Es un hecho que no por habitual deja de ser interesante: El hombre parece sentir una necesidad compulsiva de marcar hitos en su pasado, de atomizar la existencia, dividirla en secciones claras y definidas. Quizás para que sean más digeribles.
Por ejemplo: La Edad Media dió paso al Renacimiento exactamente el 29 de Mayo de 1453, con la caÃda de Constantinopla ante los ejercitos turcos.
Y, sin embargo, para la mayorÃa de la gente (con la notable excepción de los propios ciudadanos de Constantinopla, claro), el dÃa anterior a la victoria turca fué exactamente igual al siguiente. Los campesinos salieron a labrar sus campos como lo habÃan hecho ayer, los pintores siguieron los cuadros que tenÃan a medio terminar si cambiar su estilo, en los monasterios rezaron las mismas oraciones (escepto en la catedral de Santa SofÃa, evidentemente), y los navegantes no cambiaron su rumbo.
De hecho, los cien años anteriores se diferenciaron muy poco de los cién siguientes. Nadie pareció apercibirse de que entraban en una nueva era.
No digo con este ejemplo que el Renacimiento fuese igual que la Edad Media. Si no que el cambio fué lento, suave, a lo largo de mucho tiempo, y que es imposible establecer una frontera definida.
Pero nos gusta poner lÃmites claros. Nos ayuda pensar que hasta aquel dÃa el mundo era uno, y el siguiente ya era otro.
De igual modo nos gusta celebrar cumpleaños: Decir "Ya soy un año más viejo que ayer", cuando solo eres un dÃa mayor. Sabes, en realidad, que no es cierto. Pero, supongo, te sirve para aclarar conceptos.
Toda esta tonterÃa pseudofilosófica viene a que, ayer, Li y yo celebramos el primer aniversario de nuestra relacción. No fué hace un año en realidad cuando esto comenzó. Ni fué un poco antes. Ni algo después tampoco.
Hace más de un año nuestra relacción era de una forma y ahora es otra distinta. Sin fronteras visibles, sin lÃmites precisos.
Pero, en cierto modo, ayer cumplimos un año. Pusimos ese pequeño hito en nuestra historia particular.