GUIA DEL AUTOESTOPISTA GALACTICO
Douglas Adams
Título
original: The Hiker’s Guide to the Galaxy
Traducción: Benito Gómez
Ibáñez
©
1979 by Douglas Adams
©
1979 Editorial Anagrama
S.A.P. de la Creu 58
Barcelona
ISBN: 84-339-1247-X
Edición digital: Sadrac
Revisión: Sadrac/Cuervo
López
y demás arlingtonianos,
por el té, la simpatía y el sofá
En los remotos e
inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la espiral de la
galaxia, brilla un pequeño y despreciable sol amarillento.
En su órbita, a
una distancia aproximada de ciento cincuenta millones de kilómetros, gira un
pequeño planeta totalmente insignificante de color azul verdoso cuyos
pobladores, descendientes de los simios, son tan asombrosamente primitivos que
aún creen que los relojes de lectura directa son de muy buen gusto.
Este planeta
tiene, o mejor dicho, tenía el problema siguiente: la mayoría de sus habitantes
eran infelices durante casi todo el tiempo. Muchas soluciones se sugirieron
para tal problema, pero la mayor parte de ellas se referían principalmente a
los movimientos de pequeños trozos de papel verde; cosa extraña, ya que los
pequeños trozos de papel verde no eran precisamente quienes se sentían
infelices.
De manera que
persistió el problema; muchos eran humildes y la mayoría se consideraban
miserables, incluso los que poseían relojes de lectura directa.
Cada vez eran más
los que pensaban que, en primer lugar, habían cometido un gran error al bajar
de los árboles. Y algunos afirmaban que lo de los árboles había sido una
equivocación, y que nadie debería haber salido de los mares.
Y entonces, un
jueves, casi dos mil años después de que clavaran a un hombre a un madero por
decir que, para variar, sería estupendo ser bueno con los demás, una muchacha
que se sentaba sola en un pequeño café de Rickmansworth comprendió de pronto lo
que había ido mal durante todo el tiempo, y descubrió el medio por el que el
mundo podría convertirse en un lugar tranquilo y feliz. Esta vez era cierto,
daría resultado y no habría que clavar a nadie a ningún sitio.
Lamentablemente,
sin embargo, antes de que pudiera llamar por teléfono para contárselo a
alguien, ocurrió una catástrofe terrible y estúpida y la idea se perdió para
siempre.
Esta no es la
historia de la muchacha.
Sino la de
aquella catástrofe terrible y estúpida, y la de algunas de sus consecuencias.
También es la
historia de un libro, titulado Guía del autoestopista galáctico; no se trata de
un libro terrestre, pues nunca se publicó en la Tierra y, hasta que ocurrió la
terrible catástrofe, ningún terrestre lo vio ni oyó hablar de él.
No obstante, es
un libro absolutamente notable.
En realidad,
probablemente se trate del libro más notable que jamás publicaran las grandes
compañías editoras de la Osa Menor, de las cuales tampoco ha oído hablar
terrestre alguno.
Y no sólo es un
libro absolutamente notable, sino que también ha tenido un éxito enorme: es más
famoso que las Obras escogidas sobre el cuidado del hogar espacial, más vendido
que las Otras cincuenta y tres cosas que hacer en gravedad cero, y más polémico
que la trilogía de devastadora fuerza filosófica de Oolon Colluphid En qué se
equivocó Dios, Otros grandes errores de Dios y Pero ¿quién es ese tal Dios?
En muchas de las
civilizaciones más tranquilas del margen oriental exterior de la galaxia, la
Guía del autoestopista ya ha sustituido a la gran Enciclopedia galáctica como
la fuente reconocida de todo el conocimiento y la sabiduría, porque si bien
incurre en muchas omisiones y contiene abundantes hechos de autenticidad
dudosa, supera a la segunda obra, más antigua y prosaica, en dos aspectos
importantes.
En primer lugar,
es un poco más barata; y luego, grabada en la portada con simpáticas letras
grandes, ostenta la leyenda:
NO SE ASUSTE.
Pero la historia de
aquel jueves terrible y estúpido, la narración de sus consecuencias
extraordinarias y el relato de cómo tales consecuencias están indisolublemente
entrelazadas con ese libro notable, comienza de manera muy sencilla.
Empieza con una
casa.
1
La casa se alzaba
en un pequeño promontorio, justo en las afueras del pueblo. Estaba sola y daba
a una ancha extensión cultivable de la campiña occidental. No era una casa
admirable en sentido alguno; tenía unos treinta años de antigüedad, era
achaparrada más bien cuadrada, de ladrillo, con cuatro ventanas en la fachada
delantera y de tamaño y proporciones que conseguían ser bastante desagradables
a la vista.
La única persona
para quien la casa resultaba en cierto modo especial, era Arthur Dent, y ello
sólo porque daba la casualidad de que era el único que vivía en ella. La había
habitado durante tres años, desde que se mudó de Londres, donde se irritaba y
se ponía nervioso. También tenía unos treinta años; era alto y moreno, y nunca
se sentía enteramente a gusto consigo mismo. Lo que más solía preocuparle era
el hecho de que la gente le preguntara siempre por qué tenía un aspecto tan
preocupado. Trabajaba en la emisora local de radio, y solía decir a sus amigos
que su actividad era mucho más interesante de lo que ellos probablemente
pensaban.
El miércoles por
la noche había llovido mucho y el camino estaba húmedo y embarrado, pero el
jueves por la mañana había un sol claro y brillante que, según iba a resultar,
lucía sobre la casa de Arthur por última vez.
Aún no se le
había comunicado a Arthur en forma debida que el ayuntamiento quería derribarla
para construir en su lugar una vía de circunvalación.
A las ocho de la
mañana de aquel jueves, Arthur no se encontraba muy bien. Se despertó con los
ojos turbios, se levantó, deambuló agotado por la habitación, abrió una
ventana, vio un bulldozer, encontró las zapatillas y, dando un traspiés, se
encaminó al baño para lavarse.
Pasta de dientes
en el cepillo: ya, a frotar.
Espejo para
afeitarse: apuntaba al cielo. Lo acopló. Durante un momento el espejo reflejó
otro bulldozer por la ventana del baño. Convenientemente ajustado, reflejó la
encrespada barba de Arthur. Se afeitó, se lavó, se secó y, dando trompicones,
se dirigió a la cocina con idea de hallar algo agradable que llevarse a la
boca.
Cafetera,
enchufe, nevera, leche, café. Bostezo.
Por un momento,
la palabra «bulldozer» vagó por su mente en busca de algo relacionado con ella.
El bulldozer que
se veía por la ventana de la cocina era muy grande.
Lo miró
fijamente.
«Amarillo»,
pensó, y fue tambaleándose a su habitación para vestirse.
Al pasar por el
baño se detuvo para beber un gran vaso de agua, y luego otro. Empezó a
sospechar que tenía resaca. ¿Por qué tenía resaca? ¿Había bebido la noche
anterior? Supuso que así debió ser. Atisbó un destello en el espejo de
afeitarse.
«Amarillo»,
pensó, y siguió su camino vacilante hacia la habitación.
Se detuvo a
reflexionar. La taberna, pensó. ¡Santo Dios, la taberna! Vagamente recordó
haberse enfadado por algo que parecía importante. Se lo estuvo explicando a la
gente, y más bien sospechó que se lo había contado con gran detalle: su
recuerdo visual más nítido era el de miradas vidriosas en las caras de los
demás. Acababa de descubrir algo sobre una nueva vía de circunvalación. Habían
circulado rumores durante meses, pero nadie parecía saber nada al respecto.
Ridículo. Bebió un trago de agua.
Eso ya se
arreglaría solo, concluyó; nadie quería una vía de circunvalación, y el
ayuntamiento no tenía en qué basar sus pretensiones. El asunto se arreglaría
por sí solo.
Pero qué
espantosa resaca le había producido. Se miró en la luna del armario. Sacó la
lengua.
«Amarilla»,
pensó.
La palabra
amarillo vagó por su mente en busca de algo relacionado con ella.
Quince segundos
después había salido de la casa y estaba tumbado delante de un enorme bulldozer
amarillo que avanzaba por el sendero del jardín.
Mister L. Prosser
era, como suele decirse, muy humano. En otras palabras, era un organismo basado
en el carbono, bípedo, y descendiente del mono. Más concretamente, tenía
cuarenta años, era gordo y despreciable y trabajaba para el ayuntamiento de la
localidad. Cosa bastante curiosa, aunque él lo ignoraba, era que descendía por
línea masculina directa de Gengis Kan, si bien las generaciones intermedias y la
mezcla de razas habían escamoteado sus genes de tal manera que no poseía rasgos
mongoloides visibles, y los únicos vestigios que aún conservaba mister L.
Prosser de su poderoso antepasado eran una pronunciada corpulencia en torno a
la barriga y cierta predilección hacia pequeños gorros de piel.
De ningún modo
era un gran guerrero; en realidad, era un hombre nervioso y preocupado. Aquel
día estaba especialmente nervioso y preocupado porque había topado con una
dificultad grave en su trabajo, que consistía en quitar de en medio la casa de
Arthur Dent antes de que acabara el día.
—Vamos, mister
Dent —dijo—, usted sabe que no puede ganar. No puede estar tumbado delante del
bulldozer de manera indefinida.
Intentó dar un
brillo fiero a su mirada, pero sus ojos no le respondieron.
Arthur siguió
tumbado en el suelo y le lanzó una réplica desconcertante.
—Bueno —dijo—; ya
veremos quién se achata antes.
—Me temo que
tendrá que aceptarlo —repuso mister Prosser, empuñando su gorro de piel y
colocándoselo del revés en la coronilla—. ¡Esa vía de circunvalación debe
construirse y se construirá!
—Es la primera
noticia que tengo —afirmó Arthur—. ¿Por qué tiene que construirse?
Mister Prosser
agitó el dedo durante un rato delante de Arthur; luego dejó de hacerlo y lo
retiró.
—¿Qué quiere
decir con eso de por qué tiene que construirse? —le preguntó a su vez—. Se
trata de una vía de circunvalación. Y hay que construir vías de circunvalación.
Las vías de
circunvalación son artificios que permiten a ciertas personas pasar con mucha
rapidez de un punto A a un punto B, mientras que otras avanzan a mucha
velocidad desde el punto B al punto A. La gente que vive en un punto C, justo
en medio de los otros dos, suele preguntarse con frecuencia por la gran
importancia que debe tener el punto A para que tanta gente del punto B tengan
tantas ganas de ir para allá, y qué interés tan grande tiene el punto B para
que tanta gente del punto A sienta tantos deseos de acudir a él. A menudo
ansían que las personas descubran de una vez para siempre el lugar donde
quieren quedarse.
Mister Prosser
quería ir a un punto D. El punto D no estaba en ningún sitio en especial, sólo
se trataba de cualquier punto conveniente que se encontrara a mucha distancia
de los puntos A, B y C. Llegaría a tener una bonita casita de campo en el punto
D, con hachas encima de la puerta, y pasaría una agradable cantidad de tiempo
en el punto E, donde estaría la taberna más próxima al punto D. Su mujer, por
supuesto, quería rosales trepadores, pero él prefería hachas. No sabía por qué;
sólo que le gustaban las hachas. Se ruborizó profundamente ante las muecas
burlonas de los conductores de los bulldozers.
Empezó a apoyarse
en un pie y luego en otro, pero estaba igualmente incómodo descargando el peso
en cualquiera de los dos. Estaba claro que alguien había sido sumamente
incompetente, y esperaba por lo más sagrado que no hubiera sido él.
—Tenía usted
derecho a hacer sugerencias o a presentar objeciones a su debido tiempo, ¿sabe?
—dijo mister Prosser.
—¿A su debido
tiempo? —gritó Arthur—. ¡A su debido tiempo! La primera noticia que he tenido
fue ayer, cuando vino un obrero a mi casa. Le pregunté si venía a limpiar las
ventanas y me contestó que no, que venía a derribar mi casa. No me lo dijo
inmediatamente, desde luego. Claro que no. Primero me limpió un par de ventanas
y me cobró cinco libras. Luego me lo dijo.
—Pero mister
Dent, los planos han estado expuestos en la oficina de planificación local
desde hace nueve meses.
—¡Ah, claro! Ayer
por la tarde, en cuanto me enteré, fui corriendo a verlos. No se ha excedido
usted precisamente en llamar la atención hacia ellos, ¿verdad que no? Me
refiero a decírselo realmente a alguien, o algo así.
—Pero los planos
estaban a la vista...
—¿A la vista? Si
incluso tuve que bajar al sótano para verlos.
—Ahí está el
departamento de exposición pública.
—Con una
linterna.
—Bueno,
probablemente se había ido la luz.
—Igual que en las
escaleras.
—Pero bueno,
encontró el aviso, ¿no?
—Sí —contestó
Arthur—, lo encontré. —Estaba a la vista en el fondo de un archivador cerrado
con llave y colocado en un lavabo en desuso en cuya puerta había un letrero que
decía: Cuidado con el leopardo.
Por el cielo pasó
una nube. Arrojó una sombra sobre Arthur Dent, que estaba tumbado en el barro
frío, apoyado en el codo. Arrojó otra sombra sobre la casa de Arthur Dent.
Mister Prosser frunció el ceño.
—No parece que
sea una casa particularmente bonita —afirmó.
—Lo siento, pero
da la casualidad de que a mí me gusta.
—Le gustará la
vía de circunvalación.
—¡Cállese ya!
—exclamó Arthur Dent—. Cállese, márchese y llévese con usted su condenada vía
de circunvalación. No tiene en qué basar sus pretensiones, y usted lo sabe.
Mister Prosser
abrió y cerró la boca un par de veces mientras su imaginación se llenaba por un
momento de visiones inexplicables, pero horriblemente atractivas, de la casa de
Arthur Dent consumida por las llamas y del propio Arthur gritando y huyendo a
la carrera de las ruinas humeantes con al menos tres pesadas lanzas
sobresaliendo en su espalda. Mister Prosser se veía incomodado con frecuencia
por imágenes parecidas, que le ponían muy nervioso. Tartamudeó un momento, pero
logró dominarse.
—Mister Dent
—dijo.
—¡Hola! ¿Sí?
—dijo Arthur.
—Voy a
proporcionarle cierta información objetiva. ¿Tiene usted alguna idea del daño
que sufriría ese bulldozer si yo permitiera que simplemente le pasara a usted
por encima?
—¿Cuánto?
—inquirió Arthur.
—Ninguno en
absoluto —respondió mister Prosser, apartándose nervioso y frenético y
preguntándose por qué le invadían el cerebro mil jinetes greñudos que no
dejaban de aullar.
Por una
coincidencia curiosa, ninguno en absoluto era exactamente el recelo que el
descendiente de los simios llamado Arthur Dent abrigaba de que uno de sus
amigos más íntimos no descendiera de un mono, sino que en realidad procediese
de un pequeño planeta próximo a Betelgeuse, y no de Guilford, como él afirmaba.
Eso jamás lo
había sospechado Arthur Dent.
Su amigo había
llegado por primera vez al planeta Tierra unos quince años antes, y había
trabajado mucho para adaptarse a la sociedad terrestre; y con cierto éxito,
habría que añadir. Por ejemplo, se había pasado esos quince años fingiendo ser
un actor sin trabajo, cosa bastante plausible.
Pero, por descuido, había cometido un error al quedarse un poco corto en sus investigaciones preparatorias. La información que había obtenido le llevó a escoger el nombre de «Ford Prefect» en la creencia de que era muy poco llamativo.
No era
exageradamente alto, y sus facciones podían ser impresionantes pero no muy
atractivas. Tenía el pelo rojo y fuerte, y se lo peinaba hacia atrás desde las
sienes. Parecía que le habían estirado la piel desde la nariz hacia atrás.
Había algo raro en su aspecto, pero resultaba difícil determinar qué era. Quizá
consistiese en que no parecía parpadear con la frecuencia suficiente, y cuando
le hablaban durante cierto tiempo, los ojos de su interlocutor empezaban a
lagrimear. O tal vez fuese que sonreía con muy poca delicadeza y le daba a la
gente la enervante impresión de que estaba a punto de saltarles al cuello.
A la mayoría de
los amigos que había hecho en la Tierra les parecía una persona excéntrica,
pero inofensiva; un bebedor turbulento con algunos hábitos extraños. Por
ejemplo, solía irrumpir sin que lo invitaran en fiestas universitarias, donde
se emborrachaba de mala manera y empezaba a burlarse de cualquier astrofísico
que pudiera encontrar hasta que lo echaban a la calle.
A veces se
apoderaban de él extraños estados de ánimo; se quedaba distraído, mirando al
cielo como si estuviera hipnotizado, hasta que alguien le preguntaba qué estaba
haciendo. Entonces parecía sentirse culpable durante un momento; luego se
tranquilizaba y sonreía.
—Pues buscaba
algún platillo volante —solía contestar en broma, y todo el mundo se echaba a
reír y le preguntaba qué clase de platillos volantes andaba buscando.
—¡Verdes!
—contestaba con una mueca perversa; lanzaba una carcajada estrepitosa y luego
arrancaba de pronto hacia el bar más próximo, donde invitaba a una ronda a todo
el mundo.
Esas noches
solían acabar mal. Ford se ponía ciego de whisky, se acurrucaba en un rincón
con alguna chica y le explicaba con frases inconexas que en realidad no
importaba tanto el color de los platillos volantes.
A continuación,
echaba a andar por la calle, tambaleándose y semi-paralítico, preguntando a los
policías con los que se cruzaba si conocían el camino de Betelgeuse. Los
policías solían decirle algo así:
—¿No cree que ya
va siendo hora de que se vaya a casa, señor?
—De eso se trata,
quiero recogerme —respondía Ford de manera invariable en tales ocasiones.
En realidad, lo
que verdaderamente buscaba cuando miraba al cielo con aire distraído, era
cualquier clase de platillo volante. Decía que buscaba uno verde porque ése era
tradicionalmente el color de los exploradores comerciales de Betelgeuse.
Ford Prefect
estaba desesperado porque no llegaba ningún platillo volante; quince años era
mucho tiempo para andar perdido en cualquier parte, especialmente en un sitio
tan sobrecogedoramente aburrido como la Tierra.
Ford ansiaba que
pronto apareciese un platillo volante, pues sabía cómo hacer señales para que
bajaran y conseguir que lo llevaran. Conocía la manera de ver las Maravillas
del Universo por menos de treinta dólares altairianos al día.
En realidad, Ford
Prefect era un investigador itinerante de ese libro absolutamente notable, la
Guía del autoestopista galáctico.
Los seres humanos
se adaptan muy bien a todo, y a la hora del almuerzo había arraigado una serena
rutina en los alrededores de la casa de Arthur. Este interpretaba el papel de
rebozarse la espalda en el barro, solicitando de vez en cuando ver a su abogado
o a su madre, o pidiendo un buen libro, mister Prosser asumía la función de
atacar a Arthur con algunas maniobras nuevas, soltándole de cuando en cuando un
discurso sobre «el bien común», «la marcha del progreso», «ya sabe que una vez
derribaron mi casa», «nunca se debe mirar atrás» y otros camelos y amenazas; y
el quehacer de los conductores de los Bulldozer era sentarse en corro bebiendo
café y haciendo experimentos con las normas del sindicato para ver si podían
sacar ventajas económicas de la situación.
La Tierra se
movía despacio en su trayectoria diurna.
El Sol empezaba a
secar el barro sobre el que Arthur estaba tumbado.
Una sombra volvió
a cruzar sobre él.
—Hola, Arthur
—dijo la sombra.
Arthur levantó la
vista y, guiñando los ojos para protegerse del sol, vio que Ford Prefect estaba
de pie a su lado.
—¡Hola, Ford!,
¿cómo estás?
—Muy bien
—contesto Ford—. Oye, ¿estás ocupado?
—¡Que si estoy
ocupado! —exclamó Arthur—. Bueno, ahí están todos esos Bulldozer, y tengo que
tumbarme delante de ellos porque si no derribarían mi casa; pero aparte de
eso... pues no especialmente, ¿por qué?
En Betelgeuse no
conocen el sarcasmo. Y Ford Prefect no solía captarlo a menos que se concentrara.
—Bien, ¿podemos
hablar en algún sitio? —preguntó.
—¿Cómo? —repuso
Arthur Dent.
Durante unos
segundos pareció que Ford le ignoraba, pues se quedó con la vista fija en el
cielo como un conejo que tratase de que lo atropellara un coche. Luego, de
pronto, se puso en cuclillas junto a Arthur.
—Tenemos que
hablar —le dijo en tono apremiante.
—Muy bien —le
contestó Arthur—, hablemos.
—Y beber —añadió
Ford—. Es de importancia vital que hablemos y bebamos. Ahora mismo. Vamos a la
taberna del pueblo.
Volvió a mirar al
cielo, nervioso, expectante.
—¡Pero es que no
entiendes! —gritó Arthur. Señaló a Prosser—. ¡Ese hombre quiere derribar mi
casa!
Ford le miró,
perplejo.
—Bueno, puede
hacerlo mientras tú no estás, ¿no? —sugirió.
—¡Pero no quiero
que lo haga!
—¡Ah!
—Oye, Ford, ¿qué
es lo que te pasa? —preguntó Arthur.
—Nada. No me pasa
nada. Escúchame, tengo que decirte la cosa más importante que hayas oído jamás.
He de contártela ahora mismo, y debo hacerlo en el bar Horse and Groom.
—Pero ¿por qué?
—Porque vas a
necesitar una copa bien cargada.
Ford miró
fijamente a Arthur, que se quedó asombrado al comprobar que su voluntad
comenzaba a debilitarse. No comprendía que ello era debido a un viejo juego
tabernario que Ford aprendió a jugar en los puertos del hiperespacio que
abastecían a las zonas mineras de madranita en el sistema estelar de Orión
Beta.
Tal juego no se
diferenciaba mucho del juego terrestre denominado «lucha india», y se jugaba
del modo siguiente:
Dos contrincantes
se sentaban a cada extremo de una mesa con un vaso enfrente de cada uno.
Entre ambos se
colocaba una botella de aguardiente janx (el que inmortalizó la antigua canción
minera de Orión: «¡Oh!, no me des más de ese añejo aguardiente janx / No, no me
des más de ese añejo aguardiente janx / Pues mi cabeza echará a volar, di
lengua mentirá, mis ojos arderán y me pondré a morir / No me pongas otra copa
de ese pecaminoso aguardiente añejo janx»).
Cada adversario
concentraba su voluntad en la botella, tratando de inclinarla para echar
aguardiente en el vaso de su oponente, quien entonces tenía que beberlo.
La botella se
llenaba de nuevo. El juego comenzaba otra vez. Y otra.
Una vez que se
empezaba a perder, lo más probable es que se siguiera perdiendo, porque uno de
los efectos del aguardiente janx es el debilitamiento de las facultades
telequinésicas.
En cuanto se
consumía una cantidad establecida de antemano, el perdedor debía pagar una
prenda, que normalmente era obscenamente biológica.
A Ford Prefect le
gustaba perder.
Ford miraba
fijamente a Arthur, quien empezó a pensar que, después de todo, tal vez
quisiera ir al Horse and Groom.
—¿Y qué hay de mi
casa...? —preguntó en tono quejumbroso.
Ford miró a
mister Prosser, y de pronto se le ocurrió una idea atroz.
—¿Quiere derribar
tu casa?
—Sí, quiere
construir...
—¿Y no puede
hacerlo porque estás tumbado delante de su bulldozer?
—Sí, y...
—Estoy seguro de
que podremos llegar a un acuerdo —afirmó Ford, y añadió gritando—: ¡Disculpe
usted!
Mister Prosser
(que estaba discutiendo con un portavoz de los conductores de los bulldozers
sobre si Arthur Dent constituía o no un caso patológico y, en caso afirmativo,
cuánto deberían cobrar ellos) miró en torno suyo. Quedó sorprendido y se alarmó
un tanto al ver que Arthur tenía compañía.
—¿Sí? ¡Hola!
—contesto —¿Ya ha entrado mister Dent en razón?
—¿Podemos
suponer, de momento —le respondió Ford—, que no lo ha hecho?
—¿Y bien?
—suspiró mister Prosser.
—¿Y podemos
suponer también —prosiguió Ford— que va a pasarse aquí todo el día?
—¿Y qué?
—¿Y que todos sus
hombres van a quedarse aquí todo el día sin hacer nada?
—Pudiera ser,
pudiera ser...
—Bueno, pues si
en cualquier caso usted se ha resignado a no hacer nada, no necesita realmente
que Arthur esté aquí tumbado todo el tiempo, ¿verdad?
—¿Cómo?
—No necesita
—repitió pacientemente Ford —realmente que se quede aquí.
Mister Prosser lo
pensó.
—Pues no; de esa
manera... —dijo—, no lo necesito exactamente...
Prosser estaba
preocupado. Pensó que uno de los dos no estaba muy en sus cabales.
—De manera que si
usted se hace a la idea de que Arthur está realmente aquí —le propuso Ford—,
entonces él y yo podríamos marcharnos media hora a la taberna. ¿Qué le parece?
Mister Prosser
pensó que le parecía una absoluta majadería.
—Me parece muy
razonable... —dijo en tono tranquilizador, preguntándose a quién trataba de
tranquilizar.
—Y si después
quiere usted echarse un chispazo al coleto —le dijo Ford—, nosotros podríamos
sustituirle.
—Muchísimas
gracias —repuso mister Prosser, que ya no sabía cómo seguir el juego—.
Muchísimas gracias, sí, es muy amable...
Frunció el ceño,
sonrió, trató de hacer las dos cosas a la vez, no lo consiguió, agarró su
sombrero de piel y caprichosamente se lo colocó del revés en la coronilla. Sólo
podía suponer que había ganado.
—De modo que
—prosiguió Ford Prefect— si hace el favor de acercarse y tumbarse en el
suelo...
—¿Cómo? —inquirió
mister Prosser.
—¡Ah!, lo siento
—se disculpó Ford—; tal vez no me haya explicado con la claridad suficiente.
Alguien tiene que tumbarse delante de los bulldozers, ¿no es así? Si no, no
habría nada que les impidiese derribar la casa de mister Dent ¿verdad?
—¿Cómo? —repitió
mister Prosser.
—Es muy sencillo
—explicó Ford—. Mi cliente, mister Dent, afirma que se levantará del barro con
la única condición de que usted venga a ocupar su puesto.
—¿Qué estás
diciendo? —le preguntó Arthur, pero Ford le dio con el pie para que guardara
silencio.
—¿Quiere usted
—preguntó Prosser, deletreando para sí aquella idea nueva— que vaya a tumbarme
ahí...?
—Sí.
—¿Delante del
bulldozer?
—Sí.
—En el puesto de
mister Dent.
—Sí.
—En el barro.
—En el barro, tal
como dice usted.
En cuanto mister
Prosser comprendió que, después de todo, iba a ser el verdadero perdedor, fue
como si se quitara un peso de los hombros: eso se parecía más a las cosas del mundo
que él conocía. Exhaló un suspiro.
—¿A cambio de lo
cual se llevará usted a mister Dent a la taberna?
—Eso es —dijo
Ford—; eso es exactamente.
Mister Prosser
dio unos pasos nerviosos hacia delante y se detuvo.
—¿Prometido?
—preguntó.
—Prometido —contesto
Ford. Se volvió a Arthur.
—Vamos —le dijo—,
levántate y deja que se tumbe este señor.
Arthur se puso en
pie con la sensación de que estaba soñando.
Ford hizo una
seña a Prosser que, con expresión triste y maneras torpes, se sentó en el
barro. Sintió que toda su vida era una especie de sueño, preguntándose a quién
pertenecería dicho sueño y si lo estaría pasando bien. El barro le envolvió el
trasero y los brazos y penetró en sus zapatos.
Ford le lanzó una
mirada severa.
—Y nada de
derribar a escondidas la casa de mister Dent mientras él está fuera,
¿entendido? —le dijo.
—Ni siquiera he
empezado a especular —gruñó mister Prosser, tendiéndose de espaldas— con la más
mínima posibilidad de que esa idea se me pase por la cabeza.
Vio acercarse al
representante sindical de los conductores de los bulldozers, dejó caer la
cabeza y cerró los ojos. Trataba de poner en orden sus pensamientos para
demostrar que él no constituía un caso patológico. Aunque no estaba muy seguro,
porque le parecía tener la cabeza llena de ruidos, de caballos, de humo y del
hedor de la sangre. Eso le ocurría siempre que se sentía confundido o
desdichado, y nunca se lo había podido explicar a sí mismo. En una alta
dimensión de la que nada conocemos, el poderoso Kan aulló de rabia, pero mister
Prosser sólo se quejó y sufrió un leve temblor. Empezó a sentir un escozor
húmedo detrás de los párpados. Errores burocráticos, hombres furiosos tendidos
en el barro, desconocidos incomprensibles infligiendo humillaciones
inexplicables y un extraño ejército de jinetes que se reían de él dentro de su
cabeza... ¡vaya día!
—¡Vaya día! Ford
sabía que no importaba lo más mínimo que derribaran o no la casa de Arthur.
Arthur seguía muy
preocupado.
—Pero ¿podemos
confiar en él? —preguntó.
—Yo confío en él
hasta que la Tierra se acabe —le contestó Ford.
—¿Ah, sí? —repuso
Arthur—. ¿Y cuánto tardará eso?
—Unos doce
minutos —sentenció Ford—. Vamos, necesito un trago.
2
Esto es lo que la
Enciclopedia Galáctica dice respecto al alcohol. Afirma que es un líquido incoloro
y evaporable producido por la fermentación de azúcares, y asimismo observa sus
efectos intoxicantes sobre ciertos organismos basados en el carbono.
La Guía del
autoestopista galáctico también menciona el alcohol. Dice que la mejor bebida
que existe es el detonador gargárico pangaláctico.
Dice que el
efecto producido por una copa de detonador gargárico pangaláctico es como que
le aplasten a uno los sesos con una raja de limón doblada alrededor de un gran
lingote de oro.
La Guía también
indica en qué planetas se prepara el mejor detonador gargárico pangaláctico,
cuánto hay que pagar por una copa y qué organizaciones voluntarias existen para
ayudarle a uno a la rehabilitación posterior.
La Guía señala
incluso la manera en que puede prepararse dicha bebida:
«Eche el
contenido de una botella de aguardiente añejo Janx.
»Añada una medida
de agua de los mares de Santraginus V. ¡Oh, el agua del mar de Santraginus!
¡¡¡Oh, el pescado de las aguas santragineas!!!
»Deje que se
derritan en la mezcla (debe estar bien helada o se perderá la bencina) tres
cubos de megaginebra arcturiana.
»Agregue cuatro
litros de gas de las marismas falianas y deje que las burbujas penetren en la
mezcla, en memoria de todos los felices vagabundos que han muerto de placer en
las Marismas de Falia.
»En el dorso de
una cuchara de plata vierta una medida de extracto de Hierbahiperbuena de
Qualactina, saturada de todos los fragantes olores de las oscuras zonas
qualactinas, levemente suaves y místicos.
»Añada el diente
de un suntiger algoliano. Observe cómo se disuelve, lanzando el brillo de los
soles algolianos a lo más hondo del corazón de la bebida.
»Rocíela con
Zamfuor.
»Añada una
aceituna.
»Bébalo...,
pero... con mucho cuidado...»
La Guía del
autoestopista galáctico se vende mucho más que la Enciclopedia Galáctica.
—Seis pintas de
cerveza amarga —pidió Ford Prefect al tabernero del Horse and Groom— Y dése
prisa, por favor, el mundo está a punto de acabarse.
El tabernero del
Horse and Groom no se merecía esa forma de trato: era un anciano digno. Se alzó
las gafas sobre la nariz y parpadeó hacia Ford Prefect, que lo ignoró y miró
fijamente por la ventana, de modo que el tabernero observó a Arthur, quien se
encogió de hombros con expresión de impotencia y no dijo nada. Así que el
tabernero dijo:
—¡Ah, sí! Hace
buen tiempo para eso, señor.
Y empezó a tirar
la cerveza. Volvió a intentarlo.
—Entonces, ¿va a
ver el partido de esta tarde?
Ford se volvió
para mirarle.
—No, no es
posible —dijo, y volvió a mirar por la ventana.
—¿Y eso se debe a una conclusión inevitable a la que ha llegado usted, señor? —inquirió el tabernero—. ¿No tiene ni una posibilidad el Arsenal?
—No, no —contesto Ford—, es que el mundo está a punto de acabarse.
—Claro, señor
—repuso el tabernero, mirando esta vez a Arthur por encima de las gafas— ya lo
ha dicho. Si eso ocurre, el Arsenal tendrá suerte y se salvará.
Ford volvió a
mirarle con auténtica sorpresa.
—No, no se
salvará —replicó frunciendo el entrecejo.
El tabernero
respiró fuerte.
—Ahí tiene,
señor, seis pintas —dijo.
Arthur le sonrió
débilmente y volvió a encogerse de hombros.
Se dio la vuelta
y lanzó una leve sonrisa a los demás clientes de la taberna por si alguno de
ellos había oído algo de lo que pasaba.
Ninguno de ellos
se había enterado, y ninguno comprendió por qué les sonreía.
El hombre que se
sentaba frente a la barra al lado de Ford miró a los dos hombres y luego a las
seis cervezas, hizo un rápido cálculo aritmético, llegó a una conclusión que
fue de su agrado y les sonrió con una mueca estúpida y esperanzada.
—Olvídelo, son
nuestras —le dijo Ford, lanzándole una mirada que habría enviado de nuevo a sus
asuntos a un suntiger algoliano.
Ford dio un
palmetazo en la barra con un billete de cinco libras.
—Quédese con el
cambio —dijo.
—¡Cómo! ¿De cinco
libras? Gracias, señor.
—Le quedan diez
minutos para gastarlo.
El tabernero,
simplemente, decidió retirarse un rato.
—Ford —dijo
Arthur—, ¿querrías decirme qué demonios pasa, por favor?
—Bebe —repuso
Ford—, te quedan tres pintas.
—¿Tres pintas?
—dijo Arthur—. ¿A la hora del almuerzo?
El hombre que
estaba al lado de Ford sonrió y meneó la cabeza de contento. Ford le ignoró.
—El tiempo es una
ilusión —dijo—. Y la hora de comer, más todavía.
—Un pensamiento
muy profundo —dijo Arthur—. Deberías enviarlo al Reader's Digest. Tiene una
página para gente como tú.
—Bebe.
—¿Y por qué tres
pintas de repente?
La cerveza relaja
los músculos; vas a necesitarlo.
—¿Relaja los
músculos?
—Relaja los
músculos.
Arthur miró
fijamente su cerveza.
—¿Es que he hecho
hoy algo malo? —dijo—, ¿o es que el mundo siempre ha sido así y yo he estado
demasiado metido en mí mismo para darme cuenta?
—De acuerdo —dijo
Ford—. Trataré de explicártelo. ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos?
—¿Cuánto tiempo?
—Arthur se puso a pensarlo—. Pues unos cinco años, quizá seis. En su momento,
la mayoría de ellos parecieron tener sentido.
—Muy bien —dijo
Ford—. ¿Cómo reaccionarías si te dijera que después de todo no soy de Guilford,
sino de un planeta pequeño que está cerca de Betelgeuse?
Arthur se encogió
de hombros con cierta indiferencia.
—No lo sé
—contesto, bebiendo un trago de cerveza—. ¡Pero bueno! ¿Crees que eso que dices
es propio de ti?
Ford se rindió.
En realidad no valía la pena molestarse de momento, ahora que se acercaba el
fin del mundo. Se limitó a decir:
—Bebe.
Y con un tono
enteramente objetivo, añadió:
—El mundo está a
punto de acabarse.
Arthur lanzó a
los demás clientes otra sonrisa débil. Le miraron con el ceño fruncido. Un
hombre le hizo senas para que dejara de sonreírles y se dedicara a sus asuntos.
—Debe ser jueves
—dijo Arthur para sí, inclinándose sobre la cerveza—. Nunca puedo aguantar la
resaca de los jueves.
3
Aquel jueves en
particular, una cosa se movía silenciosamente por la ionosfera a muchos
kilómetros por encima de la superficie del planeta; varias cosas, en realidad,
unas cuantas docenas de enormes cosas en forma de gruesas rebanadas amarillas,
tan grandes como edificios de oficinas y silenciosas como pájaros. Planeaban
con desenvoltura, calentándose con los rayos electromagnéticos de la estrella
Sol, esperando su oportunidad, agrupándose, preparándose.
El planeta que
tenían bajo ellos era casi absolutamente ajeno a su presencia, que era
precisamente lo que ellos pretendían por el momento. Las enormes cosas
amarillas pasaron inadvertidas por Goonhilly, sobrevolaron Cabo Cañaveral sin
que las detectaran; Woomera y Jodrell Bank las miraron sin verlas, lo que era
una lástima porque eso era exactamente lo que habían estado buscando durante
todos aquellos años.
El único sitio en
el que se registró su paso fue en un pequeño aparato negro llamado Subeta
Sensomático, que se limitó a hacer un guiño silencioso. Estaba guardado en la
oscuridad, dentro de un bolso de cuero que Ford Prefect solía llevar colgado al
cuello. Efectivamente, el contenido del bolso de Ford Prefect era muy
interesante, y a cualquier físico terrestre se le habrían saltado los ojos de
las órbitas sólo con verlo, razón por la cual su dueño siempre lo ocultaba
poniendo encima unos manoseados guiones de obras que supuestamente estaba
ensayando. Aparte del Subeta Sensomático y de los guiones, tenía un Pulgar
Electrónico: una varilla gruesa, corta y suave, de color negro, provista en un
extremo de dos interruptores planos y unos cuadrantes; también tenía un aparato
que parecía una calculadora electrónica más bien grande. Estaba equipada de un
centenar de diminutos botones planos y de una pantalla de unos diez centímetros
cuadrados en la que en un momento podía verse cualquier cara de su millón de
«páginas». Tenía un aspecto demencialmente complicado, y ésa era una de las
razones por las cuales estaba escrito en la cubierta de plástico que lo tapaba
las palabras NO SE ASUSTE con caracteres grandes y agradables. La otra razón
consistía en que tal aparato era el libro más notable que habían publicado las
grandes compañías editoras de Osa Menor: la Guía del Autoestopista galáctico.
El motivo por el que se publicó en forma de micro submesón electrónico, era
porque, si se hubiera impreso como un libro normal, un autoestopista interestelar
habría necesitado varios edificios grandes e incómodos para transportarlo.
Debajo del libro,
Ford Prefect llevaba en el bolso unos biros, un cuaderno de notas y una amplia
toalla de baño de Marks y Spencer.
La Guía del
autoestopista galáctico tiene varias cosas que decir respecto a las toallas.
Dice que una
toalla es el objeto de mayor utilidad que puede poseer un autoestopista
interestelar. En parte, tiene un gran valor práctico: uno puede envolverse en
ella para calentarse mientras viaja por las lunas frías de jaglan Beta; se
puede tumbar uno en ella en las refulgentes playas de arena marmórea de
Santraginus V, mientras aspira los vapores del mar embriagador; se puede uno
tapar con ella mientras duerme bajo las estrellas que arrojan un brillo tan
purpúreo sobre el desierto de Kakrafun; se puede usar como vela en una balsa
diminuta para navegar por el profundo y lento río Moth; mojada, se puede
emplear en la lucha cuerpo a cuerpo; envuelta alrededor de la cabeza, sirve
para protegerse de las emanaciones nocivas o para evitar la mirada de la Voraz
Bestia Bugblatter de Traal (animal sorprendentemente estúpido, supone que si
uno no puede verlo, él tampoco lo ve a uno; es tonto como un cepillo, pero
voraz, muy voraz); se puede agitar la toalla en situaciones de peligro como
señal de emergencia, y, por supuesto, se puede secar uno con ella si es que aún
está lo suficientemente limpia.
Y lo que es más
importante: una toalla tiene un enorme valor psicológico. Por alguna razón, si
un estraj (estraj: no autoestopista) descubre que un autoestopista lleva su
toalla consigo, automáticamente supondrá que también está en posesión de
cepillo de dientes, toallita para lavarse la cara, jabón, lata de galletas,
frasca, brújula, mapa, rollo de cordel, rociador contra los mosquitos, ropa de
lluvia, traje espacial, etc. Además, el estraj prestará con mucho gusto al
autoestopista cualquiera de dichos artículos o una docena más que el
autoestopista haya «perdido» por accidente. Lo que el estraj pensará, es que
cualquier hombre que haga autoestop a todo lo largo y ancho de la galaxia,
pasando calamidades, divirtiéndose en los barrios bajos, luchando contra
adversidades tremendas, saliendo sano y salvo de todo ello, y sabiendo todavía
dónde está su toalla, es sin duda un hombre a tener en cuenta.
De ahí la frase
que se ha incorporado a la jerga del autoestopismo: «Oye, ¿sass tú a ese jupi
Ford Prefect? Es un frud que de verdad sabe dónde está su toalla». (Sass:
conocer, estar enterado de, saber, tener relaciones sexuales con; jupi: chico
muy sociable; frud: chico sorprendentemente sociabilísimo.)
Tranquilamente
acomodado encima de la toalla en el bolso de Ford Prefect, el Subeta
Sensomático empezó a parpadear con mayor rapidez. A kilómetros por encima de la
superficie del planeta, los enormes algos amarillos comenzaron a desplegarse.
En Jodrell Bank alguien decidió que ya era hora de tomar una buena y relajante
taza de té.
—¿Llevas una
toalla encima? —le preguntó de pronto Ford a Arthur.
Arthur, que hacía
esfuerzos por terminar la tercera jarra de cerveza, levantó la vista hacia
Ford.
—¡Cómo! Pues
no... ¿debería llevar una?
Había renunciado
a sorprenderse, parecía que ya no tenía sentido.
Ford chasqueó la
lengua, irritado.
—Bebe —le
apremió.
En aquel momento,
un estrépito sordo y retumbante de algo que se hacía pedazos en el exterior se
oyó entre el suave murmullo de la taberna, el sonido del tocadiscos de monedas
y el ruido que el hombre que estaba al lado de Ford hacía al hipar sobre el
whisky al que finalmente le habían invitado.
Arthur se
atragantó con la cerveza y se puso en pie de un salto.
—¿Qué ha sido
eso? —gritó.
—No te preocupes
—le dijo Ford—, todavía no han empezado.
—Gracias a Dios
—dijo Arthur, tranquilizándose.
—Probablemente
sólo se trata de que están derribando tu casa —le informó Ford, terminando su
última jarra de cerveza.
—¡Qué! —gritó
Arthur.
De pronto se
quebró el hechizo de Ford. Arthur lanzó alrededor una mirada furiosa y corrió a
la ventana.
—¡Dios mío, la
están tirando! ¡Están derribando mi casa! ¿Qué demonios estoy haciendo en la
taberna, Ford?
—A éstas alturas
ya no importa —sentenció Ford—. Deja que se diviertan.
—¿Que se
diviertan? —gritó Arthur—. ¡Que se diviertan!
Se retiró de la
ventana y rápidamente comprobó que hablaban de lo mismo.
—¡Maldita sea su
diversión! —aulló, y salió corriendo de la taberna agitando con furia una jarra
de cerveza medio vacía. Aquel día no hizo ningún amigo en la taberna.
—¡Deteneos,
vándalos! ¡Demoledores de casas! —gritó Arthur—. ¡Parad ya, visigodos
enloquecidos!
Ford tuvo que ir
tras él. Se volvió rápidamente hacia el tabernero y le pidió cuatro paquetes de
cacahuetes.
—Ahí tiene, señor
—le dijo el tabernero, arrojando los paquetes encima del mostrador—. Son
veinticinco peniques, si es tan amable.
Ford era muy
amable; le dio al tabernero otro billete de cinco libras y le dijo que se
quedara con el cambio. El tabernero lo observó y luego miró a Ford. Tuvo un
estremecimiento súbito: por un instante experimentó una sensación que no
entendió, porque nadie en la Tierra la había experimentado antes. En momentos
de tensión grande, todos los organismos vivos emiten una minúscula señal
subliminal. Tal señal se limita a comunicar la sensación exacta y casi patética
de la distancia a que dicho ser se encuentra de su lugar de nacimiento. En la
Tierra siempre es imposible estar a más de veinticuatro mil kilómetros del
lugar de nacimiento de uno, cosa que no representa mucha distancia, de manera
que dichas señales son demasiado pequeñas para que puedan captarse. En aquel
momento, Ford Prefect se encontraba bajo una tensión grande, y había nacido a
seiscientos años luz, en las proximidades de Betelgeuse.
El tabernero se
tambaleó un poco, sacudido por una pasmosa e incomprensible sensación de
lejanía. No conocía su significado, pero miró a Ford Prefect con una nueva
impresión de respeto, casi con un temor reverente.
—¿Lo dice en
serio, señor? —preguntó con un murmullo apagado que tuvo el efecto de silenciar
la taberna—. ¿Cree usted que se va a acabar el mundo?
—Sí —contesto
Ford.
—Pero... ¿esta
tarde?
Ford se había
recobrado. Se sentía de lo más frívolo.
—Sí —dijo
alegremente—; en menos de dos minutos, según mis cálculos.
El tabernero no
daba crédito a aquella conversación, y tampoco a la sensación que acababa de
experimentar.
—Entonces, ¿no
hay nada que podamos hacer? —preguntó.
—No, nada —le
contestó Ford guardándose los cacahuetes en el bolsillo.
En el silencio
del bar alguien empezó a reírse con roncas carcajadas de lo estúpido que se
había vuelto todo el mundo.
El hombre que se
sentaba al lado de Ford ya estaba como una cuba. Levantó la vista hacia Ford,
haciendo vísales con los ojos.
—Yo creía —dijo—
que cuando se acercara el fin del mundo, tendríamos que tumbarnos, ponernos una
bolsa de papel en la cabeza O algo parecido.
—Si le apetece,
sí —le dijo Ford.
—Eso es lo que
nos decían en el ejército —informó el hombre, Y sus ojos iniciaron el largo
viaje hacia su vaso de whisky.
—¿Nos ayudaría
eso? —preguntó el tabernero.
—No —respondió
Ford, sonriéndole amistosamente, y añadió—: Discúlpeme, tengo que marcharme.
Se despidió
saludando con la mano.
La taberna
permaneció silenciosa un momento más y luego, de manera bastante molesta,
volvió a reírse el hombre de la ronca carcajada. La muchacha que había
arrastrado con él a la taberna había llegado a odiarle profundamente durante la
última hora, y para ella habría sido probablemente una gran satisfacción saber
que dentro de un minuto y medio su acompañante se convertiría súbitamente en un
soplo de hidrógeno, ozono y monóxido de carbono. Sin embargo, cuando llegara
ese momento, ella estaría demasiado ocupada evaporándose para darse cuenta.
El tabernero
carraspeó. Se oyó decir:
—Pidan la última
consumición, por favor.
Las enormes
máquinas amarillas alzaron a descender en picado, aumentando la velocidad.
Ford sabía que ya
estaban allí. Esa no era la forma en que deseaba salir.
Arthur corría por
el sendero y estaba muy cerca de su casa. No se dio cuenta del frío que hacía,
de repente, no reparó en el viento, no se percató del súbito e irracional
chaparrón. No observó nada aparte de los bulldozers oruga que trepaban por el
montón de escombros que había sido su cara.
—¡Bárbaros!
—gritó—. ¡Demandaré al ayuntamiento y le sacaré hasta el último céntimo! ¡Haré
que os ahorquen, que os ahoguen y que os descuarticen! ¡Y que os flagelen! ¡Y
que os sumerjan en agua hirviente... hasta... hasta... hasta que no podáis más!
Ford corría muy
de prisa detrás de el. Muy, muy de prisa.
—¡Y luego lo
volveré a hacer! —gritó Arthur—. ¡Y cuando haya terminado, recogeré todos
vuestros pedacitos y saltaré encima de ellos!
Arthur no se dio
cuenta de que los hombres salían corriendo de los bulldozers; no observó que
mister Prosser miraba inquieto al cielo. Lo que veía mister Prosser era que
unas cosas enormes y de amarillas pasaban estridentemente entre las nubes. Unas
cosas amarillas, increíblemente enormes.
—¡Y seguiré
saltando sobre ellos —dijo Arthur— hasta que se me levanten ampollas o imagine
algo aún más desagradable, y luego...!
Arthur tropezó y
cayó de bruces, rodó y acabó tendido de espaldas. Por fin comprendió que pasaba
algo. Su dedo índice se disparó hacia lo alto.
—Qué demonios es
eso? —gritó.
Fuera lo que
fuese, cruzó el espacio a toda velocidad con su monstruoso color amarillo,
rompiendo el cielo con un estruendo que paralizaba el ánimo, y se remontó en la
lejanía dejando que el aire abierto se cerrara a su paso con un estampido que
sepultaba las orejas en lo más profundo del cráneo.
Lo siguió otro
que hizo exactamente lo mismo, sólo que con más ruido.
Es difícil decir
exactamente lo que estaba haciendo en aquellos momentos la gente en la
superficie del planeta, porque realmente no lo sabían ellos mismos. Nada tenía
mucho sentido: entraban corriendo en las casas, salían aprisa de los edificios,
gritaban silenciosamente contra el ruido. En todo el mundo, las calles de las
ciudades reventaban de gente y los coches chocaban unos contra otros mientras
el ruido caía sobre ellos y luego retumbaba como la marejada por montañas y
valles, desiertos y océanos, pareciendo aplastar todo lo que tocaba.
Sólo un hombre
quedó en pie contemplando el cielo; permanecía firme, con una expresión de
tremenda tristeza en los ojos y tapones de goma en los oídos. Sabía exactamente
lo que pasaba, y lo sabía desde que su Subeta Sensomático empezó a parpadear en
plena noche junto a su almohada y le despertó sobresaltado. Era lo que había
estado esperando durante todos aquellos años, pero cuando se sentó solo y a
oscuras en su pequeña habitación a descifrar la señal, le invadió un frío que
le estrujó el corazón. Pensó que de todas las razas de la galaxia que podían
haber venido a saludar cordialmente al planeta Tierra, tenían que ser
precisamente los vogones.
Pero sabía lo que
tenía que hacer. Cuando la nave vogona pasó rechinando por el cielo, él abrió
su bolso. Tiró un ejemplar de Joseph y el maravilloso abrigo de los sueños en
tecnicolor, tiró un ejemplar de Godspell: no los necesitaría en el sitio a
donde se dirigía. Todo estaba listo, tenía todo preparado.
Sabía dónde
estaba su toalla.
Un silencio
súbito sacudió la Tierra. Era peor que el ruido. Nada sucedió durante un rato.
Las enormes naves
pendían ingrávidas en el espacio, por encima de todas las naciones de la
Tierra. Permanecían inmóviles, enormes, pesadas, firmes en el cielo: una
blasfemia contra la naturaleza. Mucha gente quedó inmediatamente conmocionada
mientras trataban de abarcar todo lo que se ofrecía ante su vista. Las naves
colgaban en el aire casi de la misma forma en que los ladrillos no lo harían.
Y nada sucedió,
todavía.
Entonces hubo un
susurro ligero, un murmullo dilatado y súbito que resonó en el espacio abierto.
Todos los aparatos de alta fidelidad del mundo, todas las radios, todas las
televisiones, todos los magnetófonos de cassette, todos los altavoces de
frecuencias bajas, todos los altavoces de frecuencias altas, todos los
receptores de alcance medio del mundo quedaron conectados sin más ceremonia.
Todas las latas,
todos los cubos de basura, todas las ventanas, todos los coches, todas las
copas de vino, todas las láminas de metal oxidado quedaron activados como una
perfecta caja de resonancia.
Antes de que la
Tierra desapareciera, se la invitaba a conocer lo último en cuanto a
reproducción del sonido, el circuito megafónico más grande que jamás se
construyera. Pero no había ningún concierto, ni música, ni fanfarria; sólo un
simple mensaje.
—Habitantes de la
Tierra, atención, por favor —dijo una voz, y era prodigioso. Un maravilloso y
perfecto sonido cuadrafónico con tan bajos niveles de distorsión que podría
hacer llorar al más pintado.
—Habla Prostetnic
Vogon Jeltz, de la junta de Planificación del Hiperespacio Galáctico —siguió
anunciando la voz—. Como sin duda sabéis, los planes para el desarrollo de las
regiones remotas de la Galaxia exigen la construcción de una ruta directa
hiperespacial a través de vuestro sistema estelar, y, lamentablemente, vuestro
planeta es uno de los previstos para su demolición. El proceso durará algo
menos de dos de vuestros minutos terrestres. Gracias.
El amplificador
de potencia se apagó.
La incomprensión
y el terror se apoderó de los expectantes moradores de la Tierra. El terror
avanzó lentamente entre las apiñadas multitudes, como si fueran limaduras de
hierro en una tabla y entre ellas se moviera un imán. Volvió a surgir el pánico
y la desesperación por escapar, pero no había sitio a donde huir.
Al observarlo,
los vogones volvieron a conectar el amplificador de potencia. Y la voz dijo:
—El fingir
sorpresa no tiene sentido. Todos los planos y las órdenes de demolición han
estado expuestos en vuestro departamento de planificación local, en Alfa
Centauro, durante cincuenta de vuestros años terrestres, de modo que habéis
tenido tiempo suficiente para presentar cualquier queja formal, y ya es
demasiado tarde para armar alboroto.
El amplificador
de potencia volvió a quedar en silencio y su eco vagó por toda la tierra. Las
enormes naves giraron lentamente en el cielo con moderada potencia. En el
costado inferior de cada una se abrió una escotilla: un cuadrado negro y vacío.
Para entonces,
alguien había manipulado en alguna parte un radiotransmisor, localizado una
longitud de onda y emitido un mensaje de contestación a las naves vogonas, para
implorar por el planeta. Nadie oyó jamás lo que decía, sólo se escuchó la
respuesta. El amplificador de potencia volvió a funcionar. La voz parecía
irritada. Dijo:
—Qué queréis
decir con que nunca habéis estado en Alfa Centauro? ¡Por amor de Dios,
humanidad! ¿Sabéis que sólo está a cuatro años-luz? Lo siento, pero si no os
tomáis la molestia de interesaras en los asuntos locales, es cosa vuestra.
—¡Activad los
rayos de demolición!
De las escotillas
manó luz.
—No sé —dijo la
voz por el amplificador de potencia—, es un planeta indolente y molesto; no le
tengo ninguna simpatía.
Se apagó la voz.
Hubo un espantoso
y horrible silencio.
Hubo un espantoso
y horrible ruido.
Hubo un espantoso
y horrible silencio.
La Flota
Constructora Vogona se deslizó a través del negro vacío estrellado.
4
Muy lejos, en el
lado contrario de la espiral de la galaxia, a quinientos años-luz de la
estrella Sol, Zaphod Beeblebrox, presidente del Gobierno Galáctico Imperial,
iba a toda velocidad por los mares de Damogran, mientras su lancha delta movida
por iones parpadeaba y destellaba bajo el sol del planeta.
Damogran el
cálido; Damogran el remoto; Damogran el casi desconocido.
Damogran, hogar
secreto del Corazón de Oro.
La lancha cruzaba
las aguas con rapidez. Pasaría algún tiempo antes de que alcanzara su destino,
porque Damogran es un planeta de incómoda configuración. Sólo consiste en islas
desérticas de tamaño mediano y grande, separadas por brazos de mar de gran
belleza, pero monótonamente anchos.
La lancha siguió
a toda velocidad.
Por su
incomodidad topográfica Damogran siempre ha sido un planeta desierto. Debido a
eso, el Gobierno Imperial Galáctico eligió Damogran para el proyecto del
Corazón de oro, porque era un planeta desierto y el proyecto del Corazón de Oro
era muy secreto.
La lancha se
deslizaba con un zumbido por el mar que dividía las islas principales del único
archipiélago de tamaño utilizable de todo el planeta. Zaphod Beeblebrox había
salido del diminuto puerto espacial de la Isla de Pascua (el nombre era una
coincidencia que carecía enteramente de sentido; en lengua galáctica, pascua
significa piso pequeño y de color castaño claro) y se dirigía a la isla del
Corazón de Oro, que por otra coincidencia sin sentido se llamaba Francia.
Una de las
consecuencias del proyecto del Corazón de Oro era todo un rosario de
coincidencias sin sentido.
Pero en modo
alguno era una coincidencia que aquel día, el día de la culminación de los
trabajos, el gran día de la revelación, el día en que el Corazón de Oro iba por
fin a presentarse ante la maravillada Galaxia, fuese también un gran día para
Zaphod Beeblebrox. Por consideración a aquel día era por lo que resolvió
presentarse para la Presidencia, decisión que había provocado oleadas de
conmoción en toda la Galaxia Imperial. ¿Zaphod Beeblebrox? ¿Presidente? ¿No
será el Zaphod Beeblebrox...? ¿No será para la Presidencia? Muchos lo habían
visto como una prueba irrefutable de que toda la creación conocida se había
vuelto por fin rematadamente loca.
Zaphod sonrió y
dio más velocidad a la lancha.
A Zaphod
Beeblebrox, aventurero, ex hippy, juerguista (¿estafador?: muy posible),
maniático publicista de sí mismo, desastroso en sus relaciones personales, con
frecuencia se le consideraba perfectamente estúpido.
¿Presidente?
Nadie se había
vuelto loco, al menos no hasta ese punto.
Sólo seis
personas en toda la Galaxia comprendían el principio por el que se gobernaba
ésta, y sabían que una vez que Zaphod Beeblebrox había anunciado su intención
de presentarse, su candidatura constituía más o menos un fait accompli: era el
sustento ideal para la Presidencia. (El título completo del presidente es
Presidente del Gobierno Galáctico Imperial)
Se mantiene el
término Imperial, aunque ya sea un anacronismo. El emperador hereditario está
casi muerto, y lo ha estado durante siglos. En los últimos momentos del coma
final se le encerró en un campo de éxtasis, donde se conserva en un estado de
inmutabilidad perpetua. Hace mucho que han muerto todos sus herederos, lo que
significa que, a falta de una drástica conmoción política, el poder ha
descendido efectivamente un par de peldaños de la escalera jerárquica, y ahora
parece ostentarlo una corporación que solía obrar simplemente como consejera
del Emperador: una asamblea gubernamental electa, encabezada por un presidente
elegido por tal asamblea. En realidad, no reside en dicho lugar.
El presidente, en
particular, es un títere: no ejerce poder real alguno. En apariencia, es
nombrado por el gobierno, pero las dotes que se le exige demostrar no son las
de mando, sino las del desafuero calculado con finura. Por tal motivo, la
designación del presidente siempre es polémica, pues tal cargo siempre requiere
un carácter molesto pero fascinante. El trabajo del presidente no es el
ejercicio del poder, sino desviar la atención de él. Según tales criterios,
Zaphod Beeblebrox es uno de los presidentes con más éxito que la Galaxia haya
tenido jamás: ya ha pasado dos de sus diez años presidenciales en la cárcel por
estafa. Poquísima gente comprende que el presidente y el gobierno no tengan
prácticamente poder alguno, y entre esas pocas personas sólo seis saben de
dónde emana el máximo poder político. Y los demás creen en secreto que el
proceso último de tomar las decisiones lo lleva a cabo un ordenador. No pueden
estar más equivocados.
Lo que no
entendían en absoluto era por qué se presentaba.
Viró bruscamente,
lanzando un remolino de agua hacia el sol.
Hoy era el día;
llegaba el momento en que se darían cuenta de lo que Zaphod se traía entre
manos. Hoy se vería por qué Zaphod Beeblebrox se había presentado a la
presidencia. Hoy era también su bicentésimo cumpleaños, pero eso no era sino
otra coincidencia sin sentido.
Mientras pilotaba
la lancha por los mares de Damogran sonreía tranquilamente para sí, pensando en
lo maravilloso y emocionante que iba a ser aquel día. Se relajó y extendió
perezosamente los dos brazos por el respaldo del asiento. Tomó el timón con el
brazo extra que hacía poco se había instalado justo debajo del derecho para
mejorar en el boxeo con esquíes.
—Oye —se decía a
sí mismo mimosamente—, eres un tipo muy audaz.
Pero sus nervios
cantaban una canción más estridente que el silbido de un perro.
La isla de
Francia tenía unos treinta kilómetros de largo por siete y medio de ancho, era
arenosa y en forma de luna creciente. En realidad, parecía existir no tanto
como una isla por derecho propio sino en cuanto simple medio de definir la
curva extensión de una enorme bahía. Tal impresión se incrementaba por el hecho
de que la línea interior de la luna creciente estaba casi exclusivamente
constituida por empinados farallones. Desde la cima del desfiladero, el terreno
descendía suavemente siete kilómetros y medio hacia la costa opuesta.
En la cumbre de
los riscos aguardaba un comité de recepción.
Se componía en su
mayor parte de ingenieros e investigadores que habían construido el Corazón de
Oro; por lo general eran humanoides, pero aquí y allá había unos cuantos
atominarios reptiloides, un par de fisucturalistas octopódicos y un hooloovoo
(un hooloovoo es un matiz superinteligente del color azul). Salvo el hooloovoo,
todos refulgían en sus multicolores batas ceremoniales de laboratorio: al
hooloovoo se le había refractado temporalmente en un prisma vertical. Todos
sentían una emoción inmensa y estaban muy animados. Entre todos habían
alcanzado y superado los límites de las leyes físicas, reconstruyendo la
estructura fundamental de la materia, forzando, doblegando y quebrantando las
leyes de lo posible y de lo imposible; pero la emoción más grande de todas
parecía ser el encuentro con un hombre que llevaba una banda anaranjada al
cuello. (Eso era lo que tradicionalmente llevaba el Presidente de la Galaxia.)
Quizá no les hubiera importado si hubiesen sabido exactamente cuánto poder
ejercía en realidad el Presidente de la Galaxia: ninguno en absoluto. Sólo seis
personas en toda la Galaxia sabían que la función del Presidente galáctico no
consistía en ejercer el poder, sino en desviar la atención de él.
Zaphod Beeblebrox
era sorprendentemente bueno en su trabajo.
La multitud
estaba anhelante, deslumbrada por el sol y la pericia del navegante, mientras
la lancha rápida del presidente doblaba el cabo y entraba en la bahía.
Destellaba y relucía al patinar sobre las aguas deslizándose por ellas con
giros dilatados.
Efectivamente, no
necesitaba rozar el agua en absoluto, porque iba suspendida de un nebuloso
almohadón de átomos ionizados; pero sólo para causar impresión estaba provista
de aletas que podían arriarse para que surcaran en el agua. Cortaban el mar
lanzando por el aire cortinas de agua, profundas cuchilladas que oscilaban
caprichosamente y volvían a hundirse levantando negra espuma en la estela de la
lancha a medida que se adentraba velozmente en la bahía.
A Zaphod le
encantaba causar impresión: era lo que sabía hacer mejor. Giró bruscamente el
timón, la lancha viró en redondo deslizándose como una guadaña bajo la pared
del farallón y se detuvo suavemente, meciéndose entre las olas.
Al cabo de unos
segundos, corrió a cubierta y saludó sonriente a los tres mil millones de
personas. Los tres mil millones de personas no estaban realmente allí, sino que
contemplaban cada gesto suyo a través de los ojos de una pequeña cámara robot
tri-D que se movía obsequiosamente por el aire. Las payasadas del Presidente
siempre hacían sumamente popular al tri-D: para eso estaban.
Zaphod volvió a
sonreír. Tres mil millones y seis personas no lo sabían, pero hoy se produciría
una travesura mayor de lo que nadie imaginaba.
La cámara robot
se acercó para sacar un primer plano de la más popular de sus dos cabezas;
Zaphod volvió a saludar con la mano. Tenía un aspecto toscamente humanoide, si
se exceptuaba la segunda cabeza y el tercer brazo. Su pelo, rubio y desgreñado,
se disparaba en todas direcciones; sus ojos azules lanzaban un destello
absolutamente desconocido, y sus barbillas casi siempre estaban sin afeitar.
Un globo
transparente de unos ocho metros de altura osciló cerca de su lancha,
moviéndose y meciéndose, refulgiendo bajo el sol brillante. En su interior
flotaba un amplio sofá semicircular guarnecido de magnífico cuero rojo; cuanto
más se movía y se mecía el globo, más quieto permanecía el sofá, firme como una
roca tapizada. Todo preparado, una vez más, con la intención de causar efecto.
Zaphod atravesó
la pared del globo y se sentó cómodamente en el sofá. Extendió los dos brazos
por el respaldo y con el tercero se sacudió el polvo de las rodillas. Sus
cabezas se movían de un lado a otro, sonriendo; alzó los pies. En cualquier
momento, pensó, podría gritar.
Subía agua
hirviente por debajo de la burbuja: manaba a borbollones. La burbuja se agitaba
en el aire, moviéndose y meciéndose en el chorro de agua. Subió y subió, arrojando
pilares de luz al farallón. El chorro siguió subiéndola y el agua caía nada más
tocarla, estrellándose en el mar a centenares de metros.
Zaphod sonrió,
formándose una imagen mental de sí mismo.
Era un medio de
transporte sumamente ridículo, pero también sumamente bonito.
El globo vaciló
un momento en la cima del farallón, se inclinó sobre un repecho vallado,
descendió a una pequeña plataforma cóncava y se detuvo.
Entre aplausos
ensordecedores, Zaphod Beeblebrox salió de la burbuja con su banda anaranjada
destellando a la luz.
Había llegado el
Presidente de la Galaxia.
Esperó a que se
apagara el aplauso y luego saludó con la mano alzada.
—¡Hola! —dijo.
Una araña
gubernamental se acercó furtivamente a él y trató de ponerle en las manos una
copia del discurso ya preparado. En aquel momento, las páginas tres a la siete
de la versión original flotaban empapadas en el mar de Damogran a unas cinco
millas de la bahía. Las páginas una y dos fueron rescatadas por un águila
damograna de cresta frondosa que ya se habían incorporado a una nueva y
extraordinaria forma de nido que el águila había inventado. En su mayor parte
estaba construido con papier maché, y a un aguilucho recién salido del cascarón
le resultaba prácticamente imposible abandonarlo. El águila damograna de cresta
frondosa había oído hablar del concepto de la supervivencia de las especies,
pero no quería saber nada de él.
Zaphod Beeblebrox
no iba a necesitar el discurso preparado, y rechazó amablemente el que le
ofrecía la araña.
—¡Hola! —volvió a
saludar.
Todo el mundo
estaba radiante al verle, o por lo menos casi todo el mundo.
Distinguió a
Trillian entre la multitud. Trillian era una chica con la que Zaphod había
ligado recientemente mientras hacía una visita de incógnito a un planeta, sólo
para divertirse. Era esbelta, humanoide, de piel morena y largos cabellos
negros y rizados; tenía unos labios carnosos, una naricilla extraña y unos ojos
ridículamente castaños. Con el pañuelo rojo anudado a la cabeza de aquella
forma particular y la larga y vaporosa túnica marrón, tenía una vaga apariencia
de árabe. Por supuesto, en Damogran nadie había oído hablar de los árabes, que
hacía poco habían dejado de existir e, incluso cuando existían, estaban a
quinientos años-luz de aquel planeta. Trillian no era nadie en particular, o al
menos eso es lo que afirmaba Zaphod. Trillian se limitaba a salir mucho con él
y a decirle lo que pensaba de su persona,
—¡Hola, cariño!
—le dijo Zaphod.
Ella le lanzó una
rápida sonrisa con los labios apretados y miró a otra parte. Luego volvió la
vista hacia él y le sonrió con más afecto, pero entonces Zaphod miraba a otra
cosa.
—¡Hola! —dijo a
un pequeño grupo de criaturas de la prensa que estaban situados en las
proximidades con esperanza de que dejara de decir ¡Hola! y empezara el discurso.
Les sonrió con especial insistencia porque sabía que dentro de unos momentos
les daría algo bueno que anotar.
Pero sus
siguientes palabras no les sirvieron de mucho. Uno de los funcionarios del
comité estaba molesto y decidió que el Presidente no se encontraba
evidentemente con ánimos para leer el encantador discurso que se había escrito
para él, y conectó el interruptor del control remoto del aparato que llevaba en
el bolsillo. Frente a ellos, una enorme cúpula blanca que se proyectaba contra
el cielo se rompió por la mitad, se abrió y cayó lentamente al suelo.
Todo el mundo
quedó boquiabierto, aunque sabían perfectamente lo que iba a pasar, ya que lo
habían preparado de aquella manera.
Bajo la cúpula
surgió una enorme nave espacial, sin tapar, de unos ciento cincuenta metros de
largo y de forma semejante a una blanda zapatilla deportiva, absolutamente
blanca y sorprendentemente bonita. En su interior, oculta, había una cajita de
oro que contenía el aparato más prodigioso que se hubiera concebido jamás, un
instrumento que convertía en única a aquella nave en la historia de la Galaxia,
una máquina que había dado su nombre al vehículo espacial: el Corazón de Oro.
—¡Caray! —exclamó
Zaphod al ver el Corazón de Oro. No podía decir mucho más.
Lo volvió a repetir
porque sabía que molestaría a la prensa.
—¡Caray!
La multitud
volvió la vista hacia él, expectante. Zaphod hizo un guiño a Trillian, que
enarcó las cejas y le miró con ojos muy abiertos. Sabía lo que Zaphod iba a
decir, y pensó que era un farolero tremendo.
—Es realmente
maravilloso —dijo—. Es real y verdaderamente maravilloso. Es tan
maravillosamente maravilloso que me dan ganas de robarlo.
Una maravillosa
frase presidencial absolutamente ajustada a los hechos. La multitud se rió
apreciativamente, los Periodistas apretaron jubilosos los botones de sus
Subetas Noticiasmáticos, y el Presidente sonrió.
Mientras sonreía,
su corazón gritaba de manera insoportable, y entonces acarició la pequeña bomba
Paralisomática que guardaba tranquilamente en el bolsillo.
Al fin no pudo
soportarlo más. Alzó las cabezas al cielo, dio un alarido en tercer tono mayor,
arrojó la bomba al suelo y echó a correr en línea recta, entre el mar de
radiantes sonrisas súbitamente paralizadas.
5
Prostetnic Vogon
Jeltz no era agradable a la vista, ni siquiera para otros vogones. Su nariz
respingada se alzaba muy por encima de su pequeña frente de cochinillo. Su
elástica piel de color verde oscuro era lo bastante gruesa como para permitirle
jugar a la Política de administración pública de los vogones y hacerlo bien; y
era lo suficientemente impermeable como para que pudiera sobrevivir
indefinidamente en el mar hasta una profundidad de trescientos metros sin que
ello le produjera efectos nocivos.
No es que fuese
alguna vez a nadar, por supuesto. Sus múltiples ocupaciones no se lo permitían.
Era así porque hacía billones de años, cuando los vogones salieron de los
primitivos mares estancados de Vogosfera y se tumbaron jadeantes y sin aliento
en las costas vírgenes del planeta..., cuando los primeros rayos del brillante
y joven vogosol los iluminaron aquella mañana, fue como si las fuerzas de la
evolución los hubieran abandonado allí mismo, volviéndoles la espalda
disgustadas Y olvidándolos como a un error repugnante y lamentable. No volvieron
a evolucionar: no debieron haber sobrevivido.
El hecho de que
sobrevivieran es una especie de tributo a la obstinación, a la fuerte voluntad,
a la deformación cerebral de tales criaturas. ¿Evolución?, se dijeron a sí
mismos. ¿Quién la necesita? Y lo que la naturaleza se negó a hacer por ellos lo
hicieron por sí mismos hasta el momento en que pudieron rectificar las groseras
inconveniencias anatómicas por medio de la cirugía.
Entretanto, las
fuerzas naturales del planeta Vogosfera habían hecho horas extraordinarias para
remediar su equivocación anterior. Produjeron escurridizos cangrejos,
centelleantes como gemas, que los vogones comían aplastándoles los caparazones
con mazos de hierro; altos árboles anhelosos, de esbeltez y colores increíbles,
que los vogones talaban y encendían para asar la carne de los cangrejos;
elegantes criaturas semejantes a gacelas, de pieles sedosas y ojos virginales,
que los vogones capturaban para sentarse sobre ellas. No servían como medio de
transporte, porque su columna vertebral se rompía al instante, pero los vogones
se sentaban sobre ellas de todos modos.
Así pasó el
planeta Vogosfera los tristes milenios hasta que los vogones descubrieron de
repente los principios de los viajes interestelares. Al cabo de unos breves
años vogones, todos los habitantes del planeta habían emigrado al grupo de
Megabrantis, el eje político de la Galaxia, y ahora formaban el espinazo,
enormemente poderoso, de la Administración Pública de la Galaxia. Trataron de
adquirir conocimientos, intentaron alcanzar estilo y elegancia social, pero en
muchos aspectos los vogones modernos se diferenciaban poco de sus ancestros
primitivos. Todos los años importaban veintisiete mil escurridizos cangrejos
centelleantes como gemas, y pasaban una noche feliz emborrachándose y
aplastándolos hasta hacerlos pedacitos con mazos de hierro.
Prostetnic Vogon
Jeltz era un vogón de lo más típico, en el sentido de que era absolutamente
vil. Además, no le gustaban los autoestopistas.
En alguna parte
de la pequeña cabina a oscuras, situada en lo más hondo de los intestinos de la
nave insignia de Prostetnic Vogon Jeltz, una cerilla minúscula destelló
nerviosamente. El dueño de la cerilla no era un vogón, pero conocía todo lo
relativo a los vogones y tenía razones para estar nervioso. Se llamaba Ford
Prefect.
(El nombre
original de Ford Prefect sólo puede pronunciarse en un oscuro dialecto
betelgeusiano, ya prácticamente extinto desde el Gran Desastre del Hrung
Desintegrador de la Gal./Sid. del año 03758, que arrasó todas las antiguas
comunidades praxibetelianas de Betelgeuse Siete. El padre de Ford fue el único
hombre del planeta que sobrevivió al Gran Desastre Desintegrador, debido a una
coincidencia extraordinaria que él nunca pudo explicar de manera satisfactoria.
Todo el episodio está envuelto en un profundo misterio; en realidad, nadie supo
nunca qué era un Hrung ni por qué había elegido estrellarse contra Betelgeuse
Siete en particular. El padre de Ford, que desechaba con un gesto magnánimo las
nubes de sospecha que inevitablemente le rodeaban, se fue a vivir a Betelgeuse
Cinco, donde fue padre y tío de Ford; en memoria de su raza ya extinta, lo
bautizó en la antigua lengua Praxibeteliana.
Como Ford jamás
aprendió a Pronunciar su nombre original, su padre terminó muriendo de vergüenza,
que en algunas partes de la Galaxia es una enfermedad incurable. Sus compañeros
de escuela le pusieron el sobrenombre de IX, que traducido de la lengua de
Betelgeuse Cinco significa: «Muchacho que no sabe explicar de manera
satisfactoria lo que es un Hrung, ni tampoco por qué decidió chocar contra
Betelgeuse Siete»)
Echó una ojeada a
la cabina, pero no pudo ver mucho; aparecieron sombras extrañas y monstruosas
que saltaban al débil resplandor de la llama, pero todo estaba tranquilo. Dio
las gracias en silencio a los dentrassis. Los dentrassis son una tribu
indisciplinable de gourmands, un grupo revoltoso pero simpático que los vogones
habían contratado recientemente como cocineros y camareros en sus largas flotas
de carga, con la estricta condición de que se ocuparan de sus propios asuntos.
Eso les convenía
a los dentrassis, porque les encantaba el dinero vogón, que es la moneda más
fuerte del espacio, pero odiaban a los vogones. Sólo les gustaba ver una clase
de vogones: los vogones incomodados.
Por esa pequeña
información era por lo que Ford Prefect no se había convertido en un soplo de
hidrógeno, ozono y monóxido de carbono.
Oyó un leve
gruñido. A la luz de la cerilla vio una densa sombra que se removía ligeramente
en el suelo. Rápidamente apagó la cerilla, buscó algo en el bolsillo, lo
encontró y lo sacó. Lo abrió y lo sacudió. Se agachó en el suelo. La sombra
volvió a moverse.
—He comprado
cacahuetes —anunció Ford Prefect.
Arthur Dent se
movió y volvió a gruñir, murmurando en forma incoherente.
—Toma unos
cuantos —le apremió Ford, agitando de nuevo el paquete—; si nunca has pasado
antes por un rayo de translación de la materia, probablemente habrás perdido
sal y proteínas. La cerveza que bebiste habrá almohadillado un poco tu
organismo.
—Donnnddd...
—masculló Arthur Dent. Abrió los ojos y dijo—: Está oscuro.
—Sí —convino Ford
Prefect—. Está oscuro.
—No hay luz —dijo
Arthur Dent—. Está oscuro, no hay luz.
Una de las cosas
que a Ford Prefect le había costado más trabajo entender de los humanos era su
costumbre de repetir y manifestar continuamente lo que era a todas luces muy
evidente; como: Hace buen día, Es usted muy alto o ¡Válgame Dios!, parece que
te has caído a un pozo de treinta pies de profundidad, ¿estás bien? Al
principio, Ford elaboró una teoría para explicarse esa conducta extraña. Si los
seres humanos no dejan de hacer ejercicio con los labios, pensó, es probable
que la boca se les quede agarrotada. Tras unos meses de meditación y de
observación, rechazó aquella teoría en favor de una nueva. Si no continúan
haciendo ejercicio con los labios, pensó, su cerebro empieza a funcionar. Al
cabo de un tiempo la abandonó, considerando que era embarazosamente cínica, y
decidió que después de todo le gustaban mucho los seres humanos, pero siempre le
preocupó extremadamente la tremenda cantidad de cosas que desconocían.
—Sí —convino con
Arthur, dándole unos cacahuetes y preguntándole—: ¿Cómo te encuentras?
—Como una
academia militar —contestó Arthur— tengo partes que siguen desmayándose.
Ford lo miró desconcertado
en la oscuridad.
—Si te preguntara
dónde demonios estamos —le preguntó Arthur con voz débil—, ¿lo lamentaría?
—Estarnos sanos y
salvos —respondió Ford, levantándose.
—Pues muy bien
—dijo Arthur.
—Nos hallamos en
un pequeño departamento de la cocina de una de las naves espaciales de la Flota
Constructora Vogona —le informó Ford.
—¡Ah! —comentó
Arthur—, evidentemente se trata de una acepción un tanto extraña de la
expresión sanos y salvos, que yo desconocía.
Ford encendió
otra cerilla con la idea de encontrar un interruptor de la luz. De nuevo
vislumbró sombras monstruosas que saltaban. Arthur se puso en pie con
dificultad y se abrazó aprensivamente. Formas repugnantes y extrañas parecían
apiñarse a su alrededor, el ambiente estaba cargado de olores húmedos que le
entraban en los pulmones tímidamente, sin identificarse, y un zumbido sordo e
irritante le impedía concentrarse.
—¿Cómo hemos
venido a parar aquí? —preguntó, estremeciéndose ligeramente.
—Hemos hecho
autoestop —le contestó Ford.
—¿Cómo dices?
—exclamó Arthur—. ¿Quieres decirme que hemos puesto el pulgar y un monstruo de
ojos verdes de sabandija ha sacado la cabeza y ha dicho: ¡Hola, chicos!, subid,
os puedo llevar hasta la desviación de Basingstoke?
—Pues, bueno
—dijo Ford—, el Pulgar es un aparato electrónico de señales subeta, la
desviación es la de la estrella Barnard, a seis años-luz de distancia; aparte
de eso, es más o menos exacto.
—¿Y el monstruo
de ojos verdes de sabandija?
—Es verde, sí.
—Muy bien —dijo
Arthur—, ¿cuándo puedo irme a casa?
—No puedes —dijo
Ford Prefect, encontrando el interruptor de la luz. Lo encendió, advirtiendo a
Arthur—: Tápate los ojos.
Incluso Ford se
sorprendió.
—¡Santo cielo!
—exclamó Arthur—. ¿Así es el interior de un platillo volante?
Prostetnic Vogon
Jeltz inclinó su desagradable cuerpo verde sobre el puente de mando. Siempre
sentía una vaga irritación tras demoler planetas habitados. Deseaba que llegara
alguien a decirle que había sido una equivocación, para que él pudiera gritarle
y sentirse mejor. Se dejó caer tan pesadamente como pudo sobre su sillón de
mando con la esperanza de que se rompiera y así tener algo por lo que enfadarse
de verdad, pero sólo dio una especie de crujido quejoso.
—¡Márchate!
—gritó al joven guardia vogón que acababa de entrar en el puente. El guardia
desapareció al instante, sintiéndose bastante aliviado. Se alegró de no ser él
quien le entregara el informe que acababan de recibir. El informe era una
comunicación oficial que hablaba de una maravillosa y nueva nave espacial, que
en aquellos momentos se presentaba en una base de investigación gubernamental
en Damogran y que en lo sucesivo haría innecesarias todas las rutas
hiperespaciales directas.
Se abrió otra
puerta, pero esta vez el capitán vogón no gritó porque era la puerta de las
cocinas donde los dentrassis le preparaban las viandas. Una comida sería
recibida con el mayor beneplácito.
Una enorme
criatura peluda atravesó de un salto el umbral con la bandeja del almuerzo.
Sonreía como un maníaco.
Prostetnic Vogon
Jeltz quedó encantado. Sabía que cuando un dentrassi parecía tan contento, algo
pasaba en alguna parte de la nave que a él le haría enfadarse mucho.
Ford y Arthur
miraron a su alrededor.
—Bueno, ¿qué te
parece? —inquirió Ford.
—¿No es un poco
sórdido?
Ford frunció el
ceño ante los mugrientos colchones, las tazas sucias y las indefinibles prendas
interiores, extrañas y malolientes, que estaban desparramadas por la angosta
cabina.
—Bueno, es una
nave de trabajo, ¿comprendes? —explicó Ford—. Aquí es donde duermen los dentrassis.
—Creí que habías
dicho que se llamaban vogones o algo así.
—Sí —dijo Ford—,
los vogones manejan la nave y los dentrassis son los cocineros; ellos fueron
quienes nos dejaron subir a bordo.
—Estoy algo
confundido —dijo Arthur.
—Mira, echa una
ojeada a esto —le dijo Ford.
Se sentó en un
colchón y empezó a revolver en su bolso. Arthur tanteó nerviosamente el colchón
antes de sentarse; en realidad tenía muy pocos motivos para estar nervioso,
porque todos los colchones que se crían en los pantanos de Squornshellous Zeta
se matan y se secan perfectamente antes de entrar en servicio. Muy pocos han
vuelto a la vida.
Ford tendió el
libro a Arthur.
—¿Qué es esto?
—preguntó Arthur.
—La Guía del
autoestopista galáctico. Es una especie de libro electrónico. Te dice todo lo
que necesitas saber sobre cualquier cosa. Es su cometido.
Arthur le dio
nerviosas vueltas en las manos.
—Me gusta la
portada —comentó—. No se asuste. Es la primera cosa útil o inteligible que me
han dicho en todo el día.
—Voy a enseñarte
cómo funciona —le dijo Ford. Se lo quitó de las manos a Arthur, que lo sostenía
como si fuera una alondra muerta dos semanas atrás, y lo sacó de la funda.
—Mira, se aprieta
este botón, la pantalla se ilumina y te da el índice.
Se encendió una
pantalla de siete centímetros y medio por diez y empezaron a revolotear letras
por su superficie.
—Que quieres
saber cosas de los vogones, pues programas el nombre de este modo —pulsó con
los dedos unas teclas más—, y ahí lo tenemos.
En la pantalla
destellaron en letras verdes las palabras Flotas Constructoras Vogonas.
Ford apretó un
ancho botón rojo en la parte inferior de la pantalla y las palabras empezaron a
serpentear por su superficie. Al mismo tiempo, el libro comenzó a recitar el
artículo con voz tranquila y medida. Esto es lo que dijo el libro:
«Flotas
Constructoras Vogonas. Esto es lo que tiene que hacer si quiere que le lleve un
vogón: olvidarlo. Son una de las razas más desagradables de la Galaxia; no son
realmente crueles, pero tienen mal carácter, son burocráticos, entrometidos e
insensibles. Ni siquiera moverían un dedo para salvar a su abuela de la Voraz
Bestia Bugblatter de Traal, a menos que recibieran órdenes firmadas por
triplicado, acusaran recibo, volvieran a enviarlas, hicieran averiguaciones,
las perdieran, las encontraran, las sometieran a investigación pública, las
perdieran de nuevo y finalmente las enterraran bajo suave turba para luego
aprovecharlas como papel para encender la chimenea.
»El mejor medio
para que un vogón invite a una copa es meterle un dedo en la garganta, y la
mejor manera de hacerle enfadar es entregar a su abuela a la Voraz Bestia
Bugblatter de Traal para que se la coma.
»De ninguna
manera deje que un vogón le lea poesía.»
Arthur pestañeó.
—Qué libro tan
extraño. ¿Cómo hemos conseguido que nos lleven, entonces?
—Esa es la
cuestión; está atrasado —dijo Ford, volviendo a guardar el libro dentro de su
funda—. Yo realizo la investigación de campo para la Nueva Edición Revisada, y
una de las cosas que tengo que incluir es que los vogones contratan ahora a
cocineros dentrassis, lo que nos da a nosotros una pequeña oportunidad bastante
útil.
Una expresión de
sufrimiento surgió en el rostro de Arthur.
—Pero ¿quiénes
son los dentrassis? —preguntó.
—Unos tíos
estupendos —contesto Ford—. Son los mejores cocineros y los que preparan las
mejores bebidas, y les importa un pito todo lo demás. Siempre ayudan a subir a
bordo a los autoestopistas, en parte porque les gusta la compañía, pero
principalmente porque eso les molesta a los vogones. Exactamente eso es lo que
necesita saber un pobre autoestopista que trata de ver las maravillas del
Universo por menos de treinta dólares altairianos al día. Y ése es mi trabajo.
¿Verdad que es divertido?
Arthur parecía
perdido.
—Es maravilloso
—dijo, frunciendo el ceño y mirando a otro colchón.
—Lamentablemente,
me he quedado en la Tierra mucho más tiempo del que pretendía —dijo Ford—. Fui
por una semana y me quedé quince años.
—Pero ¿cómo
fuiste a parar allí?
—Fácil, me llevó
un pesado.
—¿Un pesado?
—Sí.
—¿Y qué es...?
—¿Un pesado? Los
pesados suelen ser niños ricos sin nada que hacer. Van por ahí, buscando
planetas que aún no hayan hecho contacto interestelar y les anuncian su
llegada.
—¿Les anuncian su
llegada? —Arthur empezó a sospechar que Ford disfrutaba haciéndole la vida
imposible.
—Sí —contesto
Ford—, les anuncian su llegada. Buscan un lugar aislado donde no haya mucha
gente, aterrizan junto a algún pobrecillo inocente a quien nadie va a creer
jamás, y luego se pavonean delante de él llevando unas estúpidas antenas en la
cabeza y haciendo ¡bip!, ¡bip!, ¡bip! Realmente es algo muy infantil.
Ford se tumbó de
espaldas en el colchón con las manos en la nuca y aspecto de estar enojosamente
contento consigo mismo.
—Ford —insistió
Arthur—, no sé si te parecerá una pregunta tonta, pero ¿qué hago yo aquí?
—Pues ya lo sabes
—respondió Ford—. Te he rescatado de la Tierra.
—¿Y qué le ha
pasado a la Tierra?
—Pues que la han
demolido.
—La han demolido
—repitió monótonamente Arthur,
—Sí. Simplemente
se ha evaporado en el espacio.
—Oye —le comentó
Arthur—, estoy un poco preocupado por eso.
Ford frunció el
ceño sin mirarle y pareció pensarlo.
—Sí, lo entiendo
—dijo al fin.
—¡Que lo
entiendes! —gritó Arthur—. ¡Que lo entiendes!
Ford se puso en
pie de un salto.
—¡Mira el libro!
—susurró con urgencia.
—¿Cómo?
—No se asuste.
—¡No estoy
asustado!
—Sí, lo estás.
—Muy bien, estoy
asustado, ¿qué otra cosa puedo hacer?
—Nada más que venir conmigo y pasarlo bien. La galaxia es un sitio divertido. Necesitarás ponerte este pez en la oreja.
—¿Cómo dices? —preguntó Arthur en un tono que consideró bastante cortés.
Ford sostenía una
pequeña jarra de cristal en cuyo interior se veía moverse a un pececito
amarillo. Arthur miró a Ford con los ojos entornados. Deseó que hubiera algo
sencillo y familiar a lo que pudiera aferrarse. Podría sentirse a salvo si
junto a la ropa interior de los dentrassis, los montones de colchones de
Squornshellous y el habitante de Betelgeuse que sostenía un pececillo amarillo
proponiéndole que se lo pusiera en el oído, hubiese podido ver un simple
paquetito de copos de avena. Pero era imposible, y no se sentía a salvo.
Un ruido súbito y
violento cayó sobre ellos desde alguna parte que Arthur no pudo localizar.
Quedó sin aliento, horrorizado ante lo que parecía un hombre que tratara de
hacer gárgaras mientras repelía a una manada de lobos.
—¡Chisss!
—exclamó Ford—. Escucha, puede ser importante.
—¿Im...
importante?
—Es el capitán
vogón, que anuncia algo en el Tannoy.
—¿Quieres decir
que así es como hablan los vogones?
—¡Escucha!
—¡Pero yo no sé
vogón!
—No es necesario.
Sólo ponte el pez en el oído.
Con la rapidez
del rayo, Ford llevó la mano a la oreja de Arthur, que tuvo la repugnante y
súbita sensación de que el pez se deslizaba por las profundidades de su sistema
auditivo. Durante un segundo jadeó horrorizado, escarbándose el oído; pero
luego quedó con los ojos en blanco, maravillado. Experimentaba el equivalente
acústico de mirar el perfil de dos rostros pintados de negro y ver de repente
el dibujo de una palmatoria blanca. O de mirar a un montón de puntos coloreados
en un trozo de papel que de pronto se resolvieran en el número seis y sospechar
que el oculista le va a cobrar a uno mucho dinero por unas gafas nuevas.
Sabía que seguía
escuchando las gárgaras ululantes, sólo que ahora parecían en cierto modo un
inglés absolutamente correcto.
Esto es lo que
oyó...
6
—Aú aú gárgara aú
aú aú gárgara aú gárgara aú aú gárgara gárgara gárgara aú gárgara gárgara
gárgara aú srrl uuuurf debería divertirse. Repito el mensaje. Habla el capitán,
de manera que dejad lo que estéis haciendo y prestad atención. En primer lugar,
en los instrumentos veo que tenemos dos autoestopistas a bordo. ¡Hola!,
dondequiera que estéis. Sólo quiero que quede absolutamente claro que no sois
bienvenidos para nada. He trabajado mucho para llegar a donde estoy ahora, y no
me he convertido en capitán de una nave constructora vogona sólo para hacer con
ella servicio de taxi a un cargamento de gorrones degenerados. He enviado a un
grupo para buscaros, y en cuanto os encuentren os echaré de la nave. Si tenéis
mucha suerte quizás os lea algunos poemas míos.
«En segundo
lugar, estamos a punto de entrar en el hiperespacio de camino a la Estrella
Barnard. Al llegar nos quedaremos setenta y dos horas en el muelle para
aprovisionar, y nadie abandonará la nave durante ese tiempo. Repito, se
cancelan todos los permisos para bajar al planeta. Acabo de tener una
desdichada aventura amorosa y no veo por qué tenga que divertirse nadie. Fin
del mensaje.»
Cesó el ruido.
Para su
vergüenza, Arthur descubrió que estaba tirado en el suelo hecho un ovillo con
los brazos tapándose la cabeza. Sonrió débilmente.
—Un hombre
encantador —dijo—. Ojalá tuviera yo una hija para prohibirle que se casara con
un...
—No lo
necesitarías —le interrumpió Ford—. Los vogones tienen tanto atractivo sexual
como un accidente de carretera. No, no te muevas —dijo cuando Arthur empezó a
enderezarse—; será mejor que te prepares para el salto al hiperespacio. Es tan
desagradable como estar borracho.
—¿Y qué tiene de
desagradable el estar borracho?
—Pues que luego
pides un vaso de agua.
Arthur se quedó
pensándolo.
—Ford —le dijo.
—¿Sí?
—¿Qué está
haciendo ese pez en mi oído?
—Traduce para ti.
Es un pez Babel. Míralo en el libro, si quieres.
Le pasó la Guía
del autoestopista galáctico y luego se hizo un ovillo, poniéndose en posición
fetal para prepararse para el salto.
En aquel momento,
a Arthur se le abrió la tapa de los sesos.
Sus ojos se
volvieron del revés. Los pies se le empezaron a salir por la grieta de la
cabeza.
La habitación se
plegó en tomo a él, giró, dejó de existir y él se quedó resbalando en su propio
ombligo.
Entraban en el
hiperespacio.
—El pez Babel
—dijo en voz baja la Guía del autoestopista galáctico— es pequeño, amarillo,
parece una sanguijuela y es la criatura más rara del Universo. Se alimenta de
la energía de las ondas cerebrales que recibe no del que lo lleva, sino de los
que están a su alrededor. Absorbe todas las frecuencias mentales inconscientes
de dicha energía de las ondas cerebrales para nutrirse de ellas. Entonces,
excreta en la mente del que lo lleva una matriz telepática formada de la
combinación de las frecuencias del pensamiento consciente con señales nerviosas
obtenidas de los centros del lenguaje del cerebro que las ha suministrado. El
resultado práctico de todo esto, es que si uno se introduce un pez Babel en el
oído, puede entender al instante todo lo que se diga en cualquier lenguaje. Las
formas lingüísticas que se oyen en realidad, descifran la matriz de la onda cerebral
introducida en la mente por el pez Babel.
»Pero es una
coincidencia extrañamente improbable el hecho de que algo tan
impresionantemente útil pueda haber evolucionado por pura casualidad, y algunos
pensadores han decidido considerarlo como la prueba definitiva e irrefutable de
la no existencia de Dios.
»Su argumento es
más o menos el siguiente: «Me niego a demostrar que existo», dice Dios, «porque
la demostración anula la fe, y sin fe no soy nada».
»«Pero», dice el
hombre, «el pez Babel es una revelación brusca, ¿no es así? No puede haber
evolucionado al azar. Demuestra que Vos existís, y por lo tanto, según Vuestros
propios argumentos, Vos no. Quod erat demonstrandum».
»«¡Válgame
Dios!», dice Dios, «no había pensado en eso», y súbitamente desaparece en un
soplo de lógica.
»«Bueno, eso era
fácil», dice el hombre, que vuelve a hacer lo mismo para demostrar que lo negro
es blanco y resulta muerto al cruzar el siguiente paso cebra.
»La mayoría de
los principales teólogos afirma que tal argumento es un montón de patrañas,
pero eso no impidió que Oolon Colluphid hiciese una pequeña fortuna al
utilizarlo como tema central de su libro Todo lo que le hace callar a Dios, que
fue un éxito de ventas.
»Entretanto, el
pobre pez Babel, al derribar eficazmente todas las barreras de comunicación
entre las diferentes razas y culturas, ha producido más guerras y más sangre
que ninguna otra cosa en la historia de la creación.»
Arthur dejó
escapar un gruñido sordo. Se horrorizó al descubrir que el salto al
hiperespacio no lo había matado. Ahora se encontraba a seis años-luz del lugar
donde habría estado la Tierra si no hubiese dejado de existir.
La Tierra.
Por su mente
llena de náuseas vagaban estremecedoras visiones de la Tierra. Su imaginación
no tenía medios para asimilar la impresión de que el planeta ya no existiera:
era demasiado grande. Avivó sus sentimientos pensando que sus padres y su
hermana habían desaparecido. No reaccionó. Pensó en toda la gente a quien había
querido. No reaccionó. Entonces pensó en un absoluto desconocido que dos días
antes había estado detrás de él en la cola del supermercado, y sintió una
súbita punzada: el supermercado había desaparecido, junto con todos los que
estaban en él. ¡La Columna de Nelson había desaparecido! La Columna de Nelson
había desaparecido, y no se oiría ningún grito porque no había quedado nadie
para darlo. De ahora en adelante, la Columna de Nelson sólo existiría en su
imaginación; en su cabeza, encerrada en aquella húmeda y maloliente nave
espacial forrada de acero. Le envolvió una oleada de claustrofobia.
Inglaterra ya no
existía. Eso lo comprendió; en cierto modo, lo entendió. Volvió a intentarlo.
Norteamérica ha desaparecido, pensó. No pudo hacerse a la idea. Decidió empezar
de nuevo por lo más pequeño. Nueva York ha desaparecido. No reaccionó. De todas
formas, nunca había creído que existiera de verdad. El dólar se ha hundido para
siempre, pensó. Experimentó un leve temblor. Todas las películas de Bogart han
desaparecido, se dijo para sí, y eso le produjo un efecto desagradable.
McDonald's, pensó. Ya no existen cosas como las hamburguesas de McDonald's.
Se desvaneció. Un
segundo después, cuando volvió en sí, descubrió que lloraba por su madre.
Se puso en pie de
un salto violento.
—¡Ford!
Ford levantó la
vista del rincón donde estaba sentado y, dejando de canturrear en voz baja,
dijo:
—¿Sí?
—Si eres un
investigador de ese libro y has estado en la Tierra, debes haber recogido datos
sobre ella.
—Bueno, sí, pude
ampliar un poco el artículo original.
—Entonces, déjame
ver lo que dice esta edición; tengo que verlo.
—Sí, muy bien —se
lo volvió a pasar.
Arthur lo sostuvo
con fuerza, tratando de que le dejaran de temblar las manos. Pulsó el registro
de la página en cuestión. La pantalla destelló, y salieron rayas que se
resolvieron en una página impresa. Arthur la miró fijamente.
—¡No hay
artículo! —estalló.
Ford miró por
encima del hombro.
—Sí, lo hay
—dijo—; ahí, al fondo de la pantalla, justo debajo de Excéntrica Gallumbits, la
puta de tres tetas de Eroticón 6.
Arthur siguió el
dedo de Ford y vio dónde señalaba. Por un momento siguió sin comprender, luego
su cerebro estuvo a punto de estallar.
—¡Cómo!
¡Inofensiva! ¿Eso es todo lo que tiene que decir? ¡Inofensiva! ¡Una palabra!
Ford se encogió
de hombros.
—Bueno, hay cien
mil millones de estrellas en la Galaxia, y los microprocesadores del libro sólo
tienen una capacidad limitada de espacio, y, desde luego, nadie sabía mucho de
la Tierra.
—¡Por amor de
Dios! Espero que hayas podido rectificarlo un poco.
—Pues claro, he
podido transmitir al editor un artículo nuevo. Tendrá que reducirlo un poco,
pero de todos modos será una mejora.
—¿Y qué dirá
entonces? —le preguntó Arthur.
—Fundamentalmente
inofensiva —admitió Ford, tosiendo con cierto embarazo.
—¡Fundamentalmente
inofensiva! —gritó Arthur.
—¿Qué ha sido ese
ruido? —susurró Ford.
—Era yo, que
gritaba —gritó Arthur.
—¡No! ¡Cállate!
—exclamó Ford—. Creo que estamos en apuros.
—¡Crees que
estamos en apuros!
Al otro lado de
la puerta se oían pasos de marcha.
—¿Los dentrassis?
—murmuró Arthur.
—No, son botas
con suela de acero —dijo Ford.
Llamaron a la
puerta con un golpe corto y seco.
—Entonces,
¿quiénes son? —preguntó Arthur.
—Pues si tenemos
suerte —contesto Ford—, sólo serán los vogones, que vendrán a arrojamos al
espacio.
—¿Y si no tenemos
suerte?
—Si no tenemos
suerte —repuso sombríamente Ford—, el capitán quizá cumpla su amenaza de
leernos primero algunos poemas suyos...
7
La poesía vogona
ocupa, por supuesto, el tercer lugar entre las peores del Universo. El segundo
corresponde a los azgoths de Kria. Mientras su principal poeta, Grunthos el
Flatulento, recitaba su poema «Oda a un bultito de masilla verde que me
descubrí en el sobaco una mañana de verano», cuatro de sus oyentes murieron de
hemorragia interna, y el presidente del Consejo Inhabilitador de las Artes de
la Galdia Media se salvó, perdiendo una pierna en la huida, Se dice que
Grunthos quedó «decepcionado» por la acogida que había tenido el poema, y
estaba a punto de iniciar la lectura de su poema épico en doce tomos titulado
«Mis gorjeos de baño favoritos», cuando su propio intestino grueso, en un
desesperado esfuerzo por salvar la vida y la civilización, le saltó derecho al
cuello y le estranguló.
La peor de todas
las poesías pereció junto con su creadora, Paula Nancy Millstone Jennings, de
Greenbridge, en Essex, Inglaterra, en la destrucción del planeta Tierra.
Prostetnic Vogon
Jeltz esbozó una lentísima sonrisa. Lo hizo no tanto para causar impresión como
para recordar la secuencia de movimientos musculares. Había lanzado un tremendo
grito terapéutico a sus prisioneros, y ahora se encontraba muy relajado y
dispuesto a cometer alguna pequeña crueldad.
Los prisioneros
se sentaban en los sillones para la Apreciación de la Poesía: atados con
correas. Los vogones no se hacían ilusiones respecto a la acogida general que
recibían sus obras. Sus primeras incursiones en la composición formaban parte
de una obstinada insistencia para que se les aceptara como una raza
convenientemente culta y civilizada, pero ahora lo único que les hacía
persistir era un puro retorcimiento mental.
El sudor corría
fríamente por la frente de Ford Prefect, deslizándose por los electrodos
fijados a sus sienes. Los electrodos estaban conectados a la batería de un
equipo electrónico, —intensificadores de imágenes, moduladores rítmicos,
residualizadores aliterativos y demás basura—, proyectado para intensificar la
experiencia del poema y garantizar que no se perdiera ni un solo matiz de la
idea del poeta.
Arthur Dent
temblaba en su asiento. No tenía ni idea de por qué estaba allí, pero sabía que
no le gustaba nada de lo que había pasado hasta el momento, y no creía que las
cosas fueran a cambiar.
El vogón empezó a
leer un hediondo pasaje de su propia invención.
—¡Oh!,
irrinquieta gruflebugle... comenzó a relatar. Los espasmos empezaron a
atormentar el cuerpo de Ford: era peor de lo que había imaginado.
—...tus
micturadones son para mí / Como plurnas manchigraznas sobre una plívida abeja.
—¡Aaaaaaarggggghhhhhh!
—exclamó Ford Prefect, torciendo la cabeza hacia atrás al sentirse golpeado por
oleadas de dolor. A su lado veía débilmente a Arthur, que se bamboleaba
reclinado en su asiento. Apretó los dientes.
—Groop, a ti te
imploro —prosiguió el implacable vogón—, mi gándula bolarina.
Su voz se alzaba
llegando a un tono horrible, estridente y apasionado.
—Y asperio me
acolses con crujientes ligabujas, O te rasgaré la verruguería con mi bérgano,
¡espera y verás!
—¡Nnnnnnnnnniiiiiiiuuuuuuuugggggghhhhh!
—gritó Ford Prefect, sufriendo un espasmo final cuando la ampliación
electrónica del último verso le dio de lleno en las sienes. Perdió el sentido.
Arthur se
arrellanó en el asiento.
—Y ahora,
terráqueos... —zumbó el vogón, que ignoraba que Ford Prefect procedía en
realidad de un planeta pequeño de las cercanías de Betelgeuse, aunque si lo
hubiera sabido no le habría importado—, os presento una elección sencilla. O
morir en el vacío del espacio, o... —hizo una pausa para producir un efecto
melodramático— decirme qué os ha parecido mi poema.
Se recostó en un
enorme sillón de cuero con forma de murciélago y los contempló. Volvió a
sonreír como antes.
Ford trataba de
tomar aliento. Se pasó la lengua seca por los ásperos labios y lanzó un
quejido.
—En realidad, a
mí me ha gustado mucho —manifestó Arthur en tono vivaz. Ford se volvió hacia él
con la boca abierta. Era un enfoque que no se le había ocurrido.
El vogón enarcó
sorprendido una ceja que le oscureció eficazmente la nariz, y por lo tanto no
era mala cosa.
—¡Pero bueno...!
—murmuró con perplejidad considerable.
—Pues sí —dijo
Arthur—, creo que ciertas imágenes metafísicas tienen realmente una eficacia
singular.
Ford siguió con
la vista fija en él, ordenando sus ideas con lentitud ante aquel concepto
totalmente nuevo. ¿Iban a salir de aquello por la cara?
—Sí, continúa...
—le invitó el vogón.
—Pues..., y,
hmm..., también hay interesantes ideas rítmicas —prosiguió Arthur—, que parecen
el contrapunto de..., hmm... hmm...
Titubeó.
Ford acudió
rápidamente en su ayuda, sugiriendo:
—...el
contrapunto del surrealismo de la metáfora fundamental de... hmm...
Titubeó a su vez,
pero Arthur ya estaba listo de nuevo.
—...la humanidad
del...
—La vogonidad —le
sopló Ford.
—¡Ah, sí! La
vogonidad, perdón, del alma piadosa del poeta —Arthur sintió que estaba en la
recta final—, que por medio de la estructura del verso procura sublimar esto,
trascender aquello y reconciliarse con las dicotomías fundamentales de lo otro
distaba alcanzando un crescendo triunfal, y uno se queda con una vívida y
profunda intuición de... de... hmm...
Y de pronto le abandonaron
las ideas. Ford se apresuró a dar el coup de gráce:
—¡De cualquiera
que sea el tema de que trate el poema! —gritó; y con la comisura de la boca,
añadió—: Bien jugado, Arthur, eso ha estado muy bien.
El vogón los
estudió. Por un momento se emocionó su exacerbado espíritu racial, pero pensó
que no: era un poquito demasiado tarde. Su voz adoptó el timbre de un gato que
arañara nailon pulido.
—De manera que
afirmáis que escribo poesía porque bajo mi apariencia de maldad, crueldad y
dureza, en realidad deseo que me quieran —dijo. Hizo una pausa—. ¿Es así?
—Pues yo diría
que sí —repuso Ford, lanzando una carcajada nerviosa—. ¿Acaso no tenemos todos
en lo más profundo, ya sabe... hmm...?
El vogón se puso
en pie.
—Pues no, estáis
completamente equivocados —afirmó—. Escribo poesía únicamente para complacer a
mi apariencia de maldad, crueldad y dureza. De todos modos, os voy a echar de
la nave. ¡Guardia! ¡Lleva a los prisioneros a la antecámara de compresión
número tres y échalos fuera!
—¡Cómo! —gritó
Ford.
Un guardia vogón,
joven y corpulento, se acercó a ellos y les desató las correas con sus enormes
brazos gelatinosos.
—¡No puede
echarnos al espacio —gritó Ford—, estamos escribiendo un libro!
—¡La resistencia
es inútil! —gritó a su vez el guardia vogón. Era la primera frase que había
aprendido cuando se alistó al Cuerpo de Guardia vogón.
El capitán
observó la escena con despreocupado regocijo y luego les dio la espalda.
Arthur miró a su
alrededor con ojos enloquecidos.
—¡No quiero morir
todavía! —gritó—. ¡Aún me duele la cabeza, estaré de mal humor y no lo
disfrutaré!
El guardia los
sujetó firmemente por el cuello, hizo una reverencia a la espalda de su
capitán, y los sacó del puente sin que dejaran de protestar. La puerta de acero
se cerró y el capitán quedó solo de nuevo. Canturreó en voz baja y se puso a
reflexionar, hojeando ligeramente su cuaderno de versos.
—Hmmm... —dijo—,
el contrapunto del surrealismo de la metáfora fundamental... —lo consideró
durante un momento y luego cerró el libro con una sonrisa siniestra.
—La muerte es
algo demasiado bueno para ellos —sentenció.
El largo corredor
forrado de acero recogía el eco del débil forcejeo de los dos humanoides, bien
apretados bajo las elásticas axilas del vogón.
—Es magnífico
—farfulló Ford—, realmente fantástico. ¡Suéltame, bestia!
El guardia vogón
siguió arrastrándolos.
—No te preocupes
—dijo Ford en tono nada esperanzador—. Ya se me ocurrirá algo.
—La resistencia
es inútil! —chilló el guardia.
—No digas eso
—tartamudeó Ford—. ¿Cómo se puede mantener una actitud mental positiva sí dices
cosas así?
—¡Por Dios!
—protestó Arthur—. Hablas de una actitud mental positiva, y ni siquiera han
demolido hoy tu planeta. Al despertarme esta mañana, pensé que iba a pasar el
día tranquilo y relajado, que leería un poco, cepillaría al perro... ¡Ahora son
más de las cuatro de la tarde y están a punto de echarme de una nave espacial a
seis años-luz de las humeantes ruinas de la Tierra!
El vogón apretó
su presa y Arthur dejó escapar gorgoritos y balbuceos.
—¡De acuerdo —convino
Ford—, pero deja de asustarte!
—¿Quién ha dicho
nada de asustarse? —replicó Arthur—. Esto no es más que una conmoción cultural.
Espera a que me acostumbre a la situación y comience a orientarme. ¡Entonces
empezaré a asustarme!
—Te estás
poniendo histérico, Arthur. ¡Cierra el pico!
Ford hizo un
esfuerzo desesperado por pensar, pero le interrumpió el guardia, que gritó otra
vez:
—¡La resistencia
es inútil!
—¡Y tú también
podrías callarte la boca! —le replicó Ford.
—¡La resistencia
es inútil!
—¡Pero déjalo ya!
Ford torció la
cabeza hasta que pudo mirar de frente al rostro de su captor. Se le ocurrió una
idea.
—¿De veras te
gustan estas cosas? —le preguntó de pronto.
El vogón se
detuvo en seco y una expresión de enorme estupidez se deslizó poco a poco por su
cara.
—¿Que si me
gustan? —bramó. ¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir —le explicó Ford—, es que si te llena de satisfacción el ir pisando fuerte por ahí, dando gritos y echando a la gente de naves espaciales...
El vogón miró
fijamente al bajo techo de acero y sus cejas casi se montaron una encima de
otra. Se le aflojó la boca.
—Pues el horario
es bueno...
—Tiene que serlo
—convino Ford.
Arthur torció el
cuello por completo para mirar a Ford.
—¿Qué intentas
hacer, Ford? —le preguntó con un murmullo de perplejidad.
—Sólo trato de
interesarme en el mundo que me rodea, ¿conforme? —le contestó y siguió
diciéndole al vogón—: De modo que el horario es muy bueno...
El vogón bajó la
vista hacia él mientras pensamientos perezosos giraban tumultuosamente en sus
lóbregas profundidades.
—Sí —dijo—, pero
ahora que lo mencionas, la mayor parte del tiempo resulta bastante asqueroso.
Salvo... —volvió a pensar, lo que exigía mirar al techo—, salvo algunos gritos
que me gustan mucho.
Se llenó de aire
los pulmones y bramó:
—¡La resistencia
es...!
—Sí, claro —le
interrumpió Ford a toda prisa—; eso lo haces muy bien, te lo aseguro. Pero en
su mayor parte es asqueroso —dijo con lentitud, dando tiempo a las palabras
para que llegasen a su objetivo—. Entonces, ¿por qué lo haces? ¿A qué se debe?
¿A las chicas? ¿A la zurra? ¿Al machismo? ¿O simplemente crees que el
acomodarse a ese estúpido hastío presenta un desafío interesante?
Arthur miró
desconcertado de un lado para otro.
—Hmm... —dijo el
guardia—, hmm... hmm..., no sé. Creo que en realidad... me limito a hacerlo. Mi
tía me dijo que ser guardia de una nave espacial era una buena carrera para un
joven vogón; ya sabes, el uniforme, la cartuchera de la pistola de rayos
paralizantes, que se lleva muy baja, el estúpido hastío...
—Ahí tienes,
Arthur —dijo Ford con aire del que llega a la conclusión de su argumento—, y
creías que tú tenías problemas.
Arthur pensó que
sí los tenía. Aparte del asunto desagradable que le había ocurrido a su
planeta, el guardia vogón ya le había medio estrangulado, y no le gustaba mucho
la idea de que lo arrojaran al espacio.
—Procura entender
su problema —insistió Ford—. Ahí tienes a este pobre muchacho, cuyo trabajo de
toda la vida consiste en andar pisando fuerte por ahí, echando a gente de naves
espaciales.
—Y dando gritos
—añadió el guardia.
—Y dando gritos,
claro —repitió Ford, y dio unos golpecitos al brazo gelatinoso que le apretaba
el cuello con simpática condescendencia—. ¡Y ni siquiera sabe por qué lo hace!
Arthur convino en
que era muy triste. Lo expresó con un gestito débil, porque estaba muy
asfixiado para poder hablar.
El guardia lanzó
unos profundos gruñidos de estupefacción.
—Pues ahora que
lo dices, supongo...
—¡Buen chico! —le
animó Ford.
—De acuerdo
—continuó con sus gruñidos—, ¿y qué remedio me queda?
—Pues —dijo Ford,
animándose pero alargando las palabras— dejar de hacerlo, por supuesto. Diles
que ya no volverás a hacerlo más.
Pensó que debería
añadir algo más, pero de momento parecía que el guardia tenía la mente muy
ocupada meditando sus palabras.
—Hhuuuuuummmmmmmmmmmmmmm...
—dijo el guardia— hum..., pues eso no me suena muy bien.
De pronto, Ford
sintió que se le escapaba la oportunidad.
—Pero espera un
momento —le apremió—, eso es sólo el principio, ¿comprendes?; la cosa no es tan
sencilla como crees...
Pero en ese
momento el guardia volvió a afianzar su presa y continuó con su primitiva
intención de llevarlos a rastras a la esclusa neumática. Era evidente que
estaba muy afectado.
—No; creo que si
os da lo mismo —les dijo—, será mejor que os meta en esa antecámara de
compresión y luego me vaya a dar otros cuantos gritos que tengo pendientes.
A Ford Prefect no
le daba lo mismo en absoluto.
—¡Pero venga...
oye! —dijo, menos animado y con menos lentitud.
—¡Aahhhhgggggggnnnnnn!
—dijo Arthur con una inflexión nada clara.
—Pero espera
—insistió Ford—, ¡todavía tengo que hablar de la música, del arte y de otras
cosas! ¡Uuuuuffffff!
—¡La resistencia
es inútil —bramó el guardia, y luego añadió—: Mira, si sigo en esto, dentro de
un tiempo puede que me asciendan a Jefe de Gritos, y no suele haber muchas
plazas vacantes de agentes que no griten ni empujen a la gente, de manera que,
según me parece, será mejor que siga haciendo lo que sé.
Ya habían llegado
a la esclusa neumática: una escotilla ancha y circular de acero macizo, fuerte
y pesada, abierta en el revestimiento interior de la nave. El guardia manipuló
un mando y la escotilla se abrió con suavidad.
—Pero muchas
gracias por vuestro interés —les dijo el guardia vogón—. Adiós.
Arrojó a Ford y a
Arthur por la escotilla a la pequeña cabina interior.
Arthur cayó
jadeando al suelo. Ford se volvió tambaleante y arremetió inútilmente con el
hombro contra la escotilla que se cerraba de nuevo.
—¡Pero oye —le
gritó al guardia—, hay todo un mundo del que tú no sabes nada! Escucha, ¿qué te
parece esto?
Desesperado,
recurrió a la única manifestación de cultura que le vino espontáneamente a la
cabeza: el primer acorde de la Quinta de Beethoven.
—¡Da da da dum!
¿No despierta eso nada en ti?
—No contestó el
guardia—, nada en absoluto. Pero se lo diré a mi tía.
Si después de eso
añadió algo más, no se oyó. La escotilla se cerró completamente y
desaparecieron todos los ruidos salvo el leve y distante zumbido de los motores
de la nave.
Se encontraban en
una cámara cilíndrica, brillante y pulida de unos dos metros de ancho por tres
de largo.
Ford miró a su
alrededor, sofocado.
—Creí que era un
tipo inteligente en potencia —dijo, desplomándose contra la pared curva.
Arthur seguía
tumbado en el suelo combado, en el mismo sitio donde había caído. No levantó la
vista. Sólo se quedó tumbado, jadeando.
—Ahora estamos
atrapados, ¿verdad?
—Sí —admitió
Ford—, estamos atrapados.
—¿Y no se te ha
ocurrido nada? Creí que habías dicho que ibas a pensar algo. Tal vez lo hayas hecho
y yo no me he dado cuenta.
—Claro que sí, se
me ha ocurrido algo —jadeó Ford. Arthur lo miró, expectante.
—Pero
desgraciadamente —prosiguió Ford—, tendríamos que estar al otro lado de esa
esclusa neumática.
Dio una patada a
la escotilla por donde acababan de entrar.
—Pero, ¿de verdad
era una buena idea?
—Claro que sí,
muy buena.
—¿Y de qué se
trataba?
—Pues todavía no
había elaborado los detalles. Ahora ya no importa mucho, ¿verdad?
—Entonces...,
hmm, ¿qué va a ocurrir ahora?
—Pues... hmmm,
dentro de unos momentos se abrirá automáticamente esa escotilla de enfrente, y
supongo que saldremos disparados al espacio profundo y nos asfixiaremos. Si nos
llenamos de aire los pulmones, tal vez podamos durar treinta segundos... —dijo
Ford.
Se puso las manos
a la espalda, enarcó las cejas y empezó a canturrear un antiguo himno de
batalla betelgeusiano. De pronto, a los ojos de Arthur, parecía tener un
aspecto muy extraño.
—Así que ya está
—dijo Arthur—, vamos a morir.
—Sí —admitió
Ford—; a menos que, ¡no! ¡Espera un momento! De pronto se abalanzó por la
cámara hacia algo que estaba detrás de la línea de visión de Arthur—. ¿Qué es
ese interruptor?
—¿Cuál? ¿Dónde?
—gritó Arthur, dándose la vuelta.
—No, sólo estaba
bromeando —confesó Ford—; al final, vamos a morir.
Volvió a
desplomarse contra la pared y siguió con la melodía por donde la había
interrumpido.
—¿Sabes una cosa?
—le dijo Arthur—; en ocasiones como ésta, cuando estoy atrapado en una
escotilla neumática vogona con un habitante de Betelgeuse y a punto de morir
asfixiado en el espacio profundo, realmente desearía haber escuchado lo que me
decía mi madre cuando era joven.
—¡Vaya! ¿Y qué te
decía?
—No lo sé; no la
escuchaba.
—Ya.
Ford siguió
canturreando.
«Esto es horrible
—pensaba Arthur para sí—, todo lo que queda soy yo y las palabras
Fundamentalmente inofensiva. Y dentro de unos segundos lo único que quedará
será Fundamentalmente inofensiva. Y ayer el planeta parecía ir tan bien...»
Zumbó un motor.
Se oyó Un leve
silbido que se convirtió en un rugido ensordecedor al penetrar el aire por la
escotilla exterior, que se abrió a un negro vacío salpicado de diminutos puntos
luminosos, increíblemente brillantes. Ford y Arthur salieron disparados al
espacio exterior como corchos de una pistola de juguete.
8
La Guía del
autoestopista galáctico es un libro absolutamente notable. Se ha compilado y
recopilado bastantes veces a lo largo de muchos años bajo un cúmulo de
direcciones diferentes. Contiene contribuciones de incontables cantidades de
viajeros e investigadores.
La introducción
empieza así:
«El espacio
—dice— es grande. Muy grande. Usted simplemente se negará a creer lo enorme, lo
inmensa, lo pasmosamente grande que es. Quiero decir que quizá piense que es
como un largo paseo por la calle hasta la farmacia, pero eso no es nada
comparado con el espacio. Escuche...», y así sucesivamente.
(Más adelante el
estilo se asienta un poco, y el libro empieza a contar cosas que realmente se
necesita saber, como el hecho de que el planeta Bethselamin, fabulosamente
hermoso, está ahora tan preocupado por la erosión acumulada de diez mil
millones de turistas que lo visitan al año, que cualquier desproporción entre
la cantidad de alimento que se ingiere y la cantidad que se excreta mientras se
está en el planeta, se elimina quirúrgicamente del peso del cuerpo en el
momento de la marcha del visitante: de manera que siempre que uno vaya al
lavabo, es muy importante que le den un recibo.)
Pero, para ser
justos, al enfrentarse con la simple enormidad de las distancias entre las
estrellas, han fallado inteligencias mejores que la del autor de la
introducción de la Guía. Hay quienes le invitan a uno a comparar por un momento
un cacahuete en Reading y una nuez pequeña en Johannesburgo, y otros conceptos
vertiginosos.
La verdad pura y
simple es que las distancias interestelares no caben en la imaginación humana.
Incluso la luz,
que viaja tan deprisa que a la mayoría de las razas les cuesta miles de años
comprender que se mueve, necesita tiempo para recorrer las estrellas. Tarda
ocho minutos en llegar desde la estrella Sol al lugar donde estaba la Tierra, y
cuatro años hasta el vecino estelar más cercano al Sol, Alfa Próxima.
Para que la luz
llegue al otro lado de la galaxia, a Damogran, por ejemplo, se necesita más
tiempo: quinientos mil años.
El récord en
recorrer esta distancia está por debajo de los cinco años, pero así no se ve
mucho por el camino.
La Guía del
autoestopista galáctico dice que si uno se llena los pulmones de aire, puede
sobrevivir en el vacío absoluto del espacio unos treinta segundos. Sin embargo,
añade que, como el espacio es de tan pasmosa envergadura, las probabilidades de
que a uno lo recoja otra nave en esos treinta segundos son de doscientas
sesenta y siete mil setecientas nueve contra una.
Por una
coincidencia asombrosa, ése también era el número de teléfono de un piso de
Islington donde Arthur asistió una vez a una fiesta magnífica en la que conoció
a una chica preciosa con quien no pudo ligar, pues ella se decidió por uno que
acudió sin invitación.
Como el planeta
Tierra, el piso de Islington y el teléfono ya están demolidos, resulta
agradable pensar que en cierta pequeña medida todos quedan conmemorados por el
hecho de que Ford y Arthur fueron rescatados veintinueve segundos más tarde.
9
Un ordenador
parloteaba alarmado consigo mismo al darse cuenta de que una escotilla
neumática se abrió y se cerró sola sin razón aparente.
En realidad, ello
se debía a que la Razón había salido a comer.
Un agujero
acababa de aparecer en la galaxia. Era exactamente una insignificancia que duró
un segundo, una nadería de veintitrés milímetros de ancho y de muchos millones
de años-luz de extremo a extremo.
Al cerrarse,
montones de sombreros de papel y de globos de fiesta cayeron y se esparcieron
por el universo. Un equipo de analistas de mercado, de dos metros y diecisiete
centímetros de estatura, cayeron y murieron, en parte por asfixia y en parte
por la sorpresa.
Doscientos
treinta y nueve mil huevos poco fritos cayeron a su vez, materializándose en un
enorme montón tembloroso en la tierra de Poghril, que sufría el azote del
hambre, en el sistema de Pansel.
Toda la tribu de
Poghril había muerto de hambre salvo el último de sus miembros, un hombre que
murió por envenenamiento de colesterol unas semanas más tarde.
La nada de un
segundo por la cual se abrió el agujero, rebotó hacia atrás y hacia delante en
el tiempo de forma enteramente increíble. En alguna parte del pasado más
remoto, traumatizó seriamente a un pequeño y azaroso grupo de átomos que
vagaban por el estéril vacío del espacio, haciendo que se fundieran en unas
figuras sumamente improbables. Tales figuras aprendieron rápidamente a
reproducirse a sí mismas (eso era lo más extraordinario de dichas figuras) y
continuaron causando una confusión enorme en todos los planetas por los que
pasaban a la deriva. Así es como empezó la vida en el Universo.
Cinco Torbellinos
Contingentes provocaron violentos remolinos de sinrazón y vomitaron una acera.
En la acera
yacían Ford Prefect y Arthur Dent, jadeantes como peces medio muertos.
—Ahí lo tienes
—masculló Ford, luchando por agarrarse con un dedo a la acera, que viajaba a
toda velocidad por el Tercer Tramo de lo Desconocido—, ya te dije que se me
ocurriría algo.
—Pues claro
—comentó Arthur—, naturalmente.
—He tenido la
brillante idea —explicó Ford— de encontrar a una nave que pasaba y hacer que
nos rescatara.
El auténtico
universo se perdía bajo ellos, en un arco vertiginoso. Varios universos
fingidos pasaban rápidamente a su lado como cabras monteses. Estalló la luz
original, lanzando salpicaduras de espacio-tiempo como trocitos de crema de
queso. El tiempo floreció, la materia se contrajo. El más número primo se
aglutinó en silencio en un rincón y se ocultó para siempre.
—¡Vamos, déjalo!
—dijo Arthur—. Las probabilidades en contra eran astronómicas.
—No protestes. Ha
dado resultado —le recordó Ford.
—¿En qué clase de nave estamos? —preguntó Arthur mientras el abismo de la eternidad se abría a sus pies.
—No lo sé —dijo Ford—, todavía no he abierto los ojos.
—Ni yo tampoco
—dijo Arthur.
El Universo dio
un salto, quedó paralizado, trepidó y se expandió en varias direcciones
inesperadas.
Arthur y Ford
abrieron los ojos y miraron en torno con enorme sorpresa.
—¡Santo Dios!
—exclamó Arthur—. ¡Si parece la costa de Southend!
—Oye, me alegro
de que digas eso —dijo Ford.
—¿Por qué?
—Porque pensé que
me estaba volviendo loco.
—A lo mejor lo
estás. Quizá sólo hayas pensado que lo dije.
Ford consideró
esa posibilidad.
—Bueno, ¿lo has
dicho o no lo has dicho? —inquirió.
—Creo que sí
—dijo Arthur.
—Pues tal vez nos
estemos volviendo locos los dos.
—Sí —admitió
Arthur—. Si lo pensamos bien, tenemos que estar locos para pensar que eso es
Southend.
—Bueno, ¿crees
que es Southend?
—Claro que sí.
—Yo también.
—En ese caso,
debemos estar locos.
—No es mal día
para estarlo.
—Sí —dijo un loco
que pasaba por allí.
—¿Quién era ése?
—preguntó Arthur.
—¿Quién? ¿Ese
hombre de las cinco cabezas y el matorral de saúco plagado de arenques?
—Sí.
—No lo sé.
Cualquiera.
—Ah.
Se sentaron los dos en la acera y con cierta inquietud observaron cómo unos niños grandísimos brincaban pesadamente por la playa y miles de caballos salvajes cruzaban horrísonos el cielo llevando repuestos de barandillas reforzadas a las Zonas Inciertas. —¿Sabes una cosa? —dijo Arthur tosiendo ligeramente—; si esto es Southend, hay algo muy raro...
—¿Te refieres a que el mar está inmóvil como una roca y los edificios
fluyen de un lado para otro? —dijo Ford.
—Sí, a mí también
me ha parecido raro. En realidad —prosiguió mientras el Southend se partía con
un enorme crujido en seis segmentos iguales que danzaron y giraron entre ellos
hasta aturdirse en corros lujuriantes y licenciosos—, pasa algo absolutamente
rarísimo.
Un rumor ululante
y enloquecido de gaitas y violines pasó agostando el viento, cosquillas
calientes saltaron de la carretera a diez peniques la pieza, el cielo descargó
una tempestad de peces horrendos y Arthur y Ford decidieron darse a la fuga.
Se precipitaron
entre densas murallas de sonido, montañas de ideas arcaicas, valles de música
ambiental, malas sesiones de zapatos, fútiles murciélagos y, súbitamente,
oyeron la voz de una muchacha.
Parecía una voz
muy sensible, pero lo único que dijo, fue:
—Dos elevado a
cien mil contra uno, y disminuyendo.
Y eso fue todo.
Ford resbaló en
un rayo de luz y dio vueltas de un lado para otro tratando de encontrar el
origen de la voz, pero no pudo ver nada en lo que pudiera creer seriamente.
—¿Qué era esa
voz? —gritó Arthur.
—No lo sé —aulló
Ford—, no lo sé. Parecía un cálculo de probabilidades.
—¡Probabilidades!
¿Qué quieres decir?
—Probabilidades;
ya sabes, como dos a uno, tres a uno, cinco contra cuatro. Ha dicho dos elevado
a cien mil contra uno. Eso es algo muy improbable, ¿sabes?
Una tina de
cuatro millones de litros de natillas se puso verticalmente encima de ellos sin
aviso previo.
—Pero ¿qué quiere
decir eso? —Chilló Arthur.
—¿El qué, las
natillas?
—¡No, el cálculo
de probabilidades!
—No lo sé. No sé
nada de eso. Creo que estamos en una especie de nave.
—No puedo menos
de suponer —dijo Arthur— que éste no es un departamento de primera clase.
En la urdimbre
del espacio-tiempo empezaron a surgir protuberancias. Feos y enormes bultos.
—Auuuurrrgghhh...
—exclamó Arthur al sentir que su cuerpo se ablandaba y se arqueaba en
direcciones insólitas—. El Southend parece que se está fundiendo... las
estrellas se arremolinan..., ventarrones de polvo... las piernas se me van con
el crepúsculo... y el brazo izquierdo también se me sale. Se le ocurrió una
idea aterradora y añadió: ¡Demonios!, ¿cómo voy a utilizar ahora mi reloj de
lectura directa?
Miró desesperado
a su alrededor, buscando a Ford.
—Ford —le dijo—,
te estás convirtiendo en un pingüino. Déjalo.
De nuevo oyeron
la voz.
—Dos elevado a
setenta y cinco mil contra uno, y disminuyendo.
Ford chapoteó en
su charca describiendo un círculo furioso.
—¡Eh! ¿Quién es
usted? —graznó como un pato—. ¿Dónde está? Dígame lo que pasa y si hay algún
medio de pararlo.
—Tranquilícese,
por favor —dijo la voz en tono amable, como la azafata de un avión al que sólo
le queda un ala y uno de cuyos motores está incendiado—, están ustedes
completamente a salvo.
—¡Pero no se
trata de eso! —bramó Ford—. Sino de que ahora soy un pingüino completamente a
salvo, y de que mi compañero se está quedando rápidamente sin extremidades.
—Está bien, ya
las he recuperado —anunció Arthur.
—Dos elevado a
cincuenta mil contra uno, y disminuyendo —dijo la voz.
—Reconozco —dijo
Arthur— que son más largas de lo que me gustan, pero...
—¿Hay algo
—chilló Ford como un pájaro furioso— que crea que debe decirnos?
La voz carraspeo.
Un petit tour gigantesco brincó en la lejanía.
—Bienvenidos a la
nave espacial Corazón de Oro —dijo la voz.
Y la voz
prosiguió:
—Por favor, no se
alarmen por nada que oigan o vean a su alrededor. Seguramente sentirán ciertos
efectos nocivos al principio, pues han sido rescatados de una muerte cierta a
una escala de improbabilidad de dos elevado a doscientos setenta y seis mil
contra uno; y quizás más alta. Viajamos ahora a una escala de dos elevado a
veinticinco mil contra uno y disminuyendo, y recuperaremos la normalidad en
cuanto estemos seguros de lo que es normal. Gracias. Dos elevado a veinte mil
contra uno y disminuyendo.
Se calló la voz.
Ford y Arthur se
encontraron en un pequeño cubículo luminoso de color rosa.
Ford estaba frenéticamente
exaltado.
—¡Arthur!
—exclamó—. ¡Esto es fantástico! ¡Nos ha recogido una nave propulsada por la
Energía de la Improbabilidad Infinita! ¡Es increíble! ¡Ya había oído rumores
sobre eso! ¡Todos fueron desmentidos oficialmente, pero deben haberlo
conseguido! ¡Han logrado la Energía de la Improbabilidad! Arthur, esto es...
¿Arthur? ¿Qué ocurre?
Arthur se había
echado contra la puerta del cubículo tratando de mantenerla cerrada, pero no
ajustaba bien. Pequeñas manitas peludas con los dedos manchados de tinta se
colaban por las grietas; débiles vocecitas parloteaban locamente.
Arthur alzó la
vista.
—¡Ford!
—exclamó—. Afuera hay un número infinito de monos que quieren hablarnos de un
guión de Hamlet que han elaborado ellos mismos.
10
La Energía de la
Improbabilidad Infinita es un medio nuevo y maravilloso para recorrer grandes
distancias interestelares en una simple décima de segundo, sin tener que andar
a tontas y a locas por el hiperespacio.
Se descubrió por
una afortunada casualidad, y el equipo de investigación damograno del Gobierno
Galáctico la convirtió en una forma manejable de propulsión.
Esta es,
brevemente, la historia de su descubrimiento.
Desde luego se
conocía bien el principio de generar pequeñas cantidades de improbabilidad
finita por el sencillo método de acoplar los circuitos lógicos de un cerebro
submesón Bambleweeny 57 a un vector atómico de navegación suspendido de un
potente generador de movimiento browniano (digamos una buena taza de té
caliente); tales generadores solían emplearse para romper el hielo en las
fiestas, haciendo que todas las moléculas de la ropa interior de la anfitriona
dieran un salto de treinta centímetros hacia la izquierda, de acuerdo con la
Teoría de la Indeterminación.
Muchos físicos
respetables afirmaron que no lo tolerarían, en parte porque constituía una
degradación científica, pero principalmente porque no los invitaban a esa clase
de fiestas.
Otra cosa que no
soportaban era el fracaso perpetuo con el que topaban en su intento de
construir una nave que generara el campo improbabilidad infinita necesario para
lanzar a una nave a las pasmosas distancias que los separaban de las estrellas
más lejanas, y al fin anunciaron malhumorados que semejante máquina era
prácticamente imposible.
Entonces, un día,
un estudiante a quien se había encomendado que barriese el laboratorio después
de una reunión particularmente desafortunada, empezó a discurrir de este modo:
«Si semejante
máquina es una imposibilidad práctica —pensó para sí— entonces debe existir
lógicamente una improbabilidad finita. De manera que todo lo que tengo que
hacer para construirla es descubrir exactamente su improbabilidad, procesar esa
cifra en el generador de improbabilidad finita, darle una taza de té fresco y
muy caliente... ¡y conectarlo!»
Así lo hizo, y
quedó bastante sorprendido al descubrir que había logrado crear de la nada el
tan ansiado y precioso generador de la Improbabilidad Infinita.
Aún se asombró
más cuando, nada más concederle el Premio a la Extrema Inteligencia del
Instituto Galáctico fue linchado por una rabiosa multitud de físicos
respetables qué finalmente comprendieron que lo único que no toleraban
realmente eran los sabihondos.
11
La cabina de
control de Improbabilidad del Corazón de Oro era como la de una nave
absolutamente convencional, salvo que estaba enteramente limpia porque era
nueva. Todavía no se había quitado las fundas de plástico a algunos asientos de
mando. La cabina, blanca en su mayor parte, era apaisada y del tamaño de un
restaurante pequeño. En realidad no era enteramente oblonga: las dos largas
paredes se desviaban en una curva levemente paralela, y todos los ángulos y
rincones de la cabina tenían una forma rechoncha y provocativa. Lo cierto es
que habría sido mucho más sencillo y práctico construir la cabina como una
estancia corriente, tridimensional y oblonga, pero entonces los proyectistas se
habrían sentido desgraciados. Tal como era, la cabina tenía un aspecto
atractivo y funcional, con amplias pantallas de vídeo colocadas sobre los
paneles de mando y dirección en la pared cóncava, y largas filas de cerebros
electrónicos empotrados en la pared convexa. Un robot se sentaba melancólico en
un rincón, con su lustrosa y reluciente cabeza de acero colgando flojamente
entre sus pulidas y brillantes rodillas. También era completamente nuevo, pero
aunque estaba magníficamente construido y bruñido, en cierto modo parecía como
si las diversas partes de su cuerpo más o menos humanoide no encajasen
perfectamente. En realidad ajustaban muy bien, pero algo sugería que podían
haber encajado mejor.
Zaphod Beeblebrox
se paseaba nerviosamente por la cabina, pasando la mano por los aparatos
relucientes y sonriendo con júbilo.
Trillian se
inclinaba en su asiento sobre un amasijo de instrumentos, leyendo cifras. Su
voz llegaba a toda la nave a través del circuito Tannoy.
—Cinco contra uno
y disminuyendo... —decía—, cuatro contra uno y disminuyendo, tres a uno...,
dos..., uno..., factor de probabilidad de uno a uno..., tenemos normalidad,
repito: tenemos normalidad. —Desconectó el micrófono, lo volvió a conectar con
una leve sonrisa y continuó: Todo aquello que no puedan resolver es, por
consiguiente, asunto suyo. Tranquilícense, por favor. Pronto enviaremos a
buscarlos.
—¿Quiénes son,
Trillian? —dijo Zaphod con fastidio.
Trillian se
volvió en su asiento giratorio y, mirándolo, se encogió de hombros.
—Sólo un par de
tipos que, según parece, hemos recogido en el espacio exterior —dijo—. Sección
ZZ9 Plural Z. Alfa.
—Ya. Bueno,
Trillian, ha sido una idea generosa, pero ¿crees realmente que ha sido prudente
en estas circunstancias? —se quejó Zaphod—. Me refiero a que estamos huyendo y
todo eso; en estos momentos debemos tener a media policía de la Galaxia
persiguiéndonos, y nos detenemos para recoger a unos autoestopistas. Muy bien,
te mereces diez puntos positivos por tu bondad, y varios millones de puntos
negativos por tu falta de prudencia, ¿de acuerdo?
Irritado, dio
unos golpecitos en un panel de mando. Trillian movió la mano discretamente
antes de que golpeara algo importante. Por muchas cualidades que pudiera
encerrar el cerebro de Zaphod —arrojo, jactancia, orgullo—, era un inepto para
la mecánica y fácilmente podía mandar a la nave por los aires con un gesto
desmedido. Trillian había llegado a sospechar que la razón fundamental por la
que había tenido una vida tan agitada y próspera, era que jamás había
comprendido verdaderamente el significado de ninguno de sus actos.
—Zaphod —dijo
pacientemente—, estaban flotando sin protección en el espacio exterior...
¿verdad que no desearías que hubiesen muerto?
—Pues ya
sabes..., no. Así no, pero...
—¿Así no? ¿Que no
murieran así? ¿Pero...? —Trillian ladeó la cabeza.
—Bueno, quizá los
hubieran recogido otros, después.
—Un segundo más
tarde y habrían muerto.
—Ya, de manera
que si te hubieras molestado en pensar un poco más, el problema habría
desaparecido.
—¿Te habría
gustado que los dejáramos morir?
—Pues ya sabes,
no me habría gustado exactamente, pero...
—De todos modos
—concluyó Trillian, volviendo a los mandos—, yo no los he recogido.
—¿Qué quieres
decir? ¿Quién lo ha hecho, entonces?
—La nave.
—¿Qué?
—Los ha recogido
la nave. Ella sola.
—¿Cómo?
—Mientras
estábamos con la Energía de la Improbabilidad.
—Pero eso es
increíble.
—No, Zaphod; sólo
muy, muy improbable.
—Ah, claro.
—Mira, Zaphod —le
dijo Trillian, dándole palmaditas en el brazo—, no te preocupes por los
extraños. No creo que sean más que un simple par de muchachos. Enviaré al robot
para que los localice y les traiga aquí arriba. ¡Eh, Marvin!
En el rincón, la
cabeza del robot se alzó bruscamente, bamboleándose de manera imperceptible. Se
puso en pie como si tuviera dos kilos y medio más de su peso normal, y cruzó la
estancia con lo que un observador neutral habría calificado de esfuerzo
heroico. Se detuvo delante de Trillian y pareció traspasarle el hombro
izquierdo con la mirada.
—Creo que
deberías saber que me siento muy deprimido —dijo el robot. Su voz tenía un tono
sordo y desesperado.
—¡Santo Dios!
—murmuró Zaphod, desplomándose en un sillón.
—Bueno —dijo
Trillian en tono animado y compasivo—, pues aquí tienes algo en qué ocuparte
para no pensar en esas cosas.
—No dará
resultado —replicó Marvin con voz monótona—, tengo una inteligencia
excepcionalmente amplia.
—¡Marvin! —le
advirtió Trillian.
—De acuerdo —dijo
Marvin—. ¿Qué quieres que haga?
—Baja al compartimiento de entrada número dos y trae aquí, bajo vigilancia, a los dos extraños.
Tras una pausa de
un microsegundo y una micromodulación magníficamente calculada de tono y
timbre, algo que no podría considerarse insultante, Marvin logró transmitir su
absoluto desprecio y horror por todas las cosas humanas.
—¿Sólo eso?
—preguntó.
—Sí —contesto
Trillian con firmeza.
—No me va a
gustar —comentó Marvin.
Zaphod se levantó
de un salto de su asiento.
—¡Ella no te pide
que te guste —gritó—, sino sólo que lo hagas! ¿Lo harás?
—De acuerdo —dijo
Marvin con una voz semejante al tañido de una gran campana rajada— Lo haré.
—Bien —replicó
Zaphod—, estupendo..., gracias...
Marvin se volvió
y levantó hacia él sus ojos encarnados, triangulares y planos.
—No os estaré
decepcionando, ¿verdad? —preguntó en tono patético.
—No, Marvin, no
—respondió alegremente Trillian—; está muy bien, de verdad...
—No me gustaría
pensar que os estoy defraudando.
—No, no te
preocupes por eso —respondió Trillian con el mismo tono ligero—; no tienes más
que actuar de manera natural y todo irá estupendamente.
—¿Estás segura de
que no te importa? —insistió Marvin.
—No, Marvin, no
—aseguró Trillian con la misma cadencia—; está muy bien, de verdad... no son
más que cosas de la vida.
Hubo un destello
en la mirada electrónica de Marvin.
—La vida —dijo—,
no me hables de la vida.
Se volvió con
aire de desesperación y salió como a rastras de la estancia. La puerta se cerró
tras él con un ruidito metálico y un murmullo de satisfacción.
—Me parece que no
podré aguantar mucho más tiempo a ese robot, Zaphod —rezongó Trillian.
La Enciclopedia
Galáctica define a un robot como un aparato mecánico creado para realizar el
trabajo del hombre. El departamento comercial de la Compañía Cibernética Sirius
define a un robot como «Su amigo de plástico con quien le gustará estar».
La Guía del
autoestopista galáctico define al departamento comercial de la Compañía
Cibernética Sirius como un «hatajo de pelmazos y estúpidos que serán los
primeros en ir al paredón cuando llegue la revolución»; hay una nota a pie de
página al efecto, que dice que los editores recibirán con agrado solicitudes de
cualquiera que esté interesado en ocupar el puesto de corresponsal en robótica.
Curiosamente, hay
una edición de la Enciclopedia Galáctica que tuvo la buena fortuna de caer en
la urdimbre del tiempo a mil años en el futuro, y que define al departamento
comercial de la Compañía Cibernética Sirius como «un hatajo de pelmazos
estúpidos que fueron los primeros en ir al paredón cuando llegó la revolución».
El cubículo de
color rosa había dejado de existir y los monos habían pasado a otra dimensión
mejor. Ford y Arthur se encontraban en la zona de embarque de la nave. Era muy
elegante.
—Me parece que
esta nave es completamente nueva —dijo Ford.
—¿Cómo lo sabes?
—le preguntó Arthur—. ¿Tienes algún extraño aparato para medir la edad del
metal?
—No, me acabo de
encontrar este folleto de venta en el suelo. Dice esas cosas de que «el
Universo puede ser suyo». ¡Ah! Mira, tenía razón.
Ford señaló una
página y se la enseñó a Arthur.
—Dice: «Nuevo y
sensacional descubrimiento en Física de la Improbabilidad. En cuanto la energía
de la nave alcance la Improbabilidad Infinita, pasará por todos los puntos del
Universo. Sea la envidia de los demás gobiernos importantes.» ¡Vaya!, es algo a
gran escala.
Ford leyó
apasionadamente las especificaciones técnicas de la nave, jadeando de asombro
de cuando en cuando ante lo que leía: era evidente que la astrotecnología
galáctico había hecho grandes adelantos durante sus años de exilio.
Arthur escuchó
durante un rato, pero como era incapaz de entender la mayor parte de las
palabras de Ford, empezó a dejar vagar la imaginación mientras pasaba los dedos
por el borde de una fila de incomprensibles cerebros electrónicos; alargó la
mano y pulsó un atractivo botón, ancho y rojo, de un panel que tenía cerca. El
panel se iluminó con las palabras: Por favor, no vuelva a pulsar este botón. Se
estremeció.
—Escucha —le dijo
Ford, que continuaba enfrascado en el folleto comercial—, dan mucha importancia
a la cibernética de la nave. Una nueva generación de robots y cerebros
electrónicos de la Compañía Cibernética Sirius, con la nueva característica
APP.
—¿Característica APP? —repitió Arthur—. ¿Qué es eso?
—Eso significa Auténticas Personalidades Populares.
—¡Ah! —comentó Arthur—. Suena horriblemente mal.
—En efecto —dijo
una voz a sus espaldas.
La voz tenía un
tono bajo y desesperado, y venía acompañada de un ruido metálico.
Se volvieron y
vieron encogido en el umbral a un execrable hombre de acero.
—¿Qué? dijeron ellos dos.
—Horrible —prosiguió Marvin—, absolutamente. Horrible del todo. Ni
siquiera lo mencionéis. Mirad esta puerta —dijo al cruzarla. Los circuitos de
ironía se incorporaron al modulador de su voz mientras imitaba el estilo del
folleto comercial—. Todas las puertas de la nave poseen un carácter alegre y
risueño. Tienen el gusto de abrirse para ustedes, y se sienten satisfechas al
volver a cerrarse con la conciencia del trabajo bien hecho.
Cuando la puerta
se cerró tras ellos, comprobaron que efectivamente hizo un ruido parecido a un
suspiro de satisfacción.
—¡Aahbmmmmmmmmmyammmmmmmmah!
—dijo la puerta.
Marvin la miró
con odio frío mientras sus circuitos lógicos parloteaban disgustados y
consideraban la idea de ejercer la violencia física contra ella. Otros
circuitos terciaron diciendo: ¿para qué molestarse? ¿Qué sentido tiene? No
merece la pena interesarse por nada. Otros circuitos se divertían analizando
los componentes moleculares de la puerta y de las células cerebrales del
humanoide. Insistieron un poco midiendo el nivel de las emanaciones de
hidrógeno en el parsec cúbico de espacio circundante, y luego se desconectaron
aburridos. Una punzada de desesperación sacudió el cuerpo del robot mientras se
daba la vuelta.
—Vamos —dijo con
voz monótona—. Me han ordenado que os lleve al puente. Aquí me tenéis, con el
cerebro del tamaño de un planeta y me piden que os lleve al puente. ¿Llamaríais
a eso un trabajo satisfactorio? Pues yo no.
Se volvió y cruzó
de nuevo la odiada puerta.
—Hmm..., disculpa
—dijo Ford, siguiéndolo—. ¿A qué gobierno pertenece esta nave?
Marvin no le hizo
caso.
—Mirad esa puerta
—masculló—; está a punto de volver a abrirse. Lo sé por el intolerable aire de
satisfacción vanidosa que genera de repente.
Con un pequeño
gemido para atraerse su simpatía, la puerta volvió a abrirse y Marvin la cruzó
con pasos pesados.
—Vamos —ordenó.
Los otros lo
siguieron rápidamente y la puerta volvió a cerrarse con pequeños ruiditos
metálicos y zumbidos de contento.
—Hay que dar las
gracias al departamento comercial de la Compañía Cibernética Sirius —dijo
Marvin, echando a andar, desolado, por el resplandeciente pasillo curvo que se
extendía ante ellos—. Vamos a construir robots con Auténticas Personalidades Populares,
dijeron. Así que lo probaron conmigo. Soy un prototipo de personalidad. ¿Verdad
que podríais asegurarlo?
Ford y Arthur
musitaron confusas negativas.
—Odio esa puerta
—continuó Marvin—. No os estaré deprimiendo, ¿verdad?
—¿Qué
gobierno...? —empezó a decir Ford otra vez.
—No pertenece a
ningún gobierno —le replicó el robot—; la han robado.
—¿Robado?
—¿Robado?
—repitió Arthur—. ¿Quién la ha robado?
—Zaphod
Beeblebrox.
Algo
extraordinario le ocurrió a Ford en la cara. Al menos cinco expresiones singulares
y distintas de pasmo y sorpresa se le acumularon en confusa mezcolanza. Su
pierna izquierda, que se encontraba en el aire, pareció tener dificultades para
volver a bajar al suelo. Miró fijamente al robot y trató de contraer ciertos
músculos escrotales.
—¡Zaphod
Beeblebrox...! —exclamó débilmente.
—Lo siento, ¿he
dicho algo inconveniente? —dijo Marvin, que prosiguió su lento avance con
indiferencia—. Perdonad que respire, cosa que de todos modos jamás hago, así
que no sé por qué me molesto en decirlo. ¡Oh, Dios mío, qué deprimido estoy!
Ahí tenemos otra de esas puertas satisfechas de sí mismas. ¡La vida! Que no me
hablen de la vida.
—Nadie la ha
mencionado siquiera —murmuró Arthur, molesto—. ¿Te encuentras bien, Ford?
Ford lo miró con
fijeza y dijo:
—¿Ese robot ha
dicho Zaphod Beeblebrox?
12
Un estrépito de
música gunk inundó la cabina del Corazón de Oro mientras Zaphod buscaba en la
radio subeta noticias de sí mismo. El aparato era bastante difícil de utilizar.
Durante años, las radios se habían manejado apretando botones y girando el
selector de sintonización; más tarde, cuando la tecnología se refinó, los
mandos se hicieron sensibles al contacto: sólo había que rozarlos con los
dedos; ahora, todo lo que había que hacer era mover la mano en torno a su
estructura y esperar confiado. Desde luego, evitaba un montón de esfuerzo
muscular, pero era molesto porque le obligaba a uno a quedarse quieto en su
asiento si es que quería seguir escuchando el mismo programa.
Zaphod movió una
mano y el aparato volvió a cambiar de emisora. Más música asquerosa, pero esta
vez servía de fondo a un noticiario. Las noticias estaban muy recortadas para
que encajaran con el ritmo de la melodía.
—...escucha usted
un noticiario en la onda subeta, que emite para toda la Galaxia durante las
veinticuatro horas —graznó una voz—, y dedicamos un gran saludo a todas las
formas de vida inteligente..., y a todos los que andéis por ahí, el secreto
está en salvar las dificultades todos juntos, muchachos. Y, desde luego, la
gran noticia de esta noche es el sensacional robo de la nave prototipo de la
Energía de la Improbabilidad, por obra nada menos que del Presidente Galáctico
Zaphod Beeblebrox. Y la pregunta que se hace todo el mundo es... ¿Ha perdido
finalmente la cabeza el Gran Z? Beeblebrox, el hombre que inventó el detonador
gargárico pangaláctico, ex estafador, descrito en una ocasión por Excéntrica
Galtumbits como el mejor zambombazo después de la Gran Explosión, y
recientemente elegido por séptima vez como el Peor Vestido Ser Consciente del
Universo Conocido..., ¿tiene una respuesta esta vez? Hemos preguntado a su
especialista cerebral particular, Gag Halfrunt... —por un momento, la música se
arremolinó y decayó. Se escuchó otra voz, presumiblemente la de Halfrunt, que
dijo—: Puez Zaphod ez precizamente eze tipo, ¿zabe uzted? —pero no continuó
porque un lápiz eléctrico voló por la cabina y pasó por el espacio aéreo del
mecanismo de conexión de la radio.
Zaphod se volvió
y lanzó una mirada feroz a Trillian, que había arrojado el lápiz.
—¡Oye! —le dijo—.
¿Por qué has hecho eso?
Trillian daba
golpecitos en una pantalla llena de cifras.
—Se me acaba de
ocurrir algo —dijo ella.
—¡Ah, sí! ¿Y
merece la pena interrumpir un boletín de noticias donde hablan de mí?
—Ya has oído
bastantes cosas sobre tí mismo.
—Soy muy
inseguro. Ya lo sabemos.
—¿Podemos dejar a
un lado tu vanidad por un momento? Esto es importante.
—Si hay algo más
importante por ahí que mi vanidad, quiero atraparlo ahora mismo y pegarle un
tiro.
Zaphod volvió a
lanzar una mirada fulminante a Trillian y luego se echó a reír.
—Escucha —le dijo
ella—, hemos recogido a ese par de tipos...
—¿Qué par de
tipos?
—El par de tipos
que hemos recogido.
—¡Ah, sí! —dijo
Zaphod—. El par de tipos que hemos recogido.
—Los recogimos en
el sector ZZ9 Plural Z Alfa.
—¿Sí? —dijo
Zaphod, parpadeando.
—¿Significa eso
algo para ti? —le preguntó Trillian con voz queda.
—Mmmm —contesto
Zaphod—, ZZ9 Plural Alfa. ¿ZZ9 Plural Alfa?
—¿Y bien?
—insistió Trillian.
—Pues... —dijo
Zaphod—, ¿qué significa la Z?
—¿Cuál de ellas?
—Cualquiera.
Una de las
mayores dificultades que Trillian experimentaba en sus relaciones con Zaphod
consistía en saber cuándo fingía ser estúpido para pillar desprevenida a la
gente, cuándo pretendía serlo porque no quería molestarse en pensar y deseaba
que otro lo hiciera por él, cuándo simulaba ser atrozmente estúpido para
ocultar el hecho de que en realidad no entendía lo que pasaba, y cuándo era
verdadera y auténticamente estúpido. Tenía fama de ser asombrosamente
inteligente, y estaba claro que lo era; pero no siempre, lo que evidentemente
le preocupaba, y por eso fingía. Prefería confundir a la gente a que le
despreciaran. Para Trillian eso era lo más estúpido, pero ya no se molestaba en
discutirlo.
Suspiró y puso un
mapa estelar en la pantalla para facilitarle las cosas, cualesquiera que fuesen
las razones de Zaphod para abordarlas de aquella manera.
—Mira —señaló—,
justo aquí.
—¡Ah... sí!
—exclamó Zaphod.
—¿Y bien?
—repitió Trillian.
—¿Y bien, qué?
Parte del cerebro
de Trillian gritó a otras partes de su cerebro.
Con mucha calma,
dijo:
—Es el mismo
sector en el que tú me recogiste.
Zaphod la miró y
luego volvió la vista a la pantalla.
—Ah, sí —dijo—.
Eso sí que es raro. Deberíamos haber atravesado directamente la Nebulosa Cabeza
de Caballo. ¿Cómo llegamos ahí? Porque eso no es ningún sitio.
Trillian pasó por
alto la última frase.
—Energía de
Improbabilidad —dijo pacientemente—. Tú mismo me lo has explicado. Pasamos por
todos los puntos del Universo, ya lo sabes.
—Sí, pero es una
coincidencia extraña, ¿no?
—Sí.
—¿Recoger a
alguien en ese punto? ¿Entre todo el Universo para escoger? Es demasiado...
Quiero averiguarlo. ¡Ordenador!
El ordenador de a
bordo de la Compañía Cibernética Sirius, que controlaba y penetraba en todas
las partículas de la nave, conectó los circuitos de comunicación.
—¡Hola, tú! —dijo
animadamente al tiempo que vomitaba una cinta diminuta de teleimpresor para
dejar constancia.
—¡Hola, tú! —dijo
la cinta de teleimpresor.
—¡Santo Dios!
—exclamó Zaphod. No había trabajado mucho tiempo con aquel ordenador, pero
había llegado a odiarlo.
El ordenador
prosiguió, descarado y alegre, como si estuviera vendiendo detergente.
—Quiero que sepas
que estoy aquí para resolver cualquier problema que tengas.
—Sí, sí —dijo
Zaphod—. Mira, creo que sólo usaré un trozo de papel.
—Pues claro —dijo
el ordenador al tiempo que tiraba el mensaje a la papelera—, entiendo. Si
alguna vez quieres...
—¡Cierra el pico!
—gritó Zaphod y, cogiendo un lápiz, se sentó junto a Trillian en la consola.
—Muy bien, muy
bien... —dijo el ordenador en tono dolido mientras desconectaba el canal de
fonación.
Zaphod y Trillian
se inclinaron sobre las cifras que el analizador del vuelo de Improbabilidad
hacía destellar silenciosamente frente a ellos.
—¿No podemos
averiguar —preguntó Zaphod— cuál es, desde su punto de vista, la Improbabilidad
de su rescate?
—Sí, es una
constante —dijo Trillian—: dos elevado a doscientos setenta y seis mil
setecientos nueve contra uno.
—Es alto. Son dos
tipos con mucha suerte.
—Sí.
—Pero en relación
con lo que hacíamos nosotros cuando la nave los recogió...
Trillian registró
las cifras. Indicaban dos elevado a infinito menos uno contra uno (un número
irracional que sólo tiene un significado convencional en Física de la
Improbabilidad).
—Es muy bajo
—prosiguió Zaphod, emitiendo un leve silbido.
—Sí —convino
Trillian, lanzando a Zaphod una mirada irónica.
—Es una enorme
cantidad de Improbabilidad a tomar en cuenta. El balance general debe indicar
algo muy improbable, si se suma todo.
Zaphod garabateó
unas sumas, las tachó y tiró el lápiz.
—Necesito ayuda,
no me sale.
—¿Entonces?
Zaphod entrechocó
sus dos cabezas furiosamente y rechinó los dientes.
—De acuerdo
—dijo—. ¡Ordenador!
Los circuitos de
la voz volvieron a conectarse.
—¡Vaya, hola!
dijeron las cintas de teleimpresor—. Lo único que quiero es hacer que tu
jornada sea más amable, más amable y más amable...
—Sí, bueno,
cierra el pico y averíguame algo.
—Pues claro
—parloteó el ordenador—, quieres una previsión de probabilidades basada en...
—Datos de
improbabilidad, sí.
—Muy bien
—continuó el ordenador—, es una idea un tanto interesante. ¿Te das cuenta de
que la vida de la mayoría de la gente está regida por números de teléfono?
Una expresión de
sufrimiento se implantó en una de las caras de Zaphod y luego en la otra.
—¿Te has quedado
bobo? —preguntó.
—No, pero tú sí
te quedarás cuando te diga que...
Trillian se quedó
sin aliento. Manipuló los botones de la pantalla del vuelo de Improbabilidad.
—¿Número de
teléfono? —dijo—. ¿Ha dicho esa cosa número de teléfono?
Destellaron
números en la pantalla.
El ordenador
había hecho una educada pausa, pero ahora prosiguió:
—Lo que iba a
decir es que...
—No te molestes,
por favor —dijo Trillian.
—Oye, pero ¿qué
es esto? —preguntó Zaphod.
—No lo sé
—respondió Trillian—, pero esos dos extraños... vienen de camino al puente con
ese detestable robot. ¿Los vemos por un monitor de imagen?
13
Marvin caminaba
pesadamente por el pasillo, sin dejar de lamentarse.
—...y luego,
claro, tengo este horrible dolor en todos los diodos del lado izquierdo...
—¡No! —repuso
Arthur en tono tétrico, caminando a su lado—. ¿De veras?
—Sí, de veras
—prosiguió Marvin—. He pedido que me los cambien, pero nadie me hace caso.
—Me lo figuro.
Ford emitía vagos
silbidos y canturreos, sin dejar de repetirse a sí mismo:
—Vaya, vaya,
vaya, Zaphod Beeblebrox...
Marvin se detuvo
de pronto y alzó una mano.
—Ya sabes lo que
ha pasado, ¿verdad?
—No, ¿qué? —dijo
Arthur, que no quería saberlo.
—Hemos llegado a
otra puerta de ésas.
A un costado del
pasillo había una puerta corredera. Marvin la miró con recelo.
—Bueno —dijo
Ford, impaciente—, ¿pasamos?
—¿Pasamos? —le
imitó Marvin—. Sí, esta es la entrada al puente. Me han ordenado que os lleve
allí. No me extrañaría que fuese la exigencia más elevada que puedan hacer en
cuanto a capacidad intelectual.
Lentamente, con
enorme desprecio, cruzó el umbral como un cazador que se acercara
cautelosamente a su presa. La puerta se abrió de pronto.
—Gracias —dijo
ésta—, por hacer muy feliz a una sencilla puerta.
En lo más
profundo del tórax de Marvin rechinaron algunos mecanismos.
—Es curioso
—entonó lúgubremente—; cuando crees que la vida no puede ser más dura, empeora
de repente.
Se agachó para
pasar y dejó a Ford y a Arthur mirándose el uno al otro y encogiéndose de
hombros. Al otro lado de la puerta, volvieron a oír la voz de Marvin.
—Supongo que
querréis ver ahora a los extraños —dijo—. ¿Queréis que me siente en un rincón y
me oxide, o sólo que me caiga en pedazos aquí mismo?
—Sí, pero tráelos, ¿quieres, Marvin? —dijo otra voz. Arthur miró a Ford y se sorprendió al verle reír.
—¿Qué...?
—Chsss —dijo
Ford—, vamos adentro.
Cruzó el umbral y
entró en el puente.
Arthur lo siguió
nervioso, y se sorprendió al ver a un hombre reclinado en un sillón con los
pies sobre una consola de mandos y hurgándose los dientes de la cabeza derecha
con la mano izquierda. La cabeza derecha parecía enteramente enfrascada en la
tarea, pero la izquierda sonreía con una mueca amplia, tranquila e indiferente.
La serie de cosas que Arthur no podía creer que estaba viendo era grande. Se le
aflojó la mandíbula y se quedó con la boca abierta durante un rato.
Aquel hombre
extraño saludó a Ford con un gesto perezoso y, con una sorprendente afectación
de indiferencia, dijo:
—¿Qué hay, Ford,
cómo estás? Me alegro de que pudieras colarte.
A Ford no iban a
ganarle en aplomo.
—Me alegro de
verte, Zaphod —dijo, arrastrando las palabras—. Tienes buen aspecto, y el brazo
extra te sienta bien. Has robado una bonita nave.
Arthur lo miraba
con los ojos en blanco.
—¿Es que conoces
a ese tipo? —le preguntó aturdido, señalando a Zaphod.
—¡Que si lo
conozco! —exclamó Ford—. Es...
Hizo una pausa y
decidió hacer las presentaciones al revés.
—¡Ah, Zaphod!,
éste es un amigo mío, Arthur Dent. Lo salvé cuando su planeta saltó por los
aires.
—Muy bien —dijo
Zaphod—. ¿Qué hay, Arthur? Me alegro de que te salvaras.
Su cabeza derecha
se volvió con indiferencia, dijo «¿Qué hay?», y siguió con la tarea de que le
limpiaran los dientes.
—Arthur —continuó
Ford—, éste es un medio primo mío, Zaphod Bee...
—Nos conocemos
—dijo Arthur en tono brusco.
Cuando uno va por
la carretera por el carril de la izquierda y pasa perezosamente a unos cuantos
coches veloces sintiéndose muy contento consigo mismo, y entonces, por
accidente, cambia uno de cuarta a primera en vez de a tercera, haciendo que el
motor salte por la capota armando un lío bastante desagradable, se suele perder
la serenidad casi de la misma manera en que Ford Prefect la perdió al oír
semejante afirmación.
—Hmmm... ¿qué?
—dijo.
—He dicho que nos
conocemos.
Zaphod sufrió una
brusca sacudida de sorpresa y se pinchó una encía.
—Oye..., hmmm,
¿nos conocemos? Oye... hmmm...
Ford miró a
Arthur con un destello de ira en los ojos. Ahora que sentía terreno familiar
bajo sus plantas, empezó a lamentar de pronto el haber cargado con aquel
primitivo ignorante que sabía tanto de los asuntos de la Galaxia como un
mosquito de Ilford de la vida en Pekín.
—¿Qué quieres
decir con que os conocéis? —inquirió—. Este es Zaphod Beeblebrox, de Betelgeuse
Cinco, ¿te enteras? y no un imbécil Martin Smith, de Croydon.
—Me trae sin
cuidado —dijo Arthur en tono frío.
—Nos conocemos,
¿verdad Zaphod Beeblebrox?, ¿o debería decir... Phil?
—¡Cómo! —gritó
Ford.
—Tendrás que
recordármelo —dijo Zaphod—. Tengo una horrible memoria para las especies.
—Fue en una
fiesta —prosiguió Arthur.
—¿Sí?, pues lo
dudo —repuso Zaphod.
—¡Déjalo ya,
Arthur! —le ordenó Ford. Pero Arthur no se desanimó.
—En una fiesta,
hace seis meses. En la Tierra..., Inglaterra...
Zaphod meneó la
cabeza, sonriendo con los labios apretados.
—En Londres
—continuó Arthur—, en Islington.
—¡Ah! —dijo
Zaphod, sintiéndose culpable y dando un respingo— esa fiesta.
Aquello no le
sonaba nada bien a Ford. Miró una y otra vez a Arthur y a Zaphod.
—¿Cómo? —le dijo
a Zaphod—. ¿No querrás decir que has estado en ese desgraciado planetilla,
igual que yo?
—No, claro que no
—replicó animadamente Zaphod—. Quizá me haya dejado caer brevemente por allí,
ya sabes, de camino a alguna parte...
—¡Pero yo me
quedé quince años atascado allí!
—Pues te aseguro
que yo no lo sabía.
—Pero ¿qué fuiste
a hacer allí?
—A dar una
vuelta, ya sabes.
—Se coló en una
fiesta —dijo Arthur, temblando de ira—, en una fiesta de disfraces...
—Eso tenía que
ser, ¿verdad? —apuntó Ford.
—En esa fiesta
—insistió Arthur— había una chica..., pero bueno, eso ya no tiene importancia.
De cualquier modo, todo se ha esfumado...
—Me gustaría que
dejaras de lamentarte por ese condenado planeta —dijo Ford.
—¿Quién era esa
chica?
—Pues una chica.
Está bien, de acuerdo, no me fue muy bien con ella. Estuve intentándolo toda la
tarde. ¡Es que era algo serio! Guapa, encantadora, de una inteligencia
apabullante...; al fin conseguí acapararla un poco y le estaba dando
conversación cuando apareció este amigo tuyo diciendo: Hola, encanto, ¿te está
aburriendo este tipo? Entonces, ¿por qué no hablas conmigo? Soy de otro
planeta. No volví a verla más.
—¡Zaphod! —exclamó Ford.
—Sí —dijo Arthur,
lanzándole una mirada iracunda y tratando de no sentirse ridículo—. Sólo tenía
dos brazos y una cabeza, y se hacía llamar Phil, pero...
—Pero debes
admitir que realmente era de otro planeta —dijo Trillian, dejándose ver al otro
extremo del puente.
Dedicó a Arthur
una agradable sonrisa que le cayó como una tonelada de ladrillos, y luego
volvió a atender a los mandos de la nave.
Hubo unos
segundos de silencio, y luego, del confuso revoltijo que había en la mente de
Arthur, salieron unas palabras.
—¡Tricia
McMillan! —dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Lo mismo que tú
—respondió ella—. Me han recogido. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer
con una licenciatura en Matemáticas y otra en Astrofísica? Era esto, o volver
los lunes a la cola del subsidio de paro.
—Infinito menos
uno —parloteó el ordenador—, terminada la suma de Improbabilidad.
Zaphod lo miró;
luego dirigió la vista a Ford, a Arthur y, finalmente, a Trillian.
—Trillian —dijo—,
¿va a ocurrir esta clase de cosas siempre que empleemos la Energía de
Improbabilidad?
—Me temo que es
muy probable —respondió ella.
14
El Corazón de Oro
prosiguió su viaje silencioso por la noche espacial, ahora con una energía
convencional de fotones. Sus cuatro tripulantes se sentían incómodos sabiendo
que no estaban reunidos por su propia voluntad ni por simple coincidencia, sino
por una curiosa perversión de la física, como si las relaciones entre la gente
estuvieran sujetas a las mismas leyes que regían la relación entre átomos y
moléculas.
Cuando cayó la
noche artificial de la nave, se sintieron contentos de retirarse a sus cabinas
para tratar de ordenar sus ideas.
Trillian no podía
dormir. Se sentó en un sofá y contempló una jaula pequeña que contenía sus
únicos y últimos vínculos con la Tierra: dos ratones blancos que llevó consigo
tras lograr el permiso de Zaphod. Esperaba no volver a ver más el planeta, pero
se sintió inquieta al conocer las noticias de su destrucción. Le parecía remoto
e irreal, y no hallaba medio de recordarlo. Observó a los ratones corriendo por
la jaula y pisando furiosamente los pequeños peldaños de su rueda de plástico,
hasta que ocuparon toda su atención. De pronto se estremeció y volvió al
puente, a vigilar las lucecitas y cifras centelleantes que marcaban el avance
de la nave a través del vacío. Tuvo deseos de saber qué era lo que estaba
tratando de no pensar.
Zaphod no podía
dormir. El también deseaba saber qué era lo que él mismo no se permitía pensar.
Hasta donde podía recordar, tenía una vaga e insistente sensación de no
encontrarse allí. Durante la mayor parte del tiempo fue capaz de dejar a un
lado semejante idea y no preocuparse por ella, pero había vuelto a surgir por
la súbita e inexplicable llegada de Ford Prefect y Arthur Dent. En cierto modo,
aquello parecía obedecer a un plan que no comprendía.
Ford no podía
dormir. Estaba demasiado entusiasmado por encontrarse nuevamente en marcha.
Habían terminado quince años de práctica reclusión, justo cuando estaba
empezando a abandonar toda esperanza. Merodear con Zaphod durante una temporada
prometía ser muy divertido, aunque había algo un tanto raro en su medio primo
que no podía determinar. El hecho de haberse convertido en Presidente de la
Galaxia era francamente sorprendente, igual que la forma de dejar el cargo.
¿Obedecía aquello a algún motivo? Era inútil preguntárselo a Zaphod, pues él
nunca parecía tener una razón para ninguno de sus actos: había convertido lo
insondable en una forma artística. Abordaba todas las cosas de la vida con una
mezcla de genio extraordinario y de ingenua incompetencia que con frecuencia
resultaba difícil distinguir.
Arthur dormía:
estaba tremendamente cansado.
Hubo un golpecito
en la puerta de Zaphod. Se abrió.
—¿Zaphod...?
—¿Sí?
La figura de
Trillian se destacó en el óvalo de luz.
—Creo que
acabamos de encontrar lo que estabas buscando.
—¿Ah, sí?
Ford abandonó
todo propósito de dormir. En un rincón de su cabina había un pequeño ordenador
con pantalla y teclado. Se sentó ante él durante un rato con intención de
redactar un artículo nuevo para la Guía sobre el tema de los vogones, pero no
se le ocurrió nada bastante mordaz, así que desistió. Se envolvió en una túnica
y se fue a dar un paseo hasta el puente.
Al entrar, se
sorprendió al ver dos figuras, que parecían entusiasmadas, inclinadas sobre los
instrumentos.
—¿Lo ves? La nave
está a punto de entrar en órbita —decía Trillian—. Ahí hay un planeta. En las
coordenadas exactas que tú habías previsto.
Zaphod oyó un
ruido y alzó la vista.
—¡Ford!
—susurró—. Ven acá y echa un vistazo a esto.
Ford se acercó y
miró. Era una serie de cifras que titilaban en la pantalla.
—¿Reconoces esas coordenadas
galácticas? —le preguntó Zaphod.
—No.
—Te daré una
pista. ¡Ordenador!
—¡Hola, pandilla!
—saludó con entusiasmo el ordenador—. Se está animando la tertulia, ¿verdad?
—Cierra el pico
—le ordenó Zaphod— y muéstranos las pantallas.
Se apagó la luz del
puente. Puntos luminosos recorrieron las consolas y reflejaron cuatro pares de
ojos que miraban fijamente las pantallas del monitor exterior.
No se veía
absolutamente nada en ellas.
—¿Lo reconoces?
—susurró Zaphod. Ford frunció el ceño.
—Pues no —dijo.
—¿Qué ves?
—Nada.
—¿Lo reconoces?
—Pero ¿de qué
hablas?
—Estamos en la
Nebulosa Cabeza de Caballo. Una vasta nube negra.
—¿Y querías que
lo reconociese en una pantalla en blanco? —El interior de una nebulosa negra es
el único sitio de la Galaxia donde puede verse una pantalla negra.
—Muy bueno.
Zaphod se echó a
reír. Era evidente que estaba muy entusiasmado por algo, casi de manera
infantil.
—¡Eh, esto pasa
de castaño oscuro, es verdaderamente extraordinario!
—¿Qué tiene de
maravilloso el estar atascados en una nube de polvo? —preguntó Ford.
—¿Qué te figuras
que se puede encontrar aquí? —le insistió Zaphod.
—Nada.
—¿Ni estrellas?
¿Ni planetas?
—No.
—¡Ordenador!
—gritó Zaphod—. ¡Gira el ángulo de visión uno, ochenta grados y no digas nada!
Durante un
momento pareció que no pasaba nada, luego apareció un punto luminoso y
brillante al extremo de la enorme pantalla. La atravesó una estrella roja del
tamaño de una bandeja pequeña, seguida velozmente por otra: un sistema binario.
Entonces, una enorme luna creciente se dibujó en una esquina de la imagen: un
resplandor rojo que se iba fundiendo en negro, el lado del planeta donde era de
noche.
—¡Lo encontré!
—gritó Zaphod, dando un puñetazo en la consola—. ¡Lo encontré!
Ford lo miró
fijamente, asombrado.
—¿El qué? —preguntó.
—Ese... —dijo
Zaphod—, es el planeta más increíble que jamás existió.
15
(Cita de la Guía
del autoestopista galáctico, página 634784, sección 5. Artículo: Magrathea)
Hace mucho, entre
la niebla de los tiempos pasados, durante los grandes y gloriosos días del
antiguo Imperio Galáctico, la vida era turbulenta, rica y ampliamente libre de
impuestos.
Naves poderosas
trenzaban su camino entre soles exóticos, buscando aventuras y recompensas por
las partes más recónditas del espacio galáctico. En aquella época, los
espíritus eran valientes, los premios eran altos, los hombres eran hombres de
verdad, las mujeres eran mujeres de verdad, y las pequeñas criaturas peludas de
Alfa Centauro eran verdaderas pequeñas criaturas peludas de Alfa Centauro. Y todos
se atrevían a enfrentarse con terrores desconocidos, a realizar hazañas
importantes, a dividir audazmente infinitivos que nadie había dividido antes; y
así fue como se forjó el Imperio.
Desde luego,
muchos hombres se hicieron sumamente ricos, pero eso era algo natural de lo que
no había que avergonzarse, porque nadie era verdaderamente pobre, al menos
nadie que valiera la pena mencionar. Y para todos los mercaderes más ricos y
prósperos, la vida se hizo bastante aburrida y mezquina y empezaron a imaginar que,
en consecuencia, la culpa era de los mundos en que se habían establecido;
ninguno de ellos era plenamente satisfactorio: o el clima no era lo bastante
adecuado en la última parte de la tarde, o el día duraba media hora de más, o
el mar tenía precisamente el matiz rosa incorrecto.
Y así se crearon
las condiciones para una nueva y asombrosa industria especializada: la
construcción por encargo de planetas de lujo. La sede de tal industria era el
planeta Magrathea, donde ingenieros hiperespaciales aspiraban materia por
agujeros blancos del espacio para convertirla en planetas soñados: planetas de
oro, planetas de platino, planetas de goma blanda con muchos terremotos; todos
encantadoramente construidos para que cumplieran con las normas exactas que los
hombres más ricos de la Galaxia.
Pero tanto éxito
tuvo esa aventura, que Magrathea pronto llegó a ser el planeta más rico de
todos los tiempos y el resto de la Galaxia quedó reducido a la pobreza más
abyecta. Y así se quebró la organización social, se derrumbó el Imperio y un
largo y lóbrego silencio cayó sobre mil millones de mundos hambrientos,
únicamente turbado por el garabateo de las plumas de los eruditos mientras
trabajaban hasta entrada la noche en pulcros tratados sobre el valor de la
planificación en la política económica.
Magrathea
desapareció, y su recuerdo pronto pasó a la oscuridad de la leyenda.
En estos tiempos
ilustrados, por supuesto que nadie cree una palabra de ello.
16
Arthur se
despertó por el ruido de la discusión y se dirigió al puente. Ford estaba
agitando los brazos.
—Estás loco,
Zaphod —decía—. Magrathea es un mito, un cuento de hadas, es lo que los padres
cuentan por la noche a sus hijos si quieren que sean economistas cuando
crezcan, es...
—Y en su órbita
es donde estamos en estos momentos —insistió Zaphod.
—Escucha, no sé
dónde estarás tú en órbita, personalmente, pero esta nave...
—¡Ordenador!
—gritó Zaphod.
—¡Oh, no!
—¡Hola, chicos!
Soy Eddie, vuestro ordenador de a bordo, me siento muy animado y sé que me lo
voy a pasar muy bien con cualquier programa que penséis encomendarme.
Arthur miró
inquisitivamente a Trillian, que le hizo señas de que se acercara, pero que
permaneciera callado.
—Ordenador —dijo
Zaphod—, vuelve a indicarnos nuestra trayectoria actual.
—Será un
auténtico placer, compadre —farfulló—. En estos momentos nos encontramos en
órbita a una altitud de cuatrocientos cincuenta kilómetros en tomo al
legendario planeta Magrathea.
—Eso no demuestra
nada —arguyó Ford—. No me fiaría de este ordenador ni para saber lo que peso.
—Claro que podría
decírtelo —dijo el ordenador, entusiasmado, marcando más cinta de
teleimpresor—. Incluso podría averiguar qué problemas de personalidad tienes
hasta diez puntos decimales, si eso te sirviera de algo.
—Zaphod —dijo
Trillian, interrumpiendo al ordenador—, en cualquier momento pasaremos a la
parte de ese planeta en que es de día..., sea el que sea.
—Oye, ¿qué
quieres decir con eso? El planeta está donde yo dije que estaría, ¿no es así?
—Sí, sé que ahí
hay un planeta. Yo no discuto cuál sea, sólo que no distinguiría a Magrathea de
cualquier otro pedazo de roca inerte. Está amaneciendo, si es que necesitas
luz.
—De acuerdo, de
acuerdo —murmuró Zaphod—, que por lo menos se regocijen nuestros ojos.
¡Ordenador!
—¡Hola, chicos!
¿Qué puedo hacer...?
—Limítate a
cerrar el pico y vuelve a darnos una panorámica del planeta.
Las pantallas se
llenaron de nuevo con una masa informe y oscura: el planeta giraba bajo ellos.
Durante un
momento lo observaron en silencio, pero Zaphod estaba impaciente y nervioso.
—Estamos cruzando
el lado de la noche... —dijo con un murmullo.
El planeta seguía
girando.
—Tenemos la
superficie del planeta a cuatrocientos cincuenta Kilómetros debajo de
nosotros... —prosiguió Zaphod.
Trataba de crear
la sensación de que se hallaban ante un acontecimiento, ante lo que él creía
que era un gran momento. ¡Magrathea! Estaba resentido por la reacción escéptica
de Ford. ¡Magrathea!
—Dentro de unos
segundos —continuó, lo veremos... ¡Allí!
El acontecimiento
se produjo por sí solo. Incluso el más avezado vagabundo de las estrellas no
podía menos que estremecerse ante la visión espectacular de una aurora del
espacio, pero una aurora binaria es una de las maravillas de la Galaxia.
Un súbito punto
de luz cegadora atravesó la extrema oscuridad. Aumentó gradualmente y se
extendió de lado formando un aspa fina y creciente; al cabo de unos segundos se
vieron dos soles, dos hornos de luz que tostaron con fuego blanco la línea del
horizonte. Bajo ellos, fieras lanzas de color surcaron la fina atmósfera.
—¡Los fuegos de
la aurora! —jadeó Zaphod—. ¡Los soles gemelos de Soulianis y Rahm...!
—O cualquier otra
cosa —apostilló Ford en voz baja.
—¡Soulianis y
Rahm! —insistió Zaphod.
Los soles
resplandecieron en la bóveda del espacio y una música sorda y lúgubre flotó por
el puente: Marvin canturreaba irónicamente porque odiaba mucho a los humanos.
Ford sintió una
emoción profunda al contemplar el espectáculo luminoso, pero no era más que el
entusiasmo de hallarse ante un planeta nuevo y extraño; le bastaba con verlo
tal cual era. Le molestaba un poco que Zaphod hubiera impuesto en la escena una
fantasía ridícula para sacarle partido. Todo eso de Magrathea eran camelos para
niños. ¿Es que no bastaba ver la belleza de un jardín, sin tener que creer por
ello que estaba habitado por las hadas?
A Arthur le
parecía incomprensible todo eso de Magrathea. Se acercó a Trillian y le
preguntó lo que pasaba.
—Yo sólo sé lo
que me ha dicho Zaphod —susurró Trillian—. Al parecer, Magrathea es una especie
de leyenda antigua en la que nadie cree verdaderamente. Es algo parecido a la
Atlántida de la Tierra, salvo que los magratheanos construían planetas.
Arthur miró a las
pantallas y parpadeó con la sensación de que echaba de menos algo importante.
De pronto comprendió lo que era.
—¿Hay té en esta
nave? —preguntó.
Más partes del
planeta se desplegaban a sus ojos a medida que el Corazón de Oro proseguía su
órbita. Los soles se elevaban ahora en el cielo negro, había acabado la
pirotecnia de la aurora y la superficie del planeta parecía yerma y ominosa a
la ordinaria luz del día; era gris, polvorienta y de contornos vagos. Parecía
muerta y fría como una cripta. De cuando en cuando surgían rasgos prometedores
en el horizonte lejano: barrancas, quizá montañas o incluso ciudades. Pero a medida
que se aproximaban, las líneas se suavizaban desvaneciéndose en el anonimato, y
nada dejaban traslucir. La superficie del planeta estaba empañada por el
tiempo, por el leve movimiento del tenue aire estancado que la había envuelto a
lo largo de los siglos.
No cabía duda de
que era viejísimo.
Un momento de
incertidumbre asaltó a Ford mientras veía moverse bajo ellos el paisaje gris.
Le inquietaba la inmensidad del tiempo, podía sentirlo como una presencia.
Carraspeó.
—Bueno, y aun
suponiendo que sea...
—Lo es —le
interrumpió Zaphod.
—...que no lo es
—prosiguió Ford—, ¿qué quieres hacer en él, de todos modos? Ahí no hay nada.
—En la
superficie, no —dijo Zaphod.
—Muy bien,
supongamos que hay algo. Me figuro que no estarás aquí sólo por su arqueología
industrial. ¿Qué es lo que buscas?
Una de las
cabezas de Zaphod miró a un lado. La otra giró en la misma dirección para ver
qué estaba mirando la primera, pero ésta no miraba nada en particular.
—Pues he venido
en parte por curiosidad —dijo Zaphod en tono frívolo—, y en parte por sed de
aventuras, pero principalmente creo que por fama y dinero...
Ford le lanzó una
mirada virulenta. Le daba la muy sólida impresión de que Zaphod no tenía la más
mínima idea de por qué había ido allí.
—¿Sabes una cosa?
—dijo Trillian, estremeciéndose—, no me gusta nada el aspecto del planeta.
—¡Bah! No hagas
caso —le aconsejó Zaphod—. Con toda la riqueza del antiguo Imperio Galáctico
escondida en alguna parte, puede permitirse esa apariencia desaliñada.
Tonterías, pensó
Ford. Aun suponiendo que fuese la sede de alguna civilización antigua ya
convertida en polvo, y dando por sentadas una serie de cosas sumamente
improbables, era imposible que allí se guardasen grandes tesoros y riquezas en
cualquier forma que siguiera teniendo valor. Se encogió de hombros.
—Creo que es un
planeta muerto —dijo.
En la actualidad,
la fatiga y la tensión nerviosa constituyen serios problemas sociales en todas
las partes de la galaxia, y para que tal situación no se agrave es por lo que
se revelarán de antemano los hechos siguientes:
El planeta en
cuestión es efectivamente el legendario Magrathea.
El mortífero
ataque con proyectiles teledirigidos que iba a desencadenarse a continuación
por un antiguo dispositivo automático de defensa, se resolverá simplemente en
la ruptura de tres tazas de café y de una jaula de ratones, en ciertas
magulladuras de alguien en el antebrazo, en la intempestiva creación y súbito
fallecimiento de un tiesto de petunias y de una ballena inocente.
Con el fin de
preservar cierta sensación de misterio, aún no se harán revelaciones
concernientes a la persona que sufrió magulladuras en el antebrazo. Este hecho
puede convertirse con toda seguridad en tema de suspense porque no tiene
importancia alguna.
17
Tras comenzar el
día de manera bastante agitada, Arthur empezaba a reunir los fragmentos en que
había quedado reducida su mente tras las conmociones de la jornada anterior.
Encontró una máquina Nutrimática que le proveyó de una taza de Plástico llena
de un líquido que era casi, pero no del todo, enteramente diferente del té. La
manera en que funcionaba era muy interesante. Cuando se apretaba el botón de
«Bebida», la máquina hacía un reconocimiento rápido, pero muy detallado, de los
gustos del sujeto, para luego realizar un análisis espectroscópico de su
metabolismo y enviar tenues señales experimentales a las zonas neurálgicas de
los centros del gusto del cerebro con el fin de averiguar lo que era de su
agrado. Sin embargo, nadie sabía exactamente por qué lo hacía, porque de modo
invariable siempre suministraba una taza de líquido que era casi, pero no del
todo, enteramente distinto del té. La Nutrimática se proyectó y fabricó en la
Compañía Cibernética Sirius, cuyo departamento de reclamaciones ocupa en estos
momentos todas las grandes áreas de tierra más importantes del sistema estelar
de Sirius Tau.
Arthur bebió el
líquido y lo encontró tonificante. Volvió a mirar a las pantallas y vio pasar
otros centenares de kilómetros de yermos grises. De pronto se le ocurrió hacer
una pregunta que le estaba preocupando.
—¿No hay peligro?
—Magrathea está
muerto desde hace cinco millones de años —dijo Zaphod—. Claro que no hay
peligro. A estas alturas, incluso los fantasmas deben haber sentado la cabeza y
tendrán familia.
En ese momento,
un sonido extraño e inexplicable retembló por el puente: un ruido de fanfarria
lejana, un rumor sordo, agudo, inmaterial. Precedió a una voz igualmente sorda,
aguda e inmaterial.
—Se os saluda...
—dijo la voz. Les hablaba alguien del planeta muerto.
—¡Ordenador!
—gritó Zaphod.
—¡Hola, chicos!
—¿Qué fotón es
ése?
—Pues no es más
que una cinta de unos cinco millones de años que han puesto para nosotros.
—¿Cómo? ¿Una
grabación?
—¡Chsss! —dijo
Ford—. Sigue hablando.
La voz era vieja,
cortés, casi encantadora, pero tenía un inequívoco matiz de amenaza.
—Este es un aviso
grabado dijo—, pues me temo que en este momento no existamos ninguno de
nosotros. El Consejo comercial de Magrathea os agradece vuestra estimada
visita...
—¡Una voz del
antiguo Magrathea! —gritó Zaphod.
—Muy bien, muy
bien —dijo Ford.
—...pero
lamentamos —prosiguió la voz— que el planeta esté temporalmente retirado de los
negocios. Gracias. Si tenéis la bondad de dejar vuestro nombre y la dirección
de un planeta donde se os pueda localizar, decidlo cuando oigáis la señal.
Siguió un breve
zumbido; luego, silencio.
—Quieren librarse
de nosotros —dijo nerviosamente Trillian—. ¿Qué hacemos?
—No es más que
una grabación —dijo Zaphod—. Seguimos adelante. ¿Entendido, ordenador?
—Entendido
—contesto el ordenador, dando a la nave un empuje veloz.
Esperaron.
Al cabo de un
segundo más o menos, volvieron a oír la fanfarria, y luego la voz.
—Nos complace
comunicaros que tan pronto como reanudemos el trabajo, anunciaremos en todas
las revistas de moda y suplementos en color cuándo podrán nuestros clientes
volver a elegir entre todo lo mejor de nuestra geografía contemporánea. —La
amenaza que había en la voz adoptó un matiz más cortante—. Entretanto,
agradecemos a nuestros clientes su amable interés, pidiéndoles que se marchen.
Ahora mismo.
Arthur volvió la
cabeza para mirar las caras nerviosas de sus compañeros.
—Bueno, entonces
creo que será mejor que nos vayamos, ¿no?
—¡Chsss! —dijo
Zaphod—. No hay absolutamente nada que temer.
—Entonces, ¿por
qué está todo el mundo tan nervioso?
—¡Sólo están
interesados! —gritó Zaphod—. ¡Ordenador!, inicia un descenso en la atmósfera y
prepárate para aterrizar.
Esta vez, la
fanfarria era bastante rutinaria y la voz claramente fría.
—Resulta muy
grato —dijo— que vuestro entusiasmo por nuestro planeta permanezca intacto, por
lo que nos gustaría comunicaros que los proyectiles teledirigidos que en estos
momentos apuntan a vuestra nave forman parte de un servicio especial que
aplicamos a nuestros clientes más entusiastas, y que las ojivas nucleares de
que todos están provistos no son, por supuesto, más que un detalle de cortesía.
Esperamos que sigáis siendo nuestros clientes en las vidas futuras... Gracias.
La voz se
interrumpió bruscamente.
—¡Oh! —dijo
Trillian.
—Hmm —dijo
Arthur.
—¿Y bien? —dijo
Ford.
—Pero ¿es que no
os entra en la cabeza? —dijo Zaphod—. No es más que un mensaje grabado. De hace
millones de años. A nosotros no nos concierne, ¿entendido?
—¿Qué me dices de
los proyectiles teledirigidos? —preguntó tranquilamente Trillian.
—¿Proyectiles? No
me hagas reír.
Ford dio un
golpecito a Zaphod en el hombro y señaló a la pantalla trasera. Detrás de
ellos, en la lejanía, dos dardos plateados ascendían por la atmósfera hacia la
nave. Una rápida ampliación de imagen los enfocó claramente: dos cohetes
macizos y auténticos que surcaban el cielo como un trueno. La rapidez de su
aparición era pasmosa.
—Me parece que
van a hacer lo posible para que nos concierna —dijo Ford.
Zaphod los miraba
fijamente, asombrado.
—¡Oye, esto es
tremendo! —exclamó—. ¡Ahí abajo hay alguien que quiere matarnos!
—Tremendo
—repitió Arthur.
—Pero ¿no
comprendes lo que eso significa?
—Sí. Vamos a
morir.
—Sí, pero aparte
de eso.
—¿Aparte de qué?
—¡Significa que
debemos haber encontrado algo!
—¿Y cuándo
podemos dejarlo?
Segundo a
segundo, la imagen de los proyectiles crecía en la pantalla. Ya habían virado y
se dirigían en línea recta a su objetivo, de manera que lo único que ahora
veían de ellos eran las ojivas nucleares, con la cabeza por delante.
—Tengo curiosidad
—dijo Trillian—, por saber qué vamos a hacer.
—Mantenernos
tranquilos —le contestó Zaphod.
—¿Eso es todo?
—gritó Arthur.
—No, también
vamos a... hmm..., ¡a realizar una operación evasiva! —dijo Zaphod con un
repentino acceso de pánico—. ¡Ordenador! ¿Qué operación evasiva podemos
realizar?
—Hmm, me temo que
ninguna, muchachos —dijo el ordenador.
—...o algo
así..., hmm... —dijo Zaphod.
—Parece que hay
algo que entorpece mis circuitos de dirección —explicó animadamente el
ordenador. Recibiremos el impacto a menos cuarenta y cinco segundos. Por favor,
llamadme Eddie, si eso os ayuda a tranquilizaros.
Zaphod trató de
correr en varias direcciones igualmente decisivas al mismo tiempo.
—¡Muy bien!
—dijo—. Hmm..., tenemos que hacernos con el control manual de la nave.
—¿Sabes
manejarla? —le preguntó Ford en tono agradable.
—No, ¿Y tú?
—No.
—¿Sabes tú,
Trillian?
—No.
—Estupendo —dijo
Zaphod, tranquilizándose—. Lo haremos juntos.
—Yo tampoco sé
—dijo Arthur, que pensaba que ya era hora de afirmarse.
—Me lo figuraba
—dijo Zaphod—. Muy bien; ordenador, quiero pleno control manual de la nave.
—Ya lo tienes
—dijo el ordenador.
Se abrieron unos
anchos pupitres llenos de paneles y de ellos surgieron filas de consolas de
mando, lanzando sobre los tripulantes una lluvia de trozos de la envoltura de
poliestireno dilatado y bolas de celofán arrugado: los controles nunca se
habían utilizado antes.
Zaphod los miró
con ojos frenéticos.
—Muy bien, Ford
—dijo—, dale todo hacia atrás y diez grados a estribor. O algo así...
—Buena suerte
chicos —gorjeó el ordenador, impacto a menos treinta segundos...
Ford se precipitó
de un salto ante los controles; sólo unos cuantos le decían algo, así que los
manipuló. La nave se estremeció y crujió mientras sus cohetes de propulsión a
chorro intentaban ir en todas direcciones al mismo tiempo. Soltó la mitad y la
nave viró en un estrecho arco volviendo por donde había venido, directamente
hacia los proyectiles que se acercaban.
Balones de aire
almohadillaron las paredes en el preciso instante en que todos se vieron
arrojados contra ellas. Durante unos segundos, la fuerza de la inercia los
aplastó, dejándolos jadeantes, incapaces de moverse. Zaphod luchó por liberarse
con furiosa desesperación, y finalmente logró asestar una patada brutal a una
palanca pequeña que formaba parte del circuito de dirección.
La palanca se
rompió. La nave giró bruscamente y salió disparada hacia arriba. Los
tripulantes se desperdigaron violentamente por la cabina. El ejemplar de Ford
de la Guía del autoestopista galáctico chocó contra otra sección de la consola
de mandos, con el doble resultado de que la guía empezó a explicar a cualquiera
que quisiese oírla la mejor forma de sacar de Antares glándulas de periquitos
antereanos de contrabando (una glándula de periquito ensartada en un palillo es
una exquisitez escandalosa pero muy solicitada después de un cóctel, y con
frecuencia las adquieren por fuertes sumas de dinero unos idiotas riquísimos
que quieren impresionar a otros riquísimos idiotas), y de pronto cayó la nave
del cielo como una piedra.
Desde luego, fue
más o menos en ese momento cuando uno de los tripulantes sufrió una magulladura
desagradable en el brazo. Esto debe hacerse notar porque, como ya se ha dicho,
por lo demás escaparon completamente ilesos, y los mortíferos proyectiles
nucleares no llegaron a alcanzar la nave. La seguridad de la tripulación queda
absolutamente asegurada.
—Impacto a menos
veinte segundos, chicos... —dijo el ordenador.
—¡Entonces vuelve
a conectar los puñeteros motores! —gritó Zaphod a voz en cuello.
—Pues claro,
muchachos —dijo el ordenador. Con un tenue rugido los motores volvieron a
encenderse, la nave dejó de caer, se enderezó suavemente y se dirigió otra vez
hacia los proyectiles.
El ordenador
empezó a cantar.
—Cuando camines
bajo la tormenta... —gimoteó con voz nasal—, lleva la cabeza alta...
Zaphod le gritó
que cerrara el pico, pero su voz se perdió en el estruendo de su inminente
destrucción, que con toda razón consideraban inevitable.
—Y no... tengas
miedo... de la oscuridad —canturreó Eddie con voz lastimera.
Al enderezarse,
la nave quedó al revés, y como estaban tumbados en el techo, a sus tripulantes
les resultaba totalmente imposible manipular los circuitos de dirección.
—Al final de la
tormenta... —cantó Eddie con voz suave.
Los dos proyectiles
llenaron las pantallas al acercarse estruendosamente hacia la nave.
—...hay un cielo
dorado...
Pero por una
suerte extraordinaria aún no habían modificado del todo su trayectoria de
acuerdo con los caprichosos virajes de la nave, y pasaron justo por debajo de
ella.
—Y la dulce
canción plateada de la alondra... Impacto revisado dentro de quince segundos,
tíos... Camina contra el viento...
Los proyectiles
chirriaron al virar en redondo y proseguir su persecución.
—Ya está —dijo
Arthur al verlos—. Ahora sí que vamos a morir, ¿verdad?
—¡Ojalá dejaras
de decir eso! —gritó Ford.
—Pero vamos a
morir, ¿no?
—Sí.
—Camina bajo la
lluvia... —cantó Eddie.
A Arthur se le
ocurrió una idea. Se puso en pie a duras penas.
—¿Por qué no
conecta alguien eso de la Energía de la Improbabilidad? —dijo—. Tal vez podamos
alcanzarla.
—¿Te has vuelto
loco? —dijo Zaphod—. Sin una programación adecuada podría pasar cualquier cosa.
—¡Y qué importa
eso a estas alturas! —gritó Arthur.
—Aunque tus
sueños se pierdan y se desvanezcan...
Arthur logró
salir de una de las molduras provocativamente regordetas de la pared curva, por
el ángulo del techo.
—Camina, camina,
con el corazón lleno de esperanza...
—¿Sabe alguien
por qué no puede Arthur conectar la Energía de la Improbabilidad? —gritó
Trillian.
—Y no caminarás
solo... Impacto a menos cinco segundos; ha sido estupendo conocernos, chicos,
que Dios os bendiga... Nun... ca... camines... solo.
—¡He dicho —gritó
Trillian— que sí alguien sabe...
Lo que ocurrió a
continuación fue una espantosa explosión de luz y sonido.
18
Y lo que ocurrió
a continuación fue que el Corazón de Oro siguió su ruta con absoluta normalidad
y algunas modificaciones bastante atractivas en su interior. Era un poco más
amplia, y acabada con unos delicados matices de verde y azul pastel. En el
medio, entre un follaje de helechos y flores amarillas se alzaba una escalera
de caracol, y junto a ella había un pedestal de piedra que albergaba la
terminal del ordenador principal. Luces y espejos hábilmente desplegados creaban
la ilusión de estar en un invernadero que daba a una amplia extensión de
jardines cuidados con esmero exquisito. En torno a la zona periférica del
invernadero había mesas con tableros de mármol y patas de hierro forjado de
bello e intrincado dibujo. Cuando se miraba a la superficie reluciente del
mármol, se veía la vaga forma de los instrumentos, y cuando se pasaba la mano
por encima los aparatos se materializaban al instante. Si se los miraba desde
la posición adecuada, los espejos parecían reflejar todos los datos precisos,
aunque no estaba nada claro de dónde provenían. Efectivamente, era muy bonito.
Acomodado en un
sillón de mimbre, Zaphod Beeblebrox dijo:
—¿Qué demonios ha
pasado?
—Pues yo acabo de
decir —dijo Arthur, que reposaba junto a un estanque pequeño lleno de peces—
que ahí hay un interruptor de esa Energía de Improbabilidad...
Señaló a donde
estaba antes. Ahora había un tiesto con una planta.
—Pero, ¿dónde
estamos? —dijo Ford, que estaba sentado en la escalera de caracol, con un
detonador gargárico pangaláctico bien frío en la mano.
—Exactamente
donde estábamos, creo... —dijo Trillian, mientras los espejos les mostraban
súbitamente una imagen del marchito paisaje de Magrathea, que seguía pasando
velozmente bajo ellos.
Zaphod se puso en
pie de un salto.
—Entonces, ¿qué
ha pasado con los proyectiles atómicos? —preguntó.
En los espejos
apareció una imagen nueva y pasmosa.
—Resultará —dijo
Ford en tono de duda— que se han convertido en un tiesto de petunias y en una
ballena muy sorprendida...
—Con un Factor de
Improbabilidad —terció Eddie, que no había cambiado en absoluto— de ocho
millones setecientos sesenta y siete mil ciento veintiocho contra uno.
Zaphod miró
fijamente a Arthur.
—¿Pensaste en eso, terráqueo? —le preguntó.
—Pues yo, lo único que hice fue... —dijo Arthur.
—Fue una idea
excelente, ¿sabes? Conectar durante un segundo la Energía de Improbabilidad sin
activar primero las pantallas aislantes. Oye, muchacho, nos has salvado la
vida, ¿lo sabías?
—Pues, bueno
—dijo Arthur—, en realidad no fue nada...
—¿De veras? —dijo
Zaphod—. Muy bien, entonces olvídalo. Bueno, ordenador, llévanos a tierra.
—Pero...
—He dicho que lo
olvides.
Otra cosa que se
olvidó fue el hecho de que, contra toda probabilidad, se había creado una
ballena a varios kilómetros por encima de la superficie de un planeta extraño.
Y como,
naturalmente, ésa no es una situación sostenible para una ballena, la pobre
criatura inocente tuvo muy poco tiempo para acostumbrarse a su identidad de
ballena antes de perderla para siempre.
Esta es una
relación completa de sus pensamientos desde el instante en que comenzó su vida
hasta el momento en que terminó.
«¡Ah...! ¿Qué
pasa? —pensó.
»Hmm, discúlpeme,
¿quién soy yo?
»¿Hola?» ¿Por qué
estoy aquí? ¿Cuál es el objeto de mi vida?
»¿Qué quiere
decir quién soy yo?
»Tranquila,
cálmate ya... ¡Oh, qué sensación tan interesante! ¿Verdad? Es una especie de...
bostezante, hormigueante sensación en mi... mi... bueno, creo que será mejor
empezar a poner nombre a las cosas si quiero abrirme paso en lo que, por mor de
lo que llamaré un argumento, denominaré mundo, así que diremos en mi estómago.
»Bien. ¡Oooh,
esto marcha muy bien! Pero ¿qué es ese ruido grandísimo y silbante que me pasa
por lo que de pronto voy a llamar la cabeza? Quizá lo pueda llamar... ¡viento!
¿Es un buen nombre? Servirá..., tal vez encuentre otro mejor más adelante,
cuando averigüe para qué sirve. Debe ser algo muy importante, porque desde
luego parece haber muchísimo. ¡Eh! ¿Qué es eso? Eso..., llamémoslo cola; sí,
cola. ¡Eh! Puedo sacudirla muy bien, ¿verdad? ¡Vaya! ¡Uy! ¡Qué magnífica
sensación! No parece servir de mucho, pero ya descubriré más tarde lo que es.
¿Ya me he hecho alguna idea coherente de las cosas?
»No.
»No importa
porque, oye, es tan emocionante tener tanto que descubrir, tanto que esperar,
que casi me aturde la impaciencia.
»¿O el viento?
»¿Verdad que
ahora hay muchísimo?
»¡Y de qué
manera! ¡Eh! ¿Qué es eso que viene tan de prisa hacia mí? Muy deprisa. Tan
grande, tan plano y redondo que necesita un gran nombre sonoro, como...
sueno... ruedo... ¡suelo! ¡Eso es! Ese sí que es un buen nombre: ¡suelo!
»Me pregunto si
se mostrará amistoso conmigo.»
Y el resto, tras
un súbito golpe húmedo, fue silencio.
Curiosamente, lo
único que pasó por la mente del tiesto de petunias mientras caía fue: «¡Oh, no!
Otra vez, no». Mucha gente ha imaginado que si supiéramos exactamente lo que
pensó el tiesto de petunias, conoceríamos mucho más de la naturaleza del
universo de lo que sabemos ahora.
19
—¿Es que llevamos
con nosotros a ese robot? —preguntó Ford, mirando con fastidio a Marvin, que
estaba sentado en una postura difícil y encogida en el rincón, debajo de una
palmera pequeña.
Zaphod apartó la
vista de las pantallas de espejo, que ofrecían una vista panorámica del yermo
paisaje en que acababa de aterrizar el Corazón de Oro.
—¡Ah! ¿El
androide paranoico? —dijo—. Sí, lo llevamos con nosotros.
—¿Y qué vamos a
hacer con un robot maníaco-depresivo?
—Tú crees que
tienes problemas —dijo Marvin como si se dirigiese a un ataúd recién ocupado—,
¿qué harías si fueses un robot maníaco-depresivo? No, no te molestes en
responderme, soy cincuenta mil veces más inteligente que tú, y ni siquiera yo
sé la respuesta. Me da dolor de cabeza sólo de ponerme a pensar a tu altura.
Trillian apareció
bruscamente por la puerta de su cabina.
—¡Mi ratón blanco
se ha escapado! —dijo.
Ninguna expresión
de honda inquietud y preocupación llegó a surgir en ninguno de los dos rostros
de Zaphod.
—Que se vaya a
hacer gárgaras tu ratón blanco —dijo.
Trillian le lanzó
una mirada fulminante y volvió a desaparecer.
Es muy posible
que su observación hubiese recibido mayor atención si hubiera existido la
conciencia general de que los seres humanos sólo eran la tercera forma de vida
más inteligente del planeta Tierra, en vez de (como solían considerarla los
observadores más independientes) la segunda.
—Buenas tardes,
muchachos.
La voz era
extrañamente familiar, pero con un deje raro y diferente. Tenía un matiz
matriarcal. Se oyó cuando los tripulantes de la nave llegaron a la escotilla
del compartimiento estanco por la que saldrían a la superficie del planeta.
Se miraron unos a
otros, confusos.
—Es el ordenador
—explicó Zaphod—. He descubierto que tenía otra personalidad de emergencia, y
pensé que ésta tal vez daría mejor resultado.
—Y ahora vais a
pasar vuestro primer día en un planeta nuevo y extraño —prosiguió Eddie con su
nueva voz—, así que quiero que os abriguéis bien y estéis calentitos, y que no
juguéis con ningún monstruo travieso de ojos saltones.
Zaphod dio unos golpecitos
de impaciencia en la escotilla.
—Lo siento
—dijo—, creo que nos iría mejor con una regla de cálculo.
—¡Muy bien!
—saltó el ordenador—. ¿Quién ha dicho eso?
—¿Quieres abrir la escotilla de salida, ordenador, por favor? —dijo Zaphod, tratando de no enfadarse.
—No lo haré hasta que aparezca quien ha dicho eso —insistió el ordenador
cerrando con fuerza unas cuantas sinapsis.
—¡Santo Dios!
—musitó Ford, desplomándose súbitamente contra un mamparo y empezando a contar
hasta diez. Le desesperaba pensar que las formas conscientes de vida olvidaran
los números algún día. Los seres humanos sólo podían demostrar su independencia
de los ordenadores si se ponían a contar.
—Vamos —dijo
Eddie con firmeza.
—Ordenador...
—empezó a decir Zaphod.
—Estoy esperando
—le interrumpió Eddie—. Puedo esperar todo el día si es necesario...
—Ordenador...
—volvió a decir Zaphod, que estuvo tratando de pensar en algún razonamiento
sutil para hacer callar al ordenador, pero decidió que era mejor no competir
con él en su propio terreno—, si no abres la escotilla de salida ahora mismo,
desconectaré inmediatamente tus bancos de datos más importantes y volveré a
programarte con bastantes recortes, ¿has entendido?
Eddie se
sobresaltó, hizo una pausa y lo pensó.
Ford seguía
contando en voz baja. Eso es lo más agresivo que puede hacerse a un computador,
el equivalente de acercarse a un ser humano diciendo: sangre... sangre...
sangre... sangre...
—Veo que todos
vamos a tener que cuidar un poco nuestras relaciones —dijo finalmente Eddie en voz
baja.
Y se abrió la
escotilla.
Un viento helado
se abalanzó sobre ellos; se abrigaron bien y bajaron por la rampa al yermo
polvoriento de Magrathea.
—Todo esto
acabará en llanto, lo sé —gritó Eddie tras ellos, volviendo a cerrar la
escotilla.
Pocos minutos
después volvió a abrirla, en respuesta a una orden que le pilló enteramente por
sorpresa.
20
Cinco figuras
vagaban lentamente por el terreno marchito. Había zonas que eran de un gris
apagado, y otras de castaño sin brillo; el resto era menos interesante
visualmente. Parecía un marjal seco, ahora desprovisto de vegetación y cubierto
con una capa de polvo de casi tres centímetros de espesor. Hacía mucho frío.
Era evidente que
Zaphod se sentía bastante deprimido por todo aquello. Echó a andar por su cuenta
y pronto se perdió de vista tras una suave elevación del terreno.
El viento le
hacía daño a Arthur en los ojos y en los oídos; el tenue aire rancio se le
agarraba a la garganta. No obstante, lo que más daño le hacía eran sus
pensamientos.
—Es fantástico...
—dijo, y su propia voz le retumbó en los oídos. El sonido no se transmitía bien
en aquella atmósfera tenue.
—Si quieres mi
opinión, es un agujero inmundo —dijo Ford—. Me divertiría más en una cama de
gatos.
Sentía una
irritación creciente. Entre todos los planetas de los sistemas estelares de
toda la galaxia, muchos de ellos salvajes y exóticos, desbordantes de vida, le
había tocado aparecer en un montón de basura como aquél, después de quince años
de naufragio. Ni siquiera un puesto de salchichas a la vista. Se agachó y
recogió un frío terrón de tierra, pero debajo no había nada por lo que valiera
la pena recorrer miles de años-luz.
—No —insistió
Arthur—, no lo entiendes; ésta es la primera vez que pongo el pie en la
superficie de otro planeta... de un mundo enteramente extraño... ¡Lástima que
haya tanta basura!
Trillian apretó
los brazos contra el cuerpo, se estremeció y frunció el ceño. Habría jurado ver
un movimiento leve e inesperado con el rabillo del ojo, pero cuando miró en
aquella dirección, lo único que distinguió fue la nave, inmóvil y silenciosa, a
unos cien metros detrás de ellos.
Unos segundos
después sintió alivio al ver a Zaphod, de pie en lo alto del promontorio,
haciéndoles señas para que se acercaran.
Parecía
alborotado, pero no oían claramente lo que les decía por causa del viento y de
la poca densidad de la atmósfera.
Al acercarse a la
elevación del terreno, se dieron cuenta de que era circular: un cráter de unos
ciento cincuenta metros de diámetro. Por fuera del cráter, la pendiente estaba
salpicada de terrones rojos y negros. Se pararon a mirar uno. Estaba húmedo.
Era como de goma.
Horrorizados,
comprendieron de pronto que era carne fresca de ballena.
En la cima, al
borde del cráter, se reunieron con Zaphod.
—Mirad —dijo
éste, señalando el cráter.
En el centro
yacía el cadáver desgarrado de una ballena solitaria que no había vivido lo
suficiente para estar descontenta con su suerte. El silencio sólo se
interrumpió por las contracciones involuntarias de la garganta de Trillian.
—Supongo que no
tendrá sentido enterrarla —murmuró Arthur, que en seguida se arrepintió de sus
palabras.
—Vamos —ordenó
Zaphod, empezando a bajar por el cráter.
—¡Cómo! ¿Ahí
abajo? —protestó Trillian con marcada aversión.
—Sí —dijo
Zaphod—. Vamos, tengo que enseñaros algo.
—Ya lo vemos
—dijo Trillian.
—Eso no —dijo
Zaphod—; otra cosa. Venga.
Todos dudaron.
—Vamos —insistió
Zaphod—. He descubierto un camino para entrar.
—¿Para entrar?
—dijo Arthur, horrorizado.
—¡Al interior del
planeta! Un pasaje subterráneo. Se abrió al chocar la ballena contra el suelo,
y por ahí es por donde tenemos que ir. Por donde no ha pisado un ser humano
durante estos cinco millones de años, hacia el mismo corazón del tiempo...
Marvin volvió a
iniciar su canturreo irónico.
Zaphod le dio un
puñetazo y se calló.
Con pequeños
repeluznos de asco siguieron todos a Zaphod por la pendiente del cráter,
tratando con todas sus fuerzas de no mirar a su infortunada creadora.
—Se la odie o se
la ignore —sentenció tristemente Marvin—, la vida no puede gustarle a nadie.
El terreno se
ahondaba por donde había penetrado la ballena, revelando una red de galerías y
pasadizos, obstruidos por cascotes y vísceras. Zaphod empezó a limpiar
escombros para abrir un camino, pero Marvin logró hacerlo con mayor rapidez. Un
aire húmedo emanó de sus cavidades oscuras, y cuando Zaphod encendió una
linterna nada se vio entre las tinieblas polvorientas.
—Según la leyenda
—dijo—, los magratheanos pasaban en el subsuelo la mayor parte de su vida.
—¿Y por qué?
—inquirió Arthur—. ¿Es que la superficie estaba muy contaminada o había exceso
de población?
—No, no lo creo
—contesto Zaphod—. Creo que únicamente no les gustaba mucho.
—¿Estás seguro de
que sabes lo que vas a hacer? —preguntó Trillian, atisbando nerviosamente en la
oscuridad—. No sé si sabrás que ya nos han atacado una vez.
—Mira, niña, te
prometo que la población viva de este planeta asciende a cero más nosotros
cuatro, así que venga, entremos ahí. Hmm, oye, terráqueo...
—Arthur —dijo
Arthur.
—Sí, podrías
quedarte con el robot y vigilar este extremo del pasaje, ¿de acuerdo?
—¿Vigilar? —dijo
Arthur—. ¿De qué? Acabas de decir que aquí no hay nadie.
—Sí, bueno, sólo
por seguridad, ¿conforme? —dijo Zaphod.
—¿Por seguridad
de quién? ¿Tuya o mía?
—Buen muchacho.
Venga, vamos.
Zaphod entró a
gatas por el pasadizo, seguido de Trillian y de Ford.
—Pues espero que
lo paséis muy mal —se quejó Arthur.
—No te preocupes,
así será —le aseguró Marvin.
Al cabo de unos
segundos se perdieron de vista.
Arthur comenzó a
pasear de mal humor, y luego decidió que el cementerio de una ballena no era un
lugar muy adecuado para pasear.
Zaphod caminaba
rápidamente por el pasadizo, muy nervioso, pero tratando de ocultarlo con pasos
resueltos. Movió la linterna de un lado a otro. Las paredes estaban recubiertas
con azulejos oscuros, fríos al tacto, y el aire era sofocante y podrido.
—Mirad, ¿qué os
había dicho? Un planeta deshabitado. Magrathea —dijo, siguiendo entre la basura
y los cascotes esparcidos por el suelo de baldosas.
Inevitablemente,
Trillian recordó el metro de Londres, aunque era menos sórdido.
De cuando en
cuando, los baldosines de la pared daban paso a amplios mosaicos: sencillos
dibujos angulosos en colores brillantes. Trillian se detuvo a observar uno de
ellos, pero no pudo descubrirle sentido alguno. Llamó a Zaphod.
—Oye, ¿tienes
idea de qué son estos símbolos extraños?
—Creo que son
símbolos extraños de alguna clase —contesto Zaphod, casi sin volver la vista.
Trillian se
encogió de hombros y apretó el paso.
De vez en cuando,
a la izquierda o a la derecha había puertas que daban a habitaciones pequeñas,
y Ford descubrió que estaban llenas de ordenadores abandonados. Entró con
Zaphod para echar una mirada. Trillian los siguió.
—Mira —dijo
Ford—, tú crees que esto es Magrathea...
—Sí —dijo
Zaphod—, y hemos oído la voz, ¿no es así?
—Muy bien,
admitiré el hecho de que esto sea Magrathea; de momento. Pero hasta ahora no
has dicho nada de cómo lo has localizado en medio de la Galaxia. Con toda
seguridad, no te limitaste a mirarlo en un atlas estelar.
—Investigué. En
los archivos del Gobierno. Hice indagaciones y algunas conjeturas acertadas.
Fue fácil.
—¿Y entonces
robaste el Corazón de Oro para venir a buscarlo?
—Lo robé para
buscar un montón de cosas.
—¿Un montón de
cosas? —repitió Ford, sorprendido—. ¿Como cuáles?
—No lo sé.
—¿Cómo?
—No sé lo que
estoy buscando.
—¿Por qué no?
—Porque...
porque..., porque si lo supiera, creo que no sería capaz de buscarlas.
—¡Pero qué dices!
¿Estás loco?
—Es una
posibilidad que no he desechado —dijo Zaphod en voz baja—. De mí mismo sólo sé
lo que mi inteligencia puede averiguar bajo condiciones normales. Y las
condiciones normales no son buenas.
Durante largo
rato nadie dijo nada, mientras Ford miraba fijamente a Zaphod con un espíritu
súbitamente plagado de preocupaciones.
—Escucha, viejo
amigo, si quieres... —empezó a decir finalmente Ford.
—No, espera...
Voy a decirte una cosa —le interrumpió Zaphod—. Llevo una vida muy espontánea.
Se me ocurre la idea de hacer algo y, ¿por qué no?, la hago. Pienso en ser
Presidente de la Galaxia y resulta fácil. Decido robar la nave. Me lanzo a
buscar Magrathea, y da la casualidad de que lo encuentro. Sí, pienso en el
mejor modo de hacerlo, de acuerdo, pero siempre lo consigo. Es como tener una
tarjeta de galacticrédito que sigue teniendo validez aunque nunca envíes los
cheques. Y luego, siempre que me pongo a pensar en por qué hago algo y en cómo
voy a hacerlo, siento una fuerte inclinación a dejar de pensar en ello. Como
ahora. Me cuesta mucho trabajo hablar de esto.
Zaphod hizo una
pausa. Hubo silencio durante un rato. Luego frunció el ceño y prosiguió:
—Anoche volví a
preocuparme. Por el hecho de que parte de mi mente no funcionaba en su forma
debida. Luego se me ocurrió que era como si alguien estuviese utilizando mi
inteligencia para producir ideas buenas, sin decírmelo a mí. Relacioné ambas
cosas y llegué a la conclusión de que tal vez ese alguien hubiera taponado a
propósito una parte de mi mente y ésa fuera la razón por la que no podía
usarla. Me pregunté si habría algún medio de comprobarlo.
»Me dirigí a la
enfermería de la nave y me conecté a la pantalla encefalográfica. Me apliqué
pruebas proyectivas en ambas cabezas, todas las que me hicieron los
funcionarios médicos del Gobierno antes de ratificar mi candidatura a la
Presidencia. Dieron resultados negativos. Por lo menos, nada extraños.
Mostraron que era inteligente, imaginativo, irresponsable, indigno de
confianza, extrovertido: nada nuevo. Ninguna otra anomalía. Así que empecé a
inventar más pruebas, enteramente al azar. Nada. Luego traté de superponer los
resultados de una cabeza sobre los de la otra. Y nada. Finalmente me sentí un
poco ridículo, porque lo achaqué a un simple ataque de paranoia. Lo último que
hice antes de dejarlo, fue tomar la imagen sobreimpuesta y mirarla a través de
un filtro verde. ¿Te acuerdas de que cuando era niño siempre me mostraba
supersticioso hacia el color verde? ¿De que quería ser piloto de una nave de
exploración comercial?» Ford asintió con la cabeza.
—Y allí estaba,
tan claro como la luz del día —prosiguió Zaphod—. Toda una sección en medio de
los dos cerebros que sólo se relacionaban entre sí y con ninguna otra cosa a su
alrededor. Algún hijo de puta me había cauterizado todas las sinapsis y había
traumatizado electrónicamente dos trozos de cerebelo.
Ford lo miró
estupefacto. Trillian había palidecido.
—¿Te hizo eso
alguien? —susurró Ford.
—Sí.
—Pero ¿tienes
idea de quién fue? ¿O por qué?
—¿Por qué? Sólo
puedo adivinarlo. Pero sé quién fue el cabrón que lo hizo.
—¿Lo sabes? ¿Cómo?
—Porque son las
iniciales grabadas en las sinapsis cauterizadas. Las dejó allí para que yo las
viera.
—¿Iniciales?
¿Grabadas a fuego en tu cerebro?
—Sí.
—¡Por amor de
Dios! ¿Y cuáles eran?
Zaphod volvió a
mirarle en silencio durante un momento. Luego desvió la vista.
—Z. B. —dijo en
voz baja.
En aquel
instante, un postigo de acero se abatió bajo ellos y empezó a manar gas en la
estancia.
—Os lo contaré
después —dijo ahogadamente Zaphod mientras los tres se desvanecían.
21
En la superficie
de Magrathea, Arthur paseaba con aire malhumorado.
Muy atento, Ford
le había dejado su ejemplar de la Guía del autoestopista galáctico para que se
entretuviera con ella. Apretó unos botones al azar.
La Guía del
autoestopista galáctico es un libro de redacción muy desigual, y contiene
muchos pasajes que a sus redactores les pareció buena idea en su momento.
Uno de esos
fragmentos (con el que se topó Arthur) relata las hipotéticas experiencias de
un tal Veet Voojagig, un joven y tranquilo estudiante de la Universidad de
Maximegalón que llevaba una brillante carrera académica estudiando filología
antigua, ética generativa y la teoría de la onda armónica de la percepción
histórica, y que luego, tras una noche que pasó bebiendo detonadores gargáricos
pangalácticos con Zaphod Beeblebrox, se fue obsesionando cada vez más con el
problema de lo que había pasado con todos los otros que había comprado durante
los últimos años.
A ello siguió un
largo período de investigaciones laboriosas durante el cual visitó todos los
centros importantes de pérdidas de biros por toda la galaxia y que concluyó con
una pequeña y original teoría que, en su momento, prendió en la imaginación del
público. Decía que en alguna parte del cosmos, junto a todos los planetas
habitados por humanoides, reptiloides, ictioides, arboroides ambulantes y
matices superinteligentes del color azul, existía también un planeta
enteramente poblado por seres biroides. Y hacia él se dirigirían los biros
desatendidos, deslizándose suavemente por agujeros de gusanos en el espacio
hacia un mundo donde eran conscientes de disfrutar de una forma de vida
exclusivamente biroide que respondía a altos estímulos biro-orientados y que
generalmente conducían al equivalente biroide de la buena vida.
En cuanto a
teoría, pareció estupenda y simpática hasta que Veet Voojagig afirmó de repente
que había encontrado ese planeta y había trabajado como conductor de un
automóvil lujoso para una familia de vulgares retráctales verdes, que después
lo prendieron, lo encerraron, y después de que él escribiera un libro,
finalmente lo enviaron al exilio tributario, que es destino normalmente
reservado para aquellos que se deciden a hacer el ridículo en público.
Un día se envió
una expedición a las coordenadas espaciales donde Voojagig había afirmado que
se encontraba su planeta, y solamente se descubrió un asteroide pequeño
habitado por un anciano solitario que declaró repetidas veces que nada era
verdad, aunque más tarde se averiguó que mentía.
Sin embargo, dos
cuestiones siguieron sin aclararse: los misteriosos 60.000 dólares altairianos
que se depositaban anualmente en su cuenta bancaria de Brantisvogan, y, por
supuesto, el negocio de biros de segunda mano que tan rentable le resultaba a
Zaphod Beeblebrox.
Tras leer esto,
Arthur dejó el libro.
El robot seguía
sentado en el mismo sitio, completamente inerte.
Arthur se levantó
y se acercó a la cima del cráter. Paseó por el borde. Contempló una magnífica
puesta de dos soles en el cielo de Magrathea.
Volvió a bajar al
cráter. Despertó al robot, porque era mejor hablar con un robot
maníaco-depresivo que con nadie.
—Se está haciendo
de noche —dijo—. Mira, robot, están saliendo las estrellas.
Desde las
profundidades de una nebulosa oscura sólo pueden verse muy débilmente unas
pocas estrellas, pero allí se distinguían con claridad.
Obediente, el
robot las miró y luego apartó los ojos.
—Lo sé —dijo—.
Detestable, ¿verdad?
—¡Pero ese
crepúsculo! Nunca he visto nada igual ni en mis sueños más demenciales... ¡dos
soles! Como montañas de fuego fundiéndose en el espacio.
—Lo he visto
—dijo Marvin—, es una necedad.
—En nuestro
planeta sólo teníamos un sol —insistió Arthur—, soy de un planeta llamado
Tierra, ¿sabes?
—Lo sé —dijo
Marvin—, no paras de hablar de ello. Me suena horriblemente.
—¡Oh, no!, era un
sitio precioso.
—¿Tenía océanos?
—inquirió Marvin.
—Claro que sí
—dijo Arthur, suspirando—, enormes y agitados océanos azules...
—No soporto los
océanos —dijo Marvin.
—Dime, ¿te llevas
bien con otros robots? —le preguntó Arthur.
—Los odio
—respondió Marvin—. ¿Adónde vas?
Arthur no podía
aguantar más. Volvió a levantarse.
—Me parece que
voy a dar otro paseo —dijo.
—No te lo
reprocho —repuso Marvin, contando quinientos noventa y siete mil millones de
ovejas antes de volver a dormirse un segundo después.
Arthur se palmeó
los brazos para estimularse la circulación y sentir un poco más de entusiasmo
por su tarea. Con pasos pesados, volvió a la pared del cráter.
Como la atmósfera
era muy tenue y no había luna, la noche caía con mucha rapidez y en aquellos
momentos ya estaba muy oscuro. Debido a todo ello, Arthur prácticamente chocó
con el anciano antes de verlo.
22
Estaba en pie, de
espaldas a Arthur, contemplando cómo los últimos destellos de luz desaparecían
en la negrura del horizonte. Era más bien alto, de edad avanzada y vestía una
larga túnica gris. Al volverse, su rostro era delgado y distinguido, lleno de
inquietud pero no severo; la clase de rostro en que uno confía alegremente.
Pero aún no se había girado, ni siquiera reaccionó al grito de sorpresa de
Arthur.
Finalmente
desaparecieron por completo los últimos rayos de Sol. Su rostro seguía
recibiendo luz de alguna parte, y cuando Arthur buscó su origen, vio que a unos
metros de distancia había una especie de embarcación: un aerodeslizador, supuso
Arthur. Derramaba un tenue haz luminoso a su alrededor.
El desconocido
miró a Arthur; al parecer, con tristeza.
—Habéis escogido
una noche fría para visitar nuestro planeta muerto —dijo.
—¿Quién... es
usted? —tartamudeó Arthur.
El anciano apartó
la mirada. Una expresión de tristeza pareció cruzar de nuevo por su rostro.
—Mi nombre no
tiene importancia —dijo.
Parecía estar
pensando en algo. Era evidente que no tenía mucha prisa por entablar
conversación. Arthur se sintió incómodo.
—Yo... humm...,
me ha asustado usted... —dijo débilmente.
El desconocido
volvió a mirar en torno suyo y enarcó levemente las cejas.
—¿Hmmm? —dijo.
—He dicho que me
ha asustado usted.
—No te alarmes,
no te haré daño.
—¡Pero usted nos
ha disparado! —exclamó Arthur, frunciendo el ceño—. Había unos proyectiles...
El anciano miró
al hueco del cráter. El ligero destello que lanzaban los ojos de Marvin
arrojaban débiles sombras rojas sobre el gigantesco cadáver de la ballena.
El desconocido
sonrió ligeramente.
—Es un
dispositivo automático —dijo, dejando escapar un leve suspiro—. Ordenadores
antiguos colocados en las entrañas del planeta cuentan los oscuros milenios
mientras los siglos flotan pesadamente sobre sus polvorientos bancos de datos.
Me parece que de vez en cuando disparan al azar para mitigar la monotonía.
—Lanzó una mirada
grave a Arthur y añadió—: Soy un gran entusiasta del silencio, ¿sabes?
—¡Ah...!, ¿de
veras? —dijo Arthur, que empezaba a sentirse desconcertado ante los modales
curiosos y amables de aquel hombre.
—Pues sí —dijo el
anciano, quien, simplemente, dejó de hablar otra vez.
—¡Ah! Hmm —dijo
Arthur, que tenía la extraña sensación de ser como un hombre a quien sorprende
cometiendo adulterio el marido de su pareja, que entra en la alcoba, se cambia
de pantalones, hace unos comentarios vagos sobre el tiempo y se vuelve a
marchar.
—Pareces incómodo
—dijo el anciano con atento interés.
—Pues no...
bueno, sí. Mire usted, en realidad no esperábamos encontrar a nadie por aquí.
Suponíamos que todos estaban muertos o algo así...
—¿Muertos? —dijo
el anciano—. ¡Santo cielo, no! Sólo estábamos dormidos.
—¿Dormidos?
—repitió incrédulamente Arthur.
—Sí, durante la
recesión económica, ¿comprendes? —dijo el anciano, sin que al parecer le
importase si Arthur entendía o no una palabra de lo que le estaba diciendo.
—¿Recesión
económica?
—Sí, mira, hace
cinco millones de años la economía galáctica se derrumbó, y en vista de que los
planetas de encargo constituían un artículo de lujo... —hizo una pausa y miró a
Arthur, preguntándole en tono solemne—: Sabes que construíamos planetas,
¿verdad?
—Pues sí
—contesto Arthur—, en cierto modo me lo había figurado...
—Un oficio
fascinante —dijo el anciano con una expresión de nostalgia en los ojos—; hacer
la línea de la costa siempre era mi parte favorita. Solía divertirme enormemente
dibujando los pequeños detalles de los fiordos... ; así que, de todos modos
—añadió, tratando de recobrar el hilo— llegó la recesión económica y decidimos
que nos ahorraríamos muchas molestias si nos limitáramos a dormir mientras
durase. De manera que programamos a los ordenadores para que nos despertaran
cuanto terminase del todo.
El anciano
suprimió un bostezo muy leve y prosiguió:
—Los ordenadores
tenían una señal conectada con los índices del mercado de valores galáctico,
para que reviviéramos cuando todo el mundo hubiera recuperado la economía lo
suficiente para poder contratar nuestros servicios, bastante caros.
Arthur, que era
un lector habitual del Guardián, se sorprendió mucho al oír aquello.
—¿Y no es una
manera de comportarse bastante desagradable?
—¿Lo es?
—preguntó suavemente el anciano—. Lo siento, no estoy muy al corriente.
Señaló al cráter.
—¿Es tuyo ese
robot? —preguntó.
—No —dijo una voz
tenue y metálica desde el cráter—. Soy mío.
—Si se le quiere
llamar robot... —murmuró Arthur—. Más bien es una máquina electrónica de
resentimiento.
—Tráelo para acá
—dijo el anciano. Arthur se sorprendió mucho al notar un repentino énfasis de
decisión en la voz del anciano. Llamó a Marvin, que trepó por la pendiente,
fingiendo una aparatosa cojera que no tenía.
—Pensándolo mejor
—dijo el anciano—, déjalo ahí. Tú tienes que venir conmigo. Se están preparando
grandes cosas.
Se volvió hacia
su nave que, aunque al parecer no se había emitido señal alguna, empezó a
avanzar suavemente hacia ellos entre la oscuridad.
Arthur miró a
Marvin, que se dio la vuelta con la misma aparatosidad que antes y volvió a
bajar laboriosamente por el cráter murmurando para sí agrias naderías.
—Vamos —dijo el
anciano—, vámonos ya o llegarás tarde.
—¿Tarde? —dijo
Arthur—. ¿Para qué?
—¿Cómo te llamas,
humano?
—Dent, Arthur Dent —dijo Arthur.
—Tarde, tanto
como si fueras el extinto Dentarthurdent —dijo el anciano con voz firme—. Es
una especie de amenaza, ¿sabes?
Otra expresión de
nostalgia surgió de sus ojos fatigados.
Arthur entornó
los ojos.
—¡Qué persona tan
extraordinaria! —murmuró para sí.
—¿Cómo has dicho?
—preguntó el anciano.
—Nada, nada, lo
siento —dijo Arthur, confundido—. Bueno, ¿adónde vamos?
—Entremos en mi
aerodeslizador —dijo el anciano, indicando a Arthur que subiera a la nave que
se había detenido en silencio junto a ellos—. Vamos a descender a las entrañas
del planeta, donde en estos momentos nuestra raza revive de su sueño de cinco
millones de años. Magrathea despierta.
Arthur sufrió un
escalofrío involuntario al sentarse junto al anciano. Lo extraño de todo
aquello, el movimiento silencioso y fluctuante de la nave al remontarse en el
cielo nocturno, le inquietó profundamente.
Miró al anciano,
que tenía el rostro iluminado por el débil resplandor de las tenues luces del
cuadro de mandos.
—Disculpe —le
dijo—, ¿cómo se llama usted, a todo esto?
—¿Que cómo me
llamo? —dijo el anciano, y la misma tristeza lejana volvió a su rostro. Hizo
una pausa y prosiguió:
—Me llamo...
Slartibarfast.
Arthur casi se
atraganto.
—¿Cómo ha dicho?
—farfulló.
—Slartibarfast
—repitió con calma el anciano.
—¿Slartibarfast?
El anciano le
miró con gravedad.
—Ya te dije que
no tenía importancia —comentó.
El aerodeslizador
siguió su camino en medio de la noche.
23
Es un hecho
importante y conocido que las cosas no siempre son lo que parecen. Por ejemplo,
en el planeta Tierra el hombre siempre supuso que era más inteligente que los
delfines porque había producido muchas cosas —la rueda, Nueva York, las
guerras, etcétera—, mientras que los delfines lo único que habían hecho
consistía en juguetear en el agua y divertirse. Pero a la inversa, los delfines
siempre creyeron que eran mucho más inteligentes que el hombre, precisamente
por las mismas razones.
Curiosamente, los
delfines conocían desde tiempo atrás la inminente destrucción del planeta
Tierra, y realizaron muchos intentos para advertir del peligro a la humanidad;
pero la mayoría de sus comunicaciones se interpretaron mal, considerándose como
entretenidas tentativas de jugar al balón o de silbar para que les dieran
golosinas, así que finalmente desistieron y dejaron que la Tierra se las
arreglara por sí sola, poco antes de la llegada de los vogones. El último
mensaje de los delfines se interpretó como un intento sorprendente y complicado
de realizar un doble salto mortal hacia atrás pasando a través de un aro
mientras silbaban el «Star Spangled Banner», pero en realidad el mensaje era el
siguiente:
Hasta luego, y
gracias por los pescados.
Efectivamente, en
el planeta sólo existía una especie más inteligente que los delfines, y pasaba
la mayor parte del tiempo en laboratorios de investigación conductista
corriendo en el interior de unas ruedas y llevando a cabo alarmantes, sutiles y
elegantes experimentos sobre el hombre. El hecho de que los humanos volvieran a
interpretar mal esa relación, correspondía enteramente a los planes de tales
criaturas.
24
La pequeña nave
se deslizaba silenciosa por la fría oscuridad: un fulgor suave y solitario que
surcaba la negra noche magratheana. Viajaba deprisa. El compañero de Arthur
parecía sumido en sus propios pensamientos, y cuando en un par de ocasiones
trató Arthur de entablar conversación, el anciano se limitó a contestar:
preguntándole si estaba cómodo, sin añadir nada más.
Arthur intentó
calcular la velocidad a que viajaban, pero la oscuridad exterior era absoluta y
carecía de puntos de referencia. La sensación de movimiento era tan suave y
ligera, que casi estaba a punto de creer que no se movían en absoluto.
Entonces, un
tenue destello de luz apareció en el horizonte y al cabo de unos segundos
aumentó tanto de tamaño, que Arthur comprendió que se dirigía hacia ellos a
velocidad colosal, y trató de averiguar qué clase de vehículo podría ser. Miró
pero no pudo distinguir claramente su forma, y de pronto jadeó alarmado cuando
el aerodeslizador se inclinó abruptamente y se precipitó hacia abajo en una
trayectoria que seguramente acabaría en colisión. Su velocidad relativa parecía
increíble, y Arthur apenas tuvo tiempo de respirar antes de que todo terminara.
Lo primero que percibió fue una demencial mancha plateada que parecía rodearle.
Volvió la cabeza con brusquedad y vio un pequeño punto negro que desaparecía
rápidamente tras ellos, a lo lejos, y tardó varios segundos en comprender lo
que había pasado.
Se habían
introducido en un túnel excavado en el suelo. La velocidad colosal era la que
ellos llevaban en dirección al destello luminoso, que era un agujero inmóvil en
el suelo, la embocadura del túnel. La demencial mancha plateada era la pared
circular del túnel por donde iban disparados, al parecer, a varios centenares
de kilómetros a la hora.
Aterrado, cerró
los ojos.
Al cabo de un
tiempo que no trató de calcular, sintió una leve disminución de la velocidad, y
un poco más tarde comprendió que iban deteniéndose suavemente, poco a poco.
Volvió a abrir
los ojos. Aún seguían en el túnel plateado, abriéndose paso, colándose, entre
una intrincada red de túneles convergentes. Finalmente se detuvieron en una
pequeña cámara de acero ondulado. Allí iban a parar varios túneles y, al otro
extremo de la cámara, Arthur vio un ancho círculo de luz suave e irritante. Era
molesta porque jugaba malas pasadas a los ojos, era imposible orientarse bien o
decir cuán lejos o cerca estaba. Arthur supuso (equivocándose por completo) que
sería ultravioleta.
Slartibarfast se
dio la vuelta y miró a Arthur con sus graves ojos de anciano.
—Terráqueo —le
dijo—, ya estamos en las profundidades de Magrathea.
—¿Cómo sabía que
soy terráqueo? —inquirió Arthur.
—Ya comprenderás
estas cosas —respondió amablemente el anciano, que añadió con una leve duda en
la voz—: Al menos las verás con mayor claridad que en estos momentos.
Y prosiguió:
—He de advertirte
que la cámara a la que estamos a punto de entrar, no existe literalmente en el
interior de nuestro planeta. Es un poco... ancha. Vamos a cruzar una puerta y a
entrar en un vasto tramo de hiperespacio. Tal vez te inquiete.
Arthur hizo unos
ruidos nerviosos.
Slartibarfast
tocó un botón y, en un tono que no era muy tranquilizador, añadió:
—A mí me da
escalofríos de temor. Agárrate bien.
El vehículo saltó
hacia delante, justo por en medio del círculo luminoso, y Arthur tuvo
súbitamente una idea bastante clara de lo que era el infinito.
En realidad, no
era el infinito. El infinito tiene un aspecto plano y sin interés. Si se mira
al cielo nocturno, se atisba el infinito: la distancia es incomprensible y, por
tanto, carece de sentido. La cámara en que emergió el aerodeslizador era
cualquier cosa menos infinita; sólo era extraordinariamente grande, tanto que
daba una impresión mucho más aproximada de infinito que el mismo infinito.
Arthur percibió
que sus sentidos giraban y danzaban al viajar a la inmensa velocidad que, según
sabía, alcanzaba el areodeslizador; ascendían lentamente por el aire dejando
tras ellos la puerta por la que habían pasado como un alfilerazo en el débil
resplandor de la pared.
La pared.
La pared
desafiaba la imaginación, la atraía y la derrotaba. Era tan pasmosamente larga
y alta, que su cima, fondo y costados se desvanecían más allá del alcance de la
vista: sólo la impresión de vértigo que daba era capaz de matar a un hombre.
Parecía
absolutamente plana. Se hubiera necesitado el equipo de medición láser más
perfecto para descubrir que, a medida que subía, hasta el infinito al parecer,
a medida que caía vertiginosamente, y a medida que se extendía a cada lado, se
iba haciendo curva. Volvía a encontrarse a sí misma a trece segundos-luz. En
otras palabras, la pared formaba la parte interior de una esfera hueca con un
diámetro de unos cuatro millones y medio de kilómetros y anegada de una luz
increíble.
—Bienvenido —dijo
Slartibarfast mientras la manchita diminuta que formaba el aerodeslizador, que
ahora viajaba a tres veces la velocidad del sonido, avanzaba de manera
imperceptible en el espacio sobrecogedor—, bienvenido a la planta de nuestra
fábrica.
Arthur miró a su
alrededor con una especie de horror maravillado. Colocados delante de ellos, a
una distancia que no podía juzgar ni adivinar siquiera, había una serie de
suspensiones curiosas, delicadas tracerías de metal y de luz colgaban junto a
vagas formas esféricas que flotaban en el espacio.
—Mira —dijo
Slartibarfast—, aquí es donde hacemos la mayor parte de nuestros planetas.
—¿Quiere decir
—dijo Arthur, tratando de encontrar las palabras—, quiere decir que ya van a
empezar otra vez?
—¡No, no! ¡Santo
cielo, no! —exclamó el anciano—. No, la Galaxia todavía no es lo
suficientemente rica para mantenernos. No, nos han despertado para realizar
solamente un encargo extraordinario para unos... clientes muy especiales de
otra dimensión. Quizá te interese... allá, a lo lejos, frente a nosotros.
Arthur siguió la
dirección del dedo del anciano hasta distinguir el armazón flotante que
señalaba. Efectivamente, era la única estructura que manifestaba indicios de
actividad, aunque se trataba más de una impresión subliminal que de algo
palpable.
Sin embargo, en
aquel momento un destello de luz formó un arco en la estructura y mostró con
claro relieve los contornos que se formaban en la oscura esfera interior.
Contornos que Arthur conocía, formas ásperas y apelmazadas que le resultaban
tan familiares corno la configuración de las palabras, que eran parte de los
enseres de su mente. Durante unos momentos permaneció en un silencio pasmado
mientras las imágenes se agolpaban en su cerebro y trataban de encontrar un
sitio donde resolverse y encontrar su sentido.
Parte de su mente
le decía que sabía perfectamente lo que estaba buscando y lo que representaban
aquellas formas, y otra parte rechazaba con bastante sensatez la admisión de
semejante idea, negándose a seguir pensando en tal sentido.
Volvió a surgir
el destello, y esta vez no cabía duda.
—La Tierra...
—musitó Arthur.
—Bueno, en
realidad es la Tierra número Dos —dijo alegremente Slartibarfast—. Estamos
haciendo una reproducción de nuestra cianocopia original.
Hubo una pausa.
—¿Está tratando
de decirme —inquirió Arthur con voz lenta y controlada— que ustedes... hicieron
originalmente la Tierra?
—Claro que sí
—dijo Slartibarfast—. ¿Has ido alguna vez a un sitio que... me parece que se
llamaba Noruega?
—No —contesto
Arthur—, no he ido nunca.
—Qué lástima
—comentó Slartibarfast—, eso fue obra mía. Ganó un premio, ¿sabes? ¡Qué costas
tan encantadoras y arrugadas! Lo sentí mucho al enterarme de su destrucción.
—¡Que lo sintió!
—Sí. Cinco
minutos después no me habría importado tanto. Fue un error espantoso.
—¡Cómo! —exclamó
Arthur.
—Los ratones se
pusieron furiosos.
—¡Que los ratones
se pusieron furiosos!
—Pues sí —dijo el
anciano con voz suave.
—Y me figuro que
lo mismo se pondrían los perros, los gatos y los ornitorrincos, pero...
—¡Ah!, pero ellos
no habían pagado para verlo, ¿verdad?
—Mire —dijo
Arthur—, ¿no le ahorraría un montón de tiempo si me diera por vencido y me
volviese loco ahora mismo?
Durante un rato
el aerodeslizador voló en medio de un silencio embarazoso. Luego, el anciano
trató pacientemente de dar una explicación.
—Terráqueo, el
planeta en el que vivías fue encargado, pagado y gobernado por ratones. Quedó
destruido cinco minutos antes de alcanzarse el propósito para el cual se
proyectó, y ahora tenemos que construir otro.
Arthur sólo se
quedó con una palabra.
—¿Ratones? —dijo.
—Efectivamente,
terráqueo.
—Lo siento,
escuche... ¿estamos hablando de las pequeñas criaturas peludas que tienen una
fijación con el queso y ante los cuales las mujeres se subían gritando encima
de las mesas en las comedias televisivas a principios de los sesenta?
Slartibarfast
tosió cortésmente.
—Terráqueo
—dijo—, resulta un poco difícil seguir tu manera de hablar. Recuerda que he
estado dormido en el interior de este planeta de Magrathea durante cinco
millones de años y no sé mucho de esas comedias televisivas de los primeros
sesenta de que me hablas. Mira, esas criaturas que tú llamas ratones, no son
enteramente lo que parecen. No son más que la proyección en nuestra dimensión
de seres pandimensionales sumamente hiperinteligentes. Todo eso del queso y de
los gritos no es más que una fachada.
El anciano hizo
una pausa y, con una mueca simpática, prosiguió:
—Me temo que han
hecho experimentos con vosotros.
Arthur pensó
aquello durante un segundo, y luego se le iluminó el rostro.
—¡Ah, no! —dijo—.
Ya veo el origen del malentendido. No, mire usted, lo que pasó es que nosotros
hacíamos experimentos con ellos. Con frecuencia se les utilizaba en
investigaciones conductistas, Pavlov y todas esas cosas. De manera que lo que
pasó fue que a los ratones se les presentaba todo tipo de pruebas, aprendían a
tocar campanillas y a correr por laberintos y cosas así, para luego analizar todas
las características del proceso de aprendizaje. Por la observación de su
conducta, nosotros aprendíamos todo tipo de cosas sobre la nuestra...
La voz de Arthur
se apagó.
—Es de admirar...
—dijo Slartibarfast— semejante sutileza.
—¿Cómo? —dijo
Arthur.
—Qué cosa mejor
para ocultar su verdadera naturaleza, para guiar mejor vuestras ideas: correr
de pronto por el lado erróneo de un laberinto, comer el trozo equivocado de
queso, caer repentinamente muertos de mixomatosis...; si eso se calcula
adecuadamente, el efecto acumulativo es enorme.
Hizo una pausa
para causar efecto.
—Mira, terráqueo,
son seres pandimensionales realmente listos y especialmente hiperinteligentes.
Vuestro planeta y vuestra gente han formado la matriz de un ordenador orgánico
que realizaba un programa de investigación de diez millones de años... Permite
que te cuente toda la historia. Llevará un poco de tiempo.
—El tiempo —dijo
débilmente Arthur— no suele ser uno de mis problemas.
25
Desde luego,
existen muchos problemas relacionados con la vida, entre los cuales algunos de
los más famosos son: ¿Por qué nacemos? ¿Por qué morimos? ¿Por qué queremos
pasar la mayor parte de la existencia llevando relojes de lectura directa?
Hace muchísimos
millones de años, una raza de seres pandimensionales hiperinteligentes (cuya
manifestación física en su propio universo pandimensional no es diferente a la
nuestra) quedó tan harta de la continua discusión sobre el sentido de la vida,
que interrumpieron su pasatiempo preferido de criquet ultrabrockiano (un
curioso juego que incluía golpear a la gente de improviso, sin razón aparente
alguna, y luego salir corriendo) y decidieron sentarse a resolver sus problemas
de una vez para siempre.
Con ese fin
construyeron un ordenador estupendo que era tan sumamente inteligente, que
incluso antes de que se conectaran sus bancos de datos empezó por Pienso, luego
existo, y llegó hasta inferir la existencia del pudin de arroz y del impuesto
sobre la renta antes de que alguien lograra desconectarlo.
Era del tamaño de
una ciudad pequeña.
Su consola
principal estaba instalada en un despacho de dirección de un modelo especial,
montada sobre un enorme escritorio de la ultracaoba más fina con el tablero
tapizado de lujoso cuero ultrarrojo. La alfombra oscura era discretamente suntuosa;
había plantas exóticas y elegantes grabados de los programadores principales
del ordenador y de sus familias generosamente desplegados por la habitación, y
ventanas magníficas daban a un patio público bordeado de árboles.
El día de la Gran
Conexión, dos programadores sobriamente vestidos llegaron con sus portafolios y
se les hizo pasar discretamente al despacho. Eran conscientes de que aquel día
representaban a toda su raza en su momento más álgido, pero se condujeron con
calma y tranquilidad, se sentaron deferentemente al escritorio, abrieron los
portafolios y sacaron sus libretas de notas encuadernadas en cuero.
Se llamaban
Lunkwill y Fook.
Durante unos
momentos siguieron sentados en un silencio respetuoso, y luego, tras
intercambiar una tranquila mirada con Fook, Lunkwill se inclinó hacia delante y
tocó un pequeño panel negro.
Un zumbido de lo
más tenue indicó que el enorme ordenador había entrado en total actividad. Tras
una pausa, les habló con una voz resonante y profunda.
—¿Cuál es esa
gran tarea para la cual yo, Pensamiento Profundo, el segundo ordenador más
grande del Universo del Tiempo, he sido creado? —les dijo.
Lunkwill y Fook
se miraron sorprendidos.
—Tu tarea,
Ordenador... —empezó a decir Fook.
—No, espera un
momento, eso no está bien —dijo Lunkwill inquieto—. Hemos proyectado
expresamente este ordenador para que sea el primero de todos, y no nos
conformaremos con el segundo. Pensamiento Profundo —se dirigió al ordenador—,
¿no eres tal como te proyectamos, el más grande, el más potente ordenador de
todos los tiempos?
—Me he descrito
como el segundo más grande —entonó Pensamiento Profundo—, y eso es lo que soy.
Los dos
programadores cruzaron otra mirada de preocupación. Lunkwill carraspeo.
—Debe haber algún
error —dijo—. ¿No eres más grande que el ordenador Milliard Gargantusabio de
Maximégalon, que puede contar todos los átomos de una estrella en un
milisegundo?
—¿Milliard
Gargantusabio? —dijo Pensamiento Profundo con abierto desdén—. Un simple ábaco;
ni lo menciones.
—¿Y acaso no eres
—le dijo Fook, inclinándose ansiosamente hacia delante— mejor analista que el
Pensador de la Estrella Googlepex en la Séptima Galaxia de la Luz y del
Ingenio, que puede calcular la trayectoria de cada partícula de polvo de una
tormenta de arena de cinco semanas de Dangrabad Beta?
—¿Una tormenta de
arena de cinco semanas? —dijo altivamente Pensamiento Profundo—. ¿Y me
preguntas eso a mí, que he examinado hasta los vectores de los átomos de la
Gran Explosión? No me molestéis con cosas de calculadora de bolsillo.
Durante un rato, los dos programadores guardaron un incómodo silencio. Luego, Lunkwill volvió a inclinarse hacia delante y dijo:
—Pero ¿es que no eres un argumentista más temible que el gran Polemista
Neutrón Omnicognaticio Hiperbólico de Ciceronicus 12, el Mágico e Infatigable?
El gran Polemista
Neutrón Omnicognaticio Hiperbólico —dijo Pensamiento Profundo, alargando las
erres— podría dejar sin patas a un megaburro arcturiano a base de charla, pero
sólo yo podría persuadirle para que se fuera después a dar un paseo.
—Entonces, ¿cuál
es el problema? —le preguntó Fook.
—No hay ningún problema —afirmó Pensamiento Profundo con tono magnífico y resonante—. Sencillamente, soy el segundo ordenador más grande del Universo del Espacio y del Tiempo.
—Pero... ¿el segundo? —insistió Lunkwill—. ¿Por qué afirmas ser el
segundo? Seguro que no pensarás en el Multicorticoide Perpicutrón Titán Muller,
¿verdad? O en el Ponderamático. O en el...
Luces desdeñosas
salpicaron la consola del ordenador.
—Yo no gasto ni
una sola unidad de pensamiento en esos papanatas cibernéticos! —tronó—. ¡Yo
sólo hablo del ordenador que me sucederá!
Fook estaba
perdiendo la paciencia. Apartó a un lado la libreta de notas y murmuró:
—Me parece que la
cosa se está poniendo innecesariamente mesiánica.
—Tú no sabes nada
del tiempo futuro —sentenció Pensamiento Profundo—, pero con mi prolífico
sistema de circuitos Yo puedo navegar por las infinitas corrientes de las
probabilidades futuras y ver que un día llegará un ordenador cuyos parámetros
de funcionamiento no soy digno de calcular, pero que en definitiva será mi
destino proyectar.
Fook exhaló un
hondo suspiro y miró a Lunkwill.
—¿Podemos
proseguir y hacerle la pregunta? —inquirió.
Lunkwill le hizo
serías de que esperara.
—¿De qué
ordenador hablas? —preguntó.
—No hablaré más
de él por el momento —dijo Pensamiento Profundo—. Y ahora, decidme qué otra
cosa queréis de mis funciones.
Los programadores
se miraron y se encogieron de hombros. Fook se dominó y habló.
—¡Oh, ordenador
Pensamiento Profundo! La tarea para la que te hemos proyectado es la siguiente:
Queremos que nos digas... —hizo una pausa— ¡la Respuesta!
—¿La Respuesta?
—repitió Pensamiento Profundo—. ¿La Respuesta a qué?
—¡A la Vida! —le
apremió Fook.
—¡Al Universo!
—exclamó Lunkwill.
—¡A Todo!
—dijeron ambos a coro.
Pensamiento
Profundo hizo una breve pausa para reflexionar.
—Difícil —dijo al
fin.
—Pero, ¿puedes
darla?
—Sí —dijo
Pensamiento Profundo—, puedo darla.
De nuevo se
produjo una pausa significativa.
—¿Existe la
respuesta? —inquirió Fook, jadeando de emoción.
—¿Una respuesta
sencilla? —añadió Lunkwill.
—Sí —respondió
Pensamiento Profundo—. A la Vida, al Universo y a Todo. Hay una respuesta. Pero
—añadió— tengo que pensarla.
Un alboroto
repentino destruyó la emoción del momento: la puerta se abrió de golpe y dos
hombres furiosos, que llevaban las túnicas de azul desteñido y las bandas de la
Universidad de Cruxwan, irrumpieron en la habitación, apartando a empujones a
los ineficaces lacayos que trataban de impedirles el paso.
—¡Exigimos admisión!
—gritó el más joven de los intrusos, dando un codazo en la garganta a una
secretaria guapa y joven.
—¡Vamos! ¡No
podéis dejarnos fuera! —gritó el de más edad, echando a empujones por la puerta
a un programador subalterno.
—¡Exigimos que no
podéis dejarnos fuera! —chilló el más joven, aunque ya estaba dentro de la
habitación y no se hacían más intentos de detenerlo.
—¿Quiénes sois?
—preguntó Lunkwill irritado, levantándose de su asiento—. ¿Qué queréis?
—¡Yo soy
Majikthise! —anunció el de más edad.
—¡Y yo exijo que
soy Vroomfondel! —gritó el más joven.
—Vale —dijo
Majikthise volviéndose hacia Vroomfondel con furia y explicándole—: No es
necesario que exijas eso.
—¡De acuerdo!
—aulló Vroomfondel, dando un puñetazo en un escritorio—. ¡Soy Vroomfondel, y
eso tío es una exigencia, sino un hecho incontrovertible! ¡Lo que nosotros
exigimos son hechos incontrovertibles!
—¡No, no es eso!
—exclamó airadamente Majikthise—. ¡Eso es precisamente lo que no exigimos!
—¡No exigimos
hechos incontrovertibles! —gritó Vroomfondel, sin casi detenerse a tomar
aliento—. ¡Lo que exigimos es una total ausencia de hechos incontrovertibles!
¡Exijo que yo sea o no sea Vroomfondel!
—Pero ¿qué
demonios sois vosotros? —exclamó Fook, ofendido.
—Nosotros
—anunció Majikthise— somos filósofos.
—Aunque quizá no
lo seamos —añadió Vroomfondel, moviendo un dedo en señal de advertencia a los
programadores.
—Sí, lo somos
—insistió Majikthise—. Estamos precisamente aquí en representación de la Unión
Amalgamada de Filósofos, Sabios, Luminarias y Otras Personas Pensantes, ¡y
queremos que se desconecte esa máquina ahora mismo!
—¿Cuál es el
problema? —inquirió Lunkwill.
—Te diré cuál es
el problema, compañero —dijo Majikthise— ¡demarcación, ése es el problema!
—¡Exigimos —gritó
Vroomfondel— que la demarcación pueda o no pueda ser el problema!
—Dejad que las
máquinas sigan haciendo sumas —advirtió Majikthise—, y nosotros nos ocuparemos
de las verdades eternas, muchas gracias. Si queréis comprobar vuestra situación
legal, hacedlo, compañeros. Según la ley, la Búsqueda de la Verdad Ultima es,
con toda claridad, la prerrogativa inalienable de los obreros pensadores. Si
cualquier máquina puñetera va y la encuentra, nosotros nos quedamos
inmediatamente sin trabajo, ¿verdad? ¿Qué sentido tiene que nosotros nos
quedemos levantados casi toda la noche discutiendo la existencia de Dios, si
esa máquina se pone a funcionar y os da su puñetero número de teléfono a la
mañana siguiente?
—¡Eso es —aulló
Vroomfondel—, exigimos áreas rígidamente definidas de duda y de incertidumbre!
De pronto, una
voz atronadora retumbó por la habitación.
—¿Podría hacer yo
una observación a esa cuestión? —inquirió Pensamiento Profundo.
—¡Iremos a la
huelga! —gritó Vroomfondel.
—¡Eso es!
—convino Majikthise—. ¡Tendréis que véroslas con una huelga nacional de
Filósofos!
El zumbido que
había en la habitación se incrementó repentinamente cuando varias unidades
auxiliares de los tonos graves, montadas en altavoces sobriamente labrados y
barnizados, entraron en funcionamiento por toda la habitación para dar más
potencia a la voz de Pensamiento Profundo.
—Lo único que
quería decir —bramó el ordenador— es que en estos momentos mis circuitos están
irrevocablemente ocupados en calcular la respuesta a la Pregunta Ultima de la
Vida, del Universo y de Todo —hizo una pausa y se cercioró de que todos le
atendían antes de proseguir en voz más baja—: Pero tardaré un poco en
desarrollar el programa.
Fook miró
impaciente su reloj.
—¿Cuánto?
—preguntó.
—Siete millones y
medio de años —contesto Pensamiento Profundo.
Lunkwill y Fook
se miraron y parpadearon.
—¡Siete millones
y medio de años...! —gritaron a coro.
—Sí —exclamó
Pensamiento Profundo—, he dicho que tenía que pensarlo, ¿no es así? Y me parece
que desarrollar un programa semejante puede crear una enorme cantidad de
publicidad popular para toda el área de la filosofía en general. Todo el mundo
elaborará sus propias teorías acerca de cuál será la respuesta que al fin daré,
¿y quién mejor que vosotros para capitalizar el mercado de los medios de
comunicación? Mientras sigáis en desacuerdo violento entre vosotros y os
destrocéis mutuamente en periódicos sensacionalistas, y en la medida en que
dispongáis de agentes inteligentes, podréis continuar viviendo del cuento hasta
que os muráis. ¿Qué os parece?
Los dos filósofos
lo miraron boquiabiertos.
—¡Caray! —exclamó
Majikthise—. ¡Eso es lo que yo llamo pensar! Oye, Vroomfondel, ¿por qué no
hemos pensado nunca en eso?
—No lo sé
—respondió Vroomfondel con un susurro reverente—, creo que nuestros cerebros
deben estar sobreenterados, Majikthise.
Y diciendo esto,
dieron media vuelta, salieron de la habitación y adoptaron un tren de vida que
superó sus sueños más ambiciosos.
26
—Sí, es algo muy
provechoso —comentó Arthur, después de que Slartibarfast le contara los puntos
más sobresalientes de esta historia—, pero no entiendo qué tiene que ver todo
eso con la Tierra, los ratones y lo demás.
—Esta no es más
que la mitad de la historia, terráqueo —le advirtió el anciano—. Si quieres
saber lo que ocurrió siete millones y medio de años después, en el gran día de
la Respuesta, permíteme invitarte a mi despacho, donde podrás observar por ti
mismo los acontecimientos en nuestras grabaciones en Sensocine. Es decir, si no
quieres dar un paseo rápido por la superficie de la Nueva Tierra. Me temo que
está a medio terminar; aún no hemos acabado de enterrar en la corteza los
esqueletos de los dinosaurios artificiales, y luego tenemos que poner los
períodos Terciario y Cuaternario de la Era Cenozoica, y...
—No, gracias
—dijo Arthur—, no sería lo mismo.
—No, no sería
igual —convino Slartibarfast, virando en redondo el aerodeslizador y poniendo
rumbo de nuevo hacia la pasmosa pared.
27
El despacho de
Slartibarfast era un revoltijo absoluto, como los resultados de una explosión
en una biblioteca pública. Cuando entraron, el anciano frunció el ceño.
—Una desgracia
tremenda —explicó—; saltó un diodo en uno de los ordenadores de mantenimiento
vital. Cuando tratamos de revivir a nuestro personal de limpieza, descubrimos
que habían estado muertos desde hacía casi treinta mil años. ¿Quién va a
retirar los cadáveres?, eso es lo que quiero saber. Oye, ¿por qué no te sientas
ahí y dejas que te conecte?
Hizo señas a
Arthur para que se sentara en un sillón que parecía hecho del costillar de un
estegosaurio.
—Está hecho del
costillar de un estegosaurio —explicó el anciano mientras iba de un lado para
otro acarreando instrumentos y recogiendo trocitos de alambre de debajo de
tambaleantes montones de papel.
—Toma —le dijo a
Arthur, pasándole un par de alambres pelados en los extremos.
En el momento en
que Arthur los cogió, un pájaro voló derecho hacia él.
Se encontró
suspendido en el aire y completamente invisible a sí mismo. Bajo él vio la
plaza de una ciudad bordeada de árboles, y en torno a ella, hasta donde
abarcaba su mirada, había blancos edificios de cemento de amplia y elegante
estructura, pero algo dañados por el paso del tiempo: muchos estaban agrietados
y manchados de lluvia. Sin embargo, brillaba el sol, una brisa fresca danzaba
ligeramente entre los árboles, y la extraña sensación de que todos los
edificios estuvieran canturreando se debía, probablemente, al hecho de que la
plaza y las calles de alrededor bullían de gente animada y alegre. En algún
sitio tocaba una orquesta, banderas de brillantes colores ondeaban con la brisa
y el espíritu de carnaval flotaba en el aire.
Arthur se sintió
muy solo colgado en el aire por encima de todo aquello sin siquiera tener un
cuerpo que albergara su nombre, pero antes de que tuviera tiempo de pensar en ello,
una voz resonó en la plaza llamando la atención de todo el mundo.
Un hombre, de pie
sobre un estrado vivamente engalanado delante de un edificio que dominaba la
plaza, se dirigía a la multitud a través de un Tannoy.
—¡Oh, gentes que
esperáis a la sombra de Pensamiento Profundo! —gritó—. ¡Honorables
descendientes de Vroomfondel y de Majikthise, los Sabios más Grandes y
Realmente Interesantes que el Universo ha conocido jamás... el Tiempo de Espera
ha terminado!
La multitud
estalló en vítores desenfrenados. Tremolaron banderas y gallardetes; se oyeron
silbidos agudos. Las calles más estrechas parecían ciempiés vueltos de espaldas
y agitando frenéticamente las patas en el aire.
—¡Nuestra raza ha
esperado siete millones y medio de años este Gran Día Optimista e Iluminador!
—gritó el dirigente de los vítores—. ¡El Día de la Respuesta!
La extática
multitud rompió en hurras.
—Nunca más —gritó
el hombre, nunca más volveremos a levantarnos por la mañana preguntándonos:
¿Quién soy? ¿Qué sentido tiene mi vida? ¿Tiene alguna importancia, cósmicamente
hablando, si no me levanto para ir a trabajar? ¡Porque hoy, finalmente,
conoceremos, de una vez por todas, la lisa y llana respuesta a todos esos
problemillas inoportunos de la Vida, del Universo y de Todo!
Cuando la multitud
aclamaba una vez más, Arthur se encontró deslizándose por el aire y bajando
hacia una de las magníficas ventanas del primer piso del edificio que se
levantaba detrás del estrado donde el orador se dirigía a la multitud.
Sufrió un momento
de pánico al pasar por la ventana, pero lo olvidó un par de segundos después al
descubrir que, al parecer, había atravesado el cristal sin tocarlo.
Ninguno de los
que estaban en la habitación notó su curiosa aparición, lo que no es de
extrañar si se piensa que no estaba allí. Comenzó a comprender que toda aquella
experiencia no era más que una proyección grabada que dejaba por los suelos a
una película de setenta milímetros y seis pistas.
La habitación se
parecía bastante a la descripción de Slartibarfast. La habían cuidado bien
durante siete millones y medio de años, y cada cien años la habían limpiado con
regularidad. El escritorio de ultracaoba estaba un poco gastado en los bordes,
la alfombra ya estaba un poco desvaída, pero el ancho terminal del ordenador
descansaba con brillante magnificencia en la tapicería de cuero de la mesa, tan
reluciente como si se hubiera construido el día anterior.
Dos hombres
severamente vestidos se sentaban con gravedad ante la terminal, esperando.
—Casi ha llegado
la hora —dijo uno de ellos, y Arthur se sorprendió al ver que una palabra se
materializaba en aire, justo al lado del cuello de aquel hombre. Era la palabra
LOONQUAWL, y destelló un par de veces antes de disiparse de nuevo. Antes de que
Arthur pudiera asimilarlo, el otro hombre habló y la palabra PHOUCHG apareció
junto a su garganta.
—Hace setenta y
cinco mil generaciones, nuestros antepasados pusieron en marcha este programa
—dijo el segundo hombre—, y en todo ese tiempo nosotros seremos los primeros en
oír las palabras del ordenador.
—Es una
perspectiva pavorosa, Phouchg —convino el primer hombre, y Arthur se dio cuenta
de repente que estaba viendo una película con subtítulos.
—¡Somos nosotros
quienes oiremos —dijo Phouchg— la respuesta a la gran pregunta de la vida!
—¡Chsss! —dijo
Loonquawl con un suave gesto—. ¡Creo que Pensamiento Profundo se dispone a
hablar!
Hubo un
expectante momento de pausa mientras los paneles de la parte delantera de la
consola empezaban a despertarse lentamente. Comenzaron a encenderse y a
apagarse luces de prueba que pronto funcionaron de modo continuo. Un canturreo
leve y suave se oyó por el canal de comunicación.
—Buenos días
—dijo al fin Pensamiento Profundo.
—Hmmm... Buenos
días, Pensamiento Profundo —dijo nerviosamente Loonquawl—, ¿tienes... hmmm, es
decir...
—¿Una respuesta
que daros? —le interrumpió Pensamiento Profundo en tono majestuoso—. Sí, la
tengo.
Los dos hombres
temblaron de expectación. Su espera no había sido en vano.
—¿De veras
existe? —jadeó Phouchg.
—Existe de veras
—le confirmó Pensamiento Profundo.
—¿A todo? ¿A la
gran pregunta de la Vida, del Universo y de Todo?
—Sí.
Los dos hombres
estaban listos para aquel momento, se habían preparado durante toda la vida; se
les escogió al nacer para que presenciaran la respuesta, pero aun así jadeaban
y se retorcían como criaturas nerviosas.
—¿Y estás
dispuesto a dárnosla? —le apremió Loonquawl.
—Lo estoy.
—¿Ahora mismo?
—Ahora mismo
—contesto Pensamiento Profundo.
Ambos se pasaron
la lengua por los labios secos.
—Aunque no creo
—añadió Pensamiento Profundo— que vaya a gustaros.
—¡No importa!
—exclamó Phouchg—. ¡Tenemos que saberla! ¡Ahora mismo!
—¿Ahora mismo?
—inquirió Pensamiento Profundo.
—¡Sí! Ahora
mismo...
—Muy bien —dijo
el ordenador, volviendo a guardar silencio.
—¡Del
Universo...! —exclamó Loonquawl. Los dos hombres se agitaron inquietos. La
tensión era insoportable.
—¡Y de Todo...!
—En serio, no os
va a gustar —observó Pensamiento Profundo.
—¡Dínosla!
—De acuerdo —dijo
Pensamiento Profundo—. La Respuesta a la Gran Pregunta...
—¡Sí...!
—...de la Vida,
del Universo y de Todo... —dijo Pensamiento Profundo.
—¡Sí...!
—Es —dijo
Pensamiento Profundo, haciendo una pausa.
—¡Sí!
—Es...
—¡¡¡ ¿Sí...?!!!
—Cuarenta y dos
—dijo Pensamiento Profundo, con calma y majestad infinitas.
28
Pasó largo tiempo
antes de que hablara alguien.
Con el rabillo
del ojo, Phouchg veía los expectantes rostros de la gente que aguardaba en la
plaza.
—Nos van a
linchar, ¿verdad? —susurró.
—Era una misión
difícil —dijo Pensamiento Profundo con voz suave.
—¡Cuarenta y dos!
—chilló Loonquawl—. ¿Eso es todo lo que tienes que decirnos después de siete
millones y medio de años de trabajo?
—Lo he comprobado
con mucho cuidado —manifestó el ordenador—, y ésa es exactamente la respuesta.
Para ser franco con vosotros, creo que el problema consiste en que nunca habéis
sabido realmente cuál es la pregunta.
—¡Pero se trata
de la Gran Pregunta! ¡La Cuestión Ultima de la Vida, del Universo y de Todo!
—aulló Loonquawl.
—Sí —convino
Pensamiento Profundo, con el aire del que soporta bien a los estúpidos—, pero
¿cuál es realmente?
Un lento silencio
lleno de estupor fue apoderándose de los dos hombres, que se miraron mutuamente
tras apartar la vista del ordenador.
—Pues ya lo
sabes, de Todo..., Todo... —sugirió débilmente Phouchg.
—¡Exactamente!
—sentenció Pensamiento Profundo—. De manera que, en cuanto sepáis cuál es
realmente la pregunta, sabréis cuál es la respuesta.
—¡Qué tremendo!
—murmuró Phouchg, tirando a un lado su cuaderno de notas y limpiándose una
lágrima diminuta.
—De acuerdo, de
acuerdo —dijo Loonquawl—. Mira, ¿no puedes decirnos la pregunta?
—¿La Cuestión
Ultima?
—Sí.
—¿De la Vida, del
Universo y de Todo?
—¡Sí!
Pensamiento
Profundo meditó un momento.
—Difícil
—comentó.
—Pero, ¿puedes
decírnosla? —gritó Loonquawl.
Pensamiento Profundo
meditó sobre ello otro largo momento.
—No —dijo al fin
con voz firme.
Los dos hombres
se derrumbaron desesperados en sus asientos.
—Pero os diré
quién puede hacerlo —dijo Pensamiento Profundo.
Ambos levantaron
bruscamente la vista.
—¿Quién? ¡Dínoslo!
De pronto, Arthur
empezó a sentir que su cráneo, en apariencia inexistente, empezaba a hormiguear
mientras él se movía despacio, pero de modo inexorable, hacia la consola,
aunque sólo se trataba, según imaginó, de un dramático zoom realizado por
quienquiera que hubiese filmado el acontecimiento.
—No hablo sino
del ordenador que me sucederá —entonó Pensamiento Profundo, mientras su voz
recobraba sus acostumbrados tonos declamatorios—. Un ordenador cuyos parámetros
funcionales no soy digno de calcular; y sin embargo yo lo proyectaré para
vosotros. Un ordenador que podrá calcular la Pregunta de la Respuesta Ultima,
un ordenador de tan infinita y sutil complejidad, que la misma vida orgánica
formará parte de su matriz funcional. ¡Y hasta vosotros adoptaréis formas
nuevas para introduciros en el ordenador y conducir su programa de diez
millones de años! ¡Sí! Os proyectaré ese ordenador. Y también le daré un
nombre. Se llamará... la Tierra.
Phouchg miró
boquiabierto a Pensamiento Profundo.
—¡Qué nombre tan
insípido! —comentó, y grandes incisiones aparecieron a todo lo largo de su
cuerpo. De pronto, Loonquawl sufrió unos cortes horrendos procedentes de
ninguna parte. La consola del ordenador se llenó de manchas y de grietas, las
paredes oscilaron y se derrumbaron y la habitación se precipitó hacia arriba,
contra el techo...
Slartibarfast
estaba de pie frente a Arthur, sosteniendo los dos alambres.
—Fin de la cinta
—explicó.
29
—¡Zaphod!
¡Despierta!
—¿Eemmmmmhhhheerrrrr?
—Venga, vamos,
despierta.
—Déjame hacer una
cosa que se me da bien, ¿quieres? —murmuró Zaphod, dándole la espalda a quien
le hablaba y volviéndose a dormir.
—¿Quieres que te
dé una patada? —le dijo Ford.
—¿Y eso te
causaría mucho placer? —replicó débilmente Zaphod.
—No.
—A mí tampoco.
Así que no tendría sentido. Deja de fastidiarme —Zaphod se hizo un ovillo.
—Ha recibido
doble dosis de gas —dijo Trillian, mirándolo—: dos tragos.
—Y dejad de
hablar —dijo Zaphod—, ya resulta bastante difícil tratar de dormir. ¿Qué pasa
con el suelo? Está todo duro y frío.
—Es oro —le
explicó Ford.
Con un pasmoso
movimiento de ballet, Zaphod se puso en pie y empezó a otear el horizonte,
porque hasta aquella línea se extendía el suelo áureo en todas direcciones,
macizo y de una suavidad perfecta. Relucía como..., es imposible decir cómo
relucía porque en el Universo nada existe que reluzca exactamente como un
planeta de oro macizo.
—¿Quién ha puesto
ahí todo eso? —gritó Zaphod, con los ojos en blanco.
—No te excites
—le aconsejó Ford—. Sólo es un catálogo.
—¿Un qué?
—Un catálogo —le
explicó Trillian—, una ilusión.
—¿Cómo podéis
decir eso? —gritó Zaphod, cayendo a gatas y mirando fijamente al suelo.
Lo golpeó y lo
raspó. Era muy sólido y muy suave y ligero, podía hacerle marcas con las uñas.
Era muy rubio y brillante, y cuando respiró sobre él, su aliento se evaporó de
esa manera tan extraña y especial en que el aliento se evapora sobre el oro
macizo.
—Trillian y yo
hace rato que recuperamos el sentido —le dijo Ford—. Gritamos y chillamos hasta
que vino alguien, y luego seguimos gritando y chillando hasta que nos trajeron
comida y nos introdujeron en el catálogo de planetas para tenernos ocupados
hasta que estuvieran preparados para atendernos. Todo esto es una grabación en
Sensocine.
Zaphod lo miró
con rencor.
—¡Mierda! —exclamó—.
¿Y me despiertas de mi sueño perfecto para mostrarme el de otro?
Se sentó
resoplando.
—¿Qué es esa
serie de valles de allá? —preguntó.
—El contraste —le
explicó Ford—. Lo hemos visto.
—No te hemos
despertado antes —le dijo Trillian—. El último planeta estaba lleno de peces
hasta la rodilla.
—¿Peces?
—A cierta gente
le gustan las cosas más raras.
—Y antes de eso
—terció Ford— tuvimos platino. Un poco soso. Pero pensamos que te gustaría ver
éste.
Hacia donde
mirasen, mares luminosos destellaban con una sólida llamarada.
—Muy bonito
—comentó Zaphod con aire petulante.
En el cielo
apareció un enorme número verde de catálogo. Osciló y cambió, y cuando
volvieron a mirar, el panorama también era diferente.
—¡Uf! —dijeron a
coro.
El mar era
púrpura. La playa en la que se encontraban se componía de guijarros amarillos y
verdes: gemas tremendamente preciosas, podría asegurarse. A lo lejos, las
crestas rojas de las montañas eran suaves y onduladas, Más cerca, se levantaba
una mesa de playa con un escarolado parasol malva y borlas plateadas.
En el cielo
apareció un letrero enorme que sustituía al número de catálogo: Decía:
Cualesquiera que sean tus gustos, Magrathea puede complacerte. No somos
orgullosos.
Y quinientas
mujeres completamente desnudas cayeron del cielo en paracaídas.
Al cabo de un
momento la escena se desvaneció, dejándolos en una pradera primaveral llena de
vacas.
—¡Uf! —exclamó
Zaphod—. ¡Mis cerebros!
—¿Quieres hablar
de ello? —le dijo Ford.
—Sí, muy bien
—aceptó Zaphod, y los tres se sentaron ignorando las escenas que surgían y se
disipaban a su alrededor.
—Esto es lo que
me figuro —empezó a decir Zaphod—. Sea lo que sea lo que le ha ocurrido a mi
mente, lo he conseguido. Y lo he logrado de un modo que no podrían detectar las
pantallas de prueba del Gobierno. Y yo no debía saber nada al respecto. Qué
locura, ¿verdad?
Los otros dos
asintieron con la cabeza.
—De manera que me
pregunto: ¿qué es tan secreto para que yo no pueda decirle a nadie que lo sé,
ni siquiera al Gobierno Galáctico, ni a mí mismo? La respuesta es: no lo sé. Es
evidente. Pero he relacionado unas cuantas cosas y empiezo a adivinar. ¿Cuándo
decidí presentarme a la Presidencia? Poco después de la muerte del presidente
Yooden Vranx. ¿Te acuerdas de Yooden, Ford?
—Sí —dijo Ford—,
aquel sujeto que conocimos de muchachos, el capitán arcturiano. Tenía gracia.
Nos dio castañas cuando asaltaste su megavión. Decía que eras el chico más
impresionante que había conocido.
—¿Qué es todo
eso? —preguntó Trillian.
—Historia antigua
—le contestó Ford—, de cuando éramos muchachos en Betelgeuse. Los megaviones
arcturianos llevaban la mayor parte de su voluminosa carga entre el Centro
Galáctico y las regiones periféricas. Los exploradores comerciales de
Betelgeuse descubrían los mercados y los arcturianos los abastecían. Había
muchas dificultades con los piratas del espacio antes de que los aniquilaran en
las guerras Dordellis, y los megaviones tenían que dotarse de los escudos
defensivos más fantásticos conocidos por la ciencia galáctica. Eran naves enormes,
realmente descomunales. Cuando entraban en la órbita de un planeta eclipsaban
al sol.
»Un día, el joven
Zaphod decidió atacar uno con una scooter de tres propulsores a chorro
proyectada para trabajar en la estratosfera. No era más que un crío. Le dije que
lo olvidara, que era el asunto más descabellado que había oído jamás. Yo lo
acompañé en la expedición, porque había apostado un buen dinero a que no lo
haría, y no quería que volviese con pruebas amañadas. ¿Y qué ocurrió? Subimos a
su tripropulsor, que él había preparado convirtiéndolo en algo completamente
distinto, recorrimos tres parsecs en cosa de semanas, entramos todavía no sé
cómo en un megavión, avanzamos hacia el puente blandiendo pistolas de juguete y
pedimos castañas. No he visto cosa más absurda. Perdí un año de dinero para
gastos. ¿Y para qué? Para castañas.»
—El capitán era
un tipo realmente impresionante, Yooden Vranx —dijo Zaphod—. Nos dio comida,
alcohol, género de las partes más extrañas de la Galaxia, y montones de
castañas, por supuesto, y nos lo pasamos increíblemente bien. Luego nos
teletransportó. Al ala de máxima seguridad de la cárcel estatal de Betelgeuse.
Era un tipo excelente. Llegó a ser Presidente de la Galaxia.
Zaphod hizo una
pausa.
En aquellos
momentos, la escena que les envolvía se llenó de oscuridad. Una niebla negra se
levantaba a su alrededor y unas formas pesadas se movían furtivamente entre las
sombras. De cuando en cuando rasgaban el aire los ruidos que unos seres
ilusorios hacían al matar a otros seres ilusorios. Es probable que a bastante
gente le hubiera gustado esa clase de cosas hasta el punto de encargarlas por
una suma de dinero.
—Ford —dijo
Zaphod en voz baja.
—Justo antes de
morir, Yooden vino a verme.
—¿Cómo? Nunca me
lo has dicho.
—No.
—¿Qué te dijo?
¿Para qué fue a verte?
—Me contó lo del
Corazón de Oro. La idea de que yo lo robara se le ocurrió a él.
—¿A él?
—Sí —dijo
Zaphod—, y la única posibilidad de robarlo era en la ceremonia de botadura.
Ford lo miró un
momento, boquiabierto de asombro, y luego soltó una estrepitosa carcajada.
—¿Quieres decirme
que te presentaste a la Presidencia de la Galaxia sólo para robar esa nave?
—Eso es —admitió
Zaphod, con la especie de sonrisa que hace que a mucha gente se la encierre en
una habitación de paredes acolchadas.
—Pero ¿por qué?
—le preguntó Ford—. ¿Por qué era tan importante poseerla?
—No lo sé
—respondió Zaphod—, creo que si supiera conscientemente por qué era tan
importante y para qué la necesitaba, se habría proyectado en las pantallas de
las pruebas cerebrales y no las habría pasado. Creo que Yooden me contó un
montón de cosas que aún siguen bloqueadas.
—De modo que
crees que te hiciste un lío en tu propio cerebro como resultado de la
conversación que Yooden mantuvo contigo...
—Tenía una
endiablada capacidad de convicción.
—Sí, pero Zaphod,
viejo amigo, es preciso que cuides de ti mismo, ¿sabes?
Zaphod se encogió
de hombros.
—¿No tienes
ninguna idea de las razones de todo esto? —le preguntó Ford.
Zaphod lo pensó
mucho y pareció sentir dudas.
—No —dijo al
fin—, me parece que no voy a permitirme descubrir ninguno de mis secretos. Sin
embargo —añadió, tras pensarlo un poco más—, lo comprendo. No confiaría en mí
mismo ni para escupir a una rata.
Un momento
después, el último planeta del catálogo desapareció bajo sus plantas y el mundo
real volvió a aparecer.
Estaban sentados
en una lujosa sala de espera llena de mesas con tablero de cristal y premios de
proyectos.
Un magratheano de
gran talla estaba en pie delante de ellos.
—Los ratones os
verán ahora —les dijo.
30
—Así que ahí lo
tienes —dijo Slartibarfast, haciendo un intento débil y superficial de ordenar
el asombroso revoltijo de su despacho. Cogió una hoja de papel de un montón,
pero luego no se le ocurrió ningún otro sitio para ponerla, de manera que
volvió a depositarla encima del montón original, que se derrumbó en seguida—.
Pensamiento Profundo proyectó la Tierra, nosotros la construimos y vosotros la
habitasteis.
—Y los vogones
llegaron y la destruyeron cinco minutos antes de que concluyera el programa —añadió
Arthur, no sin amargura.
—Sí —dijo el
anciano, haciendo una pausa para mirar desalentado por la habitación—. Diez
millones de años de planificación y de trabajo echados a perder como si nada.
Diez millones de años, terráqueo... ¿Te imaginas un período de tiempo
semejante? En ese tiempo, una civilización galáctica podría desarrollarse cinco
veces a partir de un simple gusano. Echados a perder.
Hizo una pausa.
—Bueno, para ti
eso es burocracia —añadió.
—Mire usted —dijo
Arthur con aire pensativo—, todo esto explica un montón de cosas. Durante toda
mi vida he tenido la sensación extraña e inexplicable de que en el mundo estaba
pasando algo importante, incluso siniestro, y que nadie iba a decirme de qué se
trataba.
—No —dijo el
anciano—, eso no es más que paranoia absolutamente normal. Todo el mundo la
tiene en el Universo.
—¿Todo el mundo?
—repitió Arthur—. ¡pues si todo el mundo la tiene, quizá posea algún sentido!
Tal vez en algún sitio, fuera del Universo que conocemos...
—Quizá. ¿A quién
le importa? —dijo Slartibarfast antes de que Arthur se emocionara demasiado, y
prosiguió—: Tal vez esté viejo y cansado, pero siempre he pensado que las
posibilidades de descubrir lo que realmente pasa son tan absurdamente remotas,
que lo único que puede hacerse es decir: olvídalo y manténte ocupado. Fíjate en
mí: yo proyecto líneas costeras. Me dieron un premio por Noruega.
Revolvió entre un
montón de despojos y sacó un gran bloque de perspex y un modelo de Noruega
montado sobre él.
—¿Qué sentido
tiene esto? —prosiguió—. No se me ocurre ninguno. Toda la vida he estado
haciendo fiordos. Durante un momento pasajero se pusieron de moda y me dieron
un premio importante.
Se encogió de
hombros, le dio vueltas en las manos y lo tiró descuidadamente a un lado, pero
con el suficiente tiento para que cayera en un sitio blando.
—En la Tierra de
recambio que estamos construyendo me han encomendado África, y la estoy
haciendo con muchos fiordos, porque me gustan y soy lo bastante anticuado para
pensar que dan un delicioso toque barroco a un continente. Y me dicen que no es
lo bastante ecuatorial. ¡Ecuatorial! —emitió una ronca carcajada—. ¿Qué importa
eso? Desde luego, la ciencia ha logrado cosas maravillosas, pero yo preferiría,
con mucho, ser feliz a tener razón.
—¿Y lo es?
—No. Ahí reside
todo el fracaso, por supuesto.
—Lástima —dijo
Arthur con simpatía—. De otro modo, parecía una buena forma de vida.
Una pequeña luz
blanca destelló en un punto de la pared.
—Vamos —dijo
Slartibarfast—, tienes que ver a los ratones. Tu llegada al planeta ha causado
una expectación considerable. Según tengo entendido, la han saludado como el
tercer acontecimiento más improbable de la historia del Universo.
—¿Cuáles fueron
los dos primeros?
—Bueno,
probablemente no fueron más que coincidencias —dijo con indiferencia
Slartibarfast. Abrió la puerta y esperó a que Arthur lo siguiera.
Arthur miró
alrededor una vez más, y luego inspeccionó su apariencia, la ropa sudada y
desaliñada con la que se había tumbado en el barro el jueves por la mañana.
—Parece que tengo
tremendas dificultades con mi forma de vida —murmuró para sí.
—¿Cómo dices? —le
preguntó suavemente el anciano.
—Nada, nada
—contesto Arthur—, sólo era una broma.
31
Desde luego, es
bien sabido que unas palabras dichas a la ligera pueden costar más de una vida,
pero no siempre se aprecia el problema en toda su envergadura.
Por ejemplo, en
el mismo momento en que Arthur dijo «Parece que tengo tremendas dificultades
con mi forma de vida», un extraño agujero se abrió en el tejido del continuo
espaciotiempo y llevó sus palabras a un pasado muy remoto, por las extensiones
casi infinitas del espacio, hasta una Galaxia lejana donde seres extraños y
guerreros estaban al borde de una formidable batalla interestelar.
Los dos
dirigentes rivales se reunían por última vez.
Un silencio
temeroso cayó sobre la mesa de conferencias cuando el jefe de los vl'hurgos,
resplandeciente con sus enjoyados pantalones cortos de batalla, de color negro,
miró fijamente al dirigente g'gugvuntt, sentado en cuclillas frente a él entre
una nube de fragantes vapores verdes, y, con un millón de bruñidos cruceros
estelares, provistos de armas horribles y dispuestos a desencadenar la muerte
eléctrica a su sola voz de mando, exigió a la vil criatura que retirara lo que
había dicho de su madre.
La criatura se
removió entre sus vapores tórridos y malsanos, y en aquel preciso momento las
palabras Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de vida flotaron
por la mesa de conferencias.
Lamentablemente,
en la lengua vl'hurga aquél era el insulto más terrible que pudiera imaginarse,
y no quedó otro remedio que librar una guerra horrible durante siglos.
Al cabo de unos
miles de años, después de que su Galaxia quedara diezmada, se comprendió que
todo el asunto había sido un lamentable error, y las dos flotas contendientes
arreglaron las pocas diferencias que aún tenían con el fin de lanzar un ataque
conjunto contra nuestra propia Galaxia, a la que ahora se consideraba sin
sombra de duda como el origen del comentario ofensivo.
Durante miles de
años más, las poderosas naves surcaron la vacía desolación del espacio y,
finalmente, se lanzaron contra el primer planeta con el que se cruzaron —dió la
casualidad de que era la Tierra—, donde debido a un tremendo error de bulto,
toda la flota de guerra fue accidentalmente tragada por un perro pequeño.
Aquellos que
estudian la compleja interrelación de causa y efecto en la historia del
Universo, dicen que esa clase de cosas ocurren a todas horas, pero que somos
incapaces de prevenirlas.
—Cosas de la vida
—dicen.
Al cabo de un
corto viaje en el aerodeslizador, Arthur y el anciano de Magrathea llegaron a
una puerta. Salieron del vehículo y entraron a una sala de espera llena de
mesas con tableros de cristal y premios de perspex. Casi en seguida se encendió
una luz encima de la puerta del otro extremo de la habitación, y pasaron.
—¡Arthur! ¡Estás
sano y salvo! —gritó una voz.
—¿Lo estoy? —dijo
Arthur, bastante sorprendido—. Estupendo.
La iluminación
era más bien débil y tardó un momento en ver a Ford, a Trillian y a Zaphod
sentados en torno a una amplía mesa muy bien provista con platos exóticos,
extrañas carnes dulces y frutas raras. Tenían los carrillos llenos.
—¿Qué os ha
sucedido? —les preguntó Arthur.
—Pues nuestros
anfitriones —dijo Zaphod, atacando una buena ración de tejido muscular a la
plancha— nos han lanzado gases, nos han dado muchas sorpresas, se han portado
de manera misteriosa y ahora nos han ofrecido una espléndida comida para
resarcirnos. Toma —añadió, sacando de una fuente un trozo de carne maloliente—,
come un poco de chuleta de rino vegano. Es deliciosa, si da la casualidad de
que te gustan estas cosas.
—¿Anfitriones?
—dijo Arthur—. ¿Qué anfitriones? Yo no veo ninguno...
—Bienvenido al
almuerzo, criatura terráquea —dijo una voz suave.
Arthur miró en
derredor y dio un grito súbito.
—¡Uf! —exclamó—.
¡Hay ratones encima de la mesa!
Hubo un silencio
embarazoso y todo el mundo miró fijamente a Arthur.
El estaba
distraído, contemplando dos ratones blancos aposentados encima de la mesa, en
algo parecido a vasos de whisky. Percibió el silencio y miró a todos.
—¡Oh! —exclamó al
darse cuenta—. Lo siento, no estaba completamente preparado para...
—Permite que te
presente —dijo Trillian—. Arthur, éste es el ratón Benjy.
—¡Hola! —dijo uno
de los ratones. Sus bigotes rozaron un panel, que por lo visto era sensible al
tacto, en la parte interna de lo que semejaba un vaso de whisky, y el vehículo
se movió un poco hacia delante.
—Y éste es el
ratón Frankie.
—Encantado de
conocerte —dijo el otro ratón, haciendo lo mismo.
Arthur se quedó
boquiabierto.
—Pero no son...
—Sí —dijo
Trillian—, son los ratones que me llevé de la Tierra.
Le miró a los
ojos y Arthur creyó percibir una levísima expresión de resignación.
—¿Me pasas esa
fuente de megaburro arcturiano a la parrilla? —le pidió ella.
Slartibarfast
tosió cortésmente.
—Humm, discúlpeme
—dijo.
—Sí, gracias, Slartibarfast —dijo bruscamente el ratón Benjy—; puedes irte.
—¿Cómo? ¡Ah...,
sí! Muy bien —dijo el anciano, un tanto desconcertado—. Entonces voy a seguir
con algunos de mis fiordos.
—Mira, en
realidad no será necesario —dijo el ratón Frankie—. Es muy probable que ya no
necesitemos la nueva Tierra. —Hizo girar sus ojillos rosados—. Ahora hemos
encontrado a un nativo que estuvo en ese planeta segundos antes de su
destrucción.
—¡Qué! —gritó
Slartibarfast, estupefacto—. ¡No lo dirá en serio! ¡Tengo preparados mil
glaciares, listos para extenderlos por toda África!
—En ese caso
—dijo Frankie en tono agrio—, tal vez puedas tomarte unas breves vacaciones y
marcharte a esquiar antes de desmantelarlos.
—¡Irme a esquiar!
—gritó el anciano—. ¡Esos glaciares son obras de arte! ¡Tienen unos contornos
elegantemente esculpidos! ¡Altas cumbres de hielo, hondas y majestuosas
cañadas! ¡Esquiar sobre ese noble arte sería un sacrilegio!
—Gracias,
Slartibarfast —dijo Benjy en tono firme—. Eso es todo.
—Sí, señor
—repuso fríamente el anciano—, muchas gracias. Bueno, adiós, terráqueo —le dijo
a Arthur—, espero que se arregle tu forma de vida.
Con una breve
inclinación de cabeza al resto del grupo, se dio la vuelta y salió tristemente
de la habitación.
Arthur le siguió
con la mirada, sin saber qué decir.
—Y ahora —dijo el
ratón Benjy—, al asunto.
Ford y Zaphod
chocaron las copas.
—¡Por el asunto!
—Exclamaron.
—¿Cómo decís?
—dijo Benjy.
—Lo siento, creí
que estaba proponiendo un brindis —dijo Ford, mirando a un lado.
Los dos ratones
dieron vueltas impacientes en sus vehículos de vidrio. Finalmente, se
tranquilizaron y Benjy se adelantó, dirigiéndose a Arthur.
—Y ahora,
criatura terráquea —le dijo—, la situación en que nos encontramos es la
siguiente: como ya sabes, hemos estado más o menos rigiendo tu planeta durante
los últimos diez millones de años con el fin de hallar esa detestable cosa
llamada Pregunta Ultima.
—¿Por qué?
—preguntó bruscamente Arthur.
—No; ya hemos
pensado en ésa —terció Frankie—, pero no encaja con la respuesta. ¿Por qué?:
Cuarenta y dos..., como ves, no cuadra.
—No —dijo
Arthur—, me refiero a por qué lo habéis estado rigiendo.
—Ya entiendo
—dijo Frankie—. Pues para ser crudamente francos, creo que al final sólo era
por costumbre. Y el problema es más o menos éste: estamos hasta las narices de
todo el asunto, y la perspectiva de volver a empezar por culpa de esos
puñeteros vogones, me pone los pelos de punta, ¿comprendes lo que quiero decir?
Fue una verdadera suerte que Benjy y yo termináramos nuestro trabajo
correspondiente y saliéramos pronto del planeta para tomarnos unas breves
vacaciones; desde entonces nos las hemos arreglado para volver a Magrathea
mediante los buenos oficios de tus amigos.
—Magrathea es un
medio de acceso a nuestra propia dimensión —agregó Benjy.
—Desde entonces
—continuó su murino compañero—, nos han ofrecido un contrato enormemente
ventajoso en nuestra propia dimensión para realizar el espectáculo de
entrevistas 5D y una gira de conferencias, y nos sentimos muy inclinados a
aceptarlo.
—Yo lo aceptaría,
¿y tú, Ford? —se apresuró a decir Zaphod.
—Pues claro —dijo
Ford—, yo lo firmaría con sumo placer.
—Pero hemos de
tener un producto, ¿comprendes? —dijo Frankie—; me refiero a que, desde un
punto de vista ideal, de una forma o de otra seguimos necesitando la Pregunta
Ultima.
Zaphod se inclinó
hacia Arthur y le dijo:
—Mira, si se
quedan ahí sentados en el estudio con aire de estar muy tranquilos y se limitan
a decir que conocen la Respuesta a la pregunta de la Vida, del Universo y de
Todo, para luego admitir que en realidad es Cuarenta y dos, es probable que el
espectáculo se quede bastante corto. Faltarán detalles, ¿comprendes?
—Debemos tener
algo que suene bien —dijo Benjy.
—¡Algo que suene
bien! —exclamó Arthur—. ¿Una Pregunta última que suene bien? ¿Expresada por un
par de ratones?
Los ratones se
encresparon.
—Bueno, yo digo
que sí al idealismo, sí a la dignidad de la investigación pura, sí a la búsqueda
de la verdad en todas sus formas, pero me temo que se llega a un punto en que
se empieza a sospechar que si existe una verdad auténtica, es que toda la
infinitud multidimensional del Universo está regida, casi sin lugar a dudas,
por un hatajo de locos. Y si hay que elegir entre pasarse otros diez millones
de años averiguándolo, y coger el dinero y salir corriendo, a mí me vendría
bien hacer ejercicio —dijo Frankie.
—Pero... —empezó
a decir Arthur, desesperado.
—Oye, terráqueo
—le interrumpió Zaphod—, ¿quieres entenderlo? Eres un producto de la última
generación de la matriz de ese ordenador, ¿verdad?, y estabas en tu planeta en
el preciso momento de su destrucción, ¿no es así?
—Humm...
—De manera que tu
cerebro formaba parte orgánica de la penúltima configuración del programa del
ordenador —concluyó Ford con bastante lucidez, según le pareció.
—¿De acuerdo?
—preguntó Zaphod.
—Pues... —dijo
Arthur en tono de duda. No tenía conciencia de haber formado parte orgánica de
nada. Siempre había considerado que ése era uno de sus problemas.
—En otras
palabras —dijo Benjy, acercándose a Arthur en su curioso y pequeño vehículo—,
hay muchas probabilidades de que la estructura de la pregunta esté codificada
en la configuración de tu cerebro; así que te lo queremos comprar.
—¿El qué, la
pregunta? —preguntó Arthur.
—Sí —dijeron Ford
y Trillian.
—Por un montón de
dinero —sugirió Zaphod.
—No, no —repuso
Frankie—, lo que queremos comprar es el cerebro.
—¡Cómo!
—Bueno, ¿quién
iba a echarlo de menos? —añadió Benjy.
—Creía que
podíais leer su cerebro por medios electrónicos —protestó Ford.
—Ah, sí —dijo
Frankie—, pero primero tenemos que sacarlo. Tenemos que prepararlo.
—Que tratarlo
—añadió Benjy—. Que cortarlo en cubitos.
—Gracias —gritó
Arthur, derribando la silla y retrocediendo horrorizado hacia la puerta.
—Siempre se puede
volver a poner —explicó Benjy en tono razonable—, si tú crees que es
importante.
—Sí, un cerebro
electrónico —dijo Frankie—; uno sencillo sería suficiente.
—¡Uno sencillo!
—gimió Arthur.
—Sí —dijo Zaphod,
sonriendo de pronto con una mueca perversa—, sólo tendrías que programarlo para
decir: ¿Qué?, No comprendo y ¿Dónde está el té? Nadie notaría la diferencia.
—¿Cómo? —gritó
Arthur, retrocediendo aún más.
—¿Entiendes lo
que quiero decir? —le preguntó Zaphod, aullando de dolor por algo que le hizo
Trillian en aquel momento.
—Yo notaría la
diferencia —afirmó Arthur.
—No, no la
notarías —le dijo el ratón Frankie—; te programaríamos para que no la notaras.
Ford se dirigió
hacia la puerta.
—Escuchad,
queridos amigos ratones —dijo—; me parece que no hay trato.
—A mí me parece
que sí —dijeron los ratones a coro, y todo el encanto de sus vocecitas
aflautadas se desvaneció en un instante. Con un débil gemido sus dos vehículos
de cristal se elevaron por encima de la mesa y surcaron el aire hacia Arthur,
que siguió dando tropezones hacia atrás hasta quedar arrinconado y sintiéndose
incapaz de solucionar aquel problema ni de pensar en nada.
Trillian lo tomó
desesperadamente del brazo y trató de arrastrarlo hacia la puerta, que Ford y
Zaphod intentaban abrir con esfuerzo, pero Arthur era un peso fuerte, parecía
hipnotizado por los roedores que se abalanzaban por el aire hacia él.
Trillian le dio
un grito, pero él siguió con la boca abierta.
De otro empujón,
Ford y Zaphod lograron abrir la puerta. Al otro lado había una cuadrilla de
hombres bastante feos que, según supusieron, eran los tipos duros de Magrathea.
No sólo ellos eran feos; el equipo médico que llevaban distaba mucho de ser
bonito. Arremetieron contra ellos.
De ese modo,
Arthur estaba a punto de que le abrieran la cabeza, Trillian no podía ayudarle
y Ford y Zaphod se encontraban en un tris de ser atacados por varios bribones
bastante más fuertes y mejor armados que ellos.
Con todo,
tuvieron la suerte extraordinaria de que en aquel preciso momento todas las
alarmas del planeta empezaron a sonar con un estruendo ensordecedor.
32
—¡Emergencia!
¡Emergencia! —proclamaron ruidosamente los altavoces por todo Magrathea—. Una
nave enemiga ha aterrizado en el planeta. Intrusos armados en la sección 8A.
¡Posiciones defensivas, posiciones defensivas!
Los dos ratones
agitaban irritados los hocicos entre los fragmentos de sus vehículos de vidrio,
que se habían roto contra el lo.
—¡Condenación!
—murmuró el ratón Fankie—. ¡Todo este alboroto por un kilo de cerebro
terráqueo!
Empezó a moverse
de un lado para otro, mientras sus ojos rosados echaban chispas y se le
erizaban los pelos blancos por la electricidad estática.
—Lo único que
podemos hacer ahora —le dijo Benjy, agachándose y mesándose reflexivamente los
bigotes— es tratar de inventarnos una pregunta que tenga visos de credibilidad.
—Es difícil
—comentó Frankie. Pensó—. ¿Qué te parece: Qué es una cosa amarilla y peligrosa?
—No, no es buena
—dijo Benjy tras considerarlo un momento—. No cuadra con la respuesta.
Guardaron
silencio durante unos segundos.
—Muy bien —dijo
Benjy—. ¿Qué resultado se obtiene al multiplicar seis por siete?
—No, no, eso es
muy literal, demasiado objetivo —alegó Frankie—. No confirmaría el interés de
los apostadores.
Volvieron a
pensar.
—Tengo una idea
—dijo Frankie al cabo de un momento—. ¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre?
—¡Ah! —exclamó
Benjy—. ¡Eso parece prometedor! —repasó un poco la frase y afirmó—: ¡Sí, es
excelente! Parece tener mucho significado sin que en realidad obligue a decir
nada en absoluto. ¿Cuántos caminos debe recorrer un hombre? Cuarenta y dos.
¡Excelente, excelente! Eso los confundirá. ¡Frankie, muchacho, estamos
salvados!
Con la emoción,
ejecutaron una danza retozona.
Cerca de ellos,
en el suelo, yacían varios hombres bastante feos a quienes habían golpeado en
la cabeza con pesados premios de proyectos.
A casi un
kilómetro de distancia, cuatro figuras corrían por un pasillo buscando una
salida. Dieron a una amplia sala de ordenadores. Miraron frenéticamente en
derredor.
—¿Por qué camino
te parece, Zaphod? —preguntó Ford.
—Así, a bulto,
diría que por allí —dijo Zaphod, echando a correr hacia la derecha, entre una
fila de ordenadores y la pared. Cuando los demás empezaron a seguirle, se vio
frenado en seco por un rayo de energía que restalló en el aire a unos
centímetros delante de él, achicharrando un trozo de la pared contigua.
—Muy bien,
Beeblebrox —se oyó por un altavoz—, detente ahí mismo. Te estamos apuntando.
—¡Polis! —siseó Zaphod,
empezando a dar vueltas en cuclillas—. ¿Tienes alguna preferencia, Ford?
—Muy bien, por
aquí —dijo Ford, y los cuatro echaron a correr por un pasillo entre dos filas
de ordenadores.
Al final del
pasillo apareció una figura, armada hasta los dientes y vestida con un traje
espacial, que les apuntaba con una temible pistola Mat-O-Mata.
—¡No queremos
dispararte, Beeblebrox! —gritó el hombre.
—¡Me parece
estupendo! —replicó Zaphod, precipitándose por un claro entre dos unidades de
proceso de datos.
Los demás
torcieron bruscamente tras él.
—Son dos —dijo
Trillian—. Estamos atrapados.
Se agacharon en
un rincón entre la pared y un ordenador grande.
Contuvieron la
respiración y esperaron.
De pronto, el
aire estalló con rayos de energía cuando los dos policías abrieron fuego a la
vez contra ellos.
—Oye, nos están
disparando —dijo Arthur, agachándose y haciéndose un ovillo—. Creí que habían
dicho que no lo harían.
—Sí, yo también
lo creía —convino Ford.
Zaphod asomó
peligrosamente una cabeza.
—¡Eh! —gritó—
¡Creí que habías dicho que no ibais a dispararnos!
Volvió a
agacharse.
Esperaron.
—¡No es fácil ser
policía! —le replicó una voz al cabo de un momento.
—¿Qué ha dicho?
—susurró Ford, asombrado.
—Ha dicho que no
es fácil ser policía.
—Bueno, eso es
asunto suyo, ¿no?
—Eso me parece a
mí.
—¡Eh, escuchad!
—gritó Ford—. ¡Me parece que ya tenemos bastantes contrariedades con que nos
disparéis, de modo que si dejáis de imponernos vuestros propios problemas, creo
que a todos nos resultará más fácil arreglar las cosas!
Hubo otra pausa y
luego volvió a oírse el altavoz.
—¡Escucha un
momento, muchacho! —dijo la voz—. ¡No estáis tratando con unos pistoleros
baratos, estúpidos y retrasados mentales, con poca frente, ojillos de cerdito y
sin conversación; somos un par de tipos inteligentes y cuidadosos que
probablemente os caeríamos simpáticos si nos conocierais socialmente! ¡Yo no
voy por ahí disparando por las buenas a la gente para luego alardear de ello en
miserables bares de vigilantes del espacio, como algunos policías que conozco!
¡Yo voy por ahí disparando por las buenas a la gente, y luego me paso las horas
lamentándome delante de mi novia!
—¡Y yo escribo
novelas! —terció el otro policía—. ¡Pero todavía no me han publicado ninguna,
así que será mejor que os lo advierta: estoy de maaaaal humor!
—¿Quiénes son
esos tipos? —preguntó Ford, con los ojos medio fuera de las órbitas.
—No lo sé —dijo
Zaphod—, me parece que me gustaba más cuando disparaban.
—De manera que, o
venís sin armar jaleo —volvió a gritar uno de los policías—, u os hacemos salir
a base de descargas.
—¿Qué preferís
vosotros? —gritó Ford.
Un microsegundo
después, el aire empezó a hervir otra vez a su alrededor, cuando los rayos de
las Mat-O-Mata empezaron a dar en el ordenador que tenían delante.
Durante varios
segundos las ráfagas continuaron con insoportable intensidad.
Cuando se
interrumpieron, hubo unos segundos de silencio casi absoluto mientras se
apagaban los ecos.
—¿Seguís ahí?
—gritó uno de los policías.
—Sí —respondieron
ellos.
—No nos ha
gustado nada hacer eso —dijo el otro policía.
—Ya nos hemos
dado cuenta —gritó Ford.
—¡Escucha una
cosa, Beeblebrox, y será mejor que atiendas bien!
—¿Por qué? —gritó
Zaphod.
—¡Porque es algo
muy sensato, muy interesante y muy humano! —gritó el policía—. Veamos: ¡o bien
os entregáis todos ahora mismo, dejando que os golpeemos un poco, aunque no
mucho, desde luego, porque somos firmemente contrarios a la violencia
innecesaria, o hacemos volar este planeta y posiblemente uno o dos más con que
nos crucemos al marchamos!
—¡Pero eso es una
locura! —gritó Trillian—. ¡No haríais una cosa así!
—¡Claro que lo
haríamos! —gritó el policía, y le preguntó a su compañero—: ¿verdad?
—¡Pues claro que
lo haríamos, sin duda! —respondió el otro.
—Pero ¿por qué?
—preguntó Trillian.
—¡Porque hay
cosas que deben hacerse aunque se sea un policía liberal e ilustrado que lo
sepa todo acerca de la sensibilidad y esas cosas!
—Yo, simplemente,
no creo a esos tipos —murmuró Ford, meneando la cabeza.
—¿Volvemos a
dispararles un poco? —le preguntó un policía al otro.
—Sí, ¿por qué no?
Volvieron a
soltar otra andanada eléctrica.
El ruido y el
calor eran absolutamente fantásticos. Poco a poco, el ordenador empezaba a
desintegrarse. La parte delantera casi se había fundido, y gruesos arroyuelos
de metal derretido corrían hacia donde estaban agazapados los fugitivos. Se
retiraron un poco más y aguardaron el final.
33
Pero el final
nunca llegó, al menos entonces.
La andanada se
cortó bruscamente, y el súbito silencio que siguió quedó realzado por un par de
gorgoteos sofocados y sendos golpes secos.
Los cuatro se
miraron mutuamente.
—¿Qué ha pasado?
—dijo Arthur.
—Han parado —le
contestó Zaphod, encogiéndose de hombros.
—¿Por qué?
—No lo sé.
¿Quieres ir a preguntárselo?
—No.
Esperaron.
—¡Eh! —gritó Ford.
No respondieron.
—¡Qué raro!
—A lo mejor es
una trampa.
—No son lo
bastante inteligentes.
—¿Qué fueron esos
golpes secos?
—No sé.
Aguardaron unos
segundos más.
—Muy bien —dijo
Ford—, voy a echar una ojeada. Miró a los demás.
—¿Es que nadie va
a decir: No, tú no puedes ir, deja que vaya en tu lugar?
Todos los demás
menearon la cabeza.
—Bueno, vale
—dijo, poniéndose en pie. Durante un momento no pasó nada.
Luego, al cabo de
un segundo o así, siguió sin pasar nada.
Ford atisbó entre
la espesa humareda que se elevaba del ordenador en llamas.
Con cautela,
salió al descubierto. Siguió sin pasar nada.
Entre el humo,
vio a unos veinte metros el cuerpo vestido con un traje espacial de uno de los
policías. Estaba tendido en el suelo, en un montón arrugado. A veinte metros,
en dirección contraria, yacía el segundo hombre. No había nadie más a la vista.
Eso le pareció
sumamente raro a Ford.
Lenta,
nerviosamente, se acercó al primero. Al aproximarse, el cuerpo inmóvil ofrecía
un aspecto tranquilizador, y quieto e indiferente estaba cuando llegó a su lado
y puso el pie sobre la pistola Mat-O-Mata, que aún colgaba de sus dedos
inertes.
Se agachó y la
recogió, sin encontrar resistencia.
Era evidente que
el policía estaba muerto.
Un rápido examen
demostró que procedía de Blagulon Kappa: era un ser orgánico que respiraba
metano y cuya supervivencia en la tenue atmósfera de oxígeno de Magrathea
dependía del traje espacial.
El pequeño
ordenador del mecanismo de mantenimiento vital que llevaba en la mochila
parecía haber estallado de improviso.
Ford husmeó en su
interior con asombro considerable. Aquellos diminutos ordenadores de traje
solían estar alimentados por el ordenador principal de la nave, con el que
estaban directamente conectados por medio del subeta. Semejante mecanismo era a
prueba de fallos en toda circunstancia, a menos que algo fracasara totalmente
en la retroacción, cosa que no se conocía.
Se acercó deprisa
hacia el otro cuerpo y descubrió que le había ocurrido exactamente el mismo
accidente inconcebible, probablemente al mismo tiempo.
Llamó a los demás
para que lo vieran. Llegaron y compartieron su asombro, pero no su curiosidad.
—Salgamos a
escape de este agujero —dijo Zaphod—. Si lo que creo que busco está aquí, no lo
quiero.
Cogió la segunda
pistola Mat-O-Mata, arrasó un ordenador contable, absolutamente inofensivo, y
salió precipitadamente al pasillo, seguido de los demás. Casi destruyó un
aerodeslizador que los esperaba a unos metros de distancia.
El aerodeslizador
estaba vacío, pero Arthur lo reconoció: era el de Slartibarfast.
Había una nota
para él sujeta a una parte de sus escasos instrumentos de conducción.
En la nota había
trazada una flecha que apuntaba a uno de los mandos.
Decía:
Probablemente, éste es el mejor botón para apretar.
34
El aerodeslizador
los impulsó a velocidades que excedían de R17 por los túneles de acero que
llevaban a la pasmosa superficie del planeta, ahora sumida en otro lóbrego
crepúsculo matinal. Una horrible luz grisácea petrificaba la tierra.
R es una medida
de velocidad, considerada como razonable para viajar y compatible con la salud,
con el bienestar mental y con un retraso no mayor de unos cinco minutos. Por
tanto, es una figura casi infinitamente variable según las circunstancias, ya
que los dos primeros factores no sólo varían con la velocidad considerada como
absoluta, sino también con el conocimiento del tercer factor. A menos que se
maneje con tranquilidad, tal ecuación puede producir considerable tensión,
úlceras e incluso la muerte.
R17 no es una
velocidad fija, pero sí muy alta.
El aerodeslizador
surcó el espacio a R17 y aún más, dejando a sus ocupantes cerca del Corazón de
Oro, que estaba severamente plantado en la superficie helada como un hueso
calcinado, y luego se precipitó en la dirección por donde los había traído,
probablemente para ocuparse de importantes asuntos particulares.
Entraron los
cuatro a la nave, tiritando.
Junto a ella,
había otra.
Era la nave
patrulla de Blagulon Kappa, bulbosa y con forma de tiburón, de color verde
pizarra y apagado; tenía escritos unos caracteres negros, de varios tamaños y
diversas cotas de hostilidad. La leyenda informaba a todo aquel que se tomara
la molestia de leerla de la procedencia de la nave, de a qué sección de la
policía estaba asignada y de adónde debían acoplarse los repuestos de energía.
En cierto modo parecía anormalmente oscura y silenciosa, hasta para una nave cuyos dos tripulantes yacían asfixiados en aquel momento en una habitación llena de humo a varios kilómetros por debajo del suelo. Era una de esas cosas extrañas que resultan imposibles de explicar o definir, pero que pueden notarse cuando una nave está completamente muerta.
Ford lo notó y lo
encontró de lo más misterioso: una nave y dos policías habían muerto de forma
espontánea. Según su experiencia, el Universo no actuaba de aquel modo.
Los demás también
lo notaron, pero sintieron con mayor fuerza el frío intenso y corrieron al
Corazón de Oro padeciendo de un ataque agudo de falta de curiosidad.
Ford se quedó a
examinar la nave de Blagulon. Al acercarse, casi tropezó con un cuerpo de acero
que yacía inerte en el polvo frío.
—¡Marvin!
—exclamó—. ¿Qué estás haciendo?
—No te sientas en
la obligación de reparar en mí, por favor —+se oyó una voz monótona y apagada.
—Pero ¿cómo
estás, hombre de metal? —inquirió Ford.
—Muy deprimido.
—¿Qué te pasa?
—No lo sé —dijo
Marvin—. Es algo nuevo para mí.
—Pero ¿por qué
estás tumbado de bruces en el polvo? —le preguntó Ford, tiritando y poniéndose
en cuclillas junto a él.
—Es una manera
muy eficaz de sentirse desgraciado —dijo Marvin—. No finjas que quieres charlar
conmigo, sé que me odias.
—No, no te odio.
—Sí, me odias,
como todo el mundo. Eso forma parte de la configuración del Universo. Sólo
tengo que hablar con alguien y en seguida empieza a odiarme. Hasta los robots
me odian. Si te limitas a ignorarme, creo que me marcharé.
Se puso en pie de
un salto y miró resueltamente en dirección contraria.
—Esa nave me
odiaba —dijo en tono desdeñoso, señalando a la nave de la policía.
—¿Esa nave? —dijo
Ford, súbitamente alborotado—. ¿Qué le ha pasado? ¿sabes?
—Me odiaba porque
le hablé.
—¡Que le
hablaste! —exclamó Ford—. ¿Qué quieres decir con eso de que le hablaste?
—Algo muy simple.
Me aburría mucho y me sentía muy deprimido, así que me acerqué y me conecté a
la toma externa del ordenador. Hablé un buen rato con él y le expliqué mi
opinión sobre el Universo —dijo Marvin.
—¿Y qué pasó?
—insistió Ford.
—Se suicidó —dijo
Marvin, echando a andar con aire majestuoso hacia el Corazón de Oro.
35
Aquella noche,
mientras el Corazón de Oro procuraba poner varios años luz entre su propio
casco y la Nebulosa Cabeza de Caballo, Zaphod holgazaneaba bajo la pequeña
palmera del puente tratando de ponerse en forma el cerebro con enormes
detonadores gargáricos pangalácticos; Ford y Trillian estaban sentados en un
rincón hablando de la vida y de los problemas que suscita; y Arthur se llevó a
la cama el ejemplar de Ford de la Guía del autoestopista galáctico. Pensó que,
como iba a vivir por allí, sería mejor aprender algo al respecto.
Se topó con un
artículo que decía:
«La historia de
todas las civilizaciones importantes de la galaxia tiende a pasar por tres
etapas diferentes y reconocibles, las de Supervivencia, Indagación y
Refinamiento, también conocidas por las fases del Cómo, del Por qué y del
Dónde.
»Por ejemplo, la
primera fase se caracteriza por la pregunta: ¿Cómo podemos comer?; la segunda,
por la pregunta: ¿Por qué comemos?; y la tercera, por la pregunta: ¿Dónde vamos
a almorzar?»
No siguió
adelante porque el intercomunicador de la nave se puso en funcionamiento.
—¡Hola,
terráqueo! ¿Tienes hambre, muchacho? —dijo la voz de Zaphod.
—Pues..., bueno,
sí. Me apetece picar un poco —dijo Arthur.
—De acuerdo,
chico, aguanta firme —le dijo Zaphod—. Tomaremos un bocado en el restaurante
del Fin del Mundo.