EL
RESTAURANTE DEL FIN DEL MUNDO
Douglas Adams
Título
original: The restaurant at the end of the universe
©
1980 by Douglas Adams
©
1984 Editorial Anagrama
S.A.P. de la Creu 58 -
Barcelona
ISBN: 84-339-1261-5
Edición digital: Sadrac
Revisión: Sadrac y Cuervo
López
A Jane y James,
muchas gracias
a Geoffrey
Perkins, por lograr lo improbable
a Paddy
Kingsland, Lisa Braun y Alick Hale Munro, por ayudarle
a John Lloyd,
por su ayuda en el guión original de Milliways
a Simon Brett,
por iniciar todo el asunto.
Y muy
especialmente, gracias a Jacqui Graham
por su
paciencia infinita, afecto y comida en la adversidad
Hay una teoría
que afirma que si alguien descubriera lo que es exactamente el Universo y el
por qué de su existencia, desaparecería al instante y sería sustituido por algo
aún más extraño e inexplicable.
Hay otra teoría
que afirma que eso ya ha ocurrido.
1
Resumen de lo
publicado:
Al principio se
creó el Universo.
Eso hizo que se
enfadara mucha gente, y la mayoría lo consideró un error.
Muchas razas
mantienen la creencia de que lo creó alguna especie de dios, aunque los
jatravártidos de Viltvodle VI creen que todo el Universo surgió de un estornudo
de la nariz de un ser llamado Gran Arklopoplético Verde.
Los
jatravártidos, que viven en continuo miedo del momento que llaman «La llegada
del gran pañuelo blanco», son pequeñas criaturas de color azul y, como poseen
más de cincuenta brazos cada una, constituyen la única raza de la historia que
ha intentado el pulverizador desodorante antes que la rueda.
Sin embargo, y
prescindiendo de Viltvodle VI, la teoría del Gran Arklopoplético Verde no es
generalmente aceptada, y como el Universo es un lugar tan incomprensible,
constantemente se están buscando otras explicaciones.
Por ejemplo,
una raza de seres hiperinteligentes y pandimensionales construyeron en una
ocasión un gigantesco superordenador llamado Pensamiento Profundo para calcular
de una vez por todos la Respuesta a la Pregunta Ultima de la Vida, del Universo
y de Todo lo demás.
Durante siete
millones y medio de años, Pensamiento Profundo ordenó y calculó, y al fin
anunció que la respuesta definitiva era Cuarenta y dos; de manera que hubo de
construirse otro ordenador, mucho mayor, para averiguar cuál era la pregunta
verdadera.
Y tal
ordenador, al que se le dio el nombre de Tierra, era tan enorme, que con
frecuencia se le tomaba por un planeta, sobre todo por parte de los extraños
seres simiescos que vagaban por su superficie, enteramente ignorantes de que no
eran más que una parte del gigantesco programa del ordenador.
Cosa muy rara,
porque sin esa información tan sencilla y evidente, ninguno de los
acontecimientos producidos sobre la Tierra podría tener el más mínimo sentido.
Lamentablemente,
sin embargo, poco antes de la lectura de datos, la Tierra fue inesperadamente
demolida por los vogones con el fin, según afirmaron, de dar paso a una vía de
circunvalación; y de ese modo se perdió para siempre toda esperanza de
descubrir el sentido de la vida.
O eso parecía.
Sobrevivieron
dos de aquellas criaturas extrañas, semejantes a los monos.
Arthur Dent se
escapó en el último momento porque de pronto resultó que un viejo amigo suyo,
Ford Prefect, procedía de un planeta pequeño situado en las cercanías de
Betelgeuse y no de Guilford, tal como había manifestado hasta entonces; y
además, conocía la manera de que le subieran en platillos volantes.
Tricia
McMillan, o Trillian, se había fugado del planeta seis meses antes con Zaphod
Beeblebrox, por entonces Presidente de la Galaxia.
Dos
supervivientes.
Son todo lo que
queda del mayor experimento jamás concebido: averiguar la Pregunta Ultima y la
Respuesta Ultima de la Vida, del Universo y de Todo lo demás.
Y a menos de
setecientos cincuenta mil kilómetros del punto donde su nave espacial deriva
perezosamente por la impenetrable negrura del espacio, una nave vogona avanza
despacio hacia ellos.
2
Como todas las
naves vogonas, aquélla no parecía responder a un diseño, sino a una súbita
coagulación. Los deformes edificios y protuberancias amarillas que sobresalían
en ángulos desagradables, habrían desfigurado el aspecto de la mayoría de las
naves, pero en este caso era lamentablemente imposible. Se han divisado cosas
más feas en el firmamento, pero no por testigos de confianza.
En realidad,
para ver algo mucho más feo que una nave vogona, habría que entrar en una y
mirar a un vogón. No obstante, eso es precisamente lo que evitaría cualquier
ser prudente, porque el vogón común no lo pensará dos veces para hacerle a uno
algo tan increíblemente horrible, que se desearía no haber nacido; o, si se es
un pensador más clarividente, que el vogón no hubiera nacido.
De hecho, el
vogón común ni siquiera lo pensaría una sola vez, probablemente. Son criaturas
estúpidas, obstinadas, de mentalidad deformada, y desde luego no tienen
disposición para pensar. Un examen anatómico de los vogones revela que en un
principio su cerebro era un hígado disóptico, muy amorfo y mal situado. Por
tanto, lo mejor que puede decirse en su beneficio es que saben lo que les
gusta; eso generalmente entraña el hacer daño a la gente y, siempre que sea
posible, enfadarse mucho.
Algo que no les
gusta es dejar un trabajo sin acabar, en especial a este vogón, y en particular
—por varias razones— este trabajo.
Tal vogón era el
capitán Prostetnic Vogon jeltz, del Consejo Galáctico de Planificación
Hiperespacial y responsable de los trabajos de demolición del supuesto
«planeta» Tierra.
Torció el
cuerpo, monumental y abominable, en su asiento estrecho e inadecuado, y miró
fijamente a la pantalla del monitor, que no dejaba de proyectar la imagen de la
astronave Corazón de Oro.
Poco le
importaba que el Corazón de Oro, propulsado por su Energía de la Improbabilidad
Infinita, fuese la nave más bella y revolucionaria que jamás se hubiera
construido. La estética y la tecnología eran libros cerrados para él y, de
estar en sus manos, también serían libros quemados y enterrados.
Aún le
importaba menos el que Zaphod Beeblebrox estuviera a bordo. Zaphod Beeblebrox
ya era ex Presidente de la Galaxia, y aunque en aquellos momentos todo el
cuerpo de la Policía galáctica le estuviera persiguiendo a él y a la nave que
había robado, el vogón no tenía el menor interés en ello.
Tenía cosas más
importantes que hacer.
Se ha dicho que
los vogones no están por encima de los pequeños sobornos y de la corrupción, de
la misma manera en que el mar no está por encima de las nubes, y esto resultaba
particularmente cierto en el caso de Prostetnic, que cuando oía las palabras
«integridad» o «rectitud moral» cogía el diccionario, y cuando oía el tintineo
del dinero en grandes cantidades cogía el código legal y lo tiraba a la basura.
Al emprender de
manera tan implacable la destrucción de la Tierra y de todo lo relacionado con
ella, sobrepasó un poco las atribuciones de su deber profesional. Incluso
existían ciertas dudas sobre si se construiría realmente la susodicha vía de
circunvalación, pero ese asunto ya ha sido comentado.
Prostetnic
soltó un repelente gruñido de satisfacción.
—Ordenador
—graznó—, ponme con mi especialista cerebral.
Al cabo de unos
segundos, el rostro de Gag Mediotroncho apareció en la pantalla con la sonrisa
de aquel que se sabe a diez años luz de la cara del vogón a quien está mirando.
En algún punto de la sonrisa había también un destello de ironía. Aunque
Prostetnic se refería a él de manera invariable como «mi especialista cerebral
particular», no había mucho cerebro que tratar, y en realidad era Mediotroncho
quien contrataba al vogón. Le pagaba una enorme cantidad de dinero por realizar
un trabajo verdaderamente sucio: Al ser uno de los psiquiatras más destacados y
famosos de la Galaxia, Mediotroncho y un grupo de colegas se encontraban bien
dispuestos a gastar muchísimo dinero en un momento en que todo el futuro de la
psiquiatría podría verse amenazado.
—Bien —dijo—;
hola, Prostetnic, mi capitán de los vogones, ¿qué tal nos encontramos hoy?
El capitán
vogón le dijo que durante las últimas horas había flagelado a casi la mitad de
su tripulación en un ejercicio disciplinario.
La sonrisa de
Mediotroncho no tembló ni un instante.
—Bueno
—repuso—, me parece que es un comportamiento absolutamente normal para un
vogón, ¿sabes? Una canalización natural y saludable de los instintos agresivos
en actos de violencia sin sentido.
—Eso es lo que
dices siempre —rugió el vogón.
—Pues me sigue
pareciendo que, para un psiquiatra, es un comportamiento enteramente normal
—contestó Mediotroncho—. Bien. Es evidente que nuestras actitudes mentales
están hoy perfectamente sincronizadas. Y dime, ¿qué noticias tienes de la
misión?
—Hemos
localizado la nave.
—¡Maravilloso
—exclamó Mediotroncho—, estupendo! ¿Y los ocupantes?
—Está el
terráqueo.
—¡Excelente!
¿Y...?
—Una hembra del
mismo planeta. Son los únicos.
—Bien, bien
—comentó Mediotroncho, rebosante de alegría—. ¿Quién más?
—Ese tal
Prefect.
—¿Sí?
—Y Zaphod
Beeblebrox.
La sonrisa de
Mediotroncho temblequeo por un instante.
—Ah, sí —dijo—.
Ya me lo esperaba. Es muy lamentable.
—¿Es un amigo
personal? —inquirió el vogón, que una vez había oído esa expresión en alguna parte
y decidió emplearla.
—Ah, no
—replicó Mediotroncho—; ya sabes que en nuestra profesión no tenemos amigos
personales.
—¡Ah! —Gruño el
vogón—. Distanciamiento profesional.
—No —dijo
alegremente Mediotroncho—, es sólo que no tenemos gancho para eso.
Hizo una pausa.
Sus labios continuaron sonriendo, pero sus ojos fruncieron levemente el ceño.
—Pero ya sabes
que Beeblebrox es uno de mis clientes más provechosos. Tiene unos problemas de
personalidad que superan los sueños de cualquier analista.
Jugueteó un poco
con esa idea antes de desechara de mala gana.
—Pero ¿estás
preparado para tu tarea? —preguntó.
—Sí.
—Bien. Destruye
esa nave inmediatamente.
—¿Qué hay de
Beeblebrox?
—Pues Zaphod no
es más que lo que te he dicho, ¿sabes? —dijo Mediotroncho en tono vivaz.
Desapareció de
la pantalla.
El capitán
vogón pulsó un interruptor que le comunicaba con los restos de su tripulación.
—Al ataque
—dijo.
En aquel
preciso momento, Zaphod Beeblebrox se encontraba en su cabina maldiciendo a voz
en grito. Dos horas antes había anunciado que tomarían un bocado en el
Restaurante del Fin del Mundo, a raíz de lo cual había tenido una tumultuosa
discusión con el ordenador de la nave y salido como una tromba hacia su cámara
gritando que averiguaría los factores de Improbabilidad con lápiz y papel.
La Energía de
la Improbabilidad convertía al Corazón de Oro en la nave más potente e
imprevisible de todas las existentes. Nada había que no pudiese hacer; con tal
de que se conociese exactamente el grado de improbabilidad de lo que se
pretendía realizar, tal cosa llegaría a producirse.
Zaphod la había
robado cuando, en su calidad de Presidente, le fue encomendada su botadura. No
sabía exactamente por qué la había robado; sólo que le gustaba.
Ignoraba por
qué se había convertido en Presidente de la Galaxia; sólo que le parecía
divertido.
Era consciente
de que existían razones de más peso, pero se hallaban ocultas en una sección
oscura y cerrada de sus dos cerebros. Beeblebrox deseaba que la sección oscura
y cerrada de sus dos cerebros desapareciera, porque a veces emergía de manera
momentánea y sacaba a la luz ideas extrañas, curiosos segmentos de su
inteligencia que trataban de desviarle de lo que él entendía como la ocupación
fundamental de su vida, que consistía en pasárselo maravillosamente bien.
En aquel
momento no se lo pasaba maravillosamente bien. Se le habían acabado los lápices
y la paciencia y tenía mucha hambre.
—¡Malditas
estrellas! —gritó.
En aquel
preciso momento, Ford Prefect se encontraba en el aire. No se trataba de alguna
irregularidad en el campo gravitatorio artificial de la nave, sino que bajó de
un salto la escalera que conducía a las cabinas particulares de la nave. Había
mucha altura para saltarla de un brinco, y aterrizó mal, tropezó, recobró el
equilibrio, recorrió el pasillo a toda velocidad, mandando por los aires a un
par de diminutos robots de servicio, patinó al doblar la esquina, irrumpió en
la cabina de Zaphod y le explicó lo que pensaba.
—Vogones —dijo.
Poco antes,
Arthur Dent había salido de su cabina en busca de una taza de té. No se trataba
de una búsqueda que emprendiera con mucho optimismo, porque sabía que la única
fuente de bebidas calientes de toda la nave era una oscura máquina producida
por la Compañía Cibernética Sirius. Ostentaba el nombre de Sintetizador
Nutrimático de Bebidas, y Arthur ya la conocía de antes.
Afirmaba
producir la más amplia gama posible de bebidas, personalmente ajustadas a los
gustos y metabolismo de quien se tomara la molestia de utilizarla. Sin embargo,
cuando se la ponía a prueba, siempre facilitaba un vaso de plástico lleno de un
líquido que era casi, pero no del todo, enteramente diferente del té.
Trató de
razonar con aquella cosa.
—Té —dijo.
—Comparte y
Disfruta —replicó la máquina, sirviéndole otro vaso del horrible líquido.
Arthur lo tiró.
—Comparte y
Disfruta —repitió la máquina, volviéndole a suministrar otro vaso de lo mismo.
«Comparte y
Disfruta» es el lema del departamento de quejas de la Compañía Cibernética
Sirius, que en la actualidad ocupa los territorios más importantes de tres
planetas de tamaño mediano; es el departamento de la compañía que más éxito
tiene y el único que arroja un beneficio apreciable en los últimos años.
El lema se ve,
o más bien se veía, en letras luminosas de cuatro kilómetros y medio de altura
cerca del puerto espacial del Departamento de Quejas, en Eadrax.
Lamentablemente, su peso era tal, que, poco después de que se erigieran, el
suelo cedió bajo las letras y casi la mitad de su extensión cayó sobre los
despachos de muchos directivos de quejas, jóvenes de talento que fallecieron en
el acto.
La mitad
superior de las letras que quedaron, parece que dicen en el idioma local: «Date
la cabeza contra la pared», y ya no están iluminadas, salvo en ocasiones de
conmemoración especial.
Por sexta vez,
Arthur tiró un vaso de aquel líquido.
—Escucha,
máquina —dijo—; afirmas que puedes sintetizar cualquier bebida que exista, ¿por
qué sigues dándome, entonces el mismo brebaje imbebible?
—Datos de
nutrición y sentido del gusto —farfulló la máquina—. Comparte y Disfruta.
—¡Sabe muy mal!
—Si has
disfrutado de la experiencia de tomar esta bebida —prosiguió la máquina—, ¿por
qué no la compartes con tus amigos?
—Porque quiero
conservarlos —replicó Arthur con aspereza—. ¿Quieres tratar de comprender lo
que te estoy diciendo?
—Esa bebida...
—Esa bebida
—dijo dulcemente la máquina— se ha hecho a medida de tus exigencias personales
en cuanto a gustos y nutrición.
—Ya —dijo
Arthur—. ¿Es que soy un masoquista a dieta?
—Comparte y
Disfruta.
—¡Cállate ya!
—¿Es eso todo?
Arthur decidió
rendirse.
—Sí —afirmó.
Luego pensó que
no abandonaría por nada del mundo.
—No —dijo—.
Mira, es muy, muy sencillo... lo único que quiero... es una taza de té. Y me
vas a preparar una. Estate callada y escucha.
Se sentó. Le
fue hablando a la Nutrimática de la India y de China; le habló de Ceilán. Le
habló de unas hojas anchas secadas al sol. Le habló de teteras de plata. Le
habló de tardes de verano, tumbado sobre la hierba. Le habló de poner la leche
antes de echar el té para que no se escaldara. Y le contó (brevemente) la
historia de la Compañía de las Indias Orientales.
—Así que es
eso, ¿no? —dijo la Nutrimática cuando Arthur acabó.
—Sí —contestó
éste—, eso es lo que quiero.
—¿Quieres el
sabor de hojas secas hervidas en agua?
—Humm..., sí. Con
leche.
—¿Sacada a
chorros de una vaca?
—Bueno, supongo
que puede decirse así...
—Voy a
necesitar que me ayuden un poco —dijo sucintamente la máquina. El alegre
parloteo había desaparecido de su voz, que ahora adoptaba un tono profesional.
—Pues si yo puedo
servirte en algo... —se ofreció Arthur.
—Tú ya has
hecho más que suficiente —le informó la Nutrimática.
Llamó al
ordenador de la nave.
—¡Qué hay!
—saludó el ordenador de la nave.
La Nutrimática
le explicó lo del té. El ordenador dio un respingo, conectó unos circuitos
lógicos con la Nutrimática y ambos cayeron en un silencio siniestro.
Durante un
rato, Arthur estuvo atento y esperó, pero no ocurrió nada más.
Dio un puñetazo
a la máquina, pero siguió sin pasar nada.
Por fin
abandonó y subió al puente dando un paseo.
El Corazón de
Oro pendía inmóvil en la vacía desolación del espacio.
La Galaxia
enviaba el brillo de un billón de alfilerazos en torno a la nave. Hacia ella
avanzaba despacio el desagradable bulto amarillo de la nave vogona.
3
—¿Tiene alguien
una tetera? —preguntó Arthur, que nada más entrar en el puente empezó a
preguntarse por qué gritaba Trillian al ordenador para que le contestase, por
qué Ford le daba puñetazos y Zaphod patadas, y también por qué había un
repugnante bulto amarillo en la pantalla.
Dejó el vaso
vacío que llevaba y se acercó a ellos.
—¿Eh?
—preguntó.
En aquel
momento, Zaphod se arrojó sobre las pulidas superficies de mármol que contenían
los instrumentos de mando de la energía fotónica convencional. Se
materializaron bajo sus manos y empezó a manipularlos. Empujó, tiró, presionó y
se puso a maldecir. La energía fotónica dejó escapar un lánguido chirrido y
volvió a desconectarse.
—¿Pasa algo?
—preguntó Arthur.
—Vaya, ¿habéis
oído eso? —musitó Zaphod dando un salto hacia los controles manuales de la
Energía de la Improbabilidad Infinita—. ¡El mono ha hablado!
La Energía de
la Improbabilidad emitió dos quejidos débiles y también se desconectó.
—Eso es pura
historia, hombre —dijo Zaphod, dando una patada a la Energía de la Improbabilidad—.
¡Un mono que habla!
—Si estás
preocupado por algo... —dijo Arthur.
—¡Vogones!
—saltó Ford—. ¡Nos están atacando!
—¿Y qué estás
haciendo? ¡Vámonos de aquí! —dijo Arthur tras balbucear un poco.
—No podemos. El
ordenador está atascado.
—¿Atascado?
—Dice que tiene
todos los circuitos ocupados. No hay energía en ningún sitio de la nave.
Ford se apartó
de la terminal del ordenador, se secó la frente con la manga y apoyó la espalda
contra la pared.
—No podemos
hacer nada —dijo. Miró ferozmente a ningún sitio en particular y se mordió el
labio.
De pequeño,
cuando iba al colegio, mucho antes de la demolición de la Tierra, Arthur jugaba
al fútbol. No era muy bueno, y su especialidad consistía en marcar goles en su
propia meta en los partidos importantes. Siempre que ocurría eso, solía
experimentar un extraño cosquilleo en el cogote que le subía por las mejillas y
le calentaba la frente. En aquel momento, la imagen del barro, de la hierba y
de montones de chicos burlones que se reían de él emergió vívidamente a su
conciencia.
Un extraño
cosquilleo en el cogote le subía por las mejillas y le calentaba la frente.
Empezó a hablar
y se detuvo.
Empezó a hablar
de nuevo y volvió a detenerse.
Al fin logró
articular una palabra.
—Humm —dijo. Se
aclaró la garganta—. Decidme —prosiguió con voz tan nerviosa que los demás se
volvieron a mirarlo. Dirigió la vista a la pantalla: se acercaba un bulto
amarillo—. Decidme —repitió—, ¿ha dicho el ordenador en qué está ocupado? Lo
pregunto sólo por curiosidad...
Los ojos de los
demás estaban clavados en él.
—Y, humm...,
pues eso es todo, sólo lo preguntaba.
Zaphod alargó
una mano y agarró a Arthur por el cogote.
—¿Qué le has
hecho, hombre mono? —jadeó.
—Pues nada, de
verdad —dijo Arthur—. Sólo que me parece que hace poco trataba de averiguar
cómo...
—¿Sí?
—Hacerme un
poco de té.
—Eso es, chicos
—saltó el ordenador con voz cantarina—. En estos momentos estoy trabajando en
ese problema, ¡y vaya si es difícil! Estaré con vosotros dentro de un rato.
Volvió a
sumirse en un silencio tan intenso que sólo tenía parangón con el de las tres
personas que miraban fijamente a Arthur Dent.
Como para
aliviar la tensión, los vogones escogieron aquel momento para iniciar el fuego.
La nave se
estremeció; se produjo un ruido atronador. El escudo protector de la parte
exterior, de veintitrés milímetros de espesor, burbujeó, se agrietó y escupió
ante la andanada de doce cañones Fotrazón Matafijo Megadaño-30, y pareció que
no iba a durar mucho. Ford Prefect le dio cuatro minutos.
—Tres minutos y
cincuenta segundos —dijo poco después—. Cuarenta y cinco segundos —anunció en
el momento adecuado. Dio unos golpecitos ociosos a algunos interruptores
inútiles y dirigió a Arthur una mirada de pocos amigos—. Vamos a morir por una
taza de té, ¿eh? —le dijo—. Tres minutos y cuarenta segundos.
—¡Deja ya de
contar! —rezongó Zaphod.
—Sí —repuso
Ford Prefect—, dentro de tres minutos y treinta y cinco segundos.
A bordo de la
nave vogona, Prostetnic Vogon jeltz estaba perplejo. Esperaba una persecución,
una emocionante lucha cuerpo a cuerpo con rayos tractores, ansiaba utilizar el
Asertitrón de Normalidad Subcíclica, especialmente instalado para contrarrestar
la Energía de la Improbabilidad Infinita del Corazón de Oro; pero el Asertitrón
de Normalidad Subcíclica permanecía ocioso, porque el Corazón de Oro continuaba
inmóvil encajando los disparos.
Una docena de
cañones Fotrazón Matafijo Megadaño-30 siguieron disparando al Corazón de Oro,
que continuaba inmóvil encajando el fuego.
Prostetnic
comprobó todos los sensores que tenía al alcance para ver si se trataba de
algún truco sutil, pero no encontró ninguno.
Desde luego, no
sabía nada de lo del té.
Y también
ignoraba cómo los ocupantes del Corazón de Oro estaban pasando los últimos tres
minutos y treinta segundos que les quedaban de vida.
Y cómo se le
ocurrió exactamente a Zaphod Beeblebrox la idea de celebrar una sesión
espiritista en aquel momento, es algo que nunca estuvo claro para él.
Era evidente
que el tema de la muerte estaba en el aire, pero más como algo a evitar que
para insistir en ello.
Posiblemente,
el horror que Zaphod experimentaba ante la perspectiva de reunirse con sus
parientes fallecidos le dio la idea de que ellos podrían albergar el mismo
sentimiento respecto a él, y que, además, tal vez fueran capaces de hacer algo
que contribuyera a posponer tal reunión.
O tal vez se
debiera a otro de esos impulsos extraños que de cuando en cuando emergían de
aquella zona oscura de su cerebro que se le había cerrado de manera
inexplicable antes de convertirse en Presidente de la Galaxia.
—¿Quieres
hablar con tu bisabuelo? —preguntó Ford, sobrecogido.
—Sí.
—¿Y tiene que
ser ahora?
La nave siguió
estremeciéndose y resonando con estruendo. La temperatura aumentaba. La luz se
debilitaba; toda la energía que el ordenador no precisaba para pensar en el té
era bombeada al escudo protector, que desaparecía rápidamente.
—¡Sí! —insistió
Zaphod—. Escucha, Ford, creo que podrá ayudarnos.
—¿Estás seguro
de que quieres decir creo? Escoge las palabras con cuidado.
—¿Sugieres otra
cosa que podamos hacer?
—Humm, pues...
—Muy bien,
coloquémonos en torno a la consola central. Ya. ¡Vamos! Trillian, hombre mono,
moveos.
Se apiñaron
alrededor de la consola central, se sentaron y, con la sensación de ser unos
estúpidos fenomenales, se cogieron de la mano. Con su tercer brazo, Zaphod
apagó las luces.
La oscuridad se
apoderó de la nave.
Afuera, el
rugido estrepitoso de los cañones Matafijo continuó desgarrando el escudo
protector.
—Concentraos en
su nombre —siseó Zaphod.
—¿Cuál es?
—preguntó Arthur.
—Zaphod
Beeblebrox Cuarto.
—¿Cómo?
—Zaphod
Beeblebrox Cuarto. ¡Concentraos!
—¿Cuarto?
—Sí. Escucha,
yo soy Zaphod Beeblebrox, mi padre era Zaphod Beeblebrox Segundo, mi abuelo
Zaphod Beeblebrox Tercero...
—¿Cómo?
—Ocurrió un
accidente con un contraceptivo y una máquina del tiempo. ¡Concentraos ya!
—Tres minutos
—anunció Ford Prefect.
—¿Por qué
hacemos esto? —preguntó Arthur Dent.
—Cierra el pico
—le sugirió Zaphod Beeblebrox.
Trillian no
dijo nada. ¿Qué había que decir?, pensó. La única luz que había en el puente
procedía de dos tenues triángulos rojos en un rincón donde Marvin, el Androide
Paranoide, se sentaba hecho un ovillo, ignorando a todos e ignorado por todos,
en su mundo particular y bastante desagradable.
En torno a la
consola central, cuatro figuras se encorvaban en profunda concentración
tratando de borrar de sus mentes los terroríficos estremecimientos de la nave y
el horrísono rugido que repercutía en su interior.
Se
concentraron.
Siguieron
concentrándose.
Y continuaron
concentrándose.
Los segundos
pasaban.
De las cejas de
Zaphod brotaron gotas de sudor; primero de la concentración, luego de
frustración y por último de desconcierto.
Al fin dejó
escapar un grito de rabia, separó las manos de Trillian y de Ford, y apretó el
interruptor de la luz.
—Ah empezaba a
pensar que nunca encenderíais las luces —dijo una voz—. No, no tan fuerte, por
favor; mis ojos ya no son lo que eran.
Cuatro figuras
se enderezaron súbitamente en sus asientos. Poco a poco, volvieron la cabeza
para mirar, aunque sus cráneos manifestaban una tendencia clara a quedarse en
el mismo sitio.
—Bueno, ¿quién
es el que me molesta esta vez? —dijo la figura pequeña, encorvada, baja y flaca
que se destacaba junto a las ramas de helecho al otro extremo del puente. Sus
dos pequeñas cabezas de cabellos espigados parecían tan ancianas que bien
podrían albergar vagos recuerdos del nacimiento de las galaxias. Una colgaba
dormida; la otra los miraba con ojos entrecerrados. Si sus ojos ya no eran lo
que fueron, antaño debieron servir para tallar diamantes.
Zaphod
tartamudeó nervioso durante un momento. Realizó una complicada reverencia
doble: el tradicional gesto de respeto familiar que es costumbre en Betelgeuse.
—Ah...,
humm..., hola, bisabuelito... —susurró.
La pequeña y
anciana figura se acercó a ellos. Atisbó entre la débil luz. Alargó un dedo
huesudo y señaló a su bisnieto.
—¡Ah!
—exclamó—. Zaphod Beeblebrox. El último de nuestra gran dinastía. Zaphod Beeblebrox Cero.
—Primero.
—Primero
—repitió con desprecio el aparecido. Zaphod odiaba su voz. Siempre le parecía
como uñas que chirriaran por la pizarra de lo que él creía su alma.
Se removió
incómodo en el asiento.
—Humm... sí
—musitó—. Mira, siento mucho lo de las flores, tenía intención de enviarlas,
pero es que la tienda acababa de quedarse sin coronas y...
—¡Se te
olvidaron! —saltó Zaphod Beeblebrox Cuarto.
—Pues...
—Estás
demasiado ocupado. Nunca piensas en los demás. Todos los vivos son iguales.
—Dos minutos,
Zaphod —anunció Ford con un murmullo temeroso.
Zaphod se
removía nervioso.
—Sí, pero tenía
intención de enviarlas —dijo—. Y en cuanto salgamos de esto, escribiré a mi
bisabuela...
—Tu bisabuela
—repitió en tono meditativo el flaco y pequeño fantasma.
—Sí —dijo
Zaphod—. Humm... ¿cómo está? Te diré una cosa; voy a ir a verla. Pero primero
tenemos que...
—Tu difunta
bisabuela y yo estamos muy bien —dijo con voz áspera Zaphod Beeblebrox Cuarto.
—¡Ah! ¡Oh!
—Pero muy
disgustados contigo, joven Zaphod...
—Sí, bueno...
—Zaphod se sentía extrañamente incapaz de llevar la conversación, y por el
sonoro jadeo de Ford supo que los segundos pasaban de prisa. El estruendo y los
estremecimientos habían alcanzado proporciones terroríficas. Entre la penumbra
vio los pálidos e impávidos rostros de Trillian y de Arthur.
—Humm,
bisabuelo...
—Hemos seguido
tu carrera con considerable abatimiento...
—Sí, mira,
justo en este momento, ¿comprendes...?
—¡Por no decir
desdén!
—¿Puedes
escucharme un momento...?
—Lo que quiero
decir es: ¿qué estás haciendo exactamente con tu vida?
—¡Me está
atacando una flota vogona! —gritó Zaphod. Era una exageración, pero se trataba
de su única oportunidad de exponer el punto fundamental de la sesión.
—No me
sorprende en lo más mínimo —dijo el pequeño y anciano espíritu, encogiéndose de
hombros.
—Sólo que está
pasando ahora mismo, ¿sabes? —insistió Zaphod en tono febril.
El espectro de
su antepasado asintió con la cabeza, cogió el vaso que había llevado Arthur
Dent y lo miró con interés.
—Humm...,
bisabuelo...
—¿Sabías —le
interrumpió la fantasmal figura, lanzándole una mirada implacable— que
Betelgeuse Cinco ha incurrido en una leve excentricidad en su órbita?
No, Zaphod no
lo sabía y encontró algo difícil concentrarse en tal información debido a todo
el ruido, a la inminencia de la muerte, etcétera.
—Pues no...,
mira... —dijo.
—¡Y yo
revolviéndome en mi tumba! —gritó el ancestro. Tiró violentamente el vaso y
señaló a Zaphod con un dedo tembloroso, largo y transparente.
—¡Por tu culpa!
—chilló.
—Un minuto y
treinta segundos —murmuró Ford con la cabeza entre las manos.
—Sí, mira,
bisabuelito, ¿puedes ayudarnos ahora? Porque...
—¿Ayudaros?
—repitió el anciano, como si le hubieran pedido un armiño de cola negra.
—Sí, ayudarnos
y todo eso; ahora mismo, porque si no...
—¡Ayudaros!
—exclamó el anciano, como si le hubieran pedido un armiño de cola negra a la
plancha, poco hecho, con patatas fritas y en bocadillo. Siguió en la misma
postura, perplejo—. Vas por toda la Galaxia fanfarroneando con tus... —el
ancestro hizo un gesto de desdén con la mano—, con tus vergonzantes amigos, demasiado
ocupado para poner flores en mi tumba. Unas de plástico habrían servido,
hubieran sido muy apropiadas viniendo de ti; pero no. Demasiado ocupado.
Demasiado moderno. Demasiado escéptico..., hasta que de repente te ves en un
pequeño apuro y te vuelves muy teósofo.
Meneó la
cabeza; con cuidado, para no molestar el reposo de la otra, que ya daba
muestras de inquietud.
—Pues no sé,
joven Zaphod —prosiguió—. Creo que tendré que pensarlo un poco.
—Un minuto y
diez segundos —anunció Ford con voz apagada.
Zaphod
Beeblebrox Cuarto lo miró con curiosidad.
—¿Por qué sigue
diciendo números ese hombre? —preguntó.
—Esos números
—contestó Zaphod con brevedad— indican el tiempo que nos queda de vida.
—Ah —dijo su
bisabuelo, gruñendo para sus adentros—. Eso no es aplicable en mi caso, desde
luego.
Se desplazó a
un lugar más oscuro del puente para seguir fisgoneando.
Zaphod sintió
que se tambaleaba al borde de la locura y se preguntó si no debería dejarse
caer y terminar de una vez por todas.
—Bisabuelo
—dijo—. ¡Es aplicable a nuestro caso! Estamos vivos y a punto de perder la
vida.
—Me parece muy
bien.
—¿Cómo?
—¿Qué utilidad
tiene tu vida para nadie? Cuando pienso lo que has hecho con ella, la frase
«vivir como un puerco» me viene a la cabeza de manera irresistible.
—¡Pero hombre,
he sido Presidente de la Galaxia!
—¡Ja! —murmuró
su antepasado—. ¿Y qué clase de trabajo es ése para un Beeblebrox?
—¡Eh, cómo!
¡Nada menos que Presidente, sabes! ¡De toda la Galaxia!
—¡Valiente
megafatuo!
Zaphod entornó
los ojos, perplejo.
—Oye, humm...,
¿qué te propones, tío? Digo, abuelo.
La pequeña
figura encorvada se acercó despacio a su bisnieto y le dio unos golpecitos
fuertes en la rodilla. Eso tuvo la virtud de recordar a Zaphod que estaba
hablando con un fantasma, porque no sintió nada en absoluto.
—Sabes tan bien
como yo lo que significa ser Presidente, joven Zaphod. Tú lo sabes porque lo
has sido, y yo lo sé porque estoy muerto, y eso le da a uno una perspectiva
maravillosamente clara. Allá arriba tenemos un dicho: «La vida se desperdicia
con los vivos.»
—Sí —dijo
Zaphod con amargura—, muy bien. Muy profundo. En estos momentos necesito
aforismos tanto como agujeros en las cabezas.
—Cincuenta
segundos —gruñó Ford Prefect.
—¿Dónde estaba?
—dijo Zaphod Beeblebrox Cuarto.
—Pontificando —dijo
Zaphod Beeblebrox.
—Ah, sí.
—¿Puede
ayudarnos realmente este individuo? —le preguntó Ford en voz baja a Zaphod.
—Nadie más
puede hacerlo —musitó Zaphod.
Ford asintió
con la cabeza, abatido.
—¡Zaphod!
—exclamó el espectro—. Te convertiste en Presidente por una razón. ¿Lo has
olvidado?
—¿No podemos
hablar de eso más tarde?
—¡Lo has
olvidado! —insistió el fantasma.
—¡Sí! ¡Claro
que lo he olvidado! Tenía que hacerlo. ¿Sabes que te miran el cerebro por una
pantalla cuando te dan el trabajo? Si me hubieran encontrado la cabeza llena de
ideas juguetonas, me habrían mandado otra vez a la calle sin otra cosa que una
pensión abundante, secretarios, una flota de naves y un par de cortadores de
cabezas.
—¡Ah! —asintió
contento el fantasma—. ¡Entonces, te acuerdas!
Hizo una pausa
breve.
—Bien —añadió,
y el ruido cesó.
—Cuarenta y
ocho segundos —dijo Ford. Volvió a mirar al reloj y le dio unos golpecitos.
Levantó la vista—. Oye, el ruido se ha parado —dijo.
Un destello
malévolo brilló en los severos ojillos del espectro.
—He detenido un
poco el tiempo —anunció—; sólo por un momento, ¿entendéis? Detestaría que os
perdierais todo lo que tengo que decir.
—¡No, escúchame
tú a mí, viejo murciélago transparente! —exclamó Zaphod, levantándose de un
salto—. A): gracias por parar el tiempo y todo eso, magnífico, estupendo,
maravilloso; B): nada de gracias por el sermón, ¿vale? No sé qué es eso tan
grandioso que tengo que hacer, y me parece que no tengo que saberlo. Y eso no
me gusta nada, ¿entendido?
»Mi antigua
personalidad lo sabía. A mi antigua personalidad le gustaba. Muy bien; hasta
ahora, de perlas. Pero a mi antigua personalidad le gustaba tanto, que llegó a
meterse en su propio cerebro, o sea, en mi cerebro, y bloqueó las cosas que
conocía y que le gustaban, porque si yo las sabía y me gustaban, no sería capaz
de realizarlas. No habría sido Presidente y no habría podido robar esta nave,
que debe ser lo más importante.
»Pero mi
antigua personalidad se suicidó al modificarme el cerebro, ¿no es cierto? Vale,
ésa fue su decisión. Mi nueva personalidad tiene que tomar sus propias
decisiones, y por una coincidencia extraña, tales decisiones llevan aparejado
el que yo no conozca y no me preocupe de este numerazo, sea lo que sea. Eso es
lo que quería, y eso es lo que he conseguido.
»Salvo que mi
antigua personalidad trató de seguir teniendo la voz cantante, dejándome
órdenes en el trozo de mi cerebro que después cerró. Bueno, pues no quiero
conocerlas ni quiero oírlas. Esa es mi decisión. No voy a ser la marioneta de
nadie, mucho menos, de mí mismo.
Zaphod golpeó
la consola con furia, ignorante de las miradas perplejas que atraía.
—¡Mi antigua
personalidad ha muerto! —bramó—. ¡Se ha suicidado! ¡Y los muertos no deberían
andar por ahí molestando a los vivos!
—Pero tú me
llamas para que te ayude a salir de un lío —dijo el espectro.
—¡Ah! —dijo
Zaphod, volviéndose a sentar—. Pero eso es diferente, ¿no?
Sonrió a
Trillian, débilmente.
—Zaphod —dijo
con voz áspera la aparición—, creo que la única razón por la que gasto saliva
contigo es que, como estoy muerto, no tengo otra manera de emplearla.
—Vale —repuso
Zaphod—. ¿Por qué no me dices cuál es el gran secreto? Ten confianza en mí.
—Zaphod, cuando
eras Presidente de la Galaxia sabías, igual que Yooden Vranx antes que tú, que
el Presidente no es nada. Un número. Entre las sombras hay otro hombre, un ser,
algo, que detenta el poder último. Debes encontrar al hombre, ser o algo... que
rige esta Galaxia y, según sospechamos, otras más. Posiblemente, todo el
Universo.
—¿Por qué?
—¡Por qué! —exclamó
sorprendido el espectro—. ¿Por qué? Mira a tu alrededor, muchacho, ¿te parece
que el mundo está en muy buenas manos?
—No está mal.
El viejo
fantasma le lanzó una mirada colérica.
—No voy a
discutir contigo. Te limitarás a llevar la nave, esta nave con Energía de la
Improbabilidad, a donde sea necesario. Lo harás. No pienses que puedes escapar
a tu destino. El Campo de la Improbabilidad te domina, estás en sus garras.
¿Qué es esto?
El fantasma
estaba dando golpecitos a una de las terminales de Eddie, el ordenador de a
bordo. Zaphod se lo explicó.
—¿Qué está
haciendo?
—Intenta hacer
té —dijo Zaphod con maravillosa moderación.
—Bien, me gusta
eso —dijo su bisabuelo que, volviéndose y amonestándole con el dedo, añadió—:
Pero no estoy seguro de que seas capaz de tener éxito en tu tarea, Zaphod. Creo
que no podrás evitarlo. Sin embargo, estoy muy cansado y llevo mucho tiempo
muerto para preocuparme tanto como antes. La razón principal por la que te
ayudo ahora es que no podía soportar la idea de que tú y tus actuales amigos
anduvierais haraganeando por aquí. ¿Entendido?
—Sí, un montón
de gracias.
—Otra cosa,
Zaphod.
—Humm..., ¿sí?
—Si alguna vez
vuelves a necesitar ayuda...; ya sabes, si te encuentras en un apuro, o
necesitas que te echen una mano en una situación difícil...
—¿Sí?
—No dudes en
perderte, por favor.
Por espacio de
un segundo, de las manos secas del viejo fantasma brotó un relámpago hacia el
ordenador; el espectro desapareció, el puente se llenó de volutas de humo y el
Corazón de Oro dio un salto de longitud desconocida entre las dimensiones del
tiempo y del espacio.
4
A diez años luz
de distancia, Gag Mediotroncho aumentó la sonrisa en varios grados. Mientras
contemplaba la imagen en su pantalla, transmitida mediante el sub-éter desde el
puente de la nave vogona, vio cómo se desprendían las últimas capas del escudo
protector del Corazón de Oro mientras la nave misma desaparecía en un soplo de
humo.
Bien, pensó.
Aquel era el
fin de los últimos supervivientes perdidos de la demolición del planeta Tierra,
ordenada por él, pensó.
El fin de aquel
experimento peligroso (para la profesión de la psiquiatría) y subversivo
(también para la profesión de la psiquiatría) que pretendía averiguar la
Pregunta de la Cuestión Última de la Vida, del Universo y de Todo lo demás,
pensó.
Aquella noche
tenía que celebrarlo con sus compañeros, y por la mañana volverían a recibir a
sus pacientes infelices, perplejos y altamente rentables, con la plena
seguridad de que el Sentido de la Vida quedaba soslayado para siempre, pensó.
—La familia
siempre es algo molesta, ¿no es cierto? —dijo Ford a Zaphod cuando el humo
empezó a clarear. Hizo una pausa y miró en torno suyo—. ¿Dónde está Zaphod?
—preguntó.
Arthur y
Trillian miraron alrededor con los ojos en blanco. Estaban pálidos, temblaban y
no sabían dónde estaba Zaphod.
—¿Dónde está
Zaphod, Marvin? —preguntó Ford. Un momento después añadió—: ¿Dónde está Marvin?
El rincón del
robot estaba vacío.
La nave se
encontraba en completo silencio. Pendía en la densa negrura del espacio. De vez
en cuando se balanceaba y estremecía. Todos los instrumentos estaban
desconectados; todas las pantallas, apagadas. Consultaron al ordenador, que
dijo:
—Lamento
hallarme temporalmente cerrado a toda comunicación. Mientras, ahí va un poco de
música ligera.
Apagaron la
música ligera.
Registraron
todos los rincones de la nave con alarma y perplejidad crecientes. Todo estaba
apagado y silencioso. En ninguna parte había rastro de Zaphod o de Marvin.
Una de las
últimas zonas que registraron fue el pequeño espacio donde se encontraba la
Nutrimática.
En la rampa de
salida del Sintetizador Nutrimático de Bebidas había una bandeja pequeña que
sostenía tres tazas de porcelana fina con sus platillos, una jarra de leche
también de porcelana, una tetera de plata llena del mejor té que Arthur hubiera
probado jamás, y una pequeña nota impresa que decía: «Esperad.»
5
Algunos dicen
que Osa Menor Beta es uno de los lugares más sorprendentes del Universo
conocido.
Aunque es
extraordinariamente rico, tiene un clima tremendamente cálido y está más lleno
de gente interesante y maravillosa que pipas tiene una granada, no puede menos
de notarse el hecho de que cuando un número reciente de la revista Playbeing
publicó un artículo titulado: «Si está cansado de Osa Menor Beta, es que está
harto de la vida», el índice de suicidios se cuadruplicó de la noche a la
mañana.
No es que haya
noche en Osa Menor Beta.
Es un planeta
de la zona occidental que por una rareza topográfica, inexplicable y un tanto
dudosa, consiste casi por entero en una costa subtropical. Por una
extravagancia igualmente sospechosa de la relastática temporal, casi siempre es
sábado por la tarde justo antes de que cierren los bares de la playa.
Ninguna
explicación adecuada de este hecho han presentado las formas de vida dominantes
en Osa Menor Beta, que pasan la mayor parte del tiempo tratando de alcanzar la
iluminación espiritual mediante carreras alrededor de las piscinas e
invitaciones a investigadores del Consejo de Control Geotemporal de la Galaxia
para que «experimenten una estupenda anomalía diurna».
En Osa Menor
Beta sólo hay una ciudad, y se la considera ciudad porque hay más piscinas que
en cualquier otra parte.
Si uno va a la
Ciudad Luz volando —y no existe otra manera porque no hay carreteras ni instalaciones
portuarias, y si uno no llega volando no quieren ni verlo por la Ciudad Luz—,
comprenderá por qué se llama así. Brilla el sol más que en cualquier otra
parte, centellea en las piscinas, resplandece en los blancos bulevares
bordeados de palmeras, reluce sobre las manchitas tostadas que pasean por ellos
de un lado para otro, y dora las villas, las acolchadas nubes, los bares de la
playa, etcétera.
Y brilla de
modo especial sobre un edificio, una construcción elevada y bella consistente
en dos torres blancas de treinta pisos, comunicadas entre sí por un puente a
media altura.
El edificio es
el domicilio de un libro, y se construyó en tal lugar por causa de un
extraordinario juicio acerca de los derechos de publicación entablado entre los
editores del libro y una compañía de cereales para el desayuno.
Se trata de una
guía, de un libro de viajes.
Es uno de los
libros más notables, y sin duda el de más éxito, que salieron de las grandes
compañías editoras de la Osa Menor; más famoso que La vida empieza a los ciento
cincuenta años, más vendido que la Teoría de la gran explosión y que Mi opinión
personal de Excéntrica Gallumbits (la puta de tres tetas de Eroticón Seis), y
más polémico que el último e impresionante título de Oolon Colluphid Todo lo
que jamás quiso saber sobre la sexualidad pero se ha visto obligado a
descubrir.
(Y en muchas de
las civilizaciones más tranquilas del Anillo Exterior de la Galaxia Oriental
hace mucho que ha sustituido a la gran Enciclopedia Galáctica como el depósito
reconocido de todos los conocimientos y de toda la sabiduría, porque si peca de
muchas omisiones y contiene muchos datos de autenticidad dudosa, o al menos
groseramente incorrectos, supera a la obra anterior, y más prosaica, en dos
aspectos importantes. En primer lugar, es algo más barata, y después tiene en
la portada las palabras NO SE ASUSTE impresas con letras grandes y agradables.)
Se trata, por
supuesto, de ese compañero inestimable de todos aquellos que quieren ver las
maravillas del Universo conocido por menos de treinta dólares altairianos al
día: la Guía del autoestopista galáctico.
Si uno se
coloca de espaldas al vestíbulo de la entrada principal de las oficinas de la
Guía (en el supuesto de que ya haya aterrizado y se haya refrescado con un baño
rápido y una ducha) y luego camina hacia el Este, pasará por la sombra frondosa
del Bulevar de la Vida, se sorprenderá del pálido color dorado de las playas
que se extienden a la izquierda, se asombrará de los patinadores mentales que
flotan con indiferencia a sesenta centímetros por encima del agua como si no
fuese nada especial, se extrañará y quizá se irritará un poco ante las palmeras
gigantes que tararean melodías discordantes durante las horas diurnas, es
decir, de manera continua.
Si después
camina uno hasta el final del Bulevar de la Vida, entrará en el distrito
comercial de Lalamatine, con nogales y terrazas de cafés a donde van a
descansar los ombetanos tras una dura tarde de relajación en la playa. El
distrito de Lalamatine es una de las pocas zonas que no gozan de un eterno
sábado por la tarde; en cambio, disfruta del fresco perpetuo de las tempranas
horas de la noche del sábado. Detrás de él están los clubs nocturnos.
Si en este día
en concreto, o tarde, o primeras horas de la noche, llámese como se quiera, uno
se acerca a la terraza del segundo café a la derecha, verá a la multitud
habitual de ombetanos charlando y bebiendo, con aspecto de estar muy relajados,
y mirando con naturalidad a los relojes de los demás para comprobar lo caros
que son.
También verá a
un par de autoestopistas muy desaliñados que acaban de llegar de Algol a bordo
de un megavión arturiano donde han pasado calamidades durante unos días. Se han
asombrado y enfadado al descubrir que allí, a la vista del mismísimo edificio
de la Guía del autoestopista galáctico, un simple vaso de zumo de frutas cuesta
el equivalente de más de sesenta dólares altairianos.
—Traición —dice
amargamente uno de ellos.
Si en ese
momento mira uno a la segunda mesa que está junto a ellos, verá sentado a ella
a Zaphod Beeblebrox con aspecto muy perplejo y confundido.
La razón de tal
confusión es que cinco segundos antes se encontraba sentado en el puente de la
nave espacial Corazón de Oro.
—Una absoluta
traición —repitió la voz.
Zaphod miró
nerviosamente con el rabillo del ojo a los dos autoestopistas sentados a la
mesa de al lado. ¿Donde demonios se encontraba? ¿Cómo había llegado hasta allí?
¿Dónde estaba su nave? Tanteó con la mano el brazo de la silla en que se
sentaba y luego la mesa que tenía delante. Parecían bastante sólidas. Estaba
muy erguido en su asiento.
—¿Cómo pueden
sentarse a escribir una guía para autoestopistas en un sitio como éste?
—prosiguió la voz—. Pero míralo. ¡Fíjate!
Zaphod lo
estaba mirando. Bonito lugar, pensó. Pero ¿dónde? ¿Y por qué?
Buscó en el
bolsillo sus dos pares de gafas de sol. En el mismo bolsillo encontró un trozo
de metal pulido, duro y muy pesado que no pudo identificar. Lo sacó y lo miró.
La sorpresa le hizo guiñar los ojos. ¿De dónde lo había sacado? Volvió a
guardárselo y se puso las gafas; le molestó descubrir que el objeto de metal
había arañado uno de los cristales. Sin embargo, se sintió mucho más cómodo con
ellas puestas. Eran dos pares de Gafas de Sol sensibles al Peligro joo janta
Supercromáticas 200, especialmente pensadas para que los usuarios adoptaran una
actitud tranquila ante el peligro. Al primer indicio de apuro se volvían
completamente negras y de ese modo evitaban que el portador viera algo que
pudiese alarmarle.
Aparte del
arañazo, las gafas estaban claras. Se tranquilizó, pero sólo un poco.
El
autoestopista enfadado siguió mirando fijamente a su zumo de frutas
monstruosamente caro.
—Lo peor que le
ha pasado nunca a la Guía ha sido mudarse a Osa Menor Beta —rezongó—; se han
vuelto bobos. ¿Sabes una cosa? Me han dicho que han creado un Universo
sintético por vía electrónica en uno de los despachos, de manera que puedan
investigar sus cosas durante el día y asistir a fiestas por la noche. Aunque el
día y la noche no significan mucho en este sitio.
Osa Menor Beta,
pensó Zaphod. Al menos ya sabía dónde estaba. Supuso que se trataba de alguna
ocurrencia de su bisabuelo, pero ¿por qué?
Muy a su pesar,
una idea le vino a la cabeza. Era muy clara y evidente, y ya alcanzaba a
reconocer la esencia de tales ideas. Se resistía a ellas por instinto. Se
trataba de los impulsos prescritos en las partes oscuras y cerradas de su
mente.
Permaneció
inmóvil erguido en la silla, e ignoró furiosamente tal idea. Le importunó. La
ignoró. Le importunó. La ignoró. Le importunó. Se rindió.
Qué demonios,
pensó, déjate llevar. Estaba demasiado cansado, confuso y hambriento para
resistir. Ni siquiera sabía lo que significaba aquel pensamiento.
6
—¿Dígame? ¿Sí?
Ediciones Megadodo, domicilio de la Guía del autoestopista galáctico, el libro
más absolutamente notable de todo el Universo conocido, ¿puedo servirle en
algo? —dijo el voluminoso insecto de alas rosadas por uno de los setenta
teléfonos instalados a lo largo de la vasta extensión del cromado mostrador de
recepción del vestíbulo de las oficinas de la Guía del autoestopista galáctico.
Agitó las alas y volvió los ojos. Lanzó una mirada feroz a las mugrientas
personas que se apiñaban en el vestíbulo, ensuciando las alfombras y manchando
la tapicería con las manos. El insecto adoraba trabajar para la Guía del
autoestopista galáctico, y sólo deseaba que hubiera algún medio de mantener
alejados a los autoestopistas. ¿No tenían que estar rondando por sucios puertos
espaciales o algo así? Estaba seguro de que en alguna parte del libro había
leído algo acerca de la importancia de vagar por sucios puertos espaciales. Por
desgracia, parecía que la mayoría iba a zascandilear por aquel bonito
vestíbulo, limpio y reluciente, inmediatamente después de rondar por puertos
espaciales sumamente sucios. Y lo único que hacían era quejarse. Sintió un
escalofrío en las alas.
—¿Cómo? —dijo
por el teléfono—. Sí, le he comunicado su recado a mister Zarniwoop, pero me
temo que está demasiado ocupado para verle en seguida. Está haciendo un crucero
intergaláctico.
Hizo un gesto
petulante con un tentáculo a una de aquellas personas mugrientas que trataban
airadamente de llamar su atención. El gesto petulante del tentáculo dirigió a
la persona enfadada a consultar el aviso que había en la pared de la izquierda,
advirtiéndole que no interrumpiera una importante llamada telefónica.
—Sí —dijo el
insecto—, está en su despacho, pero está haciendo un crucero intergaláctico.
Muchas gracias por llamar.
Colgó
bruscamente.
—Lea el aviso
—dijo al enfadado visitante que trataba de quejarse de uno de los errores más
absurdos y peligrosos contenidos en el libro.
La Guía del
autoestopista galáctico es un compañero indispensable para todos aquellos que
se sientan inclinados a encontrar un sentido a la vida en un Universo
infinitamente confuso y complejo, porque si bien no espera ser útil o
instructiva en todos los aspectos, al menos sostiene de manera tranquilizadora
que si hay una inexactitud, se trata de un error definitivo. En casos de
discrepancias importantes, siempre es la realidad quien se equivoca.
Esa era la
esencia del aviso. Decía: «La Guía es definitiva. La realidad es con frecuencia
errónea.»
Eso había
traído unas consecuencias interesantes. Por ejemplo, cuando se entabló juicio
contra los editores de la Guía por las familias de aquellos que habían muerto
como resultado de considerar en sentido literal el artículo sobre el planeta
Traal (que decía: «Las Voraces Bestias Bugblatter suelen preparar una comida
buenísima para los turistas visitantes», en vez de decir: «Las Voraces Bestias
Bugblatter suelen preparar una comida buenísima con los turistas visitantes»),
los editores sostuvieron que la primera versión de la frase era más agradable
desde el punto de vista estético, convocando a un poeta capacitado para que
diera testimonio bajo juramento de que la belleza era verdad, evidencia
perfecta, con intención de demostrar, por consiguiente, que el culpable en este
caso era la Vida misma por no ser ni bella ni verdadera. Los jueces se pusieron
de acuerdo y en un discurso emocionante concluyeron que la Vida misma había
cometido desacato al tribunal y se la confiscaron a todos los presentes antes
de ir a disfrutar de una agradable tarde de golf.
Zaphod
Beeblebrox entró en el vestíbulo. A grandes zancadas se dirigió hacia el
insecto recepcionista.
—Bueno —dijo—.
¿Dónde está Zarniwoop? Búscame a Zarniwoop.
—¿Perdón,
señor? —dijo el insecto en tono seco. No le gustaba que se dirigieran a él de
aquella manera.
—Zarniwoop.
Localízalo, ¿eh? Ahora mismo.
—Mire, señor
—saltó la frágil criaturita—, si pudiera tomárselo con un poco de calma.
—Escucha —dijo
Zaphod—, he venido aquí bien tranquilo, ¿vale? Soy tan asombrosamente frío, que
podrías guardar en mi interior un trozo de carne durante un mes. Estoy tan
pasado, que no veo más allá de mis narices. Y ahora, ¿quieres moverte antes de
que estalle?
—Pues si deja
que me explique, señor —dijo el insecto, dando golpecitos con el tentáculo más
petulante que tenía a mano—, me temo que en estos momentos sea imposible,
porque el señor Zarniwoop está haciendo un crucero intergaláctico.
Demonios, pensó
Zaphod.
—¿Cuándo
volverá? —preguntó Zaphod.
—¿Volver,
señor? Está en su despacho.
Zaphod hizo una
pausa mientras trataba de apartar de su mente aquella idea particular. No lo
consiguió.
—¿Que ese
hortera está haciendo un crucero intergaláctico... en su despacho? —se inclinó
hacia delante y agarró el tentáculo que daba golpecitos—. Escucha, tres ojos
—dijo—, no intentes pasarte de misterioso, a mí me ocurren cosas más raras que
a ti sólo con los cereales que tomo en el desayuno.
—Pero bueno,
¿quién te crees que eres, incauto? —dijo airadamente el insecto, agitando las
alas de rabia—. ¿Zaphod Beeblebrox o algo parecido?
—Cuenta mis
cabezas —dijo Zaphod en voz baja y áspera.
El insecto lo
miró con los ojos entornados. Parpadeó.
—¿Es usted
Zaphod Beeblebrox? —preguntó con voz chillona.
—Sí —dijo
Zaphod—, pero no lo pregones en voz alta o todos querrán uno.
—¿El Zaphod Beeblebrox...?
—No, sólo un
Zaphod Beeblebrox; ¿no te han dicho que vienen en cajas de seis?
El insecto se
frotó los tentáculos, confuso.
—Pero, señor
—protestó—, lo acabo de oír en el diario hablado de la radio sub-éter. Han
dicho que usted había muerto...
—Sí, muy bien
—dijo Zaphod—, pero aún sigo coleando. Bueno, ¿dónde puedo encontrar a
Zarniwoop?
—Pues, señor,
su despacho está en el piso decimoquinto, pero...
—Pero está
haciendo un crucero intergaláctico, sí, sí; ¿cómo puedo dar con él?
—Los
Transportadores Verticales de Personas de la Compañía Cibernética Sirius,
recién instalados, están al otro extremo, señor. Pero, señor...
Zaphod ya se
marchaba. Se dio la vuelta.
—¿Sí? —dijo.
—¿Puedo
preguntarle por qué quiere ver a mister Zarniwoop?
—Sí —contestó
Zaphod, que sin embargo no tenía clara esa cuestión—, me he dicho a mí mismo
que tenía que verle.
—¿Podría repetirlo,
señor?
Zaphod se
inclinó hacia delante y adoptó una actitud confidencial.
—Acabo de
materializarme de la nada en uno de vuestros cafés —explicó— a consecuencia de
una discusión con el espectro de mi bisabuelo. En cuanto llegué aquí, mi
antigua personalidad, la que actuaba en mi cerebro, surgió en mi cabeza y me
dijo: «Ve a ver a Zarniwoop.» Nunca he oído hablar de ese hortera. Eso es todo
lo que sé. Eso, y el hecho de que debo encontrar al hombre que rige el
Universo.
Guiñó un ojo.
—Mister
Beeblebrox —dijo el insecto, respetuoso y maravillado—, es usted tan fantástico
que debería salir en las películas señor.
—Sí —repuso
Zaphod, palmeando al bicho en un ala rosada y centelleante—, y tú en la vida
real, muchacho.
El insecto hizo
una breve pausa para recobrarse de su agitación y luego alargó un tentáculo
para coger un teléfono que sonaba.
Una mano
metálica lo detuvo.
—Disculpe —dijo
el propietario de la mano metálica, con una voz que podría haberle saltado las
lágrimas a un insecto de disposición más sentimental.
Este no era uno
de esa clase, y no podía soportar a los robots.
—Sí, señor
—dijo con brusquedad—. ¿Puedo ayudarle?
—Lo dudo
—repuso Marvin.
—Pues en ese
caso, si quiere disculparme...
En aquel
momento sonaban seis teléfonos. Un millón de cosas esperaban la atención del
insecto.
—Nadie puede
ayudarme —entonó Marvin.
—Sí, señor,
bueno...
—Aunque nadie
lo ha intentado, por supuesto.
La mano
metálica que sujetaba al insecto cayó inerte al costado de Marvin. Su cabeza se
inclinó un poquito hacia delante.
—¿De veras?
—dijo agriamente el insecto.
—A nadie le
vale la pena ayudar a un robot doméstico, ¿no es cierto?
—Lo siento,
señor, si...
—¿Qué beneficio
se saca ayudando o siendo amable con un robot, que no tiene circuitos de
gratitud? A eso me refiero.
—¿Y usted no
tiene ninguno? —preguntó el insecto, que no parecía capaz de sustraerse a la
conversación.
—Nunca he
tenido ocasión de averiguarlo —le informó Marvin.
—Escucha,
miserable montón de hierro mal ajustado...
—¿No va a
preguntarme qué es lo que quiero?
El insecto hizo
una pausa. Disparó su larga y delgada lengua, se lamió los ojos y volvió a
guardarla.
—¿Vale la pena?
—inquirió.
—¿Acaso lo vale
algo? —repuso Marvin de inmediato.
—¿Qué... es...
lo... que... quiere... usted?
—Estoy buscando
a alguien.
—¿A quién?
—siseó el insecto.
—A Zaphod
Beeblebrox —dijo Marvin—. Está allí.
El insecto se
estremeció de rabia. Apenas podía hablar.
—Entonces, ¿por
qué me lo pregunta? —gritó.
—Sólo quería
hablar de algo —dijo Marvin.
—¡Qué!
—Patético,
¿verdad?
Con un chirrido
de engranajes, Marvin se dio la vuelta y echó a andar pesadamente. Alcanzó a
Zaphod cuando éste llegaba a los ascensores. Zaphod giró en redondo, pasmado.
—¡Eh...!
¿Marvin? —dijo—. ¡Marvin...! ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Marvin se vio
obligado a decir algo que le resultaba muy difícil.
—No lo sé
—respondió.
—Pero...
—Estaba sentado
en tu nave sintiéndome muy deprimido, y en un momento me encontré aquí de pie
sintiéndome enteramente desgraciado. El Campo de Improbabilidad, supongo.
—Sí —dijo Zaphod—,
me figuro que mi bisabuelo te trajo para hacerme compañía. Un montón de
gracias, bisabuelito —añadió entre dientes, y luego continuó en voz alta—:
Bueno, ¿y qué tal estás?
—Pues muy bien
—contestó Marvin—, si diera la casualidad de que te gustara ser yo, cosa que a
mí personalmente no me gusta.
—Claro, claro
—dijo Zaphod mientras se abrían las puertas del ascensor.
—Hola —dijo el
ascensor con voz dulce—. Soy vuestro ascensor en este viaje y os subiré al piso
que elijáis. La Compañía Cibernética Sirius me proyectó para llevaros,
visitantes de la Guía del autoestopista galáctico, a estas sus oficinas. Si
disfrutáis del viaje, que será rápido y placentero, podréis probar luego
algunos de los demás ascensores que se han instalado recientemente en las oficinas
del departamento de impuestos galácticos, de los Alimentos infantiles Boobiloo
y del Hospital Mental del Estado de Sirius, donde muchos ex directivos de la
Compañía Cibernética Sirius estarán encantados de recibir vuestra visita y
simpatía, y de escuchar alegres historias del mundo exterior.
—Sí —dijo
Zaphod, entrando en el ascensor—. ¿Qué más haces, aparte de hablar?
—Subo o bajo
—contestó el ascensor.
—Bien —dijo
Zaphod—. Vamos a subir.
—O a bajar —le
recordó el ascensor.
—Sí, claro;
arriba, por favor.
Hubo un momento
de silencio.
—Abajo es muy
bonito —sugirió esperanzado el ascensor.
—¿Ah, sí?
—Mucho.
—Bien —dijo
Zaphod—. ¿Querrás subimos ahora?
—¿Puedo
preguntarle —inquirió el ascensor con su voz más dulce y razonable— si ha
considerado todas las posibilidades que le ofrece la parte de abajo?
Zaphod golpeó
una de sus cabezas contra la pared interior. No necesitaba aquello, pensó;
entre todas las cosas, aquello no le hacía falta. El no había pedido que lo
llevaran allí. Si en aquel momento le hubieran preguntado dónde preferiría
estar, probablemente habría dicho que le gustaría encontrarse en la playa con
por lo menos cincuenta mujeres hermosas y un pequeño grupo de especialistas que
descubrieran nuevos modos de que las mujeres fueran amables con él, lo que
constituía su respuesta habitual. Y es posible que hubiera añadido unas
palabras apasionadas sobre el tema de la comida.
Lo que no
quería hacer era buscar al hombre que regía el Universo, que se limitaba a
realizar un trabajo al que bien podía dedicarse, porque si no lo hacía él, lo
haría cualquier otro. Y por encima de todo, no quería estar en un edificio de
oficinas discutiendo con un ascensor.
—¿Cómo cuáles
otras posibilidades? —preguntó cansadamente.
—Pues —dijo el
ascensor con una voz chorreante como la miel en las galletas— está el sótano,
los microarchivos, las instalaciones de calefacción..., hum...
Hizo una pausa.
—Nada
especialmente emocionante —advirtió, pero son otras posibilidades.
—¡Santo
Zarquon! —masculló Zaphod—. ¿Es que he pedido un ascensor existencialista?
Empezó a dar
puñetazos a la pared.
—¿Qué le pasa a
esta cosa? —preguntó con desprecio.
—No quiere
subir —dijo simplemente Marvin—. Creo que tiene miedo.
—¿Miedo? —gritó
Zaphod—. ¿De qué? ¿De la altura? ¿Un ascensor que tiene miedo de la altura?
—No, del futuro
—dijo el ascensor con voz apenada.
—¿Del futuro?
—exclamó Zaphod—. ¿Qué pretende esta dichosa cosa, arreglar su jubilación?
En aquel
momento estalló un alboroto en el vestíbulo de recepción, a sus espaldas. En
torno a ellos, las paredes empezaron a emitir un ruido súbito de mecanismos en
acción.
—Todos nosotros
podemos ver el futuro —musitó el ascensor con una voz que parecía
aterrorizada—; es parte de nuestra programación.
Zaphod miró
fuera del vehículo: una multitud inquieta se había reunido en torno a la zona
de ascensores, señalando y gritando.
Todos los
ascensores del edificio estaban bajando, muy de prisa.
Volvió a
meterse.
—Marvin —dijo—.
¿Quieres hacer que suba este ascensor? Tenemos que ver a Zarniwoop.
—¿Por qué? —preguntó
el robot con voz triste.
—No sé —dijo
Zaphod—, pero cuando lo encuentre, será mejor que ese hortera tenga una razón
muy buena para que yo quiera verlo.
Los ascensores
modernos son entes complejos y extraños. Los antiguos montacargas eléctricos de
«ocho personas de capacidad máxima» tienen tanta relación con un Alegre
Transportador Vertical de Personas de la Compañía Cibernética Sirius, como un
paquete de nueces variadas con toda el ala oeste del Hospital Mental del Estado
de Sirius.
Y ello porque
actúan según el curioso principio de «percepción temporal desenfocada». En
otras palabras, tienen la capacidad de ver vagamente el futuro inmediato, lo
que permite al ascensor estar en el piso exacto para recoger al usuario incluso
antes de que éste sepa que va a necesitarlo, eliminando de esa manera toda la
aburrida cháchara, la relajación y las consiguientes amistades nuevas que
antiguamente la gente se veía obligada a hacer mientras esperaba el ascensor.
No es de
extrañar que muchos ascensores provistos de inteligencia y precognición se
sintieran horriblemente frustrados con el absurdo trabajo de subir y bajar una
y otra vez, realizaran breves experimentos con la idea de desplazarse de
costado como una especie de protesta existencial, exigieran participar en la
toma de decisiones, y que, resentidos, les diera por quedarse acurrucados en el
sótano.
En la
actualidad, un autoestopista depauperado que visite cualquier planeta del
sistema estelar de Sirius puede ganar un dinero fácil trabajando como consejero
de ascensores neuróticos.
En la planta
decimoquinta las puertas del ascensor se abrieron de golpe.
—Quince —dijo
el ascensor—. Y recuerde, sólo hago esto porque me gusta su robot.
Zaphod y Marvin
salieron rápidamente del vehículo, que al instante cerró sus puertas y bajó tan
deprisa como se lo permitía su mecanismo.
Zaphod miró con
cautela a su alrededor. El pasillo estaba desierto y silencioso, y no había
indicio alguno de dónde podría encontrar a Zarniwoop. Todas las puertas que
daban al pasillo estaban cerradas y no tenían identificación alguna.
Se hallaban muy
cerca del puente que comunicaba las dos torres del edificio. A través de un
amplio ventanal, el brillante sol de Osa Menor Beta lanzaba cuadrados de luz
sobre los que danzaban pequeñas partículas de polvo. Revoloteó una sombra y al
momento desapareció.
—Dejado en la
estacada por un ascensor —masculló Zaphod, que se sentía poco desenvuelto.
Los dos
permanecieron inmóviles, mirando en ambas direcciones.
—¿Sabes una
cosa? —dijo Zaphod a Marvin.
—Más de las que
puedas imaginarte.
—Estoy
absolutamente seguro de que este edificio no debería estremecerse.
No era más que
una leve vibración que sentía bajo las suelas de los zapatos... y otra más.
Entre los rayos de sol, las partículas de polvo bailoteaban con mayor vigor.
Pasó otra sombra. Zaphod miró al suelo.
—O tienen un
dispositivo vibratorio —dijo, sin mucha confianza— para tonificar los músculos
mientras se trabaja, o...
Se acercó a la
ventana y de pronto vaciló, porque en aquel momento sus gafas de sol Sensibles
al Peligro Supercromáticas joo janta 200 se volvieron completamente negras. Una
sombra grande pasó por la ventana emitiendo un zumbido agudo.
Zaphod se quitó
violentamente las gafas y entonces el edificio se estremeció con horrísimo
estruendo. Se acercó de un salto a la ventana.
—¡O están
bombardeando el edificio! —concluyó.
Otro rugido
sacudió la torre.
—¿Quién querría
en la Galaxia bombardear una empresa editorial? —preguntó Zaphod, que no oyó la
respuesta de Marvin porque en aquel momento el edificio retembló bajo los
efectos de otro bombardeo. Trató de volver tambaleándose al ascensor: era una
maniobra inútil, pero no se le ocurrió otra.
De pronto, al
final de un pasillo que salía a la derecha, vislumbró la figura de un hombre.
El desconocido le vio.
—¡Por aquí,
Beeblebrox! —gritó.
Zaphod lo miró
con desconfianza mientras otra bomba conmovía el inmueble.
—¡No —gritó
Zaphod, a su vez—, Beeblebrox, por aquí! ¿Quién eres?
—¡Un amigo!
—respondió el desconocido. Echó a correr hacia Zaphod.
—¿Ah, sí? —dijo
Zaphod—. ¿Amigo de alguien en particular, o simplemente bien dispuesto hacia la
gente en general?
El hombre
corrió por el pasillo mientras el suelo se agitaba bajo sus pies como una manta
excitada. Era de corta estatura, robusto, curtido por el aire y el sol, y
vestía como sí hubiera dado dos veces la vuelta a la Galaxia con la misma ropa.
—¿Sabes que
están bombardeando el edificio? —le preguntó Zaphod al oído cuando el
desconocido llegó a su altura.
El recién
llegado asintió.
Súbitamente
cesó la luz. Al mirar a la ventana para saber por qué, Zaphod jadeó a la vista
de una enorme nave espacial en forma de bala y de color gris metálico que
surcaba el aire junto al edificio. La siguieron dos más.
—El gobierno
del que has desertado ha salido a buscarte, Zaphod —siseó el desconocido—. Han
enviado una escuadrilla de Cazas Ranestelares.
—¡Cazas
Ranestelares! —masculló Zaphod—. ¡Por Zarquon!
—¿Te haces
idea?
—¿Qué son los
Cazas Ranestelares? —Zaphod estaba seguro de que había oído a alguien hablar de
ellos cuando era Presidente, pero nunca prestó mucha atención a los asuntos
oficiales.
El desconocido
tiró de él hacia una puerta. Le siguió. Con un zumbido chamuscante, un objeto
pequeño, semejante a una araña, pasó por el aire como una bala y desapareció
por el corredor.
—¿Qué era eso?
—musitó Zaphod.
—Un robot
Explorador Ranestelar de clase A que te buscaba —dijo el desconocido.
—¿Ah, sí?
—¡Agáchate!
Por la
dirección opuesta venía un objeto negro, más grande y semejante a una araña.
Los pasó zumbando.
—¿Y eso...?
—Un robot
Explorador Ranestelar de clase B, que te buscaba.
—¿Y eso?
—preguntó Zaphod cuando pasó un tercero quemando el aire.
—Un robot
Explorador Ranestelar de clase C, que te buscaba.
—¡Vaya! —dijo
Zaphod, sonriendo para sus adentros—. Son unos robots bastante estúpidos, ¿no?
Por el puente
llegaba un enorme murmullo retumbante. Una forma gigantesca de color negro
avanzaba desde la otra torre; tenía las dimensiones y configuración de un
tanque.
—¡Santo fotón!
—susurró Zaphod—. ¿Qué es eso?
—Un tanque —dijo
el desconocido—. Un robot Explorador Ranestelar de clase D, que viene por ti.
—¿Nos vamos?
—Me parece lo
más conveniente.
—¡Marvin!
—llamó Zaphod.
Marvin se
incorporó entre un montón de escombros que había a cierta distancia en el
pasillo, y los miró.
—¿Ves ese robot
que viene hacia nosotros?
Marvin
contempló el avance de la gigantesca forma negra, que se acercaba hacia ellos
por el puente. Bajó la cabeza y miró su pequeño cuerpo de metal. Volvió a mirar
al tanque.
—Me imagino que
querrás que lo detenga —dijo.
—Sí.
—Mientras
vosotros salváis el pellejo.
—Sí —dijo
Zaphod—. ¡Quédate ahí!
—Entonces,
adiós, ya sé el terreno que piso —dijo Marvin. El desconocido tiró del brazo de
Zaphod, que le siguió por el pasillo.
A Zaphod se le
ocurrió una cosa sobre la marcha.
—¿Adónde vamos?
—Al despacho de
Zarniwoop.
—¿Es éste un
momento para acudir a una cita?
—Vamos.
7
Marvin estaba
al final del pasillo del puente. En realidad, no era un robot especialmente
pequeño. Su cuerpo plateado espejeaba entre el polvo de los rayos de sol y se
estremecía con el continuo bombardeo que seguía soportando el edificio.
Sin embargo,
cuando el gigantesco tanque negro se detuvo frente a él, parecía
lamentablemente pequeño. El tanque lo examinó con una sonda. La sonda se
retiró.
Marvin se
mantuvo en su sitio.
—Apártate de mi
camino, pequeño robot —gruñó el tanque.
—Me temo que me
han dejado aquí para detenerte —dijo Marvin.
La sonda volvió
a alargarse y le examinó de nuevo. Se retiró otra vez.
—¿Tú?
¿Detenerme? —bramó el tanque—. ¡Vamos!
—No, tengo que
hacerlo, de veras —dijo simplemente Marvin.
—¿Con qué estás
armado? —rugió el tanque, incrédulo.
—Adivínalo
—repuso Marvin.
Los motores del
tanque retumbaron, sus engranajes rechinaron. Los relés electrónicos de tamaño
molecular albergados profundamente en su microcerebro se sacudieron de
consternación hacia delante y hacia atrás.
—¿Que lo
adivine? —dijo el tanque.
Con pasos
vacilantes, Zaphod y el aún desconocido recorrieron un pasillo, luego otro y
después un tercero. El edificio seguía vibrando y estremeciéndose, lo que tenía
perplejo a Zaphod. Si querían volar las torres, ¿por qué tardaban tanto?
Con dificultad,
llegaron a una serie de puertas sin identificar, enteramente anónimas, y
cargaron contra una de ellas. Se abrió de golpe y cayeron dentro.
Todo este
camino, pensó Zaphod, todas estas dificultades, todo este tiempo sin estar en
la playa pasándomelo bien, ¿y para qué? Una silla, un escritorio, y un cenicero
sucio en un despacho sin decorar. El escritorio, aparte de un poco de polvo
danzante y una nueva y revolucionaria especie de clip de papeles, estaba vacío.
—¿Dónde está
Zarniwoop? —preguntó Zaphod, con la impresión de que empezaba a escapársele su
ya débil comprensión de toda aquella actividad.
—Está haciendo
un crucero intergaláctico —contestó el desconocido.
Zaphod trató de
catalogarlo. Era un tipo serio, no el saco de la risa. Probablemente dedicaba
buena parte de su tiempo a correr de un lado para otro por pasillos que se
alzaban a su paso, rompiendo puertas y haciendo comentarios misteriosos en
despachos vacíos.
—Permíteme que
me presente —dijo el desconocido—. Me llamo Roosta, y ésta es mi toalla.
—Hola, Roosta
—dijo Zaphod—. Hola, toalla —añadió, cuando Roosta le tendió una vieja toalla
de flores bastante desagradable. Sin saber qué hacer con ella, la estrechó por
una esquina.
Cerca de la
ventana, pasó retumbando una de las naves espaciales en forma de bala de color
verde metálico.
—Sí, adelante
—dijo Marvin a la enorme máquina de batalla—; jamás lo adivinarás.
—Hummm... —dijo
la máquina, vibrando por el desacostumbrado ejercicio de pensar—, ¿rayos láser?
Marvin meneó
solemnemente la cabeza.
—No —murmuró la
máquina con su hondo rugido gutural—. Demasiado evidente. ¿Rayos antimateria?
—aventuró.
—Más elemental
todavía —le reprendió Marvin.
—¿Qué me dices
de un ariete electrónico?
Eso era nuevo
para Marvin.
—¿Qué es eso?
—preguntó.
—Uno de estos
—dijo la máquina con entusiasmo.
De su torreta
emergió un diente afilado que escupió un mortífero rayo de luz. A espaldas de
Marvin, rugió una pared que se derrumbó como un montón de polvo. El polvo se
elevó brevemente y luego se asentó.
—No; uno de
esos, no —dijo Marvin.
—Buena idea,
¿eh? Bien pensado, ¿verdad?
—Muy bien
—convino Marvin.
—Lo sé —afirmó
la máquina de guerra, tras considerarlo otro poco—; ¡debes tener uno de esos
nuevos Emisores Restructurón Inestable Zenón Jántico!
—Bonitos,
¿verdad? —dijo Marvin.
—¿Es eso lo que
tienes? —preguntó la máquina con apreciable respeto.
—No —contestó
Marvin.
—Vaya —dijo la
máquina, decepcionada—. Entonces, debe de ser...
—Sigues un
razonamiento equivocado —le advirtió Marvin—. No tomas en cuenta un hecho
bastante fundamental en las relaciones entre hombres y robots.
—Humm, ya sé;
es... —dijo el blindado antes de interrumpirse para volver a pensar.
—Piensa un poco
—le urgió Marvin—. Me han dejado a mí, un robot doméstico ordinario, para que
te detenga a ti, una gigantesca máquina de guerra para tareas pesadas, mientras
ellos salen corriendo para salvarse. ¿Con qué crees que me dejarían?
—Pues,
huummm... —murmuró la máquina, alarmada—, supongo que con algo tremendamente
devastador.
—¡Supones!
—exclamó Marvin—. Claro, lo supones. ¿Quieres que te diga lo que me han dejado
para protegerme?
—Vale, muy bien
—dijo el carro de combate, preparándose para la respuesta.
Hubo una pausa
peligrosa.
—Nada —dijo
Marvin.
—¿Nada? —bramó
el tanque.
—Nada en
absoluto —entonó Marvin, desconsolado—. Ni una salchicha electrónica.
La máquina se
hinchó de furia.
—¡Vaya, y
además se llevan todos los honores! —rugió—. Nada, ¿eh? ¿Es que no piensan, o
qué?
—Y yo con estos
dolores horribles en todos los diodos del costado izquierdo —dijo Marvin en voz
baja y suave.
—Que te las
hace pasar canutas, ¿verdad?
—Sí —convino
Marvin con emoción.
—¡Vaya, eso me
pone furioso! —aulló la máquina—. ¡Me parece que voy a aplastar esa pared!
El ariete
electrónico lanzó otra llamarada y quitó la pared más próxima a la máquina.
—¿Cómo crees
que me siento yo? —dijo Marvin con amargura.
—Así que se han
largado y te han dejado a ti, ¿no es cierto? —tronó la máquina.
—Sí —confirmó
Marvin.
—¡Creo que
también les voy a dejar sin su maldito techo! —tronó el tanque.
Quitó el techo
del puente.
—Sí —gruñó la
máquina, un tanto humillada—. Humm...
—¡Qué
impresionante! —murmuró Marvin.
—Todavía no has
visto nada —prometió la máquina— ¡También puedo quitar este suelo, sin
problemas!
Quitó también
el suelo.
—¡Caracoles!
—bramó la máquina mientras caía a plomo quince pisos y se hacía pedazos en la
planta baja.
—¡Qué máquina
tan estúpida y deprimente! —dijo Marvin, y echó a andar pesadamente.
8
—Bueno, ¿nos
vamos a quedar aquí sentados, o qué? —dijo Zaphod, enfadado—. ¿Qué es lo que
quieren esos tipos de ahí fuera?
—A ti,
Beeblebrox —dijo Roosta—. Van a llevarte a la Ranestrella, el mundo más
enteramente diabólico de la Galaxia.
—¿Ah, sí?
—repuso Zaphod—. Primero tendrán que venir y cogerme.
—Ya han venido
y te han cogido —advirtió Roosta—. Mira por la ventana.
Zaphod miró y
quedó boquiabierto.
—¡El suelo se
va! —jadeó. ¿Adónde se llevan el suelo?
—Se están
llevando el edificio, estamos volando —le informó Roosta.
Las nubes
pasaban velozmente por la ventana del despacho.
Zaphod volvió a
ver en el aire el anillo verde oscuro de los Cazas Ranestelares en torno a la
torre desarraigada del edificio. Una red de haces de energía irradiaban de
ellos y tenían firmemente sujeto el inmueble.
Zaphod meneó
las cabezas, perplejo.
—¿Qué he hecho
yo para merecer esto? —se lamentó—. Me meto en un edificio, y se lo llevan.
—No les
preocupa lo que has hecho —dijo Roosta—, sino lo que vas a hacer.
—¿Y yo no tengo
nada que decir al respecto?
—Ya lo hiciste,
hace años. Será mejor que te agarres, vamos a hacer un viaje rápido y agitado.
—Si alguna vez
me encuentro conmigo mismo —dijo Zaphod—, me sacudiré tan fuerte, que no sabré
con qué me han golpeado.
Marvin entró
pesadamente por la puerta, lanzó a Zaphod una mirada acusadora, se dejó caer en
un rincón y se desconectó.
En el puente
del Corazón de Oro todo estaba en silencio. Arthur miró al pequeño atril que
tenía delante y se puso a meditar. Se cruzó con la mirada inquisitiva de
Trillian. Desvió la vista y volvió a mirar al atril.
Por fin lo vio.
Cogió cinco
cuadraditos de plástico y los dispuso en el tablero que estaba justo delante de
la rejilla.
Los cinco
cuadrados tenían las letras E, X, Q, U e I. Los puso junto a las letras S, I,
T, O.
—Exquisito
—dijo—, y completo tres palabras. Me parece que va a sumar un montón.
La nave se
balanceó y algunas letras se desperdigaron por enésima vez.
Trillian
suspiró y empezó a colocarlas de nuevo.
Por los
pasillos silenciosos resonaban los pasos de Ford Prefect, que acechaba los
enormes instrumentos inactivos de la nave.
¿Por qué seguía
estremeciéndose la nave?, pensó.
¿Por qué se
balanceaba y sacudía?
¿Por qué no
podía averiguar dónde estaban? Y sobre todo, ¿Dónde estaban?
La torre
izquierda de las oficinas de la Guía del autoestopista galáctico surcaba el
espacio interestelar a una velocidad jamás igualada, antes o después, por
ningún otro edificio de oficinas del Universo.
A media altura
de la torre, Zaphod Beeblebrox paseaba colérico por un despacho.
Roosta estaba
sentado en el borde del escritorio haciendo unos remiendos rutinarios en la
toalla.
—Oye, ¿adonde
dijiste que llevaban este edificio? —preguntó Zaphod.
—A la
Ranestrella —dijo Roosta—, el lugar más enteramente diabólico del Universo.
—¿Hay comida
aquí? —preguntó Zaphod.
—¿Comida? ¿Vas
a la Ranestrella y te preocupa si hay comida?
—Sin comida
quizá no llegue a la Ranestrella.
Por la ventana
no podían ver nada, aparte de la luz parpadeante del haz de energía y de vagas
manchas grises que presumiblemente eran las formas distorsionadas de los Cazas
Ranestelares. A aquella velocidad el espacio mismo era invisible, y desde luego
irreal.
—Toma, chupa
esto —dijo Roosta, ofreciendo su toalla a Zaphod.
Zaphod lo miró
con fijeza, como si esperara que un cuco saliera de un muellecito por su
frente.
—Está empapada
en sustancias nutritivas —explicó Roosta.
—¿Es que eres
de esos que comen porquerías, o algo así? —inquirió Zaphod.
—Las franjas amarillas
son ricas en proteínas, las verdes tienen complejos de vitamina B y C, las
florecitas rosas contienen extracto de germen de trigo.
Zaphod la cogió
y la miró estupefacto.
—¿Qué son las
manchas marrones? —preguntó.
—Salsa
Bar-B-Coa —dijo Roosta—, para cuando me harto de germen de trigo.
Zaphod lo olió
con aire de duda.
Con más dudas
aún, chupó una esquina. Escupió.
—¡Uf! —declaró.
—Sí —admitió
Roosta—. Cuando tengo que chupar ese extremo, también necesito sorber un poco
el otro.
—¿Por qué? ¿Qué
tiene? —inquirió Zaphod, receloso.
—Antidepresivos
—dijo Roosta.
—Mira, ya he
tenido bastante de esta toalla —dijo Zaphod, devolviéndosela.
Roosta la
cogió, bajó del escritorio, lo rodeó, se sentó en el sillón y puso los pies
encima de la mesa.
—Beeblebrox —dijo,
poniéndose las manos en la nuca—, ¿tienes idea de lo que va a pasarte en la
Ranestrella?
—¿Van a darme
de comer? —aventuró Zaphod, esperanzado.
—Van a darte de
comer —dijo Roosta— en el Vórtice de la Perspectiva Total.
Zaphod nunca
había oído hablar de eso. Creía conocer todas las cosas divertidas de la
Galaxia, de manera que supuso que el Vórtice de la Perspectiva Total no era
agradable. Preguntó a Roosta qué era.
—No es sino la
tortura más cruel que puede soportar un ser consciente —explicó Roosta.
Zaphod asintió
resignadamente con las cabezas.
—De modo que no
hay comida, ¿eh? —dijo.
—¡Escucha
—exclamó Roosta en tono apremiante—, se puede matar a un hombre, destruir su
cuerpo, doblegar su espíritu, pero el Vórtice de la Perspectiva Total puede
aniquilar su alma ¡El tratamiento es cuestión de segundos, pero sus efectos
duran toda la vida!
—¿Has tomado
alguna vez un detonador gargárico pangaláctico? —preguntó bruscamente Zaphod.
—Eso es aún
peor.
—¡Vaya!
—admitió Zaphod, muy impresionado.
—¿Tienes alguna
idea de por qué quieren esos tipos hacerme eso? —añadió un momento después.
—Creen que es
la mejor manera de aniquilarte para siempre. Saben lo que te propones.
—¿Podrías
pasarme una nota para que yo lo supiera también?
—Lo sabes,
Beeblebrox —dijo Roosta—, lo sabes. Quieres ver al hombre que rige el Universo.
—¿Sabe guisar?
—inquirió Zaphod.
Tras un momento
de reflexión, añadió como para sí mismo:
—Lo dudo. Si
supiera preparar una buena comida, no se preocuparía del resto del Universo.
¡Quiero ver a un cocinero!
Roosta respiró
fuerte.
—De todos
modos, ¿qué estás haciendo tú aquí? —preguntó Zaphod—. ¿Qué tiene que ver
contigo todo esto?
—Yo soy uno de
los que planearon este asunto, junto con Zarniwoop, Yooden Vranx, tu bisabuelo
y tú mismo, Beeblebrox.
—¿Yo?
—Sí, tú. Me
dijeron que habías cambiado, pero no me imaginaba cuánto...
—Pero...
—Estoy aquí
para cumplir una misión. La llevaré a cabo antes de separarme de ti.
—¿Qué misión,
hombre, de qué estás hablando?
—La cumpliré
antes de separarme de ti.
Roosta se sumió
en un silencio impenetrable. Zaphod se sentía tremendamente contento.
9
En el segundo
planeta del sistema de la Ranestrella, el aire era rancio e insalubre.
El viento
húmedo que barría continuamente la superficie, pasaba sobre bancos de sal,
marismas secas, marañas de vegetación corrompida y ruinas desmoronadas de
ciudades demolidas. Ni rastro de vida se movía por el territorio. El suelo,
como el de muchos planetas de esa parte de la Galaxia, hacía tiempo que era
desértico.
El aullido del
viento era bastante desolado cuando sus ráfagas entraban en las viejas casas
destruidas de las ciudades; y más triste aún cuando soplaba por la parte baja
de las altas torres negras que oscilaban precariamente en algunos puntos de la
superficie de aquel mundo. En la cima de tales torres habitaban colonias de
pájaros descarnados, grandes y malolientes; eran los únicos supervivientes de
una civilización que antiguamente vivía allí.
Sin embargo, el
gemido del viento era más penoso cuando pasaba por un lugar semejante a un
grano, situado en medio de una amplia llanura gris en las afueras de la más
grande de las ciudades abandonadas.
El sitio
semejante a un grano era lo que le había ganado a aquel mundo la fama de ser el
lugar más enteramente diabólico de la Galaxia. Desde fuera, era simplemente una
cúpula de acero de unos diez metros de diámetro. Desde dentro, era algo mucho
más monstruoso de lo que la mente es capaz de imaginar.
A unos cien
metros de distancia, y separada por una franja de tierra agujereada, marchita y
enteramente yerma, había lo que podría describirse como una especie de pista de
aterrizaje. Es decir, en una zona más bien extensa se veían dispersas las
ruinas desgarbadas de dos o tres docenas de edificios sobre los que se
realizaban aterrizajes de emergencia.
Por encima y en
torno de aquellos edificios, revoloteaba una mente, un espíritu que estaba
esperando algo.
La mente
dirigió su atención al espacio, y al poco tiempo apareció una mancha rodeada de
un anillo de manchas más pequeñas.
La mancha grande
era la torre izquierda del edificio de oficinas de la Guía del autoestopista
galáctico, que descendía por la estratosfera del Mundo Ranestelar B.
Mientras perdía
altura, Roosta rompió súbitamente el largo e incómodo silencio que se había
alzado entre ambos hombres.
Se puso en pie
y guardó la toalla en una bolsa.
—Beeblebrox
—dijo—, voy a cumplir la misión para la cual me enviaron.
Zaphod lo miró
desde el rincón donde estaba sentado, compartiendo pensamientos silenciosos con
Marvin.
—¿Sí? —dijo.
—Dentro de poco
aterrizará el edificio. Cuando salgas, no lo hagas por la puerta; sal por la
ventana —le dijo Roosta, y añadió: ¡Buena suerte!
Salió por la
puerta y desapareció de la vida de Zaphod de manera tan misteriosa como había
entrado en ella.
Zaphod se incorporó
de un salto y trató de abrir la puerta, pero Roosta ya la había cerrado. Se
encogió de hombros y volvió al rincón.
Dos minutos
después, el edificio realizó un aterrizaje de emergencia entre las demás
ruinas. La escolta de Cazas Ranestelares desactivó los haces de energía y
volvió a elevarse en el aire con rumbo al Mundo Ranestelar A, un sitio
definitivamente más agradable. Jamás aterrizaban en el Mundo Ranestelar B.
Nadie lo hacía. Nadie andaba nunca por su superficie, salvo las futuras
víctimas del Vórtice de la Perspectiva Total.
Zaphod quedó
bastante conmocionado por el aterrizaje. Se tumbó durante un rato sobre los
escombros silenciosos y polvorientos a que había quedado reducida la mayor
parte de la habitación. Pensó que se encontraba en el punto más bajo que había
alcanzado en su vida. Se sentía aturdido, solo y despreciado. Finalmente, juzgó
que debería enfrentarse con lo que le esperaba.
Examinó la
habitación, resquebrajada y derruida. La pared había caído en torno al marco de
la puerta, que estaba abierta de par en par. Por un milagro, la ventana estaba
cerrada e intacta. Vaciló durante un rato, luego pensó que si su extraño y
reciente compañero había pasado por todo lo que había pasado sólo para decirle
lo que le había dicho, debía existir una buena razón para ello. Con ayuda de
Marvin abrió la ventana. Afuera, la nube de polvo levantada por el aterrizaje y
las ruinas de los demás edificios que rodeaban al suyo, impidieron
efectivamente que Zaphod viera nada del mundo exterior.
No es que
aquello le inquietara excesivamente. Su preocupación fundamental era lo que vio
al mirar hacia abajo. El despacho de Zarniwoop estaba en el piso quince. El
edificio había aterrizado con una inclinación de cuarenta y cinco grados, pero
de todos modos la idea del descenso quitaba el aliento.
Por fin,
acuciado por la continua serie de miradas desdeñosas que Marvin parecía
lanzarle, respiró hondo y gateó por el costado del edificio, bastante empinado.
Marvin le siguió, y juntos empezaron a bajar reptando, lenta y penosamente, los
quince pisos que los separaban del suelo.
Al arrastrarse,
el polvo y el aire húmedo le sofocaban los pulmones; le escocían los ojos y la
aterradora distancia hasta abajo hacía que las cabezas le dieran vueltas.
Los ocasionales
comentarios de Marvin del tipo de: «¿Es ésta la clase de cosas que os gustan a
las formas vivientes? Lo pregunto sólo para saberlo», hacían poco por mejorar
su estado de ánimo.
Hacia la mitad
de la bajada del edificio resquebrajado hicieron una pausa para descansar. Mientras
permanecía allí tumbado, jadeando de miedo y agotamiento, pensó Zaphod que
Marvin parecía una pizca más alegre que de costumbre. Luego se dio cuenta de
que no era así. El robot sólo parecía animado en comparación con su propio
estado de ánimo.
Un pájaro
negro, grande y huesudo, apareció aleteando entre las nubes de polvo que iban
asentándose lentamente, y, estirando las patas larguiruchas, se posó en el
saliente de una ventana inclinada, a un par de metros de Zaphod. Recogió las
desgarbadas alas y se tambaleó torpemente en su percha.
Sus alas debían
tener una envergadura de unos dos metros, y su cabeza y cuello parecían
curiosamente alargados para un ave. Tenía la cara plana, el pico sin
desarrollar y, hacia la mitad de la parte interior de las alas, se veían
claramente los vestigios de algo parecido a una mano.
En realidad,
tenía un aspecto casi humano.
Dirigió a
Zaphod sus ojos tristes e hizo sonar el pico de forma esporádica.
—Lárgate —dijo
Zaphod.
—Vale —murmuró
el pájaro de mal talante, remontando de nuevo el vuelo entre el polvo.
Zaphod le vio
marcharse, estupefacto.
—¿Acaba de
hablarme ese pájaro? —preguntó nerviosamente a Marvin. Estaba perfectamente
preparado para creer la explicación alternativa: que en realidad tenía
alucinaciones.
—Sí —confirmó
Marvin.
—Pobrecitos
—dijo al oído de Zaphod una voz etérea y profunda.
Al volverse
bruscamente para buscar el origen de la voz, Zaphod estuvo a punto de caerse
del edificio. Se agarró furiosamente al saliente de una ventana y se cortó la
mano. Siguió agarrado, jadeando pesadamente.
La voz no tenía
origen alguno; allí no había nadie. Sin embargo, volvió a hablar.
—Tienen una
historia trágica, ¿sabes? Una desgracia terrible.
Zaphod miró
desatinadamente a todos lados. La voz era profunda y tranquila. En otras
circunstancias la habría descrito como tranquilizadora. Sin embargo, no hay
nada tranquilizador en que le hable a uno una voz sin cuerpo, en especial
cuando uno no está, como Zaphod Beeblebrox, en su mejor momento y agarrado a un
saliente del octavo piso de un edificio estrellado.
—Eh, hummm...
—tartamudeó.
—¿Quieres que
te cuente su historia? —preguntó la voz en tono sosegado.
—Oye, ¿quién
eres? —jadeó Zaphod—. ¿Dónde estás?
—Tal vez
después, entonces —murmuró la voz—. Me llamo Gargrabar. Soy el Guardián del
Vórtice de la Perspectiva Total.
—¿Por qué no
puedo ver...?
—Encontrarás
mucho más fácil el descenso del edificio —dijo la voz, elevándose—, si te
desplazas unos dos metros a tu izquierda. ¿Por qué no lo intentas?
Zaphod miró y
vio una serie de breves ranuras horizontales que iban hasta el suelo a todo lo
largo del costado del edificio.
Agradecido, se
dirigió hacia ellas.
—¿Por qué no
volvemos a vernos abajo? —le dijo la voz al oído, y desapareció en cuanto
terminó de hablar.
—¡Eh! —llamó
Zaphod—. ¿Dónde estás...?
—Sólo tardarás
un par de minutos... —dijo la voz, que se oyó muy débil.
—Marvin —dijo
Zaphod gravemente al robot, que iba en cuclillas y abatido a su lado—,
¿acaba... una... voz... de...?
—Sí —replicó
secamente Marvin.
Zaphod asintió
con las cabezas. Volvió a sacar sus gafas de sol Sensibles al Peligro. Estaban
completamente negras y ya muy arañadas por el inesperado objeto de metal que
guardaba en el bolsillo. Se las puso. Bajaría el edificio con mayor comodidad
si no tenía que mirar lo que estaba haciendo.
Minutos después
apareció entre los resquebrajados y deformados cimientos del edificio; se quitó
las gafas de nuevo y saltó al suelo.
Marvin se
reunió con él un momento después y quedó tumbado de cara al polvo y a los
escombros, posición que no parecía inclinado a abandonar.
—Ah, estás ahí
—dijo de pronto la voz, al oído de Zaphod—. Disculpa por haberte dejado así, es
que tengo mala cabeza para las alturas —y añadió, añorante—: Al menos tenía
mala cabeza para las alturas.
Zaphod miró
alrededor lenta y cuidadosamente, sólo para ver si se le había escapado algo
que pudiera ser el origen de la voz. Pero todo lo que vio fue polvo, escombros
y las altas ruinas de los edificios circundantes.
—Oye, humm,
¿por qué no puedo verte? —preguntó—. ¿Por qué no estás aquí?
—Estoy aquí
—dijo la voz, despacio—. Mi cuerpo quería venir, pero está algo ocupado en este
momento. Cosas que hacer, gente que ver. —Tras de lo que pareció ser una
especie de suspiro etéreo, añadió—: Ya sabes lo que pasa con los cuerpos.
Zaphod no
estaba seguro.
Creía que sí.
—Sólo espero
que haga una cura de reposo —prosiguió la voz—. Por la vida que lleva
últimamente, debe estar en las primeras.
—¿En las
primeras? —dijo Zaphod—. ¿No querrás decir en las últimas?
La voz no dijo
nada durante un rato. Zaphod miró intranquilo a su alrededor. No sabía si se
había marchado, si aún estaba allí o qué estaba haciendo. Luego, la voz volvió
a hablar.
—De modo que tú
eres el que hay que meter en el Vórtice, ¿no?
—Pues, humm
—dijo Zaphod en una tentativa muy pobre por parecer indiferente—, eso no tiene
prisa, ¿sabes? Podía dar un paseo por aquí y contemplar el paisaje, ¿te parece?
—¿Has echado
una mirada al paisaje? —le preguntó la voz de Gargrabar.
—Pues no.
Zaphod subió a
un montón de escombros y dio la vuelta a la esquina de uno de los edificios en
ruinas que le impedían la visión.
Miró el paisaje
del Mundo Ranestelar B.
—Bueno, vale
—dijo—. Entonces sólo daré un paseo por aquí.
—No —dijo
Gargrabar—, el Vórtice te está esperando. Debes venir. Sígueme.
—¿Ah, sí? —dijo
Zaphod—. ¿Y cómo lo haré?
—Yo murmuraré
—dijo Gargrabar—. Sigue el murmullo.
Un sonido suave
y lastimero vagó por el aire; un susurro triste que parecía carecer de centro.
Sólo si escuchaba con mucha atención podía Zaphod detectar la dirección de
donde venía. Despacio, aturdido, lo siguió tambaleándose. ¿Qué otra cosa podía
hacer?
10
El Universo,
como ya hemos observado antes, es un lugar inabarcablemente grande, hecho que
la mayoría de la gente tiende a ignorar en beneficio de una vida tranquila.
Mucha gente se
mudaría contenta a otro sitio bastante más pequeño de su propia invención, cosa
que realmente hace la mayoría de los individuos.
Por ejemplo, en
un rincón del extremo oriental de la Galaxia está el planeta Oglarún, un enorme
bosque cuya población «inteligente» vive siempre en un nogal bastante pequeño y
lleno hasta los topes. En ese árbol nacen, viven, se enamoran, tallan en la
corteza diminutos artículos especulativos sobre el sentido de la vida, la
inutilidad de la muerte y la importancia del control de natalidad, libran unas
cuantas guerras sumamente insignificantes y al fin mueren atados a la parte
oculta de las ramas exteriores menos accesibles.
En realidad,
los únicos oglarunianos que salen del árbol son aquellos expulsados por el
nefando delito de preguntarse si existe otro árbol que contenga algo más que
las ilusiones producidas por comer demasiadas oglanueces.
Por extraña que
pueda parecer dicha conducta, en la Galaxia no existen formas de vida que no
sean en cierto modo culpables de lo mismo, y por eso es tan terrible el Vórtice
de la Perspectiva Total.
Porque cuando
introducen a alguien en el Vórtice, le ofrecen un atisbo momentáneo de toda la
inimaginable infinitud de la creación, y en alguna parte de ella hay una notita
diminuta, una mancha microscópica sobre una mancha microscópica, que dice:
«Estás aquí.»
La gran llanura
gris se extendía ante Zaphod: en ruinas, destrozada. El viento la azotaba con
violencia.
En medio se
veía el grano acerado de la cúpula. Allí era adonde iba, pensó Zaphod. Aquello
era el Vórtice de la Perspectiva Total.
Mientras estaba
mirándola con aire sombrío, súbitamente salió de ella un aullido inhumano de
terror, como de un hombre a quien separasen a fuego el alma del cuerpo. El
grito se elevó por encima del viento y fue apagándose.
Zaphod sintió
un sobresalto de miedo y le pareció que la sangre se le hacía helio líquido.
—¡Eh! ¿Qué ha
sido eso? —masculló sordamente.
—Una grabación
del último que metieron en el Vórtice —explicó Gargrabar—. Siempre se le pone a
la víctima siguiente. Es una especie de preludio.
—Pues sonaba
francamente mal... —tartamudeó Zaphod—. ¿No podríamos largarnos un rato a una
fiesta o algo así, para pensarlo?
—Por lo que me
figuro —dijo la voz etérea de Gargrabar— es posible que yo esté en una. Es
decir, mi cuerpo. Va a muchas fiestas sin mí. Dice que lo único que hago es
estorbar. Ya ves.
—¿Qué es todo
eso de tu cuerpo? —preguntó Zaphod— deseoso de aplazar lo que fuese a
ocurrirle.
—Pues se
trata... de que está muy ocupado, ¿sabes? —contestó Gargrabar, titubeando.
—¿Quieres decir
que tiene una mente propia? —dijo Zaphod.
Hubo un
silencio largo y un tanto glacial.
—Tengo que
decir —repuso al fin Gargrabar— que esa observación me parece de muy mal gusto.
Zaphod masculló
una disculpa confusa y avergonzada.
—No importa
—dijo Gargrabar—, no tenías por qué saberlo.
La voz
revoloteó insatisfecha.
—Lo cierto es
—prosiguió en un tono que sugería que intentaba dominarla con todas sus
fuerzas—, lo cierto es que en estos momentos pasamos por un período de
separación legal. Sospecho que terminará en divorcio.
La voz volvió a
apagarse, y Zaphod quedó sin saber qué decir. Emitió un murmullo confuso.
—Creo que no
estamos hechos el uno para el otro —continuó al cabo Gargrabar—; nunca hemos
sido felices haciendo las mismas cosas. Siempre hemos tenido unas discusiones
formidables sobre la pesca y la sexualidad. Al fin tratamos de combinar las dos
cosas, pero como puedes imaginarte, no fue más que un desastre. Y ahora mi
cuerpo se niega a dejarme entrar. Ni siquiera quiere verme...
Volvió a hacer
otra pausa dramática. El viento azotaba la llanura.
—Dice que sólo
le produzco inhibiciones. Le señalé que yo sólo quería habitarlo, y contestó
que eso era exactamente la clase de observación sabihonda que le sale a un
cuerpo por la aleta izquierda de la nariz, de modo que lo dejamos.
Probablemente le concederán la custodia de mi nombre.
—Vaya... —dijo
Zaphod, débilmente—; ¿y cuál es?
—Pispote —dijo
la voz—. Me llamo Pispote Gargrabar. Lo dice todo, ¿no es cierto?
—Hummm... —dijo
Zaphod en tono comprensivo.
—Y por eso es
por lo que, al ser una mente sin cuerpo, me han encomendado el trabajo de
Guardián del Vórtice de la Perspectiva Total. Nadie pisará nunca el suelo de
este planeta. Salvo las víctimas del Vórtice, que en realidad no cuentan, según
me temo.
—Ah...
—Te contaré la
historia. ¿Te gustaría oírla?
—Pues...
—Hace muchos
años, éste era un planeta próspero y feliz; era un mundo normal en el que había
gente, ciudades y tiendas. Pero en las calles elegantes de las ciudades había
más zapaterías de las estrictamente necesarias. Y poco a poco, de manera
insidiosa, fue aumentando el número de tales comercios. Es un fenómeno
económico bien conocido pero trágico de ver en la práctica, porque cuantas más
zapaterías había, más zapatos tenían que fabricar y más incómodos de llevar
resultaban. Y cuanto más se gastaban, más calzado compraba la gente y más
tiendas proliferaban, hasta que toda la economía del planeta traspasó lo que,
según creo, se denomina Horizonte de la Competencia de Zapatos, y ya no fue
económicamente posible fabricar algo que no fuesen zapatos. Consecuencia:
fracaso, ruina y hambre. Murió la mayor parte de la población. Los pocos que
tenían el tipo adecuado de inestabilidad genética se transformaron en pájaros,
de los que ya has visto algunos, que maldijeron sus pies, renegaron del suelo y
juraron no volver a pisarlo. Pobrecillos. Pero, vamos, tengo que conducirte al
Vórtice.
Zaphod meneó
estupefacto una cabeza y avanzó tambaleante por la llanura.
—Y tú procedes
de este agujero repugnante, ¿verdad? —preguntó.
—No, no
—contestó Gargrabar, desconcertado—. Soy del Mundo Ranestelar C. Un sitio
precioso. Con una pesca fantástica. Al atardecer, revoloteo hacia allá. Aunque
lo único que puedo hacer ahora es mirar. El Vórtice de la Perspectiva Total es
lo único que tiene alguna función en este planeta. Se construyó aquí porque
nadie lo quería tener a la puerta de casa.
En aquel
momento, otro grito deprimente rasgó el aire y Zaphod se estremeció.
—¿Qué daño puede
hacer eso a un individuo? —masculló.
—El Universo
—dijo simplemente Gargrabar—, todo el Universo infinito. Los soles infinitos,
las distancias infinitas que los separan, mientras que tú eres un punto
invisible dentro de un punto invisible, infinitamente pequeño.
—Pero, hombre,
¿sabes que soy Zaphod Beeblebrox? —murmuró Zaphod, tratando de airear los
últimos restos de su amor propio.
Gargrabar no
replicó, limitándose a proseguir su lúgubre murmullo hasta que llegaron a la
descolorida cúpula de acero en medio de la llanura.
Cuando
llegaron, se abrió a un costado una puerta susurrante, revelando una pequeña
cámara en sombras.
—Entra —dijo
Gargrabar.
Zaphod sintió
un sobresalto de terror.
—Pero, cómo,
¿ahora? —dijo.
—Ahora.
Zaphod atisbó
nervioso al interior. La cámara era muy pequeña. Estaba forrada de acero y
apenas tenía espacio para más de una persona.
—Pues...
humm..., no me parece ninguna clase de Vórtice —dijo Zaphod.
—No lo es; es
el ascensor —informó Gargrabar—. Entra.
Con ansiedad
infinita, Zaphod entró. Era consciente de que Gargrabar estaba con él en el
vehículo, aunque el hombre sin cuerpo no hablaba.
El ascensor
empezó a bajar.
—Tengo que
ponerme en el estado de ánimo apropiado para esto —murmuró Zaphod.
—No existe
estado de ánimo apropiado —dijo severamente Gargrabar.
—Verdaderamente,
sabes cómo hacer que un individuo se sienta mal.
—Yo no. Es el
Vórtice.
Al final del
pozo, se abrió la parte de atrás del ascensor y Zaphod se encontró en una
cámara más bien pequeña, funcional y forrada de acero.
En un extremo
se levantaba un cajón de acero colocado en sentido vertical, con el tamaño
suficiente para que un hombre cupiera de pie.
Era así de
sencillo.
Estaba
conectado a un pequeño montón de elementos y de instrumentos mediante un cable
grueso.
—¿Es esto?
—preguntó Zaphod, sorprendido.
—Eso es.
No tiene tan
mal aspecto, pensó Zaphod.
—¿Y tengo que
entrar ahí? —preguntó Zaphod.
—Tienes que
entrar ahí —confirmó Gargrabar—. Y me temo que debes hacerlo ahora mismo.
—Vale, vale
—dijo Zaphod.
Abrió la puerta
del cajón y entró.
Una vez dentro,
esperó.
Al cabo de
cinco segundos hubo un ruidito y todo el Universo estaba con él en el cajón.
11
El Vórtice de
la Perspectiva Total obtiene la imagen de la totalidad del Universo mediante el
principio de análisis de la extrapolación de la materia.
En otras
palabras, como toda partícula de materia del Universo recibe cierta influencia
de los demás fragmentos de materia del Universo, en teoría es posible
extrapolar el conjunto de la creación: todos los soles, todos los planetas, sus
órbitas, su composición, su economía y su historia social de, digamos, una
pequeña porción de tarta.
El inventor del
Vórtice de la Perspectiva Total ideó la máquina con la intención fundamental de
molestar a su mujer.
Trin Trágula,
que así se llamaba, era un soñador, un pensador, un filósofo especulativo o,
tal como le definía su mujer, un idiota.
Su esposa le
importunaba de continuo por la cantidad de tiempo absolutamente disparatada que
dedicaba a mirar las estrellas, a meditar sobre el mecanismo de los imperdibles
o a realizar análisis espectrográficos de porciones de tarta.
—¡Ten un poco
de sentido de la proporción! —solía decirle, en ocasiones con una frecuencia de
treinta y ocho veces al día.
Y por eso
construyó el Vórtice de la Perspectiva Total, para darle una lección.
En un extremo
conectó toda la realidad extrapolada de una porción de tarta, y en el otro
conectó a su mujer. De manera que, cuando lo puso en funcionamiento, su mujer
vio en un instante toda la creación infinita y a ella misma en relación con el
Universo.
Para horror de
Trin Trágula, la conmoción aniquiló totalmente el cerebro de su mujer; pero
para su satisfacción, comprobó que había demostrado de manera concluyente que
si la vida existe en un Universo de tales dimensiones, en ella no puede caber
el sentido de la proporción.
La puerta del
Vórtice se abrió de par en par.
Con su mente
desprovista de cuerpo, Gargrabar observaba sombríamente. En cierta extraña
manera, Zaphod le había gustado bastante. Estaba claro que se trataba de un
hombre de cualidades, aunque en su mayor parte fueran malas.
Esperaba que se
desplomase al salir del cajón, como solían hacer todos.
Sin embargo,
salió andando.
—¡Qué hay!
—dijo.
—¡Beeblebrox...!
—jadeó estupefacta la mente de Gargrabar.
¿Podría beber
algo, por favor? —preguntó Zaphod.
—Tú..., tú...,
¿has estado en el Vórtice? —tartamudeó Gargrabar.
—Ya me has
visto, muchacho.
—¿Y funcionaba?
—Claro que sí.
—¿Y has visto
toda la creación infinita?
—Pues claro.
¿Sabes que es verdaderamente muy bonita?
La mente de
Gargrabar daba vueltas de asombro. Si le hubiera acompañado su cuerpo, se
habría sentado pesadamente con la boca abierta.
—¿Y te has
visto en relación con ella? —inquirió Gargrabar.
—Ah, sí, sí.
—Pero... ¿qué
has experimentado?
Zaphod se encogió
de hombros con aire de presunción.
—No me ha dicho
cosas que no supiera de siempre. Soy un tipo verdaderamente magnífico y
formidable. ¿Es que no te he dicho, hombre, que soy Zaphod Beeblebrox?
Su mirada
recorrió las máquinas que suministraban energía al Vórtice y se detuvo de
repente, pasmada.
Respiró fuerte.
—Oye —dijo—,
¿es esto una verdadera porción de tarta?
Se precipitó
sobre el pequeño trozo de pastel y lo apartó de los sensores que lo rodeaban.
—Si te contara
cuánto lo necesito —dijo hambriento—, no tendría tiempo de comérmelo.
Se lo comió.
12
Poco tiempo
después corría por la llanura en dirección a la ciudad en ruinas.
El aire húmedo
le hacía resollar con dificultad, y daba frecuentes tropezones por el
agotamiento que aún sentía. Empezaba a caer la noche, y el áspero terreno era
traicionero.
Pero todavía le
inundaba el júbilo de su reciente experiencia. Todo el Universo. Había visto
cómo el Universo entero se extendía hasta el infinito delante de él: todo lo
existente. Y la visión le reveló el nítido y extraordinario conocimiento de que
él era lo más importante de su contenido. El tener una personalidad engreída es
una cosa. Y que lo dijera una máquina es otra.
No tuvo tiempo
de meditar sobre ello.
Gargrabar le
había dicho que tenía que poner lo sucedido en conocimiento de sus jefes, pero
que estaba dispuesto a dejar pasar un tiempo razonable antes de hacerlo. El
suficiente para dar oportunidad a Zaphod de encontrar un sitio donde ocultarse.
No tenía idea
de lo que iba a hacer, pero el saber que era la persona más importante del
Universo le daba confianza para creer que encontraría algo.
En aquel
planeta marchito no había más razones para sentirse optimista.
Siguió
corriendo y pronto llegó a las afueras de la ciudad abandonada.
Avanzó por
carreteras llenas de socavones y salpicada de largos hierbajos, con hoyos
repletos de zapatos podridos. Los edificios por los que pasaba estaban tan
desmoronados y decrépitos, que consideró poco seguro entrar en alguno. ¿Donde
podría esconderse? Siguió de prisa.
Al cabo del
rato, los restos de una ancha carretera general arrancaban de la que él
recorría, y a su extremo había un edificio bajo rodeado de otros más pequeños y
variados, cercados todos por las ruinas de una valla circular. El edificio
principal parecía medianamente sólido, y Zaphod se desvió para ver si podía
proporcionarle..., bueno, nada.
Se acercó al
edificio. A un costado, que parecía ser la entrada principal pues tenía delante
una gran zona de cemento, había tres puertas gigantescas de unos veinte metros
de altura. Estaba abierta la del extremo, y hacia ella corrió Zaphod.
Dentro todo era
confusión, polvo y tinieblas. Enormes telas de araña lo cubrían todo. Parte de
la infraestructura del edificio estaba derruida, había un boquete en la pared
trasera y centímetros de polvo, denso y asfixiante, cubrían el suelo.
Entre las
sombras espesas se vislumbraban formas vagas, cubiertas de escombros.
Unas formas
eran cilíndricas, otras bulbosas y otras parecían huevos; más precisamente,
huevos rotos. La mayoría estaban abiertas o desgarradas, otras eran simples
esqueletos.
Todas eran
astronaves, abandonadas.
Zaphod avanzó,
frustrado, entre aquellos armatostes. Nada había que pudiera ser remotamente
útil. Hasta la simple vibración de sus pasos causaba que los precarios restos
se desmoronaran más sobre sí mismos.
Hacia la parte
de atrás del edificio yacía una vieja nave, algo mayor que las demás y
enterrada bajo más espesos montones de polvo y de telas de araña. Sin embargo,
sus contornos parecían intactos. Zaphod se acercó a ella con interés, y en el
camino tropezó con un cable.
Trató de
apartarlo y descubrió con sorpresa que seguía conectado a la nave.
Para su entera
satisfacción, oyó que el cable emitía un murmullo ligero.
Incrédulo, miró
fijamente a la nave y luego al cable que tenía entre las manos.
Se quitó la
chaqueta y la tiró a un lado. Se puso a gatas y empezó a seguir el cable hasta
el punto donde se juntaba con la nave. La conexión era firme y la leve
vibración del murmullo se hacía más nítida.
Su corazón
latía deprisa. Limpió unos tiznones y aplicó una oreja al costado de la nave.
Sólo oyó un ruido débil e indeterminado.
Revolvió
febrilmente los escombros que ocultaban el suelo y encontró un trozo de tubo y
una taza de plástico no biodegradable. Con ello fabricó una especie de
estetoscopio rudimentario y lo colocó contra el costado de la nave.
Lo que oyó le
trastornó las cabezas.
La voz dijo:
—Las Líneas de
Cruceros Interestelares piden disculpas a los viajeros por el continuo retraso
de este vuelo. En estos momentos esperamos que embarquen nuestra dotación de
servilletas de papel empapadas en limón, para su comodidad, refrescamiento e
higiene durante el viaje. Entretanto, les agradecemos su paciencia. La
tripulación volverá a servir en breve café y galletas.
Zaphod dio unos
pasos vacilantes hacia atrás, mirando perplejo a la nave.
Paseó durante
unos minutos, aturdido. De pronto vio un gigantesco cartel de salidas que aún
colgaba del techo, de un solo soporte. Estaba cubierto de mugre, pero todavía
se distinguían algunos números.
Los ojos de
Zaphod buscaron entre las cifras y luego hizo unos cálculos rápidos. Sus ojos
se abrieron como platos.
—Novecientos
años... —jadeó para sí. Era el retraso que llevaba la nave.
Dos minutos
después subía a bordo.
Al salir de la
esclusa neumática, sintió un aire fresco y sano: aún funcionaba el aire
acondicionado.
Las luces
seguían encendidas.
De la pequeña
cámara de entrada salió a un pasillo corto y estrecho que empezó a recorrer con
nerviosismo.
De repente se
abrió una puerta y una figura se plantó frente a él.
—Por favor,
señor, vuelva a su asiento —le dijo la azafata androide, que le dio la espalda
y echó a andar por el pasillo, delante de él.
Cuando su
corazón empezó a latir de nuevo, la siguió. La azafata abrió una puerta al
final del pasillo y pasó por ella.
Zaphod entró
después.
Estaban en el
compartimiento de pasajeros y el corazón de Zaphod volvió a pararse por un
momento.
En cada asiento
había un pasajero, con el cinturón abrochado.
Los viajeros
tenían el cabello largo y despeinado y las uñas largas. Los hombres llevaban
barba.
Saltaba a la
vista que todos estaban vivos, pero dormidos.
Zaphod sintió
que le atenazaba el terror.
Avanzó por el
pasillo como en un sueño. Cuando llegó a la mitad, la azafata ya había llegado
al final. Se volvió y habló:
—Buenas tardes,
señoras y caballeros —dijo con voz dulce—. Gracias por soportar con nosotros
este pequeño retraso. Despegaremos en cuanto nos sea posible. Si gustan
despertarse, les serviré café y galletas.
Hubo un
murmullo leve.
En aquel
momento, todos los pasajeros despertaron.
Lo hicieron
gritando y tirando de los cinturones y de los dispositivos de mantenimiento
vital que los tenían firmemente sujetos a las butacas. Gritaron, chillaron y
aullaron hasta que Zaphod pensó que le iban a reventar los oídos.
Forcejearon y
se retorcieron mientras la azafata avanzaba con paciencia por el pasillo
colocando frente a cada uno una tacita de café y un paquete de galletas.
Entonces, uno
de ellos se levantó del asiento. Se volvió y miró a Zaphod.
A Zaphod se le
erizó la piel por entero, como si tratara de desprenderse de su cuerpo. Se dio
la vuelta y salió a escape de aquella jaula de grillos.
Se precipitó
por la puerta y llegó al pasillo de antes.
El hombre lo
persiguió.
Corrió frenéticamente
hasta el final del pasillo y rebasó la cámara de entrada. Llegó al
compartimiento de pilotaje, cerró la puerta de golpe y la aseguró. Se apoyó
contra ella, jadeando.
Al cabo de unos
segundos, una mano empezó a golpear la puerta.
Desde algún
sitio del compartimiento de pilotaje, una voz metálica se dirigió a él.
—No se permite
la entrada de pasajeros al compartimiento de pilotaje. Por favor, vuelva a su
asiento y espere a que despegue la nave. Están sirviendo café y galletas. Le
habla el piloto automático. Vuelva a su butaca, por favor.
Zaphod no dijo
nada. Respiraba con dificultad; a sus espaldas, la mano seguía llamando a la
puerta.
—Vuelva a su
asiento, por favor —repitió el piloto automático—. No se permite la entrada de
pasajeros al compartimiento de pilotaje.
—Yo no soy un
pasajero —jadeó Zaphod.
—Vuelva a su
butaca, por favor.
—¡Yo no soy un
pasajero! —repitió Zaphod, gritando.
—Vuelva a su
asiento, por favor.
—Yo no soy
un... Oye, ¿puedes oírme?
—Vuelva a su
butaca, por favor.
—¿Eres el piloto
automático? —preguntó Zaphod.
—Sí —dijo la
voz desde el cuadro de mandos.
—¿Estás al
cargo de esta nave?
—Sí —volvió a
decir la voz—; ha habido un retraso. Para su comodidad y conveniencia, se
mantiene temporalmente a los pasajeros en animación suspendida. Cada año se
sirve café y galletas, tras de lo cual se vuelve a los pasajeros a la animación
suspendida para que prosiga su comodidad y conveniencia. Se efectuará el
despegue cuando se haya completado el avituallamiento de la nave. Pedimos
disculpas por el retraso.
Zaphod se
retiró de la puerta, que ya habían dejado de golpear. Se acercó al cuadro de
mandos.
—¿Retraso?
—gritó—. ¿Has visto el mundo en que está la nave? Es un yermo, un desierto. Su
civilización ha perecido. ¡De ninguna parte traen servilletas de papel
empapadas en limón, hombre!
—Existen
probabilidades estadísticas —prosiguió el piloto, automático en tono severo— de
que surjan otras civilizaciones. Algún día habrá servilletas de papel empapadas
en limón. Hasta entonces tendremos un breve retraso. Vuelva a su asiento, por
favor.
—Pero...
Pero en aquel
momento se abrió la puerta. Zaphod dio media vuelta y delante de él vio al
hombre que le había perseguido. Llevaba una cartera grande. Vestía con
elegancia y llevaba el cabello corto. No tenía barba ni las uñas largas.
—Zaphod
Beeblebrox —dijo—, soy Zarniwoop. Creo que querías verme.
Zaphod
Beeblebrox se quedó atónito. De sus bocas salieron palabras inconexas. Se
derrumbó en una silla.
—Vaya, hombre,
vaya. ¿De dónde sales? —preguntó.
—Te he estado
esperando aquí —dijo Zarniwoop con indiferencia.
Dejó la cartera
en el suelo y se sentó en otra silla.
—Me alegro de
que hayas seguido las instrucciones —prosiguió—. Estaba un poco nervioso por si
salías de mi despacho por la puerta en vez de por la ventana. Entonces habrías
tenido problemas.
Zaphod lo miró,
meneó las cabezas y farfulló algo.
—Cuando
entraste por la puerta de mi despacho, te introdujiste en mi Universo
sintetizado por medios electrónicos —le explicó; de haber salido por la puerta,
habrías vuelto al Universo real. El artificial funciona desde aquí.
Con aire
relamido, dio unos golpecitos a la cartera.
Zaphod le lanzó
una mirada de odio y rencor.
—¿Qué
diferencia hay? —murmuró.
—Ninguna —dijo
Zarniwoop—; son idénticos. Pero creo que en el Universo real los Cazas
Ranestelares son grises.
—¿Qué es lo que
pasa? —preguntó Zaphod.
—Algo muy
simple —repuso Zarniwoop.
Su aplomo y
presunción inflamaron de ira a Zaphod.
—Sencillamente
—continuó Zarniwoop—, descubrí las coordenadas en que podría encontrarse a ese
hombre, el que rige el Universo, y averigüé que su mundo estaba guardado por un
Campo de Improbabilidad. Para proteger mi secreto, y a mí mismo, me retiré al
refugio de este Universo enteramente artificial, ocultándome en una olvidada astronave
de línea. Estaba seguro. Entretanto, tú y yo...
—¿Tú y yo?
—repitió airadamente Zaphod—. ¿Quieres decir que te conozco?
—Sí —respondió
Zarniwoop—; nos conocemos bien.
—Carezco del
gusto —sentenció Zaphod, volviendo a caer en un silencio malhumorado.
—Entretanto, tú
y yo convinimos en que tú robaras la nave de la Energía de la Improbabilidad,
la única que podía llegar al mundo del dirigente, y me la trajeras aquí. Creo
que ya lo has hecho y te felicito.
Lanzó una
sonrisita con los labios apretados y Zaphod sintió deseos de darle con un
ladrillo en la boca.
—Ah, en caso de
que tengas curiosidad, este Universo se creó especialmente para que tú
vinieras. Por consiguiente, eres la persona más importante de este Universo
—añadió Zarniwoop con una sonrisa aún más ladrillable—. En el real no habrías
sobrevivido al Vórtice de la Perspectiva Total. ¿Nos vamos?
—¿A dónde?
—preguntó Zaphod en tono agrio. Se sentía fatal.
—A tu nave. Al
Corazón de Oro. Confío en que la habrás traído.
—No.
—¿Dónde está tu
chaqueta?
Zaphod le miró
con expresión confundida.
—¿Mi chaqueta?
Me la he quitado. Está ahí afuera.
—Bueno, vamos a
buscarla.
Zarniwoop se
puso en pie y le hizo un gesto a Zaphod para que le siguiera.
En la cámara de
entrada volvieron a oír los gritos de los pasajeros, a quienes se daba café y
galletas.
—El esperarte
no ha sido una experiencia agradable para mí —comentó Zarniwoop.
—¡Que no ha
sido una experiencia agradable para ti! —gritó Zaphod—. ¿Qué te has creído...?
Zarniwoop
levantó un dedo para imponerle silencio mientras la escotilla se abría de par
en par. A pocos metros de distancia vio entre los escombros la chaqueta de
Zaphod.
—Una nave muy
potente y notable —dijo Zarniwoop—. Fíjate.
Mientras
miraban, el bolsillo de la chaqueta empezó a aumentar de tamaño de forma
imprevista. Se desgarró, haciéndose jirones. El pequeño modelo metálico del
Corazón de Oro, que tanto sorprendió a Zaphod al encontrarlo en el bolsillo,
estaba creciendo.
Se alargó y
ensanchó. Al cabo de dos minutos, alcanzó su volumen normal.
—A una Escala
de Improbabilidad de —dijo Zarniwoop—, de... pues no sé, pero muy amplia.
Zaphod se
tambaleó.
—¿Es que la he
llevado conmigo encima todo el tiempo?
Zarniwoop
sonrió. Alzó la cartera y la abrió.
Pulsó un
interruptor que había dentro.
—¡Adiós, Universo
artificial —exclamó—; bienvenido sea el verdadero!
La escena
resplandeció débilmente ante sus ojos y volvió a aparecer exactamente como
antes.
—¿Ves? —dijo
Zarniwoop—. Es exactamente igual.
—¿Es que la he
llevado encima todo el tiempo? —repitió Zaphod con voz tensa.
—Pues claro
—contestó Zarniwoop—. De eso se trataba precisamente.
—Ya está bien
—dijo Zaphod—, puedes dejar de contar conmigo; de ahora en adelante no cuentes
conmigo. Ya estoy harto de todo esto, juega a tus propios juegos.
—Me temo que no
puedes abandonar —le advirtió Zarniwoop—, estás sujeto al Campo de
Improbabilidad. No puedes escapar.
Sonrió de la
forma que a Zaphod le producía ganas de darle un golpe en la boca, y esta vez
lo hizo.
13
Ford Prefect
irrumpió a saltos en el puente del Corazón de Oro.
—¡Trillian! ¡Arthur! —gritó—. ¡Ya funciona! ¡La nave se ha
reactivado!
Trillian y
Arthur estaban dormidos en el suelo.
—Venga,
muchachos, que nos vamos; estamos en marcha —dijo, dándoles con el pie para que
despertaran.
—¡Hola, chicos!
—gorjeó el ordenador—. Os aseguro que es verdaderamente magnífico estar de
nuevo con vosotros, y solo quiero decir que...
—Cierra el pico
—dijo Ford—. Dinos dónde demonios estamos.
—¡En el Mundo
Ranestelar B, menudo basurero! —exclamó Zaphod, que entraba en el puente a la
carrera—. Hola, muchachos, debéis estar tan asombrosamente contentos de verme,
que ni siquiera encontráis palabras para decirme lo estupendo que soy.
—¿Para decirte
qué? —dijo Arthur confusamente mientras se levantaba del suelo sin entender
nada de lo que pasaba.
—Sé cómo te
sientes —dijo Zaphod—. Soy tan estupendo que me quedo sin habla cuando charlo
conmigo mismo. Cómo me alegro de veros: Trillian, Ford, Hombre mono. Oye,
hummm, ¿ordenador...?
—Hola, mister
Beeblebrox. Señor, es un gran honor...
—Cierra la boca
y sácanos de aquí, deprisa, deprisa y deprisa.
—Eso está
hecho, compadre. ¿A dónde queréis ir?
—A cualquier
parte, no importa —gritó Zaphod; pero se corrigió—: ¡Claro que importa!
¡Queremos ir a comer al sitio más cercano!
—En seguida
—dijo alegremente el ordenador, y una explosión enorme sacudió el puente.
Un minuto
después, cuando Zarniwoop entró con un ojo a la funerala, contempló con interés
los cuatro jirones de humo.
14
Cuatro cuerpos
inertes se sumieron en una oscuridad vertiginosa. La conciencia se apagó, el
olvido arrojó los cuerpos al abismo del no ser. El rugido del silencio resonó
lúgubremente en torno a ellos hasta que por fin se hundieron en un mar profundo
y amargo de rojo inflamado que fue tragándoselos poco a poco y, al parecer,
para siempre.
Después de lo
que pareció una eternidad, el mar retrocedió y los dejó tendidos en una playa
dura y fría, como desechos flotantes de la Vida, del Universo y de Todo lo
demás.
Sufrieron
espasmos fríos; ante sus ojos bailaron luces repugnantes. La playa dura y fría
se inclinó, empezó a dar vueltas y luego quedó quieta. Emitió un brillo oscuro:
era una playa dura y fría, bien pulimentada.
Una mancha
verde los miró con desaprobación.
Tosió.
—Buenas tardes,
señora, caballeros —dijo—. ¿Tienen ustedes reserva?
Ford Prefect
recobró la conciencia de golpe, como si fuese una goma elástica; le dejó un
escozor en el cerebro. Aturdido, alzó los ojos hacia la mancha verde.
—¿Reserva?
—dijo débilmente.
—Sí, señor
—dijo la mancha verde.
—¿Es que se
necesita reserva para después de la muerte?
La mancha verde
enarcó las cejas con aire desdeñoso, en la medida en que eso es posible para
una mancha verde.
—¿Después de la
muerte, señor? —dijo.
Arthur Dent
luchaba cuerpo a cuerpo con su conciencia de la misma forma en que uno batalla
en el baño con una pastilla de jabón perdida.
—¿Es ésta la
vida futura? —tartamudeó.
—Pues me parece
que sí —dijo Ford Prefect, tratando de averiguar por dónde estaba la vertical.
Probó la teoría de que debía estar en dirección opuesta a la playa fría y dura
en que se hallaba tendido, y se tambaleó por donde esperaba encontrar los pies.
—Quiero decir
—dijo, balanceándose suavemente—, que de ninguna manera pudimos escapar a
aquella explosión, ¿no es cierto?
—No —murmuró
Arthur. Se había incorporado sobre los codos, pero aquello no pareció mejorar
las cosas. Volvió a derrumbarse.
—No —dijo
Trillian, poniéndose en pie—. De ninguna manera, en absoluto.
Del suelo se
elevó un sonido gutural, ronco y débil. Era Zaphod Beeblebrox, que intentaba
decir algo.
—Desde luego,
yo no he sobrevivido —gorgoteó—. Me esfumé completamente. ¡Pum, zas!, y eso fue
todo.
—Sí —dijo
Ford—. Gracias a ti, no tuvimos ninguna oportunidad. Debemos haber saltado en
pedazos. Brazos y piernas por todas partes.
—Sí —convino
Zaphod, tratando ruidosamente de ponerse en pie.
—Si la señora y
los caballeros gustan de pedir algo de beber... —dijo la mancha verde,
revoloteando impaciente por delante de ellos.
—La mancha
—prosiguió Zaphod—, se ajumó al instante con nuestros componentes moleculares.
Oye, Ford —añadió al identificar una de las manchas que poco a poco iban
solidificándose frente a él—, ¿tienes esa cosa de toda tu vida destellando
delante de ti?
—¿También lo
tienes tú? —dijo Ford—. ¿Toda tu vida?
—Sí —dijo Zaphod—,
al menos me pareció que era la mía. Ya sabes que me paso mucho tiempo fuera de
mis cráneos.
Desvió la vista
y miró a las diversas formas que por fin se convertían en formas verdaderas en
lugar de ser formas informes, vagas y fluctuantes.
—De manera que...
—dijo.
—¿Qué? —dijo
Ford.
—Que aquí
estamos —dijo Zaphod, vacilante—, cadáveres yacientes...
—Erguidos —le
corrigió Trillian.
—Pues cadáveres
erguidos —prosiguió Zaphod— en este desolado...
—Restaurante
—terció Arthur Dent, que se había puesto de pie y, para su sorpresa, veía con
claridad. Es decir, lo que le sorprendió no fue que pudiera ver, sino las cosas
que veía.
—Aquí estamos
—prosiguió Zaphod con obstinación—, cadáveres erguidos en este desolado...
—Cinco
tenedores —dijo Trillian.
—Restaurante
—concluyó Zaphod.
—Qué raro, ¿no?
—dijo Ford.
—Pues sí.
—Qué arañas tan
bonitas —dijo Trillian.
Miraron
estupefactos en derredor.
—Esto no se
parece a la vida después de la muerte —dijo Arthur—, es más una especie de
«aprés vie».
En realidad,
las arañas eran un tanto chillonas, y en un universo ideal al bajo techo
abovedado del que colgaban no lo habrían pintado con aquel matiz particular de
turquesa oscuro, aunque lo hubieran pintado así, no lo habrían realzado con luz
ambiental oculta. Sin embargo, éste no era un Universo ideal, tal como ponían
de manifiesto los dibujos taraceados en el suelo de mármol, que hacían daño a
la vista, y el modo en que estaba hecha la delantera de la barra de ochenta
metros de largo con el mostrador de mármol. La delantera de la barra de ochenta
metros de largo con el mostrador de mármol se había hecho cosiendo casi veinte
mil pieles de Lagarto Mosaico antareano, a pesar del hecho de que los veinte
mil lagartos aludidos las necesitaban para albergar sus cuerpos.
Unas cuantas criaturas
elegantemente vestidas estaban junto a la barra con aire perezoso, y otras
sentadas cómodamente en los sillones de ricos colores que envolvían sus
cuerpos, desperdigados por la zona del bar. Un joven oficial vilhurgo y su
joven dama, verde y vaporosa, entraron por las enormes puertas de cristal
esmerilado que había al otro extremo del bar y avanzaron hacia la cegadora luz
de la parte principal del restaurante.
Detrás de
Arthur había un amplio ventanal con cortinas. Retiró el extremo de las cortinas
y vio un paisaje yermo y sombrío, gris, deprimente y agujereado, un panorama
que en circunstancias normales le hubiera puesto los pelos de punta. Sin
embargo, aquéllas no eran circunstancias normales, porque lo que le heló la
sangre y le hizo sentir un hormigueo en la espalda, cuya piel trataba de
salírsele por encima de la cabeza, fue el cielo. El cielo era...
Un camarero
cortés y adulador volvió a colocar las cortinas en su sitio.
—Todo a su
debido tiempo, señor —dijo.
Los ojos de
Zaphod destellaron.
—¡Eh,
cadáveres, estad atentos! —dijo—. Creo que nos hemos perdido algo
ultraimportante que está pasando aquí. Algo que ha dicho alguien y que se nos
ha escapado.
Arthur se
sintió profundamente aliviado de desviar la atención de lo que acababa de ver.
—Yo dije que
era una especie de aprés...
—Sí, ¿y no te
arrepientes de haberlo dicho? —replicó Zaphod—. ¿Ford?
—Yo dije que
era raro.
—Sí, agudo pero
aburrido, quizá fue...
—Quizá —le
interrumpó la mancha verde, que para entonces se había resuelto en la forma de un
camarero acartonado, de pequeña estatura, color verde y vestido con traje
oscuro—, quizá les gustaría discutir el asunto mientras beben una copa.
—¡Una copa!
—gritó Zaphod—. ¡Eso era! Ya veis lo que se pierde uno si no está alerta.
—Ya lo creo,
señor —dijo pacientemente el camarero—. Si la dama y los caballeros quieren
beber algo antes de comer...
—¡Comer!
—exclamó Zaphod con voz apasionada—. Escucha, hombrecillo verde, mi estómago te
llevaría a casa y te mimaría durante toda la noche sólo por esa idea.
—Y el Universo
—prosiguió el camarero, resuelto a que no lo desviaran en la recta final—
estallará más tarde para complacerles.
Ford volvió
despacio la cabeza hacia él.
—¡Vaya!
—exclamó emocionado—. ¿Qué clase de bebidas servís en este local?
El camarero rió
con una risita cortés de camarero.
—¡Ah! —dijo—.
Creo que tal vez no me haya entendido bien el señor.
—Espero que no
—jadeó Ford.
El camarero
tosió con una tosecita cortés de camarero.
—No es
inhabitual que nuestros clientes se sientan un tanto desorientados por el viaje
en el tiempo —dijo—, de modo que si pudiera sugerir...
—¿Un viaje en
el tiempo? —dijo Zaphod.
—¿Un viaje en
el tiempo? —dijo Ford.
—¿Un viaje en
el tiempo? —dijo Trillian.
—¿Quiere decir
que esto no es la vida después de la muerte? —dijo Arthur.
El camarero
sonrió con una sonrisita cortés de camarero. Casi había agotado su repertorio
de cortesías de pequeño camarero, y pronto pasaría a su papel de pequeño
camarero altivo y sarcástico.
—¿Vida después
de la muerte, señor? —dijo—. No, señor.
—¿Y no estamos
muertos? —inquirió Arthur.
El camarero
apretó los labios.
—¡Ajajá!
—dijo—. Es muy evidente que el señor está vivo, de otro modo no trataría de
servirle, señor.
Con un gesto
extraordinario que es inútil tratar de describir, Zaphod Beeblebrox se golpeó
las dos frentes con dos de sus brazos y un muslo con el otro.
—¡Eh, chicos!
—dijo—. Esto es la locura. Lo hemos conseguido. Finalmente hemos llegado a
nuestro destino. ¡Esto es Milliways!
—¡Milliways! —exclamó Ford.
—Sí, señor
—afirmó el camarero, asentando la paciencia con una paleta de albañil—. Esto es
Milliways, el restaurante del fin del mundo.
—¿El fin de
qué? —dijo Arthur.
—El fin del
mundo —repitió el camarero, con mucha claridad y una nitidez innecesaria.
—¿Y cuándo será
eso? —preguntó Arthur.
—Dentro de unos
minutos, señor —respondió el camarero.
Respiró hondo.
No era estrictamente necesario, porque su cuerpo estaba provisto de un surtido
especial de los gases necesarios para la supervivencia mediante un pequeño
dispositivo intravenoso atado a su pierna. Sin embargo, hay ocasiones en que,
cualquiera que sea el metabolismo que se tenga, se debe respirar hondo.
—Y ahora
—dijo—, si por fin quieren pedir las bebidas, les acompañaré a su mesa.
Zaphod sonrió
con dos muecas enloquecidas, se paseó por la barra y bebió todo lo que encontró
a su paso.
15
El Restaurante
del Fin del Mundo es una de las empresas más extraordinarias en la historia de
la hostelería. Se construyó con los restos fragmentarios de..., se construirá
con los restos fragmentarios de..., es decir, se habrá construido para esta
época, y así ha sido en realidad...
Uno de los
problemas fundamentales en los viajes a través del tiempo no consiste en que
uno se convierta por accidente en su padre o en su madre. En el hecho de convertirse
en su propio padre o en su propia madre no existen problemas que una familia
bien ajustada y de mentalidad abierta no pueda solucionar. Tampoco hay problema
alguno en cuanto a modificar el curso de la historia; el devenir de la historia
no cambia porque toda ella encaja como un rompecabezas. Todos los cambios
importantes se producen antes de las cosas que supuestamente debían cambiar, y
al final todo se arregla.
Sencillamente,
el problema fundamental es de gramática, y para este tema la principal obra de
consulta es la del doctor Dan Callejero, Manual del viajero del tiempo, con
1.001 formaciones verbales. Ese libro enseña, por ejemplo, a describir algo que
está a punto de ocurrirle a uno en el pasado antes de que se salte dos días con
el fin de evitarlo. El suceso se describirá de manera diferente según con quién
esté hablando uno desde el punto de vista del tiempo natural, desde un momento
en el futuro lejano o en el pasado remoto, y se hace más complejo por la
posibilidad de mantener conversaciones mientras que en realidad uno se dedica a
viajar de un tiempo a otro con intención de convertirse en su propia madre o en
su propio padre.
Antes de
dejarlo, la mayoría llega hasta el Futuro Semicondicionalmente Modificado del
Subjuntivo Intencional Subinvertido Pasado Plagal; y en realidad, en ediciones
posteriores del libro, todas las páginas que siguen a ese punto se han dejado
en blanco para ahorrar costes de impresión.
La Guía del
autoestopista galáctico pasa por alto ese laberinto de abstracción académica,
observando únicamente de pasada que el término «Futuro Perfecto» se abandonó
desde que se descubrió que no lo era.
Pero sigamos.
El Restaurante
del Fin del Mundo es una de las empresas más extraordinarias de la historia de
la hostelería.
Está construido
con los restos fragmentarios de un planeta destruido que está (habrá estado)
encerrado en una enorme burbuja de tiempo y proyectado hacia el tiempo futuro
en el preciso momento del fin del mundo.
Muchos dirán
que esto es imposible.
Los clientes
ocupan (tendrán encupo) su sitio en las mesas y disfrutan (enyantarán) de
comidas fastuosas mientras ven (vierorán) el estallido de toda la creación.
Muchos dirán
que esto es igualmente imposible.
Se puede ir
(haber ido ya) al sitio que se prefiera sin necesidad de reservarlo con
anterioridad (posterioridad previa), porque puede hacerse la reserva en forma
retrospectiva cuando uno llegue a su tiempo actual. (Se puede pedir mesa cuando
antes de ir se haya uno vuelto a casa.)
Muchos
insistirán en que esto es absolutamente imposible.
En el
restaurante puede uno conocer y cenar con (se podía conocer con y cenar a) una
muestra representativa y fascinante de toda la población del espacio y del
tiempo.
Esto también es
imposible, según podría explicarse con paciencia.
Se le puede
hacer tantas visitas como se quiera (se podía envisitar y renvisitar...
etcétera; para más correcciones del pasado consúltese el libro del doctor
Callejero), con la seguridad de que uno jamás se encontrará consigo mismo
debido al desconcierto que ello suele producir.
Dicen los
incrédulos que, aunque el resto fuera verdad, que no lo es, esto es claramente
imposible.
Lo único que
hay que hacer, es depositar un penique en una cuenta de ahorro en la era de
cada cual, y cuando se llegue al Final del Tiempo sólo la operación de interés
compuesto significará que el precio fabuloso de la comida ya está pagado.
Muchos afirman
que esto no es sólo imposible, sino claramente demencial, y es por lo que los
directivos de publicidad del sistema estelar de Bastablon idearon este lema:
«Si usted ha hecho seis cosas imposibles esta mañana, ¿por qué no redondearlas
con un desayuno en Milliways, el Restaurante del Fin del Mundo?»
16
En el bar,
Zaphod empezaba a sentirse tan cansado como una salamandra de agua. Sus cabezas
chocaban y sus sonrisas perdían sincronización. Se sentía desgraciadamente
feliz.
—Zaphod —dijo
Ford—, ¿querrías decirme, mientras aún puedes hablar, qué fotones pasó? ¿Dónde
has estado? ¿Dónde hemos estado nosotros? No es algo muy importante, pero me gustaría
aclararlo.
La cabeza
izquierda de Zaphod se serenó, dejando que la derecha siguiera sumiéndose en la
oscuridad del alcohol.
—Sí —dijo—, he
andado por ahí. Quieren que encuentre al hombre que rige el Universo, pero yo
no tengo ganas de conocerlo. Creo que no sabe guisar.
Su cabeza
izquierda observó cómo la derecha decía estas palabras, y luego asintió.
—Cierto —dijo—,
toma otra copa.
Ford tomó otro
detonador gargárico pangaláctico, la bebida que se ha descrito como el
equivalente alcohólico de un atraco callejero: caro y malo para la cabeza. Ford
llegó a la conclusión de que, sea lo que fuere lo que hubiese pasado, en
realidad no le importaba mucho.
—Escucha, Ford
—dijo Zaphod—; todo va a pedir de boca.
—¿Quieres decir
que todo va perfectamente?
—No —dijo
Zaphod—, no quiero decir que todo vaya a la perfección. Eso no sería de un tipo
estupendo. Si quieres saber lo que ha pasado, digamos simplemente que tengo
toda la situación en el bolsillo, ¿vale?
Ford se encogió
de hombros.
Zaphod soltó en
la copa una risita tonta que subió por el recipiente como la espuma y empezó a
avanzar a mordiscos por el mármol de la barra.
Un gitano
espacial de extraña piel se acercó a ellos y les tocó el violín eléctrico hasta
que Zaphod le dio un montón de dinero; entonces accedió a marcharse.
El gitano se
acercó a Trillian y a Arthur, que estaban sentados en otra parte del bar.
—No sé qué
lugar es éste —dijo Arthur—, pero me parece que me da grima.
—Toma otra copa
—dijo Trillian—. Diviértete.
—¿Cuál de esas
dos cosas? —preguntó Arthur—. Se excluyen mutuamente.
—Pobre Arthur,
no estás hecho para esta clase de vida, ¿verdad?
—¿A esto le
llamas vida?
—Te empiezas a
parecer a Marvin.
—Marvin es el
pensador más clarividente que conozco. ¿Tienes idea de cómo lograríamos que se
marchara este violinista?
El camarero se
acercó.
—Su mesa está
dispuesta —anunció.
Visto desde
fuera, cosa que nunca sucede, el Restaurante semeja un gigantesco y brillante
pez espacial varado en un peñón olvidado. Cada uno de sus brazos alberga los
bares, las cocinas, los generadores de energía que protegen su estructura, el
deteriorado casco del planeta en que se asienta, y las Turbinas del Tiempo que
mecen despacio todo el conjunto hacia detrás y hacia delante en el momento
crucial.
En el centro se
alza la gigantesca cúpula dorada, casi un globo completo, y a esa zona fue a
donde pasaron entonces Zaphod, Ford, Trillian y Arthur.
Al menos cinco
toneladas de brillo se habían extendido sobre lo que tenían delante, cubriendo
todas las superficies existentes. Las demás no existían porque ya estaban
incrustadas de piedras preciosas, conchas marinas de Santraginus, pan de oro,
mosaicos y un millón de adornos y decoraciones inidentificables. El vidrio
brillaba, la plata relucía, el oro destellaba, Arthur Dent tenía los ojos en
blanco.
—¡Vaya! —dijo
Zaphod—. ¡Zape!
—¡Increíble!
—jadeó Arthur—. ¡La gente...! ¡Las cosas...!
—Las cosas
—dijo Ford en voz baja— también son gente.
—La gente...
—prosiguió Arthur—, la otra gente...
—¡Las luces...!
—exclamó Trillian.
—Las mesas...
—dijo Arthur.
—¡Los
manteles...! completó Trillian.
El camarero
pensó que parecían administradores de una finca.
—El Fin del
Mundo es muy famoso —dijo Zaphod, avanzando tambaleante entre la multitud de
mesas, algunas de mármol, otras de lujosa ultracaoba, otras incluso de platino;
en todas había un grupo de criaturas extrañas charlando y leyendo la carta.
—A la gente le
gusta emperejilarse para esto —prosiguió Zaphod—. Les da una sensación de
acontecimiento.
Las mesas
estaban distribuidas en un amplio círculo alrededor de un escenario central
donde una pequeña orquesta tocaba música ligera; según los cálculos de Arthur,
había por lo menos mil mesas, separadas por palmeras cimbreantes, fuentes
susurrantes, estatuas grotescas, en resumen, había toda la parafernalia común a
todos los restaurantes donde se han escatimado pocos gastos para dar la
impresión de que no se ha reparado en ningún gasto. Arthur miró alrededor, casi
esperando ver a alguien que hiciera un anuncio del American Express.
Zaphod guiñó un
ojo a Ford, que a su vez hizo un guiño a Zaphod.
—Vaya —dijo
Zaphod.
—Zape —dijo
Ford.
—Mi bisabuelito
debe haber arreglado los mecanismos del ordenador, ¿sabes? —dijo Zaphod—. Le
dije al ordenador que nos llevara a comer al sitio más cercano y nos ha traído
al Fin del Mundo. Recuérdame que me porte bien con él algún día.
Hizo una pausa.
—¡Eh! ¿Sabéis
que está aquí todo el mundo? Todo el mundo que era alguien.
—¿Que era?
—inquirió Arthur.
—En el Fin del
Mundo hay que utilizar mucho el pretérito —explicó Zaphod—, porque todo ha
terminado, ¿sabes? ¡Hola muchachos! —saludó a un grupo cercano de gigantescas
formas de vida iguanoides—. ¿Qué tal estuvisteis?
—¿No es ese
Zaphod Beeblebrox? —preguntó una iguana a otra.
—Creo que sí
—contestó la segunda iguana.
—¡Qué cosa tan
extraordinaria! —dijo la primera iguana.
—La vida era
una cosa rara —sentenció la segunda iguana.
—Sí te parece
—dijo la primera, y volvieron a guardar silencio. Estaban esperando el mayor
espectáculo del mundo.
—Oye, Zaphod
—dijo Ford, tratando de cogerle del brazo y fallando debido al tercer detonador
gargárico pangaláctico—. Ahí hay un viejo amigo mío —dijo—, Hotblack Desiato.
¿Ves a ese hombre con un traje de platino sentado a la mesa de platino?
Zaphod trató de
seguir con la mirada el dedo de Ford, pero se mareaba. Por fin lo vio.
—Ah, sí —dijo;
un momento después lo reconoció y añadió—: ¡Oye, qué megaimportante ha sido ese
tío! ¡Vaya, más importante que el ser más importante que haya existido! Más que
yo.
—¿Y a qué se
dedica? —preguntó Trillian.
—¿Hotblack
Desiato? —dijo asombrado Zaphod—. ¿No lo sabes? ¿Nunca has oído hablar de Zona
Catastrófica?
—No —confesó
Trillian, que realmente no había oído hablar de ello.
—El mayor, el
más ruidoso... —dijo Ford.
—El más
espléndido... —sugirió Zaphod.
—...grupo de
rock en la historia de... —buscó la palabra... en la historia misma— concluyó
Zaphod.
—No —repitió
Trillian.
—¡Vaya! —dijo
Zaphod—, estamos en el Fin del Mundo y tú ni siquiera has vivido todavía. Lo
echarás de menos.
La condujo a la
mesa, donde el camarero les llevaba esperando todo el rato. Arthur los siguió,
sintiéndose perdido y muy solo.
Ford se abrió
paso entre la multitud para renovar una vieja amistad.
—Oye, humm,
Hotblack —le saludó—. ¿Qué tal estás? Me alegro de verte, chavalote, ¿qué tal
va ese ruido? Tienes un aspecto magnífico; estás muy, muy gordo y pareces
enfermo. Asombroso.
Le dio una
palmada en la espalda y se sorprendió un poco de que aquello no parecía
provocar respuesta. Los detonadores gargáricos, que se removían en su interior,
le aconsejaron que siguiera a pesar de todo.
—¿Te acuerdas
de los viejos tiempos? Cuando íbamos de cachondeo, ¿eh? El Bistró ilegal,
¿recuerdas? El Emporio de la Garganta de Slim. El Malódromo Alcohorama. Qué
tiempos, ¿verdad?
Hotblack
Desiato no dio su opinión sobre si eran buenos tiempos o no. Ford no se inmutó.
—Y cuando
teníamos hambre nos hacíamos pasar por inspectores de Sanidad, ¿te acuerdas de
eso? Íbamos por ahí, confiscando comidas y bebidas, ¿eh? Hasta que nos
envenenaron. Y luego estaban aquellas noches largas en que charlábamos y
bebíamos en las hediondas habitaciones de encima del Café Lou en la ciudad de
Gretchen, en Nuevo Betel, mientras tú estabas en el cuarto de al lado tratando
de escribir canciones en tu ajuitar. Todos las detestábamos, y tú decías que no
te importaba; pero a nosotros sí, porque las aborrecíamos de todo corazón.
Los ojos de
Ford empezaban a velarse.
—Y tú afirmabas
que no querías ser una estrella —prosiguió, revolcándose en la nostalgia—,
porque despreciabas el mundo del estrellato. Y Hadra, Sulijoo y yo decíamos que
creíamos que no tenías posibilidades. ¿Y qué haces ahora? ¡Compras mundos del
estrellato!
Se volvió y
solicitó la atención de los comensales de las mesas próximas.
—¡Eh —dijo—,
este hombre compra mundos del estrellato!
Hotblack
Desiato no intentó confirmar ni negar ese hecho, y la atención de los
momentáneos oyentes languideció.
—Me parece que
alguien está borracho —murmuró en su copa de vino un ser purpúreo en forma de
rama de hiedra.
Ford se
tambaleó un poco y se sentó pesadamente en una silla, enfrente de Hotblack
Desiato.
—¿Cuál era
aquella canción que tocabas? —dijo, agarrándose imprudentemente a una botella
para mantener el equilibrio y derribándola; dio la casualidad de que cayó sobre
una copa. Para no desperdiciar un accidente afortunado, la apuró. Era una
canción formidable —prosiguió—. ¿Cómo era? «¡Bruam, bruam! ¡Badar!» o algo así,
y terminabas el número escénico con una nave que se estrellaba contra el sol,
¡y lo hacías de veras!
Ford se dio un puñetazo
en la palma de la mano para ilustrar gráficamente aquella hazaña. Volvió a
derribar la botella.
—¡Nave! ¡Sol!
¡Bim, bam! —gritó—. ¡Quiero decir que nada de láser y esas bobadas, vosotros
soltabais llamas solares y bronceado auténtico! ¡Ah, y canciones formidables!
Siguió con la
mirada el chorro de líquido que goteaba de la botella a la mesa. Hay que hacer
algo con esto, pensó.
—Oye, ¿quieres
un trago? —dijo.
En su mente
aturdida empezó a surgir la idea de que echaba algo de menos en aquella reunión,
y que ese algo estaba relacionado en cierto modo con el hecho de que el hombre
gordo que estaba sentado frente a él, vestido con un traje de platino y un
sombrero plateado, aún no había dicho: «Hola, Ford», o «Me alegro mucho de
verte después de tanto tiempo», o cualquier cosa. Y además, ni siquiera se
había movido.
—¿Hotblack? —dijo Ford.
Una enorme mano
carnosa se posó en su hombro por detrás y le empujó a un lado. Se deslizó
torpemente de la silla y atisbó hacia arriba para ver si podía descubrir al dueño
de aquella mano descortés. El dueño no era difícil de localizar, debido a que
poseía una estatura del orden de los dos metros y diez centímetros y carecía de
las proporciones normales. En realidad, tenía la constitución de esos sofás de
cuero, relucientes, voluminosos y con un relleno consistente. El traje con que
habían tapizado a aquel hombre parecía tener el único objetivo de demostrar lo
difícil que resultaba vestir a tamaña especie de cuerpo. El rostro tenía la
textura de una naranja y el color de la manzana, pero en ese punto terminaba la
semejanza con algo dulce.
—Chaval...
—dijo una voz que emergió de los labios de aquel hombre como si lo hubiera
pasado verdaderamente mal para salir de su pecho.
—Humm, ¿sí?
—dijo Ford en el tono más natural del mundo. A duras penas volvió a ponerse en
pie y se sintió decepcionado al comprobar que su cabeza no rebasaba el cuerpo
de aquel hombre.
—Lárgate
—ordenó el hombre.
—¿Ah, sí? —dijo
Ford, preguntándose si se comportaba con prudencia—. ¿Y quién eres tú?
El hombre
consideró un momento aquellas palabras. No estaba acostumbrado a que le
hicieran esa clase de preguntas. Sin embargo, al cabo del rato se le ocurrió
una respuesta.
—Soy el tipo
que te dice que te largues antes de que te obliguen a hacerlo.
—Escúchame bien
—dijo Ford, nervioso; deseaba que la cabeza dejara de darle vueltas, que se
serenara y que tratara de resolver la situación—. Escúchame bien —continuó—,
soy uno de los amigos más antiguos de Hotblack y...
Miró a Hotblack
Desiato, que seguía sin mover ni una pestaña.
—Y...
—prosiguió Ford, preguntándose qué palabra podría ir bien después de «y».
Al hombre
grande se le ocurrió una frase entera para decir después de «y». La dijo:
—Y yo el
guardaespaldas de mister Desiato, y soy responsable de su cuerpo pero no del
tuyo, de manera que llévatelo antes de que le pase algo.
—Espera un
momento —dijo Ford.
—¡Nada de
momentos! —bramó el guardaespaldas—. ¡Nada de esperar! ¡Mister Desiato no habla
con nadie!
—Bueno, tal vez
sea mejor que le dejes decir lo que piensa del asunto —insinuó Ford.
—¡No habla con
nadie! —aulló el guardaespaldas.
Ford volvió a
lanzar una mirada inquieta a Hotblack y se vio obligado a admitir en su fuero
interno que los hechos parecían dar la razón al guardaespaldas. Desiato seguía
sin dar la más mínima muestra de movimiento, ni mucho menos de sentir un vivo
interés por la suerte de Ford.
—¿Por qué?
—preguntó Ford—. ¿Qué le pasa?
El
guardaespaldas se lo contó.
17
La Guía del
autoestopista galáctico observa que Zona Catastrófica, un conjunto de rock
plutónico de los Territorios Mentales Gagracácticos, es generalmente
considerado no sólo como el grupo de rock más ruidoso de la Galaxia, sino como
los productores del ruido más estrepitoso de cualquier clase. Los habituales de
conciertos estiman que el sonido más compensado se escucha en el interior de
grandes bunkers de cemento a unos diecisiete kilómetros del escenario, mientras
que los propios músicos tocan los instrumentos por control remoto desde una
astronave con buenos dispositivos de aislamiento, en órbita permanente en tomo
al planeta, o con mayor frecuencia alrededor de otro planeta diferente.
En conjunto,
las canciones son muy simples, y la mayoría sigue el tema familiar de un
ser-muchacho conoce a un ser-muchacha bajo la luna plateada, que luego explota
por ninguna razón convenientemente explicada.
Muchos mundos
han prohibido terminantemente sus actuaciones, algunas veces por razones
artísticas, pero normalmente debido a que el sistema de amplificación de sonido
del grupo infringe los tratados locales de limitación de armas estratégicas.
Sin embargo,
eso no ha mermado sus ganancias provenientes de ampliar los límites de la
hipermatemática pura, y recientemente se ha nombrado profesor de Neomatemática
en la Universidad de Maximegalón a su principal investigador contable en
reconocimiento de sus Teoría Especial y Teoría General de la Declaración sobre
la Renta de Zona Catastrófica, en las que demuestra que todo el entramado del
continuo espacio-tiempo no es simplemente curvo, sino que en realidad está
totalmente inclinado.
Ford volvió
tambaleante a la mesa donde Zaphod, Arthur y Trillian estaban sentados
esperando a que comenzara la diversión.
—Tengo que
comer algo —dijo Ford.
—Hola, Ford —saludó Zaphod—. ¿Has hablado con el capitoste del ruido?
Ford meneó la
cabeza con aire evasivo.
—¿Con Hotblack?
Puede decirse que he hablado con él, sí.
—¿Y qué ha
dicho?
—Pues no mucho,
en realidad. Está... hummm...
—¿Sí?
—Está pasando
un año muerto por razones de impuestos. Tengo que sentarme.
Se sentó.
Se acercó el
camarero.
—¿Quieren ver
la carta —les preguntó—, o desean el plato del día?
—¿Eh? —dijo
Ford.
—¿Eh? —dijo
Arthur.
—¿Eh? —dijo
Trillian.
—Excelente
—dijo Zaphod—, queremos carne.
En una
habitación pequeña de una de las alas del restaurante, un hombre alto,
estilizado y delgaducho retiró una cortina y el olvido le miró a la cara.
No era una cara
bonita, tal vez porque el olvido la había mirado muchas veces. Para empezar,
era demasiado larga, de ojos escondidos y párpados pesados, mejillas hundidas,
labios finos y largos que al abrirse dejaban ver unos dientes que parecían
cristales de un ventanal recién pulido. Las manos que sostenían la cortina eran
largas y delgadas; además, estaban frías. Caían suavemente entre los pliegues
de la cortina y daban la impresión de que si su dueño no las vigilaba como un
halcón, se escabullirían por voluntad propia y cometerían algún desaguisado en
un rincón.
Dejó caer la
cortina y la terrible luz que había jugado con sus rasgos se fue a jugar a otra
parte más saludable. Merodeó por el pequeño cuarto como una mantis que
contemplara una víctima al atardecer, y terminó sentándose en una silla
desvencijada junto a una mesa de caballete donde hojeó unas páginas de chistes.
Sonó un timbre.
Dejó a un lado
el pequeño montón de papeles y se puso de pie. Pasó flojamente la mano por
varias lentejuelas multicolores entre el millón de que estaba festoneada su
chaqueta y se dirigió a la puerta.
Las luces del
restaurante se debilitaron, la orquesta aceleró el ritmo, un solo foco horadaba
las sombras de la escalera que conducía al centro del escenario.
Una figura de
colores brillantes subió a saltos los escalones. Irrumpió en el escenario,
sufrió un ligero tropezón al llegar al micrófono, que separó del pie con un
gesto de su mano larga y fina, para luego hacer reverencias a diestra y
siniestra, agradeciendo los aplausos del público y mostrando su ventanal.
Saludó con la mano a los amigos que tenía entre el público aunque entonces no
hubiera ninguno, y esperó a que se disipara la ovación.
Alzó la mano y
exhibió una sonrisa que no se alargaba simplemente de oreja a oreja, sino que
en cierto modo parecía extenderse más allá de los confines de su rostro.
—¡Gracias,
señoras y caballeros! —gritó—. Muchas gracias. Muchísimas gracias.
Los miró
haciendo guiños.
—Señoras y
caballeros —dijo—; como sabemos, el mundo existe desde hace ciento setenta mil
millones de billones de años, y terminará dentro de una media hora. ¡De modo
que bienvenidos sean todos ustedes a Milliways, el Restaurante del Fin del
Mundo!
Con un gesto,
conjuró hábilmente otra ovación espontánea. Con otro gesto, la cortó.
—Esta noche soy
su anfitrión —prosiguió—. Me llamo Max Quordlepleen... —todo el mundo lo sabía;
su actuación era famosa en toda la Galaxia conocida, pero lo dijo por la nueva
ovación que produjo, y que él declinó con un gesto y una sonrisa—, y acabo de
venir directamente del mismísimo extremo del tiempo, donde presentaba un
espectáculo en el Bar de Hamburguesas de la Gran Explosión, donde les puedo
asegurar, señoras y caballeros, que pasamos una velada muy emocionante. ¡Y
ahora estaré con ustedes en esta ocasión histórica: el Fin de la Historia!
Otro estallido
de aplausos se acalló rápidamente cuando las luces se apagaron del todo. En
cada mesa se encendieron velas de manera espontánea, produciendo un leve
murmullo entre todos los comensales y envolviéndolos en mil luces oscilantes y
diminutas y en un millón de sombras íntimas. Una oleada de emoción recorrió el
restaurante a oscuras cuando, con suma lentitud, la amplia bóveda dorada del
techo empezó a apagarse, a oscurecerse, a desaparecer.
Al proseguir,
Max bajó el tono de voz:
—De manera,
señoras y caballeros —susurró—, que las velas están encendidas, la orquesta
toca suavemente y la bóveda protectora que tenemos sobre nuestras cabezas
empieza a hacerse transparente, revelando un cielo oscuro y sombrío, lleno de
la antigua luz de estrellas lívidas e inflamadas, y me imagino que pasaremos un
fabuloso apocalipsis vespertino.
Hasta la suave
música de la orquesta dejó de oírse cuando la conmoción y el aturdimiento
cayeron sobre los que no habían visto antes aquella perspectiva.
Sobre ellos se
derramó una luz monstruosa y espeluznante,
Una luz
horrible,
Una luz
hirviente y pestilente,
Una luz que
afearía el infierno.
El Universo
llegaba a su fin.
Durante unos
segundos interminables, el restaurante giró silenciosamente en el vacío atroz.
Luego, Max volvió a hablar.
—Todos aquellos
que alguna vez esperaron ver la luz del final del túnel..., ahí la tienen.
La orquesta
empezó a tocar de nuevo.
—Gracias,
señoras y caballeros —gritó Max—. Dentro de un momento volveré a estar con
ustedes; mientras, les dejo en las hábiles manos de mister Reg Abrogar y su
Combo Cataclísmico. ¡Señoras y caballeros, un gran aplauso para Reg y los muchachos!
Continuaba la
ominosa agitación de los cielos.
Con ánimo
incierto, el público empezó a aplaudir y al cabo de un momento las
conversaciones se reanudaron con normalidad. Max inició su ronda por las mesas,
contando chistes, soltando gritos y carcajadas, ganándose la vida.
Un animal
enorme se acercó a la mesa de Zaphod Beeblebrox, un cuadrúpedo gordo y carnoso
de la especie bovina con grandes ojos acuosos, cuernos pequeños y lo que casi
podía ser una sonrisa agradecida en los morros.
—Buenas noches —dijo
con voz profunda, sentándose pesadamente sobre la grupa—. Soy el plato fuerte
del Plato del Día ¿Puedo llamar su atención sobre alguna parte de mi cuerpo?
Mugió y gorjeó
un poco, movió los cuartos traseros para colocarse en una postura más cómoda y
les miró pacíficamente.
Arthur y
Trillian recibieron su mirada con asombro y estupefacción. Ford Prefect alzó
los hombros, resignado; Zaphod Beeblebrox clavó los ojos en la vaca con hambre
canina.
—¿Algo del
cuarto delantero, tal vez? —sugirió el animal—. ¿Dorado a fuego lento con salsa
de vino blanco?
—Humm..., ¿de
tu cuarto delantero? —dijo Arthur con un murmullo aterrorizado.
—Naturalmente,
señor; de mi cuarto delantero —contestó la vaca con un mugido de contento—. No
puedo ofrecer el de nadie más.
Zaphod se puso
en pie de un salto y empezó a examinar con la mano el cuarto delantero del
animal.
—O de la
cadera, que está muy bien —murmuró el cuadrúpedo—. Me he estado entrenando y
comiendo mucho grano, así que ahí tengo mucha carne.
Soltó un
gruñido suave, gorjeó de nuevo y empezó a rumiar. Volvió a tragar el bolo
alimenticio.
—¿O quizá un
estofado? —añadió.
—¿Quieres decir
que este animal quiere de verdad que nos lo comamos? —Musitó Trillian a Ford.
—¿Yo? —dijo
Ford, mirándola con ojos vidriosos—. Yo no quiero decir nada.
—¡Esto es
realmente horrible! —exclamó Arthur—. Es lo más repugnante que he oído jamás.
—¿Cuál es el
problema, terráqueo? —preguntó Zaphod, que ahora trasladaba su atención a las
enormes caderas de la vaca.
—Que me niego a
comer un animal que se pone delante de mí y me invita a hacerlo —dijo Arthur—;
es cruel.
—Es mejor que
comer un animal que no quiere que lo coman —apostilló Zaphod.
—No se trata de
eso —protestó Arthur. Luego lo pensó un momento y agregó—: De acuerdo, tal vez
se trate de eso. Pero no me importa, no voy a pensar en eso ahora. Sólo...
hummm...
El Universo
rugió en su agonía final.
—Creo que sólo
tomaré una ensalada.
—¿Puedo
sugerirle que considere mi hígado? —preguntó la vaca—. Ya debe estar muy tierno
y muy rico, me he estado alimentando durante meses.
—Una ensalada
—dijo Arthur en tono enfático.
—¿Una ensalada?
—repitió el cuadrúpedo, mirando a Arthur con desaprobación.
—¿Vas a decirme
que no debería tomar una ensalada? —inquirió Arthur.
—Pues conozco
muchos vegetales que se manifiestan muy claramente respecto a ese punto
—respondió el animal—. Por eso es por lo que al fin se decidió cortar por lo
sano todo ese problema complicado y alimentar a un animal que quisiera que se
lo comieran y fuera capaz de decirlo con toda claridad. Y aquí estoy yo.
Logró realizar
una leve reverencia.
—Un vaso de
agua, por favor —pidió Arthur.
—Mira —dijo
Zaphod—, nosotros queremos comer, no atracarnos de discusiones. Cuatro filetes
poco hechos, y de prisa. No hemos comido en quinientos setenta y seis mil
millones de años.
La vaca se
incorporó con dificultad. Emitió un gorjeo suave.
—Una elección
muy acertada, señor, si me permite decirlo —dijo—. Bueno, voy a pegarme un tiro
en seguida.
Se volvió y
guiñó amistosamente un ojo a Arthur.
—No se preocupe,
señor —le dijo—, seré muy humano.
Y sin prisas,
se dirigió contoneándose a la cocina.
Unos minutos
después, llegó el camarero con cuatro filetes enormes y humeantes. Zaphod y
Ford se lanzaron como lobos sobre ellos sin dudar un segundo. Trillian esperó
un poco, se encogió de hombros y se dedicó al suyo.
Arthur miró su
plato sintiendo ligeras náuseas.
—Oye, terráqueo
—le dijo Zaphod con una sonrisa maliciosa en la cara que no estaba atiborrada
de comida—, ¿qué es lo que te pasa?
La orquesta
siguió tocando.
En todo el
restaurante, la gente y las cosas descansaban y charlaban. El ambiente estaba
lleno de conversaciones sobre esto y aquello y de una mezcla de olores de
plantas exóticas, de comidas extravagantes y de vinos engañosos. A lo largo de
un número infinito de kilómetros en todas direcciones, el cataclismo universal
llegaba a un prodigioso punto culminante. Max consultó su reloj y volvió al
escenario con gesto ceremonioso.
—Y ahora,
señoras y caballeros —dijo, rebosante de alegría—, ¿está pasándolo todo el
mundo maravillosamente bien por última vez?
—Sí —gritó la
clase de gente que suele gritar «sí» cuando los artistas de variedades les
preguntan si lo pasan bien.
—Maravilloso
—dijo Max con entusiasmo—, absolutamente maravilloso. Y mientras las tormentas
fotónicas se congregan en masas turbulentas en torno a nosotros, preparándose
para desgarrar el último de los soles rojos y ardientes, sé que todos ustedes
descansarán en sus asientos y disfrutarán conmigo de lo que estoy seguro que
será para todos una experiencia definitiva y enormemente emocionante.
Hizo una pausa.
Lanzó al público una mirada centelleante.
—Créanme,
señoras y caballeros —continuó—, no tiene nada de penúltima.
Hizo otra
pausa. Esta noche su cronometraje era inmaculado. Había realizado aquel
espectáculo una y otra vez, noche tras noche. Aunque la palabra noche no
tuviese significado alguno en la otra punta del tiempo. No era más que la
repetición interminable del momento final: el restaurante oscilaba suavemente
al borde del extremo más alejado del tiempo y volvía hacia atrás. Pero aquella
«noche» estaba bien; tenía al público, angustiado, en la palma de su mano
enfermiza. Bajó el tono de voz. Tenían que esforzarse para oírle.
—Este es
verdaderamente el final absoluto —prosiguió—, la desolación escalofriante y
definitiva en que toda la majestuosa envergadura del Universo llega a su
extinción. Esto, señoras y caballeros, es el proverbial «fin».
Bajó aún más el
tono de voz. En aquel silencio, una mosca no se habría atrevido a carraspear.
—Después de
esto no hay nada —continuó—. Vacío. Hueco. Olvido. La nada absoluta...
Sus ojos
volvieron a centellear; ¿o era que pestañeaban?
—Nada..., salvo
por supuesto el carrito de los postres y una fina selección de licores de
Aldebarán.
La orquesta le
dedicó un acicate musical. Deseó que no lo hubieran hecho, no le hacía falta:
un artista de su calidad no lo necesitaba. Podía pulsar al público como si
fuese su propio instrumento musical. Se reían, aliviados. Siguió con la
actuación.
—¡Y por una vez
—gritó alegremente— no necesitan preocuparse de si van a tener resaca por la
mañana, porque no habrá ninguna mañana más!
Lanzó una
amplia sonrisa a su público, que reía contento. Miró al firmamento, que todas
las noches pasaba por la misma rutina, pero sólo tuvo los ojos alzados durante
una fracción de segundo. Confiaba en que cumpliera su cometido, como un
profesional confía en otro.
—Y ahora —dijo,
pavoneándose por el escenario—, a riesgo de poner freno a la maravillosa
sensación de fatalidad y de inutilidad que aquí reina esta noche, me gustaría
saludar a algunos grupos.
Sacó una
tarjeta del bolsillo.
—Tenemos...
—alzó una mano para contener las aclamaciones—. ¿Tenemos aquí a un grupo del
Club de Bridge Flamarión Zansellquasure de más allá del Vaciovort de Qvarne?
¿Están aquí?
Una aclamación
se elevó de la parte de atrás, pero fingió no haberla oído. Atisbó entre el
público, tratando de localizarlos.
—¿Están aquí?
—repitió, para provocar otra aclamación más fuerte.
Y lo consiguió,
como siempre.
—Ah, están ahí.
Bueno, amigos, los últimos saludos; y nada de trampas, recuerden que es un
momento muy solemne.
Recibió las
carcajadas con avidez.
—¿Y tenemos
también, tenemos también... a un grupo de deidades secundarías de las Mansiones
de Asgard?
A lo lejos, por
su derecha, llegó el rugido de un trueno lejano. Un relámpago describió un arco
por el escenario. Un grupo pequeño de hombres peludos con cascos, que estaban
sentados con aire muy complacido, levantaron los vasos hacia él.
Seres del
pasado, pensó para sí.
—Cuidado con el
martillo, señor —dijo.
De nuevo
volvieron a hacer el truco del relámpago. Max les envió una sonrisa con los
labios muy apretados.
—Y en tercer
lugar —prosiguió—, en tercer lugar un grupo de las Juventudes Conservadoras de
Sitio B, ¿están aquí?
Un grupo de
perros jóvenes, elegantemente vestidos, dejaron de tirarse panecillos los unos
a los otros y empezaron a tirar panecillos al escenario. Ladraron y aullaron de
manera ininteligible.
—Sí —dijo Max—;
bueno, la culpa es únicamente de ustedes, ¿se dan cuenta? Y por último
—prosiguió Max, tras acallar al público y poner una cara solemne—, por último
creo que esta noche tenemos con nosotros a un grupo de creyentes, muy devotos,
de la Iglesia del Segundo Advenimiento del Gran Profeta Zarquon.
Eran unos veinte,
y estaban sentados en el suelo, contra la pared; iban vestidos con ascetismo,
bebían agua mineral a sorbos nerviosos y se mantenían aparte del barullo.
Pestañearon irritados cuando el foco se centró sobre ellos.
—Ahí están
—dijo Max—, pacientemente sentados. El profeta anunció que volvería y les tiene
esperando desde hace mucho, así que esperemos que se dé prisa, amigos, porque
sólo le quedan ocho minutos.
El grupo de los
fieles de Zarquon permaneció rígido negándose a sufrir los embates de la marea
de carcajadas crueles que se cernía sobre ellos.
Max contuvo a
su público.
—No, amigos,
hablemos en serio, hablemos en serio; aquí no se pretende ofender a nadie. No,
sé que no deberíamos tomar a broma unas creencias firmemente arraigadas de
manera que un gran aplauso, por favor, para el Gran Profeta Zarquon...
El público
aplaudió con respeto.
—...dondequiera
que esté. —Envió un beso al impertérrito grupo y volvió al centro del
escenario.
Cogió un
taburete alto Y se sentó.
—Es maravilloso
—siguió machacando— ver tanta gente aquí, esta noche, ¿no es cierto? Sí,
absolutamente maravilloso. Porque sé que muchos de ustedes han venido una y
otra vez, lo que me parece verdaderamente maravilloso: venir a ver el final de
todo, y luego volver a casa, a su propia era... y crear familias, luchar por
sociedades nuevas y mejores, librar guerras horribles por lo que es justo...
todo esto le da a uno esperanzas para el porvenir —señaló de todas las formas
de vida. Si no fuera, por supuesto la relampagueante agitación que había encima
y en torno a ellos—, porque sabemos que no existe el futuro...
Arthur se
volvió hacia Ford; aún no le entraba aquel sitio en la cabeza.
—Oye —dijo—, si
el Universo está a punto acabar... ¿no desaparecemos nosotros con él?
Ford le lanzó
una mirada de tres detonadores gargáricos pangalácticos, es decir, muy
insegura.
—No —dijo—;
mira, en cuanto llegue el momento del salto, quedaremos sujetos en una
asombrosa especie de armazón protector del tiempo. Me parece.
—Ah —dijo
Arthur. Volvió la atención al tazón de sopa que logró que le trajera el
camarero en lugar del filete.
—Mira —dijo
Ford—, te lo explicaré.
Cogió una
servilleta de la mesa y manipuló torpemente con ella.
—Mira
—repitió—, imagínate que esta servilleta, ¿eh?, es el Universo temporal, ¿eh? Y
que esta cuchara es un medio transduccional de la materia curva...
Le costó mucho
decir la última frase, y Arthur no quería interrumpirle.
—Esa es la
cuchara con que yo estaba comiendo —protestó.
—Muy bien —dijo
Ford—, imagínate que esta cuchara... —encontró una cucharita de madera en una
bandeja de salsas—, esta cuchara... —pero le resultaba muy difícil sacarla— no,
mejor aún, que este tenedor...
—¡Eh! ¿Quieres
dejar mi tenedor? —saltó Zaphod.
—De acuerdo
—dijo Ford—, muy bien, muy bien. ¿Por qué no suponemos..., por qué no suponemos
que esta copa de vino es el Universo temporal...?
—¿Cuál, la que
acabas de tirar al suelo?
—¿La he tirado?
—Sí.
—Muy bien —dijo
Ford—, olvídalo. Es decir..., o sea, mira... ¿tú sabes... sabes cómo surgió
realmente el Universo por pura casualidad?
—Me parece que
no —dijo Arthur, que deseó no haberse embarcado nunca en nada de aquello.
—Muy bien —dijo
Ford—. Imagínate lo siguiente. Bien. Tienes una bañera. Una bañera grande y
redonda. Es de ébano.
—¿Y de dónde la
he sacado? —dijo Arthur—. Los vogones destruyeron Harrods.
—No importa.
—Eso dices
siempre.
—Escucha.
—Muy bien.
—Tienes esa
bañera, ¿ves? Imagínate que la tienes. Es de ébano. Y de forma cónica.
—¿Cónica? —dijo
Arthur—. ¿Qué clase de...?
—¡Chsss! —dijo
Ford—. Es cónica. Así que mira, lo que haces es llenarla de arena fina y
blanca, ¿vale? O de azúcar. Arena blanca y fina, y/o azúcar. Cualquiera de las
dos cosas. No importa. Azúcar está bien. Y cuando esté llena, quitas el
tapón... ¿Me estás escuchando?
—Te escucho.
—Quitas el
tapón, y todo se va por el desagüe haciendo remolinos, ¿comprendes?
—Comprendo.
—No lo
comprendes. No entiendes nada en absoluto. Todavía no he llegado al truco.
¿Quieres saber cuál es el truco?
—Dime el truco.
Ford pensó un
momento, tratando de recordar cuál era el truco.
—El truco es el
siguiente —anunció—. Lo filmas todo.
—Buen truco.
—Ese no es el
truco. El truco es éste... ahora recuerdo que éste es el truco. El truco
consiste en que luego rebobinas la película en el proyector... ¡al revés!
—¿Al revés?
—Sí. El
verdadero truco consiste en rebobinarla al revés. Luego te sientas a verla, y
parece que todo surge en espiral del desagüe y llena el baño. ¿Entiendes?
—¿Y así es como
empezó el Universo? —inquirió Arthur.
—No —dijo
Ford—, pero es una buena forma de descansar. Buscó su copa de vino.
—¿Dónde está mi
copa de vino? —preguntó.
—En el suelo.
—Ah.
Al echarse
hacia atrás en la silla para buscarla, Ford tropezó con el camarero verde de
corta estatura, que iba a dejar en la mesa un teléfono portátil.
Ford se
disculpó con el camarero, explicándole que estaba sumamente borracho.
El camarero
dijo que estaba muy bien y que lo entendía perfectamente.
Ford agradeció
al camarero su indulgencia y amabilidad, trató de retirarse de la frente un
mechón de pelo, falló por quince centímetros y se escurrió debajo de la mesa.
—¿Mister Zaphod
Beeblebrox? —preguntó el camarero.
—Humm, ¿sí?
—dijo Zaphod, levantando la vista de su tercer filete.
—Hay una
llamada para usted.
—¿Qué, cómo?
—Le llaman por
teléfono, señor.
—¿A mí? ¿Aquí?
Pero ¿quién sabe dónde estoy?
Una de sus
cabezas se embaló. La otra siguió disfrutando amorosamente de la comida que
engullía en grandes cantidades.
—Me disculparás
si sigo, ¿verdad? —dijo la cabeza que comía, sin dejar de masticar.
Andaba persiguiéndole
tanta gente, que había perdido la cuenta. No debería haber hecho una entrada
tan llamativa. ¡Y por qué no, demonio!, pensó. ¿Cómo sabes que te estás
divirtiendo si no hay nadie que vea lo bien que te lo pasas?
—A lo mejor le
ha dado el soplo alguien de aquí a la policía galáctica —sugirió Trillian—.
Todo el mundo te vio entrar.
—¿Quieres decir
que quieren detenerme por teléfono? —dijo Zaphod—. Puede ser. Cuando estoy
acorralado, soy un tío muy peligroso.
—Sí —dijo una
voz desde debajo de la mesa—; te deshaces en pedazos tan de prisa, que la gente
resulta herida por la metralla.
—Oye, ¿es que
hoy es el Día del juicio? —saltó Zaphod.
—¿También vamos
a presenciar el Juicio Final? —preguntó Arthur, nervioso.
—Yo no tengo
prisa —murmuró Zaphod—. Muy bien, ¿quién es el tío que está al teléfono? —Dio
una patada a Ford y le dijo—: Levanta de ahí, chaval, puedo necesitarte.
—Yo no conozco
personalmente al caballero de metal en cuestión, señor —dijo el camarero.
—¿De metal?
—Sí, señor. He
dicho que no conozco personalmente al caballero de metal en cuestión...
—Muy bien,
sigue.
—Pero tengo
noticia de que ha estado esperando su regreso durante un número considerable de
radenios. Parece que usted le dejó aquí con cierta precipitación.
—¿Que le dejé
aquí? —exclamó Zaphod—. ¿Te encuentras bien? Si acabamos de llegar.
—Desde luego,
señor —insistió tercamente el camarero—, pero antes de llegar, señor, tengo
entendido que usted se marchó de aquí.
Zaphod lo pensó
con un cerebro, Y luego con el otro.
—¿Estás
diciendo —preguntó— que antes de que llegáramos aquí, nos marchamos de este
lugar?
Esta noche va a
ser larga, pensó el camarero.
—Exactamente,
señor.
—Paga a un
psicoanalista con el dinero para emergencias, muchacho —le aconsejó Zaphod.
—No, espere un
momento —dijo Ford, emergiendo de nuevo al nivel de la mesa—; ¿dónde es
exactamente aquí?
—Para ser
absolutamente preciso, señor, es el Mundo Ranestelar B.
—Pero si
acabamos de marcharnos de allí —protestó Zaphod—; nos fuimos de allí y vinimos
al Restaurante del Fin del Mundo.
—Sí, señor
—dijo el camarero, sintiendo que ya se encontraba en la recta final y que iba
bien—, el uno se construyó sobre las ruinas del otro.
—¡Ah! —exclamó
animadamente Arthur—. Quiere decir que hemos viajado en el tiempo pero no en el
espacio.
—Escucha, mono
semievolucionado —le cortó Zaphod—, ¿por qué no haces el favor de subirte a un
árbol?
Arthur montó en
cólera.
—Ve a golpearte
las cabezas una contra otra, cuatro ojos —recomendó a Zaphod.
—No, no —dijo
el camarero a Zaphod—. Su mono lo ha entendido bien, señor.
Arthur
tartamudeó furioso y no dijo nada coherente ni a derechas.
—Dieron ustedes
un salto hacia delante de..., según mis cálculos, de quinientos setenta y seis
mil millones de años sin moverse del mismo sitio —explicó el camarero. Sonrió.
Tenía la sensación maravillosa de haber ganado en contra de lo que parecía una
desventaja insuperable.
—¡Eso es!
—exclamó Zaphod—. Ya lo entiendo. Dije al ordenador que nos llevara a comer al
sitio más cercano, y eso es precisamente lo que hizo. Si quitamos o ponemos
quinientos setenta y seis mil millones de años, o los que sean, nunca nos hemos
movido. Muy hábil.
Todos
convinieron en que era muy hábil.
—Pero ¿quien es
el tío que está al teléfono? —preguntó Zaphod.
—¿Qué le pasó a
Marvin? —preguntó Trillian.
Zaphod se llevó
las manos a las cabezas.
—¡El Androide
Paranoide! Lo dejé abatido en Ranestelar B.
—¿Cuándo fue
eso?
—Pues supongo
que hace quinientos setenta y seis mil millones de años —dijo Zaphod—. Oye,
humm..., pásame el aparato, jefe de bandejas.
Las cejas del
pequeño camarero vagaron confundidas por su frente.
—¿Cómo dice,
señor? —preguntó.
—El teléfono,
camarero —dijo Zaphod, arrancándoselo de las manos—. Mira, tío, los camareros
estáis tan atrasados, que no sé cómo os las arregláis.
—Desde luego,
señor.
—Qué hay, ¿eres
tú, Marvin? —dijo Zaphod por el teléfono—. ¿Qué tal estás, muchacho?
Hubo una larga
pausa antes de que se oyera una voz muy tenue por el auricular.
—Creo que
deberías saber que estoy muy deprimido —dijo.
Zaphod tapó el
teléfono con la mano.
—Es Marvin
—anunció—. Hola, Marvin —volvió a decir al teléfono—. Nos lo estamos pasando
estupendamente. Comida, vino, algunos insultos personales y el Universo a punto
de esfumarse. ¿Dónde podemos recogerte?
Hubo otra
pausa.
—No tienes que
fingir que sientes algún interés por mí, ¿sabes? —dijo Marvin al fin—. Sé
perfectamente que sólo soy un robot doméstico.
—Bueno, bueno
—dijo Zaphod—; pero ¿dónde estás?
—«Marcha atrás
a la fuerza propulsora primaria, Marvin», me dicen. «Abre la esclusa neumática
número tres, Marvin. ¿Puedes recoger ese trozo de papel, Marvin?» ¡Que si puedo
recoger un trozo de papel! De modo que tengo un cerebro del tamaño de un
planeta y me piden que...
—Sí, sí —dijo
Zaphod en un tono que apenas sugería comprensión.
—Pero estoy muy
acostumbrado a que me humillen —dijo Marvin con voz monótona—. Si quieres,
incluso puedo meter la cabeza en un cubo de agua. ¿Quieres que vaya a meter la
cabeza en un cubo de agua? Tengo uno preparado. Espera un momento.
—Esto... oye,
Marvin —le interrumpió Zaphod. Pero ya era demasiado tarde: por el teléfono oyó
un sonido metálico y gorgoritos melancólicos.
—¿Qué dice?
—preguntó Trillian.
—Nada —dijo
Zaphod—. No ha llamado más que para lavarse la cabeza ante nosotros.
—Ahí tienes
—dijo Marvin, burbujeando un poco por el teléfono—, espero que te sientas
satisfecho...
—Sí, sí —dijo
Zaphod—. ¿Y ahora quieres decirnos dónde estás, por favor?
—Estoy en el
aparcamiento —respondió Marvin.
—¿En el
aparcamiento? —dijo Zaphod—. ¿Qué estás haciendo allí?
—Aparcando
vehículos. ¿Qué otra cosa puedo hacer en un aparcamiento?
—Muy bien,
quédate ahí, bajaremos en seguida.
Con un solo
movimiento, Zaphod se puso en pie de un brinco, soltó de golpe el teléfono y
escribió en la cuenta: «Hotblack Desiato.»
—Venga, chicos
—dijo—. Marvin está en el aparcamiento. Vamos abajo.
—¿Qué está
haciendo en el aparcamiento? —preguntó Arthur.
—Aparcando
vehículos, ¿qué, si no? ¡Toma!
—Pero ¿qué
pasará con el Fin del Mundo? Nos vamos a perder el gran acontecimiento.
—Yo ya lo he
visto. Es una tontería —dijo Zaphod—. No es más que un guirigay disparatado.
—¿Un qué?
—Lo contrario
de una gran explosión. Venga, démonos prisa.
Pocos
comensales les prestaron atención cuando se abrieron paso hacía la salida del
restaurante. Tenían los ojos fijos en el horror del cielo.
—Es un efecto
interesante de observar —decía Max—; allí, en el cuadrante superior izquierdo
del cielo, donde si se fijan con atención, podrán ver que el sistema estelar de
Hastromil está hirviendo hasta llegar al ultravioleta. ¿Hay aquí alguien de
Hastromil?
Hubo un par de
vítores dudosos por la parte del fondo.
—Bueno
—prosiguió Max, rebosante de alegría—, ya es muy tarde para preocuparse por si
han dejado el gas encendido.
18
El vestíbulo de
recepción estaba casi vacío, pero no obstante Ford se abrió paso por él a
fuerza de bandazos.
Zaphod lo
agarró firmemente del brazo y logró introducirlo en un cubículo que se abría a
un lado del recibidor.
—¿Qué le estás
haciendo? —preguntó Arthur.
—Poniéndole
sobrio —dijo Zaphod, metiendo una moneda en una ranura. Destellaron unas luces
y hubo un remolino de gases.
—Hola —dijo
Ford, saliendo del cubículo un momento después—, ¿a dónde vamos?
—Abajo, al
aparcamiento. Vamos.
—¿Qué me dices
de los Teleportes del Tiempo personales? —inquirió Ford—. Volvamos derechos al
Corazón de Oro.
—Sí, pero estoy
harto de esa nave. Que se la quede Zarniwoop. No quiero participar en sus
juegos. A ver qué encontramos.
Uno de los
Alegres Transportadores Verticales de Personas, de la Compañía Cibernética Sirius
los bajó a los sustratos más profundos del Restaurante. Se alegraron al ver que
le habían causado destrozos y no trataba tanto de hacerlos felices como de
llevarlos abajo.
Al llegar al
fondo, se abrieron las puertas del ascensor, y una ráfaga de aire frío y rancio
los sorprendió.
Lo primero que
vieron al salir del ascensor fue una larga pared de cemento que tenía más de
cincuenta puertas que ofrecían diferentes instalaciones sanitarias para las
cincuenta formas de vida más importantes. Sin embargo, como todos los
aparcamientos de la Galaxia de toda la historia de los aparcamientos, aquél
olía a impaciencia. Doblaron una esquina y se encontraron en un andén rodante
que recorría un espacio vasto y cavernoso, perdido en la oscura distancia.
Estaba dividido
en compartimientos donde había naves espaciales pertenecientes a los
comensales; unas eran modelos utilitarios fabricados en serie, y otras,
limusinaves resplandecientes: juguetes de los millonarios.
Al pasar a su
lado, los ojos de Zaphod destellaron con algo que podía o no ser avaricia. En
realidad, es mejor ser claros a este respecto: eran destellos de verdadera
avaricia.
—Ahí está —dijo
Trillian—. Marvin está allí.
Los demás
miraron a donde ella señalaba. Vagamente vieron una pequeña figura de metal que
con desgana pasaba un trapo por una esquina remota de una solnave plateada y
gigantesca.
A lo largo del
andén rodante había amplios tubos transparentes que bajaban al nivel del suelo.
Zaphod salió del andén, se metió en uno y bajó flotando suavemente. Le siguieron
los demás. Al recordarlo, más adelante, Arthur Dent pensó que había sido la
única experiencia verdaderamente agradable de todos sus viajes por la Galaxia.
—Hola, Marvin
—dijo Zaphod, acercándose al robot—. Hola, muchacho, estamos muy contentos de verte.
Marvin se
volvió, y en la medida de lo posible, su rostro metálico completamente inerte
manifestó cierto reproche.
—No, no lo
estáis —replicó—. Nadie lo está.
—Como quieras
—dijo Zaphod, dándole la espalda para comerse las naves con los ojos.
Sólo Trillian y
Arthur se acercaron realmente a Marvin.
—Pues nosotros
sí nos alegramos de verte —dijo Trillian, dándole unas palmaditas, cosa que al
robot le desagradaba intensamente—. Mira que esperarnos durante todo este
tiempo...
—Quinientos
setenta y seis millones tres mil quinientos setenta y nueve años —especificó
Marvin—. Los he contado.
—Pues aquí nos
tienes ya —dijo Trillian con la impresión, enteramente acertada según Marvin,
de que era algo un tanto ridículo de decir.
—Los primeros
diez millones de años fueron los más difíciles —siguió Marvin—, y los segundos
diez millones también fueron los peores. Los terceros diez millones no me
gustaron nada. Después entré en una especie de decadencia.
Hizo una pausa
lo suficientemente larga como para darles la impresión de que debían decir
algo, y entonces prosiguió:
—En este
trabajo, lo que más le deprime a uno es la gente que conoce.
Hizo otra
pausa. Trillian carraspeo.
—Es eso...
—La mejor
conversación que he mantenido fue hace cuarenta millones de años —continuó
Marvin.
Y de nuevo hizo
una pausa.
—¡Válg...!
—Con una
máquina de café.
Esperó.
—Eso es una...
—No os gusta
hablar conmigo, ¿verdad? —dijo Marvin en tono bajo y desolado.
Trillian se
puso a hablar con Arthur.
Alejado de
ellos, Ford Prefect había encontrado algo cuyo aspecto le gustaba mucho; varias
cosas, en realidad.
—Zaphod —dijo
en voz baja—, echa un vistazo a estos tranvías estelares...
Zaphod los miró
y le gustaron.
La nave que
miraban era realmente muy pequeña, pero extraordinaria: el juguete de un niño
rico, sin duda. No tenía mucho que ver. Se parecía mucho a un dardo de papel de
unos seis metros de largo, y estaba hecha de chapa fina pero dura. En la parte
de atrás había una pequeña cabina horizontal para dos tripulantes. Tenía un
motor diminuto propulsado por energía de encanto, que no sería capaz de
desplazarlo a gran velocidad. Lo que tenía, sin embargo, era un sumidero de
calor.
El sumidero de
calor era una masa de unos dos mil billones de toneladas contenido en un
agujero negro que estaba montado en un campo electromagnético situado en medio
de la nave, y permitía maniobrar la nave a pocos kilómetros de un sol amarillo
para capturar y dejarse llevar por las llamaradas que estallaban en su
superficie.
Navegar por las
llamas es uno de los deportes más exóticos y estimulantes, y aquellos que se
atreven y pueden permitírselo se cuentan entre los hombres más celebrados de la
Galaxia. También es, desde luego, pasmosamente peligroso; los que no mueren
pilotando, mueren de agotamiento sexual en una de las fiestas apré-llama del
Club Dédalo.
Ford y Zaphod
la miraron y siguieron adelante.
—Y este buggy
estelar de color naranja —dijo Ford—, con los parasoles negros...
El buggy
también era una astronave pequeña, denominación, en realidad, totalmente errónea,
porque lo único que no podía surcar eran las distancias interestelares.
Fundamentalmente era un todo terreno planetario, deportivo, preparado para
parecer lo que no era. Pero tenía una línea bonita. Continuaron adelante.
La siguiente
era grande, de unos treinta metros de largo: una limusinave evidentemente
proyectada con la idea de hacer que los mirones se murieran de envidia. La
pintura y los detalles de los accesorios decían claramente: «No sólo soy lo
bastante rico para tener esta nave, sino que también soy lo suficientemente
acaudalado para no tomármelo en serio.» Era maravillosamente repugnante.
—Échale una
mirada —dijo Zaphod—: energía de quark multiconcentrada, estribos de perspulex.
Debe ser un producto de encargo de la Lazlar Liricón.
La examinó centímetro
a centímetro.
—Sí —dijo—,
mira el emblema infrarrosa del lagarto en la capota de neutrino. La marca de
Lazlar. El dueño no tiene vergüenza.
—Una vez me
pasó una de estas madres, cerca de la nebulosa Axel —dijo Ford—. Yo iba a toda
velocidad y ese cacharro me adelantó como una bala, casi rozando un planeta.
Algo increíble.
Zaphod emitió
un silbido apreciativo.
—Diez segundos
después —prosiguió Ford— se estrelló contra la tercera luna de Jaglan Beta.
—¿Sí, de veras?
—Pero esta nave
tiene un aspecto maravilloso. Se parece a un pez, se mueve como un pez, se
conduce como una vaca.
Ford miró por
el otro lado.
—Oye, ven a ver
esto —gritó—; hay un mural enorme pintado en este lado. Un sol que estalla: la
marca de Zona Catastrófica. Debe ser la nave de Hotblack. Qué suerte tiene el
maricón. Ya sabes que tocan esa canción tremenda que acaba con una nave de
efectos especiales estrellándose contra el sol. Tiene que ser un espectáculo
maravilloso. Pero debe salir caro por las naves.
Sin embargo, la
atención de Zaphod estaba en otra parte. Tenía los ojos clavados en la nave
aparcada junto a la de Hotblack. Las dos bocas le quedaron abiertas.
—Eso —dijo—,
eso... hace mucho daño a la vista...
Ford miró.
También quedó asombrado.
Era una nave de
líneas sencillas y clásicas, como un salmón aplastado, de unos veinte metros de
largo, muy limpia y bruñida. Sólo tenía una cosa notable.
—¡Es tan...
negra! —dijo Ford Prefect—. ¡Apenas puede distinguirse su forma... es como si
se tragase la luz!
Zaphod no dijo
nada. Sencillamente, se había enamorado.
Su negrura era
tan extrema, que casi resultaba imposible saber lo cerca que se estaba de ella.
—Es que los
ojos resbalan por ella... —dijo Ford, maravillado. Era un momento de mucha
emoción. Se mordió el labio.
Zaphod se
acercó a ella, despacio, como un poseso; o más precisamente, como alguien que
quisiera poseer. Alargó la mano para acariciarla. Se detuvo. Volvió a alargar
la mano para acariciarla. Se detuvo de nuevo.
—Ven a tocarla
—dijo en un susurro.
Ford alargó el
brazo para tocarla. Su mano se detuvo.
—No... no se
puede —dijo.
—¿Lo ves? —dijo
Zaphod—. Es totalmente infriccionable. Debe tener un motor bestial.
Se volvió para
mirar gravemente a Ford. Al menos, eso hizo una de sus cabezas; la otra estaba
maravillada contemplando la nave.
—¿Qué te
parece, Ford? —preguntó.
—Te refieres
a... —Ford miró por encima del hombro—. ¿Te refieres a largarnos con ella?
¿Crees que deberíamos hacerlo?
—No.
—Yo tampoco.
—Pero vamos a
hacerlo, ¿verdad?
—¿Cómo
podríamos evitarlo?
Miraron un poco
más hasta que Zaphod, súbitamente, se dominó.
—Será mejor que
nos larguemos pronto —dijo—. Dentro de un momento se habrá acabado el Universo
y todos esos mendas bajarán a montones para buscar sus burgomóviles.
—Zaphod —dijo Ford.
—¿Sí?
—¿Cómo vamos a
hacerlo?
—Muy sencillo
—dijo Zaphod. Se volvió y gritó—: ¡Marvin!
Lenta,
laboriosamente, con un millón de crujidos y ruidos metálicos, que había
aprendido a simular, Marvin se volvió para responder a la llamada.
—Ven aquí —dijo
Zaphod—. Tenemos trabajo para ti, Marvin caminó pesadamente hacia ellos.
—No me va a
gustar —anunció.
—Sí te gustará
—le avasalló Zaphod—, toda una vida nueva se extiende ante ti.
—Ah, no; otra
no —gruñó Marvin.
—¡Quieres
callarte y escuchar! —siseó Zaphod—. Esta vez habrá emociones y aventuras y
cosas verdaderamente tremendas.
—Eso me suena
horriblemente —comentó Marvin.
—¡Marvin! Lo
único que intento pedirte...
—Supongo que
quieres que te abra esa nave espacial.
—¡Qué! Pues...
sí. Sí, eso es —dijo Zaphod, nervioso. Tenía por lo menos tres ojos fijos en la
entrada. No había tiempo.
—Bien; desearía
que te limitaras a decírmelo en vez de intentar ganarte mi entusiasmo —dijo
Marvin—. Porque no tengo ninguno.
Se acercó a la
nave, la tocó y se abrió una escotilla.
Ford y Zaphod
miraron fijamente a la abertura.
—No hay de qué
—dijo Marvin—. ¡No, nada de gracias!
Volvió a
alejarse con sus pasos pesados.
Arthur y
Trillian se reunieron con ellos.
—¿Qué pasa?
—preguntó Arthur.
—Mira esto
—dijo Ford—. Mira el interior de esta nave.
—¡Qué cosa tan
fantástica! —musitó Zaphod.
—Es negro —dijo
Ford—. Todo es absolutamente negro.
En el
Restaurante las cosas se acercaban rápidamente al momento después del cual ya
no habría más momentos.
Todos los ojos
estaban fijos en la cúpula, todos menos los del guardaespaldas de Hotblack
Desiato, que miraba atentamente a su jefe, y los del músico, que el encargado
de su seguridad había cerrado por respeto.
El
guardaespaldas se inclinó sobre la mesa. Sí Hotblack Desiato hubiese estado
vivo, posiblemente habría considerado que aquélla era una buena ocasión para
recostarse o para dar un paseo corto. Su guardaespaldas no era hombre que
mejorara en compañía. Sin embargo, debido a su lamentable condición, Hotblack
Desiato permanecía completamente inerte.
—¿Mister
Desiato? ¿Señor? —susurró el guardaespaldas. Cada vez que hablaba, parecía como
si los músculos de las comisuras de su boca se encaramaran unos sobre otros
para quitarse de en medio.
—¿Mister
Desiato? ¿Puede oírme?
De manera muy
natural, Hotblack Desiato no dijo nada.
—¿Hotblack?
—siseó el guardaespaldas.
Otra vez de
manera muy natural, Hotblack Desiato no respondió. Sin embargo, de forma
sobrenatural, lo hizo.
Frente a él,
una copa de vino cascabeleo en la mesa y un tenedor se elevó unos dos
centímetros y dio unos golpecitos a la copa. Luego volvió a asentarse sobre la
mesa.
El
guardaespaldas emitió un gruñido de satisfacción.
—Es hora de que
nos marchemos, mister Desiato —musitó el guardaespaldas—; en su estado no debe
cogernos la aglomeración. Debe usted llegar al próximo concierto tranquilo y
descansado. Realmente había mucho público. Uno de los mejores. Kakrafún. Hace
dos millones quinientos setenta y seis mil años. ¿Ha estado esperándolo con
impaciencia?
El tenedor
volvió a alzarse, se detuvo, se balanceó de manera indiferente y volvió a caer.
—¡Oh, vamos!
—dijo el guardaespaldas— Va a haber sido magnífico. Los dejó paralizados.
El
guardaespaldas habría hecho que al doctor Dan Callejero le diera un ataque de
apoplejía.
—La nave negra
que se estrella contra el sol siempre les emociona, y la nueva es una
hermosura. Lo sentiré mucho cuando la vea perderse. Sí vamos para allá, pondré
el piloto automático de la nave negra y viajaremos en la limusinave. ¿De
acuerdo?
El tenedor dio
un golpecito de aquiescencia y, misteriosamente, la copa de vino se vació.
El
guardaespaldas empujó la silla de ruedas de Hotblack Desiato y salieron del
restaurante.
—¡Y ahora
—gritó Max desde el centro del escenario— ha llegado el momento que todos
ustedes han estado esperando!
Alzó los
brazos. A sus espaldas, la orquesta acometió unos sintoacordes vibrantes y una
percusión frenética. Max había discutido con los músicos sobre esto, pero ellos
adujeron que estaba en su contrato y que lo harían, su agente tendría que
evitarlo.
—¡Los cielos
empiezan a bullir! —gritó—. ¡La naturaleza se desmorona en el aullante vacío!
Dentro de veinte segundos el Universo llegará a su fin! ¡Miren cómo la luz del
infinito estalla sobre nuestras cabezas!
La horrenda
furia de la destrucción se desataba en torno a ellos; y en aquel preciso
momento una trompeta sonó suavemente desde la distancia infinita. Los ojos de
Max giraron para lanzar una mirada colérica a la orquesta. Ningún músico tocaba
trompeta alguna. De pronto, un remolino de humo surgió del escenario, a su lado.
A la primera se unieron más trompetas. Max había representado aquel espectáculo
más de quinientas veces, y nunca había ocurrido nada parecido. Se apartó
alarmado del remolino de humo, donde poco a poco se iba materializando una
figura; la figura de un anciano con barba, vestido con una túnica y envuelto en
luz. En sus ojos había estrellas, y sobre su frente una corona de oro.
—¿Qué es esto?
—musitó Max con los ojos desencajados—. ¿Qué está pasando?
Al fondo del
restaurante, el grupo de rostros impenetrables de la Iglesia del Segundo
Advenimiento del Gran Profeta Zarquon se pusieron de pie, gritando y cantando
en éxtasis.
Max parpadeó
asombrado. Levantó los brazos hacia el público.
—¡Un gran
aplauso, por favor, señoras y caballeros —aulló—, para el Gran Profeta Zarquon!
¡Ha venido! ¡Zarquon ha vuelto a aparecer!
Se oyó una
atronadora salva de aplausos mientras Max cruzaba el escenario y le entregaba
el micrófono al Profeta.
Zarquon se
aclaró la garganta. Atisbó entre el público. Las estrellas de sus ojos chispearon
intranquilas. Aturdido, cogió el micrófono.
—Pues...
—dijo—, hola. Hummm, mirad, siento llegar un poco tarde. He pasado un rato
espantoso, han surgido toda clase de dificultades en el último momento.
Parecía
nervioso por el respetuoso y expectante silencio. Carraspeó.
—Bueno, ¿qué
tal andamos de tiempo? —preguntó—. Si tuviera sólo un min...
Y así acabó el
mundo.
19
Aparte de su
precio relativamente barato y del hecho de que en la portada lleva las palabras
NO SE ASUSTE escritas en letras grandes y agradables, una de las mayores
razones de venta de ese libro absolutamente notable, la Guía del autoestopista
galáctico, la constituye su glosario abreviado y a veces preciso. Por ejemplo,
las estadísticas referentes a la naturaleza geosocial del Universo se indican
hábilmente entre las páginas novecientas treinta y ocho mil trescientas
veinticuatro y la novecientas treinta y ocho mil trescientas veintiséis; el
estilo simplista en que se exponen, queda parcialmente en parte justificado por
el hecho de que los autores, al tener que enfrentarse con un límite de tiempo
para la entrega del artículo, copiaron la información del reverso de un paquete
de cereales para el desayuno, embelleciéndola apresuradamente con algunas notas
a pie de página con el fin de evitar que los procesaran bajo las leyes
incomprensiblemente tortuosas de los Derechos Galácticos de Autor.
Es interesante
observar que un editor posterior y más taimado envió el libro a un tiempo
pasado mediante un remolcador temporal y demandó con éxito a la compañía de
cereales para el desayuno por infringir esas mismas leyes.
Ahí va una
muestra:
El Universo:
algunas informaciones para ayudarle a vivir en él.
1 Zona:
Infinito.
La Guía del
autoestopista galáctico da la siguiente definición de la palabra «infinito».
Infinito: Mayor
que la cosa más grande que haya existido nunca, y más. Mucho mayor que eso, en
realidad; verdadera y asombrosamente enorme, de un tamaño absolutamente
pasmoso, algo para decir: «vaya, qué cosa tan inmensa». El infinito es
simplemente tan grande, que en comparación la grandeza misma resulta una
nadería. Lo que tratamos de exponer es una especie de concepto que resultaría
de lo gigantesco multiplicado por lo colosal multiplicado por lo asombrosamente
enorme.
2
Importaciones: Ninguna.
Es imposible
importar cosas a una zona infinita, al no haber un exterior del que
importarlas.
3
Exportaciones: Ninguna.
Véase
Importaciones.
4 Población:
Ninguna.
Es sabido que
existe un número infinito de mundos, sencillamente porque hay una cantidad infinita
de espacio para que todos se asienten en él. Sin embargo, no todos están
habitados. Por tanto, debe haber un número finito de mundos habitados. Un
número finito dividido por infinito se aproxima lo suficiente a la nada para
que no haya diferencia, de manera que puede afirmarse que la población media de
todos los planetas del Universo es cero. De ello se desprende que la población
media de todo el Universo también es cero, y que todas las personas con que uno
pueda encontrarse de vez en cuando no son más que el producto de una
imaginación trastornada.
5 Unidades
monetarias: Ninguna.
En realidad, en
la Galaxia hay tres monedas de libre cambio, pero ninguna cuenta. El dólar
altairiano se ha desmoronado hace poco, la bolita pobble llainiana sólo se
puede cambiar por otras bolitas pobbles llainianas, y el pu trigánico tiene sus
propios problemas muy particulares. Su tasa de cambio, ocho ningis por un pu,
es bastante simple, pero como un ningi es una moneda triangular de goma, de
diez mil cuatrocientos kilómetros por cada lado, nunca ha tenido nadie
suficiente para poseer un pu. El ningi no es una moneda negociable porque los
galactibancos se niegan a tratar con un cambio insignificante. A partir de esta
premisa fundamental es muy sencillo demostrar que los galactibancos también son
producto de una imaginación trastornada.
6 Arte:
Ninguno.
La función del
arte es servir de espejo a la naturaleza, y no existe un espejo lo
suficientemente grande: véase el punto uno.
7 Sexualidad:
Ninguna.
Bueno, en
realidad hay muchísima, sobre todo debido a la total ausencia de dinero, de
comercio, de bancos, de arte y de cualquier otra cosa que mantenga ocupada a
toda la población inexistente del Universo.
Sin embargo, no
vale la pena emprender ahora una larga discusión sobre ello, porque es algo
verdaderamente muy complicado. Para más información véanse los capítulos siete,
nueve, diez, once, catorce, dieciséis, diecisiete, diecinueve, veintiuno a
ochenta y cuatro inclusive, y la mayor parte del resto de la Guía.
20
El restaurante
continuó existiendo, pero todo lo demás se había paralizado. Relastáticos
temporales lo sostenían y protegían en el interior de una nada que no era un
mero vacío, sino simplemente nada: no podía decirse que hubiese nada en cuyo
interior pudiera existir un vacío.
La cúpula con
escudo protector se había vuelto otra vez opaca, la fiesta había terminado, los
comensales se marchaban, Zarquon había desaparecido con el resto del Universo,
las Turbinas del Tiempo se preparaban para hacer retroceder el restaurante a la
orilla del tiempo y dejarlo listo para el almuerzo, y Max Quordlepleen estaba
de nuevo en su pequeño camerino de cortinas, tratando de localizar a su agente
por el tempófono.
En el
aparcamiento seguía la nave negra, cerrada y silenciosa.
En el
aparcamiento entró el difunto mister Hotblack Desiato, impulsado por el andén
rodante por su guardaespaldas.
Bajaron por uno
de los tubos. Al acercarse a la limusinave, surgió una escotilla de un costado
que aferró las ruedas de la silla y subió ésta a bordo. El guardaespaldas subió
a continuación y, tras comprobar que su jefe estaba bien conectado al
dispositivo de mantenimiento mortal, se dirigió a la pequeña cabina, Allí
manipuló el dispositivo de control remoto que conectaba el piloto de la nave
negra que estaba al lado de la limusinave, causando de ese modo gran alivio a
Zaphod Beeblebrox, que durante diez minutos había estado tratando de arrancar
aquel cacharro.
La nave negra
se deslizó suavemente de su compartimiento, giró y avanzó rápida y silenciosamente
por la calzada central. Al final de ella aceleró, se introdujo en la cámara de
lanzamiento temporal e inició el largo viaje de vuelta al pasado remoto.
El menú de
Milliways cita, con autorización, un párrafo de la Guía del autoestopista
galáctico. El pasaje es el siguiente:
La Historia de
todas las civilizaciones importantes de la Galaxia tiende a pasar por tres
etapas distintas y reconocibles, las de Supervivencia, Indagación y
Refinamiento, también conocidas por las fases del Cómo, del Por qué y del
Dónde.
Por ejemplo, la
primera fase se caracteriza por la pregunta: «¿Cómo podemos comer?»; la
segunda, por la pregunta: «¿Por qué comemos?»; y la tercera por la pregunta:
«¿Dónde vamos a almorzar?».
El menú pasa a
sugerir que Milliways, el Restaurante del Fin del Mundo, puede ser una
respuesta muy agradable y refinada a la tercera pregunta.
Lo que no dice
es que, a pesar de que una civilización grande tarda muchos miles de años en
pasar las etapas del Cómo, del Por qué y del Dónde, pequeños grupos sociales
pueden superarlas con extraordinaria rapidez en situaciones de tensión.
—¿Qué tal
vamos? —preguntó Arthur Dent.
—Mal —respondió
Ford Prefect.
—¿A dónde
vamos? —inquirió Trillian.
—No lo sé
—contesta Zaphod Beeblebrox.
—¿Por qué no?
—quiso saber Arthur Dent.
—Cierra el Pico
—sugirieron Zaphod Beeblebrox y Ford Prefect.
—En el fondo
—dijo Arthur Dent, ignorando la sugerencia—. Lo que tratáis de decir es que
hemos perdido el control.
La nave se
sacudía y bamboleaba de manera desagradable mientras Ford y Zaphod intentaban
arrancar el control al piloto automático. Los motores aullaban y se quejaban
como niños cansados en un supermercado.
—Lo que me saca
de quicio es este color estrafalario —dijo Zaphod, cuyo enamoramiento con la
nave duró casi tres minutos de vuelo—. Cada vez que intento manipular uno de
esos extraños instrumentos negros marcados en negro sobre fondo negro, se
enciende una lucecita negra para que sepa que se ha conectado. ¿Qué es esto?
¿Una especie de hiperfurgón fúnebre de la Galaxia?
También las
paredes de la bamboleante cabina eran negras, el techo era negro, los asientos
—rudimentarios, porque el único viaje importante para el que la nave se había
construido debería realizarse sin tripulación—, eran negros, el cuadro de
mandos era negro, los instrumentos eran negros, los tornillitos que los
sujetaban eran negros, la fina y acolchada alfombra que cubría el suelo era
negra, y cuando levantaron una esquina descubrieron que la espuma de debajo
también era negra.
—A lo mejor
—aventuró Trillian— los ojos de quien lo proyectó respondían a diferentes
longitudes de onda.
—O no tenía
mucha imaginación —murmuró Arthur.
—Tal vez se
sintiera muy deprimido —aventuró Marvin.
En realidad,
aunque no lo sabían, se había escogido aquel decorado en honor de la triste y
lamentada condición de su propietario, deducible de impuestos.
La nave dio un
bandazo especialmente desagradable.
—Despacio —rogó
Arthur—, este viaje espacial me está mareando.
—Temporal —le
corrigió Zaphod— estamos atravesando el tiempo hacia atrás.
—Gracias —dijo
Arthur—, ahora me parece que voy a vomitar.
—Adelante —dijo
Zaphod—, nos vendrá bien un poco de color por aquí.
—Esto parece
una cortés conversación de sobremesa, ¿verdad? —saltó Arthur.
Zaphod le pasó
los mandos a Ford, para ver si los descifraba, y con paso vacilante se acercó a
Arthur.
—Mira,
terráqueo —dijo con furia—, tienes un trabajo que hacer, ¿no? La Pregunta de la
Respuesta Ultima, ¿eh?
—¿Cómo, eso?
—dijo Arthur—. Creí que ya lo habíamos olvidado.
—Yo no, chaval.
Como dijeron los ratones, vale un montón de dinero en el sitio apropiado. Y
todo está encerrado en esa cosa que tienes por cabeza.
—Sí, pero...
—¡Nada de
peros! Piénsalo. ¡El Sentido de la Vidal Si lo descubrimos podremos chantajear
a todos los psiquiatras de la Galaxia, y eso significaría un montón de pasta.
Yo le debo un dineral al mío.
Sin mucho
entusiasmo, Arthur emitió un hondo suspiro.
—De acuerdo
—dijo—. Pero ¿por dónde empezamos? ¿Cómo podría descubrirlo yo? Dicen que la
Respuesta Ultima de lo que sea, es Cuarenta y dos: ¿cómo puedo saber cuál es la
pregunta? Puede ser cualquier cosa. Es decir: ¿cuántas son seis por siete?
Zaphod le miró
fijamente durante un momento. Luego, sus ojos resplandecieron de emoción.
—¡Cuarenta y
dos! —gritó.
Arthur se pasó
la palma de la mano por la frente.
—Sí —dijo
Pacientemente—. Ya lo sé.
Las caras de
Zaphod se desencajaron.
—Sólo digo que
la pregunta puede ser cualquier cosa —dijo Arthur—, y no sé cómo voy a
descubrirla.
Pues tú estabas
presente —siseó Zaphod— cuando tu planeta se convirtió en grandes fuegos
artificiales.
—En la Tierra
tenemos una cosa... —empezó a decir Arthur.
—Teníais
—corrigió Zaphod.
—...llamada
tacto. Bueno, no importa. Mira; sencillamente, no lo sé.
Una voz grave
resonó monótonamente por la cabina.
—Yo lo sé
—afirmó Marvin.
—¡No te metas
en eso, Marvin! —gritó Ford desde los mandos, con los cuales libraba una
batalla perdida—. Es un asunto de seres orgánicos.
—Está impresa
en las circunvoluciones de las ondas cerebrales del terráqueo —prosiguió
Marvin—, pero no creo que tengáis mucho interés en saberlo.
—¿Quieres decir
—preguntó Arthur—, quieres decir que puedes leer en mi mente?
—Sí —contestó
Marvin.
Arthur lo miró
asombrado.
—¿Y...? —dijo.
—Me tiene
maravillado el que podáis vivir con algo tan pequeño.
—¡Ah! —contestó
Arthur—, es un ultraje.
—Sí —confirmó
Marvin.
—Venga,
olvídale —dijo Zaphod—. Se lo está inventando.
—¿Inventando?
—repitió Marvin, girando la cabeza con un remedo de asombro—. ¿Por qué querría
yo inventar nada? La vida ya es bastante desagradable para inventar cosas
acerca de ella.
—Marvin —dijo
Trillian con la voz amable y suave que sólo ella era capaz de adoptar con
aquella criatura espuria—, si lo has sabido todo el tiempo, ¿por qué no nos lo
has dicho?
La cabeza de
Marvin giró hacía ella.
—No me lo
habéis preguntado —contestó sencillamente.
—Bueno, pues te
lo preguntamos ahora, hombre de metal —dijo Ford, volviéndose a mirarle.
En aquel
momento la nave dejó súbitamente de sacudiese y balancearse y el estruendo de
los motores se redujo a un suave murmullo.
—Oye, Ford
—dijo Zaphod—; eso suena bien. ¿Has descubierto cómo se manejan los mandos de
este trasto?
—No —dijo
Ford—. Sólo he dejado de hurgar en ellos. Calculo que tendremos que ir
dondequiera que vaya esta nave y bajarnos deprisa.
—Sí, claro
—convino Zaphod.
—Sabía que no
teníais verdadero interés —murmuró Marvin para sí, derrumbándose en un rincón y
desconectando sus circuitos.
—El problema es
—dijo Ford— que el único instrumento de toda la nave que proporciona algunos
datos me tiene preocupado. Si es lo que creo, y si dice lo que creo que dice,
entonces hemos ido muy lejos en el pasado. Quizás hasta dos millones de años
antes de nuestra época.
Zaphod se
encogió de hombros.
—El tiempo es
una faramalla —sentenció.
—De todos
modos, me pregunto a quién pertenecerá esta nave —dijo Arthur.
—A mí —dijo
Zaphod.
—No. A quién
pertenecerá de veras.
—A mí, de veras
—insistió Zaphod—. Mira, la propiedad es un robo, ¿no? Luego el robo es la
propiedad. Ergo la nave es mía ¿vale?
—Díselo a la
nave —dijo Arthur.
Zaphod se
acercó a la consola.
—Nave —dijo,
dando puñetazos a los paneles—, te habla tu nuevo dueño...
No le dio
tiempo a decir nada más. Varias cosas ocurrieron a la vez.
La nave salió
del viaje del tiempo y volvió a emerger al espacio real.
Todos los
mandos de la consola, que habían estado apagados durante el viaje del tiempo,
se encendieron.
Empezó a
funcionar la gran pantalla encima de la consola, revelando un paisaje estelar y
un sol muy grande, justo delante de ellos.
Ninguna de
tales cosas, sin embargo, fue la causa de que Zaphod se viera en aquel momento
violentamente arrojado de espaldas contra el fondo de la cabina, como todos los
demás.
Todos se
precipitaron hacia atrás por obra de un horrísono ruido que surgió de los
altavoces que flanqueaban la pantalla.
21
En el mundo
rojo y seco de Kakrafún, en medio del gran desierto de Rudlit, los técnicos de
escena comprobaban los aparatos de sonido.
Es decir, los
aparatos de sonido estaban en el desierto, pero no los técnicos. Se habían
retirado a la seguridad de la gigantesca nave de control de Zona Catastrófica,
que estaba en órbita a unos seiscientos kilómetros por encima de la superficie
del planeta, y desde allí comprobaban el sonido. A siete kilómetros y medio de
los silos de los altavoces, nadie habría sobrevivido a la sintonización.
Si Arthur Dent
hubiese estado a menos de siete kilómetros y medio de los silos de los
altavoces, su último pensamiento habría sido que, en forma y tamaño, la
instalación del sonido se parecía a Manhattan. Los tubos de escape de los
altavoces neutrónicos se remontaban de los silos hacia el cielo hasta una
altura monstruosa, oscureciendo los bancos de los reactores plutónicos de los
amplificadores sísmicos que había tras ellos.
Profundamente
enterrados en bunkers de cemento bajo la urbe de altavoces, estaban los
instrumentos que los músicos debían tocar desde la nave: el enorme ajuitar
fotónico, el bajo detonador y el complejo conjunto de percusión Megabang.
Iba a ser un
concierto ruidoso.
A bordo de la
gigantesca nave de control, todo eran prisas y alboroto. La limusinave de
Hotblack Desiato, que a su lado era un simple renacuajo, acababa de llegar y
atracar, y el llorado caballero era trasladado por pasillos de altas bóvedas
para llevarle a presencia del médium que interpretaría sus impulsos psíquicos
en el teclado del ajuitar.
También habían
llegado un médico, un lógico y un biólogo marino, traídos de Maximegalón a
costa de un desembolso fenomenal para que trataran de volver a la razón al
cantante solista, que se había encerrado en el cuarto de baño con un frasco de
píldoras y se negaba a salir hasta que se le demostrara de manera concluyente
que no era un pez. El bajista se dedicaba a ametrallar su dormitorio y el
batería no se encontraba a bordo. Frenéticas averiguaciones llevaron al
descubrimiento de que estaba en una playa de Santraginus V, a más de cien años
luz de distancia, donde según afirmaba había sido feliz durante la última media
hora y había encontrado una piedrecita que iba a ser su amiga.
El manager del
conjunto sintió un profundo alivio. Aquello significaba que, por decimoséptima
vez en la gira, un robot tocaría la batería y que, en consecuencia, la entrada
de los cimbalistas se produciría a tiempo.
El sub-éter
zumbaba con las comunicaciones de los técnicos de escena, que comprobaban los
canales de los altavoces, y eso era lo que se transmitía al interior de la nave
negra.
Sus aturdidos
ocupantes estaban contra la pared posterior de la cabina, escuchando las voces
que salían de los altavoces de la pantalla.
—Muy bien,
canal nueve funcionando —dijo una voz—; probando canal quince...
Otro estallido
de ruido —sacudió la nave.
—Canal quince
funcionando —dijo otra voz.
—La nave de los
efectos especiales ya está en posición —dijo una tercera voz—. Tiene buen aspecto.
Hará un buen picado hacia el sol. ¿Está a la escucha el ordenador de escena?
—A la escucha
—respondió la voz de un ordenador.
—Toma los
mandos de la nave negra.
—El programa de
su trayectoria está fijado, la nave negra está dispuesta para el viaje.
—Probando canal
veinte.
Zaphod recorrió
la cabina de un salto y conectó unas frecuencias de receptor sub-éter antes de
que el siguiente ruido les hiciera trizas la cabeza. Se quedó de pie,
temblando.
—¿Qué significa
el picado hacia el sol? —preguntó Trillian con voz queda.
—Significa
—contestó Marvin— que la nave va a lanzarse en picado contra el sol, es decir,
que va a zambullirse en él. Es muy fácil de entender. ¿Qué podéis esperar si
robáis la nave de efectos especiales de Hotblack Desiato?
—¿Cómo sabes...
—preguntó Zaphod con una voz que entumecería de frío a un lagarto de las nieves
de Vega— que ésta es la nave de efectos especiales de Hotblack Desiato?
—Sencillamente
—respondió Marvin— porque yo la aparqué.
—Entonces, ¿por
qué... no... nos lo advertiste?
—Tú dijiste que
querías emociones, aventuras y cosas demenciales.
—Esto es
horrible —comentó Arthur sin necesidad en la pausa que siguió.
—Eso es lo que
yo he dicho —confirmó Marvin.
En otra
frecuencia, el receptor sub-éter había captado una emisión de noticias cuyos
ecos resonaban por la cabina.
—...Hace buen
tiempo para el concierto de esta tarde. Estoy delante del escenario —mintió el
locutor—, en pleno desierto de Rudlit y con ayuda de unos gemelos
hiperbinópticos puedo apenas distinguir al inmenso público agazapado en todas
las direcciones del horizonte. Detrás de mí, los silos de los altavoces se
alzan como la ladera de una montaña empinada, y en el cielo se van apagando los
rayos del sol, ignorante de lo que va a golpearlo. El grupo ecologista sí sabe
lo que va a golpearlo, y afirman que el concierto producirá terremotos,
inundaciones, huracanes, daños irreparables en la atmósfera y todas las cosas
habituales que los ecologistas suelen añadir.
»Pero acaban de
informarme de que un representante de Zona Catastrófica se ha reunido con los
ecologistas a la hora de comer y los ha matado a tiros a todos, por lo que
ahora nada impide que...
Zaphod
desconectó el sub-éter. Se volvió a Ford.
—¿Sabes lo que
estoy pensando? —le dijo.
—Creo que sí
—dijo Ford.
—Dime lo que
crees que estoy pensando.
—Creo que estás
pensando que es hora de que abandonemos esta nave.
—Creo que
tienes razón —dijo Zaphod.
—Creo que
tienes razón —dijo Ford.
—¿Pero cómo?
—dijo Arthur.
—Calla —le
cortaron Ford y Zaphod al unísono—, estamos pensando.
—Así que ya
está —concluyó Arthur—, vamos a morir.
—Ojalá dejaras
de repetir eso —dijo Ford.
En este punto
vale la pena recordar las teorías a las que había llegado Ford en su primer
encuentro con los seres humanos para explicar su extraña costumbre de afirmar y
reafirmar de continuo lo claro y evidente, como «Hace buen día», «Es usted muy
alto», o «Así que ya está, vamos a morir».
Su primera
teoría fue que si los seres humanos dejaban de hacer ejercicio con los labios,
la boca se les quedaría agarrotada.
Al cabo de unos
meses de observación, se le ocurrió otra teoría, que era como sigue: Si los
seres humanos no dejan de hacer ejercicio con los labios, su cerebro empieza a
funcionar.
En realidad, la
segunda teoría resulta más literalmente cierta para la raza belcerebona de
Kakrafún.
Los
belcerebones producían gran resentimiento e inseguridad entre las razas vecinas
por ser una de las civilizaciones más ilustradas, realizadas y, sobre todo,
tranquilas de la Galaxia.
Como castigo
por tal conducta, que se consideraba ofensiva, orgullosa y provocativa, un
Tribunal Galáctico les infligió la más cruel de todas las enfermedades
sociales: la telepatía. Por consiguiente, con el fin de no emitir el más mínimo
pensamiento que les pase por la cabeza a cualquier transeúnte que ande a un
radio de siete kilómetros y medio, tienen que hablar muy alto y de manera
continua sobre el tiempo, sus penas y pequeñas dolencias, el partido de esta
tarde y en lo ruidoso que se ha convertido de pronto Kakrafún.
Otro medio de
borrar su mente es hacer de anfitriones en un concierto de Zona Catastrófica.
El cronometraje
del concierto era decisivo.
La nave tenía
que iniciar el picado antes de que comenzara el concierto, con el fin de chocar
con el sol seis minutos y treinta y siete segundos antes del punto culminante
de la canción a la que estaba referida, para que la luz de las llamas solares
tuviera tiempo de llegar a Kakrafún.
La nave ya
llevaba varios minutos en picado cuando Ford Prefect terminó su búsqueda en los
demás compartimientos de la nave negra. Irrumpió de nuevo en la cabina.
El sol de
Kakrafún empezó a aumentar de forma aterradora en la pantalla, con su infierno
de llamaradas blancas creciendo a cada momento por la fusión de los núcleos de
hidrógeno, mientras la nave seguía cayendo sin prestar atención a los golpes y
porrazos que Zaphod asestaba sobre el cuadro de mandos. Arthur y Trillian
tenían la expresión fija de un conejo que está en la carretera en plena noche,
pensando que el mejor medio de evitar los faros que se aproximan es desviarlos
con la mirada.
Zaphod se
volvió con ojos desorbitados.
—Ford —gritó—,
¿cuántas cápsulas de evasión hay?
—Ninguna.
Zaphod
tartamudeó.
—¿Las has
contado? —aulló.
—Dos veces.
¿Has logrado localizar a los técnicos de escena por la radio?
—Sí —dijo
Zaphod amargamente—. Dije que había un montón de gente a bordo, y contestaron
que dijera «hola» a todo el mundo.
Ford puso los
ojos en blanco.
—¿No les
dijiste quién eras?
—Claro que sí.
Dijeron que era un gran honor. Y añadieron algo acerca de la cuenta de un
restaurante y de mis ejecutores testamentarios.
Ford apartó a
Arthur de un empujón y se inclinó sobre el cuadro de mandos.
—¿No funciona
nada de esto? —preguntó con furia.
—Todo está
bloqueado.
—Destruye el
piloto automático.
—Encuéntralo
primero. No hay ninguna conexión.
Hubo un momento
de silencio glacial.
Arthur recorría
vacilante el fondo de la cabina. Se detuvo de pronto.
—A propósito
—dijo—, ¿qué significa teleporte?
Pasó otro
momento.
Los demás se
volvieron despacio hacia él.
—Probablemente
sea un momento malo para preguntarlo —continuó Arthur—, pero acabo de acordarme
de que hace poco habéis utilizado esa palabra, y lo menciono porque...
—¿Dónde dice
teleporte? —preguntó Ford Prefect con voz queda.
—Pues ahí,
concretamente —dijo Arthur, señalando una caja negra de control en la parte de
atrás de la cabina—. Bajo la palabra «emergencia», encima de «dispositivo» y al
lado de un letrero que dice «no funciona».
En el
pandemonio que siguió a continuación, el único acto destacable fue el de Ford
Prefect, que se abalanzó por la cabina hacia la pequeña caja negra que Arthur
había indicado y empezó a pulsar repetidamente un botoncito negro instalado en
ella.
A su lado se
abrió un panel cuadrado de dos metros, revelando un compartimiento que semejaba
una ducha múltiple que hubiese adquirido una nueva función en la vida como
tienda de trastos eléctricos. Del techo pendían instalaciones alámbricas a
medio terminar, un revoltijo de piezas desechadas yacían desperdigadas por el
suelo, y el panel de programación sobresalía de la cavidad de la pared en donde
debería estar fijado.
Al hacer una
visita al astillero donde se construía la nave, un contable subalterno de Zona
Catastrófica preguntó al capataz de las obras por qué demonios instalaban un
teleporte sumamente caro en una nave que debía hacer un solo viaje importante
y, además, sin tripulación. El capataz explicó que el teleporte podía
adquiriese con un descuento del diez por ciento, y el contable replicó que
aquello daba lo mismo; el capataz arguyó que se trataba del más potente y
refinado teleporte que había a la venta, y el contable repuso que nadie quería
comprarlo; el capataz expuso que, a pesar de todo, la gente tendría que entrar
y salir de la nave, y el contable contestó que la nave tenía una puerta
perfectamente utilizable; el capataz manifestó que el contable podía irse a
hacer puñetas, y el contable sugirió que lo que se acercaba velozmente por la
izquierda del capataz era un emparedado de nudillos. Cuando concluyeron las
explicaciones, se suspendió la instalación del teleporte, que después pasó
inadvertido en la factura bajo el epígrafe de «Asuntos varios», a cinco veces
su precio.
—¡Serán burros!
—murmuró Zaphod mientras Ford y él trataban de ordenar el revoltijo de cables.
Al cabo de un
momento, Ford le dijo que se quedara atrás. Introdujo una moneda en el
teleporte y tiró de un interruptor que había en el panel colgante. La moneda
desapareció con un crujido y un chisporroteo luminoso.
—Bueno, esto
funciona —dijo Ford—; sin embargo, no tiene dispositivo de control. Un
teleporte de transferencia de la materia sin un programa de control te puede
mandar..., pues a cualquier parte.
El sol de
Kakrafún aparecía cada vez más grande en la pantalla.
—A quién le
importa —dijo Zaphod—; iremos a donde sea.
—Y además —dijo
Ford—, no hay servomecanismo. No podremos ir todos. Alguien tiene que quedarse
para manejarlo.
Hubo un momento
de grave silencio. El sol se veía cada vez más grande.
—Oye, Marvin
—dijo Zaphod en tono animoso—, ¿qué tal vas, muchacho?
—Sospecho que
muy mal —murmuró Marvin.
Poco tiempo
después, el concierto de Kakrafún alcanzaba una culminación inesperada.
La nave negra,
con su malhumorado ocupante a bordo, había caído a tiempo en el horno nuclear
del sol. Inmensas llamas solares se desperdigaron a millones de kilómetros por
el espacio, conmocionando y en algunos casos derribando a la docena de
navegantes flamígeros que viajaban cerca de la superficie del sol esperando el
acontecimiento.
Momentos antes
de que la luz de la llamarada llegara a Kakrafún, el desierto, triturado por el
estruendo, cedió a lo largo de una profunda falla. Un enorme río, desconocido
hasta entonces, que corría bajo tierra, emergió a la superficie y segundos
después se produjo la erupción de millones de toneladas de lava ardiente que se
alzó a centenares de metros por el aire, secando el río por encima y por debajo
de la superficie en una explosión que retumbó hasta el otro lado del mundo en
un recorrido de ida y vuelta.
Aquellos, muy
pocos, que contemplaron el acontecimiento y lograron sobrevivir, juran que los
cien mil seiscientos kilómetros cuadrados de desierto se elevaron en el aire
como una torta de un kilómetro de espesor que dio la vuelta y cayó. En aquel
preciso momento, la radiación solar de las llamaradas se filtró entre las nubes
de vapor de agua y llegó al suelo.
Un año después,
los ciento sesenta mil kilómetros cuadrados de desierto estaban cubiertos de
flores. En torno al planeta, la estructura de la atmósfera había quedado
ligeramente alterada. El sol fulguraba con menos fuerza en verano, el frío era
menos crudo en invierno, agradables lluvias caían con mayor frecuencia, y poco
a poco el mundo desértico de Kakrafún se convirtió en un paraíso. Incluso las
facultades telepáticas con que se había castigado a los pobladores de Kakrafún
quedaron anuladas de manera permanente por la fuerza de la explosión.
Se comentó que
un portavoz de Zona Catastrófica, aquél que había matado a tiros a todos los
ecologistas, dijo que había sido una «buena sesión».
Mucha gente
habló emocionada de los poderes curativos de la música. Algunos científicos
escépticos examinaron con más atención la crónica de los acontecimientos y
afirmaron que habían descubierto débiles vestigios de un vasto Campo de
Improbabilidad, artificialmente provocado, que vagaba desde una región próxima
del espacio.
22
Arthur se
despertó y lo lamentó en seguida. Había tenido resacas, pero nunca de aquel
calibre. Ya estaba. Aquello era lo último, el abismo final. Llegó a la
conclusión de que los rayos de transferencia de la materia no eran tan
divertidos como, por ejemplo, una buena patada en la cabeza.
Como de momento
no quería moverse debido a que sentía una palpitación sorda y pesada, se quedó
tumbado un rato y meditó. Pensó que el problema de la mayor parte de los medios
de transporte consiste fundamentalmente en que no valen la pena. En el planeta
Tierra, antes de que lo demolieran para dar paso a una vía de circunvalación
hiperespacial, el problema habían sido los coches. Las desventajas que constituía
el sacar del suelo montones de fango negro y pegajoso en zonas donde había
estado oculto sin molestar a nadie, convirtiéndolo luego en alquitrán para
cubrir con él el terreno, llenar el aire de humo y tirar lo sobrante al mar,
parecía superar las ventajas de poder llegar más de prisa de un sitio a otro,
en especial cuando el lugar al que se llegaba probablemente se había
convertido, como resultado de todo ello, en un sitio muy semejante a aquel del
que se había salido es decir, cubierto con alquitrán, lleno de humo y sin
peces.
¿Y qué ocurría
con los rayos de transferencia de la materia? Cualquier medio de transporte que
le despedazara a uno átomo por átomo, lanzando tales átomos por el sub-éter
para luego volverlos a reunir justo cuando empezaban a gustar la libertad por
primera vez durante años, tenía que ser una mala noticia.
Muchas personas
habían pensado exactamente lo mismo antes que Arthur Dent, e incluso llegaron
al extremo de escribir canciones al respecto. A continuación transcribimos una
que solía cantarse por enormes multitudes frente a la fábrica de Sistemas de
Teleporte de la Compañía Cibernética Sirius, en Mundi-Félix III:
Aldebarán es
grande, sí,
Algol, muy
bonito,
Las guapas
chicas de Betelgeuse.
Te harán perder
el tino.
Harán lo que
quieras,
Muy de prisa y
después muy lento,
Pero, si para
llevarme, despedazarme esperas,
Entonces no
quiero ir.
Cantando,
Despedázame,
despedázame,
¡Vaya forma de
viajar!,
Y si, para
llevarme, me has de despedazar,
En casa
prefiero quedarme.
Sirio está pavimentado
de oro,
Eso he oído
decir.
A chiflados que
luego añaden:
«Ve Tau antes
de morir.»
Alegre tomaría
el camino principal.
Y hasta el
secundario,
Pero si, para
llevarme, en pedazos me debes partir,
Lo que es yo,
me niego a ir.
Cantando,
Despedázame, despedázame,
Tienes que
estar mal de la cabeza,
Pero si para
llevarme, pedazos me debes hacer,
En la cama me
he de meter.
y así
sucesivamente. Había otra canción de moda, mucho más breve:
Me teleportaron
a casa una noche
Con Ron y Sid y
Meg.
Ron se llevó el
corazón de Meggie,
Y yo me quedé
con la pierna de Sidney.
Arthur sintió
que las oleadas de dolor se debilitaban, aunque seguía percibiendo la
palpitación sorda y pesada. Se levantó despacio, con cuidado.
—¿Oyes una
palpitación sorda y pesada? —le preguntó Ford Prefect.
Arthur se
volvió en redondo, tambaleándose inseguro. Ford Prefect se acercó con ojos
rojos y pastosos.
—¿Dónde
estamos? —murmuró Arthur.
Ford miró
alrededor. Se encontraban en un pasillo largo y curvo que se extendía en ambas
direcciones hasta perderse de vista. La pared exterior, de acero pintado en ese
horrible tono verde pálido que utilizan en escuelas, hospitales y manicomios
para tener apaciguados a niños y pacientes, se curvaba por encima de sus
cabezas hasta reunirse con la pared perpendicular interior, que curiosamente
estaba tapizada de arpillera entretejida de color castaño oscuro. El suelo era
de caucho acanalado, de color verde oscuro.
Ford se
aproximó a un panel transparente, muy grueso y oscuro, empotrado en la pared
exterior. Tenía varias capas de espesor, pero a su través podían verse los
puntos luminosos de las estrellas lejanas.
—Creo que
estamos en algún tipo de nave espacial.
Por el pasillo
llegó el rumor de una palpitación sorda y pesada.
—¿Trillian?
—llamó Arthur, nervioso—. ¿Zaphod?
Ford se encogió
de hombros.
—No hay nadie
—anunció—, ya he mirado. Pueden estar en cualquier parte. Un teleporte sin
programar puede enviarle a uno a años luz en cualquier dirección. A juzgar por
cómo me siento, diría que hemos venido a parar muy lejos.
—¿Cómo te
encuentras?
—Mal.
—¿Dónde crees
que están...?
—¿Dónde están,
cómo están...? No hay manera de saberlo, y no podemos hacer nada. Haz lo que
yo.
—¿Qué?
—No pensar en
ello.
Arthur dio
vueltas a aquella idea, comprendió de mala gana su utilidad, la arropó y la
dejó dormir. Exhaló un hondo suspiro.
—¡Pasos!
—exclamó de pronto Ford.
—¿Dónde?
—Ese ruido. Esa
palpitación sorda. Son pasos. ¡Escucha!
Arthur escuchó.
Desde una distancia indeterminada, el ruido resonaba por el pasillo en dirección
a ellos. Era un rumor apagado de pisadas fuertes, que ahora se oían con mayor
intensidad.
—Vámonos —dijo
secamente Ford.
Se marcharon;
cada uno por un lado.
—Por ahí, no
—dijo Ford—, es por donde vienen ellos.
—No, no —repuso
Arthur—. Vienen por esa dirección.
—No, vienen
por...
Se detuvieron.
Se volvieron. Escucharon con atención. De nuevo se marcharon cada uno por un
lado.
El miedo les
atenazó.
En ambas
direcciones, el ruido se hacía cada vez más fuerte.
A unos metros a
la izquierda corría otro pasillo en ángulo recto con la pared interior. Se
precipitaron por él a toda velocidad. Era oscuro, enormemente largo, y a medida
que lo recorrían, les daba la impresión de que cada vez hacía más frío. A
izquierda y a derecha desembocaban en él otros pasillos, todos muy oscuros, y
al pasar por ellos les azotaban ráfagas de aire helado.
Se detuvieron
un momento, alarmados. Cuanto más se adentraban por el pasillo, más fuerte era
el ruido de las pisadas.
Se apretujaron
contra la pared fría y escucharon con frenesí. El frío, la oscuridad y el
tamborileo de las pisadas sin cuerpo les afectaba de mala manera. Ford se
estremeció, en parte por el frío y en parte por el recuerdo de historias que le
contaba su madre preferida cuando no era más que un mozuelo betelgeusiano que
no llegaba al tobillo de un megasaltamontes arturiano: cuentos de naves
fantasmas, de cascos encantados que vagaban incansables por las regiones más
oscuras del espacio profundo, infestado de demonios, de aparecidos o de
tripulaciones olvidadas; historias de viajeros incautos que encontraban tales
naves y entraban en ellas; historias de... Entonces recordó Ford la arpillera
de color castaño que tapizaba la pared del primer pasillo y recobró la calma.
Fuera como fuese la forma en que aparecidos y demonios decorasen sus naves
fantasmas, pensó que apostaría cualquier cantidad de dinero a que no lo hacían
con arpillera. Cogió a Arthur del brazo.
—Volvamos por
donde hemos venido —dijo en tono firme, y volvieron sobre sus pasos.
Un momento
después saltaron como lagartos asustados al pasillo más próximo cuando los
dueños de los pies pesados aparecieron súbitamente delante de ellos.
Ocultos detrás
de la esquina, miraron con los ojos en blanco a una docena de hombres y mujeres
obesos, vestidos con ropa de correr, que pasaban ruidosamente, jadeando y
resollando de una forma que haría tartamudear a un cardiólogo.
Ford Prefect
los miró con fijeza.
—¡Corredores!
—siseó, cuando el eco de las pisadas se perdió en la red de pasillos.
—¿Corredores?
—murmuró Arthur Dent.
—Corredores
—confirmó Ford Prefect, encogiéndose de hombros.
El pasillo en
el que se ocultaban era diferente de los otros. Era muy corto, y terminaba en
una ancha puerta de acero. Ford la examinó, descubrió el mecanismo de apertura
y, con un empujón, la abrió de par en par.
Lo primero que
vieron sus ojos fue una cosa semejante a un ataúd.
Y las
siguientes cuatro mil novecientas noventa y nueve cosas que vieron sus ojos,
también eran ataúdes.
23
La bóveda era
gigantesca, de techo bajo y mal iluminada. Al extremo, a unos trescientos
metros, una arcada daba paso a Io que parecía ser una estancia similar, con
enseres semejantes.
Ford Prefect
dejó escapar un silbido sordo al pisar el suelo de la bóveda.
—Magnífico
—comentó.
—¿Qué tienen
los muertos de magnífico? —preguntó Arthur, entrando nervioso detrás de él.
—No sé —dijo
Ford—. Vamos a averiguarlo, ¿eh?
Bajo una
inspección más atenta, los ataúdes se parecían más a sarcófagos. Se elevaban a
la altura de la cintura, y estaban hechos con algo parecido al mármol blanco,
que lo era casi sin lugar a dudas; era algo que sólo parecía ser mármol blanco.
Las partes superiores eran semitranslúcidas, y a través de ellas se percibían
vagamente los rasgos de sus difuntos y presumiblemente llorados ocupantes. Eran
humanoides, y estaba claro que habían dejado muy atrás las penas de cualquiera
que fuese el mundo de donde procedían, pero poco más podía discernirse aparte
de eso.
Por el suelo,
haciendo lentos remolinos entre los sarcófagos, fluía un gas blanco, pesado y
aceitoso, que a primera vista le hizo pensar a Arthur que lo habían puesto para
conferir un poco de ambiente al lugar, hasta que descubrió que también le
helaba los tobillos. Los sarcófagos también eran sumamente fríos al tacto.
De pronto, Ford
se puso en cuclillas delante de uno de ellos. Sacó del bolso una esquina de la
toalla y empezó a frotar algo con furia.
—Mira, en éste
hay una placa —explicó a Arthur—. Está cubierta de escarcha.
Sacó la
escarcha frotando y examinó las letras grabadas. A Arthur le parecieron huellas
de una araña que hubiese bebido demasiadas copas de lo que bebieran las arañas
por la noche, pero Ford reconoció en seguida una forma primitiva de Eezzeerced
galáctico.
—Aquí dice:
«Flota Arca de Golgafrinchan, Nave B, Cabina de Carga Siete, Esterilizador de
Teléfonos de Segunda Clase», y un número de orden.
—¿Un
esterilizador de teléfonos? —inquirió Arthur—. ¿Un esterilizador de teléfonos
muerto?
—De la mejor
especie.
—Pero, ¿qué
hace aquí?
Ford atisbó por
la parte de arriba al número que había escrito en el interior.
—No mucho
—dijo, y de pronto lanzó una de esas sonrisas suyas que siempre hacían pensar a
la gente que últimamente había trabajado en exceso y que trataba de descansar
un poco.
Salió disparado
hacia otro sarcófago. Tras un momento de vigoroso trabajo con la toalla,
anunció:
—Este es un
peluquero muerto. ¡Vaya!
El siguiente
sarcófago resultó ser la última morada de un directivo contable de publicidad;
el que estaba a su lado contenía los restos de un vendedor de coches de segunda
mano, de tercera categoría.
Una escotilla
de inspección empotrada en el suelo llamó súbitamente la atención de Ford; se
puso en cuclillas para abrirla, sacudiendo las nubes de gas gélido que trataban
de envolverle.
A Arthur se le
ocurrió una idea.
—Si no son más
que ataúdes —dijo—, ¿por qué los mantienen tan fríos?
—Y en cualquier
caso, ¿por qué los mantienen? —repuso Ford, abriendo la escotilla. El gas se
escapó por ella—. ¿Por qué se toma alguien la molestia y los gastos de llevar
cinco mil cadáveres por el espacio?
—Diez mil —dijo
Arthur, señalando la arcada por la que se percibía vagamente la estancia
siguiente.
Ford introdujo
la cabeza por la escotilla del suelo.
Levantó la
vista.
—Quince mil
—dijo—; hay otra ahí abajo.
—Quince
millones —sonó una voz.
—Eso es muchísimo
—dijo Ford—. Un montón.
—¡Daos la
vuelta, despacio! —gritó la voz—. Y levantad las manos. Otro movimiento
cualquiera y os hago volar en pedacitos muy pequeños.
—¿Hola? —dijo
Ford, dándose la vuelta despacio, levantando las manos y no haciendo ningún
otro movimiento.
—¿Por qué nadie
se alegra nunca de vernos? —preguntó Arthur Dent.
Recortado en el
umbral de la puerta por donde habían entrado, estaba el hombre que no se
alegraba de verlos. Su desagrado se comunicaba en parte por la voz chillona y
dominante, y en parte por la maldad con que les apuntaba con un largo y
plateado fusil Mat-O-Mata. Era evidente que el diseñador del arma recibió
instrucciones de no andarse con rodeos. «Hazla maligna», le habían dicho. «Haz
que resulte enteramente claro que este fusil tiene un lado bueno y un lado
malo. Haz que para el que esté en el lado malo no haya duda alguna de que las
cosas le van a ir mal. Si hay que ponerle toda clase de púas y dientes, tanto
mejor. No es un fusil para colgarlo encima de la chimenea o colocarlo en el
paragüero, es un arma para sacarla a la calle y hacer que la gente se sienta
desgraciada.»
Ford y Arthur
miraron desconsoladamente el fusil.
El hombre
armado se apartó de la puerta y dio una vuelta en torno a ellos. Cuando llegó a
la luz, vieron su uniforme negro y oro, con unos botones bruñidos que brillaban
con tal intensidad, que un automovilista que viajase por dirección contraria
habría encendido los faros con irritación.
Hizo un gesto
hacia la puerta.
—Fuera —dijo.
La gente que ostenta tal cantidad de potencia de fuego, no necesita utilizar
los verbos. Ford y Arthur salieron, seguidos muy de cerca por el lado malo del
Mat-O-Mata y los botones.
Al dar la
vuelta por el pasillo, se vieron envueltos entre veinticuatro corredores, ya
duchados y cambiados, que los pasaron velozmente en dirección a la bóveda.
Confuso, Arthur se volvió para verlos.
—¡Muévete!
—gritó su captor.
Arthur continuó
caminando.
Ford se encogió
de hombros y le siguió.
En la bóveda,
los corredores se dirigieron a veinticuatro sarcófagos vacíos colocados a lo
largo de la pared lateral; los abrieron, se metieron en ellos y cayeron en un
sueño sin sueños de veinticuatro horas.
24
—Hmm,
Capitán...
—¿Sí, Número
Uno?
—Pues nada, que
tengo una especie de informe del Número Dos.
—¡Válgame Dios!
En lo más alto
del puente de la nave, el Capitán escudriñaba las distancias infinitas del
espacio con mansa resignación. Descansaba bajo una burbuja elevada como una
cúpula, y desde allí veía enfrente y por encima el vasto paisaje de estrellas
por el que viajaban; un panorama que se había hecho visiblemente menos denso
durante la trayectoria del viaje. Si se daba la vuelta y miraba hacia atrás,
por encima de los tres kilómetros y medio del casco de la nave, veía un
conjunto más denso de estrellas, que casi parecían formar una franja sólida.
Así era el paisaje del centro galáctico, por donde viajaban ahora y por donde
habían estado viajando durante años a una velocidad que el Capitán apenas podía
recordar en aquel momento, pero que sabía que era tremendamente alta. Era algo
que se acercaba a la velocidad de una cosa u otra. ¿O era tres veces la
velocidad de otra cosa? De todos modos, era muy impresionante. Oteó a popa
entre la luminosa distancia, buscando algo. Lo hacía cada pocos minutos, pero
nunca encontraba lo que buscaba. Sin embargo, no permitía que eso le
preocupara. Los científicos habían insistido mucho en que todo iría
perfectamente con tal de que a nadie le entrara el pánico y de que todo el
mundo se dedicara a cumplir su cometido de manera ordenada.
A él no le
entraba el pánico. Por lo que a él concernía, todo iba espléndidamente. Se
restregó el hombro con una esponja porosa. Vagamente percibió que se sentía un
tanto molesto por algo. Pero, ¿de qué se trataba? Una tos ligera le alertó de
que el primer oficial de la nave aún seguía en el puente.
Buen muchacho,
el Número Uno. No era de los más listos, tenía una curiosa dificultad en
hacerse la lazada de los zapatos, pero a pesar de todo era un oficial
excelente. El capitán no era hombre que diera una patada a alguien que
estuviese agachado haciéndose la lazada de los zapatos, por mucho que tardase.
No se parecía al desagradable Número Dos, que se pavoneaba por toda la nave,
abrillantándose los botones y comunicando informes a cada hora: «La nave sigue
avanzando, Capitán.» «Seguimos el rumbo, Capitán.» «Los niveles de oxígeno
siguen manteniéndose, Capitán.» «Déjalo», solía ser el dictamen del Capitán.
Ah, sí; eso era lo que le había causado irritación. Bajó la vista y miró al
Número Uno.
—Sí, Capitán,
gritaba que había encontrado unos prisioneros o algo así...
El Capitán
reflexionó. Le parecía muy improbable, pero él no era de los que ponían trabas
a sus oficiales.
—Bueno, tal vez
eso le tenga contento durante algún tiempo —dijo—. Siempre ha querido tener
prisioneros.
Ford Prefect y
Arthur Dent avanzaban cansadamente por los pasillos de la nave que, al parecer,
no tenían fin. El Número Dos iba detrás de ellos, gritando de vez en cuando
órdenes de que no hicieran falsos movimientos ni intentaran ningún truco. Les
parecía que habían recorrido al menos un kilómetro y medio de paredes
recubiertas de arpillera marrón. Al fin llegaron a una amplia puerta de acero
que se abrió a un grito del Número Dos.
Entraron.
A ojos de Ford
Prefect y de Arthur Dent, lo más extraordinario del puente de la nave no era el
diámetro de quince metros de la cúpula hemisférica que lo cubría y a través de
la cual les inundaba el brillo cegador de las estrellas: para gente que ha
comido en el Restaurante del Fin del Mundo, tales maravillas son un lugar
común. Como tampoco lo era el impresionante despliegue de instrumentos que
atestaban la larga pared circular de la estancia. Para Arthur, aquél era el
aspecto que tradicionalmente se atribuía a una nave espacial. A Ford le parecía
totalmente anticuado: le confirmaba la sospecha de que la nave de efectos
especiales de Zona Catastrófica los había llevado un millón de años, si no dos,
antes de su propia época.
No, lo que de
verdad les dejó perplejos fue la bañera.
La bañera se
elevaba sobre un pedestal de dos metros de cristal azul toscamente labrado, y
era una monstruosidad barroca que no solía verse con frecuencia fuera del Museo
de Fantasías Morbosas de Maximegalón. Un revoltijo de cañerías, semejante a un
intestino, se destacaba en pan de oro, en vez de haberse enterrado decentemente
a media noche en una tumba anónima; los grifos y la alcachofa de la ducha
habrían sobresaltado a una gárgola.
Como parte
central y dominante del puente de una astronave era tremendamente desacertado,
y el Número Dos entró con el aire de irritación de un tripulante que era
consciente de ello.
—¡Capitán,
señor! —gritó con los dientes apretados; operación difícil, pero había tenido
años para perfeccionarla.
Una cara grande
y jovial y un brazo amistoso cubierto de espuma emergieron por el borde de la
monstruosa bañera.
—¡Ah! Hola,
Número Dos —dijo el Capitán, saludándole alegremente con una esponja—. ¿Has
pasado un buen día?
El Número Dos
se cuadró más todavía.
—Le he traído
los prisioneros que he localizado en la cámara de congelación número siete,
señor —ladró.
Ford y Arthur
tosieron confundidos.
—Hmmm... hola
—dijeron al unísono.
El Capitán los
saludó con una inclinación. Así que era verdad que el Número Dos había atrapado
a unos prisioneros. Vaya, bien hecho, pensó el Capitán; es agradable ver cómo
un individuo realiza las tareas para las que está mejor dotado.
—Hola —les
dijo—. Disculpad que no me levante, estoy tomando un baño rápido. Bueno,
beberemos una ronda de yinitónix. Mira en la nevera, Número Uno.
—Desde luego,
señor.
Resulta
curioso, y es un hecho al que nadie sabe exactamente cuánta importancia darle,
que alrededor del 85% de todos los mundos conocidos de la Galaxia, ya sean
primitivos o muy avanzados, hayan inventado una bebida llamada yinitónix,
gi-NT'N-ix, yini-onix o cualquiera de las mil y una variaciones del mismo tema
fonético. Las bebidas no son las mismas y varían entre los «chininto/mnigs» de
Sivolvia, que es agua corriente servida a una temperatura ligeramente superior
a la del ambiente, y los «tzjin-antoni-cs» de Gagrakackán, que matan a una vaca
a cien pasos de distancia; y, en realidad, el único denominador común entre
todos ellos, aparte de que los nombres suenen lo mismo, es que todos fueron
inventados y recibieron su nombre antes de que sus mundos respectivos
establecieran contacto con otras civilizaciones.
¿Qué puede
deducirse de tal hecho? Que existe en aislamiento total. Por lo que concierne a
cualquier teoría de lingüística estructural, ello queda fuera de toda representación
gráfica, pero el tema sigue vivo. Los antiguos lingüistas estructurales se
enfadaron mucho cuando los modernos lingüistas estructurales decidieron seguir
con el tema. Los modernos lingüistas estructurales sienten por él un entusiasmo
profundo y lo estudian hasta horas avanzadas de la noche, convencidos de que se
hallan cerca de algo de suma importancia, para terminar siendo lingüistas
estructurales antiguos antes de tiempo y enfadarse mucho con los modernos. La
lingüística estructural es una disciplina incómoda, donde existen amargas
disensiones, y gran número de sus estudiosos pasan muchas noches ahogando sus
problemas en Zodahs Ouisghianos.
El Número Dos
permanecía en pie frente a la bañera del Capitán, temblando de frustración.
—¿Quiere
interrogar a los prisioneros, señor? —chilló.
El Capitán lo
miró estupefacto.
—¿Por qué
demonios golgafrinchanos debería hacerlo? —preguntó.
—¡Para obtener
información de ellos, señor! ¡Para averiguar por qué han venido aquí!
—¡Oh, no, no,
no! —dijo el Capitán—. Me figuro que se habrán dejado caer por aquí para tomar
un yinitónix, ¿no?
—¡Pero son mis
prisioneros, señor! ¡He de interrogarlos!
El Capitán los
miró indeciso.
—Pues si tienes
que hacerlo, de acuerdo —dijo—. Pregúntales qué quieren beber.
Un duro y frío
destello surgió en los ojos del Número Dos. Se acercó despacio a Ford Prefect y
a Arthur Dent.
—Muy bien. Tú,
basura; y tú, bribón... —dijo, hundiendo la Mat-O-Mata en el cuerpo de Ford.
—Tranquilo,
Número Dos —le reprendió suavemente el Capitán.
—¡¡¡Qué queréis
beber!!! —gritó.
—Pues a mí, el
yinitónix me parece muy bien —dijo Ford—. ¿Y a ti, Arthur?
—¿Cómo? Pues,
humm, sí —dijo éste, parpadeando.
—¿Con hielo o
sin hielo? —aulló el Número Dos.
—Con hielo, por
favor —dijo Ford.
—¿¿¿Limón???
—Sí, por favor
—contestó Ford—. ¿Tenéis alguna galletita? Ya sabes, de esas de queso.
—¡¡¡¡Soy yo
quien hace las preguntas!!! —aulló el Número Dos, con el cuerpo estremecido de
furia apoplética.
—Oye, Número
Dos... —intervino el Capitán en tono suave.
—¿Señor?
—Sé buen chico
y lárgate, ¿quieres? Estoy tratando de tomar un baño relajante.
Los ojos del
Número Dos se estrecharon hasta formar lo que en el oficio de la Gente que
Grita y Mata se denomina como rendijas frías, y cuya idea es, presumiblemente,
dar al contrincante la impresión de que uno ha perdido las gafas o tiene
dificultades para mantenerse despierto. Hasta el momento, sigue sin resolverse
el problema de por qué ello resulta tan aterrador.
Se acercó al
Capitán; sus labios (los del Número Dos) formaban una línea fina y dura. Una
vez más, resulta difícil saber por qué se considera esto como una conducta
agresiva. Si uno se pierde en la selva de Traal y tropieza de pronto con la
fabulosa Voraz Bestia Bugblatter, debería tener razones para agradecer el que
su boca fuese una línea fina y dura en vez de, como ocurre habitualmente, una
gran abertura repleta de colmillos babeantes.
—¿¡Puedo
recordarle, señor —siseó el Número Dos al Capitán—, que ya lleva tres años
metido en la bañera!?
Una vez lanzada
la réplica final, el Número Dos giró sobre sus talones y se encaminó
airosamente a un rincón para practicar rápidos movimientos de ojos en el
espejo.
El Capitán se
contorsionó en la bañera. Dirigió a Ford Prefect una débil sonrisa.
—Es que, en un
trabajo como el mío, se necesita mucho descanso —explicó.
Ford bajó poco
a poco las manos. No provocó reacción alguna.
Con movimientos
cuidadosos y lentos, Ford avanzó hacia el pedestal de la bañera. Le dio unas
palmaditas.
—Muy bonito
—mintió.
Se preguntó si
no sería peligroso sonreír. Muy despacio, y con cuidado, sonrió. No había
peligro.
—Pues... —dijo
al Capitán.
—¿Sí? —preguntó
éste.
—No sé
—prosiguió Ford— si podría preguntarle en qué consiste realmente su trabajo.
Una mano le dio
un golpecito en el hombro. Se volvió en redondo.
Era el primer
oficial.
—Las bebidas.
—¡Ah, gracias!
—dijo Ford. Arthur y él cogieron sus yinitónix. Arthur dio un sorbo al suyo y
se sorprendió al descubrir que sabía mucho a whisky con soda.
—Me refiero a
que no he tenido más remedio que fijarme —dijo Ford, dando un sorbo del suyo—
en los cuerpos. En la cabina de carga.
—¿Cuerpos?
—dijo el Capitán, sorprendido.
Ford hizo una
pausa para reflexionar. Nunca des nada por sentado pensó. ¿Era posible que el
Capitán no supiese que llevaba quince millones de cadáveres a bordo de su nave?
El Capitán
asentía alegremente con la cabeza. También parecía que jugaba con un pato de
goma.
Ford miró
alrededor. El Número Dos lo miró fijamente en el espejo, pero sólo un momento:
sus ojos se movían sin cesar. El primer oficial se limitaba a seguir de pie,
sosteniendo la bandeja de las bebidas con una sonrisa benévola.
—¿Cuerpos?
—repitió el Capitán.
Ford se lamió
los labios.
—Sí —dijo—. Ya
sabes, todos esos esterilizadores telefónicos y directivos de contabilidad
muertos, allá abajo, en la bodega.
El Capitán lo
miró fijamente. De pronto, echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.
—¡Pero si no
están muertos! —dijo—. ¡Santo Dios, no! Están congelados. Se les va a revivir.
Ford hizo algo
que muy rara vez hacía. Pestañeó.
Arthur pareció
salir de un trance.
—¿Quieres decir
que tienes una bodega llena de peluqueros congelados?
—Sí, sí
—confirmó el Capitán—. Millones. Peluqueros, productores de televisión
agotados, vendedores de seguros, funcionarios de oficinas de empleo, guardias
de seguridad, directivos de relaciones públicas, consejeros de administración,
lo que tú quieras. Vamos a colonizar otro planeta.
Ford se
tambaleó ligeramente.
—Emocionante,
¿verdad? —dijo el Capitán.
—¡Cómo! ¿Con
esa carga? —preguntó Arthur.
—Bueno, no me
interpretes mal —dijo el Capitán—; no somos más que una de las naves de la
Flota del Arca. Somos el Arca «B», ¿entiendes? Disculpa, ¿puedes abrirme un
poco más el grifo del agua caliente?
Arthur le hizo
el favor, y una cascada de agua espumosa remolineó en la bañera. El Capitán
dejó escapar un suspiro de placer.
—Muchas
gracias, querido amigo. Desde luego, podéis serviros otra copa.
Ford dejó la
copa, cogió la botella de la bandeja del primer oficial y se llenó el vaso
hasta arriba.
—¿Qué es un
Arca «B»? —preguntó.
—Esto
—respondió el Capitán, agitando alegremente el agua espumosa con el pato.
—Sí —dijo
Ford—, pero...
—Bueno, mira,
lo que ha pasado —dijo el Capitán— es que nuestro planeta, el mundo de donde
venimos, estaba condenado, por decirlo así.
—¿Condenado?
—Sí, claro. Así
que la idea que se le ocurrió a todo el mundo fue meter a toda la población en
varias astronaves gigantes para ir a asentarnos en otro planeta.
Tras contar
toda esa historia, se echó hacia atrás con un gruñido de satisfacción.
—¿Te refieres a
otro menos condenado? —saltó Arthur.
—¿Qué has
dicho, querido amigo?
—Que si ibais a
asentamos en otro planeta menos condenado.
—Sí, vamos a
instalarnos en otro. De manera que se decidió construir tres naves,
¿comprendéis?; tres Arcas en el Espacio, y... ¿No os estaré aburriendo, verdad?
—No, no —dijo
Ford en tono firme—; es fascinante.
—¿Sabéis una
cosa? Resulta delicioso tener a alguien con quien hablar —reflexionó el
Capitán.
Los ojos del
Número Dos se movieron febrilmente por la estancia y luego quedaron fijos en el
espejo, como un par de moscas momentáneamente distraídas de su trozo favorito
de carne con un mes de antigüedad.
—El problema
que tiene un viaje largo como éste —continuó el Capitán—, es que se termina
hablando solo, lo que resulta tremendamente aburrido porque la mayoría de las
veces uno sabe lo que va a decir a continuación.
—¿Sólo la mitad
de las veces? —preguntó Arthur, sorprendido.
El Capitán se
puso a pensar un momento.
—Sí, sobre la
mitad de las veces, diría yo. De todos modos... ¿Dónde está el jabón?
Buscó a tientas
en el fondo de la bañera y lo encontró.
—Sí
—prosiguió—, de todos modos, la idea era que en la primera nave, la «A», fuesen
todos los dirigentes brillantes, los científicos, los grandes artistas, los
triunfadores, ya sabéis; que en la tercera, la «C», fueran todas las personas
que hiciesen trabajos manuales, gente que construyera e hiciese cosas; y por
último, que en la «B», o sea, la nuestra, fuesen todos los demás: la clase
medía, ¿comprendéis?
Les dirigió una
sonrisa complacida.
—Y a nosotros
nos enviaron primero —concluyó, y empezó a tararear una tonadilla de baño.
La tonadilla de
baño, compuesta para él por uno de los copleros más interesantes y prolíficos
de su mundo (y que en aquellos momentos dormía en la bodega treinta y seis, a
unos novecientos metros de distancia), disimuló lo que de otro modo hubiera
sido un momento de silencio embarazoso. Ford y Arthur movieron inquietos los
pies y evitaron mirarse de manera terminante.
—Hum...
entonces —dijo Arthur al cabo de un momento—, ¿qué era exactamente lo que no
iba bien allí en vuestro planeta?
—Pues que
estaba condenado, como ya he dicho —explicó el Capitán—. Por lo visto, iba a
estrellarse contra el sol, o algo así. O tal vez fuese que la luna iba a chocar
contra nosotros. Algo parecido. Fuera lo que fuese, era una perspectiva
absolutamente aterradora.
—Yo tenía
entendido —terció de pronto el primer oficial— que el planeta iba a ser
invadido por un gigantesco enjambre de abejas piraña. ¿No era eso?
El Número Dos
se dio la vuelta con los ojos inflamados de un destello frío y duro que sólo
podía lograrse mediante la mucha práctica que él tenía.
—¡Eso no es lo
que a mí me dijeron! —siseó—. ¡Mi comandante en jefe me contó que el planeta
entero corría el peligro inminente de ser devorado por un enorme cabrón mutante
de las estrellas!
—Vaya... —dijo
Ford Prefect.
—¡Sí! Una
criatura monstruosa surgida del fondo del averno, con dientes como guadañas de
quince mil kilómetros de largo, un aliento que haría hervir el agua de los
mares, garras que arrancarían de raíz los continentes, un millar de ojos que
abrasaban como el sol, mandíbulas babeantes que medían un millón y medio de
kilómetros de lado a lado, del que nunca... nunca... jamás... habéis...
—Y decidieron
enviar primero vuestra carga, ¿no es así? —inquirió Arthur.
—Sí —dijo el
Capitán—; bueno, todo el mundo dijo, me parece que con mucho acierto, que desde
el punto de vista de la moralidad era muy importante saber que llegarían a un
planeta donde estuvieran seguros de que les harían un buen corte de pelo y
donde los teléfonos estuvieran limpios.
—Claro —convino
Ford—, comprendo que eso fuera muy importante. Y las otras naves, humm...,
salieron detrás de vosotros, ¿no?
El Capitán
guardó silencio durante un momento y no respondió. Se revolvió en la bañera y
miró a popa hacia el brillante centro galáctico. Sus ojos bizquearon hacia la
distancia inconcebible.
—Pues es
curioso que lo preguntes —dijo, permitiéndose mirar a Ford Prefect con el ceño
fruncido—, porque da la casualidad de que no los hemos visto ni por asomo desde
hace cinco años que salimos... pero deben estar en alguna parte detrás de
nosotros.
Volvió a otear
la distancia.
Ford atisbó con
él y arrugó la frente, pensativo.
—A menos, por
supuesto —dijo con voz queda—, que se las haya comido el cabrón...
—Ah, sí...
—dijo el Capitán con un leve titubeo asomando en su voz—, el cabrón...
Sus ojos
recorrieron las formas compactas de los instrumentos y ordenadores alineados en
el puente. Parpadeaban inocentes hacia él. Miró las estrellas, pero ninguna
dijo una palabra. Observó a su primer y segundo oficiales, pero en aquel
momento parecían absortos en sus propios pensamientos. Miró a Ford Prefect que
enarcó las cejas.
—Resulta
curioso —dijo al fin el Capitán—, pero ahora que he llegado a contarle la
historia a alguien... Quiero decir, ¿es que te parece raro, Número Uno?
—Hummmmmmmmm...
—dijo el Número Uno.
—Bueno —dijo
Ford—, comprendo que quieras hablar de muchas cosas, de modo que gracias por
las copas, y si pudieras dejarnos en el planeta más cercano...
—Pues mira, eso
es un poco difícil —repuso el Capitán—, porque nuestro rumbo quedó establecido
antes de que saliéramos de Golgafrinchan debido, según creo, a que los números
no se me dan muy bien...
—¿Quieres decir
que tenemos que quedarnos en esta nave? —exclamó Ford, perdiendo súbitamente la
paciencia ante aquel acertijo—. ¿Cuándo piensas llegar a ese planeta que has de
colonizar?
—Me parece que
en cualquier momento, ya estamos cerca —dijo el Capitán—. En realidad, tal vez
vaya siendo hora de que salga del baño. Pero no sé por qué tengo que dejarlo
justo cuando más me gusta.
—¿De manera que
vamos a aterrizar dentro de un momento? —dijo Arthur.
—Pues en
realidad, no tanto aterrizar, no es tanto un aterrizaje como, no... hummm...
—Pero ¿qué
dices? —preguntó Ford con brusquedad.
—Pues creo que,
hasta donde puedo recordar —respondió el Capitán, escogiendo las palabras con
cuidado—, estábamos programados para estrellarnos en él.
—¿Estrellarnos?
—gritaron Ford y Arthur.
—Pues sí —confirmó
el Capitán—, sí; creo que eso forma parte del plan. Hay una razón tremendamente
buena para ello que ahora mismo no logro recordar. Era algo relativo a...
humm...
Ford estalló.
—¡Sois un
hatajo de puñeteros chiflados! —gritó.
—¡Ah, sí! Eso
era —dijo el Capitán, rebosante de alegría—. Esa era la razón.
25
Sobre el
planeta de Golgafrinchan, la Guía del autoestopista galáctico dice lo
siguiente: Es un planeta de historia antigua y misteriosa, de rica leyenda,
rojo, y en ocasiones verde con la sangre de aquellos que en tiempos pasados
trataron de conquistarlo; es una tierra de parajes resecos y yermos, con un
aire dulzón y sofocante lleno del embriagador aroma de las primaveras
perfumadas que se escurre por las rocas cálidas y polvorientas nutriendo sus oscuros
líquenes almizcleños; una tierra de mentalidades calenturientas y fantasías
alcohólicas, especialmente entre aquellos que gustan de los líquenes; una
tierra de ideas frías y veladas entre aquellos que han aprendido a renunciar a
los líquenes y encuentran un árbol para sentarse a su sombra; una tierra de
sangre, de acero y de heroísmo; una tierra del cuerpo y del espíritu. Tal ha
sido su historia.
Y en toda esta
historia antigua y misteriosa, los personajes más insondables fueron sin duda
los Grandes Poetas Circundantes de Arium. Los Poetas Circundantes vivían en
pasos de montañas remotas donde se ponían al acecho de pequeños grupos de
viajeros incautos, a quienes rodeaban y arrojaban piedras.
Y cuando los
viajeros gritaban diciendo que por qué no se marchaban a seguir escribiendo
poemas en lugar de molestar a la gente tirando piedras, se detenían de pronto y
empezaban a recitar uno de los setecientos noventa y cuatro Cantos Cíclicos de
Vassillian. Tales cantos eran de una belleza extraordinaria y de una extensión
aún más extraordinaria, y todos tenían exactamente la misma estructura.
La primera
parte de cada canto narraba que una vez se dirigió a la Ciudad de Vassillian un
grupo de cinco príncipes prudentes con cuatro caballos. Los príncipes, que por
supuesto eran valientes, nobles y juiciosos, viajaban mucho por tierras
lejanas, luchando con ogros gigantescos, practicando extrañas filosofías,
tomando el té con dioses maravillosos y rescatando a bellos monstruos de
princesas hambrientas, antes de anunciar al fin que habían adquirido la
sabiduría y que, por consiguiente, sus viajes habían terminado.
La segunda
parte de los cantos, mucho más extensa, relataba todas las disputas por las que
uno de ellos tuvo que volver atrás.
Todo esto
ocurrió en el pasado remoto del planeta. Sin embargo, fue un descendiente de
aquellos poetas excéntricos quien inventó los espurios cuentos de la fatalidad
inminente que permitió a los habitantes de Golgafrinchan librarse de la tercera
parte de su población, enteramente inútil. Los otros dos tercios se quedaron en
sus casas y llevaron una vida plena, rica y feliz hasta que todos
desaparecieron súbitamente por una virulenta enfermedad contraída por el
contacto con un teléfono sucio.
26
Aquella noche,
la nave se estrelló en un pequeño planeta enteramente insignificante y de color
azul verdoso que daba vueltas en torno a un pequeño y despreciable sol
amarillento, en los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo
occidental de la espiral de la Galaxia.
En las horas
anteriores a la colisión, Ford Prefect había luchado furiosamente, pero en
vano, por liberar los mandos de la nave de su trayectoria de vuelo, ordenada de
antemano. En seguida comprendió que la nave estaba programada para depositar a
su tripulación sana y salva, aunque de manera incómoda, en su nuevo hogar, pero
también para que quedara inutilizada en la maniobra, más allá de toda esperanza
de reparación.
En la caída
chirriante y cegadora por la atmósfera se arrancó la mayor parte de la
superestructura y del revestimiento exterior, y el ignominioso tripazo final en
un pantano cenagoso sólo dejó a la tripulación unas horas de oscuridad durante
las cuales revivir y descargar su cargamento indeseable y congelado, pues la
nave empezó a asentarse casi de inmediato, enderezando despacio su casco
gigantesco en el barro estancado. Durante la noche, una o dos veces se vio su
silueta fuertemente recortada contra el cielo como dos meteoros ígneos: los
despojos de su caída.
Bajo la luz
grisácea previa al amanecer emitió unos gargarismos repulsivos y estrepitosos,
y se hundió para siempre en las malolientes profundidades de la ciénaga.
Por la mañana
el sol derramó su tenue y acuosa luz sobre una vasta zona repleta de
sollozantes peluqueros, directivos de relaciones públicas, entrevistadores de
encuestas y demás, que reptaban desesperadamente por llegar a tierra firme.
Probablemente,
un sol con menos voluntad se habría vuelto a ocultar en el acto, pero siguió su
camino ascendente por el cielo y al cabo del rato el influjo de sus cálidos
rayos empezó a llevar algún alivio a las débiles y esforzadas criaturas.
No es de
extrañar que muchísimas desaparecieran en el pantano durante la noche, y que
millones más se hundieran con la nave, pero los supervivientes aún se contaban
por centenares de miles, y a medida que pasaba el día se iban arrastrando por
los campos próximos, cada uno buscando unos pocos metros de terreno firme en el
que dejarse caer y recobrarse de la penosa experiencia.
Dos figuras
avanzaban a cierta distancia de allí por la campiña.
Desde una
colina cercana Ford Prefect y Arthur Dent contemplaban el horror del que no se
sentían parte.
—Es una
jugarreta sucia y repugnante —murmuró Arthur.
Ford arañó el
suelo con un palo y se encogió de hombros.
—Es una
solución original para un problema en el que yo había pensado.
—¿Por qué no
aprende la gente a vivir en paz y armonía? —preguntó Arthur.
Ford lanzó una
carcajada sonora y retumbante.
—¡Cuarenta y
dos! —dijo con una sonrisa maliciosa—. No, no cuadra. No importa.
Arthur lo miró
como si se hubiera vuelto loco y, como no vio nada que indicase lo contrario,
comprendió que era muy razonable suponer que eso era lo que había pasado en
realidad.
—¿Qué crees que
les pasará a todos ellos? —preguntó al cabo de un rato.
—En un Universo
infinito puede ocurrir cualquier cosa —contestó Ford—. Hasta pueden sobrevivir.
Extraño, pero cierto.
Una expresión
de curiosidad surgió en sus ojos mientras inspeccionaba el paisaje y volvía a
fijar la mirada en la escena de sufrimiento que se desarrollaba a sus pies.
—Creo que se
las arreglarán durante una temporada —manifestó.
Arthur le lanzó
una mirada incisiva.
—¿Por qué dices
eso?
Ford se encogió
de hombros.
—No es más que
una corazonada —contestó, negándose a que le hicieran más preguntas—. Mira
—dijo de pronto.
Arthur siguió
la dirección del dedo con el que señalaba. Abajo, entre las masas tendidas,
avanzaba una figura; aunque tal vez fuese más acertado decir que se tambaleaba.
Parecía llevar algo al hombro. Mientras avanzaba inseguro de un cuerpo tendido
a otro, parecía agitar algo que llevaba al hombro como si estuviera borracho.
Al cabo de un rato abandonó sus esfuerzos y se derrumbó en el suelo.
Arthur no tenía
idea de lo que aquello había de significar para él.
—Es una cámara
cinematográfica —explicó Ford—. Ha filmado el histórico momento.
—Bueno, no sé
lo que harás tú —añadió Ford poco después—, pero yo me voy.
Se sentó en
silencio.
Al cabo de un
tiempo, sus palabras parecieron exigir un comentario.
—Humm, ¿qué
quieres decir exactamente con eso de que te vas? —preguntó Arthur.
—Buena pregunta
—dijo Ford—, estoy recibiendo un silencio total.
Arthur miró por
encima del hombro de Ford y vio que manipulaba los botones de una pequeña caja
negra. Ford ya le había dicho que la cajita era un Sub-Etha Sens-O-Mático, pero
Arthur se había limitado a asentir con aire ausente y no insistió en el tema.
En su cabeza, el Universo seguía dividido en dos partes: el planeta Tierra, y
todo lo demás. Como habían demolido la Tierra para dar paso a una vía de
circunvalación hiperespacial, su visión de las cosas estaba un poco
desproporcionada, pero Arthur se aferraba a aquella desproporción por ser el
último contacto que le quedaba con el lugar de su nacimiento. Los Sub-Etha
Sens-O-Máticos pertenecían a la categoría de «todo lo demás».
—Ni una
salchicha —dijo Ford, agitando la caja.
¡Una
salchicha!, pensó Arthur mientras miraba con desgana al mundo primitivo que le
rodeaba, ¡qué no daría yo por una buena salchicha terráquea!
—¿Quieres creer
—dijo Ford con irritación— que no existe ningún tipo de transmisión en un radio
de años luz de este rincón ignorado? ¿Me estás escuchando?
—¿Qué?
—preguntó Arthur.
—Estamos en un
apuro —dijo Ford.
—Ah —dijo
Arthur. Aquello le pareció una novedad del mes pasado.
—Si no
localizamos algo en este aparato —dijo Ford—, nuestras posibilidades de salir
de este planeta son cero. Quizá produzca un efecto de alguna onda estacionaria
anormal en el campo magnético del planeta, en cuyo caso nos dedicaremos a dar
vueltas por ahí hasta que encontremos una zona donde se reciba claramente.
¿Vienes?
Recogió el
equipo y echó a andar.
Arthur miró al
pie de la colina. El hombre de la cámara cinematográfica se puso en pie con
dificultad, justo a tiempo de filmar el derrumbe de uno de sus compañeros.
Arthur arrancó
una brizna de hierba y echó a andar en pos de Ford.
27
—Espero que
hayáis comido bien, —dijo Zarniwoop cuando Zaphod y Trillian volvieron a
materializarse en el puente de la astronave Corazón de Oro y quedaron jadeantes
en el suelo.
Zaphod abrió
algunos ojos y le lanzó una mirada iracunda.
—¡Tú! —exclamó
con desprecio.
Se puso en pie
a duras penas y se dispuso a encontrar un sillón donde acomodarse. Lo halló y
se derrumbó en él.
—He programado
el ordenador con las Coordenadas de Improbabilidad correspondientes con nuestro
viaje —dijo Zarniwoop—. Llegaremos dentro de muy poco. Entretanto, ¿por qué no
descansas y te preparas para la reunión?
Zaphod no dijo
nada. Volvió a levantarse y se dirigió a un armarito del que sacó una botella
de añejo aguardiente janx. Bebió un trago largo.
—Y cuando todo
esto acabe —dijo Zaphod con ferocidad—, se terminó, ¿vale? Seré libre de
marcharme y hacer lo que me venga en gana y de tumbarme en la playa y todo eso.
—Depende de lo
que salga de la reunión —dijo Zarniwoop.
—¿Quién es este
hombre, Zaphod? —preguntó Trillian, poniéndose en pie con dificultad,
temblando—. ¿Qué hace aquí? ¿Por qué está en nuestra nave?
—Es un hombre
muy estúpido —contestó Zaphod—, que quiere reunirse con el hombre que rige el
Universo.
—Ah —dijo Trillian,
quitándole la botella a Zaphod para tomar un trago—, un trepador.
28
El problema más
importante, o uno de los problemas más importantes, porque hay varios; es
decir, uno de los muchos problemas más importantes de la clase dirigente
consiste en encontrar a la persona que realice tareas de gobierno; o mejor
dicho, a quién va a encargarse de encontrar a gente que se encargue de
realizarlas para ellos.
Resumamos: es
un hecho bien conocido que las personas que más deseos tienen de gobernar a la
gente son, ipso facto, las menos adecuadas para ello. Abreviemos el resumen: a
cualquiera que sea capaz de nombrarse Presidente a sí mismo, no debería
permitírsele en modo alguno realizar dicha tarea. Abreviemos el resumen del
resumen: la gente es un problema.
Al igual que la
situación con que nos encontramos: una serie de presidentes galácticos que
disfrutan tanto de la diversión y de la palabrería de estar en el poder, que
muy rara vez compren que no lo están.
Y hay alguien
detrás de ellos, en la sombra: ¿quién? ¿Quién puede gobernar, si a nadie que
quiera hacerlo se le permite ejercer el poder?
29
En un mundo
pequeño y oscuro, situado en medio de ninguna parte, es decir en ningún sitio
que pueda encontrarse, ya que está protegido por un vasto campo de improbabilidad
del que sólo seis hombres de esta galaxia tienen la llave, estaba lloviendo.
Caía a
cántaros, desde hacía horas. La lluvia batía la superficie del mar hasta
convertirla en niebla, golpeaba los árboles, agitaba y revolvía un terreno bajo
cerca del mar convirtiéndolo en una charca embarrada.
Se precipitaba
y danzaba sobre el techo de metal ondulado de la pequeña cabaña que se elevaba
en medio del barrizal. Borraba el pequeño y tosco sendero que llevaba de la
cabaña a la playa y aplastaba los pulcros montones de interesantes conchas allí
colocadas.
En el interior
de la cabaña, el golpeteo de la lluvia era ensordecedor, pero a su ocupante le
pasaba inadvertido, pues tenía puesta la atención en otra cosa.
Era un hombre
alto de movimientos lentos y ásperos cabellos rubios, húmedos por el agua que
se filtraba del techo. Llevaba ropas harapientas, tenía la espalda encorvada y
sus ojos, aunque abiertos, parecían cerrados.
En la cabaña
había un sillón viejo y estropeado, una mesa decrépita y llena de arañazos, un
colchón viejo, unos cojines y una estufa pequeña pero caliente.
También había
un gato viejo y un tanto curtido por la intemperie, y en aquellos momentos
constituía el centro de atención del hombre, que inclinó sobre él su cuerpo
encorvado.
—Gatito, gatito,
gatito —dijo—, cuchicuchicuchicu... ¿Quiere su pescado el gatito? ¿Quiere el
gatito... un buen trozo de pescado?
El gato parecía
indeciso sobre el tema. Con bastante condescendencia, rozó con la garra el
trozo de pescado que le ofrecía el hombre, y luego se distrajo con una mota de
polvo que vio en el suelo.
—Si el gatito
no se come el pescado, creo que el gatito adelgazará y se pondrá malo —dijo el
hombre. En su voz había duda—. Supongo que eso es lo que ocurrirá —prosiguió—,
pero ¿cómo puedo saberlo?
Volvió a
ofrecerle el pescado.
—El gatito está
pensando —dijo— si va a comer el pescado o no se lo va a comer. Creo que será
mejor no entrometerme.
Suspiró.
—Yo creo que el
pescado está bueno, pero también pienso que la lluvia es húmeda, así que,
¿quién soy yo para juzgar?
Dejó el pescado
en el suelo, cerca del gato y se retiró al sillón.
—Ah, me parece
ver que te lo estás comiendo —dijo al fin, mientras el gato agotaba las
posibilidades de diversión de la mota de polvo y caía sobre el pescado.
—Me gusta verte
comer el pescado —dijo el hombre—, porque según mi opinión perderás peso si no
lo haces.
De la mesa
cogió un trozo de papel y los restos de un lápiz. Tomó lo uno con una mano y lo
otro con la otra, experimentando con las distintas formas de ponerlos en
contacto. Trató de sujetar el lápiz por debajo, luego encima y después al lado
del papel. Intentó envolver el lápiz con el papel, intentó frotar la parte roma
del lápiz contra el papel. Hizo una marca y el descubrimiento le encantó, como
todos los días. Cogió otro trozo de papel de la mesa. Tenía un crucigrama. Lo
estudió brevemente y rellenó un par de palabras antes de perder interés.
Trató de
sentarse sobre una mano y le intrigó la sensación de los huesos contra la
cadera.
—El pescado
viene de muy lejos —dijo—, o eso me han dicho. O eso me figuro que me han
dicho. Cuando vienen los hombres, o cuando los hombres acuden a mi imaginación
en sus seis naves negras y relucientes, ¿también aparecen en tu mente? ¿Qué ves
tú, gatito?
Miró al gato,
más preocupado por tragarse el pescado lo antes posible que por aquellas
especulaciones.
—Y cuando oigo
sus preguntas, ¿también las oyes tú? ¿Qué te sugieren sus voces? Tal vez
pienses que cantan canciones para ti.
Reflexionó y
vio el defecto de tal hipótesis.
—Tal vez canten
canciones para ti —prosiguió— y yo crea que me están haciendo preguntas.
Hizo otra
pausa. A veces hacía pausa durante días, sólo para ver cómo era.
—¿Crees que
vendrán hoy? —preguntó—. Yo sí. El suelo está lleno de barro, hay cigarrillos y
whisky sobre la mesa, pescado en una bandeja para ti y un recuerdo de ellos en
mi mente. Sé que no es una evidencia concluyente, pero toda evidencia es
circunstancial. Y mira qué más me han dejado.
Alargó la mano
sobre la mesa y retiró varias cosas. Crucigramas, diccionarios y una
calculadora.
—Creo que tengo
razón al pensar que me harán preguntas —dijo—. Venir desde tan lejos y dejarme
todas estas cosas sólo por el privilegio de cantar canciones para ti, sería un
comportamiento muy extraño. O eso me parece a mí. Quién sabe, quién sabe.
Cogió un
cigarrillo de encima de la mesa y lo encendió con una astilla de la estufa.
Inhaló profundamente y se retrepó en el asiento.
—Creo que hoy
he visto otra nave en el cielo —dijo al fin—. Una grande y blanca. Nunca había
visto una grande y blanca, sólo las seis negras. Y las seis verdes. Y a las
otras que decían venir de tan lejos. Ninguna grande y blanca. A lo mejor, seis
de las pequeñas naves verdes pueden parecer a veces una grande y blanca. A lo
mejor me gustaría beber un vaso de whisky. Sí, eso es más prometedor.
Se levantó y
encontró un vaso en el suelo, junto al colchón. Se sirvió una medida de whisky
de la botella. Volvió a sentarse.
—A lo mejor
vienen a verme otras personas —dijo.
A cien metros
de distancia se encontraba el Corazón de Oro, golpeada por la lluvia
torrencial.
Se abrió la
escotilla y aparecieron tres figuras, encorvadas para que la lluvia no les
diera en la cara.
—¿Es ahí?
—gritó Trillian por encima del ruido del aguacero.
—Sí —dijo
Zarniwoop.
—¿Esa cabaña?
—Sí.
—Fantástico
—dijo Zaphod.
—¡Pero si está
en medio de ninguna parte! —dijo Trillian—. Debemos habernos equivocado. No se
puede regir el Universo desde una cabaña.
Se apresuraron
bajo el aguacero y, completamente empapados, llegaron a la puerta. Llamaron.
Tiritaban.
Se abrió la
puerta.
—¿Sí? —preguntó
el hombre.
—Ah, discúlpeme
—dijo Zarniwoop, tengo razones para creer...
—¿Eres tú quien
rige el Universo? —preguntó Zaphod.
El hombre le
sonrió.
—Trato de no
hacerlo —dijo—. ¿Os habéis mojado?
Zaphod lo miró
estupefacto.
—¿Mojado?
—gritó—. ¿Es que no lo parece?
—Eso es lo que
me parece a mí —dijo el hombre—, pero lo que os parezca a vosotros puede ser un
asunto completamente diferente. Si creéis que el calor puede secaros, será
mejor que entréis.
Entraron.
Observaron la
pequeña cabaña; Zarniwoop con cierto desagrado, Trillian con interés, Zaphod
con placer.
—Eh, humm...
—dijo Zaphod—. ¿Cómo te llamas?
El hombre los
miró con aire de duda.
—No sé. Vaya,
¿crees que debería llamarme de alguna manera? Me parece muy extraño dar un
nombre a un montón de vagas percepciones sensoriales.
Invitó a
Trillian a sentarse en el sillón. El lo hizo en el borde; Zarniwoop se apoyó
rígidamente contra la mesa y Zaphod se tumbó en el colchón.
—¡Caray!
—exclamó Zaphod—. ¡El asiento del poder! Hizo cosquillas al gato.
—Escuche
—intervino Zarniwoop—, tengo que hacerle unas preguntas.
—Muy bien —dijo
el hombre con amabilidad—; puede cantarle a mi gato, si quiere.
—¿Y le
gustaría? —inquirió Zaphod.
—Pregúnteselo a
él —dijo el hombre.
—¿Habla?
—preguntó Zaphod.
—No le recuerdo
hablando —dijo el hombre—, pero soy muy poco digno de confianza.
Zarniwoop sacó
algunas notas del bolsillo.
—Bueno —dijo—,
usted rige el Universo, ¿no?
—¿Cómo puedo
saberlo? —dijo el hombre.
Zarniwoop tachó
una nota en el papel.
—¿Cuánto tiempo
lleva haciéndolo?
—Ah —contestó
el hombre—, es una pregunta sobre el pasado, ¿verdad?
Zarniwoop lo
miró perplejo. Eso no era exactamente lo que él esperaba.
—Sí —repuso.
—¿Cómo puedo
saber —manifestó el hombre— que el pasado no es una ficción inventada para
explicar la discrepancia entre mis sensaciones físicas inmediatas y mi estado
de ánimo?
Zarniwoop lo
miró fijamente. De sus ropas empapadas empezó a surgir vapor.
—¿Así que
responde usted a todas las preguntas de esa manera?
El hombre
contestó con rapidez:
—Digo lo que se
me ocurre cuando creo que oigo decir cosas a la gente. No puedo decir más.
Zaphod lanzó
una carcajada de contento.
—Brindo por eso
—dijo, sacando la botella de aguardiente Janx. Se incorporó de un salto y ofreció
la botella al soberano del Universo, que la tomó con placer—. Bien por ti, gran
jefe —añadió Zaphod—; cuéntanos cómo es la cosa.
—No, escúcheme
—dijo Zarniwoop—; hay gente que viene a verle, ¿verdad? En naves.
—Creo que sí
—dijo el hombre.
Pasó la botella
a Trillian.
—¿Y le piden
que tome decisiones por ellos? —prosiguió Zarniwoop—. ¿Acerca de la vida de la
gente, de los mundos, de economía, de guerras, de todo lo que pasa ahí fuera,
en el Universo?
—¿Ahí fuera?
—dijo el hombre—. ¿Ahí fuera, dónde?
—¡Ahí fuera!
—exclamó Zarniwoop, señalando a la puerta.
—¿Cómo puedes
saber si hay algo ahí fuera? —dijo cortésmente el hombre—. La puerta está
cerrada.
La lluvia
seguía golpeteando el techo. Dentro de la cabaña hacía calor.
—¡Pero usted
sabe que ahí fuera hay todo un Universo! —gritó Zarniwoop—. ¡No puede eludir
sus responsabilidades diciendo que no existen!
El soberano del
Universo reflexionó durante largo rato mientras Zarniwoop temblaba de ira.
—Estás muy
seguro de tus hechos —dijo al fin el habitante de la cabaña—. Yo no podría
confiar en el razonamiento de un hombre que da por sentada la existencia del
Universo.
Zarniwoop
siguió temblando, pero guardó silencio.
—Yo sólo tomo
decisiones respecto a mi universo —prosiguió el hombre en voz baja—. Mi universo
son mis ojos y mis oídos. Todo lo demás son rumores.
—Pero ¿no cree
usted en nada?
El amo del
mundo se encogió de hombros y tomó en brazos al gato.
—No entiendo lo
que quieres decir —manifestó.
—¿No comprende
que lo que usted decide en esta cabaña suya afecta a la vida y al destino de
millones de seres? ¡Esto es una injusticia monstruosa!
—No sé. Nunca
he visto a toda esa gente de que hablas. Y sospecho que tú tampoco. Sólo tienen
existencia en las palabras que oímos. Es absurdo decir que se sabe lo que le
ocurre a otras personas. Sólo ellas lo saben, si es que existen. Tienen sus
propios universos en sus ojos y oídos.
—Creo que voy a
salir un poco —dijo Trillian. Salió y empezó a pasear bajo la lluvia.
—¿Cree usted
que existen otros seres? —insistió Zarniwoop.
—Yo no tengo
opinión. ¿Cómo podría saberlo?
—Será mejor que
vaya a ver lo que le pasa a Trillian —dijo Zaphod, y salió rápidamente.
Una vez afuera,
dijo a la muchacha:
—Creo que el
Universo está en muy buenas manos, ¿eh?
—Estupendas
—convino Trillian. Fueron caminando bajo la lluvia.
Dentro,
Zarniwoop siguió hablando:
—Pero ¿no
comprende que la gente vive o muere por una palabra suya?
El soberano del
Universo aguardó tanto como pudo. Cuando oyó el débil sonido del arranque de
los motores de la nave, empezó a hablar para taparlo con su voz.
—Eso no tiene
nada que ver conmigo —afirmó—. No sé nada de la gente. El Señor sabe que no soy
un hombre cruel.
—¡Ah! —gritó
Zarniwoop—. Ha dicho «El Señor». ¡Cree en algo!
—Es mi gato
—dijo el hombre afablemente, cogiendo al animal y acariciándolo—. Le llamo El
Señor. Soy cariñoso con él.
—Muy bien —dijo
Zarniwoop, insistiendo en su punto de vista—. ¿Cómo sabe que existe el gato?
¿Cómo sabe que él sabe que es usted cariñoso, o que le gusta lo que él entienda
por su cariño?
—No lo sé —dijo
el hombre sonriendo—. No tengo idea. Sólo que me gusta comportarme de una
manera determinada con lo que parece ser un gato. ¿Te comportas tú de otro
modo? Por favor, me parece que estoy cansado.
Zarniwoop
exhaló un suspiro de total insatisfacción y miró alrededor.
—¿Dónde están
los otros dos? —preguntó de pronto.
—¿Qué otros
dos? —dijo el soberano del Universo, arrellanándose en el sillón y sirviéndose
otro vaso de whisky.
—¡Beeblebrox y
la chica! ¡Los dos que estaban aquí!
—No recuerdo a
nadie. El pasado es una ficción inventada para...
—¡Déjese de
tonterías! —saltó Zarniwoop, saliendo a la carrera bajo la lluvia.
La nave no
estaba. La lluvia seguía agitando el barro. No había ni señal de dónde había
estado la nave. Se puso a aullar bajo la lluvia. Volvió corriendo a la cabaña y
la encontró cerrada.
El soberano del
Universo dormitaba ligeramente en su sillón. Al cabo de un rato jugueteó de
nuevo con el lápiz y el papel y le encantó descubrir cómo se hacía una marca
apretando el uno contra el otro. Afuera seguía habiendo ruidos diversos, pero
él no sabía si eran o no reales. Luego habló a la mesa durante una semana para
ver cómo respondía.
30
Aquella noche
las estrellas salieron con una claridad y un brillo cegadores. Ford y Arthur
habían caminado más kilómetros de lo que eran capaces de calcular y por fin se
detuvieron a descansar. La noche era suave y fresca; el aire, puro; el Sub-Etha
Sens-O-Mático guardaba un silencio absoluto.
Una quietud
maravillosa pendía sobre el mundo; una tranquilidad mágica que se unía a la
dulce fragancia de los bosques, a la callada charla de los insectos y a la luz
brillante de las estrellas, para aliviar sus espíritus crispados. Incluso Ford
Prefect, que había visto más mundos de los que podía contar en una larga tarde,
llegó a preguntarse si no era aquél el más hermoso que hubiera visto jamás.
Habían pasado el día atravesando colinas y valles verdes y ondulados,
profusamente cubiertos de hierba, con flores de aromas indescriptibles y
árboles altos de muchas hojas; el sol los había calentado, suaves brisas los
habían refrescado y Ford Prefect había probado el Sub-Etha Sens-O-Mático cada
vez con menor frecuencia, mostrando menos irritación por su silencio obstinado.
Empezaba a pensar que le gustaba estar allí.
Pese a que el
aire nocturno era fresco, durmieron profunda y cómodamente a la intemperie;
pocas horas después se despertaron con la luz que precede al amanecer,
descansados pero hambrientos. En Milliways, Ford había guardado unas rosquillas
en el bolsillo, y con ellas desayunaron antes de emprender la marcha.
Hasta entonces
habían vagado al azar, pero ahora se dirigieron en línea recta hacia el Este,
pensando que si iban a explorar aquel mundo, deberían tener una idea clara de
dónde habían venido y hacia dónde se encaminaban.
Poco antes de
mediodía tuvieron el primer indicio de que el mundo en que habían aterrizado no
estaba deshabitado; entrevieron un rostro entre los árboles, vigilándolos.
Desapareció en el momento que lo vieron, pero ambos quedaron con la imagen de
una criatura humanoide que al verlos sintió curiosidad pero no alarma. Media
hora después volvieron a atisbar otra cara semejante; y diez minutos más tarde,
otra más.
Un minuto
después dieron en un claro amplio y se detuvieron en seco.
Ante ellos, en
medio del claro, había un grupo de unos doce hombres y mujeres. Permanecían
quietos y callados frente a Ford y Arthur. Varias mujeres tenían niños en
brazos, y detrás del grupo había un conjunto de habitáculos destartalados,
hechos de barro y ramas.
Ford y Arthur
contuvieron el aliento.
El hombre más
alto medía poco más de un metro y sesenta centímetros; todos estaban levemente
inclinados hacia delante, tenían brazos largos, frentes estrechas y ojos claros
y brillantes con los que miraban fijamente a los extraños.
Al ver que
aquella gente no llevaba armas ni hacía movimiento alguno hacia ellos, Ford y
Arthur se tranquilizaron un poco.
Durante un
rato, los dos grupos se limitaron a observarse, inmóviles. Los nativos parecían
perplejos ante los intrusos, y aunque no daban muestras de agresividad, tampoco
ofrecían señal alguna de hospitalidad.
Nada sucedió.
Durante dos
minutos enteros siguió sin ocurrir nada.
Al cabo de los
dos minutos, Ford decidió que ya era hora de que pasara algo.
—Hola —dijo.
Las mujeres
apretaron a los niños un poco más contra sus cuerpos.
Los hombres no
hicieron ningún movimiento perceptible; sin embargo, toda su actitud demostraba
claramente que el saludo no era bien acogido: no lo rechazaban de manera
manifiesta, sólo que no lo recibían bien.
Uno de ellos,
que permanecía un poco destacado en la vanguardia del grupo y que, en
consecuencia, podía ser su dirigente, dio un paso adelante. Su rostro estaba
tranquilo y en calma, casi sereno.
—Aggfffggghhhrrr
uh uh ruh uurgh —dijo con voz queda.
Aquello pilló
desprevenido a Arthur. Estaba tan acostumbrado a recibir la traducción
instantánea e inconsciente de todo lo que oía por medio del Pez Babel que tenía
alojado en el oído, que había dejado de percibir su presencia, y sólo ahora lo
recordó, cuando parecía que no funcionaba. Vagas sombras de sentido parpadearon
en el fondo de su mente, pero nada percibió con claridad. Supuso (da la
casualidad que correctamente) que aquellos seres sólo habían desarrollado los
más toscos rudimentos, del lenguaje, y que por tanto el Pez Babel era incapaz
de prestarle ayuda. Miró a Ford, infinitamente más experimentado en aquellos
asuntos.
—Creo —dijo
Ford con la comisura de los labios— que nos pregunta si nos importaría seguir
caminando, alejándonos de la aldea.
Un momento
después, un gesto del humanoide pareció confirmar sus palabras.
—Ruurggghhh;
urgh urgh (uh ruh) rruurruuh ug —prosiguió el homínido.
—Por lo que
puedo deducir —dijo Ford—, el sentido general es que somos bien recibidos para
continuar nuestro viaje en la forma que queramos, pero si decidimos rodear su
aldea en vez de atravesarla, les haríamos muy dichosos a todos.
—Bueno, ¿y qué
hacemos?
—Creo que vamos
a hacerlos felices —dijo Ford.
Despacio, y con
mucho tiento, rodearon el perímetro del claro. Aquello pareció caerles muy bien
a los nativos, que les dedicaron una ligerísima inclinación y luego se ocuparon
de sus asuntos.
Ford y Arthur
prosiguieron el viaje a través del bosque. A unos centenares de metros del
claro se encontraron de pronto ante un pequeño montón de frutas colocadas en
medio del camino: bayas que se parecían notablemente a frambuesas y moras, y
unas frutas carnosas de piel verde muy semejantes a peras.
Hasta entonces
se habían alejado de las frutas y bayas que habían visto, aunque los árboles y
arbustos estaban plagados de ellas.
—Míralo de esta
manera —había dicho Ford Prefect—, la fruta y las bayas de planetas extraños
pueden revivirle o pueden matarte. Por consiguiente sólo hay que acercarse a
ellas cuando veas que vas a morir si no lo haces. De ese modo sales ganando. El
secreto de un autoestopismo sano está en comer chucherías.
Miraron
suspicaces al montón de frutas colocado en su camino. Parecían tan buenas, que
casi se marcaron de hambre.
—Míralo de esta
manera —dijo Ford—, humm...
—¿Sí? —dijo
Arthur.
—Estoy tratando
de pensar en alguna manera de mirarlo que signifique que vamos a comérnoslas
—dijo Ford.
El sol que se
filtraba entre las hojas relucía sobre las rollizas pieles de lo que parecían
peras. Las frutas semejantes a frambuesas y moras eran más gordas y carnosas de
cuantas Arthur hubiera visto jamás, incluso en anuncios de helados.
—¿Por qué no
comemos y lo pensamos después? —sugirió.
—Tal vez sea
eso lo que quieren que hagamos.
—Muy bien,
míralo de esta manera...
—Hasta ahora me
parece bien.
—Están aquí
para que las comamos. O son buenas o son malas; o pretenden alimentarnos, o
bien quieren envenenarnos. Si son venenosas y no las comemos, nos atacarán de
otra forma. En cualquier caso, si no las comemos estamos perdidos.
—Me gusta tu
razonamiento —dijo Ford—. Venga, come una.
Con aire
vacilante, Arthur cogió una de las frutas que parecían peras.
—Siempre
recuerdo la historia del Jardín del Edén —dijo Ford.
—¿Eh?
—Lo del jardín
del Edén. El árbol. La manzana. Esa historia, ¿te acuerdas?
—Sí, claro que
sí.
—Ese Dios
vuestro pone un manzano en medio de un jardín y dice: haced lo que queráis,
chicos, pero de ningún modo comáis la manzana. Pero, sorpresa, se la comen y El
salta de detrás de un arbusto diciendo: «¡Os pillé!» Si no se la hubieran
comido, habría dado lo mismo.
—¿Por qué?
—Porque si uno
anda en tratos con alguien que tiene la mentalidad del que deja sombreros en la
acera con ladrillos dentro, hay que tener la plena seguridad de que nunca
abandonará su empeño. Al final terminará casándote.
—Pero ¿de qué
hablas?
—No importa,
cómete la fruta.
—¿Sabes una
cosa? Este sitio guarda cierta semejanza con el jardín del Edén.
—Cómete la
fruta.
—Se parece
mucho.
Arthur dio un
mordisco a lo que parecía una pera.
—Es una pera
—anunció.
Pocos instantes
después, cuando hubieron comido todas las frutas, Ford Prefect se volvió y
gritó:
—¡Gracias!
Muchísimas gracias, sois muy amables.
Siguieron su
camino.
Durante los
setenta y cinco kilómetros siguientes de su viaje hacia el Este, continuaron
encontrándose de vez en cuando regalos de frutas colocadas en el camino, y
aunque en una o dos ocasiones tuvieron la visión fugaz de un homínido entre los
árboles, no volvieron a entablar contacto directo con los nativos. Decidieron que
les gustaba mucho una raza de seres que manifestaban tan a las claras su
agradecimiento sólo por el hecho de que los dejaran en paz.
Al cabo de
setenta y cinco kilómetros se acabaron las frutas, porque allí era donde
empezaba el mar.
Como no tenían
prisa, construyeron una balsa y cruzaron el mar. Estaba relativamente en calma
y sólo tenía unos noventa kilómetros de anchura, así que realizaron una
travesía medianamente agradable, desembarcando en una región que era al menos
tan hermosa como la que habían dejado.
En resumen,
llevaban una vida ridículamente fácil y al menos durante un tiempo pudieron
solucionar los problemas de ociosidad y aislamiento por el método de
ignorarlos. Cuando el ansia de compañía se hiciera demasiado grande, ya sabían
dónde encontrarla; pero de momento se contentaban con que los golgafrinchanos
estuvieran a centenares de kilómetros de distancia.
No obstante,
Ford Prefect volvió a utilizar su Sub-Etha Sens-O-Mático cada vez con mayor
frecuencia. Sólo una vez recibió una señal, pero era tan débil y venía de una
distancia tan enorme, que le deprimió más que si no se hubiese roto el
silencio.
En un impulso
repentino se dirigieron al Norte. Tras unas semanas de viaje, llegaron a otro
mar, construyeron otra balsa y lo cruzaron. Esa vez tuvieron una travesía más
dura; la temperatura empezaba a descender. Arthur sospechó una vena de
masoquismo en Ford Prefect: la creciente dificultad del viaje parecía darle un
aire de determinación del que normalmente carecía. Incansable, seguía adelante.
El viaje hacia
el Norte les condujo hacia un país de altas montañas, a una región de pasmosa
belleza y extensión. Las nevadas cimas, grandes y dentadas, embelesaron sus
sentidos. El frío empezó a calar en sus huesos.
Se abrigaron
con pieles y pellejos de animales que Ford Prefect consiguió empleando un
método que aprendió una vez de dos ex monjes pralitos que regentaban un refugio
de patinaje mental en la sierra de Hunian.
Hay ex monjes
pralitos esparcidos por toda la Galaxia, resueltos todos a triunfar en la vida,
porque las técnicas de dominio mental que la Orden ha creado como forma de
disciplina devota, son francamente sensacionales; una cantidad extraordinaria
de monjes abandonan la Orden inmediatamente después de terminar la disciplina
piadosa y justo antes de profesar los votos definitivos y quedar encerrados de
por vida en pequeñas cajas de metal.
El método de
Ford parecía consistir fundamentalmente en quedarse quieto y sonreír durante un
rato.
Al cabo de un
tiempo, surgía del bosque un animal, tal vez un ciervo, y le observaba con
cautela. Ford seguía sonriendo con ojos tiernos y brillantes, pareciendo
irradiar un amor profundo y universal, un amor que se extendía y abarcaba a
toda la creación. Una quietud maravillosa, pacífica y serena, que emanaba de aquel
hombre transfigurado, descendía sobre la campiña circundante. El ciervo se
acercaba poco a poco, paso a paso, hasta casi frotar el hocico contra Ford
Prefect, que entonces extendía los brazos y le rompía el cuello.
—Dominio
feromónico —eso decía que era—; no hay más que saber generar el olor adecuado.
31
Pocos días
después de desembarcar en la región montañosa descubrieron una costa que se
extendía ante ellos en diagonal, de sudoeste a noreste. Era una costa
esplendorosa y monumental: acantilados profundos y majestuosos, desmesurados
picachos de hielo, fiordos.
Durante dos
días más subieron y escalaron rocas y glaciares, sobrecogidos por tanta
belleza.
—¡Arthur!
—gritó Ford de repente.
Era la tarde
del segundo día. Arthur estaba sentado en una roca alta, viendo cómo el mar
rompía estrepitoso contra los escarpados promontorios.
—¡Arthur!
—volvió a gritar Ford.
Arthur miró en
la dirección de donde venía la voz de Ford, debilitada por el viento.
Ford había ido
a explorar un glaciar, y Arthur lo encontró en cuclillas junto a una pared
maciza de hielo azulado. Vibraba de emoción; levantó rápidamente los ojos hacia
Arthur.
—¡Mira —dijo—,
mira!
Arthur miró y
vio una pared maciza de hielo azulado.
—Sí —dijo—, es
un glaciar. Ya lo había visto.
—No —dijo
Ford—; lo has mirado, pero no lo has visto. Mira.
Ford señalaba a
las profundidades del hielo.
Arthur miró; no
vio nada, salvo sombras vagas.
—Retírate un
poco —insistió Ford—; vuelve a mirar.
Arthur se
apartó y miró de nuevo.
—Nada
—manifestó, encogiéndose de hombros—. ¿Qué es lo que tengo que ver?
Y, de pronto,
lo vio.
—¿Lo ves?
Lo vio.
Abrió la boca
para hablar, pero su cerebro decidió que aún no tenía nada que decir y volvió a
cerrarla. Entonces, su mente empezó a luchar con el problema de lo que sus ojos
le decían que estaba viendo, pero al hacerlo perdió el control de la boca, que
en seguida volvió a abrirse. Una vez más, al retener la mandíbula, su cerebro
perdió el dominio de la mano izquierda, que empezó a moverse sin sentido de un
lado para otro. Durante un segundo más o menos, su mente trató de dominar la
mano izquierda sin perder el control de la boca, al tiempo que intentaba pensar
en lo que estaba enterrado en el hielo, razón por la cual le cedieron las
piernas y cayó tranquilamente al suelo.
Lo que produjo
todos esos trastornos neuronales era una red de sombras en el hielo, a unos
cuarenta centímetros de profundidad. Miradas desde cierto ángulo, se resolvían
claramente en contornos de letras de un alfabeto extraño, de unos noventa
centímetros de longitud; y para aquellos que, como Arthur, no sabían leer
magratheano, encima de las letras se veía el óvalo de una cara flotando en el
hielo.
Era un rostro
viejo, enjuto y distinguido, cargado de ansiedad pero no severo.
Era el rostro
del hombre que había ganado un premio por diseñar la línea costera que, ya
seguros de su nombre, ahora pisaban.
32
Un tenue
quejido llenó el aire. Pasó aullando entre los árboles, asustando a las
ardillas. Unos pájaros escaparon molestos. El ruido llegó al claro y se deslizó
danzando a su alrededor. Ululó, chirrió y causó una irritación general.
Sin embargo, el
Capitán miraba con ojos indulgentes al gaitero solitario. Poco podía inquietar
su ecuanimidad; en realidad, una vez que se había repuesto de la pérdida de su
magnífica bañera durante aquellas molestias de hacía tantos meses en el
pantano, había empezado a encontrar sumamente agradable su nueva vida. Se había
excavado un hoyo en una roca grande que se elevaba en medio del claro, y allí
iba todos los días a tomar el sol mientras sus asistentes vertían agua sobre
él. Debe decirse que el agua no estaba especialmente caliente, porque aún no
habían inventado un medio de calentarla. Pero no importaba, ya llegaría eso;
mientras, partidas de exploradores batían el país de un extremo a otro en busca
de manantiales de agua caliente, preferiblemente de uno que estuviera en algún
claro umbroso y bonito. Y si estuviera cerca de una mina de jabón, sería
perfecto. A quienes afirmaban tener la impresión de que el jabón no se obtenía
de las minas, el Capitán se atrevía a sugerir que tal idea quizá se debiera a
que nadie había buscado con la insistencia suficiente, y esa posibilidad fue
aceptada de mala gana.
No, la vida era
muy agradable, y lo bueno era que cuando se encontrara el manantial de agua
caliente perfecto, con su claro umbroso en suite, y cuando a su debido tiempo
resonara por las colinas el grito de que se había descubierto la mina de jabón
y ya producía quinientas pastillas por día, la vida sería aún más agradable.
Era muy importante pensar en algo y esperarlo con interés.
Gemido,
lamento, chirrido, sollozo, aullido, graznido, chillido... La gaita no cejaba,
incrementando el ya considerable placer del Capitán ante la idea de que podría
parar en cualquier momento. Eso era algo que también esperaba con interés.
¿Qué más cosas
agradables había?, se preguntó. Pues muchas: el rojo y oro de los árboles,
ahora que se acercaba el otoño; el apacible cuchicheo de tijeras a pocos metros
de su baño, donde un par de peluqueros ejercían sus habilidades sobre un
director artístico, que dormitaba, y su ayudante; el sol que daba brillo a los
teléfonos relucientes que había alineados sobre el borde de su baño pétreo. La
única cosa más agradable que un teléfono que no sonara todo el tiempo (o nada
en absoluto), eran seis teléfonos que no sonaran todo el tiempo (o nada en
absoluto).
Lo más bonito
de todo era el murmullo feliz de los cientos de personas que se iban
congregando a su alrededor en el claro para presenciar la reunión vespertina
del comité.
El Capitán dio
un puñetazo juguetón en el pico de su pato de goma. Las reuniones vespertinas
del comité eran sus preferidas.
Otros ojos
observaban a la creciente multitud. Subido en la copa de un árbol, al borde del
claro, se agazapaba Ford Prefect, recién venido de climas extraños. Tras seis
meses de viaje estaba delgado y fuerte, le brillaban los ojos y llevaba una
gabardina de piel de ciervo; tenía la barba crecida y el rostro tan bronceado
como un cantante de country-rock.
Arthur Dent y
él llevaban casi una semana vigilando a los golgafrinchanos, y Ford había
decidido mover las cosas un poco.
El claro ya
estaba lleno. Centenares de hombres y mujeres vagaban por él, charlando,
comiendo fruta, jugando a las cartas y, en general, pasando el tiempo de la
manera más descansada posible. Su ropa de correr estaba enteramente sucia y
hasta desgarrada, pero todos lucían un inmaculado corte de pelo. Ford quedó
perplejo al ver que muchos de ellos habían rellenado la ropa de correr con
hojas, preguntándose si sería alguna forma de aislamiento contra el ya cercano
invierno. Ford entrecerró los ojos. No podían haberse interesado en la botánica
de repente, ¿verdad?
En medio de
tales especulaciones, la voz del Capitán se alzó sobre el murmullo general.
—Ya está bien
—dijo—; me gustaría poner un poco de orden en esta reunión, si es posible.
—Sonrió con jovialidad—. Dentro de un momento. Cuando todos estéis preparados.
El parloteo se
fue apagando poco a poco y el claro quedó en silencio; salvo el gaitero, que
parecía estar en un mundo musical propio, inhabitable y salvaje. Algunos que
estaban en su proximidad inmediata le lanzaron hojas. Si aquello obedecía a
alguna razón, ésta se le escapaba de momento a Ford Prefect.
Un pequeño
grupo de gente se había apiñado en torno al Capitán, y uno de sus componentes
se disponía a hablar. Se puso en pie, se aclaró la garganta y miró a la
lejanía, como para indicar a la multitud que estaría con todos ellos dentro de
un momento.
La multitud,
por supuesto, estaba cautivada, y todos tenían los ojos fijos en él.
Siguió un
momento de silencio, que Ford consideró como una pausa dramática para hacer su
entrada. El hombre se dispuso a hablar.
Ford se dejó
caer del árbol.
—¡Hola!
—saludó.
La multitud
giró sobre sí misma.
—¡Ah! —dijo el
Capitán—. Mi querido amigo, ¿tienes cerillas? ¿O un encendedor? ¿O algo
parecido?
—No —contestó
Ford con los humos un tanto bajados. Eso no era lo que había preparado. Decidió
que sería mejor mostrarse un poco más duro en el tema—. No, no tengo
—prosiguió—, Nada de cerillas. En cambio, te traigo noticias...
—Qué lástima
—dijo el Capitán—. Se nos han acabado a todos, ¿sabes? Hace semanas que no tomo
un baño caliente.
Ford se negó a
cambiar de tema.
—Traigo
noticias de un descubrimiento que podría interesarte.
—¿Está en el orden
del día? —saltó el hombre a quien Ford había interrumpido.
Ford exhibió
una amplia sonrisa de cantante de country-rock.
—Venga, vamos
—dijo.
—Pues lo siento
—repuso el hombre en tono irascible—, pero en mi condición de consejero de
dirección desde hace muchos años, debo insistir en la importancia de observar
las normas del comité.
Ford miró a la
multitud.
—Está loco
—manifestó—, éste es un planeta prehistórico.
—¡Diríjase al
sillón presidencial! —saltó el consejero de dirección.
—No hay ningún
sillón —explicó Ford—, sólo una roca.
El consejero de
dirección decidió que la situación requería irascibilidad.
—Pues digamos
que es un sillón —dijo, irritado.
—¿Por qué no
decimos que es una roca? —inquirió Ford.
—Está claro que
usted no tiene ni idea —dijo el consejero de dirección, sin abandonar la
irritación en favor de una arrogancia pasada de moda— de los modernos métodos
de trabajo.
—Y tú no tienes
ni idea de dónde estás —afirmó Ford.
Una muchacha se
puso en pie de un salto y utilizó su voz estridente.
—¡Callaos los
dos! —dijo—. Quiero presentar una moción a la mesa.
—Querrás decir
presentar una moción a la roca —apostilló un peluquero, riéndose entre dientes.
—¡Orden, orden!
—ladró el consejero de dirección.
—De acuerdo
—dijo Ford—, vamos a ver cómo te portas.
Se dejó caer al
suelo para ver cuánto tiempo podía dominarse.
El Capitán hizo
una especie de ruido irresponsable y conciliador.
—Me gustaría
poner orden —dijo en tono agradable— en la reunión quinientas setenta y tres
del comité de colonización de Fintlewoodlewix...
Diez segundos,
pensó Ford, poniéndose de nuevo en pie.
—¡Esto es
absurdo! —exclamó—. ¡Quinientas setenta y tres reuniones del comité, y ni
siquiera habéis descubierto el fuego todavía!
—Si te hubieras
tomado la molestia —dijo la muchacha de la voz estridente— de examinar la hoja
del orden del día...
—La piedra del
orden del día —gorjeó el peluquero.
—Habrías...
visto... —prosiguió la muchacha en tono firme— que hoy tenemos un informe del
Subcomité de los peluqueros para la Invención del Fuego.
—¡Oh..., ah!
—dijo el peluquero con una expresión avergonzada cuyo significado se reconoce
en toda la Galaxia como: «Bueno, ¿le parece bien el martes próximo?»
—Muy bien —dijo
Ford, dirigiéndose a él—. ¿Qué habéis hecho? ¿Qué vais a hacer? ¿Qué ideas tenéis
sobre el descubrimiento del fuego?
—Pues no sé
—confesó el peluquero—. Todo lo que me han dado ha sido un par de astillas...
—¿Y qué has
hecho con ellas?
Nervioso, el
peluquero buscó en la parte superior de su mono de correr y tendió a Ford el
fruto de su trabajo.
Ford lo levantó
en alto para que todos lo vieran. —Unas tenacillas de rizar el pelo— anunció.
La multitud aplaudió.
—No importa
—dijo Ford—. Roma no ardió en un día.
La multitud no
tenía la menor idea de lo que estaba hablando, pero les encantó de todos modos.
Aplaudieron.
—Bueno, es
evidente que eres un completo ingenuo —dijo la muchacha—. Si te hubieras
interesado en los estudios de mercado tanto tiempo como yo, sabrías que antes
de crear cualquier producto nuevo, deben realizarse las investigaciones
pertinentes. Tenemos que averiguar qué quiere la gente del fuego, cómo se
relacionan con él, qué clase de imagen tiene para ellos.
La multitud se
puso en tensión. Esperaban algo maravilloso de Ford.
—Métetelo en la
nariz —dijo Ford.
—Cosa que es
precisamente lo que necesitamos saber —insistió la muchacha—. ¿Quiere la gente
que el fuego pueda meterse por la nariz?
—¿Lo queréis?
—preguntó Ford a la multitud.
—¡Sí! —gritaron
algunos.
—¡No! —gritaron
otros, contentos.
No lo sabían,
sólo pensaban que era magnífico.
—¿Y la rueda?
—preguntó el Capitán—. ¿Qué hay de eso de la rueda? Parece un proyecto
sumamente interesante.
—¡Ah! —dijo la
chica de los estudios de mercado—. Pues con eso tenemos ciertas dificultades.
—¿Dificultades?
—exclamó Ford—. ¿Dificultades? ¿A qué te refieres? ¡Es el instrumento más
sencillo de todo el Universo!
La muchacha de
los estudios de mercado le lanzó una mirada desabrida.
—Muy bien,
sabelotodo —dijo—; dinos de qué color debería ser, si eres tan listo.
La multitud se
alborotó. Un tanto para el equipo local, pensaron todos. Ford se encogió de
hombros y volvió a sentarse.
—¡Zarquon
todopoderoso! —exclamó—. ¿Es que no habéis hecho nada ninguno?
Como en
respuesta a su pregunta, hubo un clamor repentino a la entrada del claro. La multitud
no podía creer la cantidad de diversión que tenía aquella tarde: entró
desfilando una patrulla de doce hombres vestidos con los despojos del uniforme
del Tercer Regimiento de Golgafrinchan. La mitad de ellos llevaban fusiles
Mat-O-Mata, y el resto portaba lanzas que entrechocaban al desfilar. Tenían un
aspecto saludable y bronceado, aunque parecían enteramente agotados y sucios.
Se detuvieron ruidosamente, poniéndose firmes. Uno de ellos cayó al suelo y no
volvió a moverse.
—¡Mi capitán!
—gritó el Número Dos, pues él era su jefe—. ¡Permiso para informar, señor!
—Sí, muy bien,
Número Dos; bienvenidos y todo eso. ¿Habéis encontrado algún manantial de agua
caliente? —preguntó el Capitán con desaliento.
—¡No, señor!
—Eso es lo que
me suponía.
El Número Dos
se abrió paso entre la multitud y presentó armas ante la bañera.
—¡Hemos
descubierto otro continente!
—¿Cuándo ha
sido eso?
—¡Está al otro
lado del mar —informó el Número Dos, entrecerrando los ojos de manera
significativa—, hacia el Este!
—Ah.
El Número Dos
se volvió a la multitud. Levantó el fusil por encima de su cabeza.
—¡Le hemos
declarado la guerra!
Vítores
desenfrenados desbordaron todos los rincones del claro: aquello superaba todas
las expectativas.
—¡Esperad un
momento —gritó Ford Prefect—, esperad un momento!
Se puso en pie
de un salto y exigió silencio. Al cabo de un rato lo consiguió, si no total, el
mejor a que podía aspirar dadas las circunstancias. Las circunstancias eran que
el gaitero estaba componiendo espontáneamente un himno nacional.
—¿Tiene que
estar presente el gaitero? —preguntó Ford.
—Pues claro
—dijo el Capitán—, le hemos otorgado permiso.
Ford consideró
presentar esa idea a debate, pero en seguida pensó que de esa manera todo se
enredaría aún más. En cambio, tiró una piedra bien sopesada al gaitero y se
volvió hacia el Número Dos.
—¿Guerra?
—dijo.
—¡Sí!
—respondió el Número Dos, mirando con desprecio a Ford Prefect.
—¿Contra el
otro continente?
—¡Sí! ¡Guerra
total! ¡Una guerra que acabará con todas las guerras!
—¡Pero si
todavía no vive nadie en ese continente!
Ah, qué
interesante, pensó la multitud, bonito argumento.
La mirada del
Número Dos revoloteó imperturbable. En este sentido, sus ojos eran como un par
de mosquitos que revolotearan con un fin determinado a siete centímetros de la
nariz de uno y se negaran a ser derrotados por golpes de brazo, matamoscas o
periódicos enrollados.
—¡Ya lo sé
—dijo—, pero algún día lo estará! Así que hemos dejado un ultimátum sin fecha
fija.
—¿Qué?
—Y hemos
destruido unas cuantas instalaciones militares.
El Capitán se
inclinó por fuera del baño.
—¿Instalaciones
militares, Número Dos? —preguntó.
Durante un
momento sus ojos vagaron sin rumbo.
—Sí, señor;
bueno, potenciales instalaciones militares. De acuerdo... árboles.
Pasó el momento
de incertidumbre; sus ojos centellean como látigos sobre el auditorio.
—¡Y hemos
interrogado a una gacela! —bramó.
Se colocó con
elegancia el Mat-O-Mata bajo el brazo y se retiró desfilando entre el
pandemonio que había estallado por toda la multitud exaltada. Sólo logró dar
unos pasos antes de que lo levantaran en volandas y durante un trecho lo
llevaran a hombros alrededor del claro.
Ford se sentó y
empezó a entrechocar dos piedras con aire perezoso.
—Así que, ¿qué
más habéis hecho? —preguntó cuando terminó la celebración.
—Hemos iniciado
una cultura —dijo la muchacha de los estudios de mercado.
—¿Ah, sí? —dijo
Ford.
—Sí. Uno de
nuestros productores cinematográficos está realizando un documental fascinante
sobre los trogloditas indígenas de esta región.
—No son trogloditas.
—Parecen
trogloditas.
—¿Viven en
cavernas?
—Pues...
—Viven en
cabañas.
—Tal vez estén
decorando de nuevo las cuevas —gritó un bromista entre la multitud.
Ford se dirigió
hacia él con cólera.
—Muy divertido
—comentó—; pero ¿os habéis dado cuenta de que se están muriendo?
En el viaje de
vuelta, Ford y Arthur habían atravesado dos aldeas en ruinas y habían visto
muchos cadáveres de nativos en los bosques, a donde se habían arrastrado para
morir. Los que aún vivían, parecían agotados y apáticos, como si padecieran
alguna enfermedad del espíritu y no del cuerpo. Se movían despacio y con una
tristeza infinita. Les habían arrebatado el futuro.
—¡Están
muriendo! —repitió Ford—. ¿Sabéis lo que eso significa?
—Hummm...
—volvió a terciar el bromista—. ¿No deberíamos venderles un seguro de vida?
Ford lo ignoró
y se dirigió a la multitud entera.
—¡No podéis
entender —dijo— que han empezado a morir desde que nosotros llegamos aquí!
—En realidad
—dijo la muchacha de los estudios de mercado—, eso está saliendo muy bien en el
documental, y da ese toque conmovedor que es la impronta de una película
verdaderamente buena. Es un productor muy comprometido.
—Debe de serlo
—masculló Ford.
—Supongo —dijo
la muchacha, volviéndose para dirigirse al Capitán, quien empezaba a asentir
con la cabeza— que ahora querrá convencerle a usted, Capitán.
—¡Ah! ¿De
veras? —dijo, sobresaltándose un poco—. Es muy amable de su parte.
—El tiene una
posición muy difícil, ¿sabes? La carga de la responsabilidad, la soledad del
mando...
Durante un momento,
el Capitán emitió una serie de interjecciones mientras pensaba en ello.
—Pues yo no
exageraría mi posición ¿sabes? —dijo al cabo—, uno nunca está solo con un pato
de goma.
Alzó el pato en
alto y la multitud prorrumpió en vítores apreciativos.
Entretanto, el
consejero de dirección estaba sentado en silencio absoluto, con las puntas de
los dedos puestas sobre las sienes para indicar que estaba aguardando y que
esperaría todo el día si era necesario.
En ese momento
decidió que, después de todo, no iba a esperar todo el día, sino que fingiría
que la última media hora no había pasado.
Se puso en pie.
—Si pudiéramos
pasar un momento al tema de la política fiscal... —dijo brevemente.
—¡Política
fiscal! —gritó Ford Prefect—. ¡Política fiscal!
El consejero de
dirección le lanzó una mirada que sólo un pez dípneo podría haber imitado.
—Política
fiscal... —repitió, eso es lo que he dicho.
—¿Cómo podéis
tener dinero —preguntó Ford—, si ninguno de vosotros produce nada? No crece de
los árboles ¿sabéis?
—Si me permite
continuar...
Ford asintió de
mala gana.
—Gracias. Como
hace unas semanas decidimos adoptar la hoja como moneda legal, todos somos
inmensamente ricos.
Ford miró
incrédulo a la multitud, que lanzó un murmullo apreciativo y empezó a acariciar
ávidamente los fajos de hojas de que tenían rellenos los monos de correr.
—Pero también
tenemos —prosiguió el consejero de dirección— un pequeño problema inflacionario
debido al alto grado de disponibilidad de la hoja, lo que significa, según
creo, que en la tasa actual se necesitan tres bosques efímeros para comprar una
bagatela.
Murmullos de
alarma recorrieron la multitud. El consejero de dirección los acalló con un
gesto.
—De manera que,
con el fin de solucionar ese problema —prosiguió— y revaluar la hoja de modo
eficaz, estamos a punto de iniciar una campaña de defoliación general, y...
hummm, quemaremos todos los bosques. Creo que todos estaréis de acuerdo en que
es una medida sensata, dadas las circunstancias.
La multitud
pareció un tanto indecisa durante unos momentos, hasta que alguien observó que
eso incrementaría mucho el valor de las hojas que tenían en los bolsillos, y
entonces empezaron a dar gritos de placer y, puestos en pie, dedicaron una
ovación al consejero de dirección. Los contables esperaban que el otoño sería
provechoso.
—Estáis todos
locos —explicó Ford Prefect—. Estáis absolutamente chiflados —sugirió—. Sois un
hatajo de chalados de remate —opinó.
La marea de
opinión empezaba a volverse contra él. Lo que empezó como una diversión
excelente, se había ahora deteriorado, según el punto de vista de la gente,
convirtiéndose en una pura ofensa, y como ésta se dirigía principalmente a
ellos, se habían molestado.
Al notar el
cambio que había en el aire, la muchacha de los estudios de mercado se volvió
hacía él.
—Tal vez sea
pertinente —dijo— preguntarte qué has estado haciendo durante todos estos
meses. Tú y ese otro intruso que no hemos visto desde el día que llegamos.
—Hemos estado
de viaje —dijo Ford—. Lo intentamos y averiguamos algo acerca de este planeta.
—Ya —repuso la
muchacha socarronamente—, eso no me parece muy productivo.
—¿No? Pues
tengo noticias para ti, encanto. Hemos descubierto el futuro de este planeta.
Ford esperó a
que su anuncio surtiera efecto. No produjo ninguno. No sabían de qué hablaba.
Prosiguió:
—Me importa un
par de riñones de dingo fétido lo que decidáis hacer en lo sucesivo. Quemad los
bosques, cualquier cosa; no importará lo más mínimo. Vuestra historia futura ya
ha sucedido. Tenéis dos millones de años, y eso es todo. Al final de ese tiempo
vuestra raza se extinguirá, y en buena hora. ¡Recordadlo; dos millones de años!
La multitud,
molesta, hizo comentarios en voz baja. Gente como ellos, que se había hecho
rica de repente, no debería verse obligada a escuchar esa clase de tonterías.
Si le dieran una o dos hojas a ese tipo, tal vez se marcharía.
No necesitaron
molestarse. Ford ya salía del claro con aire majestuoso, deteniéndose
únicamente para menear la cabeza hacia el Número Dos, que disparaba su
Mat-O-Mata contra unos árboles cercanos.
Se volvió una
vez.
—¡Dos millones
de años! —dijo, y lanzó una carcajada.
—Bueno —dijo el
Capitán con una sonrisa tranquilizadora—, todavía tengo suficiente tiempo de
darme unos baños más. ¿Puede alguien pasarme la esponja? Se me acaba de caer
fuera.
33
A un kilómetro
y medio hacia el interior del bosque, Arthur Dent estaba demasiado ocupado en
su tarea para oír que se acercaba Ford Prefect.
Lo que hacía
era bastante curioso, y se trataba de lo siguiente: en un trozo de peña ancho y
plano había arañado la forma de un gran cuadrado, que subdividió en ciento
sesenta y nueve cuadrados más pequeños, situando trece a cada lado.
Además, había
reunido un montón de piedras planas más pequeñas y dibujado la forma de una
letra en cada una. Sentados ociosamente en torno a la roca, había dos
supervivientes de los indígenas locales a quienes trataba de explicar los
curiosos conceptos grabados en las piedras.
Hasta el
momento no se habían portado bien. Habían tratado de comerse algunas, de
enterrar otras y de tirar lejos el resto. Finalmente, Arthur había animado a
uno de ellos a poner un par de piedras sobre el tablero que había grabado, cosa
que era mucho menos de lo que había logrado el día anterior, junto con el
rápido deterioro de la moral de aquellas criaturas, parecía haber un desgaste
proporcional en su inteligencia.
Con el fin de
despertar su interés, Arthur colocó una serie de letras en el tablero, y luego
invitó a los nativos a que pusieran otras por su cuenta.
La cosa no
marchaba bien.
Ford observaba
calladamente junto a un árbol cercano.
—No —dijo
Arthur a uno de los nativos que había desplazado unas letras en un acceso de
abatimiento—. La Q vale diez, y completa tres palabras; así... mira, ya te he
explicado las reglas...; no, no, mira, por favor, suelta esa quijada...; muy
bien, empezaremos de nuevo. Y esta vez trata de concentrarte.
Ford se apoyó
en el árbol con el codo y se puso la mano en la cabeza.
—¿Qué estás
haciendo, Arthur? —preguntó con voz queda.
Arthur alzó la
vista, sobresaltado. De pronto tuvo la impresión de que todo aquello podía
parecer un tanto ridículo. Lo único que sabía es que había sido como un sueño
para él cuando era niño. Pero entonces las cosas eran diferentes, o lo serían,
mejor dicho.
—Intento
enseñar a jugar a las letras a los trogloditas —contestó.
—No son
trogloditas —corrigió Ford.
—Parecen
trogloditas.
Ford lo dejó
pasar.
—Ya veo —dijo.
—Es una labor
muy difícil —prosiguió cansadamente Arthur—; lo único que saben articular es un
gruñido, ignoran cómo se deletrea.
Suspiró y se
recostó en su asiento.
—¿Qué piensas
conseguir con esto? —preguntó Ford.
—¡Tenemos que
animarlos para que evolucionen! ¡Para que se desarrollen! —exclamó Arthur,
lleno de ira. Esperaba que el débil suspiro y luego la cólera contrarrestasen
la creciente impresión de ridículo que estaba sufriendo. No fue así. Se puso en
pie de un salto.
—¿Te imaginas
qué mundo sería el que resultara de esos... cretinos con quienes hemos venido?
—preguntó.
—¿Imaginarme?
—dijo Ford, enarcando las cejas—. No necesitamos imaginárnoslo. Lo hemos visto.
—Pero...
—Arthur movió los brazos en un gesto de impotencia.
—Lo hemos visto
—repitió Ford—, no hay escapatoria.
Arthur dio una
patada a una piedra.
—¿Les has dicho
lo que hemos descubierto? —preguntó.
—¿Hummmm? —dijo
Ford, sin enterarse del todo.
—Noruega —dijo
Arthur—, la firma de Slartibartfast en el glaciar. ¿Se lo has dicho?
—¿Para qué?
—dijo Ford—. ¿Qué sentido tendría para ellos?
—¿Sentido?
—dijo Arthur—. ¿Sentido? Tú sabes perfectamente lo que significa. ¡Significa
que este planeta es la Tierra! ¡Es mi hogar! ¡Es donde he nacido!
—¿He nacido?
—repitió Ford.
—Bueno, donde
naceré.
—Sí, dentro de
dos millones de años. ¿Por qué no les dices eso? Ve a decirles: «Disculpadme,
me gustaría indicar que dentro de dos millones de años naceré a unos kilómetros
de aquí.» A ver qué dicen. Te perseguirán hasta que te subas a un árbol y luego
le prenderán fuego.
Arthur asimiló
aquello con profunda desdicha.
—Afróntalo
—dijo Ford—, aquellos energúmenos son tus ancestros, y no estas pobres criaturas.
Se acercó a
donde los simiescos seres revolvían los caracteres de piedra. Meneó la cabeza.
—Guarda el
juego de las letras, Arthur —aconsejó—; no salvará a la humanidad, porque esta
gente no va a constituir la raza humana. En estos momentos, la raza humana está
sentada en torno a una roca al otro lado de esta colina, realizando
documentales sobre sí misma.
Arthur dio un
respingo.
—Ha de haber
algo que podamos hacer —dijo.
Un tremendo
sentimiento de desolación se apoderó de él ante la idea de que estaba en la
Tierra; en la Tierra, que había perdido su futuro en una catástrofe horrible y
arbitraria, y que ahora también parecía perder su pasado.
—No —dijo
Ford—, no podemos hacer nada. Mira, esto no va a cambiar la historia de la
Tierra, ésta es la historia de la Tierra. Te guste o no, tú desciendes de la
raza de los golgafrinchanos. Dentro de dos millones de años serán destruidos
por los vogones. La historia nunca se altera, ¿comprendes?; sino que sus partes
encajan como piezas de un rompecabezas. La vida es una cosa muy rara, ¿verdad?
Cogió la letra
Q y la arrojó hacia unos aligustres, donde dio a un conejito. El conejo salió
aterrorizado y no se detuvo hasta encontrarse con un zorro, que se lo comió y
se atragantó con uno de sus huesos, muriendo a la orilla de un arroyo que se lo
llevó después con la corriente.
Durante las
semanas siguientes, Ford Prefect se tragó el orgullo y entabló relaciones con
una muchacha que había trabajado en una oficina de empleo en Golgafrinchan; el
betelgeusiano se apenó muchísimo cuando la muchacha murió de repente a
consecuencia de haber bebido agua en una charca contaminada por el cadáver del
zorro. La única moraleja que puede extraerse de esta historia es que jamás
debería arrojarse la letra Q a unos aligustres, pero lamentablemente hay veces
en que es inevitable.
Como la mayoría
de las cosas verdaderamente cruciales de la vida, esta cadena de
acontecimientos resultaba completamente invisible para Ford Prefect y Arthur
Dent, que miraban tristemente cómo uno de los nativos revolvía malhumorado las
demás letras.
—Pobrecitos
trogloditas —dijo Arthur.
—No son...
—¿Qué?
—No importa
—dijo Ford.
La desdichada
criatura dejó escapar un alarido patético y empezó a dar golpes en la roca.
—Para ellos
todo ha sido una pérdida de tiempo, ¿verdad? —dijo Arthur.
—Uh uh urghhhhh
—murmuró el nativo, dando nuevos golpes en la roca.
—Los
esterilizadores de teléfonos han destruido su evolución.
—¡Urgh, grr
grr, gruh! —insistió el nativo, sin parar de dar golpes en la roca.
—¿Por qué no
deja de dar golpes en la roca? —preguntó Arthur.
—Probablemente
quiere jugar otra vez —dijo Ford—; está señalando a las letras.
—A lo mejor
vuelve a poner «crzgrdwldiwdc», el pobre hijoputa. No he parado de decirle que
en «crzgrdwldiwdc» sólo hay una G.
El nativo empezó
de nuevo a golpear la roca.
Miraron por
encima de su hombro.
Los ojos se les
salieron de las órbitas.
Entre el
revoltijo de letras había catorce colocadas en línea recta.
Leyeron dos
palabras.
Las palabras
eran las siguientes:
«CUARENTA Y
DOS.»
—Urrrurgh gruh
guh —explicó el nativo. Con un gesto de ira, desperdigó las palabras y se fue a
haraganear debajo de un árbol con su compañero.
Ford y Arthur
lo observaron con fijeza. Luego se miraron el uno al otro.
—¿Decían esas
letras lo que me ha parecido que decían? —preguntaron los dos a la vez.
—Sí
—contestaron ambos.
—Cuarenta y dos
—dijo Arthur.
—Cuarenta y dos
—dijo Ford.
Arthur se
acercó corriendo a los dos nativos.
—¿Qué estabas
tratando de decirnos? —gritó—. ¿Qué significaba eso?
Uno de ellos
rodó por el suelo, alzó las piernas, se las topó en el aire, dio otras vueltas
más y se quedó dormido.
El otro se
encaramó al árbol de un salto y arrojó castañas a Ford Prefect. Sea lo que
fuere lo que tenían que decir, ya lo habían dicho.
—¿Sabes lo que
significa esto? —preguntó Ford.
—No del todo.
—Cuarenta y dos
es el número que dio Pensamiento Profundo como Respuesta Última.
—Sí.
—Y la Tierra es
el ordenador que Pensamiento Profundo proyectó y construyó para calcular la
Pregunta de la Respuesta Ultima.
—Eso es lo que
quieren que creamos.
—Y la vida
orgánica formaba parte de la matriz del ordenador.
—Si tú lo
dices...
—Lo digo yo.
Eso significa que estos nativos, estas criaturas simiescas, forman parte
integrante del programa del ordenador, y que nosotros y los golgafrinchanos no
lo somos.
—Pero los
trogloditas se están extinguiendo, y es evidente que los golgafrinchanos están
dispuestos a sustituirlos.
—Exactamente.
Así que, ya ves lo que significa.
—¿Qué?
—Echa un
vistazo —dijo Ford. Arthur miró en torno.
—Este planeta
lo va a pasar muy jodido —dijo.
Ford se quedó
perplejo durante un momento.
—Sin embargo,
algo podrá sacarse de él —dijo al fin—, porque Marvin dijo que veía la pregunta
grabada en las circunvoluciones de tu cerebro.
—Pero...
—Probablemente,
la que no era; o una distorsión de la verdadera. Pero si la encontráramos,
podría darnos una pista. Aunque no sé cómo lo haríamos.
Se desanimaron
durante un rato. Arthur se sentó en el suelo y empezó a arrancar hierba, pero
descubrió que no era una ocupación que le absorbiese mucha atención. La hierba
no era algo en lo que pudiera creer; los árboles parecían absurdos; las
onduladas colinas parecían descender a ninguna parte y el futuro era como un
túnel por el que había que pasar a gatas.
Ford manipuló
el Sub-Etha Sens-O-Mático, que no emitió sonido alguno. Suspiró y lo volvió a
guardar.
Arthur cogió
una de las letras de piedra de su juego casero. Era una M. Suspiró y volvió a
dejaría en el tablero. La siguiente letra que alzó fue una I; luego, una E; y
después, una R. Se leía: «MIER». A su lado puso otras dos letras; dio la
casualidad de que eran la A y la D. Por una coincidencia curiosa, la palabra
resultante se ajustaba perfectamente al estado de ánimo que en aquellos
momentos sentía Arthur hacia las cosas. La miró fijamente durante un momento.
No lo había hecho con deliberación, no era más que un producto del azar, su
cerebro echó a andar despacio, en primera velocidad.
—Ford —dijo de
repente—. Mira, si esa Pregunta está grabada en mi cerebro pero no llega a mi conciencia,
tal vez se encuentre en algún sitio de mi subconsciente.
—Sí, supongo
que sí.
—Debe haber
algún medio de sacar a la luz esa imagen inconsciente.
—¿Ah, sí?
—Sí; introducir
un elemento al azar que pueda configurar dicha imagen.
—¿Cómo cual?
—Sacar a ciegas
de una bolsa caracteres del juego de las letras.
Ford se puso en
pie de un salto.
—¡Brillante
idea! —exclamó.
Sacó la toalla
del bolso y con unos nudos diestros la transformó en una bolsa.
—Es
absolutamente demencial —comentó—, una completa idiotez. Pero lo haremos porque
es una estupidez brillante. Vamos, vamos.
El sol se
ocultó respetuosamente detrás de una nube. Cayeron unas gotas de lluvia,
pequeñas y tristes.
Agruparon todas
las letras restantes y las dejaron caer en la bolsa. Las removieron.
—Bien —dijo
Ford—; cierra los ojos. Sácalas. Venga, venga, vamos.
Arthur cerró
los ojos y metió la mano en la toalla llena de piedras. Descartó algunas, sacó
seis y se las tendió a Ford, que las colocó en el suelo en el orden en que las
había recibido.
—C —dijo Ford—,
U, A, L, E, S... ¡Cual es!
Parpadeó.
—¡Me parece que
da resultado! —exclamó.
Arthur le pasó
otras seis.
—E, L, R, E, S,
U... Elresu. Vaya, quizá no dé resultado —dijo Ford.
—Toma otras
tres.
—U, L, T...
Elresult... Me temo que no tiene sentido.
Arthur sacó
otras tres de la bolsa. Ford las puso en su sitio. —A, D, O, el resultado...
¡El resultado! —gritó Ford—. ¡Da resultado! ¡Es asombroso, da resultado de
verdad!
—Toma más
—Arthur las sacaba febrilmente, tan rápido como podía.
—D, E —dijo Ford—
M, U, L, T, I, P, L, I, C, A, R... Cuál es el resultado de multiplicar... S, E, I, S... seis... P, O, R, por... N, U, E, V, E... —Hizo una
pausa—. Venga, ¿dónde está la siguiente?
—Pues no hay
más —dijo Arthur—, ésas son todas las que había.
Se recostó en
su asiento, perplejo.
Volvió a meter
la mano en la toalla anudada, pero no quedaban letras.
—¿Ya están
todas?
—Sí.
Seis por nueve.
Cuarenta y dos.
—Ya está, eso
es todo lo que hay.
34
Salió el sol y
resplandeció alegremente sobre ellos. Se oyó el canto de un pájaro. Una brisa
cálida flotó entre los árboles, alzando la cabeza de las flores y llevando su
fragancia a través del bosque. Un insecto pasó con un zumbido de camino a lo
que hagan los insectos a última hora de la tarde. El rumor de voces melodiosas
que se filtraba entre los árboles fue seguido poco después por la presencia de
dos muchachas que se detuvieron sorprendidas a la vista de Ford Prefect y
Arthur Dent, tendidos en el suelo, agonizando al parecer, pero que en realidad
se desternillaban silenciosamente de risa.
—No, no os
vayáis —gritó Ford Prefect, jadeante—. Estaremos con vosotras dentro de un
momento.
—¿Qué pasa?
—preguntó una de las chicas. Era la más alta y delgada de las dos. En
Golgafrinchan había sido funcionaría subalterna en una oficina de empleo, pero
no le había gustado mucho.
Ford recobró la
serenidad.
—Disculpadme
—dijo—. Hola. Mi amigo y yo estábamos examinando, estudiando el sentido de la
vida. Una actividad frívola.
—¡Pero si eres
tú! —exclamó la muchacha—. Vaya espectáculo que has dado esta tarde. Al
principio estuviste muy divertido, pero luego nos empezaste a joder un poco.
—¿Ah, sí?
Claro.
—Sí. ¿A qué
venía todo eso? —preguntó la otra chica, más baja que la otra, de cara redonda,
que había sido directora artística de una compañía de publicidad de
Golgafrinchan. Fueran las que fuesen las calamidades de su mundo, ella dormía
profundamente todas las noches, agradecida por el hecho de que por la mañana no
tendría que vérselas con un centenar de fotografías casi idénticas de tubos de
pasta de dientes.
—¿A qué? A
nada. Nada es algo —dijo alegremente Ford Prefect—. Quedaos con nosotros. Yo me
llamo Ford, y éste es Arthur. Estábamos a punto de no hacer absolutamente nada
durante un rato, pero eso puede esperar.
Las chicas lo
miraron recelosas.
—Yo me llamo
Agda —dijo la más alta—, y ésta es Mella.
—Hola, Agda;
hola, Mella —dijo Ford.
—¿Sabes hablar?
—preguntó Mella a Arthur.
—De cuando en
cuando —dijo Arthur, sonriendo—, pero no tanto como Ford.
—Bien.
Hubo una breve
pausa.
—¿Qué querías
decir —preguntó Agda— con eso de que sólo teníamos dos millones de años? No
pude entender lo que decías.
—¡Ah, eso!
—dijo Ford—. No tiene importancia.
—No es más que
el mundo será demolido para dar paso a una vía de circunvalación hiperespacial
—dijo Arthur, encogiéndose de hombros—, pero para eso faltan dos millones de
años, y de todos modos esas son las cosas que hacen los vogones.
—¿Los vogones?
—dijo Mella.
—Sí, tú no los
conoces.
—¿De dónde
sacas esa idea?
—No importa, de
verdad. No es más que un sueño del pasado; o del futuro.
Arthur sonrió y
miró a otro lado.
—¿No os
preocupa el que no digáis nada sensato? —preguntó Agda.
—Mirad,
olvidadlo —dijo Ford—; olvidadlo todo. Nada tiene importancia. Mirad, hace un
día espléndido: disfrutadlo. El sol, la hierba de las colinas, el río que corre
por el valle, los árboles incendiados.
—Aunque sólo
sea un sueño, es una idea bastante horrible —manifestó Mella—: destruir un
mundo sólo para hacer una vía de circunvalación.
—Pues he oído
cosas peores —dijo Ford—; he leído que a un planeta de la séptima dimensión lo
utilizaron como bola en un billar intergaláctico. De un golpe, lo metieron
directamente en un agujero negro. Murieron diez millones de personas.
—¡Qué locura!
—dijo Mella.
—Sí, además
sólo marcó treinta puntos.
Agda y Mella
intercambiaron miradas.
—Escuchad —dijo
Agda—, esta noche hay una fiesta después de la reunión del comité. Podéis
venir, si queréis.
—Sí, vale —dijo
Ford.
—Me gustaría ir
—dijo Arthur.
Muchas horas
después, Arthur y Mella se sentaron a ver salir la luna sobre el débil
resplandor rojo de los árboles.
—Esa historia
de que el mundo será destruido... —empezó a decir Mella.
—Sí, dentro de
dos millones de años.
—Lo dices como
si creyeras que es verdad.
—Sí, me parece
que lo es. Creo que lo presencié.
La muchacha
meneó la cabeza, perpleja.
—Eres muy raro
—dijo.
—No, soy muy
corriente —dijo Arthur—, pero me han pasado cosas muy raras. Podría decirse que
soy más diferenciado que diferente.
—¿Y ese mundo
de que habló tu amigo, el que metieron en un agujero negro?
—Ah, de eso no
sé nada. Parece algo del libro.
—¿De qué libro?
Arthur hizo una
pausa.
—La Guía del
autoestopista galáctico —dijo al cabo.
—¿Qué es eso?
—Pues nada,
algo que he tirado al río esta mañana. No creo que vaya a necesitarlo más —dijo
Arthur Dent.
FIN