INFORME
SOBRE LA TIERRA:
Douglas
Adams
Título original: Mostly
Harmless
Traducción: Benito Gómez
Ibáñez
©
1992 by Douglas Adams and Pan Books
© 1992 Editorial Anagrama
S.A.P. de la Creu 58 -
Barcelona
ISBN: 84-339-2350-1
Edición digital: Sadrac
R6 01/04 L
Bywater por su apoyo, ayuda e insultos
constructivos.
Todo lo que
ocurre, ocurre.
Todo lo que al
ocurrir, origina otra cosa, hace que ocurra algo más.
Todo lo que al
ocurrir, vuelve a originarse, ocurre de nuevo.
Aunque todo ello
no ocurre necesariamente en orden cronológico.
1
La historia de la
Galaxia se ha vuelto un poco confusa por una serie de motivos. En parte porque
los que intentan seguirle la pista andan un poco perplejos, pero también porque
de todos modos han ocurrido cosas muy desconcertantes.
Una de las
complicaciones se refiere a la velocidad de la luz y a los consiguientes
obstáculos para rebasarla. Es imposible. Nada viaja más deprisa que la velocidad
de la luz con la posible excepción de las malas noticias, que obedecen a sus
propias leyes particulares. Los habitantes de Hingefreel, de Arkintoofle Menor,
trataron de construir naves impulsadas por malas noticias, pero no les salió
muy bien y, cuando llegaban a algún sitio donde realmente no tenían nada que
hacer, solían dispensarles un recibimiento de lo más desagradable.
De manera que, en
general, los pueblos de la Galaxia acabaron empantanados en sus propias
confusiones locales y, durante mucho tiempo, la historia de la Galaxia tuvo un
carácter marcadamente cosmológico.
Ello no quiere
decir que no fuesen emprendedores. Intentaron enviar naves a lugares remotos,
con fines guerreros o comerciales, pero normalmente tardaban miles de años en
llegar. Y cuando finalmente alcanzaban su destino, va se habían descubierto
otros medios de viajar que sorteaban la velocidad de la luz a través del
hiperespacio, de modo que las batallas a las que habían enviado las flotas
menos veloces que la luz ya estaban dirimidas desde hacía siglos.
Eso no impedía,
desde luego, que sus tripulaciones quisieran librarlas a toda costa. Estaban
entrenadas y dispuestas, habían dormido un par de milenios, venían desde muy
lejos a cumplir una dura misión, y por Zarquon que la cumplirían.
Entonces fue
cuando se produjeron las primeras confusiones importantes de la historia de la
Galaxia, con guerras que volvían a estallar siglos después de que las
cuestiones por las que al parecer se habían suscitado ya estuvieran arregladas.
No obstante, tales confusiones no eran nada comparadas con las que los
esforzados historiadores tenían que resolver una vez descubiertos los viajes a
través del tiempo, cuando empezaron a pre-estallar guerras cientos de años
antes de que se produjeran siquiera los contenciosos. Cuando apareció la
Propulsión de la Improbabilidad Infinita y planetas enteros empezaron
inesperadamente a volverse completamente majaras, la gran Facultad de Historia
de la Universidad de MaximégaIon acabó por tirar la toalla, cerrando sus puertas
y cediendo sus edificios a la Facultad conjunta de Teología y Waterpolo, que
experimentaba un rápido crecimiento y desde hacía años andaba tras ellos.
Eso está muy
bien, desde luego, pero casi con toda seguridad significa que nadie sabrá
exactamente, por ejemplo, de dónde procedían los grebulones ni qué pretendían.
Y es una pena, porque si nadie hubiera sabido nada de ellos es posible que se
hubiera evitado una catástrofe de lo más terrible; o al menos hubiera ocurrido
de un modo diferente.
Clic, hum.
La enorme nave
gris de reconocimiento de los grebulones viajaba en silencio por el negro
vacío. Iba a una velocidad fabulosa, de vértigo, pero frente al destellante
marco de billones de estrellas remotas parecía no moverse en absoluto. No era
más que una mota oscura, fija sobre una noche infinita de brillantes
granulaciones.
A bordo de la
nave, todo seguía como desde hacía milenios: profundamente oscuro y silencioso.
Clic, hum.
Bueno, casi todo.
Clic, clic, hum.
Clic, hum, clic, hum, clic, hum.
Clic, clic, clic, clic, clic, hum.
Hummm.
Un programa de
control de nivel bajo despertó a un programa de control de nivel ligeramente
superior en las profundidades del semisoñoliento cibercerebro de la nave y le
informó de que siempre que emitía un clic lo único que recibía era un hum.
El programa de
control de nivel superior preguntó qué tenía que recibir, y el programa de
control de nivel bajo contestó que no lo recordaba exactamente, pero
probablemente una especie de suspiro lejano y satisfecho, ¿no? Ignoraba qué era
ese hum. Clic, hum, clic, hum. Eso era lo único que
recibía.
El programa de
control de nivel superior consideró la respuesta y no le gustó. Preguntó al
programa de control bajo qué era lo que estaba supervisando, y el programa de
control de nivel bajo contestó que tampoco se acordaba, sólo que era algo que
debía hacer clic y suspirar cada diez años o así, lo que normalmente ocurría
sin falta. Había intentado consultar su tabla de comprobación de errores pero
no la encontró, por lo que comunicó el problema al programa de control de nivel
superior.
El programa de
control de nivel superior fue a consultar una de sus tablas de comprobación de
errores para averiguar qué debía supervisar el programa de control de nivel
bajo.
No la encontró.
Qué raro.
Volvió a mirar.
Sólo recibió un mensaje de error. Intentó comprobar el mensaje de error en su
tabla de comprobación de mensajes de error pero tampoco la encontró. Volvió a
repetir la operación, dejando pasar unos nanosegundos. Luego despertó a su
control funcional de sector.
El control
funcional de sector detectó problemas evidentes. Llamó a su agente supervisor,
que también tropezó con dificultades. Al cabo de unas cuantas millonésimas de
segundo, circuitos virtuales que habían estado inactivos, unos durante años, otros
siglos, empezaron a dar señales de vida por toda la nave. En alguna parte había
algo que iba horriblemente mal, pero ninguno de los programas de control sabía
de qué se trataba. En todos los niveles faltaban las instrucciones
fundamentales, pero las directrices sobre qué hacer en caso de descubrir que
faltaran instrucciones fundamentales también faltaban.
Pequeños módulos
de soporte magnético —agentes— aparecieron en todas las pistas lógicas,
agrupándose, celebrando consultas, volviendo a agruparse. Rápidamente
establecieron que toda la memoria de la nave, hasta el mismo módulo de misión
central, estaba hecha un pingajo. Por muchas indagaciones que se hicieron, no
pudo determinarse lo que había sucedido. Incluso el módulo de misión central
parecía averiado.
Lo que hizo que
el problema pudiera abordarse de la forma más sencilla: cambiando el módulo de
misión central. Había otro, una copia de seguridad, duplicado exacto del
original. Debía sustituirse físicamente porque, por motivos de seguridad, no
podía realizarse interconexión alguna entre el original y la copia. Una vez
sustituido, el módulo de misión central se encargaría de supervisar la
reconstrucción del resto del sistema hasta el último detalle, y todo marcharía
bien.
Los robots
recibieron órdenes de sacar de la cámara acorazada, donde se guardaba, la copia
de seguridad del módulo de misión central para instalarla en la cámara lógica
de la nave.
Ello supuso un
largo intercambio de códigos y protocolos de emergencia mientras los robots
interrogaban a los agentes sobre la autenticidad de las instrucciones. Los
robots quedaron al fin satisfechos, todos los procedimientos eran correctos.
Desembalaron el módulo de misión central, lo sacaron de la cámara de
almacenamiento, se cayeron de la nave y se precipitaron vertiginosamente en el
vacío.
Lo que dio la
primera pista importante de lo que andaba mal.
Nuevas
investigaciones dejaron pronto aclarado lo que había sucedido. Un meteorito
había chocado con la nave, produciendo un enorme agujero. La nave no lo había
detectado antes porque el meteorito se estrelló precisamente en la parte que
contenía el equipo de proceso de datos que debía detectar si algún meteorito
entraba en colisión con la nave.
Lo primero que
había que hacer era tratar de cerrar el agujero. Resultó imposible, porque los
sensores de la nave fueron incapaces de localizarlo y los controles que debían
indicar cualquier fallo en los sensores no funcionaban como era debido y
repetían que los sensores marchaban perfectamente. La nave sólo podía deducir
la existencia de una cavidad por el hecho evidente de que los robots se habían
caído por un agujero, llevándose con ellos el cerebro de repuesto que hubiera
permitido detectarlo.
La nave trató de
pensar lógicamente, fracasó y se quedó un rato completamente en blanco. No se
dio cuenta de que se había quedado en blanco, claro está, porque se había
quedado en blanco. Sólo se sorprendió al ver brincar las estrellas. Al tercer
salto de estrellas, la nave comprendió al fin que debía haberse quedado en
blanco, y que ya era hora de tomar alguna decisión seria.
Se tranquilizó.
Entonces se dio
cuenta de que aún no había tomado ninguna decisión seria y le entró pánico.
Volvió a quedarse en blanco otro rato. Cuando volvió a activarse, cerró todos
los mamparos en torno a la zona donde suponía que estaba el agujero.
Evidentemente aún
no había llegado a su destino, pensó con vacilación, pero como ya no tenía la
menor idea del sitio adonde se dirigía ni de cómo llegar, le pareció que no
tenía mucho sentido seguir. Consultó los pocos fragmentos de instrucciones que
pudo reconstruir del pingajo de su módulo de misión central.
—Su misión anual
es aterrizar a distancia prudencial y vigilar.
Lo demás era una
auténtica basura.
Antes de quedarse
en blanco permanentemente, la nave debía transmitir dichas instrucciones, tal
como estaban, a sus sistemas auxiliares más primitivos.
Además, tenía que
revivir a toda la tripulación.
Había otro
problema. Mientras la tripulación estaba en hibernación, la mente de todos sus
miembros, sus recuerdos, identidades y comprensión de lo que habían ido a
hacer, se había trasladado al módulo de misión central de la nave para que todo
ello se mantuviera en las debidas condiciones de seguridad. Los miembros de la
tripulación no iban a tener la menor idea de quiénes eran ni de qué estaban
haciendo allí. Vaya, hombre.
Poco antes de
quedarse definitivamente en blanco, la nave se percató de que los motores
también estaban cediendo.
La nave y su
revivida y confusa tripulación siguieron navegando bajo el control de los
sistemas automáticos auxiliares, que simplemente tendían a aterrizar siempre
que encontraban tierra y a vigilar todo lo que estuviese a su alcance.
En cuanto a lo de
encontrar algún sitio donde aterrizar, no se les dio muy bien. El planeta que encontraron
era frío, desolado, tan dolorosamente lejos del sol que debía calentarlo que,
para hacerlo parcialmente habitable, fueron necesarios todos los mecanismos
Ambient-O-Forma y los sistemas Sustent-O-Vida de que disponían. En las
proximidades había planetas mejores, pero como el Estrateg-O-Mat estaba en modo
Latente se decidieron por el planeta más lejano y discreto y, además, nadie
podía oponerse salvo el Primer Oficial Estratégico de a bordo. Como en la nave
todo el mundo había perdido la cabeza, nadie sabía quién era el Primer Oficial
Estratégico ni, en caso de que hubieran podido identificarlo, cómo debía
proceder para oponerse al Estrateg-O-Mat de la nave.
Pero en cuanto a
lo de encontrar algo que vigilar, dieron con una verdadera mina.
2
Una de las cosas
extraordinarias de la vida es la clase de sitios donde está dispuesta a
prosperar. En cualquier lugar donde pueda encontrar cierta especie de asidero.
Ya sea en los embriagadores mares de Santraginus V, donde parece que a los
peces les importa un bledo saber en qué dirección nadan, o en las tormentas de
fuego de Frastra, donde, según dicen, la vida empieza a los 40.000 grados, o
bien ahondando en el intestino delgado de una rata simplemente por puro placer,
la vida siempre encuentra un medio de aferrarse a alguna parte.
Y existirá vida
incluso en Nueva York, aunque es difícil saber por qué. En invierno la
temperatura cae bastante por debajo del mínimo legal o, mejor dicho, así sería
si alguien tuviera el sentido común de establecer un mínimo legal. La última
vez que elaboraron una lista de las cien cualidades más destacadas del carácter
de los neoyorquinos, el sentido común ocupaba el puesto setenta y nueve.
En verano hace
demasiado calor. Una cosa es pertenecer a una forma de vida que prospera con el
calor y considera, como los frastrianos, que una fluctuación entre 40.000 y
40.004 representa una temperatura estable, y otra muy distinta ser la especie
de animal que tiene que envolverse en montones de otros animales en un punto de
su órbita planetario, para luego encontrarse, media órbita después, con que la
piel se le está llenando de ampollas.
La primavera está
sobrevalorada. Muchos habitantes de Nueva York parlotean exageradamente sobre
los placeres de la primavera, pero si conocieran realmente los mínimos placeres
de esa estación sabrían por lo menos de cinco mil novecientos ochenta y tres
sitios mejores que Nueva York para pasar la primavera, y sólo en la misma
latitud.
El otoño, sin
embargo, es lo peor. Pocas cosas son peores que el otoño en Nueva York. Algunas
de las formas de vida que habitan en los intestinos delgados de las ratas no
estarían de acuerdo, pero como en cualquier caso la mayoría de las cosas que
viven en el intestino delgado de las ratas son desagradables, su opinión puede
y debe descontarse. En otoño, en Nueva York el aire huele a fritanga de cabra,
y si se es muy aficionado a respirar, lo mejor es abrir una ventana y meter la
cabeza dentro de un edificio.
A Tricia McMillan
le encantaba Nueva York. No dejaba de repetírselo. La parte alta del West Side.
Sí. El centro. Vaya, menudas tiendas. Soho. East Village. Ropa. Libros.
Sushi. Comida italiana. Comestibles finos. ¡Ah!
Cine. ¡Ah!, otra
vez. Tricia acababa de ver la última película de Woody Allen, que trataba de la
angustia de ser neurótico en Nueva York. Ya había hecho un par de ellas que
exploraban el mismo tema y Tricia se preguntaba si alguna vez se le había
ocurrido marcharse a vivir a otro sitio, pero le dijeron que era totalmente
contrario a la idea. Así que, más películas, pensó ella.
A Tricia le
encantaba Nueva York porque el hecho de que a uno le gustara esa ciudad suponía
una buena oportunidad de ascenso profesional. Buena oportunidad para comprar y
comer bien, no tan buena para coger un taxi ni disfrutar de aceras de gran
calidad, pero indudablemente era una buena baza profesional que se contaba
entre las mejores y de primer orden. Tricia era un personaje central de la
televisión, una presentadora, y Nueva York era donde se centraba la mayor parte
de la televisión mundial. Hasta entonces, Tricia había desarrollado su
actividad de presentadora principalmente en Gran Bretaña: noticias regionales,
luego el telediario del desayuno y después el primero de la noche. Si el
lenguaje lo permitiera podría habérsela denominado un personaje central en
rápida ascensión, pero..., bueno, hablamos de televisión, así que no importa.
Era un personaje en rápida ascensión. Tenía lo necesario: una cabellera
espléndida, profundo conocimiento estratégico del jarabe de pico, inteligencia
para comprender el mundo y una leve y secreta indiferencia interior que
revelaba un total desapego. A todo el mundo le llega el momento de la gran
oportunidad de su vida. Si se deja perder la que de verdad interesa, todo lo
demás resulta misteriosamente fácil.
Tricia sólo había
perdido una oportunidad. Por entonces, al pensar en ello ya no se ponía a
temblar tanto como antes. Suponía que esa pequeña parte de ella era lo que se
había apagado.
La NBS necesitaba
una nueva presentadora. Mo Minetti iba a tener un hijo y dejaba el programa
matinal USIAM. Le habían ofrecido una cantidad de dinero capaz de volver
tarumba a cualquiera para que diese a luz durante el programa pero, contra todo
pronóstico, se negó por motivos de buen gusto e intimidad personal. Equipos de
abogados de la NBS pasaron su contrato por un tamiz para ver si dichos motivos
eran legítimos, pero al final, de mala gana, tuvieron que dejarla marchar. Eso
les resultó especialmente mortificante, porque «dejar marchar a alguien de mala
gana» era una expresión que fácilmente podían aplicarles a ellos.
Se decía que, a
lo mejor, quizá no viniera mal un acento inglés. El pelo, el tono de piel y la
ortodoncia tenían que estar a la altura de una cadena de televisión
norteamericana, pero había un montón de acentos británicos dando gracias a sus
madres por los Oscar o cantando en Broadway, y cierto público insólitamente
numeroso prendido de acentos británicos con peluca en el Masterpiece Theatre.
Acentos británicos contaban chistes sobre David Letterman y Jay Leno. Nadie
entendía los chistes pero todos respondían muy bien al acento, así que, a lo
mejor, quizá fuese el momento. Un acento británico en USIAM. Bueno, venga.
Por eso estaba
allí Tricia. Por eso el hecho de que le encantase Nueva York era una espléndida
oportunidad profesional.
Ésa no era, desde
luego, la razón oficial. Su emisora de televisión en el Reino Unido no se
habría hecho cargo del billete de avión ni de la factura del hotel para que
ella fuese a buscar trabajo a Manhattan. Y como quería un salario diez veces
superior al que ahora recibía, quizá hubiesen considerado que era ella quien
debía correr con sus propios gastos. Pero Tricia inventó una historia, encontró
un pretexto, tuvo muy callado todo lo demás y la emisora se hizo cargo del
viaje. Billete de clase turista, claro está, pero era una cara conocida y,
sonriendo, logró un asiento en preferente. Las gestiones adecuadas le
consiguieron una estupenda habitación en el Brentwood y allí estaba, pensando
qué debía hacer a continuación.
Una cosa eran los
rumores y otra establecer contacto. Tenía un par de nombres, un par de números,
pero la hicieron esperar indefinidamente un par de veces y ya estaba de nuevo
en el punto de partida. Hizo sondeos, dejó recados, pero hasta el momento no
había recibido contestación. El trabajo que había venido a hacer lo despachó en
una mañana; el trabajo imaginario que buscaba sólo brillaba tentadoramente en
un horizonte inalcanzable.
Mierda.
Tomó un taxi a la
salida del cine para volver al Brentwood. El taxi no pudo arrimarse a la acera
porque una enorme limusina ocupaba todo el espacio disponible y Tricia tuvo que
apretarse contra ella para pasar. Dejó atrás el aire fétido a cabra frita y
entró en el vestíbulo, fresco y agradable. El fino algodón de la blusa se le
pegaba como mugre a la piel. Tenía el pelo como si lo hubiera comprado en una
verbena pegado a un palito. En recepción preguntó si tenía algún recado, con la
sombría impresión de que no habría ninguno. Pero sí había.
Vaya...
Bien.
Había dado
resultado. Tenía que haber ido al cine sólo para que sonara el teléfono. No
podía quedarse sentada en la habitación de un hotel, esperando.
Se preguntó si
debía abrir el recado allí mismo. Le picaba la ropa y ansiaba quitársela y
tumbarse en la cama. Había puesto el aire acondicionado en la posición más baja
de temperatura y en la más alta de ventilador. En aquel momento, lo que más le
apetecía en el mundo era tener carne de gallina. Una ducha caliente, luego una
ducha fría y después tumbarse sobre una toalla de nuevo en la cama, para
secarse con el aire acondicionado. Luego leería el recado. Quizá más piel de
gallina. A lo mejor, toda clase de cosas.
No. Su mayor
deseo era un trabajo en la televisión norteamericana con un sueldo diez veces
superior al que ahora tenía. Lo que más deseaba en el mundo ya no era una
cuestión vital.
Se sentó en una
butaca del vestíbulo, bajo una kentia, y abrió el sobre con ventana de celofán.
«Llama, por
favor», decía el recado. «No estoy satisfecha» y daba un número. El nombre era
Gail Andrews.
Gail Andrews.
No era el nombre
que esperaba. La cogió desprevenida. Lo reconoció, pero de momento no supo por
qué. ¿Era la secretaria de Andy Martin? ¿La ayudante de Hilary Bass? Martin y
Bass eran las dos Llamadas de contacto principales que había hecho, o intentado
hacer, a la NBS. ¿Y qué significaba aquello de «No estoy satisfecha»?
¿«No estoy
satisfecha»?
Estaba
absolutamente perpleja. ¿Era Woody Allen, que trataba de ponerse en contacto
con ella con un nombre supuesto? El número llevaba el prefijo 212. Así que era
una mujer que vivía en Nueva York. Y no estaba satisfecha. Bueno, eso reducía
un poco las posibilidades, ¿no?
Volvió a
dirigirse al recepcionista.
—No entiendo este
recado que acaba de entregarme —le dijo—. Una persona que no conozco ha
intentado llamarme y asegura que no está satisfecha.
El recepcionista
examinó la nota con el ceño fruncido.
—¿Conoce a esta
persona? —inquirió.
—No —contestó
Tricia.
—Hummm —repuso el
recepcionista—. Parece que no está satisfecha por algo.
—Sí.
—Aquí hay un
nombre. Gail Andrews. ¿Conoce a alguien que se llame así?
—No.
—¿Tiene alguna
idea de por qué no está satisfecha?
—No —contestó
Tricia.
—¿Ha llamado a
ese número? Aquí hay un número.
—No. Acaba usted
de darme la nota. Solo intento recabar más información antes de llamar. Quizá
podría hablar con la persona que cogió la llamada.
—Hummm —dijo el
recepcionista, estudiando la nota atentamente. Me parece que no tenemos a nadie
que se llame Gail Andrews.
—No, me parece
muy bien —repuso Tricia—. Pero...
—Yo soy Gail
Andrews.
La voz sonó a
espaldas de Tricia. Se volvió.
—¿Cómo dice?
—Soy Gail
Andrews. Me ha entrevistado usted esta mañana.
—Ya. Pues claro,
santo cielo —dijo Tricia, un tanto aturdida.
—Hace horas que
le dejé el recado. Como no me ha llamado, he venido. No quería que se me
escapase.
—Ah, no. Desde
luego —repuso Tricia, intentando zanjar el asunto cuanto antes.
—De eso no sé
nada —anunció el recepcionista, para quien arreglar las cosas cuanto antes no
era una cuestión decisiva—. ¿Quiere que le marque ahora este número?
—No, está bien,
gracias —le contestó Tricia—. Ya me ocupo yo.
—Puedo llamar a
esta habitación, si le sirve de ayuda —sugirió el recepcionista, mirando la
nota de nuevo.
—No, no es
necesario, gracias. Ése es el número de mi habitación. El recado era para mí.
Creo que ya está arreglado.
—Pues que usted
lo pase bien —concluyó el recepcionista.
Tricia no quería
especialmente pasarlo bien. Estaba ocupada.
Tampoco quería
hablar con Gail Andrews. Era muy estricta en lo que se refería a fraternizar
con los cristianos. Sus colegas llamaban cristianos a los sujetos de sus
entrevistas, y a veces se santiguaban cuando los veían entrar inocentemente en
el estudio para enfrentarse con Tricia, sobre todo si sonreía afectuosamente
enseñando Los dientes.
Se volvió con una
sonrisa petrificada, preguntándose qué hacer.
Gail Andrews era
una mujer bien arreglada de unos cuarenta y cinco años. Llevaba ropa cara que,
si bien dentro de los cánones permitidos por el buen gusto, se situaba
claramente en el extremo más fluctuante de sus límites. Era astróloga, famosa
y, si los rumores eran ciertos, bastante influyente; según decían, no era ajena
a una serie de decisiones tomadas por el difunto presidente Hudson que iban
desde qué sabor de nata montada tomar en qué día de la semana hasta si
bombardear o no Damasco.
Tricia se había
excedido un poco al atacarla. No en la cuestión de si las historias sobre el
presidente eran ciertas, eso era agua pasada. En aquella época, Ms. Andrews
negó rotundamente que hubiese aconsejado al presidente en asuntos que no fuesen
personales, espirituales o dietéticos, lo que evidentemente no incluía el
bombardeo de Damasco. («¡Damasco no, nada personal!», clamó entonces la prensa
sensacionalista.)
No, Tricia
utilizó hábilmente un enfoque centrado en el tema general de la astrología. Ms.
Andrews no había estado completamente preparada para eso. Por otro lado, Tricia
no estaba enteramente preparada para un nuevo encuentro en el vestíbulo del
hotel. ¿Qué hacer?
—Si necesita unos
minutos, puedo esperarla en el bar —dijo Gail Andrews—. Pero me gustaría hablar
con usted, y esta noche salgo de viaje.
Más que ofendida
o furiosa, parecía un tanto inquieta por algo.
—Muy bien
—contestó Tricia—. Déme diez minutos.
Subió a su
habitación. Aparte de todo lo demás, confiaba tan poco en que el empleado de la
recepción tuviese capacidad para ocuparse de algo tan complicado como dar un
recado, que quiso asegurarse doblemente de que no tenía una nota debajo de la
puerta. No sería la primera vez que los mensajes dados en recepción y los
recibidos por debajo de la puerta fuesen completamente distintos.
No había ninguno.
Pero la señal
luminosa del teléfono destellaba, indicando que tenía un recado.
Pulsó la tecla
correspondiente y le contestó la telefonista del hotel, que le anunció:
—Tiene usted un
recado de Gary Andress.
—¿Sí? —contestó
Tricia. Era un nombre desconocido—. ¿Qué dice?
—Que no es hippy.
—¿No es qué?
—Hippy. Eso dice.
Ese individuo dice que no es hippy. Supongo que quería hacérselo saber. ¿Quiere
su número?
Cuando empezó a
dictarle el número, Tricia comprendió de pronto que el recado no era sino un
versión confusa del que acababan de darle.
—Muy bien, ya
está —dijo—. ¿Hay más recados para mí?
—¿Número de
habitación?
Tricia no
comprendía por qué la telefonista le había preguntado el número de su
habitación a aquellas alturas de la conversación, pero se lo dio de todas
formas.
—¿Nombre?
—McMillan, Tricia
McMillan. Se lo deletreó, pacientemente.
—¿No Mister
MacManus?
—No.
—No hay más
mensajes para usted.
Clic.
Tricia suspiró y
volvió a marcar.
Esta vez le dio
de entrada su nombre y el número de habitación. La telefonista no dio la menor
señal de acordarse de que habían hablado menos de diez segundos antes.
—Estaré en el bar
—explicó Tricia—. En el bar. Si tengo alguna llamada, ¿querría pasármela al
bar, por favor?
—¿Nombre?
Lo repitieron un
par de veces más hasta que Tricia tuvo la seguridad de que todo lo que podía
estar claro lo estaba dentro de lo posible.
Se duchó, se
cambió de ropa, se retocó el maquillaje con rapidez profesional y, mirando a la
cama con un suspiro, volvió a salir de la habitación.
A punto estuvo de
escabullirse y esconderse en algún sitio.
No. En realidad,
no.
Mientras esperaba
el ascensor, se miró en el espejo del pasillo. Tenía aspecto tranquilo y seguro,
y si era capaz de engañarse a sí misma, podría engañar a cualquiera.
Para zanjar la
cuestión, no tenía más remedio que ponerse desagradable con Gail Andrews. De
acuerdo, se lo había hecho pasar mal. Lo siento, pero todos estamos en ese
juego: esa clase de cosas. Ms. Andrews había aceptado la entrevista porque
acababa de publicar un libro, y salir en televisión era publicidad gratis. Pero
no había lanzamientos gratuitos. No, desechó esa argumentación.
Esto es lo que
había pasado:
La semana
anterior los astrónomos anunciaron que al fin habían descubierto un décimo
planeta, más allá de la órbita de Plutón. Hacía años que lo buscaban, guiándose
por determinadas anomalías orbitales de los planetas más lejanos, y ahora que
lo habían encontrado estaban tremendamente satisfechos y todo el mundo se
alegraba mucho, y así sucesivamente. El planeta recibió el nombre de Perséfone,
pero en seguida le llamaron Ruperto, mote derivado del loro de un astrónomo —en
torno a esto había una historia aburrida y sensiblera—, y todo era maravilloso
y encantador.
Por diversas
razones, Tricia había seguido la historia con sumo interés.
Entonces, cuando
intentaba encontrar una buena justificación para viajar a Nueva York a expensas
de su compañía de televisión, leyó por casualidad una reseña periodística sobre
Gail Andrews y su nuevo libro, Tú y tus planetas.
Gail Andrews no
era exactamente un nombre conocido, pero en cuanto se mencionaba el presidente
Hudson, nata montada y la amputación de Damasco (el mundo había avanzado desde los
ataques quirúrgicos; en realidad, el nombre oficial había sido «Damascectomía»,
que significaba «extirpación» de Damasco), todo el mundo recordaba quién era.
Tricia vio en
ello una idea interesante y se apresuró a convencer a su productor.
Desde luego, la
idea de que unos peñascos gigantescos que giraban en el espacio estuvieran al
corriente de algún aspecto desconocido del destino personal debía quedar
bastante en entredicho por el hecho de que repente apareciese por ahí un nuevo
montón de piedras cuya existencia se ignoraba hasta entonces.
Debía invalidar
algunos cálculos, ¿no?
¿Qué pasaba con
todas aquellas cartas astrales, movimientos planetarios y demás? Todos sabíamos
(claro está) qué ocurría cuando Neptuno estaba en Virgo y esas cosas, pero ¿qué
ocurría cuando el ascendiente estaba en Ruperto? ¿Tendría que reconsiderarse
toda la astrología? ¿No sería una buena ocasión para reconocer que no era sino
un montón de bazofia para cerdos y dedicarse en cambio a la cría de esos
animales, cuyos principios tenían cierta especie de fundamento racional? Si se
hubiera conocido tres años antes la existencia de Ruperto, ¿habría degustado el
presidente Hudson el sabor a moras los jueves en lugar de los viernes?
¿Seguiría Damasco en pie? Esa clase de cosas.
Gail Andrews se
lo había tomado relativamente bien. Empezó a recuperarse del asalto inicial
cuando cometió un error bastante grave: intentó librarse de Tricia hablando
alegremente de arcos diurnos, de ascensiones completas y de los aspectos más
abstrusos de la trigonometría tridimensional.
Descubrió pasmada
que todo lo que le había largado a Tricia le venía de vuelta a mayor velocidad
de la que ella era capaz de asimilar. Nadie había advertido a Gail que, para
Tricia, ser una estrella de televisión constituía su segunda actividad en la
vida. Tras el carmín Chanel, la coupe sauvage y las lentes de contacto azul
claro había un cerebro que había logrado por sí solo, en una fase anterior y
abandonada de su vida, una licenciatura cum laude en matemáticas y un doctorado
en astrofísica.
Al entrar en el
ascensor, Tricia, con cierta aprensión, se dio cuenta de que se había dejado el
bolso en la habitación y dudó en volver por él. No. Probablemente estaba más
seguro allí y no necesitaba nada en especial. Dejó qué la puerta se cerrase
tras ella.
Además, pensó con
un profundo suspiro, si algo había aprendido en la vida era esto: Nunca vuelvas
por el bolso.
Al iniciar el
descenso, contempló con atención el techo del ascensor. Quien no conociese bien
a Tricia McMillan habría pensado que ésa era exactamente la manera como a veces
se levantan los ojos cuando se intenta contener las lágrimas. Pero estaba
observando la minúscula cámara de seguridad montada en una esquina.
Un momento
después salió del ascensor y, a paso bastante vivo, se dirigió de nuevo al
mostrador de recepción.
—Bueno, voy a
escribirlo —anunció— porque no quiero que haya ninguna confusión.
Escribió su
nombre con letras mayúsculas, su número de habitación y «EN EL BAR», y tendió
el papel al recepcionista, que lo examinó.
—Por si acaso hay
algún mensaje para mí. ¿De acuerdo? El recepcionista siguió mirando la nota.
—¿Quiere que vea
si está en su habitación? —preguntó.
Dos minutos
después cruzó la puerta giratoria del bar y se sentó junto a Gail Andrews, que
estaba en la barra frente a una copa de vino blanco.
—Tenía la
impresión de que era usted de las personas que prefieren sentarse en la barra
en vez de discretamente a una mesa —le dijo.
Era cierto, y
pilló a Tricia un poco de sorpresa.
—¿Vodka? —sugirió
Gail.
—Sí —convino
Tricia, recelosa. Apenas pudo reprimir la pregunta: «¿Cómo lo sabe?» Pero Gail
se lo dijo de todos modos.
—He preguntado al
barman —le explicó con una amable sonrisa.
El barman ya le
tenía preparado el vodka y, con un elegante movimiento, lo deslizó por la
reluciente caoba.
—Gracias —dijo
Tricia, removiendo bruscamente la copa.
No sabía cómo
interpretar aquella repentina amabilidad, y decidió no dejarse confundir por
ella. En Nueva York, la gente no era amable sin razón.
—Ms. Andrews
—dijo en tono firme—. Lamento que no esté satisfecha. Probablemente pensará que
esta mañana he sido un poco dura con usted, pero al fin y al cabo la astrología
no es más que un pasatiempo popular, lo que está muy bien. Forma parte de la
industria del espectáculo, le ha reportado a usted buenos beneficios, y eso es
todo. Es divertido. Pero no es una ciencia, y no debemos confundir las cosas.
Creo que eso es lo que hemos demostrado perfectamente esta mañana, al tiempo
que entreteníamos al público, cosa con la que ambas nos ganamos la vida. Siento
que no le haya parecido bien.
—Yo estoy
completamente satisfecha —aseguró Gail Andrews.
—Ah —repuso
Tricia, no del todo segura de cómo interpretar aquello—. En su recado decía que
no estaba satisfecha.
—No. En mi
mensaje decía que, en mi opinión, usted no estaba satisfecha y me preguntaba
por qué.
Tricia tuvo la
impresión de que le daban una patada en la nuca. Parpadeó.
—¿Cómo? —inquirió
con voz queda.
—Tenía algo que
ver con los astros. En nuestra discusión parecía usted muy enfadada e
insatisfecha por algo relacionado con los astros y los planetas, y me quedé
preocupada. Por eso he venido a ver si se encontraba bien.
—Ms. Andrews
—empezó a decir Tricia, sin apartar los ojos de ella, pero se dio cuenta de
que, por el tono que acababa de emplear, parecía precisamente enfadada e
insatisfecha y eso debilitaba bastante la protesta que trataba de manifestar.
—Llámeme Gail,
por favor, si le parece bien.
Tricia se quedó
perpleja.
—Ya sé que la
astrología no es una ciencia —prosiguió Gail—. Claro que no. No es más que un
conjunto arbitrario de normas como el ajedrez, el tenis o ¿cómo se llama ese
extraño juego que practican ustedes en Gran Bretaña?
—Humm... ¿El
críquet? ¿El desprecio de sí mismo?
—La democracia
parlamentaria. Las normas por las que se rige, más o menos. No tienen sentido
alguno salvo por sí mismas. Pero cuando esas normas se aplican, se desencadena
toda clase de procesos y se empieza a descubrir toda clase de cosas sobre la
gente. Resulta que en la astrología las normas se aplican a los astros y los
planetas, pero las consecuencias serían las mismas si se refiriesen a los patos
y los ánades. No es más que una forma de meditar que permite poner al
descubierto la estructura de un problema. Cuanto más normas haya, cuanto más
reducidas y arbitrarias sean, mejor. Es como arrojar un puñado de polvo de
grafito sobre un papel para ver dónde están las marcas del lápiz. Permite ver
las palabras escritas en el papel que estaba encima. El grafito no tiene
importancia. Sólo es el medio de revelar las marcas. Así que ya ve, la
astrología no tiene nada que ver con la astronomía. Sólo con personas que
meditan sobre otras personas.
»De modo que,
cuando esta mañana enfocó usted de forma tan emocional el tema de los astros y
los planetas, empecé a pensar: en realidad no le molesta la astrología, está
furiosa e insatisfecha precisamente con los astros y los planetas. Normalmente,
las personas sólo se sienten tan furiosas e insatisfechas cuando han perdido
algo. Eso es lo único que se me ocurrió, y no pude encontrar otra explicación.
Así que vine a ver si se encontraba bien.
Tricia se quedó
pasmada.
Una parte de su
mente ya había empezado a elaborar toda clase de argumentos. Preparaba todas
las refutaciones posibles sobre la ridiculez de los horóscopos publicados en la
prensa y los trucos estadísticos que presentaban a los lectores. Pero esa
actividad se fue apagando paulatinamente al comprender que el resto de su mente
no le hacía caso. Estaba absolutamente perpleja.
Acababa de
escuchar, por boca de una completa desconocida, algo que había mantenido en
secreto durante diecisiete anos.
Se volvió a mirar
a Gail.
—Yo...
Se interrumpió.
Detrás de la
barra, una diminuta cámara de seguridad se había desplazado para seguir sus
movimientos. Eso la despistó completamente. La mayoría de la gente no habría
reparado en ello. No estaba pensado para que lo notaran. No se pretendía dar a
entender que, hoy día, ni siquiera un hotel caro y elegante de Nueva York podía
estar seguro de que sus clientes no iban a sacar de pronto una pistola o no
llevar corbata. Pero por cuidadosamente oculta que estuviera tras la botella de
vodka, no podía engañar al finísimo instinto de una presentadora de televisión,
acostumbrado a saber exactamente en qué momento se movía la cámara para enfocarla.
—¿Ocurre algo?
—preguntó Gail.
—No, yo... tengo
que confesar que me ha dejado bastante perpleja —contestó Tricia. Decidió no
hacer caso de la cámara de seguridad. No eran más que imaginaciones suyas,
debido a que aquel día ya tenía demasiada televisión en la cabeza. No era la
primera vez que le pasaba. Estaba convencida de que una cámara de control de
tráfico se volvió para seguirla cuando pasó frente a ella, y en los almacenes
Bloomingdale una cámara de seguridad pareció tener especial interés en vigilarla
mientras se probaba unos sombreros. Era evidente que se estaba volviendo
chalada. Incluso llegó a imaginar que un pájaro la observaba con particular
atención en Central Park.
Decidió
quitárselo de la cabeza y dio un sorbo al vodka.
Alguien recorría el
bar preguntando por Mister MacManus.
—Muy bien —dijo
Tricia, soltándolo de pronto—. No sé cómo lo ha descubierto, pero yo...
—No lo he
descubierto, como usted dice. Me he limitado a escucharla.
—Me parece que me
he perdido una vida completamente distinta.
—Eso le pasa a
todo el mundo. A cada momento del día. Cada decisión, cada aliento que tomamos,
abre unas puertas y cierra otras muchas. La mayoría de las veces no lo notamos.
Pero otras sí. Parece que usted ha caído en la cuenta.
—Sí, claro que
sí. Perfectamente. Se lo voy a contar. Es muy sencillo. Hace muchos años conocí
a un chico en una fiesta. Dijo que era de otro planeta y me invitó a irme con
él. Le contesté que muy bien, de acuerdo. Era esa clase de fiesta. Le dije que
me esperase mientras iba por el bolso y que me gustaría marcharme con él a otro
planeta. Me aseguró que no necesitaría el bolso. Repuse que estaba claro que
venía de un planeta muy atrasado, pues de otro modo sabría que una mujer
siempre necesita llevar consigo el bolso. Se impacientó un poco, pero yo no
estaba dispuesta a ser presa fácil sólo porque dijese que era de otro planeta.
»Subí al primer
piso. Tardé un rato en encontrar el bolso y luego estaba ocupado el cuarto de
baño. Cuando bajé, él ya no estaba.
Hizo una pausa.
—¿Y...? —dijo
Gail.
—La puerta del
jardín estaba abierta. Salí a la calle. Había luces. Un objeto destellante.
Llegué justo a tiempo de ver cómo se elevaba en el aire para luego desaparecer
a toda velocidad entre las nubes. Eso fue todo. Fin de la historia. Fin de una
vida y comienzo de otra. Pero apenas pasa un momento de esta vida sin que me
pregunte por mi otro yo. Un yo que no hubiese vuelto por el bolso. Tengo la
impresión de que ese otro yo anda por ahí, en alguna parte, y yo soy su sombra.
Un miembro del
personal del hotel recorría ahora el bar preguntando por Mister Miller. Nadie
se llamaba así.
—¿Cree
verdaderamente que esa... persona era de otro planeta? —preguntó Gail.
—Sí, desde luego.
Estaba la nave espacial. Ah, y además tenía dos cabezas.
—¿Dos? Y nadie
más se dio cuenta?
—Era uña fiesta
de disfraces.
—Ya entiendo...
—Llevaba encima
una jaula de pájaro, claro está. Cubierta con un paño. Decía que tenía un loro.
Daba golpecitos en la jaula y salían graznidos y un montón de estúpidos «Lorito
bonito» y esas cosas. Luego retiró el paño un momento y soltó una estruendoso
carcajada. Había otra cabeza que reía al tiempo que él. Le aseguro que fue un
momento preocupante.
—Creo que quizá
hizo usted lo que debía, ¿no le parece, querida?
—No —aseguró
Tricia—. No hice lo que debía. Ni tampoco pude seguir haciendo lo que hacía.
Era astrofísica, sabe usted. No se puede ser una buena astrofísica si no se
conoce realmente a alguien de otro planeta con dos cabezas y una de ellas finge
que es un loro. Simplemente, no se puede. Al menos yo no pude.
—Comprendo que le
resultara duro. Y probablemente es por eso por lo que usted tiende a ser un
poco dura con otras personas que hablan de cosas que parecen completamente
absurdas.
—Sí —convino
Tricia—. Supongo que tiene razón. Lo siento.
—No tiene
importancia.
—A propósito, es
usted la primera persona a quien cuento esto.
—Me pregunto si
es usted casada.
—Pues no. Hoy
resulta difícil adivinarlo, ¿verdad? Pero hace bien en preguntar, porque ésa
fue probablemente la razón. He estado a punto más de una vez, sobre todo porque
quería tener un niño. Pero todos los chicos acababan preguntando por qué no les
quitaba la vista del hombro. ¿Qué podía decirles? Una vez hasta pensé en
dirigirme a un banco de esperma y conformarme con lo que viniese. Tener un hijo
de un desconocido, al azar.
—¿En serio? No
sería capaz de hacer eso, ¿verdad?
—Probablemente no
—dijo Tricia, riendo—. No llegué a ir, así que no lo averigüé. No lo hice. La
historia de mi vida. jamás he llegado a hacer nada en serio. Por eso trabajo en
televisión, supongo. Ahí no hay nada serio.
—Disculpe,
señora. ¿Es usted Tricia McMillan?
Tricia se volvió,
sorprendida. Era un hombre con gorra de chofer.
—Sí —contestó,
volviéndose a tranquilizar de inmediato.
—Hace una hora
que la estoy buscando, señora. En el hotel me dijeron que no conocían a nadie
con ese nombre, pero lo comprobé otra vez con la oficina de Mister Martin y,
sin ningún género de duda, me aseguraron que era aquí donde se alojaba usted.
De modo que volví a preguntar, y cuando me repitieron que no la conocían hice
que la buscara un botones de todos modos, pero no la encontraron. Así que pedí
a la oficina que me enviaran por el FAX del coche una fotografía suya para
echar un vistazo personalmente.
Miró su reloj.
—Quizá ya sea un
poco tarde, pero ¿quiere venir de todos modos?
Tricia se quedó
pasmada.
—¿Mister Martin?
Se refiere a Andy Martin, de la NBS?
—Exactamente,
señora. Prueba de pantalla para USIAM.
Tricia bajó
disparada del asiento. Ni quería pensar en todos los recados que había oído
para Mister MacManus y Mister Miller.
—Pero tenemos que
apresurarnos —advirtió el chofer—. He oído que Mister Martin es partidario de
probar un acento británico. En la emisora, su jefe está absolutamente en contra
de la idea. Es Mister Zwingler, y resulta que sé que toma el avión para la
costa esta tarde, porque yo soy el que tiene que recogerlo para llevarlo al
aeropuerto.
—Muy bien —dijo
Tricia—. Estoy lista. Vamos.
—Perfectamente,
señora. Es la gran limusina estacionada frente a la entrada.
—Lo siento —dijo
Tricia, volviéndose a Gail.
—¡Vaya! ¡Vaya
usted! —repuso la astrólogo—. Y buena suerte. Me alegro de haberla conocido.
Tricia hizo
ademán de coger el bolso para sacar dinero.
—Maldita sea
—exclamó. Se lo había dejado arriba.
—Yo pago las
copas —insistió Gail—. De veras. Ha sido muy interesante.
Tricia suspiró.
—Mire, siento de
verdad lo de esta mañana y...
—No diga una
palabra más. No es más que astrología. Es inofensiva. No se acaba el mundo por
eso.
—Gracias —dijo
Tricia, abrazándola en un impulso.
—¿Lo lleva todo?
—inquirió el chofer—. ¿No quiere recoger el bolso ni nada?
—Si hay algo que
he aprendido en la vida —repuso Tricia—, es a no volver por el bolso.
Poco más de una
hora después, Tricia se sentó en una de las camas gemelas de la habitación del
hotel. Estuvo unos minutos sin moverse, mirando fijamente el bolso, que
reposaba inocentemente encima de la otra cama.
En la mano tenía
una nota de Gail Andrews, que decía: «No se sienta demasiado decepcionada.
Llámeme si quiere hablar de ello. Yo que usted, no saldría de la habitación
hasta mañana por la noche. Descanse un poco. Pero no me tome en serio y no se
preocupe. No es más que astrología. No el fin del mundo. Gail.»
El chofer había
estado completamente en lo cierto. En realidad parecía saber más de lo que
ocurría en el interior de la NBS que cualquier otra persona con quien hubiese
hablado en la organización. Martin se había mostrado favorable. Zwingler, no,
le hicieron una toma para demostrar que Martin tenía razón y echó a perder la
oportunidad.
Qué lástima. Qué
lástima, qué lástima, qué lástima.
Hora de volver a
casa. Hora de llamar a las líneas aéreas y ver si aún podía coger el avión de
la noche para Heathrow. Cogió la enorme guía telefónica.
Bueno, lo primero
es lo primero.
Volvió a dejar la
guía, cogió el bolso y se dirigió al baño. Sacó del bolso la cajita de plástico
en que guardaba las lentes de contacto, sin las cuales había sido incapaz
siquiera de leer debidamente el guión ni de saber cuándo tenía que empezar a
hablar.
Mientras se
aplicaba en los ojos las diminutas concavidades de plástico, pensó que si había
aprendido una cosa en la vida era que hay veces que no se debe volver por el
bolso y otras que sí conviene. Sólo le quedaba aprender a distinguir ambas
situaciones.
3
En eso que en
broma llamamos el pasado, la Guía del autoestopista galáctico tenía mucho que
decir sobre el tema de los universos paralelos. No obstante, muy pocos aspectos
de la cuestión resultan comprensibles para quien esté por debajo del nivel de
Dios Avanzado, y como ya está perfectamente demostrado que todos los dioses
conocidos cobraron existencia unas tres millonésimas de segundo después del
inicio del universo y no la semana anterior, como ellos mismos solían afirmar,
ahora, tal como están las cosas, tienen mucho que explicar y, por consiguiente,
de momento no están en condiciones de comentar asuntos de física profunda.
Una cosa
alentadora que la Guía tiene que decir con respecto a los universos paralelos
es que no hay ni la más remota posibilidad de comprenderlos. En consecuencia,
puede decirse «¿Qué?» y «¿Eh?», incluso quedarse bizco y ponerse a hablar por
los codos sin temor a quedar en ridículo.
Lo primero que
hay que entender de los universos paralelos, dice la Guía, es que no son
paralelos.
También es
importante comprender que, estrictamente hablando, tampoco son universos, pero
eso resulta más fácil si se trata de entenderlo un poco después, cuando se haya
comprendido que todo lo que se ha entendido hasta ese momento no es cierto.
Y no son universos
debido a que todo universo dado no es realmente una cosa en sí, sino una forma
de enfocar lo que técnicamente se conoce como TCRG, o Toda Clase de Revoltijo
General, que tampoco existe realmente, sino que es la suma total de todas las
diversas formas de enfocarlo en caso de que tuviese una existencia real.
Y no son
paralelos por la misma razón por la que el mar no es paralelo. No significa
nada. Puede dividirse el Toda Clase de Revoltijo General en las partes que se
quiera y, en general, se obtendrá algo que alguien llamará hogar.
Por favor, no
tenga reparos en ponerse a hablar por los codos ahora mismo.
La Tierra que
ahora nos ocupa, a causa de su particular orientación en el Toda Clase de
Revoltijo General, fue alcanzada por un neutrino del que se salvaron las demás
Tierras.
Ser alcanzado por
un neutrino no significa gran cosa.
En realidad,
resulta difícil pensar en nada más pequeño con lo que pueda justificarse la
esperanza de ser alcanzado. Y no es que el ser alcanzado por neutrinos fuese un
acontecimiento especialmente insólito en algo del tamaño de la Tierra. Todo lo
contrario. No pasaría un insólito nanosegundo sin que la Tierra fuese alcanzada
por varios billones de neutrinos de paso.
Todo depende del
sentido que se dé a «alcanzado», claro está, puesto que como materia equivale
prácticamente a nada. Las posibilidades de que un neutrino llegue a alcanzar
algo en su recorrido por todo el bostezante vacío son aproximadamente
semejantes a la de arrojar un cojinete de bolas al azar desde un 747 en pleno
vuelo y acertar, pongamos, a un sandwich de huevo.
Sea como fuere,
aquel neutrino alcanzó algo. Nada tremendamente importante en la escala de las
cosas, podría decirse. Pero el problema de afirmar algo así es que hay que
ponerse bizco y hablar escupiendo a la gente. Siempre que llega a ocurrir
verdaderamente algo en alguna parte de algo tan complicado como el Universo,
Kevin sabe en qué acabará todo, en donde «Kevin» es cualquier sujeto aleatorio
que no sabe nada de nada.
Aquel neutrino
chocó con un átomo.
El átomo formaba
parte de una molécula. La molécula formaba parte de un ácido nucleico. El ácido
nucleico formaba parte de un gen. El gen formaba parte de una receta genética
para crecer..., y así sucesivamente. El resultado fue que a una planta le acabó
creciendo una hoja de más. En Essex. O lo que, tras un montón de absurdas
discusiones y problemas de carácter geológico, llegaría a ser Essex.
Esa planta era un
trébol. Extendió su influencia o, mejor dicho, su semilla, alrededor de forma
sumamente rápida y eficaz y se convirtió en el tipo de trébol predominante en
el mundo. La exacta relación causal entre ese minúsculo azar biológico y otras
cuantas variaciones menores que existen en esa parte del Toda Clase de
Revoltijo General —como la de que Tricia McMillan no se marchara con Zaphod
Beeblebrox, las ventas anormalmente bajas de helado con sabor a nuez tropical y
el hecho de que la Tierra en que ocurría todo esto no fuese demolida por los
vogones para construir en su lugar una nueva desviación hiperespacial— está
actualmente clasificada con el número 4.763.984.132 en la lista de prioridades
del programa de investigación de lo que antiguamente fue la Sección de Historia
de la Universidad de Maximégalon, y ahora parece que ninguno de los que se
congregan para la oración al borde de la piscina considera urgente el problema.
4
Tricia empezó a
creer que el mundo conspiraba contra ella. Comprendía que era una forma de
pensar absolutamente normal después de un vuelo nocturno en dirección Este,
cuando de pronto uno se encuentra ante otra jornada entera, plagada de oscuras
amenazas, para la cual no se está preparado en lo más mínimo. Pero aun así.
Había marcas en
su jardín.
En realidad no le
importaban mucho las marcas en el jardín. En lo que a ella se refería, podían
largarse a hacer gárgaras. Era sábado por la mañana. Acababa de volver de Nueva
York y estaba cansada, de mal humor y paranoica, y lo único que quería era irse
a la cama con la radio encendida y el volumen bajo para irse quedando dormida
mientras Ned Sherrin decía cosas tremendamente inteligentes sobre cualquier
tema.
Pero Eric
Bartlett no iba a consentir que se quedara sin hacer una completa inspección de
las marcas. Eric era el viejo jardinero que venía del pueblo todos los sábados
por la mañana para hurgar con un palo por el jardín. No creía en la gente que
venía de Nueva York a primera hora de la mañana. No lo aprobaba. Era algo
contra natura. Pero creía prácticamente en todo lo demás.
—Seres del
espacio, probablemente —sentenció inclinándose para tantear con el palo los
bordes de las pequeñas hendiduras—. Estos días se habla mucho de alienígenas.
Serán ellos, supongo.
—Ah, ¿sí? —repuso
Tricia, mirando furtivamente su reloj. Diez minutos, calculó. Sería capaz de
seguir en pie diez minutos. Luego se desplomaría, simplemente, ya estuviera en
su cuarto o allí, en el jardín. Y eso si sólo tenía que estar de pie. Si además
debía asentir con aire inteligente y decir «Ah, ¿sí?» de cuando en cuando, el
plazo podía reducirse a cinco.
—Pues claro
—continuó Eric—. Bajan por aquí, aterrizan en tu jardín y luego se largan, a
veces con tu gato. El gato de mistress Williams, la de la oficina de correos,
ya sabe, esa pelirroja, fue secuestrado por extraterrestres. Claro que al día
siguiente lo trajeron de vuelta, pero estaba de un humor muy raro. Por la
mañana no hacía más que dar vueltas por ahí y luego se pasaba la tarde
durmiendo. Lo curioso es que antes era al revés. Dormía por la mañana y
zancadilleaba por la tarde. Iba atrasado, ¿comprende?, por el viaje en una nave
interplanetaria.
—Comprendo.
—Lo tiñeron de
atigrado, dice ella. Éstas son exactamente la clase de marcas que probablemente
dejarían las patas articuladas de su tren de aterrizaje.
—¿Y no pueden ser
de la cortacésped? —insinuó Tricia.
—Si fuesen más
redondas, diría que sí, pero éstas se abren hacia fuera, ¿no ve? Una forma
absolutamente más espacial.
—Es que usted
mencionó que la cortacésped estaba dando la lata y había que arreglarla o
empezaría a hacer hoyos en la hierba.
—Sí que lo dije,
miss Tricia, y lo mantengo. No descarto totalmente la cortacésped, sólo digo lo
que me parece más probable, vista la forma de los agujeros. Vienen por encima
de esos árboles, ¿comprende?, con las patas articuladas del tren de
aterrizaje...
—Eric... —dijo
Tricia, pacientemente.
—Pero le diré lo
que voy a hacer, miss Tricia —anunció Eric—. Echaré un vistazo a la
cortacésped, tal como tuve intención de hacer la semana pasada, y la dejaré
tranquila para que haga lo que guste.
—Gracias, Eric.
En realidad me voy a acostar. Sírvase lo que quiera en la cocina.
—Gracias, miss
Tricia, y buena suerte.
Eric se agachó y
cogió algo del césped.
—Mire —dijo—. Un
trébol de tres hojas. Da buena suerte, ¿ve?
Lo examinó con
atención para asegurarse de que efectivamente se trataba de un trébol de tres
hojas y no uno ordinario de cuatro al que se le hubiese caído una.
—Pero en su
lugar, yo estaría atento a ver si hay señales de alienígenas por esta zona
—prosiguió Eric, escudriñando sagazmente el horizonte—. Sobre todo por ahí, en
la dirección de Henley.
—Gracias, Eric
—repitió Tricia—. Lo haré.
Se acostó y soñó
a intervalos con loros y otras aves. Por la tarde se levantó y se puso a dar
vueltas por la casa, inquieta, insegura sobre qué hacer el resto del día, o
incluso el resto de su vida. Presa de incertidumbre, tardó al menos una hora en
decidir si iba al pueblo a pasar la velada en Stravro's, que por entonces era
el local de moda de los profesionales más encopetados de los medios de
comunicación y ver a algunos amigos que la ayudasen a recuperar la normalidad.
Al fin decidió ir. No estaba mal. Era divertido. Apreciaba mucho a Stavro, un
griego de padre alemán, combinación bastante extraña. Un par de noches antes
Tricia había estado en el Alpha, que era el club original de Stavro en Nueva
York y que ahora llevaba su hermano Karl, quien se consideraba alemán de madre
griega. Stavro se pondría muy contento al saber que su hermano no daba una
dirigiendo el club de Nueva York, así que Tricia le daría una alegría... Entre
Stavro y Karl Mueller la antipatía era mutua.
Luego pasó otra
hora de incertidumbre, sin saber qué ponerse. Finalmente se decidió por un
elegante vestidito negro que había comprado en Nueva York. Telefoneó a un amigo
para saber con quién podría encontrarse en el club, y se enteró de que aquella
noche estaba cerrado al público porque se celebraba un festejo de bodas.
Pensó que el
tratar de vivir con arreglo a un plan trazado de antemano era como ir al
supermercado a comprar los ingredientes justos para una receta de cocina. Se coge
uno de esos carritos que no avanzan en la dirección en que se les empuja y se
acaba adquiriendo cosas completamente diferentes. ¿Qué hacer con ellas? ¿Qué
hacer con la receta? Ni idea.
De todas formas,
aquella noche aterrizó en su jardín una nave espacial.
5
La vio venir por
la dirección de Henley, al principio con leve curiosidad, preguntándose qué
eran aquellas luces. Como no vivía a un millón de kilómetros de Heathrow,
estaba acostumbrada a ver luces en el cielo. Normalmente no a hora tan avanzada
de la noche, ni tan bajo, y eso le extrañó un poco.
Cuando lo que
fuese empezó a acercarse cada vez más, su curiosidad se tornó en estupefacción.
«Hummm», pensó, y
en eso consistió más o menos todo su razonamiento. Aún estaba aletargada y con
la sensación del desfase horario, por lo que los mensajes que una parte de su
cerebro se dedicaba a enviar a la otra no llegaban necesariamente en el momento
justo ni en la forma adecuada. Salió de la cocina, donde se había preparado un
café, y fue a abrir la puerta trasera que daba al jardín. Aspiró profundamente
el fresco aire de la noche y alzó la cabeza.
A unos treinta
metros por encima del césped había un objeto aproximadamente del tamaño de una
amplia furgoneta de recreo.
Era de verdad.
Estaba allí, suspendido. Casi sin ruido.
Algo se removió
en el fuero interno de Tricia.
Dejó caer los
brazos a los costados, despacio. Apenas notó el café candente que se le
derramaba en el pie. Casi no respiraba mientras la nave descendía poco a poco,
centímetro a centímetro. Sus luces se desplazaban suavemente por el suelo, como
tanteándolo, sintiéndolo. Se detuvieron en él.
No podía esperar
que se le volviera a presentar otra oportunidad. ¿Es que él la estaba buscando?
¿Había vuelto? La nave siguió descendiendo hasta posarse finalmente en el
césped. No era como la que tantos años antes había visto despegar, pensó, pero
en el cielo nocturno era difícil que unas luces destellantes cobraran formas
bien definidas.
Silencio.
Luego, un clic y
un hum.
Después, otro
clic y otro hum. Clic, hum; clic, hum.
Se abrió una
puerta suavemente, derramando luz por el césped, hacia ella.
Esperó,
temblando.
Apareció una
silueta recortada en la luz, luego otra, y otra.
Ojos grandes que
la miraban parpadeando, despacio. Manos que se elevaban lentamente, saludándola.
—¿McMillan? —dijo
al fin una extraña y tenue voz, articulando las sílabas con dificultad—.
¿Tricia McMillan? ¿Ms Tricia McMillan?
—Sí —contestó
Tricia, casi sin voz.
—La hemos estado
vigilando.
—¿V...,
vigilando? ¿A mí?
—Sí.
La miraron de
arriba abajo durante unos momentos, moviendo muy despacio los grandes ojos.
—Parece más baja
al natural —dijo al fin uno de ellos.
—¿Cómo? —inquirió
Tricia.
—Sí.
—No... no
entiendo —confesó Tricia. No lo esperaba, claro está, pero, en primer lugar,
incluso para ser algo inesperado no iba de la forma que podía esperarse—.
¿Vienen..., es de parte... de Zaphod?
La pregunta
pareció causar cierta consternación entre las tres siluetas. Conferenciaron en
una especie de lenguaje saltarín propio de ellos y luego se dirigieron de nuevo
a ella.
—Creemos que no
—dijo uno—. Al menos que nosotros sepamos.
—¿Dónde está
Zaphod? —preguntó otro, alzando la cabeza al oscuro cielo.
—Pues... no sé
—contestó Tricia con aire de impotencia.
—¿Está lejos de
aquí, ¿En qué dirección? No lo conocemos.
Con el corazón
encogido, Tricia comprendió que no tenían ni idea de a quién se refería. Ni
siquiera de lo que estaba hablando. Y ella no tenía ni idea de lo que hablaban
ellos. Puso resueltamente a un lado sus esperanzas al tiempo que volvía a poner
en marcha las ideas. Decepcionarse no tenía sentido. Había que despabilarse,
porque tenía delante la primicia periodística del siglo. ¿Qué debía hacer?
¿Entrar en casa y coger la cámara de video? ¿Y si se habían marchado cuando
volviera? Se encontraba absolutamente perpleja sobre la estrategia que debía
adoptar. Hacer que sigan hablando, pensó. Ya se me ocurrirá algo.
—¿Me han estado
vigilando... a mí?
—A todos. Todo el
planeta. Televisión. Radio. Telecomunicaciones. Ordenadores. Circuitos de
video. Almacenes.
—¿Qué?
—Estacionamientos.
Todo. Lo vigilamos todo.
Tricia los miró
de hito en hito.
—Eso debe ser muy
aburrido, ¿no? —dijo bruscamente.
—Sí.
—Entonces, ¿por
qué...?
—Menos...
—¿Sí? ¿Menos qué?
—Menos los
concursos de televisión. Nos gustan mucho.
Hubo un silencio
tremendamente largo mientras Tricia observaba a los extraterrestres y ellos le
devolvían la mirada.
—Quisiera entrar
en casa a coger algo —dijo Tricia con mucha parsimonia—. Les propongo una cosa.
¿A alguno de ustedes le gustaría pasar a echar una mirada?
—¡Muchísimo!
—contestaron todos, entusiasmados.
Se quedaron los
tres en el salón, un tanto cohibidos, mientras ella se apresuraba a coger una
cámara de video, una cámara de treinta y cinco milímetros, un magnetófono,
cualquier aparato grabador al que pudo echar mano. Los seres del espacio eran
delgados y, expuestos a la luz casera, de un apagado color verde púrpura.
—Sólo tardaré un
momentito, en serio, chicos —dijo Tricia mientras hurgaba en los cajones en
busca de cintas y películas de repuesto.
Los seres del
espacio miraban las estanterías donde guardaba sus CD y sus viejos discos. Uno
de ellos dio a otro un ligero codazo.
—Mira —dijo—.
Elvis.
Tricia se
inmovilizó y volvió a mirarlos con fijeza.
—¿Les gusta
Elvis? —preguntó.
—Sí.
—¿Elvis Presley?
—Sí.
Pasmada, sacudió
la cabeza mientras trataba de poner una cinta nueva en la cámara de video.
—Algunos de
ustedes —comentó sin mucha decisión uno de los visitantes— creen que Elvis fue
secuestrado por seres del espacio.
—¿Cómo? —inquirió
Tricia.
—¿Y es verdad?
—Puede ser.
—¿Quieren decir
que ustedes han secuestrado a Elvis? —jadeó Tricia. Trataba de mantenerse lo
más tranquila posible para no hacerse un lío con los aparatos, pero aquello
casi era demasiado para ella.
—No. Nosotros no
—dijeron sus invitados—. Seres del espacio. Es una posibilidad muy interesante.
A menudo hablamos de ello.
—No tengo que
alzarla —murmuró Tricia para sí. Comprobó la cámara de video: estaba
convenientemente cargada y funcionando. Los enfocó. No se la llevó a la cara
porque no quería asustarlos. Pero tenía la experiencia suficiente para no
fallar desde la cadera.
—Muy bien. Ahora
díganme tranquilamente y despacito quiénes son. Usted primero —dijo al de la
izquierda—. ¿Cómo se llama?
—No lo sé.
—No lo sabe.
—No.
—Bueno. ¿Y
ustedes dos?
—No sabemos.
—Bien. Vale. A lo
mejor pueden decirme de dónde son.
Sacudieron la
cabeza.
—¿Que no saben de
dónde son?
Volvieron a negar
con la cabeza.
—Entonces, ¿qué
hacen... humm...?
Estaba perdiendo
el hilo, pero como era una profesional, mientras lo perdía no dejaba de
mantener firme la cámara.
—Estamos en una
misión —dijo uno de los seres del espacio.
—¿Una misión?
¿Qué clase de misión?
—No lo sabemos.
Siguió sujetando
la cámara con firmeza.
—Entonces, ¿qué
están haciendo en la Tierra?
—Hemos venido a
buscarla.
Firme, firme como
una roca. Igual podía estar sobre un trípode, en realidad, se preguntó si debía
utilizarlo. Se lo preguntó porque tardó unos momentos en digerir lo que
acababan de decirle. No, pensó, dirigiéndola con la mano tenía más
flexibilidad. También pensó: «Socorro, ¿qué voy a hacer?»
—¿Por qué han
venido a buscarme? —preguntó con calma.
—Porque hemos
perdido la cabeza.
—Discúlpenme
—dijo Tricia—. Tengo que ir por un trípode.
Parecían bastante
complacidos de quedarse allí sin hacer nada mientras Tricia buscaba rápidamente
un trípode y montaba la cámara. No cambiaba en absoluto de expresión, pero no
tenía la menor idea de qué pasaba y no sabía qué pensar.
—Muy bien
—prosiguió cuando lo tuvo todo preparado—. ¿Por qué...?
—Nos gustó su
entrevista con la astrólogo.
—¿La vieron?
—Lo vemos todo.
La astrología nos interesa mucho. Nos gusta. Es muy interesante. No todo lo es.
La astrología, sí. Lo que nos dicen los astros. Lo que predicen. Nos convendría
cierta información al respecto.
—Pero...
Tricia no sabía
por dónde empezar.
«Reconócelo»,
pensó, «no tiene sentido buscarle las vueltas a esto.»
Así que dijo:
—Pero yo no sé
nada de astrología.
—Nosotros sí.
—¿De verdad?
—Sí. Leemos los
horóscopos. Los devoramos. Miramos todos sus periódicos y revistas, con
verdadera ansia. Pero nuestro jefe dice que tenemos un problema.
—¿Tienen un jefe?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—No sabemos.
—¿Cómo dice él
que se llama, por amor de Dios? Lo siento, tengo que corregir esto. ¿Cómo dice
él que se llama?
—No lo sabe.
—Entonces, ¿cómo
saben ustedes que es el jefe?
—Tomó el mando.
Dijo que alguien tenía que poner orden por allí.
—¡Ah! —exclamó
Tricia, aprovechando la indicación—. ¿Dónde es «allí»?
—Ruperto.
—¿Qué?
—Ustedes lo
llaman Ruperto. El décimo planeta de su sol. Hace muchos años que nos
instalamos allí. Hace muchísimo frío y no hay nada interesante. Pero está bien
para vigilar.
—¿Por qué nos
están vigilando?
—Es lo único que
sabemos hacer.
—Muy bien
—concluyó Tricia—. De acuerdo. ¿Qué problema dice su jefe que tienen ustedes?
—Triangulación.
—¿Cómo ha dicho?
—La astrología es
una ciencia muy precisa. Eso sí lo sabemos.
—Pues... —repuso
Tricia, dejándolo en eso.
—Pero sólo para
ustedes, aquí, en la Tierra.
—S... s...í —tuvo
la horrible sensación de percibir un vago destello de algo.
—Porque cuando
Venus ingresa en Capricornio, por ejemplo, eso es visto desde la Tierra. ¿Cómo
nos vale eso a nosotros si estamos en Ruperto? ¿Qué ocurre cuando la Tierra
pasa sobre Capricornio? No lo sabemos. Entre las cosas que hemos olvidado, que
suponemos numerosas y profundas, está la trigonometría.
—A ver si
entiendo bien esto —dijo Tricia—. ¿Quieren que vaya con ustedes a...
Ruperto...?
—Sí.
—¿Para volver a
calcular sus horóscopos de modo que puedan tener en cuenta las posiciones
relativas de la Tierra y Ruperto?
—Sí.
—¿Me conceden la
exclusiva?
—Sí.
—Soy su chica
—aseguró Tricia, pensando que como mínimo podría venderla al National Enquirer.
Al abordar la
nave que la llevaría a los más alejados confines del sistema solar, lo primero
que le saltó a la vista fue una serie de pantallas de video en las que se
sucedían millares de imágenes. Un cuarto extraterrestre las observaba sentado,
aunque centraba especialmente la atención en una pantalla donde se veía una
secuencia completa. Era la proyección de la improvisada entrevista que Tricia
acababa de hacer a sus tres compañeros. Al verla entrar con aire temeroso, el
ser del espacio alzó la cabeza.
—Buenas noches,
Ms McMillan —la saludó—. Ha hecho un buen trabajo con la cámara.
6
Al caer al suelo,
Ford Prefect iba va corriendo. El suelo estaba veinte centímetros más lejos del
conducto de ventilación de lo que recordaba, de modo que no calculó bien el
momento en que tocaría terreno firme, empezó a correr antes de tiempo, tropezó
de mala manera y se torció un tobillo. ¡Maldita sea! De todos modos siguió
corriendo por el pasillo, cojeando ligeramente.
Por todo el
edificio, las alarmas se dispararon con su habitual conmoción y frenesí. Se
puso a cubierto tras los familiares armarios, echó una mirada para comprobar si
le habían visto y empezó a hurgar precipitadamente en la mochila en busca de
las cosas que habitualmente necesitaba.
El tobillo, de
manera inhabitual, le dolía muchísimo.
El suelo no sólo
se encontraba veinte centímetros más lejos del conducto de ventilación de lo
que recordaba, sino que además estaba en un planeta diferente; sin embargo, lo
que le pilló de sorpresa fueron los veinte centímetros. Las oficinas de la Guía
del Autoestopista Galáctico solían trasladarse con bastante frecuencia a otro
planeta sin previo aviso, en razón del clima o la hostilidad local, el recibo
de la luz o los impuestos, pero siempre volvían a construirlas exactamente de
la misma forma, casi hasta la misma molécula. Para muchos empleados de la
compañía, la disposición de las oficinas representaba la única constante en un
universo personal gravemente distorsionado.
Pero había algo
raro.
Lo que por sí
solo no era sorprendente, pensó Ford, sacando su toalla arrojadiza, poco
pesada. En mayor o menor grado, en su vida todo era extraño. Sólo que esto era
raro de un modo ligeramente distinto de las cosas raras a que estaba
acostumbrado, que eran, bueno, extrañas. De momento no lograba situarlo.
Sacó la llave del
tres.
Las alarmas
sonaban de la misma forma que siempre, que él conocía bien. Tenían una especie
de música que casi podía tararear. Todo era muy familiar. Aunque el mundo en
que se encontraba había sido una novedad. Nunca había estado en Saquo-Pila
Hensha, y le gustó. Tenía un ambiente como de carnaval.
Sacó de la
mochila un arco y una flecha de juguete que había comprado en un mercadillo.
Había descubierto
que el ambiente carnavalero de Saquo-Pila Hensha se debía a que la población
celebraba la fiesta anual de la Asunción de San Antwelmo. En vida, San Antwelmo
fue un monarca noble y famoso que enunció una hipótesis grandiosa y popular. La
asunción del Rey Antwelmo consistió en postular que, prescindiendo de todo lo
demás, lo que ansiaba la gente era ser feliz, pasarlo bien y divertirse juntos lo
más posible. A su muerte legó toda su fortuna personal para financiar unos
festejos anuales que recordaran su asunción a todo el mundo, con montañas de
buena comida, bailes y juegos muy tontos, como la Busca del Wocket. Su Asunción
fue tan espléndida y luminosa que le hicieron santo. Y no sólo eso, sino que
todos los que anteriormente alcanzaron la santidad por hechos como morir
lapidados de forma absolutamente cruel o vivir boca abajo en barriles de
estiércol, fueron inmediatamente degradados y pasaron a considerarse como gente
bastante molesta.
El familiar
edificio en forma de H de las oficinas de la Guía del Autoestopista Galáctico
se elevaba en las afueras de la ciudad, y Ford Prefect se había introducido en
él con su método habitual. Siempre entraba por el sistema de ventilación en vez
de por la puerta principal, porque en el vestíbulo patrullaban robots
encargados de interrogar a los empleados que pasaban a presentar su cuenta de
gastos. Las facturas de gastos de Ford Prefect eran asuntos notoriamente complejos
y difíciles, y en general había comprobado que los robots del vestíbulo no
estaban bien dotados para comprender los argumentos que él deseaba exponer en
relación con el tema. consiguiente, prefería entrar por otro lado.
Lo que suponía
disparar todas las alarmas del edificio menos la del departamento de
contabilidad, y eso le venía perfectamente a Ford.
Se acurrucó tras
el armario, chupó la ventosa de la flecha de juguete y la aplicó a la cuerda
del arco.
Al cabo de unos
treinta segundos apareció por el pasillo un robot de seguridad del tamaño de
una sandía pequeña, volando más o menos a la altura de la cadera de una persona
y dirigiendo los sensores a izquierda y derecha para detectar cualquier
anormalidad.
Con impecable
precisión, Ford lanzó la flecha de juguete al paso del robot. El dardo cruzó el
pasillo y se pegó, tembloroso, en la pared de enfrente. El robot, captándolo
inmediatamente con los sensores, dio un giro de noventa grados para seguir su
trayectoria y ver de qué demonios se trataba y adónde se dirigía.
Mientras el robot
miraba en dirección contraria, Ford dispuso de un precioso segundo. Le lanzó la
toalla y lo alcanzó en pleno vuelo.
Debido a las
diversas protuberancias sensoriales con que iba festoneado, el robot no podía
maniobrar bajo la toalla y se sacudía de un lado para otro, incapaz de volverse
y enfrentarse a su captor.
Ford lo atrajo
rápidamente hacia sí y lo inmovilizó contra el suelo. Empezó a gimotear con voz
lastimera. Con un movimiento rápido y preciso, Ford metió la mano bajo la
toalla con la llave del tres y destapó el pequeño panel de plástico que daba
acceso a sus circuitos lógicos.
La lógica es algo
maravilloso, aunque, tal como han puesto de manifiesto los procesos evolutivos,
tiene ciertos inconvenientes.
Cualquier cosa
que piense con lógica puede ser engañada por otra que piense con la misma
lógica. La forma más fácil de engañar a un robot enteramente lógico consiste en
suministrarle la misma secuencia de estímulos una y otra vez hasta dejarlo
encerrado en un círculo vicioso. Eso lo demostraron los famosos experimentos de
las islas Sandwich de Arenque, que se llevaron a cabo hace milenios en el
INDELPSOM (Instituto para el Descubrimiento Lento y Penoso de lo
Sorprendentemente Obvio de Maximégalon).
Programaron a un
robot para que le gustaran los emparedados de arenque. En realidad, esa parte
fue la más difícil de todo el experimento. Una vez que el robot fue programado
para que le gustaran los emparedados de arenque, le pusieron delante un
emparedado de arenque. Ante lo cual el robot dijo para sus adentros: «¡Ah! ¡Un
emparedado de arenque! Me gustan los emparedados de arenque.»
Entonces se
inclinaba, cogía el emparedado de arenque con su cuchara para comer emparedados
de arenque y se incorporaba de nuevo. Lamentablemente, el robot estaba ajustado
de tal modo que la acción de erguirse hacía que el emparedado de arenque se le
escurriera de la cuchara de emparedado de arenque y cayera al suelo delante de
él. Ante lo cual, el robot decía para sí: «¡Ah! Un emparedado de arenque...»,
etc., y repetía la misma operación una y otra vez. Lo único que impedía al
emparedado de arenque aburrirse de todo el puñetero asunto y largarse a rastras
en busca de otra forma de pasar el tiempo, era el hecho de que, al tratarse
simplemente de un trozo de pescado metido entre dos rebanadas de pan, estaba
algo menos alerta que el robot a lo que sucedía a su alrededor.
Los científicos
del Instituto descubrieron así la fuerza impulsora de todo cambio, desarrollo e
innovación en la vida, que era la siguiente: emparedados de arenque. Publicaron
un informe al respecto, que fue muy criticado por su extrema estupidez.
Repasaron los cálculos y se dieron cuenta de que lo que en realidad habían
descubierto era el «aburrimiento» o, mejor dicho, la función práctica del
aburrimiento. En una excitación febril continuaron descubriendo otras
emociones, como «irritabilidad», «depresión», «desgana», «repulsión», etc. El
siguiente descubrimiento importante se produjo cuando dejaron de utilizar
emparedados de arenque, después de lo cual se encontraron de pronto ante una
verdadera avalancha de nuevas emociones que podían estudiar, como «alivio»,
«alegría», «vivacidad», «apetito», «satisfacción» y, la más importante, el
deseo de «felicidad».
Ése fue el mayor
descubrimiento de todos.
Ya podían
sustituirse con la mayor facilidad bloques enteros de complejos códigos
informáticos reguladores del comportamiento de los robots en todas las
situaciones posibles. Lo único que necesitaban los robots era la capacidad de
aburrirse o ser felices, aparte de algunas condiciones que debían cumplirse
para suscitar tales estados. Luego solucionarían el resto por sí solos.
El que Ford tenía
inmovilizado bajo la toalla no era, de momento, un robot feliz. Era feliz en
movimiento, cuando podía ver otras cosas. Y lo era especialmente cuando las
veía moverse, en particular si esas otras cosas se desplazaban haciendo cosas
que no debían, porque entonces, con enorme placer, él las comunicaba.
Ford arreglaría
eso en un momento.
Se agachó sobre
el robot y lo sujetó entre las rodillas. La toalla seguía cubriendo todos sus
mecanismos sensores, pero Ford ya le había destapado los circuitos lógicos. El
robot empezó a girar inquieto y excitado, pero sólo lograba agitarse, en
realidad era incapaz de moverse. Utilizando la llave inglesa Ford sacó un
pequeño chip de su alvéolo. En cuanto estuvo fuera, el robot se inmovilizó por
completo y cayó en coma.
El chip que había
sacado Ford era el que contenía las órdenes para el cumplimiento de todas las
instrucciones que harían sentirse feliz al robot. El robot sería feliz cuando
una insignificante descarga eléctrica lanzada desde un punto justo a la
izquierda del chip llegara a otro punto justo a la derecha del chip. El chip
determinaba si la descarga llegaba o no a su destino.
Ford quitó un
trocito de alambre prendido en la toalla. Introdujo un extremo en el agujero
superior izquierdo del alvéolo del chip, y el otro en el izquierdo.
Eso era todo lo
que se necesitaba. Ahora, el robot sería feliz pasara lo que pasase.
Ford se incorporó
rápidamente y retiró la toalla de un tirón. El robot se elevó extasiado en el
aire, describiendo una especie de sinuosa trayectoria.
Se volvió y vio a
Ford.
—¡Mister Prefect!
¡Cuánto me alegro de verlo!
—Yo también me
alegro, amiguito —repuso Ford.
El robot se
apresuró a informar a su control central de que ahora todo iba bien en el mejor
de los mundos posibles, las alarmas se calmaron de inmediato y la vida volvió a
la normalidad.
Bueno, casi a la
normalidad.
Había algo raro
en el ambiente.
El pequeño robot
gorgoteaba de placer eléctrico. Ford echó a andar deprisa por el pasillo,
dejando que el objeto lo siguiese con breves sacudidas y le dijera lo delicioso
que era todo y lo que le alegraba poder decírselo.
Ford, sin
embargo, no estaba contento.
Se había cruzado
con personas que no conocía. No le gustaba su aspecto. Demasiado bien
arreglados. Ojos demasiado apagados. Cada vez que pensaba reconocer a alguien a
lo lejos y se apresuraba a saludarlo, resultaba ser otro, con un peinado más
elegante y aire mucho más dinámico y resuelto que, bueno, que ningún conocido
suyo.
Había una
escalera desplazada unos centímetros a la izquierda. Un techo ligeramente más
bajo. Un vestíbulo renovado. Todo eso no era preocupante en sí mismo, aunque
desorientaba un poco. Lo inquietante era la decoración. Antes solía ser
ostentosa y reluciente. Cara, sí —porque la Guía se vendía muy bien en toda la
Galaxia civilizada y poscivilizada—, pero divertida. Había máquinas de
fantásticos juegos alineadas por los pasillos. De los techos colgaban pianos de
cola demencialmente pintados, malignas criaturas marinas del planeta Viv
surgían de las fuentes en patios llenos de árboles, camareros robot con
absurdas camisas correteaban por los pasillos en busca de manos donde depositar
bebidas espumantes. En los despachos, la gente solía tener vastodragones
cogidos con correas y pterospondios encaramados en perchas. La gente sabía cómo
divertirse y, si no, había cursos en los que podían matricularse para
remediarlo.
Ahora no había
nada de eso.
Alguien había
estado por allí haciendo un trabajo de malísimo gusto.
Ford torció
bruscamente, se introdujo en una pequeña cavidad, abarcó al robot volador con
la mano y lo arrastró con él. Se puso en cuclillas y miró al gozoso cibernauta.
—¿Qué ha pasado
aquí? —inquirió.
—Pues sólo cosas
estupendas, señor, lo mejor que podía pasar. ¿Me puedo sentar en sus rodillas,
por favor.
—No —dijo Ford,
apartándolo con desdén. Al robot le gustó tanto que lo rechazaran de aquel modo
que empezó a desfallecer, contoneándose de gozo. Ford volvió a cogerlo y lo
mantuvo firmemente en el aire, a unos treinta centímetros de su cara. El robot
intentó permanecer donde lo habían puesto, pero no pudo evitar unos ligeros
temblores.
—Algo ha
cambiado, ¿verdad? —dijo Ford, entre dientes.
—Ah, sí —chilló
el pequeño robot—. De la manera más increíble y maravillosa. Y me parece muy
bien.
—Y entonces,
¿cómo estaba antes?
—De rechupete.
—Pero ¿te gusta
cómo lo han cambiado?
—Me gusta todo
—gimió el robot—. En especial que me grite así. Hágalo otra vez, por favor.
—¡Dime solamente
qué ha pasado!
—¡Oh! ¡gracias,
gracias!
Ford suspiró.
—Vale, de acuerdo
—jadeó el robot—. Otra empresa ha absorbido la Guía. Hay una nueva dirección.
Es tan magnífica que me derrito. La antigua dirección también era fabulosa,
desde luego, aunque no estoy, seguro de que pensara lo mismo entonces.
—Eso era antes de
que te metieran en la cabeza un trozo de alambre.
—Qué cierto es
eso. Qué maravillosamente cierto. Qué rebosante, burbujeante, espumeante,
maravillosamente cierto. Qué observación tan correcta y verdaderamente
inductora de éxtasis.
—¿Qué ha pasado?
—insistió Ford—. ¿Quién es esa nueva dirección? ¿Cuándo se produjo la
absorción? Yo..., bueno, no importa —añadió cuando el pequeño robot empezó a
farfullar de incontrolable alegría frotándose contra su rodilla—. Voy a
averiguarlo yo mismo.
Ford se arrojó
contra la puerta del despacho del redactor jefe, se encogió hasta hacerse una
bola mientras el marco cedía y se astillaba, rodó velozmente por el suelo hacia
donde solía estar el carrito de las bebidas, cargado con los brebajes más
fuertes y caros de la Galaxia, lo cogió y, utilizándolo como protección, lo
empujó por la amplia zona sin amueblar del despacho hasta donde se erguían las
valiosas y sumamente groseras estatuas de Leda y el Pulpo, refugiándose tras
ellas. Mientras, el pequeño robot de seguridad, que había entrado a la altura
del pecho de una persona, se dedicaba encantado a recibir de forma suicida los
disparos destinados a Ford.
Ése, al menos,
era el plan. Y resultaba esencial, porque el actual redactor jefe, Estagiar Zil
Dogo, era un hombre peligroso y desequilibrado que consideraba con intenciones
homicidas a los colaboradores que se presentaban en su despacho sin artículos
nuevos debidamente corregidos, y tenía una batería de armas guiadas por láser y
conectadas a unos dispositivos de exploración colocados en el marco de la
puerta para disuadir a todo aquel que se limitara a llevarle razones sumamente
buenas de por qué no había escrito nada. Así se propiciaba un alto grado de
producción.
Lamentablemente,
el carrito de las bebidas no estaba.
Ford se lanzó
desesperadamente de costado, dando un salto mortal hacia la estatua de Leda y
el Pulpo, que también había desaparecido. En una especie de azaroso pánico,
rodó y tropezó por la estancia, dio traspiés, giró, se golpeó contra la
ventana, que afortunadamente estaba construida a prueba de cohetes, rebotó y,
magullado y sin aliento, cayó hecho un ovillo tras un elegante y deteriorado
sofá de cuero gris que nunca había estado allí.
Al cabo de unos
segundos alzó despacio la cabeza y atisbó por encima del sofá. Igual que la
falta del carrito de las bebidas y la estatua de Leda y el Pulpo, también había
notado una alarmante ausencia de disparos. Frunció el entrecejo. Aquello era
pero que muy raro.
—Mister Prefect,
supongo —dijo una voz.
La voz pertenecía
a un individuo de rostro lampiño que estaba tras un amplio escritorio de
verdadera ceramoteca. Estagiar Zil Dogo quizá fuese un individuo de cuidado,
pero por toda una serie de razones nadie le habría calificado de lampiño. Aquél
no era Estagiar Zil Dogo.
—Por su forma de
entrar, imagino que de momento no tiene usted ningún artículo nuevo para la...
humm, Guía —dijo el individuo lampiño. Estaba sentado con los codos sobre la
mesa y las puntas de los dedos juntas en una actitud que, inexplicablemente,
nunca se ha considerado como un delito punible con la pena capital.
—He estado
ocupado —repuso Ford sin mucha firmeza. Se puso en pie tambaleante y se sacudió
el polvo. Entonces pensó que por qué demonios tenía que decir las cosas sin
mucha firmeza. Tenía que dominar la situación. Tenía que saber quién coño era
aquel tipo, y de pronto se le ocurrió un medio de averiguarlo.
—¿Quién coño es
usted? —inquirió.
—Soy su nuevo
redactor jefe. Esto es, si no decidimos prescindir de sus servicios. Me llamo
Vann Harl. —No le tendió la mano. Sólo añadió—: ¿Qué le ha hecho a ese robot de
seguridad?
El pequeño robot
daba vueltas muy despacito por el techo, gimiendo suavemente.
—Le he hecho muy
feliz —contestó Ford en tono brusco—. Es una especie de misión que tengo.
¿Dónde está Estagiar? Mejor dicho, dónde está el carrito de las bebidas?
—Mister Zil Dogo
ya no forma parte de esta organización. El carrito de las bebidas, supongo, le ayuda
a consolarse.
—¿Organización?
—gritó Ford—. ¿Organización? ¡Qué palabra tan gilipollesca para un tinglado
como éste!
—Ésa es
precisamente nuestra impresión. Falta de estructura, exceso de recursos,
gestión insuficiente y demasiadas copas. Y sólo me refiero —añadió Harl— al
redactor jefe.
—De los chistes
me encargo yo —rezongó Ford.
—No —repuso
Harl—. Usted se encargará de la columna gastronómica.
Lanzó una ficha
de plástico sobre el escritorio. Ford no hizo ademán de recogerla.
—¿Que usted se
encargará de qué?
—No. Yo, Harl.
Usted, Prefect. Usted hará la columna gastronómica. Yo, redactor jefe. Yo, aquí
sentado, le encargo la columna gastronómica. ¿Entendido?
—¿Columna
gastronómica? —repitió Ford, demasiado perplejo todavía para enfadarse de
veras.
—Siéntese,
Prefect —ordenó Harl. Dio la vuelta en su sillón giratorio, se puso en pie y
miró por la ventana las diminutas manchas que festejaban el carnaval veintitrés
pisos más abajo.
—Es hora de
levantar este negocio, Prefect —anunció bruscamente—. En empresas Dimensinfín
somos...
—¿Empresas qué?
—Empresas
Dimensinfín. Hemos adquirido todas las acciones de la Guía.
—¿Dimensinfín?
—Ese nombre nos
ha costado millones, Prefect. Si no le gusta, ya puede ir recogiendo sus cosas.
Ford se encogió
de hombros. No tenía nada que recoger.
—La Galaxia está
cambiando —explicó Harl—. Hay que acomodarse a los cambios. Ir de acuerdo con
el mercado, que está en ascenso. Nuevas aspiraciones. Nuevas técnicas. El
futuro es...
—No me hable del
futuro —le interrumpió Ford—. Yo he andado por todo el futuro. He pasado en él
la mitad de mi vida. Es lo mismo que en cualquier otra parte. Que en cualquier
otro tiempo. Lo que sea. Lo mismo de siempre, sólo que con coches más rápidos y
el aire más emponzoñado.
—Ése es un futuro
—arguyó Harl—. Su futuro, si es que lo acepta. Tiene que aprender a pensar bajo
un punto de vista multidimensional. Existe una infinidad de futuros que se
extienden en todas direcciones a partir de este instante; desde aquí, desde
ahora mismo. ¡Billones de futuros que se bifurcan a cada instante! ¡En toda
posición que pueda adoptar cada posible electrón surgen billones de
probabilidades! ¡Billones y billones de luminosos y radiantes futuros! ¿Sabe lo
que significa eso?
—Se le cae la
baba por la barbilla.
—¡Billones y billones
de mercados!
—Entiendo —repuso
Ford—. Así que venden billones y billones de Guías.
—No —repuso Harl,
buscando el pañuelo sin encontrarlo—. Discúlpeme, pero este asunto me excita
mucho.
Ford le tendió su
toalla.
—No vendemos
billones y billones de Guías —prosiguió Harl tras limpiarse la boca debido a
los gastos. Lo que hacemos es vender una Guía billones y billones de veces.
Explotamos el carácter multidimensional del universo para reducir los costes de
producción. Y no vendemos a esos autoestopistas sin un céntimo. ¡Qué idea tan
absurda era ésa! Dirigirse al segmento del mercado que, más o menos por
definición, no tiene dinero, y tratar de venderle el producto. No. Vendemos al
viajante de comercio acomodado y a su ociosa mujer en un billón de futuros
diferentes. Es la empresa más radical, dinámica y emprendedora de todo el
infinito multidimensional del espacio tiempo probabilidad que haya existido
jamás.
—Y usted pretende
que yo sea su crítico gastronómico.
—Tendremos en
cuenta sus prestaciones.
—¡Mata! —gritó
Ford. Se dirigía a la toalla.
La toalla saltó
de las manos de Harl.
No porque tuviera
fuerza motriz propia, sino porque Harl se sobresaltó ante la idea de que
pudiera tenerla. Volvió a sobresaltarse al ver que Ford Prefect se abalanzaba
sobre él por encima del escritorio esgrimiendo los puños. En realidad, Ford
sólo pretendía apoderarse de la tarjeta de crédito, pero nadie ocupa un puesto
como el de Harl sin desarrollar un sano sentido paranoide de la vida. Tomó la
sensata precaución de lanzarse hacia atrás, se dio un fuerte golpe en la cabeza
contra el cristal a prueba de cohetes y se sumió en unos sueños inquietantes y
muy personales.
Ford, de bruces
sobre el escritorio, se sorprendió de lo espléndidamente que había salido todo.
Lanzó una rápida mirada al trozo de plástico que ahora tenía en la mano —era
una tarjeta de crédito Nutr-O-Cuenta, con su nombre ya grabado y fecha de
expiración a dos años vista, y posiblemente se trataba del objeto más
emocionante que Ford hubiese visto jamás—, y luego trepó por el escritorio para
examinar a Harl.
Respiraba
acompasadamente. A Ford se le ocurrió que respirarla aun mejor sin el peso de
la cartera oprimiéndole el pecho, de modo que se la sacó del bolsillo interior
y le echó un vistazo. Una buena cantidad de dinero. Bonos de crédito. Tarjeta
de socio del club Ultragolf. Tarjetas de otros clubs. Fotografías de la mujer y
la familia de alguien, probablemente de Harl, pero en estos tiempos es difícil
estar seguro. Con frecuencia, los atareados directivos carecen de tiempo para
tener esposa y familia a tiempo completo y se contentan con alquilarlas para
los fines de semana.
¡Ja!
No podía creer lo
que acababa de encontrar.
De la cartera
sacó despacio un trozo de plástico locamente excitante cobijado entre un puñado
de recibos.
Su aspecto no era
locamente excitante. En realidad era bastante soso, traslúcido, más pequeño y
un poco más grueso que una tarjeta de crédito. Al ponerlo a contraluz se veía
una holografía con información en clave y unas imágenes ocultas a unos
pseudocentímetros bajo la superficie.
Era un
Ident-i-Klar, y llevarlo en la cartera era algo temerario y estúpido por parte
de Harl, aunque perfectamente comprensible. En aquellos días se estaba obligado
a dar pruebas concluyentes de la propia identidad de santísimas maneras
distintas, que la vida podía resultar sumamente pesada únicamente por ese
factor, sin contar los problemas profundamente existenciales de tratar de
asumir una conciencia coherente en un universo físico epistemológicamente
ambiguo. No hay más que fijarse en los cajeros automáticos, por ejemplo. Colas
de gente que esperaban la comprobación de las huellas dactilares, la
exploración de la retina, el raspado de piel de la nuca y el análisis genético
inmediato (o casi inmediato, unos buenos seis o siete segundos de tediosa
realidad), para luego tener que contestar preguntas capciosas acerca de la
familia que ya ni recordaban tener y de sus consignadas preferencias sobre el
color de los manteles. Y eso sólo para conseguir un poco de dinero para los
gastos del fin de semana. Si se pretendía pedir un préstamo para un coche a
reacción, firmar un tratado sobre misiles o pagar toda la cuenta del
restaurante, las cosas podían ser verdaderamente penosas.
De ahí el
Ident-i-Klar, que codificaba todas las informaciones relativas al físico y la
vida de una persona en una tarjeta de utilidad general que cualquier máquina
podía leer y se llevaba cómodamente en la cartera, por lo que hasta la fecha
representaba el mayor triunfo de la técnica tanto sobre sí misma como sobre el
sentido común.
Ford se la guardó
en el bolsillo. Acababa de ocurrírsele una idea extraordinaria. Se preguntó
cuánto tiempo permanecería inconsciente Harl.
—¡Oye! —gritó al
robot del tamaño de una sandía pequeña que continuaba baboseando de euforia por
el techo—. ¿Quieres seguir siendo feliz?
El robot,
gorgoteando, dijo que sí.
—Entonces ven
conmigo y haz todo lo que yo te diga, sin falta.
El robot repuso
que ya era bastante feliz donde estaba, en el techo, y que muchas gracias.
Nunca se había imaginado cuánta excitación pura podía hallarse en un buen
techo, y quería explorar más profundamente sus impresiones sobre los techos.
—Tú quédate ahí,
que pronto volverán a capturarte —le advirtió Ford— y a ponerte otra vez tu
chip condicionante. Si quieres seguir siendo feliz, ven conmigo.
El robot dejó
escapar un largo y hondo suspiro de apasionada melancolía y se dejó caer a
regañadientes del techo.
—Oye —le dijo
Ford—. ¿Puedes hacer que el resto del sistema de seguridad siga contento unos
minutos?
—Una de las
alegrías de la verdadera felicidad —sentenció gorgojeando el robot— es
compartirla. Desbordo, espumeo, reboso de...
—Vale —le cortó
Ford—. Sólo esparce un poco de felicidad por la red de seguridad. No comuniques
información alguna. Sólo haz que se sientan bien para que no tengan necesidad
de pedir datos.
Recogió la toalla
y, alegremente, se dirigió corriendo hacia la puerta. La vida había sido un
poco aburrida últimamente. Ahora tenía todos los indicios de volverse sumamente
interesante.
7
Arthur Dent había
estado en algunos sitios infectos a lo largo de su vida, pero jamás había visto
un puerto espacial con un letrero que dijera: «Incluso viajar sin esperanza es
mejor que venir aquí.» Para dar la bienvenida a los visitantes, en el vestíbulo
de llegadas se exhibía una foto del presidente de Ahoraqué, que sonreía. Era la
única fotografía que podía encontrarse de él, y la habían tomado poco después
de que se pegara un tiro, de modo que aun retocada lo mejor posible la sonrisa
era más bien aterradora. Un lado de la cabeza estaba dibujado a lápiz. Y no
habían cambiado de fotografía porque no se había encontrado sustituto para el
presidente. Los habitantes habían tenido desde siempre una sola ambición, que
era marcharse del planeta.
Arthur se registró
en un pequeño motel de las afueras de la ciudad y se sentó abatido en la cama,
que estaba húmeda, y hojeó el pequeño folleto informativo, que también estaba
húmedo. Decía que el planeta Ahoraqué recibió el nombre de las primeras
palabras pronunciadas por los primeros colonos que llegaron allí después de
años luz de vagar por el espacio en un esfuerzo por alcanzar los más remotos e
inexplorados confines de la Galaxia. La ciudad principal se llamaba Pues-vaya.
No había más ciudades propiamente dichas. La colonización de Ahoraqué no había
sido un éxito, y la clase de gente que verdaderamente quería vivir en aquel
planeta no era muy recomendable para hacer vida en común.
El folleto
mencionaba el comercio. La principal actividad económica era el comercio de pieles
de puercos de las marismas, pero no estaba muy desarrollada porque nadie en su
sano juicio quería comprar una piel de puerco de las marismas ahoraqueño. Dicho
comercio sólo se mantenía a duras penas porque en la Galaxia había un
considerable número de gente que no estaba en su sano juicio. Arthur se había
sentido muy incómodo observando a ciertos ocupantes de la pequeña cabina de
pasajeros de la nave.
El folleto
describía una parte de la historia del planeta. Era evidente que la intención
de su autor había sido suscitar cierto entusiasmo por el lugar poniendo primero
de relieve que no era frío y húmedo todo el tiempo, pero, al no poder añadir
muchos rasgos positivos, el tono del artículo degeneraba rápidamente en cruel
ironía.
Hablaba de los
primeros años de colonización. Decía que las principales actividades llevadas a
cabo en Ahoraqué consistían en la captura, desuello e ingestión de puercos de
las marismas ahoraqueños, únicas formas de vida animal supervivientes en
Ahoraqué, pues todas las demás habían muerto o desaparecido mucho tiempo atrás.
Los puercos de las marismas eran criaturas pequeñas y maliciosas, y el escaso
margen que les faltaba para ser completamente incomestibles era el motivo por
el que aún quedaba vida en el planeta. Entonces, ¿qué ventajas había, por
pequeñas que fuesen, para que mereciese la pena vivir en Ahoraqué? Bueno, pues
ninguna. Ni una sola. Incluso el hacerse ropa de abrigo con pieles de puercos
de las marismas era un esfuerzo inútil y decepcionante, ya que las pieles eran inexplicablemente
tenues y permeables.
Eso provocó un
montón de confusas conjeturas en los colonos. ¿Tenía el puerco de las marismas
algún secreto para dar calor? Si alguien hubiera aprendido alguna vez el
lenguaje que hablaban los puercos de las marismas, habría descubierto que no
había ningún truco. Los puercos de las marismas eran tan fríos y húmedos como
cualquier otra cosa del planeta. Nadie tuvo jamás el menor deseo de aprender el
lenguaje de los puercos de las marismas por la sencilla razón de que dichas
criaturas se comunicaban mediante fortísimos mordiscos en el muslo. Y en vista
de cómo era la vida en Ahoraqué, la mayoría de las opiniones que un puerco de
las marismas tuviese sobre la existencia podía expresarse fácilmente por ese
medio.
Arthur hojeó el
folleto hasta encontrar lo que buscaba. Al final había unos mapas del planeta.
Eran bastante toscos y chapuceros, pues probablemente no tenían mucho interés
para nadie, pero le revelaron lo que quería saber.
Al principio no
se dio cuenta porque los mapas estaban puestos en sentido contrario al que
cabía esperar, y por tanto resultaban enteramente confusos. No cabe duda de que
arriba y abajo, norte y sur, son denominaciones absolutamente arbitrarias, pero
estamos acostumbrados a mirar las cosas de la forma en que estamos habituados a
verlas, y Arthur tuvo que volver los mapas del revés para poder entenderlos.
En el extremo
superior izquierdo de la página había una enorme masa de tierra que se
estrechaba en una cintura diminuta y luego volvía a henchirse como una enorme
coma. En la parte derecha había una amalgama de amplias formas que le resultaba
familiar. Los contornos no eran exactamente los mismos, y Arthur ignoraba si se
debía a la tosquedad del mapa, a que el nivel del mar era más alto. O, bueno, a
que las cosas eran diferentes en aquel planeta. Pero los indicios eran
concluyentes.
No cabía duda de
que era la Tierra.
O, mejor dicho,
no cabía duda de que no era la Tierra.
Simplemente se
parecía mucho y ocupaba las mismas coordenadas del espacio temporales.
Cualquiera sabía las coordenadas que ocupaba en la Probabilidad.
Suspiró.
Comprendió que,
probablemente, aquello era lo más cerca de casa que iba a llegar. Lo que
significaba que se encontraba lo más lejos posible de casa. Abatido, cerró de
golpe el folleto y se preguntó qué demonios iba a hacer en aquella tierra.
Se permitió una
sorda carcajada ante aquella ocurrencia. Consultó su viejo reloj y lo sacudió
un poco para darle cuerda. Según su propia escala temporal, llegar allí le
había costado un año de penosos viajes. Un año desde el accidente en el
hiperespacio en el que Fenchurch había desaparecido como por ensalmo. En un
momento dado estaba sentada junto a él en el Desplomjet; al momento siguiente
la nave había dado un salto perfectamente normal en el hiperespacio y, cuando
volvió a mirar, Fenchurch ya no estaba. Su asiento ni siquiera estaba caliente.
Su nombre ni siquiera figuraba en la lista de pasajeros.
Cuando presentó
la reclamación, la compañía mostró cierta inquietud. En los viajes espaciales
ocurren muchas cosas extrañas, que suelen reportar un montón de dinero a los
abogados. Pero cuando le preguntaron de qué sector galáctico procedían
Fenchurch y él contestó que de ZZ9 Plural Z Alfa, los de la compañía adoptaron
una actitud de absoluta tranquilidad que no acabó de gustar a Arthur. Hasta se
rieron un poco, aunque con simpatía, claro está. En el contrato del billete le
indicaron una cláusula que recomendaba no viajar por el hiperespacio a los
seres cuyo ciclo vital se hubiese originado en algunas de las zonas Plural,
advirtiendo de que, si lo hacían, sería por su propia cuenta y riesgo. Todo el
mundo lo sabía, le aseguraron. Se rieron un poco entre dientes y sacudieron la
cabeza.
Al salir de las
oficinas de la compañía, Arthur temblaba ligeramente. No sólo había perdido a
Fenchurch de la forma más completa y absoluta posible, sino que le daba la
impresión de que cuanto más tiempo pasaba en la Galaxia más parecía aumentar la
cantidad de cosas de las que no tenía la menor idea.
Justo en el
momento que más absorto estaba en aquellos vagos recuerdos, llamaron a la
puerta de la habitación. Abrieron inmediatamente y apareció un individuo gordo
y desgreñado con la única maleta de Arthur.
—¿Dónde le
dejo...? —preguntó el recién llegado.
No llegó a decir más
porque de pronto se produjo una violenta conmoción y se derrumbó pesadamente
contra la puerta, tratando de desprenderse de un pequeña y asquerosa criatura
que había surgido con un grito de la húmeda noche para clavarle los dientes en
el muslo, traspasándole incluso la gruesa protección de cuero que llevaba en
aquella parte. Hubo un breve y horrible barullo de insultos y golpes. El hombre
gritó frenéticamente señalando algo con el dedo. Arthur cogió un pesado garrote
colocado junto a la puerta expresamente para esas circunstancias y dio un
trancazo al puerco de las marismas.
El animal se
apartó súbitamente y retrocedió cojeando, aturdido y calamitoso. Se volvió con
aire anhelante al extremo de la habitación, con la cola metida entre las patas
traseras, y se quedó mirando nerviosamente a Arthur, sacudiendo la cabeza hacia
un lado de forma incongruente y repetida. Parecía tener la mandíbula dislocada.
Lloraba un poco y barría el suelo con la cola húmeda. Sentado en el umbral, el
individuo gordo que traía la maleta de Arthur estaba soltando maldiciones,
intentando contener la hemorragia del muslo. Tenía la ropa empapada de lluvia.
Arthur observó al
puerco de las marismas sin saber qué hacer. El animal lo miraba con aire
interrogativo. Trató de acercarse a él, haciendo ruiditos lastimeros y
quejosos. Movía penosamente la mandíbula. De pronto saltó al muslo de Arthur,
pero no tenía fuerza para apretar con la mandíbula dislocada y cayó al suelo,
gimiendo tristemente. El individuo gordo se puso en pie de un salto, empuñó el
garrote, golpeó al puerco de las marismas hasta dejarle los sesos hechos una
pulpa pegajosa en la tenue alfombra, y permaneció inmóvil, jadeante, como
desafiando al animal a que hiciese el más mínimo movimiento.
Entre los restos
de la cabeza hecha puré, el globo de un ojo del puerco de las marismas miraba a
Arthur con aire de reproche.
—¿Sabe usted qué
quería decir? —preguntó Arthur con voz queda.
—Pues, nada de
particular —contestó el hombre—. Sólo pretendía ser amable. Y ésta es nuestra
manera de ser amables —añadió, blandiendo el garrote.
—¿Cuándo sale el
próximo vuelo? —preguntó Arthur.
—Creía que
acababa de llegar.
—Sí. No era más
que una breve visita. Sólo quería ver si éste era el sitio indicado. Lo siento.
—¿Quiere decir
que se ha equivocado de planeta? —preguntó el hombre en tono sombrío—. Es
curioso, la cantidad de gente que dice eso. Sobre todo los que viven aquí.
Miró los restos
del puerco de las marismas con un resentimiento profundo y ancestral.
—Oh, no. Es el
planeta adecuado, ya lo creo —repuso Arthur, recogiendo el folleto húmedo que
estaba sobre la cama y guardándoselo en el bolsillo—. Está bien, gracias. Me
llevaré esto —añadió, cogiendo la maleta. Se dirigió a la puerta y miró afuera,
hacia la noche fría y lluviosa.
—Sí, es el planeta
adecuado, desde luego —repitió—. El planeta correcto y el universo equivocado.
Un pájaro
describió círculos sobre su cabeza mientras él se ponía de nuevo en marcha
hacia el puerto espacial.
8
Ford tenía su
propio código ético. No es que fuese gran cosa, pero era suyo y, más o menos,
se atenía a él. Una de sus normas consistía en no pagar jamás sus propias
consumiciones alcohólicas. No estaba seguro de si eso era ético, pero uno ha de
conformarse con lo que tiene. Era, asimismo, firme y absolutamente contrario a
cualquier tipo de crueldad con los animales, con todos menos con las ocas. Y
además nunca robaría a sus jefes.
Bueno, no
exactamente robar.
Si el supervisor
de sus facturas no empezaba a respirar demasiado fuerte ni lanzaba una alerta
de seguridad para cerrar todas las salidas cuando le entregaba la relación de
gastos, Ford tenía la impresión de que no estaba haciendo adecuadamente su
trabajo. Pero robar era otra cosa. Morder la mano que te alimenta. Chupar de
ella lo más posible, incluso darle algún mordisquito cariñoso estaba muy bien,
pero nunca morderla de verdad. Sobre todo si la mano pertenecía a la Guía, que
era algo sagrado y especial.
Pero eso, pensó
Ford mientras avanzaba por el edificio agachándose y dando virajes, estaba
cambiando. Y la culpa sólo la tenían ellos. No había más que mirar alrededor.
Filas de pulcros cubículos grises para los oficinistas y lujosos estudios
informatizados para los directivos. Todas las dependencias estaban inundadas
del monótono murmullo de informes y actas que revoloteaban por las redes
electrónicas. En la calle se jugaba a la Busca del Wocket por amor a Zark, pero
allí, en el núcleo de las oficinas de la Guía no había nadie que, ni siquiera
por descuido, diera patadas a un balón por los pasillos ni llevara ropa de
playa de colores chocantes.
—Empresas
Dimensinfín —rezongó Ford para sus adentros mientras pasaba airosamente de un
corredor a otro. Las puertas se abrían mágicamente a su paso sin pregunta
alguna. Los ascensores le llevaban satisfechos adonde no debían. Ford se
dirigía a la parte baja del edificio, siguiendo en general el camino más
enrevesado y complejo posible. Su pequeño y feliz robot se encargaba de todo,
esparciendo ondas de aquiescente alegría por todos los circuitos de seguridad
que encontraba.
Ford pensó que
necesitaba un nombre y decidió llamarlo Emily Sanders, como una chica de la que
guardaba recuerdos muy cariñosos. Luego se le ocurrió que Emily era un nombre
absurdo para un robot de seguridad y en cambio lo llamó Colin, como el perro de
Emily.
Ahora circulaba
por las más profundas entrañas del edificio, en zonas donde jamás había
entrado, protegidas por una seguridad cada vez mayor. Empezaba a notar miradas
perplejas en los agentes que encontraba. A aquel nivel de seguridad ya no se les
consideraba personas. Y probablemente se ocupaban únicamente de las tareas
propias de los agentes. Cuando llegaban a casa por la noche se volvían personas
otra vez, y cuando sus hijos pequeños levantaban la vista hacia ellos y les
preguntaban: «¿Qué has hecho hoy en el trabajo, papi?», se limitaban a
contestar: «He desempeñado mis tareas de agente», sin dar más explicaciones.
Lo cierto era que
ocurrían muchas cosas turbias tras la desenfadada y alegre fachada que a la
Guía le gustaba adoptar, o que solía gustarle antes de que apareciese esa
pandilla de Empresas Dimensinfín y empezase con sus oscuros tejemanejes. Había
toda clase de fraudes fiscales, estafas, chanchullos y tratos dudosos
sosteniendo el reluciente edificio, y abajo, en los inviolables niveles de
investigación y proceso de datos, era donde se tramaba todo.
Cada pocos años
la empresa instalaba sus actividades, junto con sus dependencias, en un mundo
nuevo, y durante un tiempo todo eran risas y alegría mientras la Guía echaba
raíces en la cultura y la economía locales, facilitando empleo, sentido de la
fascinación y la aventura y, en el fondo, menos ingresos de lo que esperaban
los habitantes del lugar.
Cuando la Guía se
mudaba, llevándose el edificio consigo, se marchaba por la noche, casi como un
ladrón. En realidad, exactamente igual que un ladrón. Solía largarse de
madrugada y al día siguiente siempre se echaba en falta un montón de cosas. En
su estela se derrumbaban culturas y economías, con frecuencia al cabo de una
semana, dejando a planetas que antes eran prósperos sumidos en la desolación y
la neurosis de guerra, pero todavía con la sensación de haber participado en
una gran aventura.
Los «agentes» que
lanzaban miradas perplejas a Ford mientras seguía adentrándose en las
profundidades de las zonas más secretas del edificio se tranquilizaban por la
presencia de Colin, que volaba a su lado con un zumbido de plenitud emotiva
facilitándole el paso a lo largo de las diversas etapas. Empezaban a sonar
alarmas en otras partes del edificio. Quizá porque ya habían encontrado a Van
Harl, lo que supondría un problema. Ford confiaba en volver a guardarle en el
bolsillo el Ident-i-Klar antes de que volviese en sí. Bueno, ése era un
problema que tendría que resolver después, y ahora no tenía ni idea de cómo
hacerlo. De momento no había de qué preocuparse. Dondequiera que iba con el
pequeño Colin, se veía rodeado por una capa de luz y dulzura y, cosa más
importante, de ascensores dispuestos y condescendientes y de puertas
extremadamente obsequiosas.
Ford incluso
empezó a silbar, lo que probablemente fue un error.
A nadie le gustan
las personas que silban, sobre todo a la divinidad que configura nuestro
destino.
La siguiente
puerta no se abrió.
Y fue una
lástima, porque era precisamente a la que Ford se dirigía. Allí estaba, gris y
cerrada a cal y canto, con un letrero que decía:
INCLUSO AL
PERSONAL AUTORIZADO.
ESTÁ PERDIENDO EL
TIEMPO.
MÁRCHESE.
Colin informó de
que, en general, las puertas era mucho más severas en aquellas zonas profundas
del edificio.
Ahora se
encontraban a unos diez niveles por debajo de la entrada. Había aire
acondicionado y las elegantes paredes tapizadas de arpillera habían dado paso a
toscos muros de acero remachados con tornillos. La exuberante euforia de Colin se
había difuminado en una especie de voluntariosa animación. Dijo que se empezaba
a cansar un poco. Le hacía falta toda su energía para inocular la menor
afabilidad en aquella puerta.
Ford le dio una
patada. La puerta se abrió.
—Una mezcla de
placer y dolor —murmuró—. Siempre da resultado.
Cruzó el umbral y
Colin entró volando tras él. Incluso con el cable conectado directamente en el
electrodo del placer, su felicidad tenía cierto cariz nervioso. Hizo un pequeño
reconocimiento, subiendo y bajando rápidamente.
La estancia era
pequeña y gris. Había un murmullo.
Era el centro
neurálgico de la empresa.
Los terminales
informáticos alineados en las paredes grises eran ventanas abiertas a todos los
aspectos de las actividades de la Guía. Allí, en la parte izquierda de la sala,
se compilaban en la red Sub-Etha los informes enviados por los investigadores
de campo desde todos los rincones de la Galaxia, y se transmitían a los
despachos de los subredactores jefe, cuyas secretarias suprimían todos los
pasajes interesantes porque ellos habían salido a comer. El artículo que
quedaba se enviaba entonces a la otra mitad del edificio —la otra pata de la
«H»—, que era el servicio jurídico. Ese departamento suprimía todos los pasajes
restantes que aún parecían remotamente buenos y lo enviaban a los despachos de
los redactores jefe, que también habían salido a comer. Entonces, las
secretarias de los redactores jefe lo leían, afirmaban que era una estupidez y
suprimían la mayor parte de lo que quedaba.
Por último,
cuando alguno de los redactores jefe volvía dando tumbos de comer, exclamaba:
—¿Qué es toda
esta mierda que X —donde «equis» representa el nombre del investigador de
turno— nos ha enviado desde el otro extremo de la puñetera Galaxia? ¿Qué
sentido tiene enviar a alguien a pasar tres ciclos orbitales completos en las
malditas Zonas Mentales de Gagrakacka, con todo lo que está pasando por allí,
si lo mejor que se molesta en mandarnos es este montón de intragable basura?
¡Que no le admitan los gastos!
—¿Qué hago con el
artículo? —preguntaba la secretaria.
—Pues póngalo en
la red. Algo tiene que circular por ahí. Me duele la cabeza, me voy a casa.
De modo que el
artículo corregido pasaba por última vez por la censura y la hoguera del
servicio jurídico y luego era enviado a aquella sala, donde se transmitía a la
red Sub-Etha para que pudiera recuperarse inmediatamente en cualquier punto de
la Galaxia. De eso se encargaba la instalación que inspeccionaba y comprobaba
los terminales de la parte derecha de la sala.
Mientras, la orden
de denegación de la nota de gastos se transmitía al terminal del rincón
derecho, que era hacia donde Ford se dirigía rápidamente en aquel momento.
Si está leyendo
esto en el planeta Tierra, entonces:
a) Buena suerte.
Hay un montón de cosas que usted ignora por completo, pero no es el único. Sólo
que en su caso, las consecuencias de su ignorancia son especialmente horribles,
pero bueno, oiga, así es como están ahora las cosas y no hay remedio.
b) En cuanto a
saber qué es un terminal informático, ni lo sueñe.
(Un terminal
informático no es ningún absurdo y anticuado aparato de televisión con una
máquina de escribir delante. Sino una interfaz donde la mente y el cuerpo
pueden conectar con el universo y mover de acá para allá algunas de sus
partes.)
Ford se apresuró
hacia el terminal, se sentó frente a él y se sumergió rápidamente en el
universo que le ofrecía.
No era el
universo normal a que estaba acostumbrado. Era un universo de mundos tupidos,
pliegues, topografías agrestes, picos escarpados, barrancos que cortaban la
respiración, lunas que brincaban sobre hipocampos, grietas bruscas y malignas,
océanos que se henchían en silencio, abismos que se precipitaban en círculos
hacia un fondo insondable.
Permaneció quieto
para tratar de orientarse. Controló la respiración, cerró los ojos y volvió a
mirar.
Así que en eso
era en lo que los contables empleaban el tiempo. Aquello tenía más miga de lo
que parecía a primera vista. Miró bien, cuidando de que aquello no se dilatara
ante sus ojos, ni se desdibujara ni le abrumara.
Estaba despistado
en aquel universo. Ni siquiera conocía las leyes físicas que determinaban sus
dimensiones o sus hábitos, pero el instinto le decía que buscase el rasgo más
destacado y se lanzase hacia él.
A lo lejos, a una
distancia incalculable —¿era uno o un millón de kilómetros, o acaso tenía una
mota en el ojo?—, había una pasmosa cumbre que se erguía en el cielo,
sobresaliendo, ascendiendo y esparciéndose en floridos penachos (1), amalgamas
(2) y archimandritas (3).
Se lanzó hacia
ella, tumultuoso y agitadamente, y al fin la alcanzó en un abrir y cerrar de
ojos absurdamente largo.
Se aferró a ella
con los brazos extendidos, agarrándose fuertemente a su superficie llena de
hoyos y ásperos relieves. Una vez convencido de que estaba bien asegurado,
cometió el error de mirar hacia abajo.
Mientras se
lanzaba hacia la cumbre, tumultuoso y agitadamente, la distancia que se abría a
sus pies no le había inquietado excesivamente, pero ahora que se encontraba
suspendido el abismo le encogía el corazón y le paralizaba la mente. Tenía los
dedos blancos del dolor y la tensión. Hacía rechinar los dientes, que se
golpeaban de forma incontrolada. Los ojos le giraban en las órbitas con oleadas
procedentes de los más cimbreantes extremos del vértigo.
Con un enorme
esfuerzo de voluntad y fe, simplemente se dejó caer y se dio un impulso hacia
arriba.
(1). Cresta de
plumas de adorno.
(2). Conjunto
desordenado.
(3). Dignidad
eclesiástica inferior a la de obispo.
Se sintió flotar.
Y alejarse. Y luego, en contra de toda intuición, subir. Y subir.
Echó los hombros
atrás, bajó los brazos, miró hacia arriba y se dejó arrastrar tranquilamente,
cada vez más alto.
Al cabo de poco,
en la medida en que tales términos tuviesen algún sentido en aquel universo
virtual, salió a su encuentro un saliente al que podía agarrarse y trepar.
Alzó los brazos,
se agarró, trepó.
Jadeó
ligeramente. Aquello requería cierto esfuerzo.
Se sentó en el
saliente, sujetándose bien. No estaba seguro de si para no caerse o para no
elevarse, pero necesitaba aferrarse a algo mientras inspeccionaba el mundo en
que se encontraba.
La altura, que se
movía y giraba, le hizo rodar y le volvió la mente del revés hasta que, con los
ojos cerrados y gimoteando, se encontró abrazado a la espeluznante pared de la
gigantesca montaña.
Poco a poco fue
recobrando la respiración. Se repitió que sólo estaba en una representación
gráfica del mundo. En un universo virtual. En una realidad simulada. Podía
salir de ella en seguida, en cualquier momento.
Salió de ella.
Se encontraba
sentado frente a un terminal informática en una silla giratoria de color azul,
imitación de cuero, rellena de gomaespuma.
Se tranquilizó.
Estaba pegado a
la pared de una cumbre increíblemente alta, colgado en un angosto saliente
sobre un abismo de tales dimensiones que la cabeza le daba vueltas.
No era sólo que
el paisaje se extendiese a tanta distancia de sus pies: deseó que dejara de
girar y oscilar.
Le hacía falta un
asidero. No en la pared de la roca, que era una ilusión. Tenía que encontrar
algo a lo que agarrarse para dominar la situación, para ser capaz de mirar al
mundo físico en que se encontraba al tiempo que se desprendía emocionalmente de
él.
Se agarró bien
mentalmente y entonces, igual que había salido de la pared de la cumbre,
desechó la idea de altura y se encontró allí sentado, sano y salvo. Miró al
mundo. Respiraba bien. Estaba tranquilo. De nuevo dominaba la situación.
Se hallaba en un
modelo topológico cuadridimensional de los sistemas financieros de la Guía, y
muy pronto alguien o algo querría saber por qué.
Y allí lo tenía.
A través del
espacio virtual, se acercó en picado una pequeña bandada de malignas criaturas
de ojos acerados, cabecitas puntiagudas y bigotes finos, que le preguntaron con
displicencia quién era, qué hacía allí, qué autorización tenía, qué
autorización tenía su agente de autorización, qué medidas tenía de pernera
interior del pantalón y así sucesivamente. Rayos láser se desplazaban por todo
su cuerpo como si fuese un paquete de galletas en la caja de un supermercado.
Las pistolas láser de combate se mantenían, de momento, en la reserva. Daba
igual que todo aquello ocurriese en el espacio virtual. El hecho de que un
láser virtual lo matase virtualmente a uno en el espacio virtual era tan eficaz
como en la propia realidad, porque se estaba igual de muerto.
Los lectores
láser se excitaban cada vez más a medida que le recorrían las huellas
dactilares, la retina y el contorno folicular por donde su cuero cabelludo iba
quedándose desnudo. Sus averiguaciones no les gustaban nada. El parloteo y los
gritos con que formulaban preguntas insolentes y muy personales iban subiendo
de tono. Un pequeño raspador quirúrgico se le aproximaba a la piel de la nuca
cuando Ford, conteniendo el aliento y rezando muy poquito, sacó del bolsillo el
Ident-i-Klar de Van Harl y lo agitó delante de las criaturas.
Al momento, todos
los láser se concentraron en la pequeña tarjeta y, retrocediendo, acercándose y
penetrando en su interior, estudiaron y leyeron hasta la última molécula.
Entonces, con la
misma brusquedad, se detuvieron.
Toda la bandada
de pequeños inspectores virtuales se puso en posición de firmes.
—Nos alegramos de
verlo, Mister Harl —dijeron al unísono—. ¿Podemos servirle en algo?
Ford esbozó una
lenta y maliciosa sonrisa.
—¿Sabéis que me
parece que sí?
Cinco minutos
después había salido de allí.
Unos treinta
segundos para hacer el trabajo y tres minutos con treinta segundos para borrar
las pistas. Podía haber hecho lo que hubiese querido en la estructura virtual,
o casi. Podía haber traspasado a su nombre la propiedad de toda la compañía,
pero dudaba de que la operación hubiera pasado inadvertida. De todas formas, no
le apetecía. Habría supuesto responsabilidades, pasarse las noches trabajando
en el despacho, sin mencionar pesadas y largas investigaciones para descubrir
fraudes ni una buena cantidad de tiempo en la cárcel. Quería algo que nadie
notara salvo el ordenador: ésa era la parte que le llevó treinta segundos.
Lo que le llevó
tres minutos y treinta segundos fue programar el ordenador para que no notase
que había notado algo.
Debía negarse a
saber lo que Ford se traía entre manos, y entonces él le dejaría racionalizar
tranquilamente sus propias defensas contra la información que alguna vez
surgiese. Era una técnica de programación diseñada a partir de esos bloqueos
mentales un tanto psicóticos que, según se ha observado, se manifiestan
invariablemente en algunas personas completamente normales cuando las eligen
para un cargo político de importancia.
El otro minuto lo
consumió en descubrir que el sistema del ordenador ya tenía un bloqueo mental.
Enorme.
No lo habría
descubierto si no se hubiese dedicado a crear su propio bloqueo mental. Se
encontró con un verdadero montón de lógicos y refinados procedimientos de
rechazo, así como métodos secundarios de distracción, justo donde pensaba
instalar el suyo. El ordenador rechazó todo conocimiento de ellos, claro está,
y luego se negó rotundamente a aceptar que incluso hubiese algo cuyo
conocimiento debiera rechazarse, y era tan convincente en todos los aspectos
que Ford hasta llegó a pensar que debía de haber cometido un error.
Era
impresionante.
Estaba tan
impresionado, en realidad, que no se molestó en instalar sus propios
procedimientos de bloqueo mental, limitándose a establecer llamadas entre los
que ya existían, que luego se conectaban entre sí al ser interrogados, y así
sucesivamente.
Se dispuso
entonces a quitar los pocos códigos que había instalado y, para su sorpresa,
descubrió que no estaban. Maldiciendo, los buscó por todas partes pero no
encontró ni rastro de ellos.
Estaba a punto de
empezar a instalarlos de nuevo cuando comprendió que no los encontraba porque
ya estaban funcionando.
Esbozó una
sonrisa de satisfacción.
Intentó descubrir
cómo funcionaba el otro bloqueo mental del ordenador, pero naturalmente debía
de estar protegido por un bloqueo mental. En realidad, era tan bueno que no
pudo encontrar ni rastro de él. Se preguntó si no serían figuraciones suyas. Si
no habría imaginado que tenía relación con algo del edificio, algo que ver con
el número trece. Hizo unas cuantas pruebas. Sí, evidentemente se lo había
imaginado.
Ya no había
tiempo para rutas caprichosas, estaba claro que se había desencadenado una
importante alerta de seguridad. Ford subió a la planta baja para tomar un
ascensor directo desde allí. Tenía que arreglárselas para devolver el
Ident-i-Klar al bolsillo de Harl antes de que lo echaran en falta. Pero no
sabía cómo.
Al abrirse las
puertas, apareció una numerosa cuadrilla de guardias y robots de seguridad que
esperaban el ascensor esgrimiendo armas de peligroso aspecto.
Le ordenaron que
saliese.
Encogiéndose de
hombros, Ford dio un paso al frente. Empujándole groseramente, entraron en el
ascensor para bajar a los niveles inferiores y seguir buscándolo.
Qué divertido,
pensó Ford, dando a Colin una palmadita amistosa. Era el primer robot
verdaderamente útil que había encontrado jamás. Colin iba delante de él,
flotando en un estado de éxtasis gozoso. Ford se alegró de haberle puesto
nombre de perro.
Estuvo muy
tentado de marcharse en aquel preciso momento y confiar en que todo saliese
bien, pero pensó que habría más posibilidades de éxito si Harl no descubría la
falta de su Ident-i-Klar. Tenía que devolverla sin que se enterasen, como
fuese.
Se dirigieron a
los ascensores directos.
—¡Hola! —saludó
el ascensor al que subieron.
—¡Hola! —contestó
Ford.
—¿Adónde puedo
llevaros hoy, amigos? —preguntó el ascensor.
—Al piso
veintitrés.
—Parece un piso
bastante solicitado —comentó el ascensor.
—Humm —murmuró
Ford, sin gustarle el cariz que tenía aquello.
El ascensor
iluminó el número veintitrés en el panel de los pisos y salió zumbando hacia
arriba. A Ford le extrañó algo del panel, pero no logró determinarlo y lo
olvidó. Le preocupaba más la idea de que el piso a que se dirigía estaba muy
solicitado. No había pensado verdaderamente en cómo enfrentarse a lo que
estuviera pasando allí porque ignoraba con qué iba a encontrarse. Pero tenía
que estar preparado.
Ya habían
llegado.
Las puertas se
abrieron.
Calma siniestra.
Pasillo vacío.
La puerta del
despacho de Harl estaba envuelta en una ligera capa de polvo. Ford sabía que
aquel polvo consistía en billones de minúsculos robots moleculares que habían
salido de la madera para ensamblarse entre sí, reconstruir la puerta,
desmontarse y volver a penetrar en la madera, donde esperarían a que se
produjeran nuevos desperfectos. Ford se preguntó qué clase de vida era aquélla,
pero no por mucho tiempo, porque en aquel momento le preocupaba mucho más su
propia vida.
Respiró hondo y
echó a correr.
9
Arthur se
encontró un poco perdido. Tenía ante sí toda una Galaxia, y se preguntó si no
sería ruin de su parte el quejarse de que le faltaban dos cosas: el mundo en
que había nacido y la mujer que amaba.
Había que
fastidiarse, pensó, y sintió necesidad de orientación y consejo. Consultó la
Guía del autoestopista galáctico. Buscó «orientación» y encontró: «Véase
CONSEJO». Miró «consejo» y la Guía dijo: «Véase ORIENTACIÓN». últimamente hacía
muchas cosas por el estilo, y se preguntó si no le tendría más locuras
reservadas.
Se dirigía al
extremo confín oriental de la Galaxia donde, decían, se hallaba la verdad y la
sabiduría, sobre todo en el planeta Hawalius, tierra de oráculos, profetas y
adivinos, pero también de pizzas para llevar, porque la mayoría de los místicos
eran absolutamente incapaces de prepararse la comida.
Parecía, sin
embargo, que sobre aquel planeta había caído una especie de calamidad. Mientras
Arthur paseaba por el pueblo donde vivía la mayor parte de los profetas, en las
calles se respiraba cierto aire de desánimo. Se cruzó con un profeta que estaba
cerrando su negocio con aire abatido y le preguntó qué ocurría.
—Ya no vienen a
vernos —contestó el profeta en tono áspero mientras clavaba una tabla sobre la
ventana de su cabaña.
—Ah. ¿Y por qué?
—Sujete el otro
extremo de la tabla y se lo mostraré.
Arthur sostuvo el
extremo sin clavar de la tabla y el viejo profeta se escabulló en las
profundidades de la cabaña, de donde volvió a aparecer unos momentos después
con una pequeña radio Sub-Etha. La encendió, movió un poco el dial y la colocó
en un pequeño banco de madera donde solía sentarse a decir profecías. Luego
volvió a sujetar la tabla y siguió dando martillazos.
Arthur se sentó a
escuchar la radio.
—...se confirmará
—decía la radio—. Mañana, el Vicepresidente de Poffla Vigus, Roopy Ga Stip,
anunciará su intención de presentarse a la Presidencia. En un discurso que
mañana pronunciará en...
—Ponga otra
emisora —le dijo el profeta. Arthur apretó el botón de preselección.
—...se nego a
hacer comentarios —dijo la radio—. La semana próxima, el número total de
desempleados en el sector de Zabush será el peor desde que se empezó a llevar
la cuenta. Un informe que se publicará el mes que viene dice que...
—Busque otra
—gritó malhumorado el profeta. Arthur volvió a apretar el botón.
—...lo negó
categóricamente —dijo la radio—. El mes próximo, la boda real entre el príncipe
Gid de la dinastía Soofling y la princesa Hooli de Raui Alfa será la ceremonia
más espectacular que se haya visto jamás en los Territorios Bianyi. Nuestra
enviada especial Trillian Astra nos envía su crónica desde allí.
Arthur pestañeó.
De la radio
surgió el clamor de multitudes vitoreantes y el bullicio de una banda militar.
Una voz muy familiar dijo:
—Pues bien,
Krart, la escena que se desarrolla aquí, a mediados del mes que viene, es
absolutamente increíble. La princesa Hooli está radiante, con un...
El profeta dio un
manotazo a la radio, lanzándola del banco al polvoriento suelo, donde cacareó
como un gallo desafinado.
—Ve con lo que
tenemos que luchar? —gruñó el profeta—. Venga, sujete esto. Eso no, esto. No,
así no. Con esto hacia arriba. Al contrario, estúpido.
—Estaba
escuchando eso —se quejó Arthur, cogiendo torpemente el martillo del profeta.
—Igual que todo
el Inundo. Por eso este sitio parece un pueblo fantasma.
Escupió en el
polvo.
—No, me refiero a
que me parecía alguien conocido.
—¿La princesa
Hooli? Si tuviera que ir por ahí saludando a todos los que conocen a la
princesa Hooli, me harían falta unos pulmones nuevos.
—La princesa no
—repuso Arthur—. La periodista. Se llama Trillian. No sé de dónde ha sacado el
Astra. Es del mismo planeta que yo. Me pregunto por dónde andará.
—Pues últimamente
anda por todo el continuo. Aquí no recibimos las emisoras de televisión tridimensional,
desde luego, gracias al Gran Arkopoplético Verde, pero se la oye en la radio;
va pindongueando de acá para allá por el espacio-tiempo. Esa joven quiere
encontrar una era sin sobresaltos donde sentar la cabeza. Todo eso acabará en
llanto. Probablemente ya habrá terminado así.
Blandió el
martillo y se asestó un fuerte golpe en el pulgar. Empezó a hablar en varias
lenguas.
El pueblo de los
oráculos no era mucho mejor.
Le habían dicho
que si buscaba un buen oráculo lo mejor era dirigirse al que consultaban los
demás oráculos, pero estaba cerrado. A la entrada había un letrero que decía:
«Ya no sé nada. Pruebe en la puerta de al lado, pero sólo es una sugerencia, no
un consejo oficial del oráculo.»
«La puerta de al
lado» era una gruta a unos centenares de metros de distancia, y Arthur se puso
en camino hacia ella.
Humo y vapor
ascendían, respectivamente, de una fogata y de un puchero abollado suspendido
sobre las llamas. Del puchero también salía un olor desagradable. Al menos,
Arthur supuso que salía del puchero. Tendidas de una cuerda, se secaban al sol
las vejigas infladas de una especie de cabra típica de la región y de ahí podía
venir el olor. A una distancia inquietantemente escasa, había una pila de
cadáveres de aquella especie de cabras y el tufillo también podía venir de
allí.
Pero el olor
podía proceder igualmente de la anciana ocupada en espantar las moscas de la
pila de cadáveres. Era una tarea imposible porque cada mosca tenía más o menos
el tamaño de un tapón y la anciana sólo utilizaba una raqueta de tenis de mesa.
Además parecía cegata. De vez en cuando acertaba a una mosca con alguna de sus
desenfrenadas paletadas y, tras un ruido sordo y sumamente gratificante, la
mosca salía proyectada por los aires y acababa aplastada contra una roca a unos
metros de la entrada de la cueva.
A juzgar por su
semblante, daba la impresión de que la anciana vivía para esos momentos.
Arthur contempló
durante un rato ese extraño ejercicio desde respetuosa distancia, y al fin
tosió suavemente para tratar de llamar su atención. Pero, lamentablemente, la
tos, suave y cortés, supuso la inhalación de atmósfera local en mayores
cantidades que hasta entonces y, en consecuencia, Ford sufrió un acceso de
ronca expectoración que le derrumbó contra la roca, sofocado y anegado en
lágrimas. Luchó por recobrar el aliento, pero cada nueva respiración empeoraba
la cosas. Devolvió, medio ahogándose otra vez, se revolcó en el vómito, siguió
rodando unos metros, logró al fin incorporarse con las manos y las rodillas y,
jadeante, se arrastró en busca de aire más fresco.
—Disculpe —dijo,
recobrando un poco el aliento—. De verdad que lo siento muchísimo. Me siento
como un perfecto idiota y...
Hizo un gesto de
impotencia hacia el pequeño montón de vómito esparcido ante la entrada de la cueva.
—¿Qué puedo
decir? ¿Qué podría decir?
Al menos, eso
llamó la atención de la anciana. Miró hacia él con aire receloso, pero como
estaba medio ciega le resultaba difícil encontrarlo entre el paisaje velado y
rocoso.
—¡Hola! —dijo
Ford, agitando la mano para ayudarla.
Al fin lo vio,
gruñó para sus adentros y siguió matando moscas.
Por el modo en
que se producían corrientes de aire cada vez que ella se movía, resultaba
horrorosamente evidente que la principal fuente del mal olor procedía, en
realidad, de la propia anciana. Las vejigas puestas a secar, los putrefactos
cadáveres y la sopa malsana quizá aportasen violentas contribuciones a aquella
atmósfera, pero la presencia olfativa más importante era la de la anciana.
Logró dar otro
buen palmetazo a una mosca, que se estrelló contra la roca derramando sus
entrañas de una forma que la anciana, si es que alcanzaba a ver a esa
distancia, consideró claramente satisfactoria.
Tambaleándose,
Arthur se puso en pie y se limpió con un puñado de hierba seca. No sabía qué
más hacer para anunciar su presencia. Estuvo a punto de marcharse, pero le
pareció vergonzoso dejar el vómito delante de la casa de aquella mujer. Se
preguntó que podría hacer para limpiarlo. Recogió unos puñados de hierba seca y
áspera que crecía aquí y allá.
Pero le dio por
pensar que, si se acercaba al sitio donde había devuelto, en vez de limpiarlo
terminaría ensuciándolo más.
Justo cuando se
debatía por decidir cuál era la mejor forma de proceder, empezó a darse cuenta
de que la anciana finalmente le estaba diciendo algo.
—¿Cómo dice?
—gritó Arthur.
—He dicho que si
le puedo ayudar —dijo ella con una voz tenue y estridente que Arthur apenas
alcanzó a oír.
—Pues, he venido
a pedirle consejo —repuso él, sintiéndose un poco ridículo.
La anciana se
volvió a mirarlo con expresión miope y luego le dio la espalda, dio un
palmetazo a una mosca y falló.
—¿Sobre qué?
—¿Cómo dice?
—repitió Arthur.
—He dicho sobre
qué —casi gritó la anciana.
—Pues bueno, en
realidad sólo quería una especie de consejo general. El folleto decía...
—¡Ja! ¡El
folleto! —replicó la anciana con desprecio. Ahora parecía agitar la paleta más
o menos al azar.
Arthur sacó el
arrugado folleto del bolsillo. No sabía muy bien por qué. Ya lo había leído, y
suponía que la anciana no querría leerlo. Lo abrió de todos modos para tener
algo que mirar durante unos momentos, con el ceño fruncido y aire pensativo. El
artículo del folleto seguía haciendo gala de ingenio sobre las antiguas artes
místicas de los profetas y sabios de Hawalius, y exageraba disparatadamente
sobre las plazas hoteleras del planeta. Arthur seguía llevando un ejemplar de
la Guía del autoestopista galáctico pero, al consultarlo, comprobó que los
artículos se volvían cada vez más confusos y paranoides, exhibiendo gran
profusión de x, j y {. Algo no iba bien.
No sabía si se
trataba de su aparato o de que en el núcleo mismo de la organización de la Guía
algo o alguien andaba muy mal o simplemente sufría alucinaciones. Fuera lo que
fuese, se sentía menos inclinado que de costumbre a confiar en ella, lo que
significaba que no se fiaba ni un ápice, pues solía utilizarla para mirar algo
mientras se comía el bocadillo sentado en una piedra.
La mujer se había
vuelto y ahora se dirigía hacia él. Sin que se notara mucho, Arthur intentó
calcular la dirección del viento, inclinándose a uno y otro lado mientras ella
se acercaba.
—Consejo —dijo la
anciana—. Consejo, ¿eh?
—Pues sí —repuso
Arthur—. Sí, eso es...
Volvió a mirar el
folleto con el ceño fruncido, como para asegurarse de que no había leído mal y
había acabado estúpidamente en el planeta que no era o algo así. El folleto
decía lo siguiente: «Los simpáticos habitantes de la zona se alegrarán de
compartir con usted el conocimiento y la sabiduría de los antiguos. ¡Ahonde con
ellos en los turbulentos misterios del pasado y el futuro!» También había unos
cupones, pero Arthur estaba demasiado avergonzado para cortarlos o tratar de
ofrecérselos a nadie.
—Conque consejo,
¿eh? —repitió la mujer—. Sólo una especie de consejo general, dice usted.
¿Sobre qué? ¿Sobre qué va a hacer en la vida, esas cosas?
—Sí —admitió
Arthur—. Esa clase de cosas. Para serle absolutamente franco, es un problema
con el que me encuentro a veces.
Con pequeños y
rápidos movimientos, trataba desesperadamente de mantenerse contra el viento.
Le sorprendió que la anciana le diera súbitamente la espalda y se dirigiese
hacia la cueva.
—Entonces tendrá
que ayudarme con la fotocopiadora.
—¿Con qué?
—Con la
fotocopiadora —repitió la anciana, pacientemente—. Tendrá que ayudarme a
sacarla fuera. Funciona con energía solar. Pero tengo que guardarla en la
cueva, para que los pájaros no se caguen encima.
—Entiendo.
—Yo que usted
respiraría hondo —murmuró la anciana al entrar con paso firme en la penumbra de
la cueva.
Arthur siguió su
consejo. En realidad, casi aspiró una cantidad excesiva de aire. Cuando pensó
que tenía suficiente, contuvo el aliento y pasó al interior.
La fotocopiadora
era un aparato viejo colocado sobre un carrito desvencijado. Estaba justo a la
entrada del oscuro antro. Las ruedas estaban firmemente atascadas en
direcciones opuestas, y el suelo era accidentado y pedregoso.
—Salga a respirar
—le dijo la anciana. Arthur se estaba poniendo rojo al tratar de mover el
aparato.
Asintió aliviado.
Decidió que si a ella no le daba vergüenza, a él tampoco le daría. Salió,
respiró unas cuantas veces y volvió a entrar para seguir levantando y empujando
la maquina. Tuvo que repetir la operación varias veces hasta que al fin
consiguieron sacarla.
El sol daba de
plano. La anciana desapareció de nuevo en las profundidades de la cueva y
volvió con unos paneles metálicos que conectó a la máquina para recoger la
energía solar.
Miró al cielo con
los ojos entornados. Brillaba el sol, pero había un poco de niebla y calma.
—Tardará un poco
—anunció la mujer.
Arthur dijo que
no le importaba esperar.
La anciana se
encogió de hombros y, con paso resuelto, se acercó a la fogata. Sobre las
llamas burbujeaba el contenido del puchero. La mujer lo removió con un palo.
—No querrá
almorzar, ¿verdad? —preguntó a Arthur.
—Ya he comido,
gracias —contestó Arthur—. No, de verdad. Ya he almorzado.
—No me cabe duda
—confirmó la anciana. Siguió dando vueltas con el palo. Al cabo de unos minutos
sacó un trozo de algo, lo sopló para que se enfriara un poco y se lo llevó a la
boca.
Masticó con aire
pensativo.
Luego se dirigió
despacio al montón de cadáveres de los animales semejantes a cabras. Escupió
sobre ellos el trozo que tenía en la boca y volvió renqueante al puchero.
Intentó quitarlo del trípode del que colgaba.
—¿Puedo ayudarla
—se ofreció Arthur, poniéndose cortésmente en pie y apresurándose hacia ella.
juntos
descolgaron el puchero del trípode y lo bajaron por la pequeña cuesta que
descendía desde la cueva hasta una hilera de pequeños y nudosos árboles que
bordeaban una hondonada con mucha pendiente pero poco profunda, de la que
emanaba toda una nueva gama de olores repulsivos.
—¿Preparado?
—inquirió la anciana.
—Sí —dijo Arthur,
aun sin saber para qué,
—A la una —dijo
la anciana.
—A las dos
—prosiguió la anciana.
—Y a las tres
—concluyó la anciana.
Justo a tiempo,
Arthur comprendió qué se proponía. Juntos arrojaron el contenido del puchero a
la hondonada.
Al cabo de un par
de horas de incomunicativo silencio, la anciana decidió que los paneles solares
habían absorbido la energía suficiente para que funcionase la máquina y
desapareció en la cueva para buscar algo. Al fin salió con unos montones de
papeles que fue pasando por la máquina.
Entregó las
copias a Arthur.
—Entonces, éste
es, humm, su consejo, ¿verdad? —dijo Arthur con aire de duda.
—No. Es la
historia de mi vida. Mira, lo acertado de cualquier consejo que pueda dar una
persona debe juzgarse con respecto a los aciertos que esa persona haya tenido
en la vida. Ahora bien, si echas un vistazo a ese documento, verás que he
subrayado todas las decisiones importantes que he tomado a lo largo de mi vida.
Hay un índice, con referencias. ¿Lo ves? Lo único que te aconsejo es que tomes
precisamente las decisiones contrarias de las que yo he tomado, y quizá no
acabes al final... —hizo una pausa y se llenó los pulmones para proferir un
buen grito—... ¡en una apestosa cueva como ésta!
Cogió la raqueta
de pimpón, se remango, se dirigió con paso resuelto al montón de cadáveres de
la especie de cabras y se lió a cazar moscas con un derroche de fuerza y vigor.
El último pueblo
que visitó Arthur se componía únicamente de postes sumamente altos. Llegaban
tan arriba que desde el suelo era imposible saber qué había al final, y Arthur
tuvo que trepar a tres antes de encontrar uno en cuya cúspide hubiera algo más
que una plataforma cubierta de excrementos de pájaros.
No era cosa
fácil. Se subía escalando unos breves tacos de madera clavados al poste que
ascendían en lentas espirales. Cualquier turista menos dispuesto que Arthur
habría tomado un par de fotos para luego dirigirse inmediatamente al Bar &
Grill más próximo, donde además podía comprar una variedad de tartas muy dulces
y pegajosas para ir a comérselas delante de los ascetas. Pero la mayoría de los
ascetas ya se habían marchado, sobre todo a consecuencia de eso. En realidad se
habían marchado a establecer lucrativos centros de terapia en los mundos más
prósperos del meandro noroccidental de la Galaxia, donde la vida resultaba unos
diecisiete millones de veces más fácil y el chocolate era simplemente fabuloso.
Daba la casualidad de que los ascetas no conocían el chocolate antes de
entregarse al ascetismo. La mayoría de los clientes que asistían a sus centros
de terapia lo conocían demasiado bien.
En lo alto del
tercer poste, Arthur se detuvo a tomar un respiro. Estaba sofocado y con mucho
calor, porque cada poste medía unos quince o veinte metros. El mundo parecía
girar vertiginosamente a su alrededor, pero eso no le inquietaba mucho. Sabía
que, lógicamente, no moriría hasta que llegase a Stavrómula Beta, por lo que
había adoptado una despreocupada actitud ante las situaciones de extremo
peligro personal. Sentía cierto vértigo encaramado en lo alto de un poste a
veinte metros de altura, pero lo combatió comiéndose un bocadillo. Estaba a
punto de embarcarse en la lectura de las fotocopias que contaban la vida de la
adivina, cuando sufrió un fuerte sobresalto al oír una tosecilla a su espalda.
Se volvió con tal
brusquedad que soltó el bocadillo, y éste cayó dando vueltas por el aire y pareció
bastante pequeño cuando aterrizó en el suelo.
A diez metros
detrás de él había otro poste y, entre las tres docenas que formaban aquel
bosque de postes dispersos, era el único cuya cima estaba ocupada. Por un
anciano que, a su vez, parecía ocupado en profundos pensamientos que le hacían
fruncir el entrecejo.
—Disculpe —dijo
Arthur. El anciano no le hizo caso. Quizá no le oyó. Había un poco de brisa.
Arthur había oído la tosecilla por pura casualidad.
—¿Oiga? —gritó
Arthur—. ¡Oiga!
El anciano desvió
al fin la vista hacia él. Pareció sorprendido de verlo. Arthur no sabía si
estaba sorprendido y contento de verlo, o sólo sorprendido.
—¿Está abierto?
—le preguntó Arthur.
El anciano arrugó
el ceño sin comprender. Arthur no sabía si es que no le entendía o no le oía.
—Voy para allá.
No se vaya.
Bajó a gatas de
la estrecha plataforma y descendió rápidamente por los tacos en espiral. Al
llegar al suelo estaba completamente mareado.
Se dirigió al
poste en el que estaba sentado el anciano y de pronto se dio cuenta de que el
descenso le había desorientado y ya no estaba seguro de cuál era.
Miró alrededor en
busca de algún punto de referencia y lo encontró.
Trepó. No era
aquél.
—¡Maldita sea!
—exclamó—. ¡Disculpe! —repitió dirigiéndose al anciano, que ahora se encontraba
justo delante de él, a unos doce metros de distancia—. Me he despistado. En un
momento estoy con usted.
Volvió a bajar,
molesto y con mucho sofoco.
Cuando llegó,
sudando y jadeante, a lo alto del poste que con toda seguridad era el bueno, se
dio cuenta de que, por lo que fuese, el anciano le estaba tomando el pelo.
—¿Qué quieres?
—le gritó malhumorado el anciano, sentado ahora en lo alto del poste en el que,
según reconoció Arthur, se había estado comiendo el bocadillo.
—¿Cómo ha llegado
hasta ahí? —le preguntó Arthur, pasmado.
—¿Crees que te
voy a decir así, por las buenas, lo que me ha costado descubrir cuarenta
primaveras, veranos y otoños de estar sentado en lo alto de un poste?
—¿Y los
inviernos?
—¿Qué pasa con
los inviernos?
—¿En invierno no
se sienta en ningún poste?
—Sólo porque me
pase sentado en un poste la mayor parte de la vida no significa que sea un
imbécil. En el invierno me voy al Sur. Tengo una casa en la playa. Me siento en
la chimenea.
—¿Puede dar un
consejo a un viajero?
—Sí. Que se
consiga una casa en la playa.
—Entiendo.
El anciano miró
al cálido, seco y árido paisaje. Desde donde estaba, Arthur apenas alcanzaba a
ver a la anciana, una mancha diminuta en la distancia, que brincaba de un lado
para otro cazando moscas.
—¿La ves, —preguntó
de pronto el anciano?
—Sí. En realidad,
la he consultado.
—iMucho que sabe
ésa!. Me quedé con la casa de la playa porque ella la rechazó. ¿Qué consejo te
dio?
—Que hiciese
exactamente lo contrario de lo que ella había hecho.
—En otras
palabras, que te busques una casa en la playa.
—Supongo que sí.
Bueno, a lo mejor me compro una.
—Humm.
El horizonte
estaba bañado en una fétida calma.
—¿Algún otro
consejo? —preguntó Arthur— ¿Que no tenga que ver con bienes raíces?
—Una casa en la
playa es algo más que eso. Es un bien espiritual —aseguró el anciano,
volviéndose para mirar a Arthur.
Extrañamente, el
rostro de aquel hombre sólo estaba ahora a sesenta centímetros de distancia. En
cierto modo, presentaba una forma enteramente normal, pero su cuerpo estaba sentado
con las piernas cruzadas sobre un poste a doce metros de distancia mientras que
su rostro parecía estar a sesenta centímetros de la cara de Arthur. Sin mover
la cabeza ni hacer nada raro, se puso en pie y pasó a la punta de otro poste. O
sólo era efecto del calor, pensó Arthur, o el espacio era una dimensión
diferente para él.
—Una casa en la
playa no tiene por qué estar necesariamente en la playa. Aunque las mejores sí
lo están —sentenció el anciano, que añadió—: A todos nos gusta emplazarnos en
condiciones límite.
—¿De veras?
—Donde la tierra
se une al agua. Donde la tierra se funde con el aire. Donde el cuerpo se
disuelve en la mente. Donde el espacio se convierte en tiempo. Nos gusta estar
en un lado y mirar al otro.
Arthur sintió una
tremenda emoción. Eso era exactamente lo que prometía el folleto. Ahí tenía un
hombre que parecía moverse a través de alguna suerte de espacio Escher y decía
cosas verdaderamente profundas sobre toda clase de cosas.
Aunque le ponía
nervioso. El anciano pasaba ahora del poste al suelo, del suelo a un poste, de
poste a poste, de poste al horizonte y al revés: estaba dejando completamente
en ridículo al universo espacial de Arthur.
—¡Deténgase, por
favor! —gritó Ford, de pronto.
—No lo puedes
soportar, ¿eh? —contestó el anciano. Sin hacer el menor movimiento ya estaba
allí otra vez, sentado con las piernas cruzadas en lo alto de un poste a unos
12 metros de Arthur—, Has venido a pedirme consejo, pero no aguantas nada que
no te resulte familiar. Humm. Así que tendremos que decirte algo que ya sepas,
pero de forma que te resulte una novedad, ¿no? Pues vuelta a la normalidad,
supongo.
Suspiró, mirando
a lo lejos con los ojos entornados y expresión sombría.
—¿De dónde eres,
muchacho?
Arthur decidió
comportarse de manera inteligente. Estaba harto de que todo el que se
encontraba le tratase como a un perfecto imbécil.
—¿Sabe lo que
vamos a hacer? —dijo Arthur—. Pues mire. Ya que es adivino, ¿por qué no me lo
dice usted?
—Sólo estaba
dándote conversación —repuso el anciano, suspirando de nuevo y pasándose la
mano de un lado a otro de la nuca. Al llevarla de nuevo hacia adelante, tenía
un globo terráqueo girando sobre su dedo índice. Era inconfundible. Lo hizo
desaparecer. Arthur se quedó atónito.
—¿Cómo lo ha...
—No te lo puedo
decir.
—¿Por qué no? Yo
vengo de ahí.
—No puedes ver lo
que yo veo porque ves lo que ves. No puedes saber lo que yo sé porque sabes lo
que sabes. Lo que veo y lo que sé no puede añadirse a lo que ves y lo que sabes
porque son cosas de distinta especie. Ni tampoco puede sustituir lo que ves y
lo que sabes porque eso supondría sustituirte a ti mismo.
—Espere un
momento, ¿lo puedo anotar? —preguntó Arthur, rebuscando entusiasmado en el
bolsillo en busca de un lápiz.
—En el puerto
espacial puedes coger un ejemplar —le sugirió el anciano—. Tienen estanterías
llenas de estas cosas.
—Ah —dijo Arthur,
decepcionado—. Bueno, ¿no hay nada más específico para mí?
—Todo lo que ves,
oyes o sientes de la forma que sea, es específicamente tuyo. Tú creas un
universo al percibirlo, de modo que todo lo que percibes en ese universo es
específicamente tuyo.
Arthur lo miró
con aire de duda.
—¿Eso también lo
puedo encontrar en el puerto espacial?
—Compruébalo.
—El folleto dice
—indicó Arthur, sacándolo del bolsillo y mirándolo de nuevo— que pueden darme
una oración especialmente hecha para mí y mis necesidades.
—Ah, muy bien.
Ahí va una oración para ti. ¿Tienes un lápiz?
—Sí.
Dice así. Vamos a
ver: «Líbrame de saber lo que no necesito saber. Líbrame hasta de saber que
existen conocimientos que desconozco. Líbrame de saber que he decidido no saber
nada de las cosas que he resuelto ignorar. Amén.» Eso es todo. De todas formas,
no es más que lo que repites en tu fuero interno sin abrir los labios, así que
bien puedes decirlo abiertamente.
—Humm. Pues,
gracias...
—Hay otra oración
muy importante que acompaña a ésa —prosiguió el anciano—, así que será mejor
que la anotes también.
—Muy bien.
Dice así: «Señor,
Señor, Señor...» Es mejor añadir eso, por si acaso. Nunca se sabe. «Señor,
Señor, Señor. Líbrame de las consecuencias de la oración anterior. Amén». Y ya
está. La mayoría de los problemas con que la gente se topa en la vida vienen de
que se olvida de esta última parte.
—¿Ha oído hablar
alguna vez de un sitio que se llama Stavrómula Beta —preguntó Arthur.
—No.
—Bueno, pues
gracias por su ayuda —concluyó Arthur.
—De nada —repuso
el anciano sentado en el poste, y desapareció.
10
Ford se arrojó
contra la puerta del despacho del director, se hizo una bola cuando el marco
crujió y cedió de nuevo, rodó rápidamente por el suelo hasta el elegante sofá
gris de cuero arrugado e instaló tras él su base de operaciones estratégica.
Ése era el plan,
al menos.
Lamentablemente,
el elegante sofá gris de cuero arrugado no estaba.
¿Por qué tiene la
gente —se preguntó Ford mientras giraba en el aire, daba una sacudida, se
lanzaba en picado y se guarecía tras el escritorio de Harl— esa estúpida
obsesión de cambiar los muebles del despacho cada cinco minutos?
¿Por qué
sustituir, por ejemplo, un sofá gris de cuero arrugado que, si bien bastante
descolorido, hacía buen servicio, por lo que tenía toda la apariencia de un
pequeño carro blindado?
¿Y quién era
aquel tío grande con un lanzacohetes al hombro? ¿Alguien de la oficina
principal? Imposible. Aquélla era la oficina principal de la Guía. Al menos lo
había sido. Sabía Zarquon de dónde serían aquellos tipos de Empresas
Dimensinfín. De ningún sitio con mucho sol, a juzgar por el color y la textura
de su piel de babosa. Todo aquello era un desatino, pensó Ford. La gente
relacionada con la Guía debía ser de sitios soleados.
Había varios, en
realidad, y todos parecían llevar más armas y blindaje de lo que suele
esperarse en directivos de una empresa, incluso en el agitado y turbulento
mundo de los negocios de hoy.
Pero era
demasiado suponer, desde luego. Suponía que aquellos individuos altos, de
cuello de toro y cara de babosa tenían algo que ver con Empresas Dimensinfín,
pero era una suposición razonable y se alegró al ver que en el blindaje
llevaban un logotipo que decía «Empresas Dimensinfín». Albergaba, sin embargo,
la alarmante sospecha de que no se trataba de una reunión profesional. Tenía,
además, la inquietante impresión de que, en cierto modo, aquellas criaturas le
resultaban conocidas. Familiares, sí, pero con un atuendo extraño.
Bueno, ya llevaba
en la habitación más de dos segundos y medio y pensó que probablemente ya era
hora de hacer algo constructivo. Podría tomar un rehén. Eso estaría bien.
Vann Harl estaba
en su sillón giratorio con aire alarmado, pálido y tembloroso. Probablemente le
habían dado alguna mala noticia, además de un mal golpe en la nuca. Ford se
puso en pie de un salto y se lanzó hacia él.
Con el pretexto
de atenazarlo por el cuello con una buena doble Nelson, Ford logró introducirle
subrepticiamente la Ident-i-Klar en el bolsillo interior.
¡Hecho!
Lo que había
venido a hacer ya estaba hecho. Ahora sólo tenía que largarse de allí soltando
un discurso.
—Muy bien —dijo—.
Yo...
El individuo
grande del lanzacohetes se volvió hacia Ford Prefect para ponerlo en su punto
de mira, cosa que Ford no pudo dejar de tachar de conducta irresponsable.
—Yo...
—prosiguió. Pero entonces, en un impulso repentino, decidió agacharse.
Hubo un rugido
ensordecedor mientras brotaban llamas de la parte posterior del arma y un
cohete salía disparado por delante.
El proyectil pasó
junto a Ford y dio en el ventanal, que por la fuerza de la explosión se hinchó
como una vela entre una lluvia de un millón de fragmentos. El ruido y la
presión del aire reverberaron por la habitación en una enorme onda expansivo,
lanzando por la ventana un par de sillas, un archivador y a Colin, el robot de
seguridad.
¡Ah! Así que
después de todo no son totalmente a prueba de cohetes, pensó Ford. A alguien
habría que decirle un par de cosas. Soltó a Harl y trató de decidir por qué
lado echaría a correr.
Estaba rodeado.
El tipo alto del
lanzacohetes estaba situándose en posición de efectuar otro disparo.
Ford no tenía ni
idea de qué hacer.
—Oiga —dijo con
voz firme. Pero no estaba seguro de cuántas cosas como «Oiga» dichas con voz
firme tendría que decir para contenerlo, y no le sobraba el tiempo. Qué coño,
pensó, sólo se es joven una vez, y se lanzó por la ventana. Al menos, con eso
mantendría el elemento sorpresa de su parte.
11
Lo primero que tenía
que hacer, comprendió resignado Arthur Dent, era buscarse una vida. Lo que
suponía encontrar un planeta en el que hubiese vida. Tenía que ser un planeta
donde pudiese respirar, estar de pie y sentarse sin sentir molestias
gravitatorias. Debía ser un sitio que tuviese bajos niveles de ácido y donde
las plantas no fuesen realmente agresivas.
—No me gustaría
parecer antrópico en esto —comentó la extraña criatura sentada tras el
mostrador del Centro Asesor de Nuevas Colonizaciones de Pintelton Alfa—, pero preferiría
vivir en alguna parte donde la gente se pareciese vagamente a mí. Ya sabe.
Seres humanos.
Detrás del
mostrador, la extraña criatura movió las antenas, aún más extrañas, y pareció
bastante sorprendida. Se escurrió del asiento y avanzó despacio arrastrándose
por el suelo, ingirió el viejo archivador metálico y luego, con un gran eructo,
excretó el cajón pertinente. Sacó de la oreja dos relucientes tentáculos,
extrajo unas carpetas, se tragó de nuevo el cajón y vomitó el archivador.
Volvió a rastras, se encaramó de nuevo al asiento dejando un rastro de baba y
dio un palmetazo con las carpetas en el mostrador.
—¿Ve algo de su
agrado? —preguntó.
Arthur hojeó
nerviosamente unos papeles mugrientos y húmedos. Sin duda se encontraba en
algún lugar remoto de la Galaxia, a la izquierda del universo que comprendía y
reconocía. En el espacio donde debería estar su propia casa había ahora un
planeta rústico y abominable, anegado de lluvia, poblado de malhechores y
puercos de las marismas. Incluso la Guía del autoestopista galáctico sólo
funcionaba de forma irregular en aquella parte, razón por la cual se veía
obligado a hacer esa especie de indagaciones en aquellos sitios. Siempre
preguntaba por Stavrómula Beta, pero nadie había oído hablar de ese planeta.
Los mundos
existentes parecían bastante tétricos. Eran poco prometedores porque él no
tenía mucho que ofrecer. Se sintió como una verdadera calamidad al comprender
que, aunque procedía de un mundo con automóviles, ordenadores, ballet y
armagnac, personalmente no sabía nada de esas cosas. No sabía hacerlas.
Abandonado a sus propios recursos, era incapaz de fabricar un tostador. Podía
hacerse un bocadillo, eso era todo. No había mucha demanda de sus servicios.
Se le cayó el
alma a los pies. Y le sorprendió, porque pensaba que ya se le había caído lo
más bajo posible. Cerró un momento los ojos. Tenía tantos deseos de estar en
casa. Cómo deseaba que su mundo, la Tierra en la que había crecido, no hubiera
sido demolido. Deseaba tanto que cuando volviera a abrir los ojos se encontrara
a la puerta de su casita en la campiña occidental de Inglaterra, con el sol
brillando sobre las verdes colinas, la furgoneta de correos subiendo por el
sendero, los narcisos floreciendo en el jardín, mientras a lo lejos la taberna
abría a la hora de comer. Tenía tantas ganas de llevarse el periódico a la
taberna para leerlo mientras se bebía una pinta de cerveza, Cuánto le apetecía
hacer el crucigrama. Sentía unos enormes deseos de quedarse atascado en el 17
vertical.
Abrió los ojos.
La extraña
criatura emitía irritadas pulsaciones hacia él, tamborileando sobre el
mostrador con una especie de pseudópodos.
Arthur sacudió la
cabeza y miró el siguiente papel.
Siniestro, pensó.
Y el siguiente.
Muy tétrico. Y el
siguiente.
Ah... Aquél sí
parecía mejor.
Era un mundo
llamado Bartledán. Tenía oxígeno. Colinas verdes. incluso renombre, según
parecía, por su cultura literaria. Pero lo que más despertó su interés fue la
fotografía de un grupo de barteldanos en la plaza de un pueblo que sonreían
agradablemente a la cámara.
—¡Ah! —exclamó,
tendiendo la fotografía a la extraña criatura de detrás del mostrador.
Sus ojos se
proyectaron hacia adelante sobre unos pedúnculos y recorrieron el papel de
arriba abajo, untándolo todo con un rastro de baba.
—Sí —comentó con
desprecio—. Tienen exactamente el mismo aspecto que usted.
Arthur viajó a
Barteldán y, con el dinero que le habían dado por la venta de saliva y recortes
de uñas de los pies en un banco de DNA, compró una habitación en el pueblo
retratado en la fotografía. Era muy agradable. El aire era suave. La gente
tenía su mismo aspecto y no parecía importarle su presencia. No le atacaron con
nada. Se compró ropa y un armario para guardarla.
Ya tenía una
vida. Ahora tenía que encontrarle un sentido.
Al principio trató
de sentarse a leer. Pero la literatura de Barteldán, aunque famosa en todo
aquel sector de la Galaxia por su gracia y sutileza, no parecía capaz de
mantener su interés. El problema era que no versaba efectivamente sobre los
seres humanos. Ni sobre lo que querían los seres humanos. Los barteldanos se
parecían considerablemente a los seres humanos, pero cuando se les decía
«Buenas tardes» tendían a mirar alrededor con cierto aire de sorpresa,
olfateaban el aire y contestaban que sí, seguramente hacía buena tarde, ahora
que Arthur lo decía.
—No, lo que
quiero es desearle que pase usted una buena tarde —decía Arthur o, mejor dicho,
solía decir. Pronto empezó a evitar esas conversaciones. Y añadía—: Quiero
decir que espero que pase usted una buena tarde.
Más perplejidad.
—¿Desear?
—preguntaba al fin el barteldano, desconcertado y cortés.
—Pues sí —decía
entonces Arthur—. Sólo expreso la esperanza de que...
—¿Esperanza?
—Sí.
—¿Qué es
esperanza?
Buena pregunta,
pensaba Arthur, retirándose a su habitación a pensar sobre las cosas de la
vida.
Por una parte, no
tenía más remedio que reconocer y respetar lo que aprendía de la concepción del
universo que tenían los bateldanos, que consistía en que el universo era lo que
era, O lo tomas o lo dejas. Por otro lado no podía dejar de pensar que el no
querer nada, ni siquiera desear o esperar, era simplemente antinatural.
Natural. Esa era
un palabra engañosa.
Tiempo atrás
había comprendido que muchas de las cosas que él consideraba naturales, como
comprar regalos de Navidad, detenerse ante un semáforo en rojo o caer a razón
de diez metros por segundo, no eran más que hábitos de su propio mundo y no
significaban necesariamente lo mismo en cualquier otro sitio; pero no desear,
eso no podía ser natural, ¿verdad? Sería igual que no respirar.
Respirar era otra
cosa que tampoco hacían los barteldanos, pese al oxígeno de su atmósfera.
Simplemente estaban ahí. De vez en cuando echaban alguna carrera y jugaban al
tenis y a otras cosas (aunque sin deseo de ganar, claro; sólo jugaban y, quien
ganara, había ganado), pero en realidad nunca respiraban. Por lo que fuese, era
innecesario. Arthur aprendió en seguida que jugar al tenis con ellos resultaba
demasiado inquietante. Aunque tenían aspecto humano, se movían y hablaban como
personas, no respiraban y no experimentaban deseo alguno.
Por otro lado,
respirar y desear era casi todo lo que Arthur hacía a lo largo del día. A veces
deseaba cosas con tal intensidad que respiraba con agitación y tenía que
tumbarse un rato. Solo. En su pequeña habitación. Tan lejos del mundo donde
había nacido que su cerebro ni siquiera podía realizar las necesarias
operaciones de cálculo sin quedarse completamente agotado.
Mejor no
pensarlo. Prefería sentarse a leer; o lo hubiese preferido en caso de que
hubiera habido algo que mereciese la pena leer. Pero en las historias
barteldanas nadie quería nunca nada. Ni siquiera un vaso de agua. Si tenían sed
iban a buscarlo, desde luego, pero si no estaba a su alcance no volvían a
pensar en ello. Acababa de leer un libro entero donde el protagonista, tras
realizar diversas actividades a lo largo de una semana, como trabajar en el
jardín, jugar bastantes partidos de tenis, ayudar a reparar una carretera y
hacer un hijo a su mujer, moría inesperadamente de sed justo antes del último
capítulo. Irritado, había hojeado el libro hacia atrás y al final encontró una
referencia de pasada a cierto problema de fontanería en el capítulo segundo.
Eso era todo. Así que aquel tipo se moría. Suele pasar.
Eso ni siquiera
era el punto culminante del libro, porque no lo había. El personaje moría hacia
la tercera parte del penúltimo capítulo, y el resto de la narración versaba de
nuevo sobre la reparación de carreteras. La novela simplemente se caía muerta a
la palabra número cien mil, porque ésa era la extensión de los libros en
Bartledán.
Arthur arrojó el
libro al otro extremo del cuarto, vendió la habitación y se marchó. Se puso a
viajar con desordenado abandono, dedicándose cada vez más al trueque de saliva,
uñas de pies y manos, sangre, pelo y cualquier otra cosa que le pidieran, por
viajes. Descubrió que por semen podría viajar en primera clase. No se instalaba
en parte alguna, sólo existía en el mundo hermético y crepuscular de las
cabinas de naves hiperespaciales, comiendo, bebiendo, durmiendo, viendo
películas, parando únicamente en los puertos a donar más DNA y tomar la
siguiente nave de largo recorrido. Sin dejar de esperar que le ocurriese otro
accidente.
Cuando se intenta
que ocurra el accidente que conviene, el problema es que no sucede. Ése no es
el sentido de «accidente». El que finalmente ocurrió no era el que Arthur
andaba buscando. La nave en que viajaba empezó a emitir señales luminosas en el
hiperespacio, fluctuó horriblemente entre noventa y siete puntos diferentes de
la Galaxia al mismo tiempo, recibió el inesperado tirón del campo gravitatorio
de uno de ellos, que correspondía a un planeta inexplorado, quedó atrapada en
su atmósfera exterior y, con un silbido y a toda velocidad, empezó a
precipitarse por ella.
Los sistemas de
la nave protestaron durante toda la caída, anunciando que la normalidad era
absoluta y todo marchaba perfectamente, pero cuando dio una última y turbulenta
pirueta arrancando bárbaramente casi un kilómetro de árboles para acabar
estallando en una desbordante bola de fuego, quedó claro que no era así.
Las llamas
engulleron el bosque, se mantuvieron hasta bien entrada la noche y entonces,
como obliga la ley a los fuegos imprevistos de determinado tamaño, se apagaron
por completo. Otros fuegos pequeños siguieron estallando poco después cuando
algunos restos de la nave explotaron calladamente en sitios desperdigados.
Luego se apagaron a su vez.
Debido al puro
aburrimiento de interminables viajes interplanetarios, Arthur Dent era el único
de a bordo que conocía verdaderamente los procedimientos de seguridad de la
nave en caso de aterrizajes inesperados, y en consecuencia fue el único
superviviente. Aturdido, herido y maltrecho, yacía en una envoltura esponjosa
de plástico rosa enteramente estampada con la leyenda de «Usted lo pase bien»
escrita en unas trescientas lenguas.
Negros y
estrepitosos silencios le inundaban de náuseas la mente destrozada. Con una
especie de resignada certidumbre sabía que no iba a morir, porque aún no había
llegado a Stavrómula Beta.
Tras lo que
pareció una eternidad de dolor y oscuridad, notó que unas figuras silenciosas
se movían a su alrededor.
12
Ford se desplomó
por el aire entre una nube de esquinas de cristal y trozos de silla. No había
pensado bien las cosas, otra vez, limitándose a improvisar y ganar tiempo. En
momentos de crisis importantes, con frecuencia le había resultado provechoso el
pasar rápidamente revista a su vida. Le daba la oportunidad de reflexionar, de
ver las cosas con cierta perspectiva, y a veces le brindaba una pista
fundamental sobre qué hacer a continuación.
El suelo ascendía
a su encuentro a una velocidad de diez metros por segundo, pero pensó abordar
ese problema cuando llegara a él. Cada cosa a su tiempo.
Ah, ahí estaba.
Su niñez. Era una parte monótona, ya la había repasado antes. Las imágenes se
sucedieron con rapidez. Época aburrida en Betelgeuse Cinco. Zaphod Beeblebrox
de niño. Sí, sabía todo aquello. Deseó tener un mando de rebobinado rápido en
el cerebro. La fiesta de su séptimo cumpleaños, cuando le regalaron su primera
toalla. Vamos, vamos.
Iba dando vueltas
y retorciéndose al caer, y a aquella altura el aire le estremecía los pulmones
de frío. Trató de no inhalar cristales.
Los primeros
viajes a otros planetas. ¡Oh, por amor de Zark, aquello era como un documental
antes de la película! Los primeros tiempos de su trabajo en la Guía.
¡Ah!
Aquéllos sí eran
buenos tiempos. Trabajaban frente a una cabaña en el Atolón Bwenelli de
Fanalla, antes de la invasión de riktanaralos y los danquedos. Media docena de
tíos, unas toallas, un puñado de aparatos informáticos de gran complejidad y,
lo más importante, muchos sueños. No, lo más importante era el ron fanallano.
Para ser absolutamente precisos, el aguardiente OI Janx era lo más importante,
luego el ron fanallano, y también algunas playas del Atolón que frecuentaban
las chicas de por allí, pero los sueños también eran importantes. ¿Qué había
pasado con ellos?
En realidad no
recordaba muy bien en qué consistían, pero entonces tenían una enorme
importancia. Desde luego no incluían aquella gigantesca torre de oficinas por
cuyo costado estaba cayendo ahora. Todo eso había empezado cuando algunos
miembros del equipo original quisieron sentar la cabeza y se volvieron
ambiciosos mientras él y otros se quedaban sobre el terreno, investigando,
haciendo autoestop, alejándose cada vez más de la pesadilla empresarial en que
inevitablemente se había convertido la Guía y de la monstruosidad
arquitectónica que había terminado ocupando. ¿Qué pintaban los sueños en todo
eso? Pensó en los abogados de la empresa, que ocupaban la mitad del edificio,
los «agentes» de los niveles inferiores, los redactores jefe y sus secretarias,
los abogados de sus secretarias, las secretarias de los abogados de sus
secretarias y, lo peor de todo, los contables y el departamento comercial.
Casi deseó seguir
cayendo. Y hacerles a todos el signo de la victoria.
Ahora pasaba por
el piso decimoséptimo, donde estaba el departamento comercial. Un montón de
borrachuzos que discutían sobre el color que debía darse a la Guía, haciendo
gala de su talento infinitamente infalible para ver las cosas muy fáciles
después de pasadas. Si alguno de ellos se hubiera asomado a la ventana en aquel
momento, se habría alarmado al ver a Ford Prefect caer frente a ellos hacia una
muerte segura mientras le hacía rápidamente el signo de la victoria.
Piso dieciséis.
Subredactores jefe. Mamones. ¿Qué pasaba con el original que le habían cortado?
Quince años de investigaciones que había acumulado yendo de un planeta a otro y
se lo dejaban reducido a dos palabras: «Fundamentalmente inofensiva.» Signos de
la victoria para ellos también.
Piso quince.
Administración logística, a saber qué sería eso. Todos tenían coches grandes.
De eso se trataba, pensó.
Piso catorce.
Personal. Tenía la muy astuta sospecha de que eran ellos quienes habían tramado
sus quince años de exilio mientras la Guía se transformaba en aquel monolito
empresarial (o mejor dicho, en un duolito, no había que olvidar a los
abogados).
Piso trece.
Investigación y desarrollo.
Un momento.
Piso trece.
Tenía que pensar
bastante rápido, pues la situación se estaba volviendo un tanto apremiante.
De pronto recordó
el panel de pisos del ascensor. No tenía piso trece. No le había dado
importancia porque, después de pasar quince años en la Tierra, planeta bastante
atrasado y supersticioso con el número trece, estaba acostumbrado a estar en
edificios que no tenían piso trece. Pero ahí no había razón.
Las ventanas del
piso trece, según observó en el instante en que pasó rápidamente frente a
ellas, tenían cristales oscuros.
¿Qué estaba
pasando allí? Empezó a recordar todo lo que había dicho Harl. Una sola Guía,
nueva y multidimensional, difundida en un número infinito de universos. De la
forma en que lo había explicado Harl, parecía un absoluto disparate ideado por
el departamento comercial con el apoyo de los contables. Si consistía en algo
más serio, entonces era una idea descabellada y muy peligrosa. Había algo de
verdad en ello. ¿Qué ocurría tras las oscuras ventanas del clausurado piso
trece?
Ford sintió una
creciente punzada de curiosidad, seguida de una creciente punzada de pánico.
Ésa era su lista completa de sensaciones ascendentes. En todos los demás
aspectos, seguía cayendo a toda velocidad. Tendría que empezar realmente a
pensar en cómo iba a salir vivo de aquella situación.
Miró hacia abajo.
A unos cien metros de sus pies empezaba a congregarse gente. Algunos miraban
expectantes hacia arriba. Dejándole sitio. Suspendían la maravillosa y
enteramente necia Busca del Wocket.
Lamentaría
decepcionarlos, pero no se había dado cuenta hasta entonces de que a unos
setenta centímetros debajo de él tenía a Colin, que iba feliz y contento,
meciéndose a la espera de que decidiese qué hacer.
—¡Colin! —gritó Ford.
Colin no
respondió. Ford se quedó helado. Entonces recordó de pronto que no le había
dicho que se llamaba Colin.
—¡Ven aquí!
Colin se puso a
su altura con una breve sacudida. Disfrutaba inmensamente del viaje en picado,
y esperaba que a Ford también le gustase.
Su mundo se tornó
inesperadamente negro cuando la toalla de Ford lo envolvió de pronto. Se sentía
muchísimo más pesado. Le encantaba y emocionaba el desafío que Ford le había
presentado. Sólo estaba un tanto inseguro de si podría afrontarlo, nada más.
La toalla formaba
un cabestrillo sobre Colin. Ford iba colgando de la toalla, agarrado a las
puntas. Otros autoestopistas consideraban conveniente modificar las toallas de
extraña manera, entretejiéndolas de toda clase de herramientas y cosas
prácticas, incluso equipos informáticos. Ford era un purista. Le gustaba que
las cosas no perdieran la sencillez. Llevaba una toalla normal y corriente, de
una de tantas tiendas de artículos domésticos. Incluso conservaba el dibujo de
flores azul y rosa pese a sus repetidos intentos de decolorarla y lavarla a la
piedra. Llevaba entretejidos un par de alambres, un lápiz flexible y ciertas
sustancias nutritivas embebidas en una de las puntas del tejido para que le
resultara fácil chupetearlas en caso de emergencia, pero por lo demás era una
toalla sencilla con la que uno se podía secar la cara.
La única
modificación real que un amigo le convenció de hacer fue reforzar las costuras.
Ford se agarraba
a las costuras como un loco. Seguían bajando, pero a menos velocidad.
—¡Arriba, Colin!
—gritó.
Nada.
—¡Te llamas
Colin! ¡Así que cuando yo diga «Arriba, Colin», quiero que tú, Colin, empieces
a subir! ¿De acuerdo? ¡Arriba, Colin!
Nada. O mejor
dicho, una especie de amortiguado gruñido de Colin. Ford estaba muy inquieto.
Ahora descendían muy despacio, pero a Ford le inquietaba mucho el tipo de gente
que se estaba congregando en el suelo. Los simpáticos habitantes del lugar se
estaban dispersando y, de lo que normalmente suele llamarse la nada, parecían
surgir unos tipos fuertes, corpulentos, de cuello de toro y cara de babosa
armados con lanzacohetes. La nada, como muy bien saben todos los viajeros
galácticos experimentados, está en realidad sumamente cargada de problemas
multidimensionales.
—¡Arriba! —volvió
a gritar Ford—. ¡Arriba, Colin, arriba!
Colin hacía
fuerza y gruñía. Se encontraban más o menos parados en el aire. Ford sintió que
se le rompían los dedos.
—¡Arriba!
Siguieron
inmóviles.
—¡Arriba, arriba,
arriba!
Una babosa se
estaba preparando para lanzarle un cohete. Ford no podía creerlo. Estaba colgado
de una toalla en el aire y una babosa se disponía a dispararle un cohete. No se
le ocurrían más cosas que hacer y empezaba a preocuparse seriamente.
Era una de esas
situaciones delicadas en que solía acudir a la Guía en busca de consejo, por
fácil o exasperante que fuese, pero no era el momento de meter la mano en el
bolsillo. Además, la Guía ya no parecía ser un amigo y aliado, sino una fuente
de peligros. Estaba suspendido en el aire junto las oficinas de la Guía, por
amor de Zark, a punto de perder la vida a manos de sus actuales propietarios.
¿Qué había pasado con los sueños que vagamente recordaba haber tenido en el
Atolón Bwenelli? No debieron abandonarlos. Tenían que haberse quedado allí. En
la playa. Amando a mujeres buenas. Viviendo de la pesca. En cuanto se pusieron
a colgar pianos de cola sobre la piscina de monstruos marinos del patio
interior, debió comprender que algo no iba bien. Empezó a sentirse
completamente incapaz y desdichado. Los dedos agarrotados le ardían de dolor. Y
el tobillo le seguía doliendo.
Ay, tobillo,
gracias, pensó amargamente. Gracias por recordarme tus problemas en este
momento. Espero que te des un buen baño de pies que te haga sentirte mucho
mejor, ¿verdad? ¿O te conformarías con que me...?
Se le ocurrió una
idea.
La babosa
blindada se llevó el lanzacohetes al hombro. Presumiblemente, el cohete estaba
concebido para acertar a cualquier cosa que se cruzase en su camino.
Ford trató de no
sudar, notaba que se le escurrían los dedos de las costuras de la toalla. Con
la punta del pie bueno golpeó el talón del otro zapato, empujándolo hacia
fuera.
—¡Sube, maldita
sea! —murmuró en tono desesperado a Colin, que se esforzaba alegremente por
subir pero no lo conseguía. Ford siguió apalancando en el talón del zapato.
Intentó calcular
el momento preciso, pero no tenía sentido. Había que hacerlo, y se acabó. Sólo
tenía una oportunidad, nada más. Ya se había sacado el talón del zapato. Sintió
alivio en el tobillo torcido. Vaya, qué bien, ¿no?
Con el otro pie
dio una patada al talón del zapato. Se le soltó del pie y cayó por el aire.
Medio segundo después un cohete salió disparado por el cañón del lanzador,
encontró el zapato en su camino, se dirigió derecho hacia él y estalló con la
gran satisfacción del deber cumplido.
Eso ocurría a unos
cinco metros del suelo.
La onda expansivo
se dirigió hacia abajo. Donde medio segundo antes había estado una patrulla de
directivos de Empresas Dimensinfín armados de lanzacohetes en medio de una
elegante plaza con pulidas baldosas procedentes de las antiguas canteras de
alabastro de Zentalquabula, ahora había un pequeño cráter lleno de repulsivos
pedacitos.
Una gran oleada
de aire caliente brotó del cráter, lanzando violentamente a Ford y Colin por
los aires. Ford luchó desesperada y ciegamente por sujetarse, pero no lo
consiguió. Giró inútilmente describiendo una parábola y, cuando llegó al punto
más alto, hizo una pausa y empezó a caer de nuevo. Cayó y cayó y de pronto
chocó malamente con Colin, que seguía subiendo.
Se aferró
desesperadamente al pequeño robot esférico. Colin se desvió bruscamente hacia
la fachada de la torre de oficinas, tratando encantado de dominarse y aminorar
la marcha.
El mundo giró
desagradablemente en torno a la cabeza de Ford mientras ambos daban vueltas y
se retorcían el uno sobre el otro y entonces, de forma igualmente nauseabunda,
todo se detuvo de pronto.
Ford, aturdido,
se encontró depositado en el alféizar de una ventana.
Vio caer la
toalla, extendió la mano y la cogió.
Colin se mecía en
el aire a unos centímetros de distancia.
Aturdido,
magullado, sangrando y sin aliento, Ford miró a su alrededor. El alféizar en
donde estaba encaramado de forma precaria sólo tenía treinta centímetros de
ancho, y estaba a trece pisos de altura.
Trece.
Sabía que estaban
a trece pisos de altura porque las ventanas eran de cristales oscuros. Tenía un
enfado tremendo. Había comprado aquellos zapatos a un precio ridículo en una
tienda del Lower West Side de Nueva York. A consecuencia de ello, había escrito
un artículo entero sobre las alegrías que proporciona el buen calzado, todo lo
cual se había ido al garete en el naufragio del «Fundamentalmente inofensiva».
Todo a hacer puñetas.
Y ahora había
perdido uno de esos zapatos. Echó atrás la cabeza y miró al cielo.
No habría sido
una tragedia tan siniestra si aquel planeta no hubiese sido demolido, en cuyo
caso podría haberse comprado otro par.
Claro que, dada
la infinita extensión oblicua de la probabilidad, había una multiplicidad casi
infinita de planetas Tierra. pero, bien pensado, un buen par de zapatos no era
al que sé pudiese sustituir vagando a tontas y a locas por el espacio-tiempo
multidimensional.
Suspiró.
Vaya, mejor sería
que lo tomara por el lado bueno. Al menos le había salvado la vida. De momento.
Estaba encaramado
a un alféizar de treinta centímetros de ancho en la fachada de un edificio, y
no estaba del todo seguro de que eso valiese un buen zapato.
Miró aturdido por
los oscuros cristales.
Estaba tan negro
y silencioso como una tumba.
No. Qué idea tan
ridícula. Había asistido a fiestas magnificas en algunas tumbas.
¿Percibía algún
movimiento? No estaba seguro. Parecía distinguir una especie de extraña sombra
aleteante. A lo mejor sólo era sangre que le corría por las pestañas. Se la
limpió por si acaso. Vaya, cómo le encantaría tener una granja en alguna parte
y criar ovejas. Volvió a atisbar por la ventana, tratando de distinguir la
sombra, pero le daba la impresión, tan corriente en el universo de hoy, de que
sufría una especie de ilusión óptica y de que sus ojos le estaban gastando auténticas
putadas.
¿Había un pájaro
allí dentro? ¿Era eso lo que escondían en un piso clausurado detrás de
cristales oscuros a prueba de cohetes? ¿La pajarera de alguien? Desde luego,
allí había algo que movía las alas, pero más que un pájaro parecía un agujero
en forma de pájaro.
Cerró los ojos,
cosa que quería hacer desde hacía rato. No sabía qué coño hacer. ¿Saltar?
¿Trepar? No creía que hubiese medio de entrar por las buenas. De acuerdo, el
cristal supuestamente a prueba de cohetes no había resistido como debía al
recibir un impacto real, pero se trataba de un cohete disparado a corta
distancia y desde dentro, cosa que probablemente no habían pensado los
ingenieros que lo concibieron. Eso no suponía que pudiese romperlo
envolviéndose la mano en la toalla y dando un puñetazo. Qué coño, lo intentó de
todas formas y se hizo daño en la mano. Y gracias a que no pudo dar mucho
impulso desde donde estaba, pues entonces podría haberse hecho mucho más daño.
Al reconstruir el edificio de arriba abajo tras el ataque de Ranastro, le
pusieron sólidos refuerzos y, aunque eran las oficinas mejor blindadas del
mundo editorial, Ford pensaba que siempre habría algún fallo en cualquier
sistema ideado por un comité empresarial. Ya había encontrado uno. Los
ingenieros que proyectaron las ventanas no habían contado con que disparasen un
cohete a corta distancia y desde dentro, de modo que los cristales habían
fallado.
De manera que
habría que pensar en algo que los ingenieros no esperasen de una persona
sentada en el alféizar.
Se estrujó el
cerebro un momento hasta que se le ocurrió.
Lo que no
esperaban era que estuviese allí sentado. Sólo un completo imbécil haría eso,
así que ya partía con ventaja. Un error corriente que suelen cometer los
diseñadores de cualquier cosa a prueba de tontos, es subestimar el ingenio de
un tonto de remate.
Sacó del bolsillo
su tarjeta de crédito recién adquirida, la introdujo en una grieta entre el
cristal y el marco, e hizo algo que un cohete no hubiera podido hacer. La
removió un poco. Notó que se deslizaba un pestillo. Abrió la ventana
corriéndola hacia un lado y, a causa de la carcajada que soltó, a punto estuvo
de caerse del alféizar. Dio las gracias al sistema de la Gran Ventilación y
Disturbios Telefónicos de SrDt 3454.
Al principio, la
Gran Ventilación y Disturbios Telefónicos de SrDt 3454 era sólo un dispositivo
lleno de aire caliente. Ése era precisamente el problema que la ventilación
debía solventar, y en general lo había resuelto medianamente bien hasta que se
inventó el aire acondicionado, que lo solucionaba con muchas más vibraciones.
Lo que estaba muy
bien siempre que se aguantara el ruido y el goteo. Luego apareció otra cosa aún
más atractiva y elegante que el aire acondicionado, que se denominó Control
Climático de Construcción.
Eso sí que era
estupendo.
Las principales
diferencias con el aire acondicionado corriente consistían en su precio
asombrosamente inferior, y suponía una enorme cantidad de complejos cálculos y
aparatos de regulación que, a cada momento, averiguaban mejor que nadie qué
clase de aire quería respirar la gente.
También suponía
que, para tener la seguridad de que nadie estropeara los complejos cálculos que
el sistema hacía en su beneficio, todas las ventanas del edificio estaban
cerradas a cal y canto desde el momento de la construcción. Eso es cierto.
Mientras se
instalaban los sistemas, mucha gente que trabajaba en los edificios mantenía
con los operarios del sistema Respir-O-Ingenio el siguiente tipo de
conversaciones:
—Pero ¿qué pasa
si queremos abrir las ventanas?
—Con el nuevo
Respir-O-Ingenio no tendrán por qué abrirlas.
—Sí, pero
supongan que simplemente queremos abrirlas un poquito.
—No tendrán por
qué abrirlas ni siquiera un poco. El nuevo sistema Respir-O-Ingenio ya se
encargará de eso.
—Hummm.
—¡Que disfruten
del Respir-O-lngenio!
—Muy bien, ¿y si
el Respir-O-Ingenio se estropea, funciona mal o algo así?
—¡Ah! Una de las
características más ingeniosas del Respir-O-Ingenio consiste en que es
imposible que funcione mal. Así que ninguna preocupación por ese lado.
Disfruten de su respiración y que lo pasen bien.
(Por supuesto, a
consecuencia de la Gran Ventilación y Disturbios Telefónicos de SrDt 3454,
todos los instrumentos mecánicos, eléctricos, mecánico-cuánticos, hidráulicos,
o incluso de aire, vapor o pistones, han de llevar ahora una leyenda grabada en
alguna parte. Por pequeño que sea el objeto, los diseñadores han de encontrar
el modo de comprimir la leyenda en algún sitio, porque no va destinada
necesariamente a la atención del usuario, sino a la suya.
La leyenda dice
lo siguiente:
«La principal
diferencia entre un objeto que puede funcionar mal y un objeto que no puede
estropearse, es que cuando un objeto que no puede funcionar mal se estropea,
normalmente resulta imposible repararlo.»
Fuertes oleadas
de calor empezaron a coincidir, con una precisión casi mágica, con fallos
importantes del sistema Respir-O-Ingenio. Al principio eso simplemente causó un
acceso de rabia contenida y algunas muertes por asfixia.
El verdadero
horror surgió el día que ocurrieron tres hechos a la vez. El primer
acontecimiento fue una declaración formulada por el Respir-O-Ingenio en la que
anunciaba que sus sistemas daban mejores resultados en climas templados.
El segundo, la
paralización del sistema Respir-O-Ingenio en un día especialmente húmedo y
caluroso, con la consiguiente evacuación de muchos centenares de miembros del
personal, que al salir a la calle se encontraron con el tercer acontecimiento:
una alborotada turba de operadores del servicio interurbano de teléfonos, tan
hartos de repetir a todas las horas del día «Gracias por utilizar la BS&S»
a cualquier imbécil que descolgaba un teléfono, que acabaron por salir a la
calle con cubos de basura, megáfonos y rifles.
Durante las
jornadas siguientes a la matanza, todas las ventanas de la ciudad, ya fuesen o
no a prueba de cohetes, fueron destrozadas al grito de: «¡Cuelga, gilipollas!
Me importa un pito el número que quieras. ¡Métete un cohete por el culo!
¡Yijáaa! ¡ju, ju, ¡u! ¡Bluum! ¡Graj, graj!». Aparte de toda una variedad de ruidos
animales que no tenían oportunidad de practicar en sus diarias actividades
laborales.
El resultado fue
que a los operadores se les concedió el derecho a decir «¡Utilice BS&S y
muérase!» al menos una vez por hora cuando contestaban al teléfono, y todas las
oficinas debían tener ventanas que pudiesen abrirse, aunque sólo fuese un
poquito.
Otra consecuencia
inesperada fue un descenso espectacular del índice de suicidios. Toda clase de
directivos en ascenso o víctimas del estrés que durante los oscuros tiempos de
la tiranía del Respir-O-Ingenio se veían obligados a tirarse al tren o darse
una puñalada, ahora podían encaramarse simplemente a sus propias ventanas y
saltar al vacío cuando les diera la gana. Pero solía pasar que en el momento en
que tenían que mirar alrededor y armarse de valor descubrían de pronto que lo
único que verdaderamente les hacía falta era respirar aire fresco, una nueva
perspectiva de las cosas y quizá también una granja donde criar unas cuantas
ovejas.
Otro resultado
absolutamente imprevisto fue que Ford Prefect, encaramado al decimotercer piso
de un edificio pesadamente blindado y sin más armas que una toalla y una
tarjeta de crédito, pudo ponerse a salvo pasando a través de una ventana
supuestamente a prueba de cohetes.
Tras dejar pasar
a Colin, cerró cuidadosamente la ventana y empezó a buscar aquel objeto en
forma de pájaro.
Lo que descubrió
sobre las ventanas fue lo siguiente: como las habían modificado para que
pudieran abrirse después de disecarlas para ser inamovibles, eran, en realidad,
mucho menos seguras que si las hubieran concebido desde el principio para que
pudieran abrirse.
Vaya, vaya, qué
curiosa es la vida, estaba pensando, cuando de pronto se dio cuenta de que la
habitación en la que tantos esfuerzos le había costado irrumpir no era muy
interesante.
Se detuvo,
sorprendido.
¿Dónde estaba la
extraña forma aleteante?, ¿Dónde había algo que justificara toda aquella
necedad, el extraordinario velo de misterio que parecía cubrir aquella
habitación y la igualmente extraordinaria secuencia de acontecimientos que
parecían haber conspirado para conducirlo hasta allí?
La habitación,
como cualquier otra del edificio, estaba decorada con un color gris de un buen
gusto asombroso. En la pared había mapas y dibujos. La mayoría no le decían
nada, pero entonces descubrió algo que parecía un boceto de algún cartel.
Tenía un logotipo
de una especie de pájaro, y un lema que decía: «Guía del autoestopista
galáctico Mk 11: lo más asombroso que jamás se haya visto de cualquier cosa.»
Ninguna otra información.
Ford volvió a
mirar alrededor. Luego su atención fue centrándose poco a poco en Colin, el
robot de seguridad absurdamente feliz que, extrañamente, farfullaba de miedo
acurrucado en un rincón.
Qué raro, pensó
Ford. Miró en torno para ver qué producía aquella reacción en Colin. Entonces
vio algo en lo que no se había fijado antes, tranquilamente colocado sobre un
banco de trabajo.
Era un objeto
circular, negro, más o menos del tamaño de un disco pequeño. Tanto la parte de
arriba como la de abajo eran suaves y convexas, de modo que parecía un disco de
lanzamiento de peso ligero.
Sus caras
ofrecían el aspecto de ser completamente lisas, continuas y sin rasgos
característicos.
No hacía nada.
Entonces Ford
observó que tenía algo escrito. Qué raro.
Hacía un momento
no había nada escrito y ahora, de repente, tenía eso. Entre ambos estados no
pareció haber transición alguna.
Lo único que
decía, en letras pequeñas y alarmantes, era una sola palabra:
Hacía un momento
no había marca ni grieta alguna en su superficie. Ahora sí. Y aumentaban de
tamaño.
Asústese, decía
la Guía Mk 11. Ford empezó a seguir la recomendación. Acababa de recordar por
qué le resultaban familiares las criaturas semejantes a babosas. Su color
básico era una especie de gris empresarial, pero en todos los demás aspectos
eran exactamente igual que los vogones.
13
La nave aterrizó
suavemente en vertical al borde del ancho claro, a unos cien metros del pueblo.
Llegó súbita e
inesperadamente, pero con un mínimo de alboroto. Poco antes era una tarde
absolutamente normal de principios de otoño —las hojas empezaban a cobrar un
tono rojizo y dorado, el río volvía a ensancharse con las lluvias de las
montañas del Norte, el plumaje de los pájaros pikka se espesaba ante el presentimiento
de las próximas heladas del invierno, los Animales Completamente Normales
iniciarían en cualquier momento su atronadora migración por las llanuras y el
Anciano Thrashbarg empezaba a murmurar mientras caminaba renqueante por el
pueblo, murmullo que significaba ensayo y elaboración de las historias
ocurridas el año pasado y que contaría cuando las tardes se acortaran y la
gente no tuviera otro remedio que reunirse en torno al fuego para escucharle,
refunfuñar y decir que no lo recordaban así—, y en un momento se había plantado
allí una nave espacial, reluciente bajo el cálido sol otoñal.
Emitió unos
zumbidos y luego se inmovilizó.
No era una nave
grande. Si los habitantes del pueblo hubiesen sido expertos en naves
espaciales, habrían visto en seguida que era bien maja, una pequeña y elegante
Hrundi de cuatro camarotes con todas las opciones del folleto menos la
Estabilisis Vectoidal Avanzada, que sólo gustaba a los horteras. Con la
Estabilisis Vectoidal Avanzada se podía tomar limpiamente una curva bien cerrada
en torno a un eje temporal trilateral. De acuerdo, es un sistema algo más
seguro, pero la conducción se hace pesada.
Los aldeanos
ignoraban todo eso, desde luego. Allí, en el remoto planeta de Lamuella, la
mayoría de la gente no había visto nunca una nave espacial, desde luego ninguna
en una sola pieza, y aquélla, con sus cálidos destellos a la luz del atardecer,
era lo más extraordinario que les había ocurrido desde el día que Kirp pescó un
pez con una cabeza en cada extremo.
Todos
enmudecieron.
Mientras que
momentos antes dos o tres docenas de personas andaban de un lado para otro,
charlando, cortando leña, acarreando agua, molestando a los pájaros pikka o
simplemente intentando apartarse con toda cortesía del camino del Anciano
Thrashbarg, de pronto se interrumpió toda actividad y todos se volvieron a
mirar pasmados aquel objeto extraño.
Bueno, no todos.
Los pájaros pikka tendían a asombrarse de cosas completamente distintas. Una
hoja de lo más corriente inesperadamente caída sobre una piedra les hacía dar
saltitos en un paroxismo de confusión; todas las mañanas la salida del sol les
pillaba enteramente por sorpresa, pero la llegada de una nave extraña
procedente de otro mundo simplemente no lograba despertarles el mínimo interés.
Prosiguieron con su kar, rit y huk mientras picoteaban la tierra en busca de
semillas; el río continuó con su tranquilo y espacioso burbujeo.
Además, no cesó
el fuerte rumor de una canción desentonada que salía de la última choza.
De pronto, con un
clic y un leve zumbido, en la nave se abrió una rampa que se desplegó hacia
abajo. Luego, aparte de la estrepitosa canción de la última choza a la
izquierda, durante unos minutos no pareció pasar nada más. El objeto permaneció
simplemente donde estaba.
Algunos aldeanos,
sobre todo los niños, empezaron a acercarse un poco para verlo más de cerca. El
Anciano Thrashbarg trató de alejarlos a gritos. Lo que estaba pasando
precisamente era algo que al Anciano Thrashbarg no le gustaba que pasara. No lo
había vaticinado, ni siquiera aproximadamente, y aunque podría incorporar como
fuese todo aquel acontecimiento en su historia continua, realmente empezaba a
resultar un poco difícil.
Se adelantó, hizo
retroceder a los niños y alzó los brazos enarbolando su antiguo y nudoso
bastón. La larga y cálida luz del atardecer realzaba su aspecto. Se preparó a
recibir a aquellos dioses como si los estuviera esperando desde siempre.
Siguió sin
ocurrir nada.
Poco a poco
resultó evidente que dentro de la nave había una especie de discusión. Pasó
cierto tiempo y al Anciano Thrashbarg empezaron a dolerle los brazos.
De pronto la
rampa volvió a replegarse.
Eso se lo puso
fácil a Thrashbarg. Eran demonios y él los había rechazado. El motivo por el
cual no lo había vaticinado era que se lo impedían la prudencia y la modestia.
Casi
inmediatamente, otra rampa se extendió por el lado opuesto de la nave y al fin
aparecieron dos figuras, que siguieron discutiendo sin hacer caso de nadie, ni
siquiera de Thrashbarg, a quien ni siquiera veían desde donde estaban.
El Anciano
Thrashbarg se mascó airadamente la barba. ¿Seguir allí parado con los brazos en
alto? ¿Arrodillarse con la cabeza inclinada hacia adelante y apuntándoles con
el bastón? ¿Caerse hacia atrás como abrumado por alguna titánica lucha
interior? ¿O quizá largarse al bosque a vivir en un árbol durante un año sin
dirigir la palabra a nadie?.
Se decidió por
dejar caer los brazos vigorosamente, como si hubiera hecho lo que pretendía
hacer. Le dolían de verdad, así que no lo tuvo que pensar mucho. Hizo una
pequeña señal secreta que acababa de inventarse hacia la rampa cerrada y luego
dio tres pasos y medio hacia atrás, de forma que pudiera echar una buena ojeada
a aquella gente, quienquiera que fuese, para decidir qué hacer a continuación.
La figura más
alta era una mujer muy atractiva que llevaba ropa suave y arrugada. El Anciano
Thrashbarg no lo sabía, pero aquella ropa era de Rymplon, un nuevo tejido
sintético que era estupendo para los viajes espaciales porque ofrecía su mejor
aspecto cuando estaba completamente arrugado y sudado.
La más baja era
una niña. Parecía incómoda y enfadada, llevaba una ropa que ofrecía
absolutamente su peor aspecto cuando estaba completamente arrugada y sudada,
cosa que ella debía saber casi sin lugar a dudas.
Todo el mundo las
observaba, salvo los pájaros pikka, que se fijaban en sus cosas.
La mujer se
detuvo y miró a su alrededor. Tenía un aire resuelto. Era evidente que quería
algo en concreto, pero no sabía dónde encontrarlo exactamente. Recorrió los
rostros de los curiosos aldeanos congregados en torno a ella sin dar muestras
de ver lo que estaba buscando.
Thrashbarg no
tenía ni idea de qué actitud tomar, y decidió recurrir al cántico. Echó la
cabeza atrás y empezó a gemir, pero en seguida le interrumpió un nuevo
estallido de la canción procedente de la cabaña del Hacedor de Bocadillos: la
última a la izquierda. La mujer volvió bruscamente la cabeza y una sonrisa le
afloró poco a poco al rostro. Sin dirigir siquiera una mirada al Anciano
Thrashbarg, echó a andar hacia la choza.
Hay un arte en la
actividad de hacer bocadillos, y a pocos les está siquiera dado el tiempo
necesario para explorarlo en detalle. Es una tarea sencilla, pero las ocasiones
de hallar satisfacción son muchas y profundas: elegir el pan adecuado, por
ejemplo. El Hacedor de Bocadillos se había pasado muchos meses consultando y
experimentando diariamente con Grarp, el panadero, y acabaron creando entre los
dos una hogaza de la consistencia y densidad precisas para cortarla en
rebanadas delgadas e iguales que al mismo tiempo conservaran su ligereza y
humedad junto con lo mejor de ese aroma delicado y estimulante que tan bien
realza el sabor de la carne asada del Animal Completamente Normal.
También había que
refinar la geometría de la rebanada: la relación exacta entre anchura y
profundidad, como también el grosor que daría el adecuado sentido de peso y
volumen al bocadillo acabado; en esto, la ligereza también era una virtud, pero
también la firmeza, la generosidad y la promesa de jugosidad y deleite que
constituye el sello distintivo de una experiencia bocadilleril verdaderamente
intensa.
Disponer de los
utensilios adecuados era fundamental, por supuesto, y el Hacedor de Bocadillos,
cuando no estaba atareado con el Panadero en el horno, pasaba muchos días con
Strinder, el Tallador de Herramientas, pesando y equilibrando cuchillos,
llevándolos y trayéndolos a la forja. Flexibilidad, fuerza, agudeza dé filo,
longitud y equilibrio se discutían con entusiasmo, se exponían teorías, se
ensayaban, se perfeccionaban, y muchas tardes se vieron las siluetas del
Hacedor de Bocadillos y del Tallador de Herramientas recortadas al contraluz de
la forja y el sol poniente, haciendo lentos movimientos circulares en el aire,
probando un cuchillo tras otro, comparando el peso de éste con el equilibrio de
aquél, la flexibilidad de un tercero y la guarnición de la empuñadura de un
cuarto.
En total hicieron
falta tres cuchillos. El primero para cortar el pan: una hoja firme,
autoritaria, que imponía una voluntad clara y definida ante la hogaza. Luego,
el cuchillo para untar la mantequilla, que era un objeto liviano y maleable
pero de firme espinazo a pesar de todo. Las versiones primitivas habían sido
demasiado elásticas, pero ahora, la combinación de flexibilidad con un núcleo
firme era exactamente lo justo para lograr el máximo de gracia y suavidad en la
untura.
El instrumento
principal era, desde luego, el cuchillo de trinchar. Esa hoja no se limitaba a
imponer su voluntad sobre el medio en que se movía, como el cuchillo del pan;
debía trabajar con él, guiarse por la fibra de la carne, producir ronchas de la
más exquisita consistencia y finura que se separaban del trozo de carne en
diáfanos pliegues. El Hacedor de Bocadillos, con un suave movimiento de muñeca,
colocaba entonces la loncha en la rebanada inferior del pan, magníficamente
equilibrada, la recortaba con cuatro hábiles toques y finalmente realizaba la
magia que los niños del pueblo esperaban con tanta ansia para congregarse a su
alrededor y contemplarla extasiados con arrobada atención. Con sólo otras
cuatro diestras pasadas de cuchillo reunía los recortes en un rompecabezas
cuyas piezas encajaban perfectamente y los colocaba sobre la rebanada de
arriba. El tamaño y la forma de los recortes eran diferentes para cada
bocadillo, pero el Hacedor de Bocadillos siempre los disponía sin esfuerzo ni
vacilación en un perfecto dibujo geométrico. Una segunda capa de carne y otra
capa de recortes, y el primer acto de creación quedaba consumado.
El Hacedor de
Bocadillos pasaba entonces la obra a su ayudante, que añadía unas ronchas de
frespinillo y flábano con un toque de salsa de pasifresa para luego colocar la
rebanada de encima y cortar en dos el bocadillo con un cuarto cuchillo de lo
más corriente. No es que tales operaciones no requiriesen también su destreza,
pero eran habilidades menores ejecutadas por un aprendiz aplicado que algún día
sucedería al Hacedor de Bocadillos cuando éste acabara colgando las
herramientas. Era una posición privilegiada y aquel aprendiz, Drimple, atraía
la envidia de sus semejantes. En el pueblo los había que se contentaban con
cortar leña y otros que eran dichosos acarreando agua, pero ser el Hacedor de
Bocadillos era la felicidad suma.
De manera que el
Hacedor de Bocadillos cantaba al trabajar.
Estaba utilizando
el resto de la carne salada de aquel año. Ya había perdido un poco, pero el
exquisito sabor de la carne del Animal Completamente Normal seguía siendo algo
insuperable con respecto a toda la experiencia anterior del Hacedor de
Bocadillos. Se había previsto que a la semana siguiente los Animales
Completamente Normales volverían a aparecer en su habitual migración, con lo
que todo el pueblo se vería sumido una vez más en una frenética actividad:
cazar Animales, matar seis, incluso siete docenas de los millares que pasaban
como una exhalación. Luego había que limpiarlos, descuartizarlos y salar la
mayor parte de la carne para conservarla durante los meses de invierno hasta la
primavera, cuando se producía la migración de regreso que volvería a
abastecerles de provisiones.
La mejor carne se
asaba en seguida para la fiesta que señalaba la llegada del otoño. Los festejos
duraban tres días de absoluta exuberancia, de bailes e historias que el Anciano
Thrashbarg contaba sobre las incidencias de la caza, narraciones que él se
dedicaba a inventar en su cabaña mientras el resto del pueblo salía a cazar.
Pero la mejor
carne de todas se salvaba del festín y se entregaba fría al Hacedor de
Bocadillos que, aplicando sobre ella las artes que los dioses habían enviado a
Lamuella por mediación suya, producía los exquisitos Bocadillos de la Tercera
Estación que todos los del pueblo consumirían al día siguiente, antes de
empezar a prepararse para los rigores del Próximo invierno.
Hoy sólo hacía
bocadillos corrientes, si es que tales exquisiteces, tan amorosamente
preparadas, pudieran calificarse alguna vez de corrientes. Su ayudante estaba
ausente, de modo que el Hacedor de Bocadillos aplicaba su propia guarnición,
cosa que le encantaba. En realidad disfrutaba con casi todo.
Cortaba una loncha,
cantaba. Colocaba cuidadosamente cada loncha de carne en una rebanada de pan,
la recortaba y armaba un rompecabezas con todos los recortes. Un poco de
ensalada, algo de salsa, otra rebanada de pan, otro bocadillo, otra estrofa de
«Yellow Submarine».
—Hola, Arthur.
El Hacedor de
Bocadillos casi se rebanó el pulgar.
Los aldeanos
observaron consternados cómo la mujer se dirigía resueltamente a la cabaña del
Hacedor de Bocadillos. Bob Todopoderoso les había enviado al Hacedor de
Bocadillos en un carro de fuego. Al menos eso decía Thrashbarg, que era la
autoridad en esas cosas. Bueno, al menos eso afirmaba Thrashbarg, y Thrashbarg
era..., etcétera, etcétera. No merecía la pena discutir sobre eso.
Algunos aldeanos
se preguntaban por qué Bob Todopoderoso iba a enviarles su único divino Hacedor
de Bocadillos en un carro de fuego en lugar de, pongamos, en otro que hubiera
aterrizado tranquilamente sin destruir medio bosque, llenándolo de espíritus y
además lesionando seriamente al propio Hacedor de Bocadillos. El Anciano
Thrashbarg explicó que ésa era la voluntad inefable de Bob, y cuando le
preguntaron qué significaba inefable, él les dijo que buscaran la palabra en el
diccionario.
Lo que constituyó
un problema, porque el único diccionario lo tenía el Anciano Thrashbarg y no
quería prestárselo. Le preguntaron por qué no se lo dejaba y él contestó que
ellos no tenían por qué saber cuál era la voluntad de Bob Todopoderoso, y
cuando le preguntaron por qué no, volvió a responderles que porque lo decía él.
De todas formas, alguien entró un día subrepticiamente en la cabaña del Anciano
Thrashbarg mientras él había salido a bañarse y buscó «inefable». Al parecer,
«inefable» significaba «incognoscible, indescriptible, indecible, algo
imposible de conocer y que no puede expresarse con palabras». Así que aquello
aclaraba las cosas.
Por lo menos
tenían los bocadillos.
El Anciano
Thrashbarg dijo un día que Bob Todopoderoso había decretado que él, Thrashbarg,
fuese el primero en escoger bocadillos. Los aldeanos le preguntaron cuándo
había ocurrido eso exactamente, y él les contestó que el día anterior, cuando
ellos no miraban.
—¡Tened fe o
arderéis en la hoguera! —sentenció el Anciano Thrashbarg.
Le dejaron ser el
primero en escoger bocadillos. Parecía lo más fácil.
Y ahora aquella
mujer que venía de muy lejos había ido derecha a la cabaña del Hacedor de
Bocadillos. Estaba claro que se había extendido su fama, aunque era difícil
saber a dónde, ya que según el Anciano Thrashbarg no existía ningún otro sitio.
En cualquier caso, viniera de donde viniese, probablemente de alguna parte
inefable, ya estaba allí y en aquellos momentos se encontraba en la choza del
Hacedor de Bocadillos. ¿Quién era aquella mujer? ¿Y quién era la extraña niña
malhumorada que se había quedado frente a la cabaña, dando patadas a las
piedras y con todas las muestras de no querer estar allí? ¿No resultaba raro
que alguien viniese de algún lugar inefable en un carro que a todas luces era
mucho mejor que aquel de fuego en que les habían enviado al Hacedor de Bocadillos,
si ni siquiera quería estar allí?
Todos miraron a
Thrashbarg, pero estaba de rodillas, murmurando, con los ojos fijos en el cielo
y decidido a no cruzar la mirada con nadie hasta que se le ocurriera algo.
—¡Trillian!
—exclamó el Hacedor de Bocadillos, chupándose la sangre del pulgar—. ¿Qué...?
¿Quién...? ¿Cuándo...? ¿Dónde...?
—Justo las
preguntas que yo iba a hacerte —repuso Trillian, echando una mirada por la
cabaña de Arthur.
Estaba limpia,
con los utensilios de cocina bien ordenados. Había armarios y estantes bastante
sencillos, y un camastro en un rincón. Al fondo de la habitación había una
puerta que Trillian no supo adónde daba porque estaba cerrada.
—Bonito —comentó,
aunque en tono inquisitivo. No llegaba a comprender la situación.
—Muy bonito
—convino Arthur—. Maravilloso. No sé si alguna vez he estado en algún sitio tan
bonito. Soy feliz aquí. Me aprecian, les hago bocadillos y..., bueno, eso es
todo. Me aprecian y les hago bocadillos.
—Parece, humm...
—Idílico
—concluyó Arthur en tono firme—. Lo es. Verdaderamente, lo es. No espero que te
guste mucho, pero para mí es, bueno, perfecto. Oye, siéntate, por favor, ponte
cómoda. ¿Puedo ofrecerte algo, humm, un bocadillo?
Trillian cogió un
bocadillo y lo observó. Lo olió con atención.
—Pruébalo
—sugirió Arthur—. Está bueno.
Trillian dio un
mordisquito, luego un bocado y lo masticó con aire Pensativo.
—Está bueno
—confirmó, mirándolo.
—La obra de mi
vida —sentenció Arthur, tratando de imprimir orgullo a la voz y esperando no
parecer un completo imbécil. Estaba acostumbrado a que le reverenciaran un
poco, y de pronto tenía que realizar algunos cambios de velocidad mental.
—¿De qué es la
carne? —preguntó Trillian.
—Ah, sí. Es,
humm, es de Animal Completamente Normal.
—¿De qué?
—De Animal
Completamente Normal. Es parecido a una vaca, o mejor dicho, a un toro. Una
especie de búfalo, en realidad, Un animal grande, que embiste.
—¿Y qué tiene de
raro!
—Nada, es
completamente normal.
—Ya veo.
—Sólo es raro el
sitio de dónde viene.
Tricia frunció el
ceño y dejó de masticar.
—¿De dónde viene?
—preguntó con la boca llena. No tragaría hasta saberlo.
—Pues, bueno, no
es sólo de dónde viene, sino también de adónde va. La carne está muy bien, se
puede comer perfectamente. Yo he consumido toneladas. Es estupenda. Muy jugosa.
Muy tierna. Un sabor ligeramente dulce con un regusto enigmático y prolongado.
Trillian seguía
sin tragar.
—¿De dónde viene?
—preguntó—, ¿y adónde va?
—Vienen de un
sitio que está un poco al este de las Montañas Hondo. Son las mas grandes que tenemos
por aquí, debes haberlas visto al venir, luego se precipitan a millares por las
llanuras Anhondo y, bueno, eso es todo. De ahí es de donde vienen. Ahí es
adonde van.
Trillian frunció
el ceño. En todo aquello había algo que no acababa de comprender.
—Quizá no me haya
explicado con la suficiente claridad —añadió Arthur—. Cuando digo que vienen de
un lugar al este de las Montañas Hondo, me refiero a que ahí es donde aparecen
de repente. Luego pasan a toda velocidad por las llanuras Anhondo y, bueno, desaparecen.
Disponemos de unos seis días para cazar lo más posible antes de que se esfumen.
En primavera hacen lo mismo, sólo que al revés, ¿comprendes?
De mala gana,
Trillian tragó. O eso o escupirlo, y en realidad tenía muy buen sabor.
—Entiendo
—aseguró, después de comprobar que no le había sentado mal—. ¿Y por qué los
llaman Animales Completamente Normales?
—Pues creo que,
porque si no, la gente podría pensar que era un poco raro. Me parece que fue el
Anciano Thrashbarg quien les puso ese nombre. Dice que vienen de donde vienen y
que van adonde van, que ésa es la voluntad de Bob y sanseacabó.
—¿Quién...?
—Ni se te ocurra
preguntarlo.
—Bueno, parece
que te va bien.
—Me encuentro
bien. Tú tienes buen aspecto.
—Estoy bien. Muy
bien.
—Pues eso es
bueno.
—Sí.
—Bien.
—Bien.
—Muy amable de tu
parte haber venido a verme.
—Gracias.
—Bueno —repitió
Arthur, buscando algo que decir. Era asombroso lo difícil que resultaba pensar
en algo que decir a alguien después de tanto tiempo.
—Supongo que te
preguntarás cómo he dado contigo —dijo Trillian.
—¡Sí! —exclamó
Arthur—. Precisamente eso me estaba preguntando. ¿Cómo me has encontrado?
—Bueno, pues no
sé si lo sabes o no, pero ahora trabajo en una gran emisora Sub-Etha, de esas
que...
—Sí, lo sabía
—afirmó Arthur, recordando de pronto—. Sí, lo has hecho muy bien. Es estupendo.
Muy interesante. Bien hecho. Debe ser muy divertido.
—Agotador.
—Toda esa
precipitación de un lado para otro. Supongo que sí, ya lo creo.
—Tenemos acceso
prácticamente a toda clase de información. Encontré tu nombre en la lista de
pasajeros de la nave que se estrelló.
Arthur se quedó
pasmado.
—¿Quieres decir
que sabían lo del accidente?
—Pues claro que
lo sabían. Una nave espacial de línea no puede desaparecer sin que nadie se
entere.
—Pero ¿quieres
decir que sabían dónde había ocurrido? ¿Sabían que yo había sobrevivido?
—Sí.
—Pero nadie ha
salido a mirar, ni a buscar ni a rescatar a nadie. No han hecho absolutamente
nada.
—Bueno, no
podían. Lo del seguro era toda una complicación. Simplemente echaron tierra a
todo el asunto. Hicieron como si no hubiera pasado nada. Lo de los de seguros
se ha convertido en una verdadera estafa. ¿Sabes que han vuelto a establecer la
pena de muerte para los directores de las empresas de seguros?
—¿De verdad?
—repuso Arthur—. No, no lo sabía. ¿Por qué delito?
Trillian frunció
el ceño.
—¿Delito? ¿A qué
te refieres?
—Ya entiendo.
Trillian dirigió
una larga mirada a Arthur y luego, con otro tono de voz, le conminó:
—Es hora de que
afrontes tus responsabilidades, Arthur.
Arthur trató de
entender aquella observación. Con frecuencia tardaba unos momentos en
comprender exactamente adónde quería ir a parar la gente, así que dejó pasar
unos momentos, sin prisa. La vida era muy agradable y relajada en aquellos
días, había tiempo para calar el significado de las cosas. Dejó que la
observación calara en su mente.
Pero siguió sin
comprender qué quería decir, así que terminó confesándoselo.
Trillian le
respondió con una sonrisa fría y luego se volvió a la puerta de la cabaña.
—¿Random? —llamó—.
Pasa. Ven a conocer a tu padre.
14
Mientras la Guía
volvía a plegarse en un disco liso y negro, Ford comprendió algo verdaderamente
tremendo. O al menos trató de comprenderlo, pues era demasiado tremendo para
digerirlo de un solo golpe. La cabeza le martilleaba, el tobillo le dolía. Y
aunque no quería mostrarse blando consigo mismo por lo del tobillo, siempre le
había parecido que donde mejor entendía la lógica multidimensional intensa era
en la bañera. Necesitaba tiempo para pensarlo. Tiempo, una buena copa y algún
suntuoso aceite de baño que hiciese mucha espuma.
Tenía que salir
de allí. Tenía que sacar la Guía de allí. No podría lograr las dos cosas a la
vez.
Lanzó una mirada
frenética por la habitación.
Piensa, piensa,
piensa. Debía ser algo sencillo y evidente. Si se confirmaba su oscura y
desagradable sospecha de que tenía que vérselas con oscuros y desagradables
vogones, cuanto más sencillo y evidente mejor.
De pronto vio lo
que necesitaba.
No intentaría
vencer al sistema, sino utilizarlo. Lo más pavoroso de los vogones era su
determinación absolutamente insensata de realizar cualquier insensatez que
estuvieran decididos a llevar a cabo. No tenía sentido tratar de que entraran
en razón porque carecían de ella. Si uno no perdía los nervios, sin embargo, a
veces podía explotarse su ciega e intimidante insistencia en ser ciegos e
intimidantes. No era sólo que su mano izquierda no siempre supiese lo que hacía
su derecha, por decirlo así; sino que muy a menudo su mano derecha sólo tenía
una idea bastante vaga de sus propias actividades.
¿Se atrevería
simplemente a enviárselo a si mismo por correo?
¿Osaría
introducirlo en el sistema y dejar que los vogones se las ingeniaran para
relacionarlo con él mientras se dedicaban al mismo tiempo, tal como probablemente
harían, a desmantelar el edificio para descubrir dónde lo había escondido?
Sí.
Febrilmente, lo
guardó en una caja, lo envolvió y le puso una etiqueta. Tras detenerse un
momento a pensar si estaba haciendo lo más acertado, lanzó el paquete por el
conducto del correo interno del edificio.
—Colin —dijo,
volviéndose hacia la pequeña bola flotante—, voy a abandonarte a tu destino.
—Soy tan feliz
—repuso Colin.
—Aprovecha
mientras puedas. Porque quiero que te ocupes de que ese paquete salga del
edificio. Lo más probable es que te incineren cuando te encuentren, y yo no
estaré aquí para ayudarte. Será muy, pero que muy desagradable para ti, y es
una verdadera lástima. ¿Entiendes?
—Hago gorgoritos
de placer —contestó Colin.
—¡Vamos! —ordenó
Ford.
Obedientemente,
Colin se lanzó por el conducto del correo en pos de su objetivo. Ahora Ford
sólo tenía que preocuparse de sí mismo, pero eso seguía siendo una preocupación
de lo más esencial. Se oía un estrépito de pasos frente a la puerta, que había
tenido la precaución de cerrar con llave y atrancar con un gran archivador.
Le preocupaba que
todo hubiera marchado tan a pedir de boca. Todo había salido de maravilla.
Llevaba todo el día comportándose con inconsciencia y temeridad, y sin embargo
todo le había salido increíblemente bien. Salvo por el zapato. Le daba rabia lo
del zapato. Ésa era una cuenta que habría que ajustar.
La puerta se
abrió con un estruendo ensordecedor. Entre el humo y el polvo de la explosión,
Ford vio grandes criaturas semejantes a babosas que entraban precipitadamente.
Así que todo iba
bien, ¿eh? ¿Todo marchaba como si le acompañara la suerte más extraordinaria?
Bueno, ya se ocuparía de eso.
Con espíritu de
investigación científica, volvió a arrojarse por la ventana.
15
El primer mes,
que emplearon en conocerse el uno al otro, fue un poco difícil.
El segundo mes,
en que intentaron asimilar los descubrimientos del primer mes, fue mucho más
fácil.
El tercer mes,
cuando llegó el paquete, fue verdaderamente muy delicado.
Al principio, fue
un problema hasta tratar de explicar qué era un mes. En Lamuella, para Arthur
había sido una cuestión sencilla y agradable. El día duraba algo más de
veinticinco horas, lo que fundamentalmente suponía una hora más en la cama
todos los días y, naturalmente, poner sistemáticamente en hora el reloj, cosa
que a Arthur le encantaba hacer.
Además se sentía
en casa con el número de soles y lunas que tenía Lamuella —uno de cada—, a
diferencia de otros planetas a los que había ido a parar de vez en cuando, que
tenían una cantidad ridícula de ellos.
El planeta
tardaba trescientos días en completar la órbita de su único sol, y ese número
estaba muy bien porque significaba que el año no se alargaba demasiado. La luna
giraba en torno a Lamuella unas nueve veces al año, con lo que un mes tenía
algo más de treinta días, lo que era absolutamente perfecto porque le daba a
uno un poco más de tiempo para hacer las cosas. No es que se pareciese
simplemente a la Tierra, sino que en realidad era mejor.
Por su parte,
Random creía estar atrapada en una pesadilla recurrente. Tenía accesos de
llanto y pensaba que la luna quería cogerla. Allí la tenía todas las noches, y
luego, cuando desaparecía, salía el sol y la perseguía. Una y otra vez.
Trillian le había
advertido de que Random podría tener ciertas dificultades para habituarse a una
vida más regular de la que había llevado hasta entonces, pero en realidad
Arthur no estaba preparado para ladrar a la luna.
No estaba
preparado para nada de aquello, por supuesto.
¿Su hija?
¿Su hija?
Trillian y él nunca habían ni siquiera... ¿nunca?. Tenía la absoluta seguridad
de que lo hubiese recordado. ¿Y qué pasaba con Zaphod?
—No es la misma
especie, Arthur —le contestó Trillian—. Cuando decidí tener un hijo me hicieron
toda clase de pruebas genéticas y sólo encontraron una pareja que me fuese
bien. No caí en la cuenta hasta más tarde. Lo comprobé y tenía razón.
Normalmente no les gusta decirlo, pero yo insistí.
—¿Quieres decir
que fuiste a un banco de DNA? —preguntó Arthur, con los ojos saltones.
—Sí. Pero la niña
no salió tan al azar como su nombre indica, porque desde luego tú eras el único
homo sapiens donante. Aunque debo añadir que, según parece, volabas con
muchísima frecuencia.
Arthur miraba con
los ojos en blanco a la niña de infeliz aspecto que, en una postura desgarbado,
le miraba tímidamente desde el marco de la puerta.
—Pero ¿cuándo...
cuánto tiempo...?
—¿Te refieres a
qué edad tiene?
—Sí.
—La que no
debiera.
—¿Qué quieres
decir?
—Quiero decir que
no tengo ni idea.
—¿Cómo?
—Bueno, pues
según mis cálculos creo que la tuve hace unos diez años, pero está claro que es
mucho mayor. Me paso la vida yendo hacia atrás y hacia adelante en el tiempo,
¿sabes? El trabajo. Solía llevarla conmigo cuando podía, pero no siempre era
posible. Luego la dejaba en guarderías de zonas temporales, pero ya no te
puedes fiar de cómo calculan el tiempo. Las dejas por la mañana y sencillamente
no tienes ni idea de la edad que tendrán por la tarde. Te quejas hasta
desgañitarte pero no consigues nada. Una vez la dejé unas horas en uno de esos
sitios y cuando volví ya había pasado la pubertad. He hecho lo que he podido,
Arthur, ahora te toca a ti. Tengo que cubrir una guerra.
Los diez segundos
que pasaron tras la marcha de Trillian fueron los más largos de la vida de
Arthur Dent. El tiempo, como sabemos, es relativo. Se puede hacer un viaje
espacial de ida y vuelta que dure años luz, pero si se va a la velocidad de la
luz al volver se puede haber envejecido simplemente unos segundos mientras tu
hermano o hermana gemela habrá envejecido veinte, treinta, cuarenta o los años
que sean, depende de lo lejos que se haya viajado.
Eso puede causar
una profunda conmoción personal, sobre todo si uno ignora que tiene un hermano
gemelo. Los segundos que se ha estado ausente no bastarán para prepararle a uno
al sobresalto de la vuelta, cuando se vea ante una familia nueva y extrañamente
aumentada.
Diez segundos de
silencio no fue tiempo suficiente para que Arthur volviera a rehacer toda la
idea que tenía de sí mismo y de su vida para incluir de pronto en ella a una
hija de cuya mera existencia no había tenido el menor indicio de sospecha al
levantarse por la mañana. Unos lazos familiares profundos y efectivos no pueden
establecerse en diez segundos, por muy lejos y muy deprisa que se viaje en busca
de ellos, y Arthur no pudo menos que sentirse incapaz, perplejo y aturdido
mientras miraba a la niña, que seguía de pie en la puerta con la vista fija en
el suelo de su casa.
Suponía que no
tenía sentido hacer como si no se sintiera incapaz.
Se acercó a ella
y la abrazó.
—No te quiero —le
dijo—. Lo siento. Ni siquiera te conozco todavía. Pero dame unos minutos.
Vivimos en una
época extraña.
También vivimos
en sitios extraños: cada uno en su propio universo. La gente con quien poblamos
nuestros universos son sombras de otros mundos que se cruzan con el nuestro. El
hecho de advertir esa pasmosa complejidad del infinito retorno y decir cosas
como: «¡Ah, hola, Ed! Qué moreno estás. ¿Cómo está Carol?», requiere una buena
dosis de trascendencia, capacidad que todos los seres conscientes han de
desarrollar con objeto de protegerse a sí mismos de la contemplación del caos
por el que tropiezan y caen. Así que déle a su hijo una oportunidad, vale?
Fragmento de
Paternidad práctica en un universo fractalmente enloquecido.
—¿Qué es esto?
Arthur casi había
renunciado. Es decir, no iba a renunciar. No abandonaría de ninguna manera.
Ahora no. Ni nunca.
Pero si hubiera
sido de las personas que renuncian, ése era probablemente el momento en que lo
hubiera hecho.
No satisfecha con
ser arisca, tener mal genio, querer marcharse a jugar a la era paleozoica, no
comprender por qué tenían puesta la gravedad todo el tiempo y gritar al sol
para que dejara de perseguirla, Random además había utilizado el cuchillo de
trinchar de Arthur para arrancar piedras del suelo y lanzarlas contra los
pájaros pikka por mirarla de aquel modo.
Arthur ni
siquiera sabía si en Lamuella había habido era paleozoica. Según el Anciano
Thrashbarg, el planeta se había descubierto plenamente formado en el ombligo de
un gigantesco tijereta un viernes a las cuatro y media de la tarde, y pese a
que Arthur, curtido viajero galáctico con buenas notas en Física y Geografía,
albergaba sobre ello dudas bastante serias, discutir con el Anciano Thrashbarg
era más bien una pérdida de tiempo y nunca había tenido mucho sentido.
Suspiró mientras
acariciaba el cuchillo torcido y mellado. Iba a quererla aunque le costara la
vida, a él, a ella o a los dos. No era fácil ser padre. Era consciente de que
nadie había dicho nunca que fuese fácil, pero no se trataba de eso porque en
primer lugar él nunca había pedido ser padre.
Hacía lo que
podía. Pasaba con ella cada momento que podía sustraer a los bocadillos,
hablaba, se sentaba con ella en la colina para ver la puesta de sol sobre el
valle en que se asentaba el pueblo, intentando averiguar cosas de su vida,
tratando de explicarle la suya. Tarea difícil. Lo que tenían en común, aparte
del hecho de tener genes casi idénticos, era del tamaño de un guijarro. O mejor
dicho, la divergencia de sus puntos de vista equivalía a la diferencia de
tamaño entre Trillian y ella.
—¿Qué es esto?
De pronto
comprendió que le estaba hablando y él no se había dado cuenta. O más bien no
había reconocido su voz.
En lugar de
dirigirse a él en su tono habitual, amargo y truculento, le estaba haciendo una
simple pregunta.
Volvió la cabeza,
sorprendido.
Estaba sentada en
un taburete en un rincón de la cabaña, en aquella postura suya de hombros
encogidos, rodillas juntas, pies extendidos hacia afuera, con el pelo negro
colgándole sobre la cara mientras miraba algo que tenía entre las manos.
Con cierto
nerviosismo, Arthur se acercó a ella.
Sus cambios de
humor eran imprevisibles, pero hasta entonces todos habían oscilado entre
distintos tipos de mal genio. Crisis de amarga recriminación daban paso sin
previo aviso a un absoluto desprecio de sí misma, seguido de largos accesos de
sombría desesperación marcados por repentinos actos de absurda violencia contra
objetos inanimados y exigencias de que fueran a clubs electrónicos.
En Lamuella no
sólo no había clubs electrónicos, sino que no había clubs de ninguna clase ni,
en realidad, tampoco electricidad. Había una fragua y una panadería, unos
cuantos carros y un pozo, pero aquél era el nivel más alto de la técnica lamuellana,
y una buena parte de los inextinguibles accesos de cólera de Random iba
dirigida contra el atraso absolutamente incomprensible del planeta.
Cogía televisión
Sub-Etha en un diminuto Panel-O-Flex que le habían implantado quirúrgicamente
en la muñeca, pero eso no la animaba lo más mínimo porque no daban más que
noticias demenciales y apasionantes de cosas que ocurrían en cualquier otra
parte de la Galaxia menos allí. También le daba frecuentes noticias de su
madre, que la había abandonado para cubrir alguna guerra que, según parecía
ahora, jamás había ocurrido, o al menos que había salido muy mal en algún
sentido por falta de una adecuada recopilación de datos. Además, le daba acceso
a montones de programas de espectaculares aventuras con toda clase de naves
espaciales fantásticamente lujosas que se estrellaban unas contra otras.
Los aldeanos
estaban completamente hipnotizados por aquellas maravillosas imágenes que le
salían de la muñeca. Sólo una vez habían visto estrellarse a una nave espacial,
y había sido algo tan aterrador, violento y espantoso, y había producido tan
horribles estragos, incendios y muertes que, estúpidamente, no comprendían que
se trataba de un pasatiempo.
El Anciano
Thrashbarg se quedó tan pasmado que en seguida vio a Random como emisaria de
Bob, pero muy poco después decidió que en realidad había sido enviada para
probar su fe, si no su paciencia. También estaba alarmado por el número de
accidentes de naves espaciales que debía incorporar a sus historias religiosas
si es que quería antener la atención de los aldeanos para que no se
precipitaran continuamente a ver la muñeca de Random.
En aquel momento,
Random no se miraba la muñeca, que estaba apagada. Sin decir nada, Arthur se
puso en cuclillas a su lado para ver qué estaba mirando.
Era su reloj. Se
lo había quitado para ir a ducharse en la cascada del pueblo, Random lo había
encontrado y trataba de averiguar para qué servía.
—Sólo es un reloj
—le explicó—. Sirve para saber la hora.
—Ya lo sé —repuso
ella—. Pero a pesar de que no dejas de manipularlo, sigue sin decirte la hora
exacta. Ni siquiera de forma aproximada.
Descubrió la
ventanilla de lectura del panel de la muñeca, que automáticamente mostró la
hora local. El panel de su muñeca se había dedicado tranquilamente a medir la
gravedad y el impulso orbital del planeta, observando la situación del sol y
siguiendo su trayectoria celeste, todo ello a los pocos minutos de la llegada
de Random a Lamuella. Luego recogió rápidamente datos del entorno para
averiguar las convenciones de medida locales y volver a programarse de forma
adecuada. Hacía esas cosas continuamente, lo que era especialmente valioso si
se emprendían muchos viajes tanto en el tiempo como en el espacio.
Random frunció el
ceño ante el reloj de su padre, que no hacía nada de aquello.
Arthur le tenía
mucho cariño al reloj. Era mejor del que él hubiera podido adquirir jamás. Se
lo había regalado en su vigesimosegundo cumpleaños un padrino rico y abrumado
de sentimientos de culpa que hasta entonces se había olvidado de todos sus
aniversarios, aparte de no acordarse ni de su nombre. Decía el día, la fecha,
las fases de la luna; tenía las palabras «Para Albert en su vigesimoprimer
cumpleaños» grabadas en la abollada y arañada parte de atrás en letras que aún
eran visibles.
El reloj había
pasado en los últimos años por multitud de pruebas, la mayoría de las cuales ni
entraban en la garantía. Claro que él no pensaba que la garantía mencionase
especialmente que el reloj sólo era exacto dentro del particular campo
gravitatorio y magnético de la Tierra, y siempre que el día tuviese
veinticuatro horas y el planeta no estallase y esas cosas. Eran suposiciones
tan fundamentales que hasta los juristas las habrían pasado por alto.
Afortunadamente,
el reloj era de cuerda, o al menos de cuerda automática. En ninguna parte de la
Galaxia habría encontrado pilas del tamaño, dimensiones y especificaciones de
potencia que eran perfectamente normales en la Tierra.
—¿Y qué son todos
esos números? —preguntó Random.
Arthur le cogió
el reloj.
—Los números del
borde de la esfera indican las horas. En la ventanita de la derecha dice ju,
que significa jueves, y ese número catorce quiere decir que hoy es el 14 de
MAYO, mes que aparece en esta otra ventanita de aquí.
—Y esa ventanita
semicircular de ahí arriba te dice las fases de la luna. En otras palabras, te
indica qué parte de la luna está iluminada de noche por el sol, lo que depende
de las respectivas posiciones del Sol, de la Luna y, bueno..., de la Tierra.
—La Tierra
—repitió Random.
—Sí.
—Y de ahí eres
tú, y mami también.
—Sí.
Random cogió el
reloj de nuevo y volvió a mirarlo, claramente desconcertada por algo. Luego se
lo llevó a la oreja y lo escuchó asombrada.
—¿Qué es ese
ruido?
—El tictac. La
maquinaria que hace andar al reloj. Se llama mecanismo de relojería. Se compone
de una serie de ruedecillas dentadas y muelles entrelazados que hacen girar las
manecillas a la velocidad justa para que indiquen las horas, los minutos, los
días, etcétera.
Random continuó
mirándolo.
—Hay algo que te
tiene perpleja.
—¿Qué es?
—preguntó Arthur.
—Sí —contestó
Random, al cabo—. ¿Por qué es todo de metal?
Arthur propuso
dar un paseo. Pensaba que debían hablar de algunas cosas y parecía que Random,
si no precisamente dócil y bien dispuesta, al menos por una vez no gruñía.
Desde el punto de
vista de Random, eso también era muy extraño. No es que pretendiera ser difícil
porque sí, sino que no sabía ser de otra manera.
¿Quién era aquel
individuo? ¿Qué era esa vida que ella debía llevar? ¿Y qué era aquel universo
que no dejaba de entrarle por los ojos y los oídos? ¿Para qué era? ¿Qué
pretendía?
Había nacido en
una nave espacial que iba de alguna parte a otro sitio, y cuando tenía que ir a
otro sitio, ese otro sitio resultaba ser simplemente alguna parte de la cual
había que volver a ir a otro sitio, y así sucesivamente.
Para ella era
normal suponer que estaba en otro sitio. Era normal pensar que estaba en el
sitio menos indicado.
No se daba cuenta
de que sentía eso porque eso era lo único que siempre había sentido, igual que
nunca le parecía extraño que en casi todos los sitios adonde iba necesitara
llevar pesos o trajes antigravedad, y normalmente también algún aparato
especial para respirar. Los únicos sitios en que se encontraba a gusto eran
mundos que uno concebía para habitarlos personalmente: realidades virtuales en
los clubs electrónicos. Jamás se le había ocurrido que el Universo real era
algo donde se podía encajar de verdad.
Y eso incluía
aquel sitio llamado Lamuella, donde su madre la había dejado tirada. Y también
a aquella persona que le había otorgado el precioso y mágico don de la vida a
cambio de un asiento mejor y más caro. Menos mal que había resultado ser muy
amable y simpático, pues si no habría habido lío. De los buenos. En el bolsillo
llevaba una piedra especialmente afilada con la que podía dar un montón de
problemas.
Puede ser muy
peligroso ver las cosas bajo el punto de vista de otros sin el adecuado
entrenamiento.
Se sentaron en el
sitio que más le gustaba a Arthur, en la ladera que daba al valle. El sol iba a
ponerse sobre el pueblo.
Lo que a Arthur
no le gustaba tanto era mirar un poco más allá, al siguiente valle, donde un
surco profundo, negro y desolado indicaba el lugar del bosque donde se había
estrellado su nave. Pero quizá era por eso por lo que seguía yendo allí. El
frondoso y ondulado paisaje de Lamuella podía contemplarse desde muchos sitios,
pero Arthur se sentía atraído por aquél, con su insistente sombra de miedo y
dolor acechando justo en el límite de su visión.
Nunca había
vuelto desde que lo sacaron de los restos de la nave.
Ni volvería.
No podría
soportarlo.
En realidad,
intentó volver al día siguiente, aún atontado y con la cabeza dándole vueltas
por la conmoción. Tenía una pierna y varias costillas rotas, aparte de algunas
quemaduras serias, y aunque no pensaba de forma coherente insistió en que los
aldeanos le llevaran, lo que ellos hicieron no sin cierta inquietud. Pero no
logró llegar al sitio exacto donde la tierra ardió y se disolvió, y finalmente,
cojeando, se alejó para siempre del horror.
Pronto corrió el
rumor de que toda la zona estaba encantada, y desde entonces nadie se aventuró
hasta allá. La comarca estaba llena de magníficos y deliciosos valles verdes,
no tenía sentido dirigirse a uno que causaba tanta zozobra. Que el pasado se
ocupara del pasado y que el presente siguiese su camino hacia el futuro.
Random mecía el
reloj entre las manos, volviéndolo despacio para dejar que los largos rayos del
sol poniente arrancaran cálidos destellos a los rasguños y arañazos del grueso
cristal. La fascinaba ver el recorrido de la fina manilla del segundero.
Siempre que describía un círculo completo, la más larga de las otras dos
manecillas se situaba en la siguiente de las sesenta pequeñas divisiones que
rodeaban la esfera. Y cuando la manilla larga completaba su propio círculo, la
pequeña se adelantaba al siguiente número.
—Hace una hora
que lo estás mirando —observó Arthur.
—Lo sé —repuso
ella—. Una hora es cuando la manecilla grande ha recorrido un círculo completo,
¿no?
—Eso es.
—Entonces lo
llevo mirando desde hace una hora y diecisiete... minutos.
Sonrió con un
placer hondo y enigmático y se movió un poco, lo justo para apoyarse
ligeramente contra el brazo de su padre. Arthur sintió que se le escapaba un
pequeño suspiro que le reptaba por el pecho desde hacía semanas. Sintió deseos
de rodear los hombros de su hija con el brazo, pero pensó que aún era demasiado
pronto y que ella se apartaría. Sin embargo, algo estaba haciendo efecto. Algo
se ablandaba en el interior de Random. El reloj tenía para ella un significado
como nada lo había tenido en su vida hasta ahora. Arthur no estaba seguro
todavía de haber comprendido realmente lo que era, pero estaba profundamente
contento y aliviado de que algo hubiera hecho mella en ella.
—Explícamelo otra
vez —le pidió Random.
—No tiene nada de
especial —contestó Arthur—. El mecanismo de relojería es algo que se fue
desarrollando a lo largo de cientos de años...
—Años terrestres.
—Sí. Se fue
haciendo cada vez más fino y complejo. Era un trabajo delicado que requería un
alto grado de especialización. Tenía que ser muy pequeño y seguir funcionando
con precisión por mucho que se moviera o se cayese.
—Pero ¿sólo en un
planeta?
—Bueno, allí es
donde se inventó, ¿entiendes? Nunca se pensó que pudiera llevarse en otra parte
y que funcionase en diferentes soles, lunas, campos magnéticos y esas cosas.
Quiero decir que ese reloj todavía marcha perfectamente bien, pero eso no
significa mucho tan lejos de Suiza.
—¿De dónde?
—Suiza. Ahí es
donde los hacían. Un país pequeño y montañoso. Aburridamente limpio. La gente
que los fabricaba no sabía que hay otros mundos.
—Qué cosa tan
tremenda, no saberlo.
—Pues, sí.
—¿Y de dónde era
esa gente?
—La gente, es
decir, nosotros..., nos desarrollamos allí, como si dijéramos. Evolucionamos en
la Tierra. No sé a partir de dónde, del barro o algo así.
—Como este reloj.
—Humm. No creo
que el reloj se formara del barro.
—¡No entiendes!
Random se puso en
pie de un salto, gritando.
—¡No entiendes!
¡No me entiendes, no entiendes nada! ¡Te odio por ser tan estúpido!
Echó a correr
frenéticamente colina abajo, sin soltar el reloj y gritando que le odiaba.
Arthur se
incorporó bruscamente, sorprendido y sin saber qué hacer. Echó a correr tras
ella por la alta y tupida hierba. Le resultaba difícil y penoso. En el
accidente se rompió una pierna que no se le soldó bien porque no había sido una
fractura limpia. Daba traspiés y respingos al correr.
Random se dio la
vuelta de pronto y se encaró con él, el semblante ensombrecido de cólera.
—¡No ves que esto
es de algún sitio! —gritó, blandiendo el reloj—. ¡De algún sitio donde
funciona! ¡De algún sitio donde encaja!
Se dio la vuelta
de nuevo y siguió corriendo. Estaba en forma y era ligera de pies. Arthur no
era ni remotamente capaz de seguirle el paso.
No era que no
esperase que ser padre fuera tan difícil, sino que no esperaba ser padre en
absoluto, sobre todo en un planeta extraño y de forma tan repentina e
inesperada.
Random se volvió
a gritarle otra vez. Por alguna razón, siempre se paraba para hacerlo.
—¿Quién te crees
que soy? —preguntó con rabia—. ¿Tu billete de primera clase? ¿Por quién supones
que me tomaba mamá? ¿Por un billete para la vida que no tenía?
—No sé qué
quieres decir con eso —contestó Arthur, jadeante y lleno de dolores.
—¡Tú no sabes lo
que nadie quiere decir con nada!
—¿Qué quieres
decir?
—¡Cállate!
¡Cállate! ¡Cállate!.
—¡Dímelo!
¡Dímelo, por favor! ¿Qué quiere decir ella con eso de la vida que no tuvo?
—¡Deseaba haberse
quedado en la Tierra! ¡Se arrepentía de haberse largado con el imbécil de
Zaphod, ese estúpido subnormal! ¡Cree que su vida habría sido diferente!
—¡Pero entonces
habría muerto! —objetó Arthur—. ¡Habría muerto cuando destruyeron el mundo!
—Eso habría sido
una vida diferente, ¿no?
—Eso es...
—¡No tenía que
haberme tenido! ¡Me odia!
—¡Eso no lo dices
en serio! Cómo es posible que alguien, humm, quiero decir...
—Me tuvo porque
yo estaba destinada a hacer que las cosas le fueran bien. Ése era mi cometido.
¡Pero a mí me fueron aún peor que a ella! Así que se ha deshecho de mí para
continuar con su absurda vida.
—¿Qué hay de
absurdo en su vida? Tiene un éxito fabuloso, ¿no? Se mueve por todo el tiempo y
el espacio, en todas las redes de televisión Sub-Etha...
—¡Estúpido!
¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido!
Random se volvió
y echó a correr de nuevo. Arthur no pudo seguirla y acabó sentándose un poco
para calmar el dolor de la pierna. En cuanto al tumulto que tenía en la cabeza,
no tenía la menor idea de qué hacer.
Una hora después
entró renqueando en el pueblo. Estaba oscureciendo. Los aldeanos con los que se
cruzaba lo saludaban, pero había en el aire una sensación de nerviosismo, de no
saber exactamente qué pasaba ni de qué hacer al respecto. Habían visto al
Anciano Thrashbarg tirarse de la barba y mirar a la luna durante bastante
tiempo, y eso tampoco era buena señal.
Arthur entró en
su cabaña.
Random estaba en
silencio, encogida sobre la mesa.
—Lo siento
—dijo—. Lo siento mucho.
—Está bien
—repuso Arthur en el tono más suave que pudo—. No viene mal tener..., bueno,
una pequeña charla. Hay tantas cosas que tenemos que conocer y entender el uno
del otro, y la vida no es..., bueno, no todo es té y bocadillos...
—Lo siento tanto
—repitió Random entre sollozos.
Arthur se acercó
a ella y le rodeó los hombros con el brazo. Ella no se resistió ni se apartó.
Entonces vio Arthur qué era lo que tanto sentía.
En el círculo de
luz arrojado por un quinqué lamuellano yacía el reloj de Arthur. Random había
forzado la tapa trasera con el cuchillo de untar la mantequilla, y todas las
ruedecillas dentadas, los muelles y palancas estaban desperdigados en una
caótica confusión justo en el sitio donde los había estado manipulando.
—Sólo quería ver
cómo funcionaba —explicó Random—, cómo encajaba todo. ¡Lo siento tanto! No sé
volver a montarlo. Lo siento, lo siento, lo siento. No sé qué hacer. ¡Haré que
lo arreglen! ¡De verdad! ¡Lo llevaré a arreglar!
Al día siguiente
apareció Thrashbarg y empezó a decir toda clase de cosas sobre Bob. Trató de
ejercer una influencia conciliadora invitando a Random a recrearse la mente en
el inefable misterio de la tijereta gigante, pero Random replicó que no
existían tijeretas gigantes y Thrashbarg se quedó muy parado y silencioso y
afirmó que acabaría siendo arrojada a la oscuridad exterior. Random dijo que
muy bien, que ella había nacido allí, y al día siguiente llegó el paquete.
Estaban empezando
a ocurrir demasiadas cosas.
En realidad,
cuando llegó el paquete, entregado por una especie de robot que cayó del cielo
con un zumbido de abejón, se suscitó la impresión, que poco a poco empezó a
cundir por el pueblo entero, de que aquello ya casi pasaba de castaño oscuro.
La culpa no fue
del robot abejón. Lo único que le hacía falta para marcharse era la firma o la
huella del pulgar de Arthur Dent. Se quedó esperando, sin saber exactamente a
qué venía todo aquel resentimiento. Mientras, Kirp había pescado otro pez con
una cabeza en cada extremo, pero al examinarlo con más detenimiento resultó que
en realidad eran dos peces cortados por la mitad y cosidos de mala manera, de modo
que Kirp no sólo no logró reanimar el interés por los peces de dos cabezas,
sino que además arrojó serias dudas sobre la autenticidad del primero.
únicamente los pájaros pikka parecían pensar que todo era absolutamente normal.
El robot abejón
recibió la firma de Arthur y salió a escape. Arthur llevó el paquete a su
cabaña, se sentó y lo observó.
—¡Vamos a
abrirlo! —exclamó Random, que aquella mañana se sentía más animada, ya que todo
lo que la rodeaba se había vuelto absolutamente extraño, pero Arthur dijo que
no.
—¿Por qué no?
—No viene dirigido a mí.
—Sí, es para ti.
—No, no lo es.
Viene a mi dirección, pero para entregar a... bueno, es para Ford Prefect.
—¿Ford Prefect?
¿No es ése el que...?
—Sí —contestó
Arthur en tono agrio.
—He oído hablar
de él.
—Supongo que sí.
—Abrámoslo de
todos modos. ¿Qué vamos a hacer si no?
—No sé —confesó
Arthur, que en realidad no estaba seguro.
Había llevado a
la fragua los cuchillos estropeados a primera hora de aquella radiante mañana,
y Strinder los había mirado y había dicho que vería lo que podía hacer.
Habían hecho lo
de siempre, agitar los cuchillos por el aire para determinar el contrapeso, la
flexión y esas cosas, pero faltaba alegría y Arthur tuvo la triste sensación de
que sus días como Hacedor de Bocadillos estaban probablemente contados.
Agachó la cabeza.
La próxima
aparición de los Animales Completamente Normales era inminente, pero Arthur
pensó que las habituales celebraciones de la caza y los festines iban a ser más
bien apagados y problemáticos. Algo había pasado en Lamuella, y Arthur tuvo la
horrible sensación de que él tenía la culpa.
—¿Qué crees que
será? —insistió Random, dando vueltas al paquete entre las manos.
—No sé —contestó
Arthur—. Pero será algo malo y preocupante.
—¿Cómo lo sabes?
—protestó Random.
—Porque todo lo
que tiene que ver con Ford Prefect acaba siendo peor y más preocupante que
cualquier cosa que no tenga nada que ver con él. Créeme.
—Estás preocupado
por algo, ¿verdad?
Arthur suspiró.
—Sólo estoy un
poco inquieto y nervioso.
—Lo siento —dijo
Random, volviendo a dejar el paquete. Comprendía que, si lo abría, le
preocuparía verdaderamente. No tenía más remedio que abrirlo cuando él no
mirase.
16
Arthur no estaba
del todo seguro de qué había echado en falta primero. Cuando notó que una de
las dos cosas no estaba, pensó inmediatamente en la otra y en seguida
comprendió que faltaban las dos y que, en consecuencia, iba a ocurrir algo muy
malo y de difícil arreglo.
Random no estaba.
Y el paquete tampoco.
Lo había dejado
todo el día en un estante, a la vista. Como en prueba de confianza.
Era consciente de
que una de sus obligaciones de padre era dar muestras de confianza en su hija,
crear una sensación de franqueza y responsabilidad en el fundamento de su mutua
relación. Había tenido la desagradable impresión de que hacer una cosa así era
una imbecilidad, pero lo había hecho de todas formas, y desde luego ése había
sido el resultado, vivir para ver. En cualquier caso, se vive.
Y también se
tiene miedo.
Arthur salió
corriendo de la cabaña. Era a media tarde, la luz se iba amortiguando y se
preparaba una tormenta. No vio a Random por parte alguna, ni rastro de ella.
Preguntó. Nadie la había visto. Todos volvían a recogerse a sus hogares. A las
afueras del pueblo soplaba un poco de viento, levantando cosas a su paso y
lanzándolas peligrosamente por todos lados.
Se encontró con
Thrashbarg y le preguntó. El Anciano lo miró impasible y señaló en la dirección
que Arthur más temía, la que le había indicado su instinto.
Pero ahora estaba
seguro.
Random había ido
a donde pensaba que él no la seguiría.
Miró al cielo,
que estaba sombrío, cárdeno y veteado, y se le ocurrió que era la clase de
cielo por donde los Cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgarían sin sentirse un
puñado de perfectos imbéciles.
Lleno del más
negro presentimiento, acometió la senda que llevaba al bosque del siguiente
valle. Las primeras gotas de lluvia empezaron a salpicar el suelo mientras él
intentaba correr arrastrando la pierna.
Random llegó a la
cresta de la colina y miró al siguiente valle. La ascensión había sido más
larga y penosa de lo que había pensado. Le preocupaba un poco que no fuese
buena idea hacer aquella excursión de noche, pero su padre se había pasado todo
el día cerca de la cabaña, haciendo como que no vigilaba el paquete. Al fin
tuvo que ir a la fragua a hablar con Strinder de los cuchillos, y Random había
aprovechado la ocasión para salir corriendo con el paquete.
Estaba
completamente claro que no podía abrirlo allí mismo, en la cabaña, ni siquiera
en el pueblo. Podría aparecer delante de ella en cualquier momento. Lo que
significaba que tendría que ir a donde no la encontrara.
Podía detenerse
allí mismo, donde estaba. Había tomado aquel camino con la esperanza de que no
fuese tras ella, pero aunque la siguiera jamás la encontraría entre los árboles
de la colina, a la caída de la noche y bajo la lluvia.
Mientras subía la
colina, el paquete no había dejado de agitarse bajo su brazo. Era un objeto
agradablemente grande: una caja de tapa cuadrada con lados del tamaño de un brazo
y de una cuarta de hondo, envuelta en papel marrón y atada con una novedosa
cuerda que se anudaba sola. No sonaba al agitarlo pero, cosa interesante, el
peso se concentraba en el medio.
Y ya que había
llegado tan lejos, se daría el gusto de no pararse allí, sino de continuar
hacia lo que parecía ser zona prohibida, donde había caído la nave de su padre.
No estaba completamente segura de lo que significaba la palabra «encantada»,
pero sería divertido averiguarlo. Continuaría la marcha y dejaría el paquete
para cuando llegara allí.
Pero se estaba
haciendo de noche. Aún no había utilizado la pequeña linterna porque no quería
que la vieran desde lejos. Ahora tendría que usarla, pero ya no importaba
porque estaba en la otra ladera de la colina que dividía los dos valles.
Encendió la
linterna. Casi en el mismo momento, un relámpago en forma de horquilla desgarró
el valle al que se dirigía, dándole un buen susto. Cuando las tinieblas
volvieron a envolverla como un escalofrío y un trueno resonó por toda la comarca,
se sintió súbitamente indefensa y perdida con sólo un débil lápiz luminoso que
le temblaba en la mano. Quizá debería pararse, después de todo, y abrir el
paquete allí mismo. O volver, quizá, y salir mañana otra vez. Pero sólo fue una
vacilación momentánea. Sabía que aquella noche no volvería, y pensó que nunca
se presentaría otra ocasión.
Empezó a bajar
por la ladera. La lluvia empezaba a arreciar. Mientras poco antes sólo caían
algunas gotas gruesas, ahora estaba cayendo un buen chaparrón que silbaba entre
los árboles, y el terreno se iba volviendo resbaladizo bajo sus pies.
Al menos pensaba
que era la lluvia lo que silbaba. Había sombras que saltaban y la miraban de
reojo mientras la luz de su linterna se movía entre los árboles. De frente y
hacia abajo.
Siguió a toda
prisa durante otros diez o quince minutos, ya calada hasta los huesos y
tiritando, y poco a poco se dio cuenta de que más allá, frente a ella, parecía
haber otra luz. Era muy tenue y no sabía si se lo estaba imaginando. Apagó la
linterna para comprobarlo. Parecía haber una especie de débil resplandor. No
sabía qué era. Volvió a encender la linterna y continuó colina abajo, derecha
hacia lo que fuese aquello.
Pero algo pasaba
en el bosque.
De momento no
sabía qué era, pero no daba la animada impresión de un bosque saludable a las
puertas de una buena primavera. Los árboles se inclinaban en quebradizos
ángulos y tenían un aire pálido y marchito. Al pasar frente a ellos, más de una
vez Random tuvo la inquietante impresión de que intentaban alcanzarla, pero
sólo era una ilusión causada por la forma en que la luz de su linterna hacía
oscilar y parpadear las sombras.
De pronto, algo
cayó de un árbol delante de ella. Alarmada, dio un salto hacia atrás, dejando
caer la linterna y el paquete. Se puso en cuclillas y sacó del bolsillo la
piedra especialmente afilada.
Lo que había
caído del árbol se estaba moviendo. La linterna en el suelo, apuntaba en su
dirección: una sombra amplia y grotesca apareció entre la luz, dirigiéndose
hacia ella con movimientos vacilantes. Oyó un débil rumor de crujidos y
chillidos entre el continuo silbido de la lluvia. Buscó a tientas por el suelo,
encontró la linterna y enfocó directamente a la criatura.
En aquel mismo
momento, otra saltó de un árbol a unos pocos metros de distancia. Enfocó
rápidamente la linterna de una a otra. Alzó la mano con la piedra, dispuesta a
arrojarla.
Eran bastante
pequeñas, en realidad. El ángulo de la luz era lo que las hacía parecer tan
grandes. No sólo pequeñas, sino diminutas, peludas y delicadas. Y había otra,
que caía ahora de los árboles. Cruzó el rayo de luz, de modo que la vio
claramente.
Cayó con limpieza
y precisión, se volvió y luego, como las otras dos, empezó a avanzar despacio y
decididamente hacia ella.
Random se quedó
inmóvil en el sitio. Aún blandía la piedra, lista para lanzarla, pero cada vez
se convencía más de que las criaturas a quienes estaba apuntando con la piedra
dispuesta a arrojársela, eran ardillas. O al menos, criaturas semejantes a
ardillas. Suaves, cálidos, delicados animalitos parecidos a ardillas que se
acercaban a ella en una actitud que no sabía si le gustaba.
Enfocó de lleno a
la primera. Hacía ruidos agresivos, intimidantes, como si chillara, y en uno de
sus diminutos puños llevaba un trapo rosa, húmedo y raído. Random alzó la
piedra con aire amenazador, pero aquello no hizo impresión alguna en la
ardilla, que siguió avanzando hacia ella con el trapo húmedo.
Dio un paso
atrás. No sabía cómo enfrentarse a aquello. Si hubieran sido animales de
brillantes colmillos, bravos, gruñones y babeantes, se habría abalanzado
resueltamente sobre ellos, pero no tenía ni idea de cómo encararse con unas
ardillas que se comportaban así.
Siguió
retrocediendo. La segunda ardilla iniciaba una maniobra para rodearla por el
flanco derecho. Llevaba como una copa. Parecía el dedal de una bellota. La
tercera iba justo detrás de ella, avanzando a su vez. ¿Qué era lo que llevaba?
Como un trozo de papel húmedo, pensó Random.
Dio otro paso
atrás, tropezó con el tobillo en la raíz de un árbol y cayó hacia atrás.
Inmediatamente,
la primera ardilla se precipitó hacia adelante y se abalanzó sobre ella,
reptando por su estómago con una fría determinación en los ojos y un trapo
húmedo en el puño.
Random intentó
incorporarse de un salto, pero sólo logró moverse unos centímetros. La ardilla
hizo un movimiento brusco sobre su estómago, que la sobresaltó. El animalito se
inmovilizó, apretándole la piel con sus diminutas garras a través de la
empapada camisa. Entonces, despacio, centímetro a centímetro, prosiguió su
ascensión sobre ella, se paró y le ofreció el trapo.
Random se sintió
casi hipnotizada por el extraño aspecto de la criatura y sus ojos diminutos y
relucientes. Volvió a ofrecerle el trapo. Repitió la operación varias veces,
chillando con insistencia, hasta que al fin, con un movimiento nervioso y
vacilante, Random se lo arrebató. La criatura siguió observándola con atención,
recorriéndole el rostro con rápidos movimientos de los ojos. Random no sabía
qué hacer. Por la cara le corría lluvia y barro y tenía una ardilla sentada
encima. Se limpió el barro de los ojos con el trapo.
La ardilla
profirió un grito de triunfo, recuperó el trapo, se levantó de un salto, se
alejó correteando hacia la oscura noche circundante, trepó rápidamente a un
árbol, se metió en un agujero del tronco, se puso cómoda y encendió un
cigarrillo. Mientras, Random trataba de mantener a raya a la ardilla que
llevaba la copa de bellota llena de lluvia y a la que tenía el papel.
Retrocedió apoyándose en el trasero.
—¡No! —gritó—.
¡Fuera!
Retrocedieron
asustadas y luego volvieron a la carga con sus regalos. Random blandió la
piedra hacia ellas.
—¡Marchaos!
—gritó.
Las ardillas se
retiraron, consternadas. Luego, una de ellas se lanzó directamente hacia ella,
le soltó en el regazo la copa de bellota, se volvió y salió corriendo hacia la
oscuridad. La otra permaneció un momento inmóvil, temblando, luego colocó
ordenadamente el trozo de papel a sus pies y desapareció a su vez.
Estaba sola de
nuevo, pero estremecida de confusión. Tambaleándose, se puso en pie, recogió la
piedra y el paquete, se quedó quieta y luego cogió también el trozo de papel.
Estaba tan húmedo y deteriorado que resultaba difícil saber qué era. Parecía un
fragmento de una revista de líneas aéreas.
Justo cuando
Random intentaba comprender exactamente qué significaba todo aquello, un hombre
apareció en el claro, la apuntó con un rifle de horrible aspecto y disparó.
A cuatro o cinco
kilómetros detrás de ella, por la otra ladera, Arthur subía arrastrando
penosamente la pierna.
Unos minutos
después de emprender la marcha, había vuelto a casa a buscar una linterna. Que
no era eléctrica. La única del pueblo se la había llevado Random. Era una
especie de mortecino quinqué: una lata de la fragua de Strinder, provista de un
depósito de combustible de aceite de pescado y una mecha de hierba seca y
trenzada, perforada y envuelta en una telilla traslúcida hecha con membranas
secas de la tripa de un Animal Completamente Normal.
Acababa de
apagársele.
La agitó unos
momentos de un lado para otro en un gesto completamente inútil. Era evidente
que no iba a conseguir que el quinqué se encendiese de nuevo en medio del
fuerte aguacero, pero había que hacer un intento simbólico. De mala gana, lo
tiró al suelo. ¿Qué hacer? Era imposible. Estaba enteramente empapado, le
pesaba la ropa, abultada por la lluvia, y además estaba perdido en la
oscuridad.
Durante un breve
instante se vio envuelto en luz cegadora, y a continuación se vio perdido de
nuevo en la oscuridad.
Pero al menos el
relámpago le había mostrado que se encontraba muy cerca de la cresta de la
colina. Una vez que la rebasara, podría..., bueno, no estaba seguro de lo que
podría hacer. Ya lo pensaría cuando llegase.
Siguió cojeando,
cuesta arriba.
Pocos minutos
después, sin aliento, comprendió que se encontraba en la cumbre. Abajo, a lo
lejos, había como un tenue destello. No tenía idea de qué era, y en realidad
apenas le apetecía pensarlo. Pero era lo único que podía hacer, así que,
tropezando, perdido y asustado echó a andar hacia el resplandor.
El destello de
luz mortal pasó limpiamente a través de Random y, un par de segundos después,
lo mismo hizo el individuo que lo había lanzado. Aparte de eso, el desconocido
no prestó atención alguna a Random. Había disparado a alguien que estaba detrás
de ella, y cuando Random se volvió a mirar, él estaba arrodillado junto a un
cadáver, registrándole los bolsillos.
La escena se
inmovilizó y desapareció. Un momento después fue sustituida por unos dientes
gigantescos enmarcados en unos inmensos labios rojos y perfectamente pintados.
De pronto surgió un enorme cepillo azul y empezó a aplicar espuma a los
dientes, que siguieron brillando entre la trémula cortina de lluvia.
Random parpadeó
dos veces y entonces lo entendió.
Era un anuncio.
El tipo que le había disparado formaba parte de una película holográfica de las
que se proyectan en los vuelos. Ya debía estar muy cerca de donde se había
estrellado la nave. Evidentemente, algunos de sus dispositivos eran más
indestructibles que otros.
El siguiente kilómetro
de su excursión fue especialmente penoso. No sólo tuvo que vérselas con el
frío, la lluvia y la oscuridad, sino también con los fragmentados y revueltos
restos de los mecanismos de distracción de a bordo. A su alrededor, naves
espaciales, coches a reacción y helípodos se estrellaban y explotaban
continuamente, iluminando la noche, gente de malvado aspecto con extraños
sombreros hacía contrabando a través de ella con drogas peligrosas, y en un
pequeño claro a su izquierda la orquesta y coros de la Opera Estatal de
Hallapolis ejecutaba la Marcha de la Guardia Estelar de Anjaqantine, que cierra
el Acto IV del Blamvellanum de Woont, de Rizgar.
Y entonces llegó
al borde de un cráter burbujeante de muy desagradable aspecto. En el fondo del
agujero aún persistía un tenue y cálido resplandor despedido por lo que en
otras circunstancias se habría tomado por un enorme chicle caramelizado: los
restos fundidos de una gran nave espacial.
Se quedó
mirándolo durante un buen rato y luego echó a andar en torno al borde. Ya no
estaba segura de lo que buscaba, pero siguió avanzando de todas formas, dejando
a su izquierda el horror del cráter.
La lluvia empezó
a ceder un poco, pero seguía cayendo bastante, y como ignoraba lo que había en
la caja, si era algo delicado o que pudiera estropearse, pensó en buscar un
sitio relativamente seco para abrirlo. Esperó que no lo hubiera estropeado ya,
cuando se le cayó.
Enfocó la
linterna hacia los árboles circundantes, que por aquella parte eran escasos, en
su mayoría calcinados y partidos. A media distancia creyó distinguir una
confusa masa rocosa que podría procurarle abrigo y se encaminó hacia allá. Por
todos lados encontraba despojos expelidos en el momento en que la nave se hizo
pedazos, antes de la bola de fuego final.
A unos doscientos
o trescientos metros del borde del cráter se encontró con los destartalados
fragmentos de un material esponjoso de color rosa, empapado, cubierto de barro
y goteante entre los árboles rotos. Supuso, correctamente, que debían de ser
los restos de la envoltura de escape que había salvado la vida a su padre. Se
acercó a observarlo con más detenimiento y entonces vio en el suelo algo medio
cubierto por el barro.
Lo recogió y lo
limpió. Era una especie de aparato electrónico del tamaño de un libro pequeño.
En respuesta a su pulsación, destellando tenuemente en la portada, surgieron
unas letras amplias y graciosas. Decían: NO SE ASUSTE. Sabía lo que era. Era el
ejemplar de su padre de la Guía del autoestopista galáctico.
El descubrimiento
la tranquilizó inmediatamente, alzó la cabeza al tormentoso cielo y dejó que la
lluvia le resbalara por la cara hasta la boca.
Sacudió la cabeza
y se apresuró hacia las rocas. Encaramada a ellas, casi en seguida encontró el
sitio perfecto. La entrada de una gruta. Enfocó el interior con la linterna.
Parecía seco y seguro. Avanzando con mucho cuidado, entró. Era bastante
espaciosa, aunque no muy profunda. Agotada y llena de alivio se sentó en una
piedra cómoda, puso la caja delante de ella y procedió a abrirla de inmediato.
17
Durante una largo
período de tiempo hubo muchas conjeturas y polémicas sobre adónde había ido a
parar la «materia perdida» del Universo. En toda la Galaxia, los departamentos
científicos de las más importantes universidades adquirían equipos cada vez más
elaborados para sondear y escudriñar las entrañas de galaxias lejanas, y luego
el centro mismo y hasta los límites de todo el Universo, pero cuando finalmente
se descubrió, resultó ser el material en que embalaban los equipos.
En la caja había
una gran cantidad de bolitas pequeñas, suaves y blandas, materia perdida que
Random desechó para que futuras generaciones de físicos rastreara y volviera a
descubrir después de que los hallazgos de la actual generación se hubieran
perdido y olvidado.
De entre las
bolitas de materia perdida sacó el inocuo disco negro. Lo puso sobre una piedra
a su lado y rebuscó entre toda la materia perdida para ver si había algo más,
un manual, piezas o algo, pero no había otra cosa. Sólo el disco negro.
Lo enfocó con la
linterna.
Y entonces
empezaron a surgir grietas a lo largo de su superficie aparentemente lisa.
Random retrocedió nerviosamente, pero en seguida vio que aquello, fuera lo que
fuese, estaba simplemente desplegándose.
El proceso era de
una maravillosa belleza. Sumamente elaborado, pero también sencillo y elegante.
Era como una obra de origami que se abriera por sí sola, o un capullo de rosa
que floreciese en cuestión de segundos.
Unos momentos
antes era un disco negro de espléndida lisura y redondez, ahora se había convertido
en pájaro. Suspendido en el aire.
Random siguió
retrocediendo, atenta y vigilante.
Se parecía un
poco a un pájaro pikka, sólo que bastante más pequeño. Es decir, en realidad
era más grande, o para ser más precisos, exactamente del mismo tamaño, o el
doble, por lo menos. También era a la vez mucho más azul y bastante más rosado
que los pájaros pikka, sin dejar de ser al mismo tiempo completamente negro.
Además tenía algo
muy raro que Random no pudo descifrar al momento.
Desde luego,
igual que los pájaros pikka, daba la impresión de que contemplaba algo que uno
no veía.
De pronto
desapareció.
Entonces, tan
inesperadamente como antes, todo se volvió negro. Random se puso en cuclillas,
tensa, buscando de nuevo en el bolsillo la piedra especialmente afilada. Luego
la negrura se contrajo, se hizo una bola y después se convirtió de nuevo en
pájaro. Se quedó suspendido en el aire frente a ella, batiendo las alas
despacio y mirándola fijamente.
—Disculpa —dijo
de pronto—. Es que tengo que calibrarme. ¿Me oyes cuando te digo esto?
—¿Cuando me dices
qué? —preguntó Random.
—Bien —repuso el
pájaro, que esta vez habló alzando el tono—. ¿Y me oyes cuando digo esto?
—Sí, claro que te
oigo.
—¿Y cuando hablo
así, me oyes? —preguntó el pájaro, esta vez con una voz profunda y sepulcral.
—SI.
Entonces hubo una
pausa.
—No, está claro
que no —concluyó el pájaro al cabo de unos momentos—. Bueno, pues el alcance de
tu oído está entre veinte y dieciséis kiloherzios. Así. ¿Te resulta agradable?
—le preguntó en una encantadora voz de tenor ligero—. ¿No hay armonías molestas
que rechinen en el registro más alto? Claro que no. Bien. Ésas las utilizaré
como canales de datos. Estupendo. ¿Cuántos ves como yo?
De pronto el aire
se llenó de pájaros entrelazados. Random estaba acostumbrada a pasar el tiempo
en realidades virtuales, pero aquello era bastante más extraño que nada de lo
que había visto hasta entonces. Era como si toda la geometría del espacio se
hubiera vuelto a definir en formas de pájaros sin contornos.
Random jadeó y se
puso los brazos delante de la cara, agitándolos en el espacio en forma de
pájaro.
—Hummm,
evidentemente, son demasiados —comentó el pájaro—. ¿Qué tal ahora?
Como un acordeón,
se extendió en un túnel de pájaros, como atrapado entre espejos paralelos que
lo reflejaran hacia el infinito.
—¿Qué eres?
—gritó Random.
—Hablaremos de
eso dentro de un momento —aseguró el pájaro—. Sólo dime cuántos, por favor.
—Bueno, eres una
especie de... —Random hizo una especie de gesto inútil hacia la lejanía.
—Ya veo, todavía
tengo una extensión infinita, pero al menos nos acercamos a la matriz
dimensional adecuada. Bien. No, la respuesta es una naranja y dos limones.
—¿Limones?
—Si tengo tres
limones y tres naranjas y pierdo dos naranjas y un limón, ¿qué es lo que me
queda?
—¿Eh?
—De acuerdo, así
que crees que el tiempo fluye de ese modo, ¿no?, Interesante. ¿Sigo siendo
infinito? ¿Soy muy amarillo?
El pájaro sufría
a cada momento asombrosas transformaciones en forma y extensión.
—No sé... —dijo
Random, pasmada.
—No tienes que
contestar; mirándote, lo sé. Muy bien. ¿Soy tu madre? ¿Soy una piedra? ¿Te
parezco enorme, blando y sinuosamente entrelazado? ¿No? ¿Y ahora? ¿Voy hacia
atrás?
Por una vez, el
pájaro estaba completamente quieto y en una sola pieza.
—No —contestó
Random.
—Pues en
realidad, sí, me movía hacia atrás en el tiempo. Humm. Bueno, creo que ya hemos
arreglado todo eso. Si quieres saberlo, te diré que en tu universo os movéis
libremente en tres dimensiones que llamáis espacio. Os desplazáis en línea
recta en una cuarta que llamáis tiempo, y estáis fijos en una quinta, que
constituye el primer fundamento de la probabilidad. A partir de ahí todo se
complica un poco, y en las dimensiones trece a veintidós ocurren cosas de todo
tipo que en realidad no te interesan. De momento, lo único que necesitas saber
es que el universo es mucho más complejo de lo que puedas imaginarte, aunque
partas de una percepción intelectual que en principio sea puñeteramente
elaborada. No me cuesta trabajo no decir palabras como «puñetera», si te molestan.
—Di lo que te
venga puñeteramente en gana.
—Lo diré.
—¿Quién coño eres
tú? —inquirió Random.
—Soy la Guía. En
tu universo soy tu Guía. En general, habito lo que técnicamente se conoce como
Toda Clase de Revoltijo General, que significa..., bueno, permíteme que te lo
muestre.
Dio la vuelta en
el aire, salió de la gruta como una flecha y se posó bajo el saliente de una
roca al resguardo de la lluvia, que arreciaba de nuevo.
—Ven —dijo—. Mira
esto.
A Random no le
gustaba que un pájaro la mandara de acá para allá, pero se dirigió de todos
modos a la entrada de la cueva, sin dejar de acariciar la piedra en el
bolsillo.
—Lluvia —anunció
el pájaro—. ¿Ves? Sólo lluvia.
—Sé lo que es la
lluvia.
Cortinas de agua
barrían la noche, tamizada de luz de luna.
—Bueno, ¿y qué
es?
—¿Qué quieres
decir? Oye, ¿quién eres tú? ¿Qué estabas haciendo en esa caja? ¿Es que me he
pasado la noche corriendo por el bosque defendiéndome de ardillas enloquecidas,
sólo para encontrarme al final con un pájaro que me pregunta qué es la lluvia?
No es más que agua que cae del puñetero cielo, eso es todo. ¿Quieres saber
alguna otra cosa, o ya podemos marcharnos a casa?
Hubo una larga
pausa antes de que el pájaro contestara.
—¿Quieres ir a
casa?
—¡Yo no tengo
casa! —gritó Random, tan alto que casi se sorprendió.
—Mira entre la
lluvia... —dijo el pájaro Guía.
—¡Estoy mirando
la lluvia! ¿Qué otra cosa puedo mirar?
—¿Qué ves?
—¿Qué quieres
decir, pájaro bobo? Sólo veo un montón de lluvia. Sólo agua, que cae.
—¿Qué formas ves
en el agua?
—¿Formas? No hay
ninguna forma. No es más que, sólo...
—Sólo un
revoltijo —concluyó el pájaro Guía.
—Sí...
—Y ahora, ¿qué
ves?
Justo en el
límite de la visibilidad, un fino y tenue rayo de luz salió de los ojos del
pájaro. En el ambiente seco de debajo del saliente no se veía nada. Cuando el
rayo atravesó la lluvia apareció una lisa cortina de luz, tan vívida y
brillante que parecía compacta.
—Qué estupendo.
Un espectáculo de láser —comentó Random en tono displicente—. Nunca he visto
ninguno de ésos, desde luego, salvo en unos cinco millones de conciertos de
rock.
—Dime lo que ves.
—¡Sólo una sábana
lisa! Pájaro bobo.
—Ahí no hay nada
que no hubiese antes. Sólo utilizo la luz para llamar tu atención sobre ciertas
gotas en determinados momentos. Y ahora, ¿qué ves?
La luz se apagó.
—Nada.
—Estoy haciendo
exactamente lo mismo, pero con rayos ultravioleta. No lo puedes ver.
—¿Y qué sentido
tiene enseñarme algo que no puedo ver?
—Para que
entiendas que el simple hecho de que veas algo no quiere decir que exista. Y si
no ves algo, no quiere decir que no exista; únicamente ves lo que llama la
atención de tus sentidos.
—Esto me aburre
—dijo Random, pero a continuación se quedó boquiabierta.
Suspendida entre
la lluvia había una imagen tridimensional, gigantesca y muy vívida de su padre,
con aire de haberse sobresaltado por algo.
A unos tres
kilómetros detrás de Random, su padre, que avanzaba penosamente por el bosque,
se paró de pronto. Se sobresaltó al ver una imagen de sí mismo con aire de
haberse sobresaltado por algo, luminosamente suspendida entre la lluvia a unos
tres kilómetros de distancia. A la derecha, en la dirección que él llevaba.
Estaba casi
totalmente perdido, convencido de que iba a morir de frío, humedad y
agotamiento, y empezaba a desear simplemente poder seguir adelante. Además, una
ardilla acababa de traerle una revista de golf y el cerebro le empezaba a dar
alaridos y a decir disparates.
Al ver una enorme
imagen de sí mismo brillantemente iluminada en el cielo, se dijo que, bien
pensado, quizá tuviera razón para aullar y disparatar, pero que probablemente
estaba equivocado en cuanto a la dirección que había seguido.
Respiró hondo,
dio media vuelta y se dirigió hacia el inexplicable espectáculo luminoso.
—Muy bien, ¿y qué
prueba eso? —preguntó Random.
Antes que la
aparición de la imagen en sí, lo que la sobresaltó fue el hecho de que
representara a su padre. Había visto su primer holograma cuando tenía dos meses
de edad y la metieron a jugar en él. El último lo había visto media hora antes,
una representación de la Marcha de la Guardia Estelar de Anjaqantine.
—Pues que esa
imagen no existe ni deja de existir, igual que la sábana —repuso el pájaro—. No
es más que la interacción del agua que cae del cielo en una dirección, con unas
frecuencias luminosas que tus sentidos pueden percibir y que se mueven en otra
dirección. En tu mente eso forma una imagen de apariencia compacta. Pero sólo
son imágenes dispersas en el Revoltijo. Ahí tienes otra.
—¡Mi madre!
—exclamó Random.
—No —corrigió el
pájaro.
—¡Conozco
perfectamente a mi madre!
Era la imagen de
una mujer que salía de una nave espacial en el interior de un edificio grande y
gris, semejante a un hangar. La acompañaba un grupo de criaturas altas y
delgadas, de un color entre púrpura y verde. Era, sin duda alguna, la madre de
Random. Bueno, casi sin duda. Trillian no habría caminado con tanta inseguridad
en gravedad baja, ni mirado con tal expresión de incredulidad al aburrido y
arcaico dispositivo de mantenimiento de las condiciones vitales, ni llevado
aquella extraña y anticuada cámara.
—¿Quién es,
entonces? —preguntó Random.
—Es parte de la
extensión de tu madre en el eje de la probabilidad —explicó el pájaro Guía.
—No tengo la
menor idea de lo que estás diciendo.
—El espacio, el
tiempo y la probabilidad tienen ejes a lo largo de los cuales es posible
desplazarse.
—Sigo sin
comprender. Aunque me parece... No. Explícamelo.
—Creí que querías
irte a casa.
—¡Explícamelo!
—¿Te gustaría ver
tu casa?
—¿Verla? ¡La
destruyeron!
—En el eje de la
probabilidad todo es discontinuo. ¡Mira! Entre la lluvia apareció vagamente
algo muy raro y maravilloso. Era un globo gigantesco, de un color azul verdoso,
en vuelto en bruma y cubierto de nubes, que giraba con majestuosa lentitud
contra un fondo negro y estrellado.
—Ahora lo ves
—dijo el pájaro—. Y ahora no lo ves.
A poco menos de
tres kilómetros, Arthur Dent se quedó parado donde estaba. No podía dar crédito
a sus ojos: allí colgada, envuelta en lluvia, pero brillante y vívidamente real
contra el cielo nocturno, estaba la Tierra. Se quedó boquiabierto al verla.
Entonces, en el momento en que abrió la boca, volvió a desaparecer. Luego
apareció de nuevo. Después, y eso es lo que le hizo abandonar y le puso los
pelos de punta, se convirtió en una salchicha.
Random también se
quedó perpleja a la vista de aquella enorme salchicha, verde azulada y cubierta
de agua y bruma, que pendía sobre su cabeza. Y ahora era una ristra de
salchichas o, mejor dicho, era una sarta de salchichas en la que faltaban
muchas piezas. Toda la reluciente sarta dio vueltas en el aire y giró en una
pasmosa danza hasta que fue deteniéndose poco a poco, volviéndose insustancial
y desapareciendo en la centelleante oscuridad de la noche.
—¿Qué era eso?
—preguntó Random con voz débil.
—Una visión fugaz
a lo largo del eje de probabilidad de un objeto discontinuamente probable.
—Entiendo.
—La mayoría de
los objetos cambian y se transforman a lo largo de su eje de probabilidad, pero
en el mundo de donde procedes las cosas son ligeramente distintas. La
diferencia está en lo que podría denominarse una línea quebrada en el paisaje
de probabilidad, lo que significa que en muchas coordenadas de probabilidad
todo el conjunto deja sencillamente de existir. Tiene una inestabilidad propia,
lo que es típico de todo lo que se halla en lo que suele denominarse sectores
Plurales. ¿Está claro?
—No.
—¿Quieres ir a
verlo por ti misma?
—A... ¿la Tierra?
—Sí.
—¿Es posible?
El pájaro Guía no
contestó en seguida. Abrió las alas y, con sencilla elegancia, se elevó en el
aire y voló entre la lluvia que, una vez más, empezaba a ceder.
Se remontó
magníficamente en el cielo nocturno, con luces destellando a su alrededor. Bajó
en picado, giró, describió rizos, volvió a girar y finalmente se detuvo a
sesenta centímetros de la cara de Random, batiendo las alas despacio y sin
ruido.
Le habló de
nuevo.
—Tu universo es
vasto para ti. Vasto en el tiempo, vasto en el espacio. Ello se debe a los
filtros a través de los cuales lo percibes. Pero yo fui concebido sin filtro
alguno, lo que significa que percibo el revoltijo que contienen todos los
universos posibles, aunque él mismo carece en absoluto de tamaño. Para mí, todo
es posible. Soy omnisciente y omnipotente, sumamente vanidoso y, además, vengo
en un cómodo paquete que se lleva a sí mismo. Tendrás que averiguar cuánto hay
de cierto en lo que acabo de decirte.
Una lenta sonrisa
se extendió en el rostro de Random.
—Puñetera
criatura. ¡Me has estado tomando el pelo!
—Como he dicho,
todo es posible.
—De acuerdo —dijo
Random, soltando una carcajada—. Intentemos ir a la Tierra. Vayamos a la Tierra
a algún punto de su, humm...
—¿Eje de
probabilidad?
—Sí. Donde no
haya sido destruida. Tú eres el Guía. Así que ¿cómo conseguimos que nos lleven?
—Ingeniería
inversa.
—¿Qué?
—Ingeniería
inversa. Para mí, el flujo del tiempo es intrascendente. Tú decides lo que
quieres. Luego yo me limito a comprobar que eso haya sucedido ya.
—Estás de broma.
—Todo es posible.
—Estás de broma,
¿verdad? —insistió Random, frunciendo el ceño.
—Deja que te lo
explique de otro modo —repuso el pájaro—. La ingeniería inversa nos permite
evitar el engorro de esperar a que una de esas horriblemente escasas naves
espaciales que pasan por tu sector galáctico una vez al año más o menos, se
decida sobre si le apetece o no llevarte. El piloto pensará que tiene una entre
un millón de razones para parar y recogerte. La verdadera razón será que yo he
determinado su voluntad.
—Ahora estás
siendo sumamente vanidoso, ¿verdad, pajarito?
El pájaro guardó
silencio.
—Muy bien
—concluyó Random—. Quiero una nave que me lleve a la Tierra.
—¿Ésta te parece
bien?
La nave era tan
silenciosa, que Random no la vio bajar hasta que casi la tuvo sobre la cabeza.
Arthur sí la vio.
Ahora estaba a kilómetro y medio, y seguía acercándose. justo después de
finalizar la exhibición de la salchicha iluminada había observado los tenues
destellos de otras luces que atravesaban las nubes y, al principio, pensó que
se trataba de otro llamativo espectáculo de son et lumiére.
Tardó unos
momentos en darse cuenta de que se trataba de una verdadera nave espacial, y
otros tantos en comprender que bajaba directamente donde suponía que estaba su
hija. Entonces fue cuando, de pronto, sin importarle la lluvia, olvidándose de
la herida de la pierna, a pesar de la oscuridad, echó verdaderamente a correr.
Se resbaló casi
inmediatamente, cayendo al suelo, dándose en la rodilla con una piedra y
haciéndose bastante daño. Se puso en pie a duras penas y volvió a intentarlo.
Tenía la horrible y desalentadora impresión de que estaba a punto de perder a
Random para siempre. Cojeando y maldiciendo, se lanzó a la carrera. Desconocía
el contenido de la caja, pero el nombre que había en ella era el de Ford
Prefect, y ése era el nombre que maldecía al correr.
La nave era de
las más atractivas y bellas que Random había visto nunca.
Era asombrosa.
Plateada, reluciente, inefable.
De no haber
sabido que era imposible, habría dicho que era una RW6. Mientras aterrizaba sin
ruido junto a ella vio que en realidad era una RW6, y la emoción casi le cortó
el aliento. Una RW6 era de esas cosas que sólo se ven en la clase de revistas
concebidas para provocar desórdenes civiles.
Además se puso
muy nerviosa. La forma y el momento de su llegada eran profundamente
inquietantes. O se trataba de la más extraña coincidencia, o estaba ocurriendo
algo muy peculiar y preocupante. Un tanto tensa, esperó a que se abriera la
escotilla de la nave. Su Guía —así lo consideraba ya— revoloteaba por encima de
su hombro derecho, casi sin mover las alas.
La escotilla se
abrió. Salió un poco de luz tenue. Al cabo de unos instantes surgió una figura.
Permaneció inmóvil un momento, al parecer tratando de que sus ojos se
habituaran a la oscuridad. Entonces distinguió a Random y pareció sorprenderse
un poco. Empezó a caminar hacia ella. De repente dio un grito de sorpresa y
echó a correr en su dirección.
Random no era de
las personas hacia las que se puede echar a correr en una noche oscura cuando
están un poco nerviosas. Desde el momento en que vio descender la nave estuvo
acariciando inconscientemente la piedra que llevaba en el bolsillo.
Sin dejar de
correr, resbalando, tropezando, chocando contra los árboles, Arthur comprendió
al fin que llegaba demasiado tarde. La nave sólo había estado unos tres minutos
en el suelo y ahora, en silencio, volvía a elevarse graciosamente sobre los
árboles, giraba suavemente entre la fina lluvia a que ya se había reducido el
aguacero, alzaba el morro, seguía subiendo y, sin esfuerzo, se perdía de pronto
entre las nubes.
Desapareció. Y
Random iba en ella. Era imposible que Arthur estuviese tan seguro, pero lo
sabía y siguió avanzando de todos modos. Random había desaparecido, él había
desempeñado la tarea de padre y no podía creer lo mal que lo había hecho. Trató
de seguir corriendo, pero arrastraba los pies, le dolía Curiosamente la rodilla
y sabía que era demasiado tarde.
No podía concebir
que pudiera sentirse más triste y desdichado que en aquel momento, pero se
equivocaba.
Al fin llegó
cojeando a la gruta donde Random se había refugiado para abrir la caja. El
suelo mostraba las marcas de la nave espacial que había aterrizado allí sólo
unos minutos antes, pero de Random no había ni rastro. Deambuló desconsolado
por la gruta, encontró la caja vacía y montones de bolitas de embalaje
desperdigadas. Eso le molestó un poco. Había intentado enseñarle a ser un poco
ordenada. El sentirse un tanto molesto con ella le ayudó a soportar la
desolación que le producía su marcha. Era consciente de que carecía de medios
para encontrarla.
Tropezó con algo
inesperado. Se agachó a recogerlo y se quedó completamente pasmado al descubrir
lo que era: su vieja Guía del autoestopista galáctico. ¿Cómo había ido a parar
a aquella cueva? No había vuelto a recogerla al lugar del accidente. No tenía
deseos de volver a aparecer por allí y no quería recuperar la Guía. Había
supuesto que se quedaría para siempre en Lamuella, haciendo bocadillos ¿Cómo
había ido a parar allí? Estaba funcionando. En la portada destellaban las
palabras NO SE ASUSTE.
Salió de la cueva
y volvió a la tenue y húmeda luz de la luna. Se sentó en una piedra a echar un
vistazo a su vieja Guía, y entonces descubrió que no era una piedra sino una
persona.
18
Arthur se puso en
pie de un salto, sobrecogido de miedo, Sería difícil decir de qué estaba más
asustado: si de haber hecho daño a la persona sobre la que inadvertidamente se
había sentado, o de que la persona sobre la que inadvertidamente se había
sentado le hiciera daño a su vez.
La inspección
reveló que, después de todo, por el momento no había motivo para alarmarse.
Quienquiera que fuese, la persona sobre la que se había sentado estaba
inconsciente. Lo que probablemente allanaría bastante el camino hacia la
explicación de qué hacía allí tendida. Pero parecía respirar perfectamente. Le
tomó el pulso. También estaba bien.
Yacía de costado,
medio encogido. Hacía tanto tiempo y estaba tan lejos de la última vez que
había suministrado los primeros auxilios, que Arthur no se acordaba de lo que
había que hacer. Lo primero, recordó entonces, era disponer de un botiquín de
primeros auxilios. Maldita sea.
¿Debía ponerlo de
espaldas o no? ¿Y si tenía algún hueso roto? ¿Y si se había tragado la lengua?
¿Y si luego le denunciaba? Pero, aparte de todo, ¿quién era?
En aquel momento,
el hombre inconsciente emitió un sonoro gruñido y se puso boca arriba.
Arthur se
preguntó si debía...
Lo miró.
Volvió a mirarlo.
Lo miró de nuevo,
sólo para estar completamente seguro.
Pese a su
creencia de que se sentía más deprimido de lo que jamás estaría, experimenta
una terrible sensación de hundimiento.
El hombre volvió
a quejarse y abrió despacio los ojos. Tardó un poco en ajustar la visión, luego
parpadeó y se puso rígido.
—¡Tú! —exclamó
Ford Prefect.
—¡Tú! —exclamó
Arthur Dent.
Ford se quejó de
nuevo.
—¿Qué necesitas
que te explique esta vez? —le preguntó, cerrando los ojos con cierta
desesperación.
Cinco minutos
después estaba sentado y frotándose la sien, donde tenía un chichón bastante
grande.
—¿Quién coño era
esa mujer? —inquirió—. ¿Por qué estamos rodeados de ardillas y qué es lo que
quieren?
—Las ardillas me han estado molestando toda la noche —contestó Arthur—. Insisten en darme revistas y cosas.
—¿De verdad? —dijo Ford, frunciendo el ceño.
—Y trapos.
Ford reflexionó.
—Ah. ¿Estamos
cerca de donde se estrelló tu nave?
—Sí —contestó
Arthur, un tanto tenso.
Pues será eso.
Puede ocurrir. Los robots de cabina de la nave quedan destruidos. Los
cibercerebros que los controlan sobreviven y empiezan a infestar la flora y la
fauna de la comarca, Pueden transformar todo un ecosistema en una especie de
inútil y abrumadora empresa de servicios que ofrece toallitas calientes y
bebidas a los transeúntes. Debería haber una ley que lo prohibiera. Quizá la
haya. Probablemente también otra ley que prohibiera que hubiese una ley que
prohibiera eso, para que todo el mundo estuviera contento y motivado.
Vaya. ¿Qué has dicho?
—He dicho que esa
mujer es mi hija. —Ford dejó de frotarse la sien.
—Repítelo.
—He dicho —dijo
Arthur en tono resentido— que esa mujer es mi hija.
—No sabía que
tuvieras una hija.
—Bueno,
posiblemente hay muchas cosas que ignoras de mí. Y ya que lo mencionamos, quizá
haya muchas cosas que yo tampoco sepa de mí.
—Vaya, vaya,
vaya. ¿Cuándo ocurrió eso, entonces?
No estoy muy
seguro.
—Eso ya parece un
territorio más familiar —aseguró Ford—. ¿Hay una madre de por medio?
—Trillian.
—¿Trillian? No
creía que...
—No. Es un poco
enrevesado, ¿entiendes?
—Recuerdo que una
vez me dijo que tenía una niña, pero sólo como de pasada. La veo de cuando en
cuando. Pero nunca con la niña.
Arthur no dijo
nada.
Con cierta
perplejidad, Ford empezó a tocarse de nuevo la sien.
—¿Estás seguro de
que era tu hija? —preguntó.
—Cuéntame lo que
ha pasado.
—Uf. Es una larga
historia. Venía a recoger el paquete que envié a tu casa, a mi nombre...
—Bueno, ¿y qué
era?
—Creo que puede
ser algo inconcebiblemente peligroso.
—¿Y me lo
enviaste a mi? —protestó Arthur.
—Al sitio más
seguro que se me ocurrió. Pensé que con tu manera de ser podía confiar en que
no lo abrirías. En cualquier caso, como he venido de noche no he podido
encontrar el pueblo ese. Venía con información bastante general. No he
encontrado indicación alguna. Supongo que aquí no tendréis señales ni nada.
—Eso es lo que me
gusta de aquí.
—Entonces capté
una débil señal de tu viejo ejemplar de la Guía, y localicé su posición
pensando que me conduciría hasta ti. Me encontré con que había aterrizado en un
bosque. No sabía lo que estaba pasando. Salí de la nave y entonces vi a esa
mujer allí de pie. Fui a saludarla cuando de pronto me di cuenta de que tenía
eso.
—¿El qué?
—¡Lo que te
envié! ¡La nueva Guía! ¡El pájaro! Lo que tú debías tener a buen recaudo,
idiota, pero estaba justo encima del hombro de la mujer. Eché a correr hacia
ella y entonces me dio una pedrada.
—Ya veo —dijo
Arthur—. ¿Y tú qué hiciste?
—Pues me caí al
suelo, claro. Quedé muy maltrecho. Ella y el pájaro se dirigieron a mi nave. Y
cuando digo mi nave, me refiero a una RW6.
—¿Una qué?
—Una RW6, por
amor de Zark. Ahora mantengo grandes relaciones entre mi tarjeta de crédito y
el ordenador central de la Guía. Esa nave es increíble, Arthur, es...
—Entonces, una
RW6 es una nave espacial, ¿no?
—¡Sí! Es...,
bueno, no importa. Mira, entérate por tu cuenta, ¿vale, Arthur? O consulta
algún catálogo. A esas alturas estaba muy preocupado. Y medio aturdido,
supongo. Estaba de rodillas y sangrando profusamente, así que hice lo único que
se me ocurrió, que fue pedirles que por favor, por amor de Zark, no se llevaran
mi nave. Les dije: No me dejéis abandonado aquí, en medio de un bosque dejado
de la mano de Zark, sin instalaciones sanitarias y con una herida en la cabeza.
Podía tener serios problemas, y ella también.
—¿Y qué dijo
ella?
—Me dio otra
pedrada en la cabeza.
—Me parece que
puedo confirmar que era mi hija.
—Una niña muy
tierna.
—Hay que
conocerla.
—¿Llega a
ablandarse?
—No, pero uno
llega a saber cuándo agacharse. Ford apoyó la cabeza en las manos y trató de
entender las cosas.
El cielo empezaba
a clarear por el Oeste, que es por donde salía el sol. Arthur no tenía especial
interés en verlo. Después de una noche infernal como aquella, sólo le faltaba
que se presentara el puñetero día.
—¿A qué te
dedicas en un sitio como éste, Arthur?
—Pues,
principalmente, a hacer bocadillos.
—¿Qué?
—Hago, o mejor
dicho, hacía bocadillos para una pequeña tribu. En realidad era un poco
molesto. Cuando llegué, es decir, cuando me rescataron de los restos de aquella
nave espacial de tecnología superavanzada que se había estrellado en su
planeta, se portaron muy bien conmigo y pensé que debía ayudarlos un poco. Ya
sabes, soy un tipo educado, procedente de una cultura de avanzada tecnología,
podía enseñarles algunas cosas. Y por supuesto, fui incapaz. A la hora de la
verdad, no tengo la menor idea de cómo funciona nada. No me refiero a los
magnetoscopios, que nadie sabe cómo funcionan. Me refiero simplemente a una
pluma, un pozo artesiano o algo así. Ni puñetera. No podía remediarlo. Un día
me dio la depre y me hice un bocadillo. Todos se quedaron boquiabiertos. Nunca
habían visto nada igual. Era una idea que jamás se les había ocurrido, y da la
casualidad de que a mí me encanta hacer bocadillos, así que todo surgió de ahí.
—¿Y a ti te
gustaba eso?
—Pues sí. En
cierto modo, creo que sí. Disponer de un buen juego de cuchillos, esas cosas.
—¿Y no te
pareció, por ejemplo, agotadora, fulminante, pasmosa, cargantemente aburrido?
—Pues, bueno, no.
En realidad, no era cargantemente aburrido.
—Qué raro. A mí
me lo habría parecido.
—Bueno, supongo
que tenemos diferentes puntos de vista.
—Sí.
—Como los pájaros
pikka.
Ford no tenía ni
idea de a qué se refería, y no se molestó en averiguarlo. En cambio, le
preguntó:
—Entonces, ¿cómo
coño salimos de aquí?
—Pues creo que lo
más sencillo es seguir valle abajo hasta la llanura, lo que probablemente nos
llevará una hora, y luego dar un rodeo desde allí. No creo que soportara volver
por el mismo sitio.
—¿Dar un rodeo
hacia dónde?
—Pues hacia el
pueblo, supongo —contestó Arthur, suspirando con cierta desesperación.
—¡No quiero ir a
ningún jodido pueblo! —replicó Ford—. ¡Tenemos que salir de aquí!
—¿Adonde? ¿Cómo?
—No sé, dímelo
tú. ¡Tú vives aquí! Tiene que haber algún medio de salir de este zarkoniano
planeta.
—Pues no sé. ¿Tú
qué sueles hacer? Quedarte a esperar tranquilamente alguna nave espacial,
supongo.
—¿Ah, sí? ¿Y
cuántas naves espaciales han visitado recientemente este nido de pulgas
olvidado de Zark?
—Pues hace unos
años la mía se estrelló aquí por equivocación. Luego, vino, humm, Trillian,
luego el paquete, y ahora tú, y...
—Sí, bueno, ¿y
aparte de los sospechosos habituales?
—Pues, bueno,
creo que nadie, que yo sepa. Por aquí hay mucha tranquilidad.
Como para
demostrarle que estaba equivocado, se oyó retumbar un trueno, largo y lejano.
Ford se puso
precipitadamente en pie y echó a andar de un lado para otro bajo la tenue y
penosa luz del amanecer, que veteaba el cielo como si alguien hubiera
arrastrado un trozo de hígado por él.
—No comprendes lo
importante que es esto.
—¿Cómo? ¿Te
refieres a mi hija, ahí sola en la Galaxia? ¿Crees que yo no...?
—¿No podemos
lamentarnos de la Galaxia después? —le interrumpió Ford—. Esto es muy, pero que
muy serio en realidad. Han absorbido a la Guía. La han vendido.
—¡Ah, sí, muy
serio! —exclamó Arthur, levantándose de un salto—. ¡Infórmame ahora mismo, por
favor, de las actividades de las compañías editoriales! ¡No te imaginas lo
mucho que he pensado en eso últimamente!
—¡No lo
entiendes! ¡Han hecho una Guía nueva!
—¡Ah! —gritó
Arthur de nuevo—. ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡La emoción me vuelve incoherente! Estoy
impaciente por conocer los aeropuertos espaciales más interesantes para
aburrirse mientras se deambula por algún núcleo globular del que jamás haya
oído hablar. Por favor, ¿podemos ir ahora mismo a una tienda que ya la tenga?
Ford entornó los
ojos.
—Eso es lo que
llamas sarcasmo, ¿verdad?
—Sabes lo que
creo que es? —aulló Arthur—. ¡Me parece que podría ser una cosa verdaderamente
absurda que se cuela superficialmente en mi forma de hablar! ¡He tenido una
noche jodidamente mala, Ford! ¿Podrías tenerlo en cuenta mientras se te ocurren
otras fascinantes bagatelas con que fastidiarme como si me lanzaras un lapo?
—Intenta
descansar —repuso Ford—. Necesito pensar.
—¿Por qué
necesitas pensar? ¿Por qué no podemos sentarnos un rato a hacer
buredumburedumburedum con los labios? ¿O babear tranquilamente unos minutos con
la lengua colgando un poco hacia la izquierda? ¡No lo soporto, Ford! Ya no
aguanto más eso de pensar para tratar de solucionar las cosas. Quizá creas que
lo único que hago es dar gritos...
—No se me ha
ocurrido, en realidad.
—¡...pero lo digo
en serio! ¿Qué sentido tiene? Partimos de la base de que cada vez que hacemos
algo conocemos sus consecuencias, es decir, las que más o menos pretendemos
provocar. Y eso no siempre es acertado. ¡Sino un imprudente, absurdo, ridículo,
avieso y absolutamente lamentable error!
—Ésa es
exactamente mi opinión.
—Gracias —dijo
Arthur, volviendo a sentarse—. ¿Cómo?
—Ingeniería
temporal inversa.
Arthur se llevó
las manos a la cabeza y la movió despacio de un lado a otro.
—¿Hay forma
humana —se lamentó— de que pueda impedirte que me expliques lo que es esa
puñetera ingeniería inversa de mierda?
—No —replicó
Ford—, porque tu hija está envuelta en eso y es algo tremendamente serio.
Hubo una pausa en
la que resonó un trueno.
—De acuerdo —dijo
Arthur—. Explícamelo.
—Me tiré por la
ventana de un piso alto de un edificio de oficinas.
—¡Ah! —exclamó
Arthur, animándose—. ¿Y por qué no lo haces otra vez?
—Ya lo hice.
—Humm —dijo
Arthur, decepcionado—. Está claro que no sirvió de nada.
—La primera vez
logré salvarme por la más asombrosa —lo digo con toda modestia— y fabulosa
muestra de ingenio, reflejos mentales, agilidad, fantástico juego de pies y
autosacrificio.
—¿Qué fue lo del
autosacrificio?
—Tiré la mitad de
un par de zapatos muy queridos y, según me temo, irreemplazables.
—¿Y por qué lo
llamas autosacrificio?
—¡Porque eran
míos! —repuso Ford, picado.
—Creo que tenemos
diferente escala de valores.
—Bueno, la mía es
mejor...
—Eso es según
tu..., bueno, no importa. Así que, después de salvarte una vez con mucho
ingenio, fuiste y volviste a saltar. No me digas por qué, te lo ruego. Sólo
cuéntame lo que pasó, si es que no hay más remedio.
—Caí directamente
en la cabina abierta de un coche a reacción que pasaba por allí y cuyo piloto
acababa de tocar accidentalmente el botón expulsor cuando sólo pretendía
cambiar de banda en el estéreo. Pero ni a mí se me ocurre que eso fuese un
gesto de inteligencia por mi parte.
—Bueno, pues no
sé —comentó Arthur en tono cansado—. Supongo que la noche anterior te
introducirías a escondidas en ese coche a reacción y pusiste en funcionamiento
la banda que menos le gustaba al piloto o algo así.
—No, no lo hice
—aseguró Ford.
—Sólo me
aseguraba.
Pero por extraño
que parezca, alguien lo hizo. Y ése es el quid de la cuestión. La cadena y las
ramificaciones de coincidencias y acontecimientos cruciales pueden rastrearse
hasta el infinito. Resultó que había sido la nueva Guía. Ese pájaro.
—¿Qué pájaro?
—¿Es que no lo
has visto?
—No.
—Ah. Es algo
mortífero. Es bonito, dice elevadas palabras y disuelve configuraciones de onda
de manera selectiva, a voluntad.
—¿Qué quiere
decir eso?
—Ingeniería
temporal inversa.
—Ah —dijo
Arthur—. Pues, claro.
—La cuestión es,
¿para quién lo hace realmente?
—Pues resulta que
tengo un bocadillo —dijo Arthur, rebuscándose en el bolsillo ¿Quieres un poco?
—Sí, venga.
Me temo que está
un poco húmedo y reblandecido.
—No importa.
Comieron un poco.
—En realidad está
muy bueno —comentó Ford—. ¿Qué carne es?
—Animal
Completamente Normal.
—Nunca me he
tropezado con ese bicho. Así que la cuestión es —prosiguió Ford—, ¿para quién
está actuando el pájaro? ¿Qué es lo que persiguen realmente?
—Mmmm —murmuró
Arthur sin dejar de comer.
—Cuando encontré
el pájaro —continuó Ford—, tras una serie de coincidencias que son interesantes
por sí mismas, la criatura hizo la más fantástica exhibición de pirotecnia
multidimensional que hubiera visto jamás. Luego dijo que ponía sus servicios a
mi disposición en mi universo. Le di las gracias y le contesté que no, gracias.
Repuso que lo haría de todas formas, me gustase o no. Yo le dije que se
atreviera a intentarlo, él contestó que lo haría y que, en realidad, ya lo
había hecho. Le dije que ya lo veríamos, y él me aseguró que sí, que lo
veríamos. Entonces fue cuando decidí empaquetarlo y sacarlo de allí. Así que te
lo envié, por simple precaución.
—¿Ah, sí? ¿De quién?
—No importa.
Luego, a la vista de unas cosas y otras, consideré prudente tirarme otra vez
por la ventana, ya que en aquel momento no tenía más opción. Afortunadamente el
coche a reacción pasaba por allí, si no habría tenido que recurrir de nuevo a
la rapidez mental, al ingenio, a la agilidad, quizá al otro zapato o, en caso
de fallar todo eso, al suelo. Pero aquello significaba que, me gustara o no, la
Guía estaba, bueno, trabajando para mí, y eso era muy preocupante.
—¿Por qué?
—Porque si está a
tu disposición, te crees que trabaja para ti. Todo me resultó maravillosamente
fácil a partir de entonces, justo hasta el momento en que me encontré a la
mocosa con la piedra, y luego, paf, ya soy historia. Estoy fuera de onda.
—¿Te refieres a
mi hija?
—Con la mayor
cortesía posible. Es la próxima en la cadena que pensará que todo le va
fabulosamente. Podrá sacudir en la cabeza a quien le apetezca con trozos de
paisaje, todo le saldrá a pedir de boca hasta que haya hecho lo que tenga que
hacer y después todo terminará para ella también. ¡Se trata de ingeniería
temporal inversa, y está claro que nadie ha comprendido lo que se estaba
desencadenando!
—Como yo, por
ejemplo.
—¿Qué? Venga,
Arthur, despiértate. Mira, déjame intentarlo otra vez. La nueva Guía se ha
creado en los laboratorios de investigación. Utiliza la nueva tecnología de
Percepción Sin Filtros. ¿Sabes lo que significa eso?
—¡Oye, que yo he
estado haciendo bocadillos, por amor de Bob!
—¿Quién es Bob?
—Olvídalo.
Continúa.
—La Percepción
Sin Filtros significa que se percibe todo. ¿Entiendes? Yo no percibo nada. Tú
no percibes nada. Tenemos filtros. La nueva Guía no posee filtro sensorial
alguno. Percibe todo. Técnicamente no era una idea complicada. Sólo era
cuestión de no incluir algunas cosas. ¿Comprendes?
—¿Por qué no me
limito a decir que sí lo comprendo, para que tú puedas seguir a pesar de todo?
—De acuerdo.
Ahora bien, como el pájaro es capaz de percibir cualquier universo posible,
podrá estar presente en todos los universos posibles, ¿no?
—S... i... í. Ah.
—De manera que lo
que ocurre es que los tipos de los departamentos de mercadotecnia y
contabilidad dicen: Pero es estupendo, ¿no significa eso que sólo tenemos que
fabricar una unidad y venderla una cantidad infinita de veces? ¡No me mires con
los ojos bizcos, Arthur, así es como piensan los contables!
—Es una idea muy
inteligente, ¿verdad?
—¡No! Es
fantásticamente absurda. Mira, el aparato no es más que una pequeña Guía. Tiene
una cibertecnología muy adelantada, pero como también dispone de Percepción Sin
Filtros, el menor movimiento tiene el poder de un virus. Puede propasarse a
través del espacio, del tiempo y de un millón de otras dimensiones. Todo puede
concentrarse en cualquier parte de cualquiera de los universos en los que nos
movemos tú y yo. Su poder es recurrente. Piensa en un programa informática. En
algún sitio tiene una instrucción clave, y todo lo demás no son más que
funciones que se llaman a sí mismas, o corchetes que se extienden
interminablemente por un espacio direccional infinito. ¿Qué ocurre cuando los
corchetes se disuelven? ¿Cuál es el definitivo «fin de cláusulas hipotéticas»?
¿Tiene algún sentido todo esto? ¿Arthur?
—Disculpa, me he
quedado traspuesto un momento. Algo del Universo, ¿no?
—Algo del
Universo, sí —dijo Ford en tono cansado. Volvió a sentarse—. Muy bien. A ver
qué te parece esto. ¿Sabes a quiénes me pareció ver en las oficinas de la Guía?
A los vogones. Ah. Veo que por fin he dicho una palabra que entiendes.
Arthur se puso en
pie de un salto.
—Ese ruido —dijo.
—¿Qué ruido?
—El trueno.
—¿Qué pasa con
él?
—No es un trueno.
Es la migración de primavera de los Animales Completamente Normales. Ya ha
empezado.
—¿Qué son esos
animales en los que tanto insistes?
—No insisto en
ellos. Sólo hago bocadillos con sus tajadas.
—¿Por qué se
llaman Animales Completamente Normales? Arthur se lo explicó.
No era muy
frecuente que Arthur tuviese la satisfacción de ver a Ford con los ojos
desencajados de asombro.
19
Arthur no se
acostumbraba del todo a aquel espectáculo, que nunca le cansaba. Ford y él
habían seguido rápidamente la orilla del pequeño río que fluía por el lecho del
valle, y cuando al fin llegaron al borde de la llanura, se encaramaron a las
ramas de un árbol grande para contemplar mejor una de las visiones más extrañas
y maravillosas que ofrece la Galaxia.
El enorme y
atronador rebaño de miles y miles de Animales Completamente Normales se
precipitaba en magnífico orden por la Llanura Anhondo. A la pálida luz del
amanecer, mientras los grandiosos animales embestían entre el fino vapor que
ascendía de sus cuerpos sudorosos y el barro que levantaban sus cascos, su
aspecto parecía un tanto irreal y en cualquier caso fantasmagórico, pero lo que
realmente cortaba la respiración era su punto de origen y destino que,
sencillamente, parecía no existir.
Formaban una
falange compacta y en marcha que se extendía aproximadamente a lo largo de un
kilómetro con una anchura de cien metros. La falange no se movía, sino que
mostraba una ligera y gradual desviación a un lado y hacia atrás durante los
ocho o nueve días que solía durar su aparición. Pero si su presencia era más o
menos fija, las grandes bestias corrían a un ritmo constante de más de treinta
kilómetros por hora, surgían como por ensalmo a un extremo de la llanura y
desaparecían por el otro con la misma brusquedad.
Nadie sabía de
dónde venían, nadie sabía adónde iban. Tenían tanta importancia en la vida de
los Lamuellanos, que era como si nadie se atreviera a preguntar. El Anciano
Thrashbarg había dicho en una ocasión que, a veces, si se daba una respuesta,
podría retirarse la pregunta. Algunos aldeanos afirmaban en privado que ésa era
la única muestra de sabiduría que habían oído en la labios de Thrashbarg, y
tras un breve debate sobre la materia concluyeron que había sido fruto del azar.
El estrépito de
los cascos era tan intenso que resultaba difícil oír nada más.
—¿Qué has dicho?
—gritó Arthur.
—He dicho —aulló
Ford— que esto quizá pueda servir como una prueba de deriva dimensional.
—¿Y eso qué es?
—Bueno, mucha
gente está preocupada porque el espacio-tiempo empieza a resquebrajarse debido
a todas las cosas que le están ocurriendo. Hay un montón de mundos donde puede
apreciarse cómo grandes extensiones de terreno se han cuarteado y desplazado
precisamente por las rutas extrañamente largas o sinuosas que siguen los
animales en sus migraciones. Esto podría ser algo así. Vivimos en una extraña
época. Sin embargo, a falta de un puerto espacial decente...
—¿Qué quieres
decir? —le preguntó Arthur, mirándolo como petrificado.
—¿Qué quieres decir
con eso de qué quiero decir? —gritó Ford—. Sabes perfectamente qué quiero
decir. Vamos a salir de aquí cabalgando.
—¿Estás
proponiendo seriamente que intentemos montar un Animal Completamente Normal?
—Sí. Para ver
adónde va.
—¡Nos mataremos!
No —se corrigió al momento Arthur—. No nos mataremos. Al menos yo. Ford, ¿has
oído hablar alguna vez de un planeta llamado Stavrómula Beta.
—Me parece que no
—contestó Ford, frunciendo el ceño. Sacó su destartalado ejemplar de la Guía
del autoestopista galáctico y la puso en funcionamiento—. ¿Se escribe de alguna
forma rara?
—No lo sé. Sólo
lo he oído mencionar, y a alguien que tenía un montón de dientes ajenos.
¿Recuerdas que te hablé de Agrajag?
—¿Te refieres
—dijo Ford, después de pensar un momento— a aquel individuo que estaba
convencido de que moriría una y otra vez por culpa tuya?
—Sí. Según él,
uno de lo sitios donde causaría su muerte era Stavrómula Beta. Por ejemplo, si
alguien trata de matarme de un disparo, me agacho y el que resulta alcanzado es
Agrajag, o al menos una de sus múltiples reencarnaciones. Al parecer, eso ya ha
pasado realmente en algún punto del tiempo, así que supongo que no podré morir
hasta haberme agachado en Stavrómula Beta. Sólo que nadie ha oído hablar de ese
planeta.
—Hummm.
Ford hizo otra
serie de búsquedas en la Guía del autoestopista, pero sin resultado.
—Nada —concluyó.
—Sólo que me parece..., no, nunca he oído hablar de él —concluyó Ford. Sin embargo, se preguntó por qué le sonaba vagamente.
—De acuerdo —convino Arthur—. He visto cómo los cazadores Lamuellanos cazan el Animal Completamente Normal. Si alancean a uno en medio de la manada, simplemente resulta pisoteado, así que tienen que apartarlos uno a uno con algún engaño para luego darles muerte. Es un procedimiento parecido al del torero, sabes, con una capa de colores vivos. El animal te embiste y entonces te apartas y con la capa ejecutas un elegante movimiento de vaivén. ¿Llevas algo parecido a una capa de colores de vivos?
—¿Vale esto? —preguntó Ford, mostrándole su toalla.
20
Saltar a lomos de
un Animal Completamente Normal de una tonelada y media que emigra
atronadoramente por tu mundo a cuarenta y cinco kilómetros por hora no es tan
fácil como podría parecer a primera vista. Y desde luego, no tan fácil como los
cazadores Lamuellanos hacen que parezca, aunque Arthur Dent estaba preparado
para descubrir que ésa era la parte difícil del asunto.
Lo que no estaba
preparado para descubrir, sin embargo, era lo difícil que iba a ser pasar a la
parte difícil. La parte que, tenía que ser fácil fue la que resultó
prácticamente imposible.
No pudieron
atraer la atención de un solo animal. Los Animales Completamente Normales
estaban tan concentrados en producir un buen trueno con los cascos, cabezas
inclinadas, lomos adelante, patas traseras haciendo el suelo puré, que para
distraerles habría hecho falta algo no sólo sorprendente sino verdaderamente
geológico.
Al final, la pura
intensidad del estruendo de los cascos fue más de lo que Arthur y Ford podían
soportar. Después de pasar casi dos horas haciendo cabriolas cada vez más
ridículas con una toalla de baño de tamaño medio con un dibujo de flores, no
habían conseguido siquiera que una de las gigantescas bestias que pasaban como
una exhalación frente a ellos armando un barullo tremendo con los cascos
lanzara en su dirección ni una mirada perdida.
Estaban a un
metro de la avalancha horizontal de los cuerpos sudorosos. Acercarse más
significaba peligro de muerte en el acto, cronológica o no cronológica. Arthur
había visto lo que quedó de un Animal Completamente Normal que, a consecuencia
de un torpe fallo en el lanzamiento de un joven e inexperimentado cazador
lamuellano, resultó alanceado mientras seguía atronando el suelo con los cascos
dentro de la manada.
Bastaba con
tropezar. Ninguna cita previa con la muerte en Stavrómula Beta, estuviera donde
coño estuviese ese planeta, podría salvar a nadie del atronador rodillo de
aquellos cascos.
Al fin, Arthur y
Ford se apartaron dando traspiés. Se sentaron, exhaustos y derrotados, y
empezaron a criticarse el uno al otro por su técnica con la toalla.
—Tienes que
agitarla más —se quejó Ford—. Tienes que completar el movimiento con el codo si
pretendes que esas puñeteras criaturas se den cuenta de algo.
—¿Completar el
movimiento? —protestó Arthur—. Tú tienes que tener más elasticidad en la
muñeca.
—Tú tienes que
adornar el movimiento —replicó Ford.
—Tú necesitas una
toalla mayor.
—Lo que se
necesita —dijo otra voz— es un pájaro pikka.
—¿Qué?
La voz había
sonado a su espalda. Se volvieron y allí, inmóvil bajo el sol de la mañana,
estaba el Anciano Thrashbarg.
—Para llamar la
atención de un Animal Completamente Normal —explicó mientras se acercaba a
ellos—, se necesita un pájaro pikka. Como éste.
De debajo de la
túnica semejante a una sotana, sacó un pequeño pikka. El pájaro se posó
inquieto en la mano del Anciano Thrashbarg y miró atentamente a Bob sabía qué,
algo que volaba rápidamente de un lado a otro a unos tres metros y treinta
centímetros delante de él.
Ford se puso
inmediatamente en cuclillas, la posición de alerta que solía adoptar cuando no
estaba seguro de lo que pasaba ni de lo que debía hacer. Movió los brazos muy
despacio esperando dar una impresión amenazadora.
—¿Quién es éste?
—siseó.
—Sólo es el
Anciano Thrashbarg —contestó Arthur con voz queda—. Y yo no me molestaría en
hacer esos extraños movimientos. Thrashbarg es un farolero tan experimentado
como tú. Podríais pasaros todo el día bailando el uno alrededor del otro.
—El pájaro
—volvió a sisear Ford—. ¿Qué pájaro es ése?
—¡No es más que un
pájaro! —exclamó Arthur en tono impaciente—. Un pájaro como cualquier otro.
Pone huevos y dice ark a cosas que tú no ves. O kar, rit o algo así.
—¿Has visto poner
huevos a alguno? —preguntó Ford, con recelo.
—Claro que sí,
por amor de Dios. Y he comido centenares de ellos. Sale una tortilla bastante
buena. El secreto consiste en echar pequeños dados de mantequilla fría y
batirlos ligeramente con...
—No quiero una
zarkiana receta —le interrumpió Ford—. Sólo quiero estar seguro de que es un
pájaro de verdad y no una especie de ciberpesadilla multidimensional.
Se puso en pie
despacio, abandonando su posición en cuclillas, y empezó a sacudiese el polvo.
Pero sin quitar la vista del pájaro.
—Así que —dijo el
Anciano Thrashbarg, dirigiéndose a Arthur—, ¿está escrito que Bob vuelva a
llevarse a su seno el don que una vez nos otorgó con el Hacedor de Bocadillos?
Ford estuvo a
punto de volver a ponerse en cuclillas.
—No te apures,
siempre habla así —murmuró Arthur, y en voz alta añadió—: Ah, venerable
Thrashbarg. Pues, sí. Me temo que voy a desaparecer ahora mismo. Pero el joven
Drimple, mi aprendiz, será un espléndido Hacedor de Bocadillos en mi lugar.
Tiene aptitudes, un profundo amor a los bocadillos, y los conocimientos que ha
adquirido hasta el momento, aunque todavía rudimentarios, madurarán con el
tiempo y, bueno, lo que quiero decir es que se las arreglará perfectamente.
El Anciano
Thrashbarg lo observó con gravedad. Sus viejos ojos se movieron con tristeza.
Extendió los brazos; en uno seguía llevando el inquieto pájaro pikka, en el
otro su bastón.
—¡Oh Hacedor de
Bocadillos enviado por Bob! —sentenció. Hizo una pausa, frunció el ceño y,
cerrando los ojos en piadosa contemplación, suspiró—. ¡La vida será muchísimo
menos rara sin ti!
Arthur se quedó
pasmado.
—¿Sabes —repuso—
que es la cosa más bonita que me han dicho en la vida?
—¿Podemos seguir,
por favor? —dijo Ford.
Algo estaba
pasando ya. La presencia del pájaro pikka en el brazo extendido de Thrashbarg
enviaba vibraciones de interés hacia la trepidante manada. De cuando en cuando,
una cabeza se desviaba momentáneamente en su dirección. Arthur empezó a
acordarse de alguna caza de Animales Completamente Normales a la que había
asistido. Recordó que, además de los cazadores toreros que ondeaban las capas,
a su espalda había otros que llevaban pájaros pikka en la mano. Siempre había
supuesto que, como él, iban simplemente a mirar.
El Anciano
Thrashbarg avanzó, acercándose un poco más a la manada en movimiento. Algunos
Animales volvían ahora la cabeza, interesados ante la vista del pájaro pikka.
Temblaban los
brazos extendidos del Anciano Thrashbarg.
Sólo el pájaro
pikka parecía no tener interés alguno en lo que pasaba. Únicamente algunas
enigmáticas moléculas de aire, suspendidas en ningún sitio en particular, atraían
toda su vivaz atención.
—¡Ahora! —exclamó
finalmente el Anciano Thrashbarg—. ¡Ahora podéis manejarlos con la toalla!
Arthur avanzó con
la toalla de Ford, moviéndose igual que los cazadores toreros, con un elegante
contoneo que en él no resultaba nada natural. Pero ahora sabía lo que había que
hacer. Agitó la toalla, haciendo algunos molinetes para estar preparado cuando
llegara el momento, y luego observó la manada.
A cierta
distancia distinguió la Bestia que quería. Con la cabeza gacha, galopaba hacia
él, justo al borde del rebaño. El Anciano Thrashbarg hizo girar al pájaro, la
Bestia alzó los ojos, sacudió la cabeza de arriba abajo y entonces, justo
cuando la volvía a inclinar, Arthur agitó la toalla en la línea de visión del
Animal. La Bestia volvió a sacudir la cabeza, estupefacta, y sus ojos siguieron
el movimiento de la toalla.
Había conseguido
llamar la atención de la Bestia.
A partir de
entonces, atraerla hacia él pareció la cosa más natural del mundo. El Animal
mantenía la cabeza erguida, ligeramente inclinada hacia un lado. Redujo el paso
a medio galope y luego al trote. Unos momentos después la enorme criatura
estaba junto a ellos, bufando, jadeando, sudando y olfateando al pájaro pikka,
que parecía no haber reparado en su presencia. Con una extraña serie de amplios
movimientos de los brazos, el Anciano Thrashbarg mantenía al pájaro pikka
delante de la Bestia, pero siempre hacia abajo y fuera de su alcance. Con una
extraña serie de amplios movimientos de la toalla, Arthur seguía atrayendo la atención
de la Bestia hacia uno y otro lado, y siempre hacia abajo.
—Me parece que no
he visto nada tan absurdo en la vida —masculló Ford para sí.
La Bestia,
atontada pero dócil, cayó al fin de rodillas.
—¡Ahora! —instó a
Ford el Anciano Thrashbarg, en un murmullo—. ¡Vamos! ¡Monta ya!
Ford saltó a la
grupa de, la enorme criatura, hurgando entre su gruesa y enredada piel para
encontrar un punto de apoyo, agarrando grandes puñados de pelos para sujetarse
firmemente una vez que estuvo bien asentado.
—¡Ahora, Hacedor
de Bocadillos! ¡Vamos!
Hizo un elaborado
gesto para darle la mano, que Arthur no comprendió porque, a todas luces, el
Anciano Thrashbarg se acababa de inventar el ritual en la euforia del momento,
y luego le dio un empujón.
Arthur respiró
hondo, se encaramó detrás de Ford al enorme, caliente y henchido lomo de la
bestia y se sujetó bien. Bajo él se rizaron y flexionaron enormes músculos del
tamaño de leones marinos.
De pronto, el
Anciano Thrashbarg alzó el pájaro. La Bestia volvió la cabeza para seguirlo con
la mirada. Thrashbarg bajó y elevó el pájaro pikka sin soltarlo de la mano; y
despacio, pesadamente, el Animal Completamente Normal se irguió tambaleante
sobre sus rodillas y al fin se puso en pie, balanceándose ligeramente. Sus dos
jinetes se mantuvieron firme y nerviosamente en su grupa.
Arthur miró al
mar de trepidantes animales, esforzándose por distinguirla dirección que
tomaban, pero no se veía nada salvo la reverberación del calor.
—¿Ves algo?
—preguntó a Ford.
—No.
Ford se volvió a
mirar atrás, tratando de encontrar alguna pista de la dirección de donde habían
venido. Pero tampoco había nada.
—¿Sabes de dónde
vienen? —gritó Arthur a Thrashbarg—. ¿O adónde van?
—¡A los dominios
del Rey! —gritó el Anciano a su vez.
—¿El Rey?
—repitió Arthur, sorprendido—. ¿Qué Rey?
Bajo él, el
Animal Perfectamente Normal se cimbreaba y removía inquieto.
—¿Qué quieres
decir con qué Rey? —gritó el Anciano Thrashbarg—. El Rey.
—Es que nunca has
hablado de ningún Rey —repuso Arthur, con cierta perplejidad.
—¿Qué? —grito el
Anciano.
Era muy difícil
oír algo por encima del estrépito de mil pezuñas, y el anciano estaba
concentrado en lo que hacía.
Sin dejar de
mantener al pájaro en alto, hizo girar en redondo a la Bestia hasta situarla
despacio en sentido paralelo al movimiento del gran rebaño. Avanzó. La Bestia
lo siguió. Dio otros pasos hacia adelante. La Bestia hizo lo mismo. Al fin,
pesadamente, el Animal Completamente Normal tomó cierto impulso.
—¡He dicho que
nunca has hablado de ningún Rey! —gritó.
Arthur de nuevo.
—Yo no he dicho
ningún Rey —gritó el Anciano Thrashbarg—. He dicho El Rey.
Extendió el brazo
hacia atrás y luego lo precipitó hacia adelante con todas sus fuerzas, lanzando
al aire al pájaro pikka por encima de la manada. Eso pareció pillar al pájaro
enteramente por sorpresa, pues evidentemente no estaba prestando atención
alguna a lo que pasaba. Tardó unos momentos en comprender lo que sucedía, luego
abrió las alas, las desplegó y empezó a volar.
—¡Vamos! —gritó
el Anciano Thrashbarg—. ¡Adelante, ve en busca de tu destino, Hacedor de
Bocadillos!
Arthur no estaba
tan seguro de querer encontrarse con su destino. Sólo quería llegar al final
del trayecto, dondequiera que fuese, para desmontar de aquella bestia. No se
sentía nada seguro allá arriba. El animal iba cobrando velocidad en pos del
pájaro pikka. Llegó al extremo de la gran marca de animales y en un momento,
con la cabeza gacha, corría de nuevo junto a los demás y se acercaba
rápidamente al punto en que la manada estaba desapareciendo. Arthur y Ford se aferraban
al enorme monstruo como si en ello les fuera la vida, rodeados por todas partes
de montañas de cuerpos trepidantes.
—¡Adelante!
¡Cabalgad esa Bestia! —gritó Thrashbarg. Su cada vez más lejana voz resonó
débilmente en sus oídos—. ¡Cabalgad esa Bestia Completamente Normal! ¡Cabalgad!
¡Cabalgad!
—¿Adónde ha dicho
que íbamos? —gritó Ford a la oreja de Arthur.
—Ha dicho algo de
un Rey —gritó Arthur a su vez, sujetándose desesperadamente.
—¿Qué Rey?
—Eso es lo que le
pregunté. Se limitó a contestar que El Rey.
—No sabía que
hubiera un El Rey —gritó Ford.
—Ni yo tampoco
—gritó a su vez Arthur.
—Aparte,
naturalmente, de El Rey —gritó Ford—. Y no creo que se refiriese a él.
—¿Qué Rey?
—preguntó Arthur, también a gritos.
Ya casi estaban
en el punto de llegada. justo delante de ellos, las Bestias Completamente
Normales galopaban hacia la nada y desaparecían.
—¿Qué quieres
decir con qué Rey? —gritó Ford—. Yo no sé qué Rey. Sólo digo que es imposible
que se refiriese a El Rey, así que no sé qué quiere decir.
—No sé de qué
estás hablando, Ford.
—¿Y qué? —dijo
Ford.
Entonces las
estrellas salieron de golpe, se movieron, giraron sobre sus cabezas y luego,
con la misma precipitación, se apagaron de nuevo.
21
Entre la niebla
aparecieron unos edificios grises y trémulos. Brincaban de arriba debajo de
forma sumamente molesta.
¿Qué clase de
edificios eran aquéllos?
¿Para qué eran?
¿Qué le recordaban?
Es muy difícil
saber qué son las cosas cuando uno aparece de golpe y porrazo en un mundo
diferente con otra cultura distinta, otra serie de conceptos fundamentales
sobre la vida así como una arquitectura increíblemente sosa y sin sentido.
Por encima de los
edificios, el cielo era frío, negro y hostil. Las estrellas, que a aquella
distancia del sol deberían ser brillantes y cegadores puntos luminosos, estaban
borrosas y empañadas por el grosor de la gigantesca burbuja protectora. De
perspex o un material parecido. De algo opaco y pesado, en cualquier caso.
Tricia rebobinó
la cinta hasta el principio.
Sabía que había
algo raro en ella.
Bueno, en
realidad había un millón de cosas un tanto raras, pero una en concreto, no
sabía cuál, la inquietaba.
Dio un suspiro y
bostezó.
Mientras esperaba
que se rebobinara la cinta, quitó de la moviola algunas de las tazas de
plástico que se habían acumulado y las tiró a la papelera.
Estaba en un
pequeña sala de montaje de una compañía de producción de videos en el Soho.
Tenía notas de «No molesten» pegadas por toda la puerta y había bloqueado todas
las llamadas en la central telefónica. En principio para proteger su asombrosa
exclusiva, aunque ahora la protegería de la confusión.
Vería otra vez la
cinta entera desde el principio. Si lo soportaba. Podría pasar rápidamente
algunas partes.
Eran las cuatro
de la tarde del lunes y tenía cierta sensación de marco. Intentaba averiguar la
causa de aquel ligero malestar, y no le faltaban motivos.
En primer lugar,
todo había sucedido inmediatamente después del vuelo nocturno de Nueva York. El
ojo rojo. Siempre matador.
Luego la
abordaron unos extraterrestres en su jardín y la llevaron al planeta Ruperto.
No tenía suficiente experiencia en esas cosas como para asegurar que eran
matadoras, pero estaba dispuesta a apostar que los que pasaban habitualmente
por ello lo maldecían. Las revistas siempre publicaban estadísticas sobre el
estrés. Cincuenta puntos de estrés por perder el trabajo. Setenta y cinco por
divorcio o cambio de peinado, etcétera. Ninguna mencionaba lo de ser abordada
en el jardín por extraterrestres para volar al planeta Ruperto, pero estaba segura
de que valía unas cuantas docenas de puntos.
No es que el
viaje hubiese sido especialmente agotador. En realidad, había sido sumamente
aburrido. Desde luego, no le produjo más tensión nerviosa que la travesía del
Atlántico, y había durado aproximadamente lo mismo, unas siete horas.
Bueno, eso era
bastante sorprendente, ¿no? El hecho de que el viaje a los extremos confines
del sistema solar durase el mismo tiempo que el vuelo de Nueva York significaba
que la nave disponía de una forma de propulsión fantástica y desconocida.
Interrogó al respecto a sus anfitriones y ellos convinieron en que era bastante
buena.
—¿Pero cómo
funciona? —preguntó con entusiasmo. Al principio del viaje todavía estaba muy
entusiasmada.
Encontró la parte
de la cinta que buscaba y volvió a verla. Los grebulones, que así se llamaban
ellos mismos, le enseñaban cortésmente qué botones pulsaban para hacer
funcionar la nave.
—Sí, pero ¿con
qué principio funciona? —se oyó preguntar desde detrás de la cámara.
—Ah, ¿se refiere
a si tiene energía remolcadora o algo así? —dijeron ellos.
—Sí —insistió
Tricia—. ¿Qué es?
—Algo parecido,
probablemente.
—¿A qué?
—Energía remolcadora, energía fotónica, algo así. Tendrá que preguntar al ingeniero de vuelo.
—¿Y quién es?
—No sabemos.
Todos hemos perdido la cabeza, ¿sabe?
—Ah, sí —dijo
Tricia en tono vago—. Ya me lo han dicho. Y entonces, ¿cómo han perdido la
cabeza, exactamente?
—No lo sabemos
—contestaron ellos, pacientemente. —Porque han perdido la cabeza —repitió
Tricia en tono triste.
—¿Quiere ver la
televisión? Es un viaje largo. Nosotros vemos la televisión. Nos gusta.
Así de
interesante era el contenido de la cinta, que además no se veía bien. En primer
lugar, la calidad de la película era sumamente mala, Tricia no sabía
exactamente por qué. Tenía la impresión de que los grebulones respondían a un
radio levemente distinto de frecuencias ligeras y de que en el ambiente había
mucha luz ultravioleta, lo que era muy perjudicial para la cámara. También
había nieve y un montón de interferencias. Quizá fuese algo relacionado con la
energía remolcadora, de la que ninguno de ellos tenía la menor idea.
Así que lo que
tenía filmado era, en esencia, un grupo de personas un tanto delgadas y pálidas
sentadas frente a unos televisores que emitían programas de redes de
distribución. También había enfocado hacia el diminuto ojo de buey que tenía
cerca del asiento, con lo que consiguió un bonito efecto de estrellas, si bien
con algunas rayas. Ella sabía que era auténtico, pero sólo se habrían tardado
tres o cuatro minutos en falsificarlo.
Al final decidió
dejar su preciosa cinta de video para cuando llegara a Ruperto, y se sentó a
ver la televisión. Incluso se quedó dormida un rato.
De manera que su
sensación de mareo procedía en parte de que había pasado todas esas horas en
una nave espacial de extraterrestres, de una concepción técnica asombrosa, y a
mayor parte de esas horas dormitando frente a reposiciones de MASH y Cagney y
Lacey. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? También había hecho algunas
fotografías, desde luego, pero todas salieron bastante borrosas, según comprobó
al recogerlas del laboratorio.
Su sensación de
mareo posiblemente provenía también del aterrizaje en Ruperto. Eso, al menos,
había sido sensacional y espeluznante. La nave había descendido majestuosamente
sobre un paisaje triste y oscuro, un territorio tan desesperadamente alejado
del calor y la luz de su sol principal, que parecía el mapa de las cicatrices
psicológicas de un niño abandonado.
Unos focos
destellaron entre la helada oscuridad y guiaron la nave hacia la embocadura de
una gruta que pareció partirse por la mitad para que entrara la pequeña nave.
Lamentablemente,
debido al ángulo de aproximación y a la profundidad en que el pequeño y grueso
ojo de buey estaba colocado en el fuselaje de la nave, fue imposible enfocarla
directamente con la cámara. Vio esa parte de la película.
La cámara
enfocaba directamente al sol.
Eso suele ser muy
malo para la cámara. Pero cuando el sol se encuentra aproximadamente a medio
billón de kilómetros de distancia, no hace daño alguno, En realidad, apenas se
nota. únicamente hay un pequeño punto luminoso en el centro del encuadre, lo
que podría ser cualquier otra cosa. Sólo un astro entre una multitud.
Tricia pasó la
cinta hacia adelante.
Ah. Esta vez, la
siguiente escena había sido bastante prometedora. Al salir de la nave se
encontraron en una vasta estructura gris semejante a un hangar. Aquello era una
muestra clara de tecnología extraterrestre a una escala impresionante. Enormes
edificios grises bajo la oscura bóveda de la burbuja de perspex. Eran los
mismos edificios que antes había visto al final de la película. Había tomado
más metraje de ellos a la salida de Ruperto, unas horas después, en el momento
de abordar la nave para el viaje de vuelta. ¿Qué le recordaban?
Pues, bueno,
igual que todo lo demás, le recordaban los decorados de cualquier película de
ciencia ficción de bajo presupuesto rodada en los últimos veinte años. Aquello
era mucho más grande, claro, pero en la pantalla tenía un aspecto chillón y
poco convincente. Aparte de la horrorosa calidad de la película, tuvo que
luchar con los inesperados efectos de la gravedad, que era considerablemente
más baja que la de la Tierra, y le costó mucho trabajo evitar que la cámara
saltara de un lado para otro de forma poco profesional y embarazoso. Por lo que
le resultó imposible definir detalle alguno.
Y ahí estaba el
jefe, que se acercaba a saludarla sonriente y con la mano extendida.
Así era como lo
llamaban. El jefe.
Los grebulones no
tenían nombres, sobre todo porque no se les ocurría ninguno. Tricia descubrió
que algunos habían pensado en llamarse como ciertos personajes de los programas
de televisión que recibían de la Tierra, pero por mucho que intentaran llamarse
Wayne, Bobby o Chuck, algo que permanecía acechante en lo más hondo del
subconsciente cultural que los acompañaba desde sus lejanos planetas de
procedencia debió decirles que aquello no estaba bien y no serviría de nada.
El jefe tenía
casi el mismo aspecto que todos los demás. Algo más delgado, posiblemente. Le
dijo que le gustaban mucho sus programas de televisión, que era su más grande
admirador, que se alegraba mucho de que hubiese podido venir a Ruperto, que
todo el mundo ansiaba su llegada, que esperaba que hubiese tenido un vuelo
agradable, etcétera. Tricia no percibía ninguna sensación especial de que fuese
un especie de emisario de las estrellas ni nada parecido.
Desde luego, al
verlo en el video, parecía simplemente un individuo con ropa de vestuario y
maquillaje frente a unos decorados que no aguantarían mucho si alguien se
apoyaba en ellos.
Se quedó mirando
la pantalla con las manos en la cara y moviendo despacio la cabeza, llena de
perplejidad.
Aquello era
horroroso.
No sólo era que
aquella parte fuese horrorosa, sino que sabía lo que venía después. El jefe le
preguntó si el viaje le había dado hambre y si le apetecía acompañarlo a comer
algo. Podían charlar mientras comían.
Se acordaba de lo
que había pensado en aquel momento.
Comida
extraterrestre.
¿Cómo iba a salir
del paso?
¿Tendría que llegar
a comérsela? ¿No dispondría de alguna especie de servilleta de papel donde
escupirla? ¿No habría toda clase de problemas de inmunidad diferencial?
Resultó que eran
hamburguesas.
No sólo
hamburguesas, sino que resultaron hamburguesas que sin ningún género de dudas
eran hamburguesas de McDonald's, recalentadas en microondas. No se trataba
únicamente de su aspecto. Ni sólo del olor. Eran los envoltorios de
poliestireno en forma de concha, que tenían impreso el nombre «McDonald's».
—¡Coma!
¡Disfrute! —le dijo el Jefe—. ¡Nada es demasiado bueno para nuestra distinguida
huésped!
Estaban en sus
aposentos privados. Tricia miró alrededor con una perplejidad rayana en el
miedo, pero a pesar de ello lo filmó todo.
En la estancia
había una cama de agua. Y una cadena Midi. Y uno de esos cilindros de cristal
con iluminación eléctrica que se ponen encima de las mesas y parecen tener
largos glóbulos de esperma flotando en su interior. Las paredes estaban
tapizadas de terciopelo.
El jefe se
recostó en un puf de pana marrón y se roció la boca con un aerosol para
refrescarse el aliento.
De pronto, Tricia
empezó a sentir mucho miedo. Que ella supiera, estaba más lejos de la Tierra de
lo que ningún ser humano hubiese estado jamás, y se encontraba en compañía de
un alienígena recostado en un puf de pana marrón que estaba poniéndose aerosol
en la boca para refrescarse el aliento.
No deseaba hacer
ningún falso movimiento. No quería alarmarlo. Pero había cosas que tenía que
saber.
—¿Cómo
consiguió..., de dónde sacó... todo esto? —preguntó, haciendo un gesto nervioso
hacia la habitación.
—¿La decoración?
—dijo el jefe—. ¿Te gusta? Es muy distinguida. Los grebulones somos un pueblo
muy refinado. Adquirimos bienes de consumo ultramodernos... por correo.
En ese punto,
Tricia asintió muy despacio con la cabeza.
—Por correo...
—repitió.
El jefe soltó una
risita. Era una de esas risitas suaves y tranquilizadoras como chocolate
oscuro.
—Pero no pienses
que nos lo envían aquí. ¡No! ¡ja, ja! Disponemos de un apartado especial de
correos en New Hampshire. Hacemos visitas periódicas para recogerlo. ¡ja, ja!
Se recostó con
toda tranquilidad en el puf, alargó el brazo para coger una patata frita
recalentada y le dio un mordisquito en la punta con una sonrisa de regocijo en
los labios.
Tricia sintió que
el cerebro se le erizaba un poco. Mantuvo la cámara en funcionamiento.
—¿Cómo hacen
para... bueno, cómo pagan estos maravillosos... objetos?
El jefe volvió a
soltar una risita.
—American Express
—contestó, encogiéndose de hombros.
Tricia volvió a
asentir despacio. Sabía que daban tarjetas absolutamente a todo el que lo
pidiese.
—¿Y esto?
—preguntó, cogiendo la hamburguesa que le había ofrecido.
—Muy sencillo
—contestó el jefe—. Hacemos cola.
Una vez más, con
un lento escalofrío que le recorrió la espalda, Tricia comprendió que aquello
explicaba muchas cosas.
Pulsó de nuevo el
botón para pasar la cinta. No había nada que pudiera utilizarse. Todo era una
espantosa locura. Si hubiese falsificado algo, habría tenido una impresión más
convincente.
Otra sensación de
mareo empezó a apoderarse de ella mientras veía aquella inútil y horrible
cinta, y con lento horror empezó a comprender que ésa debía ser la causa.
Debía estar...
Sacudió la cabeza
y trató de serenarse.
Un vuelo nocturno
hacia el Este... Las pastillas que había tomado para dormir durante todo el
viaje. El vodka que había bebido para que las pastillas le hicieran efecto.
¿Qué más? Pues,
bueno. Los diecisiete años de obsesión por un hombre encantador de dos cabezas,
una de ellas disfrazada de loro enjaulado, que intentó ligársela en una fiesta
pero que luego se largó impaciente a otro planeta en un platillo volante.
Aquella idea pareció llenarse de pronto de inquietantes aspectos en los que
jamás había pensado verdaderamente. Nunca se le habían ocurrido. En diecisiete
años.
Se metió el puño
en la boca.
Debía pedir
ayuda.
Luego estaba Eric
Bartlett, insistiendo en que una nave espacial de extraterrestres había
aterrizado en su jardín. Y antes... en Nueva York había tenido, bueno, mucho
calor y mucha tensión. Grandes esperanzas y amarga decepción. Lo de la
astrología.
Debió haber
sufrido una crisis nerviosa.
Eso era. Estaba
agotada y había sufrido una crisis nerviosa, con las consiguientes
alucinaciones poco después de llegar a casa. Lo había soñado todo. Una raza de
extraterrestres desposeídos de su vida y su historia sacados en un lugar remoto
de nuestro sistema solar, que llenaban su vacío cultural con la basura de
nuestra civilización. ¡Ja! Esa era la forma que la naturaleza adoptaba para
indicarle que ingresara sin tardanza en un centro médico de los más caros.
Estaba muy, pero
que muy enferma. Además, recordó la cantidad de cafés largos que había tomado y
se dio cuenta de lo rápida y agitada que tenía la respiración.
La solución de
cualquier problema, se dijo a sí misma, pasaba por reconocerlo. Empezó a
controlar la respiración. Lo había advertido a tiempo. Había comprendido dónde
estaba.
De vuelta de
algún abismo psicológico a cuyo borde se había asomado. Empezó a calmarse, a
tranquilizarse. Se recostó en la silla y cerró los ojos.
Al cabo del rato,
cuando volvió a respirar normalmente, los abrió de nuevo.
Entonces, ¿de
dónde había sacado aquella cinta?
La película
seguía proyectándose.
Muy bien. Era una
falsificación.
Ella misma lo
había falsificado. Eso era.
Debió de ser
ella, porque se oía su voz en toda la banda sonora, haciendo preguntas. De
cuando en cuando, la cámara concluía una toma, se inclinaba hacia abajo y veía
sus propios pies, calzados con sus mismos zapatos. Lo había falsificado y no recordaba
haberlo hecho ni por qué.
Mientras
contemplaba las imágenes, temblorosas y llenas de su respiración volvió a
agitarse de nuevo.
Debía de seguir
teniendo alucinaciones.
Sacudió la
cabeza, intentando alejarlas. No recordaba haber manipulado aquella película
claramente adulterada. Por otro lado, no parecía tener recuerdos que fuesen muy
parecidos a los de las imágenes falseadas. Perpleja y en trance, siguió
mirando.
La persona a
quien llamaban —en su imaginación— jefe le hacía preguntas sobre astrología y
ella las contestaba con calma y precisión. Sólo que se notaba en la voz un
pánico creciente y bien disimulado.
El jefe pulsó un
botón y se corrió una pared de terciopelo rojizo, revelando una gran batería de
televisores con pantalla plana.
Cada una de las
pantallas mostraba un caleidoscopio de diferentes imágenes: unos segundos de un
concurso, luego de una emisión policíaca, del sistema de seguridad del almacén
de un supermercado, de películas que alguien había rodado en vacaciones,
escenas eróticas, noticias, una obra cómica. Era evidente que el jefe estaba
orgulloso de todo aquello, y movía las manos como un director de orquesta sin
dejar de hablar en un completo galimatías.
Con otro
movimiento de sus manos, todas las pantallas se quedaron en blanco para formar
un gigantesco monitor que mostraba un diagrama de todos los planetas del
sistema solar trazados sobre un fondo de estrellas y sus respectivas
constelaciones. La imagen era completamente estática.
—Tenemos muchas
especialidades —decía el jefe—. Vastos conocimientos de cálculo, trigonometría
cosmológica, navegación tridimensional. Mucha cultura. Magnífica, cuantiosa
sabiduría. Sólo que lo hemos perdido. Es una pena. Nos gustaría disponer de
conocimientos prácticos, sólo que se han volatilizado. Están en alguna parte
del espacio, moviéndose rápidamente. Con nuestros nombres y los detalles de
nuestras casas y seres queridos. Por favor —añadió, indicándole con un gesto
que se sentara a la consola del ordenador—, haga uso de sus conocimientos para
nosotros.
El siguiente
movimiento de Tricia era evidente: colocó rápidamente la cámara en el trípode
para filmar toda la escena. Entonces se puso frente al objetivo y se sentó
tranquilamente ante el diagrama del gigantesco ordenador, dedicó unos momentos
a familiarizarse con la interfaz y luego, sin afectación y con aire de
entendida, empezó a hacer como si tuviera alguna idea de lo que estaba
haciendo.
En realidad, no
había sido tan difícil.
Al fin y al cabo
era matemática y astrofísica de formación, y presentadora de televisión por
experiencia, y la ciencia que había olvidado a lo largo de los años bien podía
suplirla con un farol.
El ordenador que
manejaba era una prueba clara de que los grebulones procedían de una cultura
mucho más avanzada y compleja de lo que sugería el vacío de su estado actual y,
aprovechando sus posibilidades, en una media hora fue capaz de ensamblar un
sistema solar que le sirviera de modelo de trabajo.
No era muy
preciso ni nada parecido, pero daba buena impresión. Con una simulación relativamente
buena, los planetas giraban muy aprisa en torno a sus órbitas y, muy
toscamente, se podía contemplar el movimiento virtual de toda la maquinaria
cosmológica desde cualquier punto del sistema. Se podía contemplar desde la
Tierra, Marte, etcétera. Y también desde la superficie del planeta Ruperto.
Tricia se quedó muy impresionada consigo misma, pero el sistema informática en
el que trabajaba también le produjo gran impresión. En la Tierra, con un equipo
de proceso de datos, la programación de aquella tarea posiblemente llevaría un
año.
Cuando terminó,
el jefe se puso tras ella y se quedó mirando. Estaba muy complacido, encantado,
con el resultado de su trabajo.
—Bien —dijo—. Y
ahora le rogaría que me hiciera una demostración de cómo utilizar el sistema
que acaba de concebir para traducirme la información que contiene este libro.
En silencio, le
puso un libro delante.
Era Tú y tus
planetas, de Gail Andrews.
Volvió a parar la
cinta.
Desde luego se
sentía bastante mareada. La impresión de que sufría alucinaciones ya había
cedido, pero no por eso tenía la mente más clara ni despejada.
Se apartó de la
moviola empujando la silla hacia atrás y se preguntó qué podía hacer. Años
atrás había abandonado el ámbito de la investigación astronómica porque tenía
la absoluta certeza de haber conocido a un ser de otro planeta. En una fiesta.
Como también sabía, sin ningún género de duda, que habría sido el hazmerreír si
se le hubiera ocurrido decirlo. Pero ¿cómo podía estudiar cosmología y no decir
nada de la única cosa verdaderamente importante que sabía? Había hecho lo único
que podía hacer. Dejarla.
Ahora trabajaba
en televisión y le había vuelto a ocurrir lo mismo.
Tenía una cinta
de video, toda una película del reportaje más asombroso de la historia de,
bueno, de todo: una colonia olvidada de una civilización extraterrestre aislada
en el planeta más extremo de nuestro sistema solar.
Tenía el
reportaje.
Había estado
allí.
Lo había visto.
Tenía la cinta de
video, por amor de Dios.
Y si alguna vez
se la enseñaba a alguien, se convertiría en el hazmerreír de ese alguien.
¿Cómo podía
probarlo, aunque fuese en parte? Ni siquiera valía la pena pensarlo. Desde
todos los puntos de vista en que lo considerase, aquello era una auténtica
pesadilla. Empezaba a dolerle la cabeza. Tenía aspirinas en el bolso. Salió de
la pequeña sala de montaje al pasillo, donde estaba el surtidor de agua. Se
tomó la aspirina con varios vasos de agua.
El lugar parecía
muy tranquilo. Solía haber más gente circulando apresuradamente por allí, o al
menos alguna persona pasando a toda prisa. Asomó la cabeza por la puerta de la
sala de montaje contigua a la suya, pero no había nadie.
Había exagerado
bastante al tratar de alejar a la gente de su sala de montaje. «NO MOLESTAR»,
decía un aviso. «NI SE TE OCURRA ENTRAR. ME DA IGUAL DE QUÉ SE TRATE. LARGO.
¡ESTOY OCUPADA!»
Al volver se
encontró con que la señal luminosa de su extensión telefónica estaba encendida,
y se preguntó cuánto tiempo llevaba así.
—¿Diga? —dijo a
la telefonista.
—Ah, miss
McMillan, me alegro de que haya llamado. Todo el mundo está tratando de
localizarla. Su compañía de televisión. Están desesperados por encontrarla.
¿Puede llamarlos?
—¿Por qué no me
los ha pasado? —preguntó Tricia.
—Me dio
instrucciones de que no le pasara a nadie bajo ningún concepto. Hasta me dijo
que negara que estaba usted aquí. No sabía qué hacer. Me acerqué a darle un
mensaje, pero...
—Muy bien
—concluyó Tricia, maldiciéndose a sí misma.
Llamó a su
oficina.
—¡Tricia! ¿Dónde
coño sanguinolento te has metido?
—En la sala de
montaje...
—Me dijeron...
—Ya sé. ¿Qué
pasa?
—¿Qué pasa? ¡Sólo
una puñetera nave espacial extraterrestre!
—¿Cómo? ¿Dónde?
—En Regent's
Park. Una cosa grande y plateada. Una chica con un pájaro. Habla inglés, tira
piedras a la gente y quiere que le arreglen el reloj. Ve para allá.
Tricia la observó
fijamente.
No era una nave
grebulona. No es que se hubiese convertido de repente en una experta en naves
extraterrestres, pero aquélla era preciosa, blanca y plateada, en tono
metalizado, del tamaño de un yate de altura, que es a lo que más se parecía. En
comparación, las estructuras de la. enorme y medio desmantelada nave grebulona
semejaban las cañoneras de un buque de guerra. Cañoneras. A eso se parecían
aquellos edificios grises. Y lo raro es que, cuando volvió a pasar frente a
ellos para abordar de nuevo la pequeña nave grebulona, se estaban moviendo.
Esas cosas se le pasaron brevemente por la cabeza mientras salía corriendo del
taxi para encontrarse con el equipo de filmación.
—¿Dónde está la
chica? —gritó por encima del ruido de helicópteros y sirenas de la policía.
—¡Allí! —gritó el
productor mientras el técnico de sonido se apresuraba a prenderle un diminuto
micrófono en la ropa—. Dice que su padre y su madre son de aquí y están en una
dimensión paralela o algo así, que tiene el reloj de su padre y..., no sé. ¿Qué
te puedo decir? Prepárate. Pregúntale qué se siente al ser del espacio
exterior.
—Muchas gracias,
Ted —musitó Tricia.
Comprobó que
llevaba el micrófono bien sujeto, dio un nivel al técnico de sonido, respiró
hondo, se echó el pelo hacia atrás y entró en terreno familiar, en su papel de
periodista profesional preparada para todo.
Bueno, para casi
todo.
Se volvió a mirar
a la chica. Ésa debe ser, la del pelo enredado y mirada perdida. La niña se
volvió hacia ella. Y la miró de hito de hito.
—¡Madre! —gritó,
empezando a tirarle piedras.
22
La luz del día
estalló a su alrededor. Un sol fuerte y abrasador. Ante sus ojos se extendía
una llanura desértico envuelta en calma. Se precipitaron hacia ella con un
estrépito ensordecedor.
—¡Salta! —gritó
Ford Prefect.
—¿Qué? —gritó
Arthur Dent, sujetándose como si en ello le fuera la vida.
No hubo
respuesta.
—¿Qué has dicho?
—insistió Arthur, dándose cuenta en seguida de que Ford ya no estaba allí.
Lleno de pánico, miró en torno y entonces se resbaló. Comprendiendo que ya no
podía sujetarse por más tiempo, tomó todo el impulso que pudo, se lanzó de
costado, se hizo una bola al caer al suelo y, rodando, se alejó de las pezuñas
que machacaban la tierra.
Vaya día, pensó
mientras tosía curiosamente para desalojar el polvo de los pulmones. No había
pasado un día tan malo desde que la Tierra fue demolida. Tambaleándose, se puso
de rodillas y luego de pie y salió corriendo. No sabía de qué ni adónde, pero
salir pitando le pareció buena medida.
Se dio de bruces
con Ford Prefect, que estaba allí parado, contemplando la escena.
—Mira —dijo
Ford—. Eso es precisamente lo que necesitamos.
Arthur tosió otra
vez, escupiendo y quitándose polvo del pelo y los ojos. jadeando, se volvió a
ver lo que miraba Ford.
No se parecía
mucho a los dominios de un rey, ni de El Rey, ni de ninguna clase de rey. Pero
tenía un aspecto tentador.
En primer lugar,
el panorama. Era un mundo desértico. El polvoriento suelo era duro y había
amoratado concienzudamente hasta la última parte del cuerpo de Arthur que no
estaba ya morada por la jarana de la noche anterior. A cierta distancia se
veían grandes colinas que parecían de arenisca, erosionadas por el viento y por
la escasa lluvia que presumiblemente caía en la comarca, hasta adquirir
caprichosas y extravagantes configuraciones que hacían juego con las
fantásticas formas de los cactus gigantes que brotaban aquí y allá en el árido
y anaranjado paisaje.
Por un momento,
Arthur tuvo la osada esperanza de que de buenas a primeras hubiesen ido a parar
a Nuevo Méjico, Arizona o quizá Dakota del Sur, pero había muchos indicios de
que no era así.
Para empezar, las
Bestias Completamente Normales seguían galopando con estrépito. Aparecían
majestuosamente a decenas de miles por el lejano horizonte, desaparecían
completamente durante un kilómetro o así, y luego volvían a aparecer
desbocadamente hacia el horizonte contrario.
Luego estaban las
naves espaciales aparcadas delante del Bar & Grill. Ah. «Bar & Grill Los
Dominios del Rey». Vaya chasco, pensó Arthur.
En realidad,
delante del Bar & Grill Los Dominios del Rey sólo había una nave. Las otras
tres estaban en el aparcamiento de al lado. Pero fue la de delante la que le
llamó la atención. Era una maravilla. Fantásticas aletas por todos lados,
coronadas de una excesiva cantidad de cromados, y con la mayor parte de la
carrocería pintada de un chocante color rosa. Allí estaba, agazapada como un
enorme insecto caviloso y a punto de saltar sobre algo a un kilómetro de
distancia.
El Bar &
Grill Los Dominios del Rey se encontraba en plena trayectoria de los Animales
Completamente Normales, pero las bestias habían tomado una insignificante
desviación transdimensional en el camino. Estaba en su sitio, sin que lo
molestaran. Un Bar & Grill corriente. Un restaurante de camioneros. En los
confines del mundo. Tranquilo. Los Dominios del Rey.
—Voy a comprar
esa nave —anunció Ford con voz queda.
—¿Comprar? —dijo
Arthur—. No es tu estilo. Creía que solías mandarlas.
—A veces hay que
mostrar cierto respeto —repuso Ford.
—Probablemente
tengas que mostrar también un poco de dinero. ¿Cuánto costará una cosa así?
Con un leve
movimiento, Ford se sacó del bolsillo la tarjeta de crédito Nutr-O-Cuenta.
Arthur observó que le temblaba un poco la mano.
—Ya les enseñaré
a nombrarme crítico gastronómico... —jadeó Ford.
—¿A qué te
refieres? —preguntó Arthur.
—Te lo voy a
mostrar —contestó Ford con un desagradable brillo en los ojos—. Vamos a hacer
algunos gastos, ¿te parece?
—Dos cervezas
—pidió Ford—. Y no sé, dos rollitos de panceta, lo que tenga. Ah, y esa cosa
rosa de ahí fuera.
Soltó la tarjeta
encima de la barra y miró en torno como si nada.
Hubo un silencio
cargado.
Antes no había
habido mucho ruido, pero ahora reinaba un silencio especial. Hasta el trueno
lejano de las Bestias Completamente Normales, que evitaban cuidadosamente Los
Dominios del Rey, parecía de pronto un poco apagado.
—Hemos venido
cabalgando —dijo Ford, como si no hubiese nada raro en eso ni en ninguna otra
cosa. Estaba recostado en la barra, en una postura excesivamente relajada.
En el local había
unos tres clientes sentados delante de unas mesas, bebiendo despacio sus
cervezas. Unos tres. Algunas personas dirían que eran tres exactamente, pero no
era esa clase de sitio, no era de esos locales en los que se tienen ganas de
ser tan específico. Además, había un individuo alto que estaba instalando
material en el pequeño escenario. Una batería vieja. Un par de guitarras. Country & western, o algo así.
El camarero no se
apresuraba en servir a Ford. En realidad, no se había movido.
—No estoy seguro
de que la cosa rosa esté en venta —dijo al fin, con un retintín de los que
perduran.
—Seguro que sí
—repuso Ford—. ¿Cuánto quiere?
—Pues...
—Diga una cifra.
Yo la doblaré.
—No es mía, no
puedo venderla —anunció el camarero.
—¿De quién es,
entonces?
El camarero
señaló con la cabeza al individuo alto que estaba colocando el escenario.
Ford asintió y
sonrió.
—Muy bien —dijo—.
Ponga las cervezas y los rollitos. No haga la cuenta todavía.
Arthur se acomodó
en la barra. Estaba acostumbrado a no saber lo que pasaba. Se encontraba a
gusto así. La cerveza era bastante buena y le dio un poco de sueño, pero no le
importó. Los rollos de panceta no eran tales. Sino rollos de Animal
Completamente Normal. Intercambió con el camarero algunas observaciones
profesionales sobre el arte de hacer rollitos y dejó que Ford se dedicara a lo
suyo.
—Muy bien —dijo
Ford, volviendo a su taburete—. Está hecho. Tenemos la cosa rosa.
—¿Se la vende?
—exclamó el camarero, muy sorprendido.
—Nos la regala
—contestó Ford, dando un mordisco al rollito—. Oiga, no, no haga la cuenta
todavía. Vamos a pedir más cosas. Buen rollito.
Bebió un largo
trago de cerveza.
—Buena cerveza.
Buena nave, también —añadió, mirando a la cosa cromada y rosa semejante a un
insecto, partes de la cual se veían por las ventanas del bar—. Buena tarde, muy
buena. ¿Sabes una cosa? —inquirió, recostándose en el taburete con aire
pensativo—. En ocasiones como ésta se pregunta uno si vale la pena preocuparse
por el tejido del espacio-tiempo, la integridad causal de la matriz
multidimensional de la probabilidad, la posible disolución de todas las
configuraciones de onda del Toda Clase de Revoltijo General y todas esas cosas
que me han estado fastidiando. A lo mejor tiene razón el individuo alto. Déjalo
todo. ¿Qué importa? Déjalo.
—¿Qué individuo
alto? —preguntó Arthur.
Ford se limitó a
indicar el escenario con un movimiento de cabeza. El individuo alto dijo «uno,
dos» un par de veces en el micrófono. Ahora había otros dos individuos en el
escenario. Batería. Guitarra.
El camarero, que
había guardado silencio durante unos momentos, dijo:
—¿Dice que les ha
regalado su nave,?
—Sí —contestó
Ford—. Hay que dejarlo todo, ésas fueron sus palabras. Coge la nave. Llévatela,
con mi bendición. Trátala bien. Y eso haré.
Dio otro trago de
cerveza.
—Como iba
diciendo —prosiguió—, en ocasiones como ésta es cuando se piensa: déjalo todo.
Pero luego se recuerda a tipos como los de Empresas Dimensinfín y uno dice: No
van a salirse con la suya. Van a sufrir. Es mi sagrada y santa misión hacer que
esos individuos lo pasen mal. Oiga, permítame darle una propina para el
cantante. Le he hecho una petición especial y hemos llegado a un acuerdo. Pero
tiene que ponérmelo en la cuenta, ¿vale?
—Vale —repuso con
cautela el camarero. Luego se encogió de hombros—. Muy bien, como quiera.
¿Cuánto?
Ford dijo una
cifra. El camarero se desplomó entre las botellas y los vasos. Ford saltó
rápidamente por encima de la barra para ver si estaba bien y lo ayudó a ponerse
en pie. Se había hecho unos pequeños cortes en el dedo y en el codo y estaba un
poco atontado, pero por lo demás se encontraba perfectamente. El individuo alto
empezó a cantar. El camarero se alejó cojeando con la tarjeta de crédito de Ford
para pedir conformidad.
—¿Hay algo en
todo esto que yo no sepa? —preguntó Arthur a Ford.
—¿Es que no suele
haberlo?
—No tienes que
ponerte así —repuso Arthur, empezando a despertarse. De pronto, añadió—: ¿Nos
vamos? ¿Esa nave puede llevarnos a la Tierra?
—Pues claro.
—¡Allí es donde
irá Random! —exclamó Arthur, dando un respingo—. ¡Podemos seguirla! Pero...,
humm...
Ford dejó que
Arthur pensara las cosas por sí solo y sacó su vieja edición de la Guía del
autoestopista galáctico.
—Pero ¿dónde
estamos con respecto al eje de probabilidad? —le preguntó Arthur—. ¿Estará allí
la Tierra o no estará? He pasado tanto tiempo buscándola. Y lo único que
encontré fueron planetas que se le parecían un poco o nada en absoluto, aunque,
a juzgar por los continentes, era evidente que estaban en el sitio justo. La
peor versión se llamaba Ahoraqué, donde quiso morderme un funesto animalito.
Así es como se comunicaban, ¿sabes?, mordiéndose unos a otros. Muy doloroso. Y
luego, claro, la mitad del tiempo la Tierra ni siquiera está ahí porque la
demolieron los malditos vogones. ¿Me explico un poco?
Ford no hizo
ningún comentario. Estaba escuchando algo. Pasó la Guía a Arthur y señaló a la
pantalla. El artículo activo decía: «Tierra. Fundamentalmente inofensiva».
—¡Quieres decir
que está ahí! —exclamó Arthur, lleno de excitación—. ¡La Tierra existe! ¡Allí
es donde irá Random! ¡El pájaro le estaba mostrando la Tierra en plena
tormenta!
Ford le hizo un
gesto para que gritara un poco más bajo. Estaba escuchando.
Arthur estaba
perdiendo la paciencia. Ya había escuchado antes «Love Me Tender» interpretada
por cantantes de bares. Le sorprendía un poco oírla allí, justo en aquel
condenado sitio de los confines del mundo, que desde luego no era la Tierra,
pero en aquellos días las cosas no tendían a sorprenderle lo mismo que antes.
El cantante era bastante bueno, para ser cantante de bar y si a uno le gustaban
esas cosas, pero Arthur va estaba inquieto.
Miró el reloj.
Eso sólo sirvió para recordarle que ya no tenía reloj. Lo tenía Random, o al
menos lo que quedaba de él.
—¿No crees que
deberíamos irnos? —repitió, en tono de urgencia.
—¡Chsss! —repuso Ford—. He pagado por oír esta canción.
Tenía lágrimas en
los ojos, lo que a Arthur le pareció un poco desconcertante. Nunca había visto
a Ford emocionado por nada que no fuese una bebida muy, pero que muy fuerte. El
polvo, probablemente. Esperó, tamborileando irritadamente con los dedos, a
destiempo con la música.
La canción
terminó. El cantante siguió con «Heartbreak Hotel».
—De todas formas
—musitó Ford—, tengo que hacer una reseña del restaurante.
—¿Qué?
—Tengo que
escribir una reseña.
—¿Escribir una
reseña? ¿De este sitio?
—Al presentar la
reseña se confirma la petición de gastos. Lo he arreglado para que todo ocurra
de forma automática y no deje rastro alguno. Esta cuenta va a necesitar una
buena autorización —añadió en voz baja, mirando la cerveza con una desagradable
sonrisita.
—¿Por unas
cervezas y un rollito?
—Y una propina
para el cantante.
—¿Por qué, cuánto
le has dado?
Ford repitió la
cifra.
—No sé cuánto es
eso —dijo Arthur—. ¿A qué equivale en libras esterlinas? ¿Qué se podría comprar
con eso?
—Con eso se
podría comprar más o menos..., Pues... —Ford parpadeó rápidamente mientras
hacía algunos cálculos mentales—. Suiza —dijo al fin. Cogió su Guía del
autoestopista y se puso a teclear.
Arthur asintió
con aire de inteligencia. Había veces que deseaba entender de qué demonios
hablaba Ford, y otras, como ahora, en que tenía la impresión de que era más
seguro no intentarlo siquiera. Miró por encima del hombro de Ford.
—No vas a tardar
mucho, ¿verdad? —le preguntó.
—No. Es una
bobada. Sólo mencionar que los rollitos eran muy buenos, la cerveza buena y
fría, la fauna de la comarca simpática y excéntrica, el cantante del bar el
mejor del universo conocido, y eso es todo. No se necesita mucho. Sólo una
autorización.
Tocó una zona de
la pantalla que tenía el letrero ENTER y el mensaje desapareció en la red
Sub-Etha.
—¿Entonces el
cantante te parece muy bueno?
—Sí —contestó
Ford.
El camarero
volvió con un papel que parecía temblarle en las manos.
—Qué curioso. Al
principio, la red la rechazó dos veces. No es que me sorprendiera —aseguró el
camarero, con gotas de sudor en la frente—. Y de pronto, que sí, que todo está
bien, y la red..., bueno, pues da la autorización. Sin más. ¿Quiere...
firmarlo?
Ford examinó el
resguardo rápidamente. Silbó entre dientes.
—Esto va a hacer
mucho daño a Dimensinfín —dijo con aire de preocupación y, con voz suave,
añadió—: Bueno, que se jodan.
Firmó el
resguardo, lo rubricó y se lo volvió a entregar al camarero.
—Más dinero
—anunció— del que el Coronel ganó en toda su carrera haciendo malas películas y
contratos para actuar en casinos. Sólo por hacer lo que mejor le sale. Subir al
escenario y cantar en un bar. Y lo ha negociado él personalmente. Me parece que
está en un buen momento. Dígale que se lo agradezco e invítele a una copa.
Lanzó unas
monedas sobre la barra. El camarero las rechazó.
—Me parece que
esto no es necesario —dijo con voz un poco ronca.
—Para mí, sí
—repuso Ford—. Bueno, nos vamos.
Se quedaron
parados a pleno sol, envueltos por el polvo, mirando la nave rosa y cromo con
asombro y admiración. O al menos, Ford la contemplaba con asombro y admiración.
Arthur sólo la
miraba.
—¿No te parece un
poco ostentosas?
Lo repitió cuando
subieron a bordo. Los asientos y buena parte de los mandos estaban tapizados de
ante o piel fina. En el panel de mando principal había un gran monograma dorado
que decía simplemente: «EP».
—¿Sabes una cosa?
—dijo Ford mientras ponía en marcha los motores de la nave—. Le pregunté si era
cierto que le habían secuestrado unos extraterrestres, ¿y sabes que me
contestó?
—¿Quién? —quiso
saber Arthur.
—El Rey.
—¿Qué rey? Oh, ya
hemos mantenido esta conversación, ¿verdad?
—No importa
—repuso Ford—. Por si te interesa saberlo, me dijo que no. Se marchó por su
propia voluntad.
—Sigo sin estar
seguro de quién estamos hablando —comentó Arthur.
—Mira —dijo Ford,
sacudiendo la cabeza—. En el compartimento de tu izquierda hay unas cintas.
¿Por qué no eliges una y pones música?
—Vale —dijo
Arthur, rebuscando entre las cajas.
—¿Te gusta Elvis
Presley?
—A decir verdad,
sí. Bueno, espero que esta máquina sea capaz de saltar tanto como su aspecto
indica.
Activó la
propulsión principal.
—¡Siiiií! —gritó
Ford mientras salían disparados a una velocidad demoledora.
Era capaz.
23
A las cadenas de
noticias no les gustan esas cosas. Las consideran una pérdida de tiempo. Una
inconfundible nave espacial aparece de pronto en pleno Londres y se convierte
en una noticia sensacional de primera magnitud. Tres horas y media después
aparece otra completamente distinta y, por lo que sea, no es noticia.
«¡OTRA NAVE
ESPACIAL!», decían los titulares y los anuncios de los quioscos. «ÉSTA ES
ROSA.» De haber sucedido un par de meses después podrían haberle sacado más
partido. Media hora después, la tercera nave, la pequeña Hrundi de cuatro
literas, salió únicamente en las noticias regionales.
Ford y Arthur
salieron gritando de la estratosfera y aparcaron pulcramente en Portland Place.
Era poco después de las seis y media de la tarde y había sitio libre. Se
mezclaron brevemente con la multitud que se había congregado a mirar y luego
dijeron bien alto que si nadie iba a llamar a la policía ellos lo harían, y
salieron a escape.
—Mi casa... —dijo
Arthur con un tono ronco insinuándose en su voz mientras miraba a su alrededor
con ojos nublados.
—Bueno, no te
pongas sentimental ahora —le soltó Ford—. Tenemos que encontrar a tu hija y a
esa especie de pájaro.
—¿Cómo? —repuso
Arthur—. En este planeta hay cinco billones y medio de personas, y...
—Sí —convino
Ford—. Pero sólo una de ellas acaba de llegar del espacio exterior en una nave
grande y plateada y en compañía de un pájaro mecánico. Propongo que busquemos
una televisión y algo para beber mientras la vemos. Necesitamos un hotel en
condiciones.
Se registraron en
el Langham, en una amplia suite de dos habitaciones. Misteriosamente, la
tarjeta Nutr-O-Cuenta de Ford, expedida en un planeta a más de cinco mil años
luz de distancia, no pareció presentar problemas al ordenador del hotel.
Ford se lanzó
inmediatamente hacia el teléfono mientras Arthur trataba de localizar la
televisión.
—Bien —dijo
Ford—. Quisiera encargar margaritas, por favor. Un par de jarras. Dos ensaladas
del chef y todo el foie gras que tengan. Y también el Zoológico de Londres.
—¡Está en el
telediario! —gritó Arthur desde la otra habitación.
—Eso es lo que he
dicho —dijo Ford al teléfono—. El zoo de Londres. Cárguelo a la cuenta.
—Ella es...
¡Santo cielo! —gritó Arthur de nuevo—. ¿Sabes quién le está haciendo una
entrevista?
—¿Es que le
resulta difícil entender la lengua inglesa? —continuó Ford—. Es el zoo que está
un poco más allá, en esta misma calle. No me importa que esté cerrado esta
tarde. No quiero una entrada, quiero comprar el zoo. No me importa que usted
esté ocupado. Éste es el servicio de habitaciones, yo estoy en una habitación y
quiero que me presten un servicio. ¿Tiene papel? Perfecto. Voy a decirle lo que
tiene que hacer. Todos los animales que puedan reintegrarse tranquilamente a la
naturaleza, que se devuelvan a su ambiente. Organice unos buenos equipos de
gente para vigilar los progresos que hagan en el medio natural y ver si están
bien.
—¡Es Trillian!
—gritó Arthur—. ¿O es..., humm...? ¡Por Dios Santo, no soporto todo este rollo
de universos paralelos! Es jodidamente complicado. Parece una Trillian
diferente. Se llama Tricia McMillan, que es el nombre que Trillian utilizaba
antes de... Bueno... ¿por qué no vienes a ver si te enteras tú?
—Un momento
—gritó Ford, volviendo a sus tratos con el servicio de habitaciones—. Entonces
necesitaremos algunas reservas naturales para los animales que no puedan
adaptarse a la selva. Organice un equipo para investigar los sitios más
adecuados. Quizá haga falta comprar un sitio como Zaire y quizá algunas islas.
Madagascar. Baffin. Sumatra. Esa clase de sitios. Necesitaremos una amplia
variedad de hábitats. Oiga, no veo por qué le parece un problema. Aprenda a
delegar competencias. Contrate a quien quiera. Ponga manos a la obra. Ya verá
que tengo buen crédito. Y la ensalada aliñada con queso azul. Gracias.
Colgó y se
dirigió a la otra habitación, donde estaba Arthur, sentado en el borde de la
cama viendo la televisión.
—He pedido foie
gras —anunció Ford.
—Qué? —dijo
Arthur, completamente absorto en la televisión.
—He dicho que he
pedido foie gras.
—Ah —repuso
Arthur en tono vago—. Humm, siempre me he sentido un poco a disgusto con el
foie gras. Me parece una crueldad con las ocas, ¿no?
—Que se jodan
—dijo Ford, tirándose sobre la cama—. No puede uno preocuparse por todas las
puñeteras cosas.
—Pues me parece
muy bien que digas eso, pero...
—¡Déjalo!
—exclamó Ford—. Si no te gusta me tomaré el tuyo. ¿Qué pasa?
—¡El caos!
—contestó Arthur—. ¡El caos total! Random no deja de gritar a Trillian, o
Tricia, O quien sea, que la abandonó, y luego exige ir a un buen club nocturno.
Tricia se ha puesto a llorar y asegura que en la vida ha visto a Random, y
menos aún recuerda haberla dado a luz. Entonces, de pronto, ha empezado a
lamentarse de alguien llamado Ruperto, que ha perdido la cabeza o algo así.
Para ser franco, no he entendido muy bien esa parte. Entonces Random ha
empezado a tirar cosas y han cortado para poner publicidad mientras trataban de
arreglar las cosas. ¡Ah! Ya han vuelto a conectar con el estudio. Calla y mira.
En la pantalla
apareció un presentador bastante convulso que pidió disculpas a los
telespectadores por la interrupción anterior. Dijo que no había verdaderas
noticias de qué informar, sólo que la misteriosa muchacha, que se llamaba a si
misma Random Frequent Flyer Dent, se había marchado del estudio para, humm,
descansar. Esperaba que Tricia McMillan estuviese de vuelta al día siguiente.
Entretanto, llegaban noticias de nuevos movimientos de ovnis...
Ford saltó de la
cama, cogió el teléfono más cercano y marcó un número.
—¿Conserje?
¿Quiere ser dueño de este hotel? Es suyo si dentro de cinco minutos me averigua
de qué clubs es miembro Tricia McMillan. Cárguelo todo a esta habitación.
24
Lejos, en las
negras profundidades del espacio invisible había movimiento.
Invisible para
cualquiera de los habitantes de la extraña y temperamental zona Plural en cuyo
foco residen las posibilidades infinitamente múltiples del planeta llamado
Tierra, pero no sin consecuencias para ellos.
En el extremo
mismo del sistema solar, acurrucado en un sofá verde de imitación de cuero, con
aire malhumorado y la vista fija en una batería de televisores y pantallas de
ordenador, estaba el jefe de los grebulones, que parecía muy preocupado. Movía
las manos nerviosamente. Hojeaba su libro de astrología. Manipulaba la consola
del ordenador. Cambiaba las imágenes que continuamente le enviaban los demás
aparatos grebulones de grabación, todos ellos enfocados al planeta Tierra.
Estaba afligido.
Su misión era vigilar. Pero vigilar en secreto. Para ser sincero, estaba un
poco harto de su misión. Tenía la completa seguridad de que su misión debía
consistir en algo más que sentarse a ver televisión durante años y años. Sin
duda contaban con un montón de equipos diferentes que debían de tener algún
objetivo, de no haber perdido accidentalmente toda idea de para qué servían. El
jefe necesitaba tener una finalidad en la vida, y por eso se dedicaba a la
astrología, para colmar el bostezante abismo que existía en su mente y su alma.
Eso le diría algo, sin duda.
Bueno, ya le
estaba diciendo algo.
Le decía, en la
medida en que era capaz de descifrarlo, que iba a tener un mes muy malo, que
las cosas irían de mal en peor si no afrontaba los problemas, tomando medidas
positivas y resolviéndolos por sí mismo.
Era cierto. Se
desprendía con toda claridad de su carta astral, que había levantado con ayuda
de su libro de astrología y del programa informática que la simpática Tricia
McMillan le había preparado para la triangulación de todos los datos
astronómicos pertinentes. La astrología basada en la Tierra tenía que volver a
calcularse enteramente para que pudiese aplicarse a los grebulones en aquel
planeta, el décimo de los situados en los helados extremos del sistema solar.
Los nuevos
cálculos mostraban con absoluta claridad y sin ambigüedades que efectivamente
iba a tener un mes muy malo, y eso a partir de aquel mismo día. Porque aquel
día la Tierra empezaba a pasar sobre Capricornio, y eso, para el jefe de los
grebulones, que poseía todos los signos caracterológicos de ser un Tauro
clásico, era verdaderamente muy mal augurio.
Aquél era el
momento, decía su horóscopo, de tomar medidas positivas, de adoptar decisiones
implacables, de ver lo que había que hacer y ponerlo en práctica. Todo aquello
le resultaba muy difícil, pero era consciente de que nadie había dicho jamás
que lo difícil fuese fácil. El ordenador ya estaba siguiendo y adelantando,
segundo a segundo, la posición del planeta Tierra. Ordenó dar un giro a las
grandes torretas grises.
Como todo el
equipo de vigilancia de los grebulones estaba centrado en el planeta Tierra, no
descubrió que ahora había otra fuente de datos en el sistema solar.
Por otra parte,
las posibilidades de que descubriese esa otra fuente de datos —una inmensa nave
constructora de color amarillo— eran prácticamente nulas. Estaba tan alejada
del sol como Ruperto, pero en una dirección diametralmente opuesta, casi oculta
por el astro rey.
Casi.
La inmensa nave
constructora de color amarillo pretendía vigilar los acontecimientos del
planeta Tierra sin ser descubierta. Lo había conseguido completamente.
Había muchas
otras formas en las cuales esa nave era diametralmente opuesta a los
grebulones.
Su jefe, su
Capitán, tenía una idea muy clara de cuál era su propósito. Era muy sencillo y
corriente, y hacía un considerable período de tiempo que lo estaba persiguiendo
a su sencillo y corriente modo.
Todo aquel que
conociese su propósito, lo habría calificado de absurdo y desagradable,
añadiendo que no era de los propósitos que enriquecen la vida, ponen contenta a
la gente o hacen cantar a los pájaros y florecer a las plantas. Más bien lo
contrario, en realidad justo al revés.
Pero a él no le
correspondía preocuparse por eso. Su trabajo consistía en hacer su trabajo, que
era hacer su trabajo. Si eso conducía a cierta estrechez de miras y a un
razonamiento tortuoso, no era su trabajo preocuparse por esas cuestiones.
Cuando se le presentaban, tales asuntos se encomendaban a otros que, a su vez,
disponían de otras personas a las que asignar ese género de cosas.
A muchos, muchos
años luz de allí, y en realidad de cualquier sitio, se halla un planeta sombrío
y hace mucho abandonado, la Vogonesfera. En alguna parte de ese planeta, en un
fétido cenagal envuelto en bruma, se yergue un pequeño monumento de piedra
rodeado por los sucios caparazones, rotos y vacíos, de los últimos y
escurridizos cangrejos enjoyados, que indica el lugar donde, según se cree,
apareció en un principio la especie vogón vogonblurtus. En el monumento hay una
flecha grabada en dirección a la niebla, y debajo, en letras sencillas y
corrientes, se lee la inscripción: «El macho cabrío se detiene aquí.»
En las entrañas
de su invisible nave amarilla, el capitán vogón gruñó al alargar la mano hacia
un papel arrugado y un tanto descolorido que tenía delante. Una orden de
demolición.
Si hubiera que
descifrar dónde empezaba exactamente el trabajo del Capitán, que consistía en
hacer su trabajo, que era hacer su trabajo, todo se reduciría en último término
a aquel trozo de papel que su inmediato superior le había confiado hacía mucho
tiempo. Contenía una orden, y el propósito del Capitán era llevarla a cabo y
rellenar el recuadro adyacente con un grueso trazo cuando la hubiera cumplido.
Ya había
realizado antes esa orden, pero una serie de molestas circunstancias le habían
impedido tachar la casilla.
Una de esas
circunstancias molestas era la naturaleza Plural de aquel sector galáctico,
donde lo posible interfería continuamente con lo probable. La simple demolición
no requería más esfuerzo que el de aplastar una burbuja de aire en un rollo mal
puesto de papel de empapelar. Todo lo que se demolía, volvía a surgir de nuevo.
Eso pronto se arreglaría.
Otra consistía en
un pequeño grupo de gente que constantemente se negaba a estar donde tenía que
estar justo en el momento debido. Eso también se arreglaría pronto.
La tercera la
representaba un irritante y anárquico aparatito llamado Guía del autoestopista
galáctico. Eso ya estaba perfectamente arreglado y, en realidad, mediante la
fenomenal energía de la ingeniería temporal inversa, ahora era la propia
agencia quien se ocuparía de arreglar todo lo demás. El Capitán había ido
simplemente a contemplar el acto final de aquel drama. En cuanto a él, ni
siquiera tenía que levantar un dedo.
—Muéstremelo
—ordenó.
La oscura forma
de un pájaro abrió las alas y se elevó en el aire cerca de él. El puente quedó
sumido en la oscuridad. Tenues destellos saltaron brevemente de los ojos del
pájaro mientras, en lo más hondo de su espacio direccional, iba cerrándose un
corchete tras otro, finalizaban cláusulas hipotéticas, se detenían circuitos
repetitivos, se llamaban por últimas veces las funciones recurrentes.
Una deslumbrante
imagen se iluminó en la oscuridad, una visión azul verdosa cubierta de agua, un
tubo que fluía por el aire en forma de una ristra de salchichas.
Con un flatulento
ruido de satisfacción, el Capitán vogón se retrepó en el asiento para
contemplar el espectáculo.
25
—¡Ahí es, número
cuarenta y dos! —gritó Ford Prefect al taxista—. ¡Ahí, justo!
El taxi se detuvo
con una sacudida y Ford y Arthur bajaron de un salto. Por el camino habían
parado frente a varios cajeros automáticos y Ford tiró un puñado de dinero por
la ventanilla.
La entrada del
club, elegante y severa, estaba oscura. El nombre sólo se veía en una placa
diminuta. Los socios sabían dónde estaba y, si no se era socio, el saber que
estaba allí no servía de mucho.
Ford Prefect no
era miembro del club Stavro's, aunque una vez había estado en el otro Stavro's
de Nueva York. Tenía un método muy sencillo para entrar en establecimientos de
los que no era socio. Simplemente entró a toda velocidad en cuanto se abrió la
puerta, señaló a Arthur, que iba detrás, y dijo:
—Está bien, viene
conmigo.
Bajó a saltos los
oscuros y lustrosos escalones, sintiéndose muy ligero con sus zapatos nuevos.
Eran de gamuza y eran azules, y estaba muy contento de que, a pesar de todo lo
que estaba ocurriendo, hubiera tenido la agudeza visual de localizarlos en el
escaparate de una zapatería desde un taxi lanzado a toda velocidad.
—Creí haberte
dicho que no vinieras por aquí.
—¿Cómo? —dijo
Ford.
Un hombre
delgado, de aspecto enfermizo, que llevaba ropa holgada italiana, subía las
escaleras y al cruzarse con ellos, encendiendo un cigarrillo, se detuvo
bruscamente.
—Usted no —dijo—.
Él.
Miró de frente a
Arthur y entonces pareció un poco confuso.
—Disculpe —dijo—.
Me parece que le he confundido con otra persona.
Siguió subiendo
la escalera, pero casi al momento se volvió de nuevo, aún más perplejo. Miró fijamente
a Arthur.
—Y ahora, qué?
—inquirió Ford.
—¿Cómo ha dicho?
—He dicho y ahora
qué —repitió Ford con irritación.
—Sí, eso es —dijo
el desconocido, tambaleándose ligeramente y dejando caer una caja de cerillas.
Esbozó una débil mueca y se llevó la mano a la frente—. Disculpe. Estoy
tratando desesperadamente de acordarme de qué droga acabo de tomar, pero debe
ser de ésas de las que uno no se acuerda.
Sacudió la
cabeza, dio otra vez la vuelta y subió en dirección al servicio de caballeros.
—Vamos —dijo Ford,
bajando deprisa la escalera.
Arthur lo siguió
nerviosamente. El encuentro le había inquietado bastante, y no sabía por qué.
No le gustaban
aquellos sitios. A pesar de los años en que había soñado con la Tierra y con su
hogar, ahora echaba mucho de menos la cabaña de Lamuella, con sus cuchillos y
sus bocadillos. Incluso echaba en falta al Anciano Thrashbarg.
—¡Arthur!
Gritaban su
nombre en estéreo. Era un efecto de lo más pasmoso.
Se volvió a mirar
a un lado. A su espalda, en lo alto de la escalera, vio a Trillian que bajaba
corriendo hacia él con su Rymplon. De pronto pareció sobresaltarse.
Arthur se volvió
del otro lado para ver por qué se había sobresaltado súbitamente.
Al pie de la
escalera estaba Trillian, que llevaba... No, ésta era Tricia. La Tricia que
acababa de ver en la televisión, histérica y confusa. Y detrás de ella estaba
Random, con la mirada más furiosa que nunca. Al fondo del elegante club
tenuemente iluminado, la clientela de la noche formaba un cuadro inmóvil,
mirando expectante la confrontación que se producía en la escalera.
Durante unos
momentos todo el mundo se quedó petrificado. Menos la música, que siguió
vibrando detrás de la barra.
—La pistola que
tiene —anunció Ford en voz baja, señalando a Random con la cabeza— es una
Wabanatta 3. Estaba en la nave que me robó. Es muy peligrosa, en serio. Que no
se te ocurra moverte ni por un momento. A ver si todo el mundo se queda
tranquilo y averiguamos por qué está tan enfadada.
—¿Dónde encajo
yo? —gritó Random de pronto. Le temblaba mucho la mano con que empuñaba el
arma. Se metió la, otra mano en el bolsillo y sacó los restos del reloj de
Arthur. Los agitó delante de todos.
—¡Creí que
encajaría aquí! —exclamó—. ¡En el mundo que me creó! ¡Pero resulta que ni
siquiera mi madre sabe quién soy!
Tiró
violentamente el reloj, que se estrelló contra los cristales de detrás de la
barra, desperdigando sus entrañas.
Todos
permanecieron quietos unos momentos más.
—Random —dijo
Trillian con voz suave desde la escalera.
—¡Tú te callas!
—gritó Random—. ¡Me abandonaste!
—Random, es muy
importante que me escuches y me entiendas —insistió pacientemente Trillian—. No
tenemos mucho tiempo. Tenemos que marcharnos. Todos.
—Pero ¿qué dices?
¡Siempre estamos marchándonos! Ahora empuñaba la pistola con ambas manos; las
dos le temblaban. No apuntaba a nadie en particular. Sólo apuntaba al mundo en
general.
—Escucha
—prosiguió Trillian—. Te dejé porque tenía que cubrir una guerra para la
emisora. Era sumamente peligroso. O eso pensaba, al menos. Cuando llegué, la
guerra había dejado súbitamente de declararse. Se produjo una anomalía en el
tiempo y... ¡escucha! ¡Por favor, escúchame! Resulta que una nave de
reconocimiento no apareció y el resto de la flota se dispersó en un absurdo
desorden. Son cosas que ahora pasan todo el tiempo.
—¡No me importa!
¡No quiero saber nada de tu puñetero trabajo! —gritó Random—. ¡Quiero un hogar!
¡Quiero encajar en alguna parte!
—Éste no es tu
hogar —dijo Trillian sin perder la calma—. Tú no tienes hogar. Ninguno lo
tenemos. Ya casi nadie lo tiene. La nave perdida de que hablaba antes. La gente
de esa nave carece de hogar. No saben de dónde son. Ni siquiera tienen recuerdo
alguno de quiénes son o para qué sirven. Están absolutamente perdidos, muy
confusos y asustados. Están aquí, en este sistema solar, a punto de cometer un
gran... desaguisado por el hecho de sentirse tan perdidos y confusos.
Tenemos... que... marcharnos... ahora mismo. No sé decirte adónde. Quizá no
haya parte alguna. Pero éste no es el sitio donde estar. Una vez más. ¿Podemos
marcharnos?
Random se
tambaleaba de pánico Y confusión.
—Todo está bien
—dijo Arthur con voz suave—. si yo estoy aquí, estamos a salva. No me pidas que
te lo explique ahora, pero como yo estoy a salvo, vosotros también. ¿Vale?
—¿Qué estás
diciendo? —inquirió Trillian.
—Tranquilicémonos
todos —repuso Arthur. Se sentía muy tranquilo. Su vida estaba encantada y nada
de aquello parecía real.
Despacio, poco a
poco, Random empezó a tranquilizarse. y, centímetro a centímetro, fue bajando
la pistola.
Ocurrieron dos
cosas a la vez.
Se abrió la
puerta del servicio de caballeros en lo alto de la escalera y, sorbiendo por la
nariz, salió el desconocido que se había encarado con Arthur.
Sobresaltada por
el repentino movimiento, Random volvió a levantar la pistola justo cuando un
hombre que estaba a su espalda se lanzaba por ella.
Arthur se
precipitó hacia adelante. Hubo un estallido ensordecedor. Se inclinó torpemente
mientras Trillian se arrojaba sobre él. El ruido cesó. Arthur alzó la cabeza
hacia lo alto de la escalera para ver al desconocido, que lo miraba con
absoluta estupefacción.
—Tú... —dijo.
Entonces, despacio, horrorosamente, se derrumbó.
Random arrojó la
pistola al suelo y cayó de rodillas, sollozando.
—iLo siento!
—exclamó—. ¡Lo siento mucho! Lo siento tanto, tanto...
Tricia se acercó
a ella. Trillian se aproximó a ella.
Arthur se sentó
en la escalera con la cabeza entre las manos, sin la menor idea de qué hacer.
Ford estaba sentado en el escalón de abajo. Recogió algo del suelo, lo miró con
interés y se lo pasó a Arthur.
—¿Te dice algo
esto? —le preguntó.
Arthur lo cogió.
Era la caja de cerillas que antes había dejado caer el muerto. Llevaba escrito
el nombre del club. Así, más o menos:
STAVRO MUELLER
Se quedó
mirándolo durante un rato mientras las cosas empezaban a ordenarse en su mente.
Se preguntó qué debería hacer, pero sólo vagamente. La gente empezaba a
precipitarse y a gritar a su alrededor, y de pronto se dio cuenta con toda
claridad de que no había nada que hacer, ni ahora ni nunca. A través de la
nueva extrañeza del ruido y la luz, sólo distinguió la forma de Ford Prefect
que, echado hacia atrás, se reía a carcajadas.
Una inmensa
sensación de paz se apoderó de él. Sabía que al fin, de una vez por todas, todo
había acabado definitivamente.
Prostetnic Vogon
Jeltz se encontraba solo en la oscuridad del puente de la nave vogona. Unas
luces oscilaron brevemente por las pantallas de visión exterior alineadas
contra un mamparo. Sobre su cabeza danzaban la discontinuidades de la forma de
salchichas de color verde azulado. Las opciones se descomponían, las
posibilidades se plegaban entre sí, y el conjunto se disolvía finalmente,
dejando de existir.
Descendió una
profunda oscuridad. Durante unos momentos, el capitán vogón quedó envuelto en
ella.
—Luz —ordenó.
No hubo
respuesta. El pájaro también se había contraído, fuera de toda posibilidad.
El vogón dio la
luz personalmente. Volvió a coger el papel y trazó un pequeño signo en la
casilla.
Bueno, ya estaba
hecho. Su nave entró calladamente en el negro vacío.
Pese a haber
tomado lo que consideraba una medida sumamente positiva, el jefe grebulón acabó
teniendo un mes muy malo. Fue muy parecido a los meses anteriores, salvo que ya
no había nada en la televisión. En su lugar, puso un poco de música.
FIN