines.
—No —dijo
Arthur—. No —añadió pensativo—. No —insistió, con aire aun más meditabundo,
para terminar preguntando—: ¿qué?
—Que no explica
la desaparición de los delfines.
—No, claro. ¿Qué
delfines?
—¿Cómo que qué
delfines? Te hablo de cuando desaparecieron todos los delfines.
Ella le puso la
mano en la rodilla, lo que le hizo comprender que el cosquilleo que le recorría
la espina dorsal no se debía a que ella le estuviera acariciando suavemente la
espalda, sino a la desagradable y horripilante sensación que a menudo
experimentaba cuando la gente intentaba explicarle cosas.
—¿Los delfines?
—Sí.
—¿Desaparecieron
todos los delfines?
—Sí.
—¿Los delfines?
¿Dices que desaparecieron todos los delfines? ¿Es eso —preguntó Arthur,
tratando de que ese punto quedara absolutamente claro— lo que estás diciendo?
—Pero por amor de
Dios, Arthur, ¿dónde has estado? Todos los delfines desaparecieron el día que
yo...
Le miró fijamente
a los pasmados ojos.
—¿Cómo...?
—Ningún delfín.
Ninguno. Todos desaparecieron.
Escudriñó su
expresión.
—¿Es que
realmente no lo sabías?
Era evidente, por
su aire de asombro, que no lo sabía.
—¿Adónde se
fueron? —preguntó.
—Nadie lo sabe.
Eso es lo que significa «desaparecido» —explicó Fenchurch, que añadió—: Bueno,
hay uno que afirma saberlo, pero todo el mundo dice que vive en California y
que está loco. Esta ha pensando en ir a verle porque parece la única pista que
tengo de lo que me pasó a mí.
Se encogió de
hombros y luego le dirigió una larga y silenciosa mirada. Le puso la mano en la
mejilla.
—Me gustaría
mucho saber dónde has estado. Creo que a ti también te ha pasado algo horrible.
Y por eso es por lo que nos reconocimos mutuamente.
Echó una mirada
por el parque, que estaba cayendo presa de las sombras.
—Pues ahora ya
tienes a alguien a quien contárselo.
Arthur dejó
escapar lentamente un largo suspiro de un año.
—Es una historia
muy larga —confesó.
Fenchurch se
inclinó sobre él y acercó su bolso de lona.
—¿Tiene algo que
ver con esto? —preguntó.
El objeto que
sacó del bolso era viejo y estaba baqueteado por los viajes, como si lo
hubieran arrojado a ríos prehistóricos, expuesto al calor del rojísimo sol que
brilla en los desiertos de Cacrafún, medio enterrado en las marmóreas arenas
que orlan los embriagadores y vaporosos océanos de Santraginus V, congelado en
los glaciares de la luna de jaglan Beta, usado como asiento, pateado en naves
espaciales, arrastrado y maltratado en general, y como los fabricantes habían
pensado que ésas eran exactamente las cosas que podrían ocurrirle, lo
enfundaron precavidamente en una caja de plástico duro donde, con grandes y
amistosos caracteres, habían escrito las palabras: «No se asuste.»
—¿De dónde has
sacado esto? —preguntó Arthur, quitándoselo de las manos.
—Ah —dijo ella—.
Creía que era tuyo. Te lo dejaste aquella noche en el coche de Russell. ¿Has
estado en muchos de esos sitios?
Arthur sacó la
Guía del autostopista galáctico de la funda. Se trataba de un ordenador
pequeño, fino y flexible. Pulsó unas teclas hasta que la pantalla se llenó de
líneas.
—En unos cuantos.
—¿Podemos ir
juntos?
—¿Qué? No
—respondió bruscamente Arthur, que luego se ablandó un poco y añadió—: ¿Quieres
ir?
Esperaba una
respuesta negativa. Fue un gesto de gran generosidad por su parte no decir: «No
quieres ir, ¿verdad?»
—Sí —contestó
Fenchurch—. Quiero descubrir el mensaje que perdí, y de dónde procedía. Porque
no creo —añadió, poniéndose en pie y observando la creciente penumbra del
parque— que viniera de aquí.
—Ni siquiera
estoy segura —prosiguió, pasando el brazo por la cintura de Arthur— de saber
qué significa la palabra aquí.
21
Como
anteriormente hemos observado, a menudo y con exactitud, la Guía del
autostopista galáctico es un objeto bastante sorprendente. Y como sugiere el título,
fundamentalmente se trata de una guía. El problema —o, mejor dicho, uno de los
problemas, porque hay muchos, de los cuales una considerable proporción está
obstruyendo los tribunales civiles, comerciales y penales en todas las partes
de la Galaxia y especialmente los más corruptos, si es que hay unos más
corruptos que otros—, es el siguiente:
La frase anterior
tiene sentido. Ese no es el problema.
Es éste:
Cambio.
Vuélvalo a leer y
lo entenderá.
La Galaxia es un
lugar de rápidos cambios. Francamente, hay muchos, todos los cuales están
constantemente en movimiento, en continuo cambio. Buena pesadilla, podría
pensarse, para un editor consciente y escrupuloso que dedicara todos sus
esfuerzos a mantener ese tomo electrónico, enormemente detallado y complejo, en
la vanguardia de todas las circunstancias y condiciones cambiantes que se crean
en la Galaxia a cada minuto de cada hora de cada día; pero sería una idea
equivocada. El error consistiría en no comprender que al editor, como a todos
los editores que la Guía haya tenido nunca, se le escapa el verdadero
significado de las palabras «escrupuloso», «consciente» y «dedicado», y que sus
pesadillas tienden a importarle un comino.
Los artículos se
actualizan o no, según, mediante la red Sub-Etha, si se leen bien.
Como por ejemplo,
el caso de Brequinda del Foth de Avalars, famosa, mítica y legendaria por las
aburridas o idiotizantes miniseries en tres dimensiones como el hogar del
grandioso y mágico Dragón de Fuego de Fuolornis.
En la antigüedad,
antes del Advenimiento del Sorth de Bragadox, cuando Fragilis cantaba y
Saxaquini del Quenelux dominaba; cuando el aire era suave y las noches
fragantes; cuando todos afirmaban ser vírgenes, o eso pretendían —aunque cómo
demonios podía alguien mantener ni siquiera remotamente esa ridícula pretensión
con aquel aire suave, las noches fragantes y todo lo que pudiera imaginarse—,
en Brequinda del Foth de Avalars era imposible lanzar un ladrillo sin dar al
menos a media docena de dragones de fuego de Fuolornis.
Otra cosa es que
uno quisiera hacerlo.
No es que los
dragones de fuego no fuesen una especie particularmente amante de la paz, que
lo eran. La adoraban hasta el extremo y, en general, su extremada adoración por
las cosas constituía con frecuencia un problema particular: a menudo se hace
daño al ser que se ama, sobre todo si se es un Dragón de Fuego de Fuolornis con
el aliento del motor auxiliar de propulsión de un cohete y dientes como la veda
de un parque. Otro problema es que, cuando les daba por ahí, solían hacer bastante
daño a los seres queridos de otras personas. Añádase a todo ello el número
relativamente pequeño de locos que efectivamente se dedicaban a lanzar
ladrillos, y se terminará comprendiendo que en Brequinda del Foth de Avalars
había un montón de gente que sufría graves daños por parte de los dragones.
Pero ¿les
importaba? Nada en absoluto.
¿Se les oía
lamentarse de su destino? No.
En todas las
regiones de Brequinda del Foth de Avalars se reverenciaba a los dragones de
fuego de Fuolornis por su belleza salvaje, sus nobles modales y su costumbre de
morder a los que no los veneraban.
¿Y por qué?
La respuesta es
sencilla.
Sexo.
Por alguna razón
inescrutable, siempre resulta insoportablemente atractivo el hecho de que
existan grandes dragones mágicos de aliento de fuego que vuelan bajo en las
noches de luna que ya son peligrosas por su fragancia y suavidad.
La razón de ello
no habrían sabido darla los habitantes de Bequinda, tan inclinados a los
asuntos amorosos, y no se habrían parado a hablar del tema una vez que sentían
los efectos, porque en cuanto una bandada de media docena de dragones de fuego
de Fuolornis de alas plateadas y piel de gamuza aparecían en el horizonte de la
tarde, la mitad de los habitantes de Brequinda se escabullía en el bosque con
la otra mitad para pasar juntos una noche de intenso ajetreo, saliendo de la
espesura con los primeros rayos de sol sonrientes y felices y afirmando con
mucho encanto que seguían siendo vírgenes, aunque un tanto sofocados y
pegajosos.
Las feromonas,
dijeron algunos investigadores.
Algo sónico,
afirmaron otros.
El país siempre
estaba plagado de investigadores que trataban de llegar al fondo de la cuestión
y dedicaban un montón de tiempo a sus estudios.
No es de
sorprender que la seductora y gráfica descripción de la Guía sobre la situación
general de dicho planeta resultara ser asombrosamente popular entre los
autostopistas que se dejaban guiar por ella, de manera que nunca la suprimieron
y, en consecuencia, a los viajeros de los últimos tiempos les toca averiguar por
sí mismos que la moderna Brequinda, en el Estado Ciudad de Avalars, es poco más
que hormigón, antros de strip-tease y Hamburgueserías el Dragón.
22
En Islington, la
noche era suave y fragante.
Claro que en el
callejón no había dragones de fuego de Fuolornis, pero si alguno se hubiera
atrevido a pasar por él, más le habría valido largarse a tomar una pizza,
porque allí no iban a necesitarle.
Si surgiese una
emergencia inesperada cuando aún se encontraban a la mitad de su American Hots
con una anchoa extra, siempre podría enviar un mensaje para que pusieran a Dire
Straits en el estéreo, cosa que surte el mismo efecto, como ya se sabe.
—No —dijo
Fenchurch—, todavía no.
Arthur puso a
Dire Straits en el estéreo. Fenchurch abrió de par en par la puerta de arriba
para que entrara un poco más del aire suave y fragante de la noche. Ambos se
sentaron en una parte del mobiliario hecho a base de cojines, muy cerca de la
abierta botella de champán.
—No —repitió Fenchurch—. No, hasta que averigües lo que me pasa, en qué
parte. Pero supongo —añadió en voz muy, muy queda— que podríamos empezar por
donde tienes la mano ahora.
—Así que, ¿por
dónde tengo que ir?
—De momento hacia
abajo —señaló Fenchurch. Arthur movió la mano.
—Hacia abajo —le
recordó ella—, es justamente la otra dirección.
—Ah, sí.
Mark Knopfler
tiene una habilidad extraordinaria para hacer que un Schecter Custom
Stratocaster grite y cante como los ángeles un sábado por la noche, agotado de
ser bueno toda la semana y con necesidad de una cerveza fuerte, lo que en este
momento no es estrictamente oportuno ya que el disco no ha llegado aún a ese
punto, pero cuando llegue pasarán muchas cosas y, por otra parte, el cronista
no pretende sentarse aquí con la lista de grabación y un cronómetro, de manera
que le parece mejor mencionarlo ahora, cuando las cosas aún tienen un ritmo
lento.
—Y así llegamos
—anunció Arthur— a tu rodilla. A tu rodilla izquierda le pasa algo horrible y
trágico.
—Mi rodilla
izquierda esta perfectamente bien —aseveró Fenchurch.
—Desde luego que
sí.
—¿Sabías que...?
—¿Qué?
—Bueno, nada.
Estoy segura de que lo sabes. Sigue.
—Así que tiene
algo que ver con tus pies...
Ella sonrió en la
penumbra y se frotó los hombros contra los cojines. Como en el Universo, en
Squornshellous Beta para ser exactos, a dos mundos de distancia de las marismas
de los colchones, hay cojines que efectivamente disfrutan con que alguien se
frote contra ellos, en particular si se hace con toda naturalidad debido al
ritmo sincopado con que se mueven los hombros. Es una lástima que no estuvieran
allí pero así es la vida.
Arthur mantuvo en
el regazo el pie de Fenchurch y lo escrutó con atención. Toda clase de cosas
sobre cómo le caía el vestido dejando ver las piernas, le impedían pensar con
claridad en aquel momento.
—Debo admitir que
no tengo ni idea de lo que estoy buscando.
—Lo sabrás cuando
lo encuentres —repuso ella con un tonillo burlón—. Te aseguro —su voz se
entrecortó ligeramente—. No es ése.
Sintiéndose cada
vez más confuso, Arthur le dejó el pie izquierdo en el suelo y se desplazó un
poco para poder cogerle el derecho. Ella se inclinó hacia adelante, le rodeó
con los brazos y le besó, porque el disco había llegado al punto en que, si se
conocía la música, resultaba imposible dejar de hacerlo.
Luego le dio el
pie derecho.
Arthur lo
acarició, pasando los dedos por el tobillo, por la parte carnosa de la planta,
por el empeine, sin encontrar nada malo.
Ella lo miraba
muy divertida. Se rió y meneó la cabeza.
—No, no te pares
—dijo—; ése no es.
Arthur se detuvo
y frunció el ceño ante el pie izquierdo que reposaba en el suelo.
—No te pares.
Le acarició el
pie derecho, pasando los dedos por el tobillo, por la parte carnosa de la
planta, por el empeine y dijo:
—¿Quieres decir
que tiene algo que ver con la pierna que estoy sujetando? —inquirió.
Volvió a
encogerse de hombros con ese movimiento que habría puesto tanta alegría en la
vida de un simple cojín de Squomshellous Beta.
Arthur frunció el
entrecejo.
—Cógeme en brazos
—dijo Fenchurch con voz queda.
Arthur depositó
el pie derecho en el suelo y se incorporó. Ella también. El la abrazó y se
besaron de nuevo. Así continuaron un tiempo, al cabo del cual ella dijo:
—Ahora ponme en
el suelo otra vez.
Así lo hizo
Arthur, aún perplejo.
—¿Y bien?
Le lanzó una
mirada casi desafiante.
—Así que, ¿qué
les pasa a mis pies?
Arthur seguía sin
comprender. Se sentó en el suelo y luego se puso a gatas para mirarle los pies
in situ, por decirlo así, en su hábitat normal. Y al mirarlos con atención,
descubrió algo raro. Bajó la cabeza hasta el suelo y entornó los ojos. Hubo una
larga pausa. Con gesto pesado, volvió a sentarse pesadamente.
—Sí —dijo—, ya
veo lo que les pasa a tus pies. Que no tocan el suelo.
—Y... ¿qué te
parece?
Arthur alzó la
vista rápidamente hacia ella y vio que un hondo temor le oscurecía súbitamente
la mirada. Se mordía el labio y estaba temblando.
—¿Qué... te...
—tartamudeó—. ¿Estás...?
Sacudió la cabeza
y se echó los cabellos sobre los ojos, que se le llenaban de lágrimas
temerosas.
Arthur se levantó
rápidamente, la rodeó con los brazos y le dio un solo beso.
—A lo mejor
puedes hacer lo que yo —dijo, y echó a andar saliendo derecho por la puerta del
piso superior.
El disco llegó a
la mejor parte.
23
La batalla en
torno a la estrella Xaxis llegaba a su punto culminante. Las fulminantes
fuerzas que lanzaba la enorme nave plateada ya habían destruido y reducido a
átomos a centenares de naves de Zlrzla, feroces y llenas de armas terribles.
También había
desaparecido parte de la luna, desintegrada por los mismos cañones de energía
llameante que a su paso desgarraba hasta el propio tejido del espacio.
Pese a las
terribles armas que poseían, las naves de Zlrzla que quedaban,
irremediablemente superadas por el poder devastador de la nave xaxisianal huían
a refugiarse tras la luna, cada vez más desintegrada, cuando la enorme nave
perseguidora anunció súbitamente que necesitaba unas vacaciones y abandonó el
campo de batalla.
Durante un
momento redoblaron el miedo y la consternación, pero la nave había
desaparecido.
Con sus
formidables poderes, surcó vastas extensiones del espacio de formas
irracionales con rapidez, sin esfuerzo y, sobre todo, en silencio.
Hundido en su
grasiento y maloliente camastro, acondicionado en una escotilla de
mantenimiento, Ford Prefect dormía entre las toallas soñando con sus antiguas
obsesiones. En un momento soñó con Nueva York.
En su sueño era
muy de noche, y paseaba por el East Side junto al río, que estaba tan sumamente
contaminado que de sus profundidades surgían espontáneamente nuevas formas de
vida, pidiendo el derecho al voto y a la seguridad social.
Una de ellas pasó
flotando y le saludó con un gesto. Ford le devolvió el saludo.
La criatura
avanzó trabajosamente en su dirección y subió a la orilla con esfuerzo.
—Hola —dijo—,
acabo de ser creada. En el Universo soy completamente nueva, en todos los
aspectos. ¿Puedes darme alguna indicación?
—Pues —dijo Ford,
un tanto anonadado—, supongo que puedo decirte dónde hay unos cuantos bares.
—¿Y qué me dices
del amor y la felicidad? Noto mucho la falta de esas cosas —observó la
criatura, agitando sus tentáculos—. ¿Puedes darme alguna pista?
—Algo parecido a
lo que solicitas —repuso Ford— puedes encontrarlo en la Séptima Avenida.
—Noto por
instinto —dijo la criatura en tono urgente— que necesito ser hermosa. ¿Lo soy?
—Eres bastante
directa, ¿verdad?
—Es absurdo
andarse con rodeos, ¿lo soy?
La criatura
chorreaba por todas partes, sin dejar de chapotear y gimotear. Estaba
despertando el interés de un borracho que andaba por allí.
—Para mí, no
—contestó Ford que, al cabo de un momento, añadió—: Pero mira, la mayoría de la
gente se las arregla. ¿Hay otros como tú ahí abajo?
—Ni idea, tío
—respondió la criatura—. Como te he dicho, soy nueva. La vida me resulta
completamente ajena. ¿Cómo es?
Eso era algo de
lo que Ford podía hablar con conocimiento de causa.
—La vida
—sentenció— es como un pomelo.
—Eh. ¿Y cómo es
eso?
—Pues es algo de
color amarillo anaranjado con hoyuelos por fuera y húmedo y carnoso por dentro.
También tiene pipas. ¡Ah!, y algunas personas toman medio para desayunar.
—¿Hay alguien más
por ahí con quien pueda hablar?
—Supongo que sí
—le informó Ford—. Pregunta a un policía.
Hundido en su
camastro, Ford Prefect se removió y se volvió de otro lado. No era de sus
favoritos porque no aparecía Excéntrica Gallumbits, la puta de tres tetas de
Eroticón VI, que salía en muchos de sus sueños. Pero al menos era un sueño. Por
lo menos dormía.
24
Por suerte había
una fuerte corriente de aire en el callejón, porque Arthur no había hecho esa
clase de cosas desde hacía mucho, al menos deliberadamente, y de esa forma es
precisamente como no hay que hacerlo.
Giró bruscamente
hacía abajo, casi partiéndose la mandíbula con el escalón de la puerta y dando
una voltereta en el aire, tan súbitamente pasmado de la estupidez tan tremenda
que acababa de cometer, que se olvidó por completo de que tenía que aterrizar
en el suelo y no lo hizo.
Un buen truco,
dijo para sí, si se sabe hacer.
El suelo pendía
amenazador sobre su cabeza.
Trató de no
pensar en el suelo, en sus enormes dimensiones y en el daño que le haría si
decidía dejar de estar allí colgado y se precipitaba de pronto sobre su cabeza.
En cambio, intentó pensar en cosas bonitas, en lémures, que era justo lo
idóneo, porque en aquel momento no podía recordar exactamente qué era un lémur,
si una de esas criaturas que cruzan llanuras en majestuosos rebaños, en el país
que fuera o si eran animales salvajes, así que resultaba algo difícil tener
pensamientos bonitos sin recurrir a una especie de buena disposición general
hacia las cosas, pero todo ello le mantenía la mente plenamente ocupada
mientras su cuerpo trataba de acostumbrarse al hecho de que no estaba en
contacto con nada.
Por el callejón
revoloteó el envoltorio de una chocolatina que, tras un momento de aparente
duda e indecisión, al fin permitió que el viento lo depositara, aleteante,
entre él y el suelo.
—Arthur...
El suelo seguía
gravitando amenazadoramente sobre su cabeza, y pensó que quizá era tiempo de
hacer algo al respecto, como dejarse caer, que es lo que hizo, despacio. Muy,
muy despacio.
Mientras caía de
ese modo, cerró los ojos con cuidado para no chocar con nada.
Al cerrar los
ojos, notó que la mirada le recorría todo el cuerpo. Una vez que le llegó a los
pies, y que todo su cuerpo era consciente de que tenía los ojos cerrados y que
no le daba miedo, despacio, muy, muy despacio, volvió el cuerpo en una
dirección y la mente en otra.
Con aquello
evitaría el suelo.
Ahora sentía
claramente el aire en torno a él; giraba alegremente a su alrededor, como una
brisa, indiferente a su presencia, y despacio, muy, muy despacio, abrió los
ojos como volviendo de un sueño profundo y distante.
Ya había volado
antes, claro, lo había hecho muchas veces en Krlkklt hasta que la cháchara de
los pájaros se lo impidió, pero eso era otra cosa.
Ahí estaba en el
aire de su propio mundo, sin alboroto y tranquilo, aparte de un ligero temblor
que podía atribuirse a toda una serie de cosas.
A tres o cuatro
metros por debajo de él veía el duro alquitrán y más allá, a la derecha, las
amarillentas farolas de Upper Street.
Afortunadamente,
el callejón estaba a oscuras pues la iluminación nocturna estaba regulada por
un ingenioso mecanismo que encendía la luz poco antes de la hora de comer y la
apagaba cuando empezaba a caer la tarde. Por lo tanto, se encontraba a salvo,
envuelto en un manto de negra oscuridad.
Despacio, muy,
muy despacio, alzó la cabeza hacia Fenchurch que, silenciosa, pasmada y sin
aliento, estaba en el umbral de la puerta de arriba.
El rostro de ella
se encontraba a unos centímetros del suyo.
—Iba a
preguntarte —dijo ella, en tono bajo y voz temblorosa —qué estabas haciendo.
Pero luego vi que estaba claro. Estabas volando.
Hizo una breve
pausa, como si meditara.
—De modo que
parecía una pregunta tonta —añadió.
—¿Puedes hacerlo
tú? —preguntó Arthur.
—No.
—¿Te gustaría
intentarlo?
Ella se mordió el
labio y meneó la cabeza, no para decir que no, sino movida por el asombro.
Temblaba como una hoja.
—Es muy fácil —la
animó Arthur— si no sabes cómo hacerlo. Eso es lo importante. No estar nada
seguro de cómo lo haces.
Sólo para
demostrar lo fácil que era, revoloteó por el callejón, cayó hacia arriba de
modo bastante espectacular y volvió a acercarse a ella como un billete de banco
mecido por un soplo de viento.
—Pregúntame cómo
lo he hecho.
—¿Cómo... lo has
hecho?
—Ni idea. Ni la
más remota.
Fenchurch se
encogió de hombros, asombrada.
—Entonces, ¿cómo
puedo...?
Arthur descendió
un poco más y extendió la mano.
—Quiero que lo
intentes —dije. Súbete en mi mano. Sólo con un pie.
—¿Cómo?
—Inténtalo.
Nerviosa,
dubitativa, casi como si tratara, pensó, de subirse a la mano de alguien que
flotara en el aire justo delante de ella, puso un pie en su mano.
—Ahora, el otro.
—¿Qué?
Levanta el otro
pie.
—No puedo.
—Inténtalo.
—¿Así?
—Así.
Nerviosa, dubitativa,
casi, se dijo, como si... Dejó de pensar a qué se parecía lo que estaba
haciendo, porque tenía la impresión de que no quería saberlo en absoluto.
Fijó firmemente
la mirada en el canalón del tejado del decrépito almacén de enfrente que
durante semanas la había inquietado porque estaba claro que iba a caerse, y se
preguntó si tendrían intención de arreglarlo o si debería decírselo a alguien,
y ni por un momento pensó que estaba de pie sobre las manos de alguien que no
estaba de pie sobre nada.
—Y ahora —dijo
Arthur—, alza el pie izquierdo.
Fenchurch creía
que el almacén era de la fábrica de alfombras que tenía las oficinas en la
esquina, y alzó el pie izquierdo, así es que seguramente iría a hablarles del
canalón.
—Ahora —dijo
Arthur— eleva el pie derecho.
—No puedo.
—Inténtalo.
Nunca había visto
el canalón desde aquella perspectiva, y le pareció como si entre el fango y la
broza acumulados pudiese haber un nido de pájaro. Si se inclinaba un poquito
hacia adelante y elevaba el pie derecho, probablemente lo vería con más
claridad.
Alarmado, Arthur
vio que, en el callejón, un individuo estaba intentando robar la bicicleta de
Fenchurch. De ningún modo quería verse envuelto en una discusión en aquel
preciso momento, y esperó que aquel tipo lo hiciera tranquilamente y no mirase
hacia arriba.
Tenía el aire
silencioso y furtivo del que está acostumbrado a robar bicicletas en callejones
y no esperaba ver a los dueños flotando a unos metros por encima de su cabeza.
Esos dos hábitos le infundían serenidad, y prosiguió su trabajo con esmero y
aplicación, y cuando descubrió que la bicicleta estaba atada con argollas de
carbono de tungsteno a una barra de hierro empotrada en cemento, abolló las dos
ruedas con toda calma y prosiguió su camino.
Arthur dejó
escapar un largo suspiro.
—Mira que cáscara
de huevo te he encontrado —le dijo Fenchurch al oído.
25
Los seguidores
habituales de las hazañas de Arthur Dent quizá tengan una impresión de su
carácter y costumbres que, aunque refleje la verdad y, por supuesto, nada más que
la verdad, se quede un poco corta, en su composición, respecto a toda la verdad
en el conjunto de sus aspectos gloriosos.
Y ello se debe a
razones evidentes. Hay que corregir, seleccionar, armonizar lo interesante con
lo importante y prescindir de todas las descripciones tediosas.
Como ésta, por
ejemplo: «Arthur Dent se fue a la cama. Subió los quince peldaños de la
escalera, entró en su habitación, se quitó los zapatos y calcetines y luego
toda la ropa, prenda a prenda, depositándola en el suelo, en un pulcro y
arrugado montón. Se puso el pijama, el azul a rayas. Se lavó la cara y las
manos, los dientes, fue al retrete, comprendió que una vez más lo había hecho
todo al revés, volvió a lavarse las manos y se acostó. Leyó quince minutos,
diez de los cuales los pasó tratando de saber dónde se había quedado la noche
anterior, luego apagó la luz y al cabo de un minuto o así se quedó dormido.
»Estaba oscuro.
Durmió del lado izquierdo durante una hora larga.
»Después se
removió inquieto un momento y se volvió del lado derecho. Una hora después
pestañeó brevemente y se rascó la nariz con suavidad, aunque pasaron sus buenos
veinte minutos antes de que se diera la vuelta del lado izquierdo. Y así pasó
la noche, durmiendo.
»A las cuatro se
levantó y fue al lavabo. Abrió la puerta del baño y...» Y así sucesivamente.
Es una estupidez.
Así no avanza la acción. Vale para los libros gordos con los que prospera el
mercado norteamericano, pero que en realidad no llevan a ninguna parte.
Resumiendo, no interesan.
Pero también hay
omisiones, aparte del lavado de dientes y de la búsqueda de calcetines limpios,
en los que algunos han mostrado un desmesurado interés.
—¿Terminó en algo
aquel asunto que Arthur y Trillian se traían entre manos? —quieren saber esas
personas.
A eso, por
supuesto, hay que responder: ocúpense de sus asuntos.
—¿Y qué hacía
Arthur —preguntan—, todas aquellas noches en el planeta Krikkit? Sólo porque en
ese planeta no había dragones de fuego de Fuolornis ni Dire Straits, no
significa que todo el mundo se pasara la noche leyendo.
O para poner un
ejemplo más concreto, que pasó la noche de la fiesta del comité en la Tierra
Prehistórica, cuando Arthur se encontró sentado en la falda de una colina
viendo cómo salía la luna por encima de las suaves llamas de los árboles en
compañía de una hermosa joven llamada Mella, que recientemente había escapado
de pasarse todas las mañanas mirando un centenar de fotografías casi idénticas
de tubos de pasta de dientes caprichosamente iluminados en el departamento
artístico de una agencia de publicidad del planeta Golgafrincham. ¿Qué pasó
entonces? ¿Y luego? La respuesta es, por supuesto, que el libro se terminó.
El siguiente no
continuó la historia hasta cinco años después, y eso, según algunos, es llevar
la discreción demasiado lejos. ¿Quién es ese Arthur Dent —resuena el grito
desde los más alejados rincones de la Galaxia, que hasta se incluye en una
misteriosa prueba del profundo espacio cuyo origen se piensa viene de una
galaxia foránea a una distancia demasiado horrible de calcular— un hombre o un
ratón? ¿Es que no le interesan más que el té y las cuestiones más amplias de la
vida? ¿Es que no tiene espíritu? ¿No tiene pasiones? Para decirlo con pocas
palabras, ¿es que no folla?
Los que deseen
saberlo, que sigan leyendo. Los que quieran saltárselo, quizá deban pasar al
último capítulo, que es muy bueno y sale Marvin.
26
Durante un
despreciable momento, mientras se elevaban, Arthur Dent se permitió pensar que
esperaba que sus amigos, que siempre le habían encontrado agradable pero
aburrido o, últimamente, aburrido pero agradable, se lo estuvieran pasando bien
en la taberna, pero ésa fue la última vez, durante un tiempo, que pensó en
ellos.
Siguieron
flotando, describiendo lentas espirales entre sí, como semillas de sicomoro
cuando caen de los árboles en otoño, sólo que al revés.
Y mientras
flotaban, sus mentes cantaban extasiadas por el conocimiento de que lo que
estaban haciendo era absoluta, completa y totalmente imposible, en caso
contrario, que a la ciencia física le faltaba mucho para estar al día.
La física meneó
la cabeza y, mirando en otra dirección, dedicó sus esfuerzos a que la
circulación fluyera por Euston Road hacia el paso elevado de la autopista del
oeste, a mantener encendidas las farolas y a asegurarse de que cuando alguien
tirase una hamburguesa en Baker Street hiciera un ruido sordo al caer.
Disminuyendo
tercamente bajo ellos, las filas de luces de Londres. —Londres, no dejaba
Arthur de recordarse, no los campos extrañamente coloreados de Krikkit o las
remotas márgenes de la Galaxia, de la que unas cuantas motas se extendían
apagadamente por el cielo que se abría sobre sus cabezas, sino Londres—
oscilaban y giraban, meciéndose y revoloteando.
—Intenta un
descenso en picado —dijo a Fenchurch.
—¿Qué?
Su voz sonaba extrañamente
clara pero lejana en la vasta oquedad del aire; era palpitante y tenía una leve
nota de incredulidad. Todo ello: claridad, levedad, lejanía, palpitación, al
mismo tiempo.
—Estamos
volando... —dijo ella.
—Un poco —repuso
Arthur—. No lo pienses. Intenta un descenso en picado.
—Un descen...
Su mano enlazó la
de él; al momento, su peso se unió al de Arthur y, asombrosamente, desapareció
en pos de su compañero, agarrándose desesperadamente a la nada.
La física miró de
reojo a Arthur, quedándose boquiabierta al ver que él también había
desaparecido, mareado de la vertiginosa caída, gritando todo él menos su voz.
Cayeron a plomo
porque estaban en Londres y allí no pueden hacerse estas cosas.
No pudo cogerla
porque estaban en Londres y no a un millón y medio de kilómetros de allí; a mil
doscientos diez kilómetros para ser exactos, en Pisa, Galileo demostró
claramente que dos cuerpos caen a la misma velocidad de aceleración
independientemente del peso de cada cual.
Cayeron.
Arthur comprendió
al caer, aturdida y vertiginosamente, que si iba a pasearse por el cielo
creyendo todo lo que dicen los italianos sobre física cuando ni siquiera saben
cómo enderezar una simple torre, entonces tendrían serios problemas, y vaya si
caía mucho más de prisa que Fenchurch.
La cogió por
arriba, esforzándose por agarrarla bien de los hombros. Lo logró.
Estupendo. Ahora
caían juntos, lo que era muy romántico y tierno pero no resolvía el problema
fundamental, que consistía en que estaban cayendo y el suelo no esperaba a ver
si tenían algún truco más escondido en la manga, sino que subía a su encuentro
como un tren expreso.
Arthur no podía
aguantar el peso de Fenchurch, no había nada en qué apoyarlo. Lo único que se
le ocurrió fue que, evidentemente, iban a morir, y que si quería que sucediera
algo que no fuese evidente, tendría que hacer lo contrario de lo evidente. Con
eso sintió que se encontraba en territorio familiar.
La soltó, la
empujó y, cuando ella volvió el rostro hacia él con una mueca de pasmado
horror, la enlazó del dedo meñique y la lanzó hacia arriba, yendo torpemente en
pos de ella.
—¡Mierda!
—exclamó Fenchurch, sentándose sofocada y sin aliento en nada en absoluto y,
después, cuando se recuperó, ascendieron volando hacia la noche.
Justo por debajo
de las nubes descansaron y escudriñaron la imposible ruta que habían seguido.
El suelo no era algo que pudiera contemplarse con una mirada fija o firme, sino
sólo de reojo, por decirlo así, de pasada.
Fenchurch intentó
atrevidamente unos cuantos descensos en picado y descubrió que si calculaba
bien cuándo venía un golpe de viento, podría realizar algunos bastante
sorprendentes con una pequeña pirueta al final, seguida de una caída a plomo
que le levantaba el vestido en tomo al cuerpo, y ahí es donde los lectores
deseosos de saber qué ha sido de Marvin y Ford Prefect durante todo este tiempo
deberían acudir a los últimos capítulos, porque Arthur ya no podía esperar más
y la ayudó a quitárselo.
El vestido flotó
y se alejó barrido por el viento hasta convertirse en una mota que terminó
desapareciendo y, por diversas y complejas razones, revolucionando a una
familia de Hounslow, sobre cuyo tendedero apareció colgado por la mañana.
En un abrazo
mudo, flotaron hasta que se encontraron nadando entre los nebulosos espectros
de humedad que se ven orlando las alas de un avión, pero que nunca se sienten,
porque uno va calentito dentro del mal ventilado aeroplano, mirando por la
arañada ventanita de plástico mientras el hijo de algún viajero trata
pacientemente de verterle leche caliente en la camisa.
Arthur y
Fenchurch los sentían, finos, tenues y fríos, ciñendo sus cuerpos, muy suaves,
muy yertos. Ambos pensaron, incluso Fenchurch, protegida de los elementos sólo
por un par de prendas de Marks & Spencer, que si no iban a dejarse inquietar
por la ley de la gravedad, el simple frío o la escasez de atmósfera podían
largarse con viento fresco.
Las dos prendas
de Marks & Spencer que, mientras Fenchurch se elevaba entre la oscura masa
nubosa, Arthur quitó muy, muy despacio, pues es la única manera posible de
hacerlo cuando uno está volando sin utilizar las manos, también crearon un
alboroto considerable a la mañana siguiente al caer en Isleworth y Richmond, la
parte de arriba y la de abajo, respectivamente, por la parte de norte a sur.
Tardaron mucho
tiempo en emerger de las voluminosas nubes y cuando al fin salieron, bastante
húmedos —Fenchurch describiendo lentos giros como una estrella de mar mecida
por la marea—, descubrieron que por encima de ellas es donde la noche está
verdaderamente iluminada por la luna.
La luz es
brillante, aunque opaca. Allá arriba hay montañas, distintas, pero montañas al
fin y al cabo, con sus blancas nieves árticas.
Salieron por la
parte superior del denso cúmulo y empezaron a recorrer perezosamente sus
contornos, mientras Fenchurch, a su vez, quitaba la ropa a Arthur, y cuando le
liberó de todas las prendas, éstas emprendieron el descenso, sorprendidas,
entre la blancura que todo lo envolvía.
Le besó, le besó
la nuca, el pecho, y continuaron flotando, describiendo lentos giros en una
especie de muda T que hasta habría hecho agitar las alas y emitir unas
tosecitas a un Dragón de Fuego de Fuolornis, si alguno hubiese pasado por allí
repleto de pizza.
Claro que en las
nubes no había dragones de fuego de Fuolornis, ni tampoco podía haberlos
porque, como los dinosaurios, los dodos, y el gran Drubbered Wintwock de
Stegbartle Mayor en la constelación Fraz, y a diferencia de los Boeing 747 de
los que hay un abundante surtido, lamentablemente están extinguidos y su
especie ya no volverá a verse en el Universo.
El motivo de que
en la anterior lista aparezcan los Boeing 747, no deja de tener relación con el
hecho de que algo muy similar apareció en la vida de Arthur Dent y Fenchurch
unos momentos después.
Son enormes,
aterradoramente grandes. Cuando se acerca uno, se nota. Hay una estruendoso
acometida de aire, una pared móvil de viento ululante que te desplaza
violentamente si se es lo bastante inconsciente como para hacer algo
remotamente parecido a lo que Arthur y Fenchurch estaban haciendo en las
proximidades, como mariposas en la guerra relámpago.
Aquella vez, sin
embargo, hubo una descorazonadora caída o pérdida de nervios, un reagrupamiento
momentos después y una idea nueva y maravillosa que la bofetada de ruido
remachó.
La señora E.
Kapelsen, de Boston, Massachusetts, era una anciana y efectivamente sentía que
su vida tocaba a su fin. Había visto muchas cosas, algunas de las cuales la
dejaron perpleja y muchas la aburrieron, tal como descubría, con cierta
intranquilidad, en aquella tardía etapa. Todo había sido muy agradable, pero
quizás demasiado comprensible, demasiado rutinario.
Con un suspiro
levantó la pequeña persiana de plástico y miró por encima del ala.
Al principio
creyó que debía llamar a la azafata, pero luego se dijo no, maldita sea, nada
de eso, aquello era para ella sola.
Cuando las dos
inexplicables personas se separaron del ala y se sumieron en la estela del
avión, la señora Kapelsen se había animado muchísimo.
En particular, le
había aliviado mucho la idea de que prácticamente todo lo que le habían contado
en la vida, era un error.
A la mañana
siguiente, Arthur y Fenchurch se despertaron muy tarde en el callejón a pesar
de los continuos lamentos de muebles que estaban restaurando.
A la noche
siguiente lo repitieron todo de nuevo, sólo que esta vez con walkman Sony.
27
—Todo esto es
maravilloso —dijo Fenchurch unos días más tarde—. Pero necesito saber qué me ha
pasado. Mira, entre nosotros existe esa diferencia. Tú perdiste algo y lo
volviste a encontrar, y yo encontré algo y lo perdí. Necesito encontrarlo de
nuevo.
Tenía que estar
fuera todo el día, así que Arthur se preparó para pasarlo haciendo llamadas de
teléfono.
Murray Bost era
periodista en uno de esos diarios de páginas pequeñas y letras grandes. Sería
agradable decirle que no por eso tenía poco mérito, pero lamentablemente no era
ése el caso. Daba la casualidad de que era el único periodista que Arthur
conocía, así que le llamó de todos modos.
—¡Arthur, mi
vieja cuchara de sopa, mi vieja tetera plateada! ¡Qué sorpresa oírte! Alguien
me dijo que andabas por el espacio o algo así.
En una
conversación, Murray empleaba una clase de lenguaje especial de su propia
invención que nadie más que él era capaz de hablar o de entender. Casi nada de
lo que decía tenía sentido. Lo poco que significaba algo, estaba tan
profundamente oculto que nadie lo había pillado nunca deslizándose en una
avalancha de insensateces. Cuando más tarde se descubría el significado de
alguna frase, todos los aludidos solían pasar un mal rato.
—¿Cómo? —inquirió
Arthur.
—No es más que un
rumor, mi viejo colmillo de elefante, mi mesita de juego de tapete verde, sólo
un rumor. Quizá no tenga sentido, pero necesito una declaración tuya.
—Sin comentarios,
charla de taberna.
—Nos encantaría,
mi vieja prótesis, nos encanta. Además, encaja perfectamente con las demás
historias de la semana, así que no quedaba otro remedio que lo negaras.
Disculpa, se me acaba de caer algo del oído.
Hubo una breve
pausa al cabo de la cual Murray Bost Henson volvió a ponerse al teléfono. Por
su tono, parecía verdaderamente preocupado.
—Acabo de
acordarme —dijo— de la extraña velada que pasé ayer. De todos modos, viejo,
¿cómo te sientes después de haber cabalgado en el Cometa Halley?
—Yo no he
cabalgado en el Cometa Halley —repuso Arthur, conteniendo un suspiro.
—Vale. ¿Cómo te
sientes después de no haber cabalgado en el Cometa Halley?
—Muy relajado,
Murray.
Hubo una pausa
mientras Murray lo anotaba.
—Me parece muy
bien, Arthur, nos vale a Ethel, a las gallinas y a mí. Encaja en el carácter
misterioso de la semana. La semana misteriosa, pensamos llamarla. Bueno, ¿eh?
—Muy bueno.
—Suena bien.
Primero tenemos a ese hombre a quien siempre le llueve.
—¿Cómo?
—Es la más
absoluta verdad. Todo está registrado en su pequeño diario negro. Todo cuadra a
cada nivel. El Instituto Meteorológico no da una y se está volviendo chota;
chistosos hombrecillos vestidos con batas blancas vuelan por todo el mundo con
sus reglitas, cajas y cuentagotas. Ese hombre es las rodillas de la abeja, Arthur,
los pezones de la avispa. Llegaría a decir que constituye el conjunto de zonas
erógenas de todo insecto volador importante del mundo occidental. Le llamo el
Dios de la Lluvia. Bonito, ¿eh?
—Creo que lo
conozco.
—Eso suena bien.
¿Qué has dicho?
—Me parece que lo
conozco. No hace más que quejarse, ¿verdad?
—¡Increíble!
¡Conoces al Dios de la Lluvia!
—Si es que se
trata del mismo individuo. Le dije que dejara de lamentarse y fuera a enseñarle
el diario a alguien.
Al otro lado del
teléfono, Murray Bost Henson hizo una pausa, impresionado.
—Pues te has
ganado un pastón. Has hecho un verdadero montón de pasta. Oye, ¿sabes cuánto
paga una agencia de viajes a ese tío para que no vaya a Málaga este año? O sea,
que se olvide de regar el Sahara y de esas cosas tan aburridas; ese individuo
tiene toda una carrera nueva por delante, sólo porque le paguen por no ir a
ciertos sitios. Ese hombre se está convirtiendo en un monstruo, Arthur, hasta
podríamos hacerle ganar al bingo.
»Oye, nos
gustaría hacer un artículo sobre ti, Arthur, el "Hombre que hizo llover al
Dios de la Lluvia". Suena bien, ¿eh?
—Es bonito,
pero...
—A lo mejor
tenemos que hacerte una foto bajo la ducha del jardín, pero saldrá muy bien.
¿Dónde estás?
—Pues, en
Islington. Oye, Murray...
—¡lslington!
—Sí...
—Bueno, qué me
dices del verdadero misterio de la semana, el asunto seriamente chiflado.
¿Sabes algo de esa gente que vuela?
—No.
—Tienes que saber
algo. Esa es la auténtica y despampanante locura. Verdaderas albóndigas en su
salsa. La gente de por aquí no para de llamar diciendo que hay una pareja que
vuela por la noche. Tenemos gente trabajando todas las noches en los
laboratorios fotográficos para componer una fotografía genuina. Tienes que
haberte enterado.
—No.
—Pero Arthur,
¿dónde has estado? Bueno, punto y a parte, vale, tengo tu declaración. Pero eso
fue hace meses. Escucha, eso está ocurriendo todas las noches de esta semana,
mi viejo rallador de queso, justo en tu barrio. Esa pareja se echa a volar y se
pone a hacer toda clase de cosas en el cielo. Y no me refiero a mirar a través
de las paredes ni a pretender ser vigas maestras de puentes. ¿No sabes nada?
—No.
—Arthur, resulta
casi inefablemente delicioso charlar contigo, compa, pero tengo que irme. Te
mandaré al chico con la cámara y la manguera. Dame la dirección, estoy
preparado y escribiendo.
—Oye, Murray, te
he llamado para preguntarte una cosa.
—Tengo mucho que
hacer.
—Sólo quiero
saber algo de los delfines.
—Eso no es
noticia. Agua pasada. Olvídalo. Han desaparecido.
—Es importante.
—Mira, nadie hará
nada con eso. Una historia no se tiene en pie, ¿sabes?, cuando la única novedad
es la continua ausencia del tema del que trate la noticia. En todo caso, no es
nuestro campo, inténtalo con los dominicales. A lo mejor hacen algo así: «¿Qué
ha pasado con lo que ocurrió a los delfines?», para publicarlo dentro de un par
de años, en agosto. Pero ahora, ¿qué puede hacer nadie?: ¿«Los delfines
continúan desaparecidos»? ¿«Prosigue la ausencia de los delfines»? ¿«Delfines:
más días sin ellos»? Esa historia se muere, Arthur. Yace en el suelo agita sus
piececitos en el aire y ya se dirige hacia la gran espina dorada del cielo, mi
vicio murciélago frugívoro.
—Murray, no me
interesa si es noticia. Sólo quiero saber cómo puedo ponerme en contacto con
ese tipo de California que afirma saber algo al respecto. Pensaba que tú lo
sabrías.
28
—La gente empieza
a hacer comentarios —dijo Fenchurch aquella tarde, después de que metieran el
violonchelo.
—No sólo hacen
comentarios —repuso Arthur—, sino que los imprimen en grandes caracteres debajo
de los premios del bingo. Y por eso pensé que sería mejor sacar billetes.
Le mostró los
largos y estrechos billetes de avión.
—¡Arthur!
—exclamó ella, abrazándolo—. ¿Es que has conseguido hablar con él?
—He tenido un día
de extremado agotamiento telefónico —explicó Arthur—. He hablado prácticamente
con todas las secciones de prácticamente todos los periódicos de Fleet Street,
y por fin he dado con su número.
—Evidentemente,
has trabajado mucho; estás empapadito de sudor, pobre cariño.
—No es sudor
—puntualizó Arthur, en tono cansino—. Acaba de venir un fotógrafo. Intenté
discutir, pero... no importa, el caso es que sí.
—¿Has hablado con
él?
—Con su mujer. Me
dijo que estaba muy raro como para ponerse al teléfono en aquel momento, y que
volviera a llamar.
Se sentó
pesadamente, se dio cuenta de que le faltaba algo y fue a buscarlo a la nevera.
—Quieres beber
algo?
—Cometería un
asesinato por conseguir una copa. Siempre se que voy a pasarlo mal cuando mi
profesor de violonchelo me mira de arriba abajo y dice: «Sí, querida mía, creo
que hoy haremos un poco de Tchalkovski.»
—Volví a llamar
—prosiguió Arthur—, y la mujer me dijo que estaba a 3,2 años luz del teléfono y
que llamara más tarde.
—Ah.
—Llamé más tarde.
La mujer me dijo que la situación había mejorado. Ahora sólo estaba a 2,6 años
luz del teléfono, pero seguía siendo una distancia muy grande para gritar.
—¿No crees que
haya otra persona con la que podamos hablar? —Inquirió Fenchurch en tono de
duda.
—Es peor. Hablé
con uno de una revista científica que le conoce, y me dijo que John Watson no
sólo cree, sino que tiene pruebas concluyentes, que suelen proporcionarle
ángeles con barbas doradas, alas verdes y sandalias del doctor Scholl, de que
la teoría más de moda y estúpida del mes es cierta. Para la gente que duda de
la validez de tales visiones, está dispuesto a mostrar alegremente los chanclos
en cuestión, y eso es todo lo que se le saca.
—No me imaginaba
que fuese tan difícil —comentó Fenchurch con voz queda y manoseando distraídamente
los billetes de avión.
—Volví a llamar a
la señora Watson. A propósito, quizá te interese saber que su nombre es Arcana
Jill.
—Ya veo.
—Me alegro de que
lo entiendas. Pensé que no te creerías nada, así que cuando volví a telefonear
conecté el contestador automático para grabar la llamada.
Se dirigió al
contestador automático y manipuló los botones durante un tiempo, porque era uno
de los que recomienda especialmente la revista ¿Cuál?, y resulta casi imposible
utilizarlo sin volverse loco.
—Aquí está —dijo
al fin, enjugándose el sudor de la frente.
La voz era tenue
y quebradiza debido al viaje de ida y vuelta al satélite geostático, pero
también tranquila e inquietante.
—Quizá debería
explicar —dijo la voz de Arcana Jill Watson— que, en realidad, el teléfono está
en una habitación a la que él no entra nunca. Está en el Asilo, ¿comprende? A
Wonko el Cuerdo no le gusta entrar en el Asilo, así que no lo hace. Creo que
debe saberlo porque le ahorrará llamadas de teléfono. Si quiere conocerle, hay
un medio muy fácil. Lo único que tiene que hacer es entrar. Sólo quiere ver a
la gente fuera del Asilo.
La voz de Arthur
en su tono más perplejo:
—Perdone, no
entiendo. ¿Dónde está el Asilo?
—¿Que dónde está
el Asilo? —de nuevo la voz de Arcana Jill Watson—. ¿Ha leído alguna vez las
instrucciones de un paquete de palillos mondadientes?
En la cinta, la
voz de Arthur confesó que no.
—Quizá le
interese hacerlo. Comprobará que aclaran un poco las cosas. Y le indicarán
donde está el Asilo. Gracias.
Se oyó que se cortaba
la comunicación. Arthur desconectó el aparato.
—Bueno, imagínate
que es una invitación —sugirió Arthur, encogiéndose de hombros—. Logré que el
de la revista científica me diera la dirección.
Fenchurch volvió
a alzar la vista hacia él, frunció el ceño y miró de nuevo los billetes de
avión.
—¿Crees que vale
la pena? —preguntó.
—Pues lo único en
que coincidía toda la gente con la que hablé —repuso Arthur—, aparte de que
todos pensaban que estaba loco de atar, es en que efectivamente sabe de
delfines más que ningún otro hombre vivo.
29
—Anuncio
importante. Este es el vuelo 121 a Los Angeles. Si sus planes de viaje para hoy
no incluyen a Los Angeles, éste sería el momento perfecto para desembarcar.
30
En Los Angeles
alquilaron un coche en uno de esos establecimientos que se dedican a alquilar
los coches que la gente tira.
—A veces
—advirtió el individuo con gafas de sol que les entregó las llaves—, es un poco
difícil tomar las curvas, y resulta más sencillo bajarse y parar un coche que
vaya en esa dirección.
Pasaron una noche
en un hotel de Sunset Boulevard que les recomendaron por la diversión y
sorpresas que causaba.
—Allí todo el
mundo es inglés o raro, o las dos cosas. Hay una piscina donde se puede ir a
ver a las estrellas de rock, inglesas leyendo Lenguaje, lógica y verdad para
los fotógrafos.
Era cierto. Había
una, y eso era exactamente lo que hacía.
El empleado del
garaje no apreció su coche, pero no importaba porque ellos tampoco lo
apreciaban.
A última hora de
la tarde hicieron una excursión a las colinas de Hollywood, por la carretera de
Mulholland, y se detuvieron a contemplar el deslumbrante mar de luces flotantes
que es el valle de San Fernando. Convinieron en que la sensación de
deslumbramiento se detenía inmediatamente detrás de la retina, sin afectar a
ninguna otra parte del cuerpo, y se marcharon extrañamente insatisfechos del
espectáculo. En cuanto a esplendorosos mares de luz, estaba bien, pero la luz
tiene que iluminar algo, y como al pasar con el coche habían visto todo lo que
aquel mar de luces iluminaba, no se fueron muy contentos.
Durmieron
inquietos y hasta tarde, y se despertaron a la hora de comer, cuando el calor
dejaba más atontado.
Fueron por la
autopista de Santa Mónica, para echar el primer vistazo al Pacífico, el océano
al que Wonko el Cuerdo se pasaba mirando todos los días y parte de sus noches.
—Alguien me contó
—dijo Fenchurch— que en esta playa oyeron una vez a dos ancianas que estaban
haciendo lo que tú y yo hacemos ahora, mirar el océano Pacífico por primera vez
en la vida. Y al parecer, después de una larga pausa, una de ellas dijo a la
otra: «¿Sabes?, no es tan grande como me esperaba.»
Se fueron
animando a medida que caminaban por la playa de Malibú, mirando las elegantes
casas de los millonarios, que se vigilaban mutuamente para comprobar lo ricos
que cada uno de ellos se estaba haciendo.
Se animaron
todavía más cuando el sol empezó a declinar por la mitad occidental del cielo,
y al volver a su traqueteante vehículo para dirigirse hacia un crepúsculo
delante del cual nadie con un poco de sensibilidad hubiera pensado en construir
una ciudad como Los Angeles, se sintieron súbita, pasmosa e irracionalmente
felices y ni siquiera les importó que la radio del terrible coche chatarroso
sólo cogiese dos emisoras, y encima las dos juntas. Qué más daba, las dos
emitían buen rock and roll.
—Sé que podrá
ayudarnos —aseguró Fenchurch con determinación—. Estoy convencida. Repíteme el
nombre con que le gusta que le llamen.
—Wonko el Cuerdo.
—Estoy segura de
que podrá ayudarnos.
Arthur se
preguntó si podría, y esperaba que así fuera y que Fenchurch encontrase lo que
había perdido allí, en aquella Tierra, fuera la que fuese.
Confiaba, como
continua y fervientemente lo había hecho desde la vez que hablaron a orillas
del Serpentine, en que no lo obligaran a recordar algo que había enterrado
firme y deliberadamente en los más remotos confines de su memoria, donde
esperaba que no volviera a molestarle.
En Santa Bárbara
pararon en un restaurante especializado en pescado que parecía un almacén
acondicionado.
Fenchurch pidió
un salmonete, y dijo que estaba delicioso.
Arthur comió un
filete de pez espada y dijo que le había hecho enfadarse.
Cogió del brazo a
una camarera que pasaba y la reprendió con vehemencia.
—¿Por qué es tan
puñeteramente bueno este pescado? —preguntó enfadado.
—Disculpe a mi
amigo, por favor —dijo Fenchurch a la sorprendida camarera—. Creo que al fin
está pasando un buen día.
31
Si se coge un par
de David Bowies y se pone uno encima de otro, para luego unir otro David Bowie
al extremo de cada uno de los brazos del primer David Bowie de arriba y
envolver todo ello en un viejo albornoz, se tendrá algo que no se parecería
nada a John Watson, pero que resultaría inquietantemente familiar a los que le
conocieran.
Era alto y delgaducho.
Cuando se sentaba
en la tumbona a contemplar el Pacífico, no tanto con una especie de salvaje
presunción ni tampoco con un pacífico y profundo decaimiento, resultaba un poco
difícil decir dónde terminaba la tumbona y dónde empezaba él, y uno lo pensaría
antes de ponerle la mano en el brazo, por ejemplo, no fuese que toda la
estructura se viniera súbitamente abajo con un crujido seco y, de paso, se le
llevara por delante el dedo pulgar.
Cuando dirigía la
sonrisa a alguien, era algo verdaderamente notable. Parecía reflejar los peores
aspectos de la vida, pero cuando los reunía en el orden preciso, uno se decía
de pronto: «Bueno, entonces todo va bien.»
Cuando hablaba,
uno se alegraba de que empleara a menudo la sonrisa que producía esa sensación.
—Pues sí —dijo—.
Vinieron a verme. Se sentaron justo ahí, donde ustedes están sentados ahora.
Se refería a los
ángeles de doradas barbas y alas verdes, con sandalias del Doctor Scholl.
—Comen nachos
que, según dicen, no encuentran en el sitio de donde vienen. Beben mucha Coca
Cola y son maravillosos en un montón de cosas.
—¿Ah, sí? —dijo
Arthur—. ¿De verdad? Así que... ¿cuándo fue eso? ¿Cuándo vinieron?
El también miraba
al Pacífico. Había pequeñas aves llamadas lavanderas que corrían por la playa y
parecían tener el siguiente problema: necesitaban encontrar alimento en la
arena que una ola acababa de barrer, pero no soportaban mojarse las patas. Para
solucionarlo, corrían con unos movimientos raros como si los hubiera fabricado
en Suiza alguien muy listo.
Fenchurch estaba
sentada sobre la arena, trazando figuras con los dedos.
—Solían venir los
fines de semana en pequeñas scooters —informó Wonko el Cuerdo, que añadió
sonriendo—: Son máquinas estupendas.
—Sí —repuso
Arthur—. Ya veo.
Una tosecita de
Fenchurch llamó su atención, y se volvió a mirarla. Había trazado dos figuras
esquemáticas en la arena que los representaba a los dos en las nubes. Por un
momento pensó que trataba de excitarle, pero luego comprendió que le estaba
reprendiendo. «¿Quiénes somos nosotros para decir que está loco?», le estaba
diciendo.
Su casa era
verdaderamente peculiar, y como fue lo primero que Arthur y Fenchurch vieron al
llegar, nos vendría bien saber a qué se parecía.
Su aspecto era el
siguiente:
Estaba al revés.
Literalmente al
revés, hasta el punto que tuvieron que aparcar sobre la alfombra.
A lo largo de lo
que habitualmente se denominaría fachada, que estaba pintada de ese rosa de tan
buen gusto para decorar interiores, había estanterías de libros, un par de esas
extrañas mesas de tres patas con tablero semicircular que guardan un equilibrio
que sugiere que alguien ha derribado la pared por el medio, y cuadros que
tenían el evidente propósito de calmar los nervios.
Lo verdaderamente
raro era el techo.
Se replegaba
sobre sí mismo como un sueño que Maurits C. Escher —si se hubiera dedicado a
pasar noches frenéticas en la ciudad, cosa que no forma parte de los propósitos
de esta historia, aunque al contemplar sus cuadros, sobre todo el de esos
desgarbados escalones, resulta difícil no planteárselo— habría realizado
después de haber visto algo parecido, porque las pequeñas arañas que debían
estar colgadas dentro, estaban fuera, apuntando al cielo.
Desconcertante.
El letrero de
encima de la puerta principal decía: «Pase al Exterior», que es lo que,
nerviosos, habían hecho.
Dentro, claro
está, era donde estaba el Exterior. Ladrillo visto, ángulos bien perfilados,
canalones en buen estado, un sendero en el jardín, un par de arbolitos y unas
habitaciones que salían de allí.
Las paredes
Interiores se estiraban, se plegaban curiosamente y se abrían en los extremos
como si —por una ilusión óptica que habría obligado a Maurits C. Escher a
fruncir el entrecejo y preguntarse cómo lo habían conseguido— quisiera abarcar
el propio océano Pacífico.
—Hola —les saludó
John Watson, alias Wonko el Cuerdo.
Bien, dijeron
para sus adentros, «Hola» es algo que podemos entender.
—Hola
—contestaron y, sorprendentemente, todo fueron sonrisas.
Durante un buen
rato, Wonko el Cuerdo mostró una curiosa reticencia a hablar de los delfines,
dedicándose a dejar la mirada perdida y a decir: «Se me ha olvidado...» siempre
que salían a relucir, y a enseñarles orgullosamente todas las rarezas de su
casa.
—Me gusta y me
proporciona un curioso placer; además —declaró—, a nadie hace un daño que un
buen óptico no pueda remediar.
Les cayó
simpático. Era abierto, tenía un aire cautivador y parecía capaz de burlarse de
sí mismo antes de que nadie le tomara la delantera.
—Su mujer
mencionó algo sobre palillos de dientes —dijo Arthur con expresión inquieta,
como si le preocupara que Arcana Jill apareciera de repente por una puerta y
volviera a hablar de los palillos.
Wonko el Cuerdo
soltó una carcajada franca y ligera, como si la hubiera utilizado mucho y le
hiciera feliz.
—Ah, sí —dijo—.
Eso viene de cuando al fin comprendí que el mundo se había vuelto completamente
loco y construí el Asilo para meterlo allí, pobrecillo, con la esperanza de que
se recuperase.
En ese momento
fue cuando Arthur volvió a ponerse un poco nervioso.
—Mire, estamos en
el exterior del Asilo —dijo Wonko el Cuerdo, señalando de nuevo al ladrillo
visto, a los ángulos y canalones, para después indicar la primera puerta por la
que habían entrado—. Si cruza esa puerta, estará en el Asilo. He intentado
decorarlo bien para tener contentos a los internos, pero no se puede hacer
mucho. Ahora ya no entro. Si alguna vez me dan tentaciones de hacerlo, y
últimamente apenas las tengo, me limito a mirar el letrero que hay encima de la
puerta y escapo asustado.
—¿Ese? —preguntó
Fenchurch señalando, un poco confusa, una placa de color azul que tenía unas
instrucciones escritas.
—Sí. Estas son
las palabras que finalmente me convirtieron en el ermitaño que ahora soy, fue
muy repentino. Las vi y supe lo que tenía que hacer.
El letrero decía:
Sujete el palillo
por la mitad. Humedezca con la boca el extremo puntiagudo. Introdúzcalo en el
espacio interdental, con el extremo romo cerca de la encía. Muévalo suavemente
de dentro a afuera.
—Me pareció —dijo
Wonko el Cuerdo— que una civilización que hubiera perdido la cabeza hasta el
punto de incluir una serie de instrucciones detalladas para utilizar un paquete
de palillos de dientes ya no era una civilización en la que yo pudiera vivir y
seguir cuerdo.
Volvió a mirar al
Pacífico, como desafiándole a rabiar y farfullar contra él, pero el mar se
quedó tranquilo y jugando con las aves lavanderas.
—Y en el caso de
que se le pase por la cabeza, cosa que es muy posible, le diré que estoy
completamente cuerdo. Por eso es por lo que me llamo a mí mismo Wonko el
Cuerdo, para tranquilizar a la gente sobre ese punto. Wonko es como me llamaba
mi madre cuando era niño y tiraba torpemente las cosas al suelo. Y Cuerdo es lo
que soy ahora —añadió con una de sus encantadoras sonrisas— porque así pretendo
seguir. Bueno, ya está bien. ¿Vamos a la playa a ver de qué tenemos que hablar?
Fueron a la
playa, y allí empezó a hablar de los ángeles de doradas barbas, alas verdes y
sandalias del Doctor Scholl.
—De los
delfines... —dijo Fenchurch con voz queda y esperanzada.
—Les puedo
enseñar las sandalias —sugirió Wonko el Cuerdo.
—Me preguntaba,
sabe usted...
—¿Quieren que les
enseñe las sandalias? —insistió Wonko el Cuerdo—. Las tengo. Voy a buscarlas.
Son de la marca del Doctor Scholl y los ángeles afirman que resultan especialmente
adecuadas para el terreno en que tienen que trabajar. Dicen que tienen licencia
para explotar una representación. Cuando les digo que no sé qué significa eso,
contestan no, no lo sabes, y se echan a reír. Bueno, voy por ellas de todas
formas.
Cuando volvió
adentro, o afuera, depende de cómo se mire, Arthur y Fenchurch se miraron con
expresión confusa y un tanto desesperada, para luego encogerse de hombros y
dibujar caprichosas figuras en la arena.
—¿Cómo están hoy
tus pies? —preguntó Arthur en voz baja.
—Muy bien. En la
arena no me dan esa extraña sensación. Ni en el agua. El agua los toca
perfectamente. Sólo que creo que éste no es nuestro mundo.
Se encogió de
hombros.
—¿A qué crees que
se refería con lo del mensaje? —le preguntó.
—No sé —contestó
Arthur, aunque el recuerdo de un hombre llamado Prak, que se reía continuamente
de él, no dejaba de molestarle.
Cuando Wonko
volvió, traía algo que dejó perplejo a Arthur.
No se trataba de
las sandalias, que eran chanclos de madera, completamente normales.
—Pensé que les
gustaría ver el calzado que llevan los ángeles. Sólo por curiosidad. No intento
demostrar nada, dicho sea de paso. Soy científico, y sé lo que es una prueba.
Pero el motivo por el que me hago llamar por mi nombre de infancia es para
recordarme que un científico tiene que ser como un niño. Si ve algo, debe decir
lo que es, tanto si se trata de lo que esperaba ver como si no. Primero, ver;
luego, pensar; y después, comprobar. Pero siempre hay que ver primero. Si no,
sólo se ve lo que uno espera ver. Muchos científicos lo olvidan. Luego les
enseñaré algo para demostrarlo. Así que, la otra razón por la que me hago
llamar Wonko el Cuerdo es para que la gente crea que estoy loco. Eso me permite
decir lo que veo cuando lo veo. No se puede ser científico si a uno le importa
que la gente piense que está loco. De todos modos, pensé que también les
gustaría ver esto.
Esto era lo que
había dejado perplejo a Arthur, porque se trataba de una maravillosa pecera de
cristal plateado, que parecía idéntica a la que tenía en su habitación.
Desde hacía
treinta segundos Arthur intentaba decir sin éxito: «¿De dónde ha sacado eso?»,
en tono brusco y jadeando un poco.
Por fin le llegó
el momento, pero se le escapó por una milésima de segundo.
—¿De dónde ha
sacado eso? —preguntó Fenchurch, en tono brusco y jadeando un poco.
Arthur lanzó a
Fenchurch una mirada brusca y, jadeando un poco, preguntó:
—¿Como? ¿Has
visto antes una pecera así?
—Sí, tengo una
—contestó ella—. O al menos la tenía. Russell me la birló para guardar sus
pelotas de golf No sé de dónde vino, sólo que me enfadé con Russell por
mingármela. ¿Es que tú tienes una?
—Sí, era...
Ambos se dieron
cuenta de que Wonko el Cuerdo desplazaba agudas miradas de uno a otro, tratando
de meter una palabra.
—¿Es que ustedes
también tienen una?
—Sí —contestaron
ambos.
Les miró largo y
tendido a cada uno, y luego alzó la pecera para que le diera la luz del sol de
California.
La pecera casi
pareció cantar con el sol, resonar con la intensidad de su luz, y arrojó
misteriosos y brillantes arco iris en la arena y por encima de sus cabezas. La
movió, una y otra vez. Vieron con toda claridad los finos trazos de las letras
grabadas, que decían: «Hasta luego, y gracias por el pescado.»
—¿Saben qué es
esto? —preguntó vacilante con voz queda.
Ambos movieron la
cabeza despacio, maravillados, casi hipnotizados por el destello de las
brillantes sombras en el cristal grisáceo.
—Es un regalo de
despedida de los delfines —explicó Wonko en tono reverente—. De los delfines, a
quienes amé y estudié, con quienes nadé y a quienes alimenté con pescado y cuyo
lenguaje intenté aprender, tarea que parecían hacer increíblemente difícil,
considerando el hecho de que ahora comprendo que eran perfectamente capaces de
comunicarse en el nuestro si así lo querían.
Meneó la cabeza
esbozando muy despacio una sonrisita, y luego volvió a mirar a Fenchurch y
después a Arthur.
—¿La ha...?
—preguntó a Arthur—. ¿Qué ha hecho usted con la suya? Si me permite
preguntárselo.
—Pues, tengo un
pez en ella —contestó Arthur, un tanto desconcertado—. Dio la casualidad de que
tenía un pez y no sabía qué hacer con él, y, bueno, ahí estaba la pecera...
Se calló.
—¿Y usted no ha
hecho nada más? —prosiguió—. No, si lo hubiera hecho lo sabría.
Volvió a menear
la cabeza.
—Mi mujer tenía
germen de trigo en ella —dijo Wonko, con un tono nuevo—, hasta anoche...
—¿Qué sucedió
anoche? —inquirió Arthur en un susurro lento.
—Nos quedamos sin
germen de trigo —contestó Wonko en tono suave. Mi mujer fue a por más.
Durante un
momento pareció perderse en sus propios pensamientos.
—¿Y qué pasó
después? —preguntó Fenchurch con el mismo tono entrecortado.
—La lavé —repuso
Wonko—. La lavé con mucho cuidado, muy cuidadosamente, quitando hasta la última
mota de germen de trigo, luego la sequé despacio con un paño sin pelusas, con
calma, cuidadosamente, pasándolo una y otra vez. Luego me la acerqué al oído.
¿Ustedes... se la han acercado al oído alguna vez?
Los dos movieron
la cabeza despacio, en silencio, igual que antes.
—Quizá deberían
hacerlo.
32
El hondo bramido
del océano.
Las olas que
rompen en playas más lejanas de lo que puede pensarse.
El mudo fragor de
las profundidades.
Y en medio de
todo ello, voces que llaman, que sin embargo no son voces, sino vibraciones,
balbuceos, los sonidos semiarticulados del pensamiento.
Saludos, oleadas
de saludos, sumiéndose en lo inarticulado, palabras quebrándose juntas.
Un estallido de
pena en las playas de la Tierra.
Olas de alegría
en... ¿dónde? Un mundo indescriptiblemente encontrado, inefablemente hallado,
inenarrablemente húmedo, una canción de agua.
Una fuga de voces
ahora, que reclaman explicaciones de una catástrofe inevitable, un mundo que se
destruirá, una ola de desamparo, un espasmo de desesperación, una caída mortal,
y de nuevo se quiebran las palabras.
Y luego el
impulso de esperanza, el hallazgo de una Tierra oscura en las implicaciones de
la espiral del tiempo, las dimensiones sumergidas, el tirón de paralelos, el
hondo tirón, la peonza de la voluntad, su vaina y su fisura, el vuelo. Una
Tierra nueva que se sustituye, sin delfines.
Y entonces, una
voz muy clara.
—Esta pecera os
la entregó la Campaña para salvar a los Humanos. Os decimos adiós.
Y el sonido de
unos cuerpos largos y pesados, perfectamente grises, que se precipitan a un
abismo desconocido y sin fondo, con risitas quedas.
33
Pasaron la noche
en el Exterior del Asilo y vieron la televisión desde dentro.
—Esto es lo que
quería que vieran —dijo Wonko el Cuerdo cuando volvieron a dar las noticias—,
un antiguo compañero mío. Está en su país, haciendo una investigación. Miren.
Era una
conferencia de prensa.
—Me temo que no
puedo hacer comentarios sobre el nombre del Dios de la Lluvia en estos
momentos; ahora le denominamos Meteorológico Fenómeno Espontáneo Paracausal.
—¿Puede decirnos
qué significa eso?
—No estoy
completamente seguro. Vamos a ser francos. Si descubrimos algo que no
entendemos, nos gusta denominarlo de un modo que no se pueda entender, ni
siquiera pronunciar. O sea, que si nos limitamos a permitirles que le llamen
Dios de la Lluvia, ello implica que ustedes saben algo que nosotros
desconocemos, y me temo que eso no podemos permitirlo.
»No, primero
tenemos que ponerle un nombre que sugiera que es nuestro, no de ustedes, y
luego nos dedicamos a encontrar algún modo de demostrar que no es lo que
ustedes dicen, sino lo que decimos nosotros.
»Y si resulta que
ustedes tienen razón, siempre estarán equivocados, porque nos limitaremos
simplemente a llamarle... hummm... Supernormal... en lugar de paranormal o
sobrenatural, porque ¿saben ustedes lo que significan las palabras «Inductor
Supranormal del Incremento de las Precipitaciones»? No. Probablemente
añadiremos un "casi" en algún sitio, para protegemos. ¡Dios de la
Lluvia! ¡Vaya!, nunca en la vida he oído una tontería así. He de reconocer que
no me pillarán de vacaciones con él. Gracias, eso es todo de momento, salvo
para decir "¡Hola!" a Wonko si me está viendo.
34
En el vuelo de
vuelta a casa iba una mujer en el asiento de al lado que los miraba de modo
bastante extraño.
Hablaban en voz
baja, para ellos.
—Todavía tengo
que saberlo —dijo Fenchurch—, y tengo la firme impresión que tú sabes algo que
no me dices.
Arthur suspiró y
sacó un trozo de papel.
—¿Tienes un
lápiz? —preguntó.
Fenchurch rebuscó
y encontró uno.
—¿Qué estás
haciendo, cariño? —le preguntó al ver que llevaba veinte minutos con el ceño
fruncido, comiéndose el lapicero, escribiendo en el papel, tachando cosas,
volviendo a escribir, tachando cosas de nuevo, garabateando otra vez,
comiéndose más el lápiz y refunfuñando con impaciencia.
—Intento
acordarme de una dirección que me dieron una vez.
—Tu vida sería
muchísimo más sencilla si te compraras una agenda —le sugirió ella.
Finalmente, le
pasó el papel.
—Cuídalo —le
dijo.
Ella lo miró.
Entre todos los trazos y tachaduras leyó las palabras «Sierra de Quentulus
Quazgar. Sevorbeupstry. Planeta de Prellumtarn. Sol-Zarss. Sector Galáctico QQ7
Activa j Gamma».
—¿Qué es esto?
—Al parecer
—contestó Arthur—, el Mensaje Final de Dios a Su Creación.
—Eso está un poco
mejor —opinó Fenchurch—. ¿Cómo vamos hasta allí?
—¿De verdad...?
—Sí —repuso
Fenchurch en tono firme—, de verdad quiero saberlo.
Arthur miró por
la ventanilla de plástico al cielo abierto.
—Discúlpenme
—dijo de pronto la mujer que los había estado mirando de modo bastante
extraño—, espero que no me consideren impertinente. Me aburro tanto en estos
vuelos largos, que resulta agradable hablar con alguien. Me llamo Enid Kapelsen
y soy de Boston. Díganme, ¿vuelan ustedes mucho?
35
Fueron a casa de
Arthur, en la campiña occidental, metieron un par de toallas y unas cuantas
cosas en una bolsa y se sentaron a hacer lo que todo autostopista galáctico
termina haciendo la mayor parte del tiempo.
Esperaron a que
pasara un platillo volante.
—Un amigo mío
estuvo quince años así —dijo Arthur una noche mientras escrutaban
desesperadamente el firmamento.
—¿Quién era ése?
—Se llamaba Ford
Prefect.
Se sorprendió
haciendo algo que jamás pensaba volver a hacer.
Se preguntaba
dónde estaría Ford Prefect.
Por una
extraordinaria coincidencia, al día siguiente aparecieron dos noticias en el
periódico, una relativa al incidente más pasmoso concerniente a un platillo
volante, y otra sobre una serie de indecorosos altercados en tabernas.
Ford Prefect
apareció al día siguiente con aspecto de tener resaca y quejándose de que
Arthur no contestaba al teléfono.
En realidad tenía
aspecto de estar gravemente enfermo, no sólo como si le hubiesen arrastrado de
espaldas a través de un seto, sino como si por el mismo seto hubiese pasado al
mismo tiempo una máquina segadora. Entró tambaleándose en el cuarto de estar de
Arthur, rechazando todos los ofrecimientos de ayuda, lo que fue un error porque
el esfuerzo que le costaban los ademanes le hizo perder el equilibrio y, al
final, Arthur tuvo que arrastrarlo hasta el sofá.
—Gracias, muchas
gracias. ¿Tienes... —dijo Ford, quedándose dormido durante tres horas.
—...la menor idea
—continuó de pronto cuando revivió— de lo difícil que resulta conectar con el
sistema telefónico británico desde las Pléyades? Ya veo que no, de modo que te
lo diré bebiendo ese gran tazón de café que estás a punto de prepararme.
Tambaleándose,
siguió a Arthur a la cocina.
—Estúpidas
telefonistas que no dejan de preguntarte desde dónde llamas, y tú les dices que
desde Letchworth y te contestan que no puede ser, si vienes por ese circuito.
¿Qué estás haciendo?
—Te estoy
haciendo un poco de café.
—Ah.
Ford pareció un
tanto decepcionado. Miró alrededor con expresión desolada.
—¿Qué es esto?
—preguntó.
—Copos de arroz.
—¿Y esto?
—Pimentón
picante.
—Ya veo —dijo
Ford en tono grave, poniendo al revés los dos paquetes, uno encima de otro;
pero como no parecían guardar el equilibrio adecuado, puso el otro encima del
uno y dio resultado.
—Tengo un poco de
desfase espacial —explicó—. ¿Qué te estaba diciendo?
—Que no podías
telefonear desde Letchworth.
—No podía. Le
expliqué lo siguiente a la señora: «Si ésa es su actitud, a hacer puñetas
Letchworth. En realidad llamo desde una nave de exploración de la Compañía
Cibernética Sirius, que en estos momentos se encuentra en el tramo de un viaje
por debajo de la velocidad de la luz entre planetas conocidos en su mundo, pero
no necesariamente por usted, querida señora.» Le dije «querida señora», porque
no quería que se molestara por la indirecta de que era una cretina ignorante...
—Discreto.
—Exacto
—corroboró Ford—. Discreto.
Frunció el ceño.
—El desfase
espacial es muy malo para las oraciones subordinadas —explicó Ford—. De nuevo
tendrás que prestarme tu ayuda para recordarme de qué estaba hablando.
—«...entre estrellas
conocidas en su mundo, pero no necesariamente por usted, querida señora...»
—«...como
Pléyades Epsilon y Pléyades Zeta» —concluyó Ford en tono triunfal—. Esa
parrafada tiene mucha gracia, ¿verdad?
—Toma un poco de
café.
—No, gracias. «Y
el motivo», proseguí, «por el que la estoy molestando en vez de marcar
directamente el número, que podría hacerlo, porque aquí en las Pléyades
disponemos de un equipo de telecomunicaciones bastante avanzado, se lo aseguro,
es porque ese bandido, hijo de una bestia espacial que pilota esta asquerosa
nave, hija de una bestia espacial, insiste en que llame a cobro revertido.
¿Puede creerlo?»
—¿Y podía?
—No sé. En ese
momento me colgó. ¡Bueno! ¿Y qué te figuras que hice a continuación? —preguntó
Ford con vehemencia.
—No tengo ni
idea, Ford —contestó Arthur.
—Lástima.
Esperaba que te acordaras de mí. Tengo mucho odio a esos tipos, ¿sabes? Son los
más chinches del cosmos, no hacen mas que pasear por el cielo infinito con sus
pequeñas y asquerosas naves que nunca funcionan como es debido y, cuando lo
hacen, realizan funciones que nadie que esté en sus cabales les pide y —añadió
con furia— ¡se ponen a emitir señales para anunciarte que lo han hecho!
Eso era
absolutamente cierto, y representaba una opinión muy respetable y extendida
entre los bienpensantes, a quienes se reconoce como tales por el único hecho de
que tienen dicha opinión.
La Guía del
autostopista galáctico, en un momento de sensata lucidez, que es casi único
entre su actual registro de cinco millones, novecientas setenta y cinco mil,
quinientas nueve páginas, dice de los productos de la Compañía Cibernética
Sirius, que resulta muy fácil olvidar su fundamental inutilidad por la
sensación de triunfo que se obtiene al lograr que funcionen.
»En otras
palabras —y éste es el fundamento principal en que se basa el éxito galáctico
de la Compañía—, sus esenciales defectos de diseño están completamente
disimulados por sus imperfecciones superficiales de diseño.
—¡Y ese viajante
—vociferó Ford— iba a vender más! ¡Tenía una representación de cinco años para
descubrir y explorar mundos nuevos y extraños con el fin de vender Sistemas
Avanzados de Substitutos de la Música a restaurantes, ascensores y tabernas! ¡Y
si en los mundos nuevos aún no había restaurantes, ascensores ni tabernas,
debía impulsar artificialmente su civilización hasta que los hubiera, maldita
sea! ¡Dónde está ese café!
—Lo he tirado.
—Haz un poco más.
Acabo de acordarme de lo que hice a continuación. Salvé la civilización, tal
como la conocemos. Sabía que era algo así.
Tambaleándose,
volvió con aire decidido al cuarto de estar, donde pareció seguir hablando
consigo mismo, tropezando con los muebles y haciendo «bip... bip».
Un par de minutos
después, Arthur, sin perder su plácida expresión se reunió con él.
Ford tenía
aspecto de perplejidad.
—¿Dónde has
estado? —preguntó.
—Haciendo un poco
de café —dijo Arthur, que mantenía su plácida expresión.
Hacía mucho que
había comprendido que la única manera de estar bien en compañía de Ford, era
tener una buena reserva de expresiones muy plácidas y adoptarlas en todo
momento.
—¡Te has perdido
lo mejor! —gritó Ford—. ¡Te has perdido la parte de cuando me libré de aquel
individuo! ¡Tenía que librarme de él en seguida!
Se arrojó
temerariamente sobre una silla y la rompió.
—Fue mejor la
última vez —comentó malhumorado, señalando vagamente en dirección de otra silla
rota cuyos restos había amontonado sobre la mesa del comedor.
—Ya veo —dijo
Arthur, echando una plácida ojeada a los restos amontonados—, y, hummm, ¿para
qué son los cubitos de hielo?
—¿Cómo? —gritó
Ford—. ¿Qué? ¿También te has perdido eso? ¡Esa es la instalación de la
animación suspendida! Bueno, tenía que hacerlo, ¿no?
—Eso parece
—repuso Ford en tono plácido.
—¡¡¡No toques
eso!!! —aulló Ford.
Arthur, que se
disponía a colgar el teléfono, que por alguna razón misteriosa estaba
descolgado sobre la mesa, hizo una plácida pausa.
—Muy bien —dijo
Ford, calmándose—, escúchalo.
Arthur se llevó
el teléfono al oído.
—Dan la hora
—anunció.
—Bip..., bip..., bip —dijo Ford—. Eso es exactamente lo que se
oye en la nave de ese individuo, por todas partes, mientras él duerme en el
hielo describiendo lentas órbitas en torno a la casi desconocida luna de
Sesefras Magna. ¡La hora hablada de Londres!
—Ya veo —repitió
Arthur, decidiendo que ya era hora de hacer la gran pregunta.
—¿Por qué?
—inquirió en tono plácido.
—Con un poco de
suerte, la factura del teléfono arruinará a esos cabrones —auguró Ford.
Sudando, se
derrumbó en el sofá.
—De todos modos
—añadió—, mi llegada ha sido espectacular, ¿no te parece?
36
El platillo
volante en el que Ford Prefect viajó de polizón dejó pasmado al mundo.
Al fin no cabía
duda ni posibilidad de error, ni alucinaciones ni misteriosos agentes de la CIA
flotando en los estanques.
Esta vez era
verdad, definitivamente. Era absoluta y completamente definitivo.
Había aterrizado
con una maravillosa indiferencia hacia todo lo que había debajo y aplastó una
amplia zona de uno de los terrenos más caros del mundo, incluida gran parte de
los Almacenes Harrods.
El objeto era
enorme, de casi kilómetro y medio de diámetro, según calcularon algunos, del
color de la plata deslustrada, picado, quemado y desfigurado con las cicatrices
de innumerables y encarnizadas batallas espaciales libradas contra feroces
fuerzas a la luz de soles desconocidos para el hombre.
Una escalerilla
se abrió, cayendo estrepitosamente en el departamento de alimentación de
Harrods, demoliendo Harvey Nichols y, con un chirrido final de torturada y
pulverizada arquitectura, derrumbó la Torre del Parque Sheraton.
Tras un largo y
angustioso momento de estallidos y ruidos de maquinaria rota, por la rampa
descendió un inmenso robot plateado, de unos treinta metros de altura.
Alzó una mano.
—Vengo en son de
paz —anunció y, al cabo de un largo momento de nuevos chirridos, añadió:
Llevadme ante vuestro Lagarto.
Por supuesto,
Ford Prefect tenía una explicación que le comunicó a Arthur mientras veían las
ininterrumpidas y frenéticas noticias en la televisión, ninguna de las cuales
aportaba más información que la del importe de los daños causados por el
objeto, que se evaluaba en billones de libras esterlinas, junto con el número
de víctimas, y volvían a repetirlo porque el robot sólo estaba allí parado,
tambaleándose ligeramente y emitiendo breves e incomprensibles mensajes.
—Procede de una
democracia muy antigua, ¿comprendes?
—¿Quieres decir
que viene de un mundo de lagartos?
—No —dijo Ford,
que entonces estaba en un plan algo más racional y coherente que antes, una vez
que se le obligó a beber el café—, no es tan sencillo. No es así de simple. En
su mundo, la gente es gente. Los dirigentes son lagartos. La gente odia a los
lagartos y los lagartos gobiernan a la gente.
—Qué raro
—comentó Arthur—, te había entendido que era una democracia.
—Eso dije. Y lo
es —aseguró Ford.
—Entonces, ¿por
qué la gente no se libra de los lagartos? —preguntó Arthur, esperando no
parecer ridículamente obtuso.
—Francamente, no
se les ocurre. Todos tienen que votar, de manera que creen que el gobierno que
votan es más o menos lo que quieren.
—¿Quieres decir
que efectivamente votan a los lagartos?
—Pues claro
—repuso Ford, encogiéndose de hombros.
—Pero —objetó
Arthur, volviendo de nuevo a la gran pregunta—, ¿por qué?
—Porque si no
votaran por un lagarto determinado —explicó Ford—, podría salir el lagarto que
no conviene. ¿Tienes ginebra?
—¿Qué?
—He preguntado
—dijo Ford, con un creciente tono de urgencia en la voz— que si tienes ginebra.
—Ya miraré.
Háblame de los lagartos.
Ford volvió a
encogerse de hombros.
—Algunos dicen
que los lagartos son lo mejor que han conocido nunca. Están totalmente
equivocados, por supuesto, entera y absolutamente equivocados, pero alguien se
lo tiene que decir.
—Pero eso es
terrible —observó Arthur.
—Mira tío —repuso
Ford—, si me hubieran dado un dólar altariano cada vez que alguien mira a una
parte del Universo y dice «Eso es terrible», no estaría aquí sentado como un
limón esperando una ginebra. Pero no tengo ninguno, y aquí estoy. De todos
modos, ¿por qué tienes ese aire tan plácido y los ojos como platos? ¿Estás
enamorado?
Arthur contestó
que sí, que lo estaba, y lo dijo con plácida expresión.
—¿De una chica
que sabe dónde esta la botella de ginebra? ¿Me la vas a presentar?
Se la presentó,
porque Fenchurch llegó en aquel momento con un montón de periódicos que había
comprado en el pueblo. Se detuvo asombrada ante los destrozos que había sobre
la mesa y el náufrago de Betelgeuse en el sofá.
—¿Dónde está la
ginebra? —preguntó Ford a Fenchurch, y a Arthur—: A propósito, ¿qué fue de
Trillian?
—Pues... ésta es
Fenchurch —repuso Arthur, incómodo—. Con Trillian no hubo nada, tú fuiste el
último que la vio.
—Ah, sí, se largó
a alguna parte con Zaphod. Tuvieron niños, o algo parecido. Al menos —añadió
Ford—, eso creo que eran. Zaphod está mucho más calmado, ¿sabes?
—¿De verdad?
—dijo Arthur, acudiendo con premura hacia Fenchurch para quitarle los paquetes
de la compra.
—Sí —contestó
Ford—. Al menos, ahora tiene una cabeza más cuerda que un emú con ácido en el
cuerpo.
—¿Quién es éste,
Arthur? —preguntó Fenchurch.
—Ford Prefect.
Quizá te lo haya mencionado de pasada.
37
Durante tres días
y tres noches, el gigantesco robot plateado, completamente perplejo, estuvo a
horcajadas sobre los restos de Knightsbridge, tambaleándose suavemente y
tratando de resolver un montón de cosas.
Acudieron a verle
delegaciones del gobierno; camiones enteros de periodistas pomposos se
interrogaban unos a otros por radio sobre sus respectivas opiniones;
escuadriIlas de bombarderos de caza hacían patéticos intentos para atacarlo.
Pero no apareció lagarto alguno. El robot escrutaba atentamente el horizonte.
De noche
presentaba su aspecto más espectacular, bañado por los focos de los equipos de
televisión que no dejaban de informar de su continua inactividad.
El robot no dejó
de cavilar hasta que llegó a una conclusión.
Tendría que
enviar a sus robots de servicio.
Debía habérsele
ocurrido antes, pero había tenido un montón de problemas.
Una tarde, los
pequeños robots salieron volando por la escotilla formando una aterradora nube
metálica. Vagaron por los alrededores, atacando frenéticamente unas cosas y
defendiendo otras.
Al fin, uno de
ellos encontró una pajarería con algunos lagartos, pero en nombre de la
democracia se puso a defenderla con tal fiereza que pocos sobrevivieron en la
zona.
El momento
crucial llegó cuando una escuadrilla de vanguardia descubrió el zoológico de
Regent's Park y, en particular, la Casa de los Reptiles.
Como los errores
cometidos en la pajarería les enseñó cierta cautela, las barrenas y sierras
volantes llevaron a algunas de las iguanas más grandes y gordas ante el robot
gigante, que trató de celebrar con ellas conversaciones a alto nivel.
Finalmente, el
robot anunció al mundo que pese al completo cambio de impresiones, amplio y
sincero, se habían interrumpido las conversaciones a alto nivel y los lagartos
se habían retirado; por lo tanto, el robot se tomaría unas vacaciones en alguna
parte, y por alguna razón escogió Bournemouth.
Ford Prefect, al
verlo en la televisión, asintió con la cabeza, soltó una carcajada y tomó otra
cerveza.
Se estaban
haciendo rápidos preparativos para la marcha del robot.
Las herramientas
volantes gritaron, barrenaron, serraron y frieron cosas con haces luminosos
durante todo el día y toda la noche y, a la mañana siguiente, de forma
sorprendente, por varias carreteras a la vez se puso en marcha una gigantesca
estructura móvil en cuyo centro iba apuntalado el robot.
Lentamente avanzó
hacia el oeste, como un extraño carnaval con servidores, helicópteros y
autobuses de informadores hormigueando a su alrededor y aplanando la tierra
hasta llegar a Boumemouth, donde el robot se desprendió de las ligaduras de su
sistema de transporte y se dirigió a la playa, donde permaneció tumbado durante
diez días.
Desde luego, fue
el suceso más excitante de la vida de Bournemouth.
Las multitudes se
concentraban diariamente en torno al perímetro acotado y vigilado como zona de
recreo del robot, intentando ver lo que hacía.
No hacía nada.
Estaba tumbado en la playa, un tanto torpemente sobre el rostro.
Fue un periodista
del diario local quien, una noche, logró lo que nadie había conseguido hasta
entonces: entablar una breve e ininteligible conversación con uno de los robots
de servicio que guardaban el recinto.
Fue una brecha
importante.
—Creo que esto da
para un artículo —confió el periodista mientras compartía un cigarrillo a
través de la cerca de acero—, pero necesita un buen ángulo local. Aquí tengo
una pequeña lista de preguntas —prosiguió, rebuscándose torpemente en un
bolsillo interior—. Tal vez logre usted convencerle para que las responda
rápidamente.
El pequeño
taladro volante dijo que haría lo que pudiera y desapareció rechinando.
La respuesta no
llegó nunca.
Extrañamente, sin
embargo, las preguntas escritas sobre el papel correspondían más o menos
exactamente a las que estaban pasando por los macizos circuitos de alta calidad
industrial de la mente del robot. Eran las siguientes:
«¿Qué se siente
siendo un robot?»
«¿Qué se siente
al proceder del espacio exterior?»
«¿Qué le parece
Boumemouth?»
A la mañana
siguiente, temprano, empezaron a recoger cosas y al cabo de unos días estaba
claro que el robot se disponía a marcharse para siempre.
—La cuestión es:
¿puedes introducimos a bordo? —preguntó Fenchurch a Ford.
Ford consultó
inquieto el reloj.
—Debo ocuparme de
unos asuntos graves que tengo pendientes —exclamó.
38
La multitud se
agolpaba tan cerca como podía alrededor de la gigantesca nave plateada, que no
lo era tanto. El perímetro inmediato estaba vallado y lo patrullaban los
pequeños robots volantes de servicio. Apostado en torno a la valla estaba el
ejército, que fue absolutamente incapaz de abrir brecha hacia el interior, pero
que no estaba dispuesto a que nadie abriera brecha a través de ellos. A su vez,
se hallaban rodeados por un cordón policial, aunque la cuestión de si se había
formado para proteger al público del ejército o al ejército del público, o para
garantizar la inmunidad diplomática de la gigantesca nave y evitar que le
pusieran multas de tráfico, no estaba nada clara y era tema de muchas discusiones.
Ahora
desmantelaban la cerca del perímetro interior. El ejército se removió inquieto,
sin saber cómo debía reaccionar ante el motivo de su estancia allí, que parecía
simplemente ser el de levantarse y marcharse.
A mediodía, el
gigantesco robot abordó tambaleante la nave, y a las cinco de la tarde no había
dado más señales de vida. De las profundidades de la nave se oían muchos
ruidos: crujidos, estruendos y la música de un millón de hombres disfunciones;
pero la tensa expectación de que era presa la multitud se debía a que,
nerviosa, esperaba un gran chasco. Aquel objeto maravilloso y extraordinario
había irrumpido en sus vidas y ahora se disponía a marcharse sin ellos.
Dos personas eran
especialmente conscientes de dicha sensación. Arthur y Fenchurch escrutaban
ansiosamente la multitud, incapaces de localizar a Ford Prefect en parte alguna
ni de hallar el menor indicio de que fuera a aparecer por allí.
—¿Hasta qué punto
es digno de confianza? —preguntó Fenchurch en voz baja.
—¿Hasta qué punto
es digno de confianza? —repitió Arthur, soltando una ronca carcajada—. ¿Hasta
qué punto es poco profundo el océano? ¿Hasta qué punto es frío el sol?
Cargaban a bordo
las últimas piezas de la estructura de transporte del robot, y las pocas
secciones que quedaban de la valla se habían colocado al pie de la rampa para
cargarlas a continuación. Los soldados que hacían guardia en tomo a la rampa
estaban congestionados, se gritaban órdenes de un lado a otro, se celebraban
apresuradas conferencias, pero por supuesto, no había nada que hacer.
Desesperados y
sin ningún plan, Arthur y Fenchurch avanzaron a empujones entre la multitud,
pero como la propia muchedumbre trataba de abrirse paso a través de sí misma,
no llegaron a ningún sitio.
Al cabo de unos
minutos ya no quedaba nada fuera de la nave, todas las partes de la cerca
estaban a bordo. Un par de sierras de calar y un nivel de burbuja volantes
hicieron una última comprobación por el emplazamiento, y luego entraron
chirriando por la gigantesca escotilla.
Pasaron unos
segundos.
Los ruidos del
desorden mecánico procedentes del interior cambiaron de intensidad y, poco a
poco, pesadamente, la enorme rampa de acero fue elevándose, saliendo del
departamento de alimentación de Harrods. La acompañó el ruido de millares de
personas, tensas y excitadas, que se sentían completamente ignoradas.
—¡Un momento!
—vociferó un megáfono desde un taxi que se detuvo con un chirrido de ruedas al
borde de la bullente multitud—. ¡Se ha producido una importante brecha
científica! ¡No, un adelanto! —corrigió el megáfono.
Se abrió la
puerta y del taxi saltó un hombre de escasa estatura procedente de las
cercanías de Betelgeuse. Llevaba una bata blanca.
—¡Un momento!
—volvió a gritar.
Esta vez blandía
un aparato negro, corto y grueso, que emitía señales luminosas. Las luces
parpadearon brevemente, la rampa detuvo su ascenso y, obediente a las señales
del Pulgar (que la mitad de los ingenieros electrónicos de la Galaxia tratan de
interceptar con medios nuevos, mientras la otra mitad constantemente investiga
otros para interceptar las señales interceptaras), inició de nuevo su lento
descenso.
Ford Prefect
cogió el megáfono del interior del taxi y empezó a gritar a la multitud.
—¡Abran paso!
¡Dejen paso, por favor, se trata de un importante descubrimiento científico!
Usted y usted, recojan el equipo del taxi.
Enteramente al
azar señaló a Arthur y a Fenchurch, que lucharon por salir de entre la
muchedumbre y acudieron prestos al taxi.
—Muy bien ruego
que abran paso, por favor, a unas importantes piezas de equipo científico
—bramó Ford—. Que todo el mundo mantenga la calma. Todo está controlado, no hay
nada que ver. No es más que un importante descubrimiento científico. Mantengan
la calma. Es un importante equipo científico. Abran paso.
Ansiosa de nuevas
emociones, encantada de verse repentinamente aliviada de la decepción, la
entusiasta multitud se replegó y empezó a abrir paso.
Arthur no se
sorprendió al ver lo que había impreso en las cajas del importante equipo
científico colocadas en la parte posterior del taxi.
—Tápalas con el
abrigo —murmuró mientras se las pasaba a Fenchurch.
Sacó rápidamente
el carro de supermercado que también iba encajado contra el asiento trasero.
Resonó al caer al suelo, y entre los dos lo cargaron con las cajas.
—Abran paso, por
favor —volvió a gritar Ford—. Todo está bajo adecuado control científico.
—Me dijo que
pagarían ustedes —advirtió el taxista a Arthur, que sacó unos billetes y le
pagó.
En la distancia
se oían sirenas de la policía.
—Muévanse —gritó
Ford—, y nadie resultará herido.
La multitud se
abría y cerraba a su paso, mientras ellos empujaban y tiraban frenéticamente
del resonante carro de supermercado entre los escombros hacia la rampa.
—Esta bien
—seguía gritando Ford—. No hay nada que ver, todo ha terminado. En realidad,
nada de esto está pasando.
—Disuélvanse, por
favor —tronaba un megáfono de la policía a espaldas de la multitud—. Se ha
producido una brecha, ¡abran paso!
—¡Un
descubrimiento! —gritó Ford, haciéndole la competencia—. ¡Un descubrimiento
científico!
—¡Habla la
policía! ¡Abran paso! ¡Equipo científico! ¡Abran paso! ¡Policía! ¡Dejen paso!
—¡Cintas
magnetofónicas! —gritó Ford, sacando de los bolsillos media docena de cintas
pequeñas y arrojándolas a la multitud.
Los segundos de
absoluta confusión que siguieron, les permitieron llevar el carro de
supermercado al pie de la rampa y subirlo a la plataforma.
—Aguantad
—murmuró Ford.
Accionó un botón
del Pulgar Electrónico. Bajo ellos, la enorme rampa se estremeció y, poco a
poco, inició su pesada ascensión.
—Bueno, chicos
—dijo mientras la multitud cerraba el paso tras ellos e iniciaban con paso
vacilante la ascensión de la tambaleante rampa hacia las entrañas de la nave—,
parece que lo hemos conseguido.
39
Arthur Dent
estaba enfadado porque el ruido del tiroteo le despertaba continuamente.
Con cuidado de no
despertar a Fenchurch, que seguía durmiendo a pierna suelta, salió de la
escotilla de mantenimiento que habían convertido en una especie de dormitorio,
bajó por la escala de acceso y empezó a vagar de mal humor por los pasillos.
Eran
claustrofóbicos y estaban mal iluminados. La red del alumbrado emitía un
zumbido molesto.
Pero eso no era.
Se detuvo y se
echó atrás mientras un taladro pasaba volando a su lado por el oscuro pasillo
con un chirrido desagradable, golpeando de cuando en cuando contra las paredes
como una abeja despistada.
Eso tampoco era.
Trepó por un
escotillón y se encontró en un pasillo más ancho. Al fondo se elevaba un humo
acre, de modo que caminó en dirección contraria.
Llegó a un
monitor de observación empotrado en la pared tras una placa de plástico duro
pero muy arañado.
—¿Quieres
bajarlo, por favor? —pidió a Ford Prefect.
El natural de
Betelgeuse estaba en cuclillas frente al monitor en medio de un montón de
cintas y aparatos de vídeo que había cogido de un escaparate de Tottenham Court
Road previo lanzamiento de un ladrillo de reducidas dimensiones, así como de un
desagradable amasijo de latas de cerveza vacías.
—¡Chsss! —siseó
Ford, mirando con frenética atención la pantalla.
Estaba viendo Los
siete magníficos.
—Sólo un poco
—insistió Arthur.
—¡No! —gritó
Ford—. ¡Ahora viene lo bueno! ¡Escucha, por fin he logrado resolverlo todo,
niveles de voltaje, línea de conversión, todo, y ahora viene lo bueno!
Suspirando y con
dolor de cabeza, Arthur se sentó a su lado y vio la parte buena. Escuchó tan
plácidamente como pudo los gritos e interjecciones de Ford.
—Ford —dijo al
fin, cuando terminó la película y Ford estaba buscando Casablanca entre un
montón de cintas—, ¿qué te parece si...?
—Esta es la fenómena
—repuso Ford—. Por ella es por la que he vuelto. ¿Te das cuenta de que nunca la
he visto entera? Siempre me he perdido el final. Volví a ver la mitad la noche
antes de la llegada de los vogones. Cuando demolieron la Tierra pensé que nunca
volvería a verla. Oye, a propósito, ¿qué paso con todo eso?
—La vida —explicó
Arthur, cogiendo una cerveza de un paquete de seis.
—Ya estamos otra
vez con lo mismo. Pensé que sería algo así. Prefiero esto —indicó cuando el bar
de Rick salió en la pantalla—. ¿Qué te parece si qué?
—¿Qué?
—Habías empezado
a decir: «¿Qué te parece si...?»
—¿Qué te parece
si te pones tan grosero con lo de la Tierra, que tu... ; bueno, olvídalo, vamos
a ver la película.
—Exactamente
—apostilló Ford.
40
Queda poco por
decir.
Más allá de lo
que se conocía como los Infinitos Campos Luminosos de Flanux hasta que los
Grises Feudos Vinculantes de Saxaquine se descubrieron tras ellos, se hallan
los Grises Feudos Vinculantes de Saxaquine.
En el interior de
los Grises Feudos Vinculantes de Saxaquine se encuentra la estrella Zarss, en
tomo a cuya órbita gira el planeta Preliumtarn, donde está la tierra de
Sevorbeupstry, y allí fue donde Arthur y Fenchurch llegaron al fin, un poco
cansados del viaje.
Y en el país de
Sevorbeupstry llegaron a la Gran Llanura Roja de Rars, que limita al sur con la
sierra de Quentulus Quazgar, en cuyo extremo más apartado, según las últimas
palabras de Prak, encontrarían el Mensaje Final de Dios a Su Creación escrito
en letras de nueve metros de altura.
Según Prak, si es
que la memoria de Arthur le hacía justicia, el lugar estaba guardado por el
Lajestic Vantrashell de Lob, lo que, en cierto modo, resultó ser así. Era un
hombrecillo con un extraño sombrero que les vendió una entrada.
—Sigan a la
izquierda, por favor, sigan a la izquierda —les dijo, pasando deprisa delante
de ellos con un pequeño scooter.
Comprendieron que
no eran los primeros en hollar aquel camino, pues el sendero que conducía a la
izquierda de la Gran Llanura estaba muy gastado y salpicado de casetas. En una
compraron una caja de dulces horneados en una cueva de la montaña alimentada
por el fuego de las letras que formaban el Mensaje Final de Dios a Su Creación.
En otra compraron unas postales. Las letras se habían oscurecido con un
aerógrafo «¡para no estropear la Gran Sorpresa!», según se afirmaba en el
reverso.
—¿Sabe usted qué
dice el Mensaje? —preguntaron a la marchita anciana de la caseta.
—¡Pues claro!
—trinó alegremente la anciana—. ¡No faltaba más!
Les hizo señas de
que siguieran.
Cada treinta y
cinco kilómetros más o menos había una pequeña cabaña de piedra con duchas e
instalaciones sanitarias, pero el camino era duro y el sol pegaba fuerte en la
Gran Llanura Roja, de la que se levantaban ondas de calor.
—¿Se pueden
alquilar unos de esos pequeños scooters? —preguntó Arthur en una de las casetas
más grandes—. Como la que tiene Lajestic Ventraloquesea.
—Los scooters no
son para los devotos —dijo la menuda señora que atendía el puesto de helados.
—Bueno, entonces
es muy fácil —repuso Fenchurch—. Nosotros no somos muy devotos. Sólo nos
interesa ver.
—En ese caso,
deben dar la vuelta ahora —replicó severa la menuda señora.
Cuando dudaron,
les vendió un par de sombreros del Mensaje Final y una instantánea que les
habían hecho estrechamente abrazados en la Gran Llanura Roja de Rars.
Bebieron unos
refrescos a la sombra de la caseta y luego prosiguieron la penosa marcha bajo
el sol.
—Quedan pocos
puestos de helados —observó Fenchurch tras unos cuantos kilómetros más—.
Podemos seguir hasta la siguiente caseta, o volver a la anterior, que está más
cerca; pero eso significa que tendremos que volver a recorrer el mismo camino.
Observaron la
distante mancha negra que parpadeaba en la colina; miraron a su espalda.
Decidieron seguir adelante.
Entonces
descubrieron que no sólo no eran los primeros que hollaban aquel camino, sino
que no eran los únicos que lo hacían.
Un poco más
adelante una figura de andares torpes se arrastraba miserablemente por el
camino, tambaleándose, medio cojeando, casi reptando.
Avanzaba tan
despacio que no tardaron mucho en alcanzar a la criatura, que era de metal
gastado, abollado y retorcido.
Les gruñó cuando
se aproximaban, derrumbándose en el seco polvo ardiente.
—Tanto tiempo
—gimió— tanto tiempo. Y dolor también, tanta pena, y tanto tiempo para
sufrirlo. Quizá pudiese aguantar uno u otra, aparte. Pero ambas cosas a la vez,
me matan. ¡Vaya, tú otra vez! ¡Hola!
—¿Marvin? —dijo
bruscamente Arthur, agachándose a su lado—. ¿Eres tú?
—Tú siempre
tenías una pregunta superinteligente que hacer, ¿verdad? —gimió la vieja
armadura del robot.
—¿Qué es esto?
—murmuró alarmada Fenchurch, agachándose detrás de Arthur y asiéndole del
brazo.
—Es una especie
de viejo amigo —contestó Arthur—. Yo...
—¡Amigo! —graznó
miserablemente el robot.
La palabra se perdió
en una especie de crujido, y flecos de óxido cayeron de su boca.
—Tendrás que
disculparme mientras intento recordar el significado de esa palabra. Mis bancos
de memoria ya no son lo que eran, ¿sabes?, y toda palabra que cae en desuso
durante algunos millones de años tiene que trasladarse al soporte auxiliar de
memoria. ¡Ah, ya viene!
La baqueteada
cabeza del robot se elevó un poco, bruscamente, como si recordara.
—Hummm, qué
concepto tan extraño.
Meditó un poco
más.
—No —dijo al
fin—. Me parece que nunca me he topado con ninguno. Lo siento, en eso no puedo
ayudarte.
Se arañó
patéticamente una rodilla en el polvo y luego trató de volverse apoyándose en
sus deteriorados codos.
—¿Hay, quizá,
algún último servicio que pueda prestarte? —inquirió con una especie de hueco
castañeteo—. ¿Un trozo de papel que quisieras que recogiera por ti? ¿O quizá
abrir una puerta?
Alzó la cabeza,
que rechinó en los oxidados cojines del cuello, y pareció escrutar el lejano
horizonte.
—De momento no
parece que haya puertas cercanas, pero estoy seguro de que si esperamos lo
suficiente, terminarán poniendo alguna —anunció girando despacio la cabeza para
ver a Arthur—. Podría abrirla para ti. Estoy muy acostumbrado a servir, ¿sabes?
—¿Qué le has
hecho a esta pobre criatura, Arthur? —le susurró bruscamente Fenchurch al oído.
—Nada, siempre
está así... —Insistió Arthur con tristeza.
—¡Ja! —soltó
Marvin, que repitió—: ¡ja! ¿Qué sabes tú de «siempre»? ¿Me dices «siempre» a
mí, que, debido a los estúpidos recaditos que las formas de vida orgánica como
tú me mandáis hacer a través del tiempo, soy treinta y siete veces más viejo
que el Universo mismo? Elige tus palabras con un poco más de tacto y cuidado.
Tosió con un
chirrido áspero y prosiguió:
—Olvídame, sigue
adelante y deja que siga penosamente mi camino. Por fin ya casi ha llegado mi
hora. Mi carrera llega a su meta. Espero —añadió, agitando débilmente un dedo
roto— llegar el último. Sería lo adecuado. Aquí me tienes, con un cerebro del
tamaño de...
Entre los dos le
incorporaron a pesar de sus débiles protestas e insultos. El metal estaba tan
caliente que casi se quemaron los dedos, pero el robot pesaba sorprendentemente
poco, y renqueaba fláccido entre sus brazos.
Lo llevaron por
el camino que se extendía a la izquierda de la Gran Llanura Roja de Rars hacia
la sierra circular de Quentulus Quazgar.
Arthur pretendió
dar explicaciones a Fenchurch, pero los dolientes desvaríos cibernéticos de
Marvin se lo impidieron.
Intentaron ver si
en una de las casetas había alguna pieza de repuesto y aceite suavizante, pero
Marvin se negó.
—Todo yo soy
piezas de repuesto —repetía monótonamente—. ¡Dejadme en paz! —gimió.
—Cada parte de mí
—se lamentó— se ha reemplazado por lo menos cincuenta veces... salvo... —Por un
momento pareció animarse de manera casi imperceptible. Su cabeza oscilaba entre
los dos con el esfuerzo que hacía por recordar. Al fin dijo a Arthur—:
¿Recuerdas la vez que me conociste? Me habían encomendado la extenuante tarea
intelectual de subirte al puente. Te mencioné que me dolían terriblemente todos
los diodos del lado izquierdo. Y te dije que había pedido que me pusieran otros
pero nunca lo hicieron.
Hizo una larga
pausa antes de proseguir. Lo llevaban entre los dos, bajo el sol achicharrante
que parecía que nunca iba a moverse, ni mucho menos, a ponerse.
—A ver si
adivinas qué partes de mí no se han reemplazado nunca —desafió Marvin cuando
consideró que la pausa ya había sido lo suficientemente embarazoso—. Vamos, a
ver si lo adivinas. —¡Ufff!— añadió. —¡Uf, uf, uf, uf, uf!
Finalmente
llegaron a la última caseta, sentaron a Marvin entre los dos y descansaron a la
sombra. Fenchurch compró unos gemelos para Russell con incrustaciones de
guijarros pulidos de la sierra de Quentulus Quazgar, recogidos justo debajo de
las letras de fuego en que estaba escrito el Mensaje Final de Dios a Su
Creación.
Arthur hojeó una
pequeña hilera de folletos religiosos que había en el mostrador: breves
meditaciones sobre el significado del Mensaje.
—¿Lista?
—preguntó a Fenchurch, que asintió.
Levantaron a Marvin
entre los dos.
Rodearon el pie
de la sierra de Quentulus Quazgar, y a lo largo del pico de una montaña vieron
el Mensaje escrito con letras llameantes. Había un pequeño puesto de
observación con una barandilla que cercaba la gran roca delantera, desde donde
se divisaba un buen panorama. Había un pequeño telescopio de monedas para ver
el Mensaje con detalle, pero nadie lo utilizaba porque las letras ardían con el
divino brillo de los cielos y, si se veían con un telescopio, dañaban
gravemente la retina y el nervio óptico.
Contemplaron
maravillados el Mensaje Final de Dios, y poco a poco, inefablemente, recibieron
una inmensa sensación de paz y de absoluto y definitivo conocimiento.
—Sí —dijo
Fenchurch, suspirando—. Era eso.
Llevaban
contemplándolo durante diez minutos enteros cuando se dieron cuenta de que
Marvin, derrumbado entre sus hombros, tenía problemas. El robot ya no podía
levantar la cabeza, no había leído el Mensaje. Le incorporaron, pero se quejó
de que sus circuitos de visión habían dejado de funcionar casi por completo.
Encontraron una
moneda y le ayudaron a llegar al telescopio. Se lamentó y les insultó, pero le
ayudaron a ver las letras, una a una. La primera era una «n», la segunda y la
tercera una «o» y una «s». Luego había un hueco. Después venían una «e», una
«x», una «c», una «u» y una «s».
Marvin hizo una
pausa para descansar.
Tras unos
momentos prosiguió y leyó la «a», la «m», la «o» y la «s».
Las dos palabras
siguientes eran «por» y «todas». La última era más larga, y Marvin necesitó
descansar de nuevo antes de enfrentarse con ella.
Empezaba con «I»,
y seguía con «a» y «s». A continuación venía «m» y «o», seguidas de «I» y «e»,
y luego una «s».
Tras una pausa
final, Marvin hizo acopio de fuerzas para el último tramo.
Leyó la «t», la «i»,
la «a» y, por último, la «s», antes de derrumbarse otra vez en brazos de Arthur
y Fenchurch.
—Creo —murmuró al
fin, con una voz que le salía de su corroído y rechinante tórax—, que esto me
ha sentado muy bien.
Las luces de sus
ojos se apagaron definitivamente y por última vez, para siempre.
Afortunadamente,
cerca había una caseta donde unos individuos con alas verdes alquilaban
scooters.
Nos excusamos por
todas las molestias.
Uno de los
mayores benefactores de todas las formas de vida era un hombre que no podía
concentrarse en el trabajo que tenía entre manos.
¿Brillante?
Desde luego.
¿Uno de los
principales ingenieros genéticos de su generación y de cualquier otra, incluido
un montón de los que él mismo había diseñado?
Sin duda alguna.
El problema
consistía en que tenía demasiado interés en cosas a las que no debería prestar
atención, al menos ahora mismo no, tal como le diría mucha gente.
Asimismo, y en
parte debido a ello, era de disposición bastante irritable.
De modo que
cuando amenazaron su mundo unos terribles invasores procedentes de un planeta
lejano, que aún se encontraban a mucha distancia pero que viajaban de prisa,
él, Blart Versenwald III (no se llamaba así, lo que no tiene mucha importancia,
pero sí mucho interés porque..., bueno, ése era su nombre y ya diremos más
adelante por qué resulta interesante), fue encerrado bajo vigilancia por los
dirigentes de su raza con instrucciones para diseñar una especie de
superguerreros fanáticos que resistieran y venciesen a los terribles invasores,
ordenándole que lo hiciera pronto y aconsejándole: «¡Concéntrate!»
Así que se sentó
frente a la ventana, contempló el césped veraniego y se dedicó a diseñar con
afán; pero inevitablemente había cosas que le distraían un poco, y cuando los
invasores entraron prácticamente en órbita alrededor de su mundo, había
inventado una nueva especie de supermosca que, sin ayuda, podía entrar volando
por la apertura de una ventana entreabierta, con un interruptor para los niños.
Los festejos de tan notable descubrimiento parecían destinados a una breve
vida, debido a la inminencia de la catástrofe: las naves extranjeras
aterrizando. Pero sorprendentemente, los temidos invasores que, como la mayoría
de las razas guerreras, sólo andaban revueltos porque no podían arreglar los
asuntos domésticos, quedaron asombrados por los extraordinarios descubrimientos
de Versenwald, se unieron a las celebraciones y se les convenció para que
firmasen una amplia serie de convenios comerciales y un programa de intercambio
cultural. Y, en asombrosa contradicción con la norma habitual en el desarrollo
de tales asuntos, todo el mundo interesado vivió feliz a partir de entonces.
Esta historia
tenía una moraleja, pero de momento se le ha escapado al cronista.
FIN