LA
VIDA, EL UNIVERSO Y TODO LO DEMÁS
Douglas Adams
Título
original: Life, the Universe and Everything
Traducción: Benito Gómez
Ibáñez
©
1982 by Douglas Adams and Pan Books
© 1985 Editorial Anagrama
S.A.P. de la Creu 58 -
Barcelona
ISBN: 84-339-1271-2
Edición digital: Bizien
Revisiones: Sadrac y Cuervo
López
1
Muy de mañana,
Arthur Dent emitió el habitual grito de horror al despertarse y de pronto
recordó dónde se encontraba. No se trataba simplemente de que hiciese frío, ni
de que la caverna fuese húmeda y maloliente. Sino de que estaba en pleno
slington y de que no pasaría un autobús hasta dentro de dos millones de años.
Por decirlo
así, el tiempo es el peor sitio para perderse, como Arthur Dent podía
atestiguar, pues se había perdido bastantes veces tanto en el tiempo como en el
espacio. Al menos, el extraviarse en el espacio le tiene ocupado a uno.
Se hallaba
perdido en la prehistoria terrestre a consecuencia de una compleja serie de
acontecimientos por los cuales se vio alternativamente reprendido e insultado
en más regiones extrañas de la Galaxia de lo que nunca soñara, y aunque ahora
la vida se había vuelto muy, pero que muy tranquila, todavía se sentía
nervioso.
Hacía ya cinco
años que no le regañaban.
Como apenas
había visto a nadie desde que Ford Prefect y él se separaran cuatro años antes,
tampoco le habían insultado en todo ese tiempo.
Salvo una sola
vez.
Ocurrió cierta
tarde de primavera, unos dos años antes.
Volvía a la
cueva poco después de oscurecer, cuando descubrió unas luces misteriosas que
destellaban entre las nubes. Se dio la vuelta y miró con fijeza mientras la
esperanza renacía súbitamente en su corazón. Rescate. Escapatoria. El sueño
imposible del náufrago: una nave.
Y mientras
observaba sin apartar la vista, pasmado, lleno de emoción, una nave larga y
plateada descendía por el aire cálido de la noche con suavidad, sin ruido,
abriendo sus largas patas en un delicado ballet tecnológico.
Se posó en el
suelo mansamente, y el pequeño murmullo que emitía se apagó como arrullado por
la calma del anochecer.
Se extendió una
rampa.
Brotó luz hacia
afuera.
Una silueta
alta apareció perfilada en la escotilla. Bajó por la rampa y se paró delante de
Arthur.
—Eres un pelma,
Dent —se limitó a decir.
Era un ser muy
raro. Tenía una altura singularmente extraña, una cabeza anormalmente
aplastada, unos ojillos insólitamente achinados, una túnica dorada de pliegues
extravagantes con un modelo de cuello nunca visto, una piel original, gris
verdosa, y el viso lustroso que las caras de ese color sólo adquieren con mucho
ejercicio y jabón muy caro.
Arthur estaba
sobrecogido.
Aquel rostro le
miraba fijamente.
Las primeras
emociones de esperanza y ansiedad quedaron al instante arrolladas por el pasmo,
y toda clase de ideas combatían en aquel momento por el uso de sus cuerdas
vocales.
—¿Quii...?
—dijo.
—Uu... ju...
aj... —añadió.
—¿Quién...
ra... ru... uu? —logró preguntar al fin, cayendo en una especie de silencio
frenético. Sufría los efectos de no haber hablado con nadie desde no sabía
cuándo.
La extraña
criatura frunció brevemente el entrecejo y consultó lo que parecía cierta clase
de apuntes en una tablilla que sostenía en su espigada y curiosa mano.
—¿Arthur Dent?
—preguntó.
Arthur asintió
débilmente.
—¿Arthur Philip
Dent? —insistió con una especie de ladrido eficaz aquel extraño ser.
—Mm... mm...
sí... mm... mm... —confirmó Arthur.
—Eres un pelma
—repitió la criatura—, un perfecto gilipollas.
—Mm...
La criatura
asintió para si, hizo un extraña marca sobre la tablilla y se volvió
bruscamente hacia la nave.
—Mm —dijo
Arthur, desesperado—, mm...
—No me vengas
con ésas —replicó la criatura. Subió la rampa, entró por la escotilla y
desapareció en la nave, que se cerró emitiendo un murmullo vibrante y apagado.
—¡Mm, oye!
—gritó Arthur, echando a correr inútilmente—. ¡Espera un momento! ¿Qué es esto?
¿Qué pasa? ¡Espera un momento!
La nave se
elevó como si su peso fuera una capa arrojada al suelo, planeando brevemente.
Ascendió extrañamente por el cielo nocturno. Atravesó las nubes, iluminándolas
por un instante, y luego desapareció, dejando solo a Arthur, que bailaba
impotente una danza mínima en un territorio inmenso.
—¿Cómo?
—gritó—. ¿Qué? ¿Cómo? ¡Vuelve aquí y repítelo!
Saltó y danzó
hasta que le temblaron las piernas, gritando hasta irritarse los pulmones.
Nadie le respondió. No había nadie para oírle o hablarle.
La extraña nave
ya hendía como un trueno las altas capas de la atmósfera, de camino al pasmoso
vacío que separa las poquísimas cosas que existen en el Universo.
Su ocupante, la
criatura extraña de la cara tez, se reclinó en su asiento individual. Se
llamaba Wowbagger el Infinitamente Prolongado. Tenía un objetivo. No muy bueno,
tal como él mismo sería el primero en admitir, pero era una meta y al menos le
mantenía ocupado.
Wowbagger el
Infinitamente Prolongado era —es, en realidad— uno de los poquísimos seres
inmortales del Universo.
Los que nacen
inmortales saben superar el problema de manera instintiva, pero Wowbagger no se
contaba entre ellos. El caso es que había llegado a odiar a todos aquellos
serenísimos hijoputas. Había adquirido la inmortalidad de manera involuntaria,
por un lamentable accidente con un estúpido acelerador de partículas, un
almuerzo líquido y un par de gomas elásticas. Los detalles precisos del
accidente carecen de importancia, pues nadie ha logrado jamás reproducir las
circunstancias exactas en que ocurrió, y al intentarlo muchos han acabado con
un aire de suma idiotez, o muertos.
Wowbagger cerró
los ojos con expresión cansada y sombría, puso un jazz ligero en el estéreo de
la nave y pensó que podía haberlo logrado de no haber sido por las tardes de
domingo; sí, lo habría conseguido.
Para empezar,
era divertido, se lo pasaba bien viviendo peligrosamente, corriendo riesgos,
ganando una fortuna con inversiones muy productivas a largo plazo, y en general
sobreviviendo mucho a todo el mundo.
Al final, lo
que no podía soportar eran las tardes de domingo y esa horrible apatía que
empieza a presentarse hacia las tres menos cinco, cuando se es consciente de
que ya se han tomado todos los baños útiles posibles, de que por mucho que se
mire a cualquier párrafo determinado de los periódicos nunca se llegará a
leerlo de verdad ni a utilizar la nueva y revolucionaria técnica de poda que
describe, y de que, mientras se mira el reloj, las manillas se mueven
implacables hacia las cuatro y uno entra en la larga y sombría hora del té del
alma.
De modo que las
cosas empezaron a perder interés para él. Comenzaron a desaparecer las alegres
sonrisas que solía esgrimir en los entierros de la gente. Empezó a despreciar
al Universo en general y a todos sus habitantes en particular.
Ese fue el
momento en que concibió su propósito, lo que le haría seguir adelante y que,
hasta donde podía imaginar, le mantendría para siempre en movimiento. Era esto:
Insultaría al
Universo.
Es decir,
insultaría a todos sus habitantes. De manera individual, personal, uno por uno,
y (eso era lo que más le hacía rechinar los dientes) en orden alfabético.
Cuando la gente
objetaba, como hacía algunas veces, que el plan no sólo era descabellado sino
también imposible debido a la cantidad de gente que nace y muere a cada
momento, él se limitaba a lanzarles una mirada severa, diciendo:
—Uno tiene
derecho a soñar, ¿no?
Y así empezó.
Equipó una astronave, construida para que durase mucho tiempo, con un ordenador
capaz de manejar todos los datos informáticos necesarios para no perder de
vista a toda la población del Universo conocido y averiguar las rutas
pertinentes, horriblemente complicadas.
Su nave surcó
las órbitas internas del sistema estelar de Sol, disponiéndose a rodear el sol
para lanzarse al espacio interestelar como disparada por un tirachinas.
—Ordenador
—dijo.
—¡Presente!
—aulló el ordenador.
—¿A dónde nos
dirigimos ahora?
—Estoy
calculándolo.
Wowbagger
contempló por un instante la fantástica pedrería de la noche, los billones de
diamantes de los mundos diminutos que espolvoreaban de luz la oscuridad
infinita. Todos y cada uno de ellos estaban incluidos en su itinerario. Por la
mayoría tendría que pasar millones de veces.
Por un momento
imaginó que su ruta conectaba con todos los puntos del espacio lo mismo que las
piezas numeradas de un rompecabezas infantil. Esperaba que desde algún lugar
destacado del Universo pudiera leerse en ella una palabra muy, muy grosera.
El ordenador
emitió un zumbido monótono para indicar que había concluido los cálculos.
—Folfanga
—dijo, y siguió zumbando—. Al mundo Cuarto del sistema de Folfanga —prosiguió,
continuando con el zumbido.
—Duración
prevista del viaje, tres semanas —insistió, zumbando otra vez.
—Para
encontrarse con un zángano insignificante —zumbó— de la especie
AzxxRzUrp-Gil-Ipdenú.
—Creo —añadió
tras una breve pausa durante la cual zumbó— que decidiste llamarle «culo sin
seso».
Wowbagger
emitió un gruñido. Durante un par de segundos contempló la majestad de la
creación, que se asomaba a su ventana.
—Me parece que
voy a echarme una siesta —dijo, y añadió—: ¿Por qué zonas reticulares tendremos
que pasar durante las próximas horas?
El ordenador
zumbó.
—Cosmovid,
Ideapix y Compartimiento Cerebral Hogareño —dijo el ordenador, zumbando de
nuevo.
—¿Hay alguna
película que no haya visto ya treinta mil veces?
—No.
—Ah.
—Tenemos
«Angustia en el espacio». Esa sólo la has visto treinta y tres mil quinientas
diecisiete veces.
—Despiértame al
segundo rollo.
El ordenador
zumbó.
—Que duermas
bien —le deseó.
La nave siguió
volando a través de la noche.
Entretanto, en
la Tierra empezó a llover a cántaros. Arthur Dent se quedó en la cueva y pasó
una de las tardes más soberanamente aburridas de toda su vida, pensando en las
cosas que podía haber dicho a aquella criatura y cazando moscas, que también
pasaron un mal rato.
Al día
siguiente hizo una bolsa de piel de conejo porque pensó que podría serle útil
para guardar cosas.
2
Aquel día, dos
años después, al salir de la caverna que llamaba hogar hasta que se le
ocurriera un nombre más apropiado o encontrara una cueva mejor, descubrió que
la mañana era suave y fragante.
Aunque tenía
otra vez la garganta irritada por el grito de horror de la madrugada, de pronto
se sintió de un humor fantástico. Se abrigó con la gastada bata, apretándosela
bien contra el cuerpo, y contempló la mañana rebosante de alegría.
El aire era
claro y fragante, la brisa removía suavemente la alta hierba que rodeaba la
cueva, los pájaros intercambiaban sus trinos y toda la naturaleza parecía
conspirar para resultar lo más agradable posible.
Pero lo que
producía en Arthur un sentimiento de tanta alegría no eran los placeres
bucólicos. Se le acababa de ocurrir una idea maravillosa para combatir su
tremendo aislamiento, las pesadillas, el fracaso de todos sus ensayos de
horticultura, la absoluta ausencia de futuro y la inutilidad de su vida en la
prehistoria terrestre: decidió volverse loco.
De nuevo se
sintió rebosar de alegría y tomó un mordisco de una pata de conejo que le quedó
de la cena. La masticó contento durante unos instantes y luego pensó en
anunciar formalmente su decisión.
Se puso bien
derecho y miró de frente al mundo, fijando la vista en los campos y colinas.
Para dar peso a sus palabras se colocó en el pelo el hueso de conejo. Extendió
los brazos de par en par.
—¡Voy a
volverme loco! —anunció.
—Buena idea
—comentó Ford Prefect, bajando a gatas de la peña en que se sentaba.
Arthur sufrió
un sobresalto mental. Su mandíbula se le cerró espasmódicamente.
—Yo me volví
loco una temporada —explicó Ford Prefect—. Me sentó la mar de bien.
Los ojos de
Arthur dieron saltos mortales.
—Mira... —dijo
Ford.
—¿Dónde has
estado? —le interrumpió Arthur, una vez que su cerebro dejó de trabajar.
—Por ahí; dando
vueltas —dijo Ford, sonriendo de una forma que, sin equivocarse, consideró
irritante—. No hice más que desengancharme mentalmente durante un tiempo.
Supuse que si el mundo me necesitaba con urgencia me llamaría. Y me llamó.
De su bolso, ya
tremendamente gastado y estropeado, sacó el Subeta Sensomático.
—Al menos
—prosiguió—, creo que llamó. Esto ha estado sonando un rato. —Lo sacudió—. Como
haya sido una falsa alarma, me vuelvo loco otra vez.
Arthur meneó la
cabeza y se sentó. Alzó la vista.
—Pensé que
habías muerto... —alcanzó a decir.
—Yo también lo
creí durante un tiempo —convino Ford—, y luego decidí ser un limón durante un
par de semanas. En todo ese tiempo me divertí saltando dentro y fuera de una
tónica con ginebra.
Arthur carraspeó.
Volvió a hacerlo.
—¿Dónde
encontraste...? —preguntó.
—¿La tónica con
ginebra? —dijo alegremente Ford—. Vi un lago pequeño, creí que era tónica con
ginebra y me dediqué a entrar y salir de él. Al menos me parece que lo tomé por
tónica con ginebra. Es posible —añadió con una mueca que habría hecho
encaramarse a los árboles a hombres cuerdos— que lo imaginara.
Esperó a que
Arthur contestara, pero éste conocía el truco.
—Sigue —dijo
con calma.
—Mira —dijo
Ford—, el caso es que no tiene sentido volverse loco para dejar de estarlo. Es
mejor olvidarlo y guardar la cordura para después.
—Y aquí estás,
cuerdo de nuevo, ¿no? —dijo Arthur—. Lo pregunto sólo por curiosidad.
—Fui a África
—informó Ford.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Y qué tal?
—Esta es tu
cueva, ¿verdad?
—Pues sí
—contestó Arthur. Se sentía muy raro. Después de casi cuatro años de
aislamiento total sentía tal alivio y placer de ver a Ford que estaba a punto
de llorar. Por otro lado, Ford era una persona que resultaba molesta casi al
instante.
—Muy bonita
—comentó Ford, refiriéndose a la cueva de Arthur—. Debes de odiarla.
Arthur no se
molestó en contestar.
—África es muy
interesante —dijo Ford—. Allí me comporté de una manera muy rara.
Miró pensativo
a la lejanía.
—Me aficioné a
ser cruel con los animales —dijo en tono frívolo, y añadió—: pero sólo para
entretenerme.
—¿Ah, sí? —dijo
Arthur, cauteloso.
—Sí —afirmó
Ford—. No te molestaré con los detalles porque...
—¿Qué?
—Te
molestarían. Pero tal vez te interese saber que yo solito soy responsable de la
forma evolucionada del animal que en siglos posteriores has llegado a conocer
como jirafa. Además, traté de enseñarle a volar. ¿Me crees?
—Cuéntame —dijo
Arthur.
—Más tarde.
Sólo mencionaré lo que dice la Guía...
—¿La...?
—La Guía. La
Guía del autoestopista galáctico. ¿Recuerdas?
—Sí. Recuerdo
que la tiré al río.
—Sí —convino
Ford—, pero yo la saqué.
—No me lo
dijiste.
—No quería que
volvieras a tirarla.
—Muy justo
—admitió Arthur—. ¿Y qué dice?
—¿El qué?
—¿Qué dice la
Guía?
—La Guía dice
que volar es un arte; o más bien un truco. El truco consiste en aprender a
tirarse al suelo y fallar.
Sonrió
débilmente. Señaló las rodilleras de los pantalones y luego los codos. Estaban
gastados y desgarrados.
—Hasta ahora no
me ha salido muy bien —prosiguió.
Extendió la
mano y añadió:
—Me alegro
mucho de volver a verte, Arthur.
Arthur sacudió
la cabeza en un acceso súbito de asombro y emoción.
—Hace años que
no veo a nadie —dijo—, a nadie. Ni siquiera recuerdo cómo se habla. Se me
olvidan palabras. Pero practico. Practico hablando con... hablando con...,
¿cómo se llaman esas cosas que si hablas con ellas la gente cree que estás
loco? Como Jorge Tercero.
—¿Reyes?
—sugirió Ford.
—No, no. Las
cosas con las que solía hablar. Estamos rodeados de ellas, por amor de Dios. Yo
mismo he plantado cientos de ellas. Todas han muerto. ¡Árboles! Practico
hablando a los árboles. ¿Para qué es eso?
Ford aún tenía
la mano tendida. Arthur la miraba sin comprender.
—Estréchala
—urgió Ford.
Así lo hizo
Arthur, nervioso al principio, como si resultara ser un pez. Luego la apretó
con fuerza con ambas manos con una abrumadora oleada de alivio. La estrechó una
y otra vez.
Al cabo de un
rato, Ford creyó necesario retirarla. Se encaramaron a la cresta de una peña
cercana y reconocieron el terreno circundante.
—¿Qué pasó con
los golgafrinchanos? —preguntó Ford.
Arthur se
encogió de hombros.
—Muchos de
ellos no sobrevivieron al invierno de hace tres años —dijo—, y los pocos que
quedaron en primavera dijeron que necesitaban unas vacaciones y se marcharon en
una balsa. La historia afirma que debieron sobrevivir...
—Ya —dijo
Ford—. Vaya, vaya.
Puso las manos
en las caderas y volvió a mirar en torno, al mundo vacío. De pronto, Ford
emitió una sensación de energía y decisión.
—Nos vamos
—dijo con entusiasmo, vibrando de energía.
—¿A dónde?
¿Cómo? —inquirió Arthur.
—No sé —confesó
Ford—, pero noto que es el momento oportuno. Van a pasar cosas. Saldremos de
aquí.
Bajó la voz y
prosiguió en susurros:
—He observado
alteraciones en la colada.
Aguzó la vista
hacia la lejanía y en aquel momento pareció como si quisiera que el viento le
despeinara dramáticamente, pero el aire se dedicaba a jugar con unas hojas a
cierta distancia.
Arthur le pidió
que repitiera lo que acababa de decir porque no le había entendido bien. Ford
lo repitió.
—¿La colada?
—inquirió Arthur.
—La colada
espacio-temporal —contestó Ford, que descubrió los dientes al viento al pasar
brevemente por su lado en aquel momento.
Arthur asintió
con la cabeza y luego carraspeó.
—¿Hablamos de
alguna especie de lavandería vogona —preguntó con cautela—, o de qué?
—De remolinos
en el continuo del espacio/tiempo.
—Ah —asintió
Arthur—, ¿son ellos? ¿Son ellos?
Metió las manos
en los bolsillos de la bata y miró a la lejanía con aire de conocedor.
—¿Cómo?
—preguntó Ford.
—Hmm —dijo
Arthur—, ¿quiénes son exactamente esos tipos, entonces?
—¿Quieres
escucharme? —saltó Ford, lanzándole una mirada colérica.
—Te escucho
—repuso Arthur—, pero no estoy seguro de que sirva para algo.
Ford le agarró
de las solapas de la bata y le habló con tanta claridad, lentitud y paciencia
como si perteneciese al departamento de contabilidad de una compañía
telefónica.
—Parece...
haber... bolsas... de inestabilidad... en el tejido...
Arthur miró
tontamente la tela de la bata por donde Ford le agarraba.
—...en el
tejido del espacio/tiempo —se apresuró a concluir Ford antes de que Arthur
convirtiera su estúpida expresión en una observación tonta.
—Ah, ya —dijo
Arthur.
—Sí, eso
—confirmó Ford.
Solos y
erguidos en un promontorio de la Tierra prehistórica, se miraron resueltamente
a la cara.
—¿Y qué le ha
pasado? —preguntó Arthur.
—Ha creado
bolsas de inestabilidad.
—¿Sí? —dijo
Arthur, sin pestañear por un momento.
—Sí —repitió
Ford, con el mismo grado de inmovilidad ocular.
—Bien —comentó
Arthur.
—¿Entiendes?
—preguntó Ford.
—No.
Hubo una pausa
silenciosa.
—Lo malo de
esta conversación —dijo Arthur después de que una especie de expresión
meditativa ascendiera despacio por su rostro como un montañero que escalara una
cresta difícil—, es que es muy diferente de la mayoría que he mantenido
últimamente. Y como ya te he explicado, han sido principalmente con árboles. No
eran como ésta. Salvo, quizás, algunas que he tenido con olmos, que a veces se
atascan un poco.
—Arthur —dijo Ford.
—Dime. ¿Sí?
—dijo Arthur.
—Limítate a
creer todo lo que te diga, y todo te resultará sencillísimo.
—Pues no estoy
seguro de creerme eso.
Se sentaron a
ordenar las ideas.
Ford sacó el
Subeta Sensomático. Hacía ruidos vagos y susurrantes al tiempo que una luz
diminuta se encendía débilmente.
—¿Se han
acabado las pilas? —preguntó Arthur.
—No —contestó
Ford—; hay una alteración móvil en el tejido espacio-temporal, un remolino, una
bolsa de inestabilidad, y está en algún sitio cerca de nosotros.
—¿Dónde?
Ford movió
despacio el aparato describiendo a sacudidas un pequeño semicírculo. De pronto
centelleó la luz.
—¡Allí!
—exclamó Ford alargando el brazo—. ¡Allí, detrás de aquel sofá!
Arthur miró.
Para su gran sorpresa, había un sofá de colores vivos en el campo, delante de
ellos. Lo observó con un sobresalto inteligente. Astutas preguntas le vinieron
a la mente.
—¿Por qué hay
un sofá en ese campo? —inquirió.
—¡Te lo he
dicho! —gritó Ford, poniéndose en pie de un salto—. ¡Hay remolinos en el
continuo del espacio/tiempo!
—Y ése es su
sofá, ¿verdad? —preguntó Arthur, tratando de incorporarse y, según esperaba,
aunque no con mucho optimismo, de recobrar el juicio.
—¡Arthur! —le
gritó Ford—. Ese sofá está ahí a causa de la inestabilidad espacio-temporal que
estoy tratando de que se te meta en esa cabeza estupidizada sin remedio. ¡Se ha
escurrido del continuo, se trata de un desecho espacio-temporal, y sea lo que
sea, tenemos que cogerlo, es nuestro único medio de salir de aquí!
Bajó
rápidamente del promontorio rocoso y se alejó por el campo.
—¿Cogerlo?
—murmuró Arthur.
Divertido,
frunció el entrecejo al ver que el sofá saltaba y flotaba perezosamente sobre
la hierba.
Con un alarido
de placer completamente inesperado bajó la peña de un salto y emprendió una
persecución frenética en pos de Ford Prefect y de aquel mueble insensato.
Corrieron sin
tino por la hierba, brincando, riendo y gritándose instrucciones mutuamente
para encaramar al objeto por uno u otro lado. El sol brillaba soñoliento entre
la hierba ondulante y pequeños animales campestres se dispersaban locamente a
su paso.
Arthur se
sentía feliz. Le gustaba mucho que por una vez el día se ajustara tanto a un
plan preestablecido. Sólo hacía veinte minutos que decidiera volverse loco, y
en aquel momento ya estaba persiguiendo un sofá por los campos de la Tierra
prehistórica.
El sofá siguió
saltando por aquí y por allá, pareciendo al mismo tiempo tan sólido como los
árboles que sobrevolaba, y tan nebuloso como un sueño agitado cuando atravesaba
otros a la manera de un fantasma.
Ford y Arthur
lo perseguían sin orden ni concierto, pero el sofá los esquivaba haciendo
regates como si describiera su propia y compleja topografía matemática, cosa
qué hacía. Cuanto más lo perseguían, más bailaba y giraba, y de pronto se
volvió, descendió como si rebasara el límite de la representación gráfica de
una catástrofe y ellos se encontraron prácticamente encima de él. Con un grito
y un empellón saltaron sobre él, el sol parpadeó, cayeron en una nada
nauseabunda y emergieron inesperadamente en pleno centro del campo de Lord's
Cricket Ground de St. John's Wood, en Londres, hacia la conclusión de la final
nacional de la Serie Australiana en el año de 198..., cuando Inglaterra
solamente necesitaba veintiocho tantos para conseguir la victoria.
3
Acontecimientos
importantes de la historia de la Galaxia, número uno:
(Reproducido de
la Historia popular de la Galaxia, de la Gaceta Sideral.)
El cielo
nocturno del planeta Krikkit es el panorama menos interesante de todo el
Universo.
4
En el Lord's
hacía un día delicioso y encantador cuando Ford y Arthur cayeron a la ventura
de una anomalía espacio-temporal y aterrizaron en el inmaculado césped,
bastante duro.
El aplauso de
la multitud fue tremendo. No era para ellos, pero de todos modos se
incorporaron por instinto; afortunadamente, pues la pesada pelotita roja a la
que aplaudía la multitud pasó silbando a unos milímetros de la cabeza de
Arthur. Un espectador sufrió un colapso.
Se arrojaron al
suelo, que parecía dar horribles vueltas en torno a ellos.
—¿Qué ha sido
eso? —susurró Arthur.
—Algo rojo
—musitó Ford.
—¿Dónde
estamos?
—Pues..., en
algo verde.
—Formas
—masculló Arthur—. Necesito formas.
A la ovación de
la multitud sucedieron en seguida jadeos de asombro y risitas ahogadas de
centenares de personas que aún no habían decidido si creer o no lo que acababan
de ver.
—¿Es suyo este
sofá? —preguntó una voz.
—¿Qué ha sido
eso? —murmuró Ford.
Arthur levantó
la vista.
—Algo azul
—dijo.
—¿De qué forma?
Arthur volvió a
mirar.
—Tiene la forma
—musitó Ford, con el ceño fieramente fruncido— de un policía.
Se quedaron en
cuclillas durante unos momentos, con el entrecejo muy junto. El objeto azul con
forma de policía les dio unos golpecitos en el hombro.
—Vamos, ustedes
dos —dijo la forma—, circulen.
Esas palabras
tuvieron para Arthur el efecto de una sacudida eléctrica. Se puso en pie de un
salto, como un escritor que oye el timbre del teléfono, y lanzó una serie de
miradas sorprendidas al panorama que le rodeaba y que súbitamente había cobrado
un aspecto tremendamente ordinario.
—¿De dónde han
sacado esto? —gritó a la forma de policía.
—¿Cómo ha
dicho? —preguntó la sorprendida forma.
—Esto es el
Lord's Cricket Ground, ¿verdad? —inquirió a su vez Arthur, con brusquedad—.
¿Dónde lo han encontrado? ¿Cómo lo han traído hasta aquí? Creo —añadió,
llevándose la mano a la frente— que será mejor que me calme.
Bruscamente, se
puso en cuclillas delante de Ford.
—Es un policía
—anunció—. ¿Qué hacemos?
Ford se encogió
de hombros.
—¿Qué quieres
hacer tú? —preguntó.
—Quiero
—contestó Arthur— que me digas que he estado soñando durante los últimos cinco
años.
Ford volvió a
alzar los hombros y le siguió la corriente.
—Has estado
soñando durante los últimos cinco años —dijo.
Arthur se puso
en pie.
—De acuerdo,
agente —dijo—. He estado soñando durante los últimos cinco años. Pregúntele
—añadió, señalando a Ford—. El también estaba.
Seguidamente,
se encaminó hacia la banda del campo limpiándose la bata. Entonces la observó y
se detuvo. La miró fijamente. Se precipitó hacia el policía.
—¿Y de dónde he
sacado yo esta ropa? —aulló.
Cayó al suelo y
se retorció sobre el césped.
Ford meneó la
cabeza.
—Ha pasado dos
millones de años malos —explicó al policía.
Entre los dos
pusieron a Arthur sobre el sofá y lo llevaron fuera del terreno de juego sin
dificultades, salvo por la súbita desaparición del sofá en el trayecto.
A todo esto,
las reacciones del público eran muchas y variadas. La mayoría de la gente no
toleraba ver el espectáculo, y en cambio lo oía por la radio.
—Vaya, qué
incidente tan interesante, Brian —dijo un comentarista radiofónico a otro—. Me
parece que no ha habido materializaciones misteriosas en el campo de juego
desde... desde...; pero no creo que se haya producido ninguna..., ¿verdad?...,
que yo recuerde...
—¿Edgbaston, en
1932?
—¡Ah! ¿Y qué
pasó entonces?
—Pues, Peter,
creo que Canter estaba frente a Willcox, que se dirigía a marcar desde el
extremo del pabellón, cuando un espectador echó a correr de repente por medio
del campo.
Hubo una pausa
durante la cual el primer comentarista consideró esas palabras.
—S...í —dijo—,
sí, eso no tiene nada de misterioso, ¿verdad? En realidad, no se materializó,
¿eh? Sólo echó a correr.
—No, eso es
cierto, pero afirmó haber visto que algo se materializaba en el campo.
—¿Ah, sí?
—Sí. Una
especie de cocodrilo, según creo.
—Ya. ¿Y lo vio
alguien más?
—Al parecer,
no. Y nadie fue capaz de sacarle una descripción detallada, de manera que sólo
se emprendió una búsqueda muy superficial.
—¿Y qué le
ocurrió al espectador?
—Pues creo que
alguien le invitó a almorzar, pero él explicó que ya había comido muy bien, de
manera que se olvidó el asunto y Warwickshire siguió el juego ganando por tres
tantos.
—Así que no se
parece mucho al presente caso. A aquellos de ustedes que acaben de
sintonizarnos les interesará saber que, hmmm... dos hombres, dos hombres
zarrapastrosos y todo un sofá..., ¿un sofá grande, me parece?...
—Sí, un sofá
grande.
—...se han
materializado en este momento en pleno campo de juego del Lord's Cricket. Pero
no creo que pretendieran hacer daño alguno, se han mostrado benévolos y...
—Perdona que te
interrumpa un momento, Peter, para decir que el sofá acaba de desaparecer.
—Es cierto.
Bueno, un misterio menos. Sin embargo, creo decididamente que es un caso digno
de pasar a los anales, sobre todo al ocurrir en este momento dramático del
juego, cuando Inglaterra sólo necesita veinticuatro tantos para ganar la final.
Los dos hombres están saliendo del terreno de juego acompañados de un agente de
policía, y me parece que todo el mundo se está calmando y que el juego está a
punto de reanudarse de nuevo.
—Y ahora,
caballero —dijo el policía después de abrirse paso entre la curiosa multitud y
de depositar el cuerpo tranquilamente inerte de Arthur sobre una manta—, tal
vez tenga la amabilidad de decirme quiénes son ustedes, de dónde vienen y de
qué trataba esa escenita.
Ford miró un
momento al suelo como si se preparase para tomar alguna determinación, luego
levantó la cabeza y lanzó al policía una mirada que le alcanzó con toda la
fuerza de cada milímetro de los seis años luz de distancia entre la Tierra y la
casa de Ford en los alrededores de Betelgeuse.
—Muy bien —dijo
Ford con voz muy queda—, se lo contaré.
—Sí, bueno, no
es necesario —se apresuró a contestar el policía—, sólo que no deje que vuelva a
ocurrir lo mismo, fuera lo que fuese.
El policía se
volvió y marchó en busca de cualquiera que no fuese de Betelgeuse. Por fortuna,
el campo estaba lleno de ellos.
La conciencia
de Arthur se aproximó a su cuerpo como desde una gran distancia y de mala gana.
Había pasado en él algunos malos ratos. Poco a poco, nerviosa, entró en él y se
instaló en su posición acostumbrada.
Arthur se
incorporó.
—¿Dónde estoy?
—preguntó.
—En el campo de
Lord's Cricket —contestó Ford.
—Estupendo
—comentó Arthur mientras su conciencia volvía a salir para tomarse un breve
respiro. Su cuerpo se desplomó de nuevo sobre el césped.
Diez minutos
después, encorvado sobre una taza de té en el pabellón del bar, el color empezó
a volver a su demacrado rostro.
—¿Cómo te
encuentras? —preguntó Ford.
—Como en casa
—repuso Arthur con voz ronca.
Cerró los ojos
inhalando ansiosamente el humo del té como si fuese..., bueno, por lo que
tocaba a Arthur, como si fuese té; y lo era.
—Estoy en casa
—repitió—. En casa. Esto es Inglaterra y hoy es hoy; la pesadilla ha terminado.
—Abrió los ojos de nuevo y sonrió serenamente, añadiendo con un murmullo
emocionado—: Me encuentro en el sitio al que pertenezco.
—Hay dos cosas
que, según creo, debería decirte —respondió Ford, tirándole un ejemplar del
Guardian por encima de la mesa.
—Estoy en casa
—repitió Arthur.
—Sí —dijo Ford,
señalando la fecha de la cabecera del periódico—. Una es que la Tierra será
demolida dentro de dos días.
—Estoy en casa
—insistió Arthur—. Té, criquet —añadió con placer—, césped cuidado, bancos de
madera, chaquetas blancas de lino, botes de cerveza...
Poco a poco
empezó a centrar su atención en el periódico. Inclinó la cabeza a un lado con
el ceño levemente fruncido.
—Este ya lo he
visto antes —comentó. Su mirada subió despacio hacia la fecha, sobre la que
Ford daba golpecitos indolentes. Su rostro se inmovilizó durante un par de
segundos y luego empezó a hacer ese ruido terrible y lento con el que los
témpanos de hielo del Ártico se desmoronan tan espectacularmente en primavera.
—Y la otra
—prosiguió Ford, bebiéndose el té de un trago—, es que pareces tener un hueso
en la barba.
Fuera del
pabellón del bar, el sol brillaba sobre una muchedumbre feliz. Relucía en los
sombreros blancos y en las caras rojas. Centelleaba sobre los helados y los
fundía. Espejeaba en las lágrimas de los niños cuyos helados acababan de
fundirse, desprendiéndose del palo. Fulguraba en los árboles, destellaba en los
remolinos descritos por los bates de criquet, refulgía en el objeto
absolutamente extraordinario que se había detenido tras los marcadores y que al
parecer nadie había observado. Y cayó sobre Arthur y Ford cuando salieron del
pabellón del bar, guiñando los ojos para examinar la escena que les rodeaba.
Arthur estaba
temblando.
—Tal vez
debería... —dijo.
—No —respondió
Ford, con brusquedad.
—¿Qué?
—inquirió Arthur.
—No intentes
telefonearte a tu casa.
—¿Cómo
sabías...?
Ford se encogió
de hombros.
—Pero ¿por qué
no? —insistió Arthur.
—Las personas
que hablan por teléfono consigo mismas —amonestó Ford— nunca se enteran de nada
provechoso.
—Pero...
—Mira —dijo
Ford. Descolgó un teléfono imaginario y marcó en un disco igualmente supuesto.
—¿Oiga? —dijo
por el micrófono fingido—. ¿Es usted Arthur Dent? Ah, hola, sí. Arthur Dent al
aparato. No cuelgue.
Miró
decepcionado al teléfono inmaterial.
—Ha colgado
—anunció, encogiéndose de hombros y colgando con cuidado el teléfono
inexistente—. Esta no es mi primera anomalía temporal —añadió.
La expresión de
melancolía se acentuó en el rostro de Arthur Dent.
—Así que no
estamos a salvo y en casa —dijo.
—Ni siquiera
podemos decir —respondió Ford— que estemos en casa secándonos vigorosamente con
una toalla.
El partido
continuaba. El lanzador se acercó a la meta a paso largo, al trote y, luego, a
la carrera. De pronto se enredó en una confusión de brazos y piernas de la cual
salió una pelota. El bateador giró en redondo mandándola detrás de él, por
encima de los marcadores. La mirada de Ford siguió la trayectoria de la pelota
y se crispó un poco. El betelegeusiano se puso rígido. Volvió a examinar el
recorrido de la pelota y sus ojos se contrajeron de nuevo.
—Esta no es mi
toalla —anunció Arthur, hurgando en su bolso de piel de conejo.
—¡Chss! —le
conminó Ford. Frunció el ceño, concentrándose.
—Yo tenía una
toalla golgafrinchana para correr —continuó Arthur—; era azul, con estrellas
amarillas. Esta no es.
—¡Chss! —repitió Ford. Se tapó un ojo y miró con el otro.
—Esta es rosa
—dijo Arthur—; no es tuya, ¿verdad?
—Me gustaría
que cerraras el pico y dejaras de hablar de tu toalla —repuso Ford.
—No es mi
toalla —insistió Arthur—, eso es lo que estoy tratando de...
—Y lo que yo
pretendo —replicó Ford con un gruñido sordo— es que dejes de hablar de ello en
este preciso momento.
—Muy bien
—convino Arthur, empezando a guardarla de nuevo en el bolso de conejo, cosido
de manera primitiva—. Confieso que a la escala cósmica de las cosas quizá no
tenga importancia; sólo que resulta chocante, eso es todo. De pronto aparece
una toalla rosa en lugar de otra azul con estrellas amarillas.
Ford empezaba a
comportarse de forma bastante rara, o más bien comenzaba a actuar de una manera
que resultaba extrañamente diferente del insólito estilo con que solía proceder
habitualmente. Lo que hacía era lo siguiente: sin considerar las miradas de pasmo
que provocaba entre la multitud reunida con él en torno al terreno de juego, se
pasaba las manos por la cara con movimientos bruscos, agachándose detrás de
unos espectadores, saltando por encima de otros, quedándose quieto luego y
guiñando mucho los ojos. Al cabo de unos momentos echó a andar con cautela; iba
con el ceño fruncido, absorto en sus pensamientos, como un leopardo que no está
seguro de si acaba de ver una lata medio vacía de comida para gatos a menos de
un kilómetro de distancia por la cálida y polvorienta llanura.
—Este tampoco
es mi bolso —dijo Arthur, inesperadamente.
Ford salió de
su abstracción. Miró enfadado a Arthur.
—No hablaba de
la toalla —protestó éste—. Ya hemos demostrado que no es la mía. Es que el
bolso en el que guardaba la toalla que no es mía, tampoco es mío, aunque tiene
un parecido extraordinario. Y personalmente creo que eso es sumamente raro,
sobre todo teniendo en cuenta que lo hice yo mismo en la Tierra prehistórica.
Estas piedras tampoco son las mías —añadió, sacando del bolso unas chinas lisas
de color gris—. Hacía colección de piedras interesantes, y se ve que éstas son
muy sosas.
Un rugido de
excitación vibró entre la multitud y sofocó la respuesta de Ford a la
información de Arthur. La pelota de criquet que había provocado tal reacción
cayó del cielo y aterrizó perfectamente en el interior del misterioso bolso de
Arthur, de piel de conejo.
—¡Vaya!, diría
que éste también es un incidente curioso —dijo Arthur, cerrando de prisa el
bolso y mirando al campo con aire de buscar la pelota—. No creo que esté por
aquí —dijo a unos niños que le rodearon inmediatamente para incorporarse a la
búsqueda—; es probable que haya rodado a alguna parte. Por allí, me parece.
Señaló
vagamente en la dirección por la cual deseaba que se largaran.
—¿Está usted
bien? —preguntó uno de los niños, mirándole con curiosidad.
—No —contestó
Arthur.
—Entonces, ¿por
qué lleva un hueso en la barba?
—Le estoy
enseñando a estar a gusto dondequiera que le pongan —repuso Arthur, orgulloso
de la frase. Pensó que era precisamente el tipo de sentencia que entretiene y
estimula a las mentalidades jóvenes.
—Ya —dijo el
niño, inclinando la cabeza a un lado para pensarlo—. ¿Cómo se llama usted?
—Dent. Arthur Dent.
—Eres un pelma,
Dent —aseguró el niño—, un completo gilipollas.
Miró a otra
parte para indicarle que no tenía especial prisa por salir corriendo, y luego
se alejó hurgándose la nariz. De pronto recordó Arthur que volverían a demoler
la Tierra al cabo de dos días, y esta vez no lo sintió tanto.
El juego continuó
con una pelota nueva, el sol siguió brillando, Ford insistió en saltar de un
lado para otro, meneando la cabeza y parpadeando.
—Se te ha
ocurrido algo, ¿verdad? —preguntó Arthur.
—Creo —contestó
Ford con un tono de voz que Arthur ya reconocía como presagio de algo
enteramente ininteligible— que hay un PRODO por ahí.
Señaló.
Curiosamente, la dirección que indicaba no era hacia la que estaba mirando.
Arthur miró a esta última, que llevaba a los marcadores, y hacia la otra, que
daba al campo de juego.
Asintió con la
cabeza y se encogió de hombros. Volvió a hacerlo.
—¿Un qué?
preguntó.
—Un PRODO.
—¿Un PR...?
—...ODO.
—¿Y qué es eso?
—Un Problema de
Otro —explicó Ford.
—Ah, bien —dijo
Arthur, tranquilizándose. No tenía idea de qué se trataba, pero al menos
parecía haberse acabado. No se había terminado.
—Por allí —dijo
Ford, señalando de nuevo los marcadores y mirando el campo.
—¿Dónde?
—preguntó Arthur.
—¡Allí!
—exclamó Ford.
—Ya veo —dijo
Arthur, que no lo veía.
—¿Lo ves?
—¿Qué?
—¿No ves —dijo
Ford en tono paciente— el PRODO?
—Creí que
habías dicho que era un problema de otro.
—Eso es.
Arthur asintió
despacio, con cautela y con un aire de tremenda estupidez.
—Y quiero saber
si lo ves —insistió Ford.
—¿Lo ves tú?
—Sí.
—¿Qué aspecto
tiene?
—¿Y cómo voy a
saberlo, idiota? —gritó Ford—. Si lo ves, dímelo tú.
Arthur
experimentó la sorda palpitación detrás de las sienes que era el distintivo de
muchas de sus conversaciones con Ford. Su cerebro hizo un movimiento furtivo,
como un perrillo asustado en la perrera. Ford le cogió del brazo.
—Un PRODO
—explicó— es algo que no podemos ver, que no distinguimos o que nuestra mente
no nos deja observar porque creemos que es un problema de otro. Eso es lo que
significa PRODO. Problema de Otro. El cerebro se limita a perfilarlo, es como
un punto ciego. Si se mira directamente no se ve, a menos que se sepa qué es
exactamente. La única esperanza consiste en percibirlo por sorpresa con el
rabillo del ojo.
—Ah —dijo
Arthur—, por eso es por lo que...
—Sí —confirmó
Ford, que sabía lo que iba a decir Arthur.
—...has estado
saltando y...
—Sí.
...parpadeando...
—Sí.
—...y...
—Creo que has
captado el mensaje.
—Ya lo veo
—anunció Arthur—, es una nave espacial.
Por un momento,
Arthur quedó pasmado ante la reacción que provocó su descubrimiento. De la
multitud surgió un rugido y la gente echó a correr en todas direcciones,
gritando, aullando y tropezando en un tumulto lleno de confusión. Retrocedió
asombrado y miró en torno, temeroso. Luego volvió a mirar alrededor con mayor sorpresa
todavía.
—Emocionante,
¿verdad? —dijo una aparición.
El aparecido
osciló ante los ojos de Arthur, aunque probablemente lo cierto era que los ojos
de Arthur temblequeaban delante de la aparición.
—Q...q...q...q...
—dijo con labios temblorosos.
—Me parece que
tu equipo acaba de ganar —dijo la aparición.
—Q...q...q...q...
—repitió Arthur, puntuando cada sonido con una presión en la espalda de Ford
Prefect, que contemplaba el tumulto con ansiedad.
—Eres inglés,
¿no? —dijo el aparecido.
—Q...q...q...q...,
sí —dijo Arthur.
—Pues, como
decía, tu equipo acaba de ganar. El partido. Lo que significa que los otros se
quedan con las cenizas. Debes estar muy contento. Confieso que me gusta mucho
el criquet, aunque me molestaría que alguien me oyera decir eso fuera de este
planeta. ¡Válgame Dios, no!
El aparecido
esbozó lo que podría ser una sonrisa malévola, pero era difícil saberlo porque
el sol estaba justo detrás de él, creando un halo cegador en torno a su cabeza
e iluminando su barba y cabellos plateados, lo que le daba un aire reverente,
dramático y difícil de conciliar con sonrisas malévolas.
—Sin embargo
—añadió— todo terminará en un par de días, ¿verdad? Aunque tal como te dije la
última vez que nos vimos, lo lamenté mucho. En fin, fuera lo que fuese lo que
habrá sido, habrá sido.
Arthur intentó
hablar, pero abandonó la lucha desigual. Volvió a azuzar a Ford.
—Creí que había
pasado algo horrible —dijo Ford—, pero no es más que se ha acabado el partido.
Tenemos que marcharnos. ¡Ah, hola, Slartibartfast! ¿Qué haces
aquí?
—Pues pasear
—contestó gravemente el anciano—, dar una vuelta.
—¿Esa es tu
nave? ¿Puedes llevarnos a alguna parte?
—Paciencia,
paciencia —amonestó el anciano.
—Vale —dijo
Ford—. Sólo que este planeta va a ser demolido bien pronto.
—Lo sé —repuso
Slartibartfast.
—Bueno, sólo
quería aclarar las cosas.
—Aclaradas
están.
—Pues si te
apetece mucho haraganear por un campo de criquet en este preciso momento...
—Me apetece.
—Entonces, es
tu nave.
—Sí.
—Lo supongo
—dijo Ford, volviendo bruscamente la espalda.
—Hola,
Slartibartfast —dijo Arthur, al fin.
—Hola,
terrícola —contestó el anciano.
—Al fin y al
cabo —observó Ford—, sólo se muere una vez.
El anciano
ignoró el comentario y miró fijamente el campo de juego con ojos que parecían
rebosar de expresiones que no guardaban una relación clara con lo que allí
pasaba. Ocurría que la multitud se agrupaba en un amplio círculo alrededor del
centro del campo. Lo que veía en ello Slartibartfast, sólo él lo sabía.
Ford tarareaba
algo. Sólo era una nota repetida a intervalos. Esperaba que alguien le
preguntara qué canturreaba, pero nadie lo hizo. Si le hubiera interesado a
alguien, habría dicho que se trataba de la primera nota de una canción de Noel
Coward titulada «Loca por el chico», repetida una y otra vez. Entonces, le
habrían indicado que sólo entonaba una nota, a lo cual hubiese contestado él
que, por razones que deberían saltar a la vista, estaba omitiendo la parte de
«por el chico». Le molestaba que nadie le preguntara.
—Es que —saltó
al fin— si no nos vamos pronto, podríamos vernos metidos otra vez en todo el
asunto. Y no hay nada más deprimente que ver la destrucción de un planeta.
Salvo, quizás, estar en él en el momento en que se lleva a cabo. O —añadió en
voz baja— perder el tiempo en partidos de criquet.
—Paciencia
—recomendó Slartibartfast de nuevo—. Se avecinan grandes cosas.
—Eso es lo que
dijiste la última vez que nos vimos —recordó Arthur.
—Y fueron
grandes —comentó el anciano.
—Sí, es cierto
—reconoció Arthur.
Sin embargo, lo
único que al parecer se avecinaba era una especie de ceremonia. Se montaba
sobre todo en consideración a la TV, y no para los espectadores, pues desde
donde estaban de lo único de que se enteraban era de lo que escuchaban por una
radio que había cerca. Ford mostraba una indiferencia agresiva.
Se inquietó al
oír que iban a entregar las cenizas al capitán del equipo inglés en el campo,
se impacientó cuando explicaron que lo hacían porque les habían ganado por
enésima vez, emitió un decidido ladrido de disgusto ante la información de que
las cenizas eran los restos de una cantera de criquet y cuando, además, le
pidieron que aceptara el hecho de que la cantera de criquet en cuestión se
había quemado en Melbourne, Australia, en 1882, para ilustrar la «muerte del
criquet inglés», se volvió hacia Slartibartfast y respiró hondo, pero no tuvo
oportunidad de decir nada porque el anciano no estaba allí. Se dirigía al campo
de juego con un paso tremendamente decidido que le alborotaba la barba, los
cabellos y la túnica dándole un aspecto muy semejante al que habría tenido
Moisés si el Sinaí hubiese sido un campo de césped bien cortado en vez de un
monte ígneo y humeante, como suele representarse.
—Ha dicho que
nos reunamos con él en la nave —dijo Arthur.
—¿Qué demonios
apestosos está haciendo ese viejo idiota? —estalló Ford.
—Va a
recibirnos en su nave dentro de dos minutos —dijo Arthur con un encogimiento de
hombros que indicaba su total renuncia a pensar. Se encaminaron hacia la nave.
Ruidos extraños llegaron a sus oídos. Trataron de no escucharlos, pero no
pudieron dejar de entender que Slartibartfast exigía con irritación que le
entregaran la urna de plata que contenía las cenizas.
—Son de una
importancia vital para la seguridad pasada, presente y futura de la Galaxia
—decía, lo que produjo una hilaridad desatada.
Arthur y Ford
decidieron no hacer caso.
Lo que ocurrió
a continuación no pudieron ignorarlo. Con un ruido como el de cien mil personas
que gritaran «va», una nave espacial de color blanco acerado pareció surgir
repentinamente de la nada justo por encima del campo de criquet y quedó
flotando en el aire con una amenaza infinita y un zumbido leve. Durante un rato
no hizo nada, como si esperase que todo el mundo volviera a sus ocupaciones sin
importarle que se quedase flotando allí mismo.
Luego hizo algo
sumamente extraordinario. Mejor dicho, se abrió y soltó algo sumamente
extraordinario: once criaturas sumamente extraordinarias.
Eran robots.
Robots blancos.
Lo más
extraordinario era que parecían ir vestidos para la ocasión. No sólo eran
blancos, sino que llevaban lo que parecían ser palos de criquet; y no sólo eso,
sino que también llevaban lo que parecían ser pelotas de criquet. Y no sólo
eso, sino que llevaban almohadillas acanaladas en la parte inferior de las
piernas. Estas últimas eran extraordinarias, pues parecían contener motores a
reacción que permitían a aquellos robots, curiosamente civilizados, salir
volando de su nave, que seguía inmóvil en el aire, y empezar a matar gente, que
es lo que hicieron.
—Vaya —dijo
Arthur—, parece que pasa algo.
—¡Vamos a la
nave! —gritó Ford—. No quiero saber, sólo ir a la nave —echó a correr sin dejar
de gritar—. No quiero saber, no quiero ver, no quiero oír. ¡Este no es mi
planeta, yo no elegí estar aquí, no deseo que me comprometan, sólo quiero salir
de aquí y acudir a una fiesta con gente con la que pueda relacionarme!
Humo y llamas
se alzaban del campo.
—Vaya, parece
que la brigada sobrenatural ha venido hoy en gran número... —farfulló contenta
una radio.
—Lo que
necesito —gritó Ford, como para aclarar sus observaciones anteriores— es una
buena copa y una reunión de mis pares.
Siguió
corriendo, deteniéndose sólo un momento para coger del brazo a Arthur y
arrastrarle con él. Arthur había asumido su actitud habitual ante los momentos
críticos, que consistía en quedarse con la boca abierta y dejar que todo le
resbalase por encima.
—Están jugando
al criquet —murmuró, avanzando a tropezones detrás de Ford—. juro que están
jugando al criquet. No sé por qué, pero eso es lo que hacen. ¡No sólo matan
gente, la mandan hacia arriba, Ford, nos envían por los aires!
Habría sido
difícil no creérselo sin conocer bastante más historia de la Galaxia de la que
Arthur había aprendido hasta el momento en sus viajes. Las espectrales pero
violentas formas a quienes se veía moverse entre la espesa capa de humo
parecían representar una serie de extrañas parodias con los palos de criquet;
la diferencia residía en que, a cada golpe, las pelotas estallaban al tocar el
suelo. La primera de ellas provocó en Arthur la idea inicial de que todo aquel
asunto podría ser simplemente un truco publicitario de unos fabricantes
australianos de margarina.
Y entonces, tan
de repente como empezó, terminó todo. Los once robots blancos se elevaron en
formación cerrada entre la nube de humo, entrando con los últimos chorros de
llamas en las entrañas de su flotante nave blanca, que, con el fragor de cien
mil personas que decían «va», se esfumó en el aire del que había surgido.
Por un momento
hubo un silencio tremendo, lleno de pasmo, y luego apareció entre el humo
oscilante la pálida figura de Slartibartfast, que se parecía aún más a Moisés
porque, pese a que persistía la ausencia de monte, al menos caminaba ahora por
un césped bien cortado, envuelto en llamas y humeante.
Lanzó en torno una
mirada vehemente hasta distinguir las apresuradas siluetas de Arthur Dent y de
Ford Prefect; éstos se abrían paso entre la multitud asustada, que en aquel
momento se precipitaba atropelladamente en dirección contraria. La muchedumbre,
claro está, pensaba en lo raro que estaba saliendo el día y no sabía a ciencia
cierta qué camino tomar, si es que había alguno.
Slartibartfast
hacía gestos apremiantes y gritaba a Ford y Arthur, y poco a poco los tres
fueron llegando a la nave, que seguía inmóvil tras los marcadores, inadvertida
por la multitud que se precipitaba desordenadamente bajo ella y que en aquel
momento tenía probablemente que enfrentarse a bastantes problemas particulares.
—¡Han garnu
granu la! —gritó Slartibartfast con su voz fina y trémula.
—¿Qué ha dicho?
—jadeó Ford mientras se abría paso a codazos.
—Que han... no
sé qué —contestó Arthur meneando la cabeza.
—¡Han garnu la
gruná! —gritó otra vez Slartibartfast.
Ford y Arthur
se miraron y menearon la cabeza.
—Parece urgente
—comentó Arthur, que se detuvo y gritó—: ¿Qué?
—¡Que han gurua
la grunamá! —aulló Slatirbartfast, sin dejar de hacerles señas.
—Dice —explicó
Arthur— que se llevan las cenizas. Eso es lo que he entendido.
Siguieron
corriendo.
—¿Las...?
—preguntó Ford.
—Cenizas
—contestó Arthur, pronunciando claramente—. Los restos quemados de una cantera
de criquet. Es un trofeo. Al parecer —jadeó— eso... es... lo que... han venido
a buscar.
Sacudió la
cabeza con mucha suavidad, como si pretendiera trasladar su cerebro a un nivel
más bajo dentro del cráneo.
—Qué cosa tan
rara nos dice —comentó bruscamente Arthur.
—Qué cosa tan
rara se llevan.
—Qué nave tan
rara.
Habían llegado.
La segunda cosa más rara de la nave era ver el campo del Problema de Otro en
funcionamiento. Ahora veían la nave con claridad sólo porque sabían que estaba
allí. Sin embargo, era evidente que nadie más la veía. No porque fuese
realmente invisible ni nada tan hiperimposible. La tecnología empleada para
hacer algo invisible es tan infinitamente compleja, que novecientos noventa y
nueve mil millones, novecientos noventa y nueve millones, novecientos noventa y
nueve mil, novecientos noventa y nueve veces entre un billón resulta mucho más
cómodo y eficaz guardar el objeto y pasarse sin ello. El ultrafamoso mago y
científico Effrafax de Wug apostó una vez su vida a que en el plazo de un año
podía volver invisible la gran megamontaña Magramala.
Tras pasar la
mayor parte del año tirando de enormes Lux-O-Válvulas, Refracto-Desintegradores
y Desvíos Espectr-O-Máticos, cuando le quedaban nueve horas comprendió que no
lo conseguiría.
De manera que
él y sus amigos, y los amigos de sus amigos, más los amigos de los amigos de
sus amigos y los amigos de los amigos de los amigos de sus amigos, junto con
algunos amigos suyos menos buenos que por casualidad eran propietarios de una
importante compañía de transportes interestelares, produjeron lo que hoy se
reconoce ampliamente como la noche de trabajo más dura de la historia, y al día
siguiente, por supuesto, ya no se veía Magramala. Effrafax perdió la apuesta y,
en consecuencia, la vida, sólo porque un árbitro pedante observó (a) que al
andar por el área donde Magramala debía estar no tropezó ni se rompió las
narices contra nada, y (b) que había una luna extra de aspecto sospechoso.
El campo del
Problema de Otro es mucho más cómodo y eficaz, y además funciona más de cien
años con una sencilla pila de linterna. La razón de ello es que se basa en la
predisposición natural de la gente a no ver nada que no quiera ver, que no
espere o que no pueda explicarse. Si Effrafax hubiese pintado la montaña de
rosa y erigido en ella un sencillo y barato campo de PRODO, la gente habría
pasado de largo por la montaña, la habría rodeado e incluso escalado sin darse
cuenta ni por un momento de que estaba allí.
Y eso es
precisamente lo que pasaba con la nave de Slartibartfast. No era rosa, pero de
haberlo sido habría constituido el menor de sus problemas visuales y la gente
se habría limitado a ignorarla, como cualquier otra cosa.
Lo más
extraordinario era que sólo en parte parecía una astronave, con sus alerones,
motores de cohetes, escotillas de emergencia, etcétera, asemejándose mucho a un
pequeño bar italiano suspendido en el aire.
Ford y Arthur
lo miraron con asombro y con la sensibilidad profundamente herida.
—Sí, lo sé
—dijo Slartibartfast, que en ese momento corría hacia ellos, inquieto y sin
aliento—, pero hay una razón. Vamos, tenemos qué irnos. La antigua pesadilla va
a repetirse. El destino nos aguarda a todos. Debemos marcharnos ya.
—Me apetece
algún lugar soleado —dijo Ford.
Ford y Arthur
siguieron a Slartibartfast al interior de la nave, y estaban tan absortos en lo
que veían dentro, que les pasó enteramente inadvertido lo que pasaba fuera.
Otra nave
espacial, lisa y plateada, descendió del cielo sobre el campo, con calma, sin
ruido, desplegando sus largas patas en un delicado ballet tecnológico.
Tomó tierra con
suavidad. Extendió una rampa pequeña. Una criatura alta de color gris verdoso
salió por ella y se acercó al reducido grupo de personas reunidas en el centro
del campo que atendían a las víctimas de la reciente y extraña matanza. Fue
apartando a la gente con autoridad firme y serena hasta llegar a un hombre que
yacía en un desesperado charco de sangre, fuera del alcance de cualquier
medicina terrenal, jadeando, tosiendo por última vez. La criatura se arrodilló
en silencio a su lado.
—¿Arthur Philip Deodat? —preguntó.
El hombre, con
una horrible confusión en la mirada, asintió débilmente.
—Eres un
inútil, un estúpido que no vale para nada —musitó la criatura—. Pensé que
deberías saberlo antes de morir.
5
Acontecimientos
importantes de la historia de la Galaxia, número dos:
(Reproducido
del libro Historia popular de la Galaxia, de la Gaceta Sideral.)
Desde los
orígenes de esta Galaxia, grandes civilizaciones han surgido y desaparecido,
nacido y muerto tan a menudo, que resulta profundamente tentador pensar que la
vida en ella debe ser a) algo así como un mareo, un vértigo en el espacio, en
el tiempo, en la historia, o cosa parecida, y b) estúpida.
6
Arthur tuvo la
súbita sensación de que el cielo se había apartado para dejarlos pasar.
Le pareció que
las partículas de su cerebro y los átomos del cosmos fluían juntos.
Pensó que
flotaba en el viento del Universo, y que el viento era él.
Creyó ser uno
de los pensamientos del Universo, y que el Universo era idea suya.
La multitud del
campo del Lord's Cricket supuso que acababa de aparecer y desaparecer otro
restaurante en la parte norte de Londres, como suele pasar tan a menudo, y que
se trataba de un Problema de Otro.
—¿Qué ha
pasado? —susurró Arthur, lleno de temor reverente.
—Hemos
despegado —repuso Slartibartfast.
Arthur yacía,
quieto y alarmado, en el sofá de aceleración. No estaba seguro de si tenía un
mareo de espacio o de religión.
—Buen cacharro
—comentó Ford en un intento inútil de ocultar el grado en que le había
impresionado el despegue que acababa de efectuar la nave de Slartibartfast—,
lástima de decorado.
Durante unos
instantes el anciano no contestó. Miró fijamente los instrumentos con el aire
de quien intentara pasar de memoria de la escala Fahrenheit a la centígrada
mientras su casa está en llamas. Luego le desaparecieron las arrugas de la
frente y miró un momento la gran pantalla panorámica que tenía delante y por la
cual se veía un pasmoso abigarramiento de estrellas que fluían en torno a ellos
como hilos de plata.
Sus labios se
movieron como si fuese a decir algo. De pronto sus ojos volvieron alarmados a
los instrumentos y frunció el entrecejo, pero ése fue el único cambio en su
expresión. Miró de nuevo la pantalla. Se tomó el pulso. Por un momento arrugó
más el ceño, luego se tranquilizó.
—Es un error
intentar comprender las máquinas —dijo—, no me dan más que quebraderos de
cabeza. ¿Qué decías?
—La decoración
—repuso Ford—. Es una lástima.
—En lo más
profundo y fundamental de la mente y del Universo —dijo Slartibartfast—, hay
una razón para ello.
Ford lanzó una
mirada brusca alrededor. Pensó que aquello era ver las cosas desde un ángulo
optimista.
El interior de
la cabina de navegación era verde oscuro, rojo vivo y marrón ceniciento; estaba
atestado y tenía iluminación indirecta. Inexplicablemente, la semejanza con un
pequeño bar italiano no se había acabado a la entrada. Pequeñas zonas de luz
enfocaban tiestos con plantas, baldosas enceradas y toda clase de pequeños
objetos de bronce sin identificación posible.
Botellas con
fundas de rafia acechaban horriblemente entre las sombras.
Los
instrumentos que ocuparan la atención de Slartibartfast parecían montados en el
fondo de botellas sujetas con cemento. Ford alargó la mano y lo tocó.
Cemento falso.
Plástico. Botellas falsas insertas en cemento falso.
Lo más profundo
y fundamental de la mente y del Universo puede irse a paseo, pensó para sí,
esto es basura. Por otro lado, no se puede negar que la manera en que ha
despegado la nave hace que el Corazón de Oro parezca un cochecito eléctrico.
Se levantó del
sofá. Se limpió el polvo. Miró a Arthur, que cantaba en voz baja. Miró a la
pantalla y no reconoció nada. Miró a Slartibartfast.
—¿Qué distancia
hemos recorrido hasta ahora? —preguntó.
—Unos...
—contestó Slartibartfast—, unos dos tercios del camino del disco galáctico,
diría yo, aproximadamente. Sí, creo que alrededor de dos tercios.
—Qué raro
—comentó Arthur con voz queda—; cuanto más lejos y más de prisa se viaja por el
Universo, más inmaterial parece la posición individual en él, y uno se llena de
un profundo o, mejor dicho, se vacía de...
—Sí, es muy
raro —convino Ford—. ¿A dónde vamos?
—Vamos a
enfrentarnos con una antigua pesadilla del Universo —contestó Slartibartfast.
—¿Y dónde vas a
dejarnos?
—Necesitaré
vuestra ayuda.
—Malo. Mira,
hay un sitio al que puedes llevarnos y donde podemos divertirnos, estoy
tratando de acordarme; allí podemos emborracharnos y tal vez escuchar un poco
de música sumamente perniciosa. Espera, voy a mirarlo.
Sacó su
ejemplar de la Guía del autoestopista galáctico y buscó rápidamente en la parte
del índice que trataba esencialmente de sexualidad, drogas y rock and roll.
—Entre la bruma
del tiempo ha surgido una maldición —anunció Slartibartfast.
—Sí, lo
supongo. Oye —dijo Ford, encontrando por casualidad la referencia de un
artículo especial—, ¿has conocido alguna vez a Excéntrica Gallumbits? ¿La puta
de tres tetas de Eroticón Seis? Algunos dicen que sus zonas erógenas empiezan a
unos seis kilómetros de su cuerpo. Yo no estoy de acuerdo, diría que a unos
siete y medio.
—Una maldición
que sumirá a la Galaxia en el fuego y la destrucción y que posiblemente llevará
al Universo a una muerte prematura —dijo Slartibartfast, añadiendo—: Lo digo en
serio.
—Parece que se
pasará un mal rato; con suerte, estaré lo bastante borracho como para no darme
cuenta —repuso Ford. Señaló con el dedo en la pantalla de la Guía y agregó—:
Este sería un sitio realmente depravado para ir, y creo que deberíamos
visitarlo. ¿Qué dices, Arthur? Deja de murmurar mantras y presta atención. Te
estás perdiendo un asunto importante.
Arthur se
incorporó en el sofá y sacudió la cabeza.
—¿A dónde
vamos? —preguntó.
—A enfrentarnos
con una antigua pe...
—¡Basta!
—exclamó Ford—. Arthur, vamos a dar un paseo por la Galaxia, a divertirnos un
poco. ¿Puedes digerir esa idea?
—¿Por qué está
tan inquieto Slartibartfast? —preguntó Arthur.
—Por nada —dijo
Ford.
—La
destrucción. Vamos —dijo Slartibartfast en un tono súbitamente autoritario—,
tengo que enseñaros y contaros muchas cosas.
Se dirigió a
una escalera de caracol de hierro forjado que estaba incomprensiblemente
situada en medio de la cabina de navegación y empezó a subir. Arthur le siguió
con el ceño fruncido. De mala gana, Ford guardó la Guía en su bolso.
—Me ha dicho el
médico que tengo mal formada una glándula del deber social y una deficiencia
congénita en la fibra moral —murmuró para sí—, y que por tanto estoy excusado
de salvar universos.
No obstante,
subió tras ellos.
Lo que
encontraron arriba era sencillamente estúpido, o eso parecía, y Ford meneó la
cabeza, se puso las manos en la cara y tropezó con un tiesto, aplastándolo
contra la pared.
—La sala de
cálculo central —dijo Slartibartfast, sin inmutarse—. Aquí es donde se
verifican todos los cálculos que afectan a la nave en cualquier aspecto. Sí, sé
lo que parece, pero en realidad es un complejo mapa topográfico en cuatro
dimensiones de una serie de funciones matemáticas sumamente complejas.
—Parece un
chiste —observó Arthur.
—Sé lo que
parece —repuso Slartibartfast, entrando.
En ese momento
Arthur tuvo súbitamente una vaga intuición de su posible significado, pero se
negó a creerlo. El Universo no podía funcionar así, pensó, era imposible. Eso,
consideró para sí, sería tan absurdo como, tan absurdo como... Agotó esa línea
de argumentación. La mayoría de las cosas verdaderamente absurdas que se le
ocurrían ya habían sucedido.
Y ésta era una
de ellas.
Era una amplia
jaula de cristal, o una caja; una habitación, en realidad.
Había una mesa,
larga. En torno a ella, una docena de sillas de madera combada. Encima, un
mantel mugriento a cuadros rojos y blancos con algunas quemaduras de
cigarrillo, cada una de ellas probablemente dispuesta en una posición calculada
con exactitud matemática.
Sobre el mantel
había media docena de platos italianos a medio comer, rodeados de barras de pan
a medio comer y de vasos de vino a medio beber, en los que ramoneaban con
desgana unos robots.
Todo era
enteramente artificial. Un camarero, un sommelier y un maitre, robots los tres,
atendían a los comensales robots. Los muebles eran artificiales, así como el
mantel, y cada detalle de la comida exhibía claramente todas las
características mecánicas de, digamos, un pollo sorpreso, sin que lo fuese en
realidad.
Todos
participaban conjuntamente en una pequeña danza con movimientos complicados que
comprendían la manipulación de menús, cuadernos de cuentas, billeteras, libros
de cheques, tarjetas de crédito, relojes, lapiceros y servilletas de papel;
parecían estar de continuo al borde de la violencia, pero en realidad nunca
pasaba nada.
Slartibartfast
se apresuró a entrar y luego pareció pasar el rato de manera bastante ociosa
con el maitre, mientras que uno de los comensales robots se deslizaba despacio
bajo la mesa aludiendo a lo que iba a hacer a un individuo en relación con
cierta chica.
Slartibartfast
ocupó el sitio que quedó vacante de ese modo y echó una astuta ojeada al menú.
De manera casi imperceptible se aceleró el ritmo de los movimientos en torno a
la mesa. Estallaron discusiones, algunos trataron de demostrar cosas en las
servilletas. Gesticulaban con furia y trataban de examinar los trozos de pollo
que tenía el vecino. La mano del camarero empezó a moverse sobre el cuaderno de
cuentas con mayor rapidez de la que podía desarrollar la mano del hombre, y a
más velocidad de la que podía seguirla el ojo humano. La marcha se incrementó.
De pronto, una cortesía extraordinaria e insistente se apoderó del grupo y
segundos más tarde pareció que se había logrado un momento de armonía. Una
vibración nueva sacudió el interior de la nave.
Slartibartfast
salió de la habitación de cristal.
—Bistromática
—anunció—. La fuerza de cálculo más poderosa que conoce la paraciencia. Vamos a
la Cámara de Ilusiones Informáticas.
Echó a andar
llevándolos pasmados tras de sí.
7
La Energía
Bistromática es un nuevo y maravilloso método de recorrer grandes distancias
interestelares sin todo ese peligroso desbarajuste de los Factores de
Improbabilidad.
En sí misma, la
Bistromática es una nueva y revolucionaria forma de entender el comportamiento
de los números. Así como Einstein observó que el tiempo no era absoluto sino
que dependía del movimiento del espectador en el espacio, y que el espacio no
era absoluto sino que dependía del movimiento del espectador en el tiempo, así
se comprende ahora que los números no son absolutos, sino que dependen del
movimiento del espectador en los restaurantes.
La primera
cifra no absoluta es el número de personas para quienes se reserva mesa. Ello
varía a lo largo de las tres primeras llamadas telefónicas al restaurante, y
luego no guarda relación clara con la cantidad de personas que terminan
presentándose, ni con las que a continuación se unen a ellas tras el espectáculo/partido/fiesta/sesión
musical, ni con los que se van al ver quién más ha venido.
El segundo
número no absoluto es el de la hora de llegada prevista, a quien actualmente se
conoce como uno de los conceptos matemáticos más extraños, un
recipriversexclúson, cifra cuya existencia sólo puede definirse como distinta a
la suya propia. En otras palabras, la hora prevista de llegada es el preciso
momento en que es imposible que llegue cualquier miembro del grupo. Los
recipriversexclusones desempeñan en la actualidad una parte importantísima en
muchas ramas de las matemáticas, incluidas la estadística y la contabilidad,
formando asimismo las ecuaciones básicas empleadas para programar el campo del
Problema de Otro.
El tercero de
los no absolutos, y el más misterioso de todos, reside en la relación entre el
número de artículos de la cuenta, el precio de cada uno, el número de personas
a la mesa y lo que éstas están dispuestas a pagar. (En este campo, el número de
personas que han traído dinero es únicamente un subfenómeno.) Las
desconcertantes discrepancias que solían producirse en este aspecto no se han
investigado durante siglos sólo porque nadie las ha tomado en serio. En el
momento se achacaban a cosas tales como cortesía, grosería, cicatería,
ostentación, cansancio, emotividad o lo avanzado de la hora, olvidándose por
entero a la mañana siguiente. jamás se han examinado en condiciones de
laboratorio, desde luego, porque nunca ocurren en laboratorios, al menos en
laboratorios respetables.
Y sólo con el
advenimiento de los ordenadores de bolsillo ha salido finalmente a la luz la
sorprendente verdad, que es ésta: Los números escritos en la cuenta del
restaurante dentro de los confines del local no siguen las mismas leyes
matemáticas que los números escritos en cualesquiera otros pedazos de papel en
las demás partes del Universo.
Ese solo hecho
desencadenó una tempestad en el mundo científico. Lo revolucionó por completo.
Tantísimas conferencias de matemáticas se dieron en tantos restaurantes buenos,
que muchas de las mentes más agudas de una generación murieron de obesidad y de
insuficiencia coronaria, por lo que la ciencia de las matemáticas sufrió años
de retraso.
No obstante,
poco a poco fueron comprendiéndose las consecuencias de la idea. Para empezar,
había sido muy fuerte, muy estúpido y demasiado lo que habría dicho el hombre
de la calle: «Pues claro, eso ya lo sabía yo». Luego se inventaron ciertas
frases, como «Estructuras Interactivas de la Subjetividad», y todo el mundo
pudo tranquilizarse y acostumbrarse a ello.
A los pequeños
grupos de monjes que rondaban por las más importantes instituciones de
investigación cantando extrañas salmodias en el sentido de que el Universo no
era más que un producto de su propia imaginación, se los apartó al fin mediante
la concesión de un permiso para que representaran teatro en la calle.
8
—Fijaos, en los
viajes espaciales —dijo Slartibartfast manipulando ciertos instrumentos en la
Cámara de Ilusiones Informáticas—, en los viajes espaciales...
Se interrumpió
y miró en torno.
La Cámara de
Ilusiones Informáticas era un alivio reparador tras las monstruosidades
visuales de la zona central de cálculo. No había nada. Ni información ni
ilusiones; sólo ellos, paredes blancas y unos cuantos instrumentos pequeños que
al parecer debían conectarse a algún sitio que Slartibartfast no encontraba.
—¿Sí? —le
apremió Arthur. Se le había contagiado el sentido de la urgencia de
Slartibartfast, pero no sabía qué hacer con ello.
—¿Sí, qué?
—preguntó el anciano.
—¿Qué decías?
—Los números
son horribles —contestó Slartibartfast lanzándole una mirada severa. Prosiguió
su búsqueda.
Arthur asintió
prudentemente para sí. Al cabo del rato comprendió que aquello no le llevaba a
ningún sitio y decidió que después de todo podría decir «¿qué?».
—En los viajes
espaciales —repitió Slartibartfast—, todos los números son horribles.
Arthur volvió a
asentir con la cabeza y miró a Ford en busca de ayuda, pero éste se encontraba
practicando una actitud malhumorada con muy buenos resultados.
—Sólo trataba
de evitaros la molestia —dijo Slartibartfast, suspirando— de preguntarme por
qué se hacían todos los cálculos de la nave en el cuaderno de cuentas de un
camarero.
—¿Por qué se
hacían todos los cálculos de la nave en el cual...? —preguntó Arthur frunciendo
el entrecejo.
—Porque en los
viajes espaciales todos los números son horribles —contestó Slartibartfast.
Vio que no
comprendían su punto de vista.
—Escuchad
—dijo—. En el cuaderno de cuentas de un camarero, los números bailan. Debéis de
haber visto el fenómeno.
—Pues...
—En el cuaderno
de cuentas de un camarero —prosiguió Slartibartfast—, realidad e irrealidad
chocan a una escala tan fundamental que una se convierte en la otra y todo es
posible dentro de ciertos parámetros.
—¿Qué
parámetros?
—Es imposible
saberlo —contestó el anciano—. Ese es uno de ellos. Extraño, pero cierto. Al
menos, a mí me parece raro; y tengo la seguridad de que es verdad.
En ese momento
localizó la ranura en la pared que había estado buscando, encajando en ella el
instrumento que tenía en la mano.
—No os alarméis
—previno, lanzando una súbita mirada de alarma al instrumento y retrocediendo—,
es...
No oyeron lo
que dijo, porque en ese instante la nave dejó de existir y vieron precipitarse
hacia ellos una nave de combate, del tamaño de una pequeña ciudad del centro de
Inglaterra; sus láser de batalla, encendidos, hendían la noche.
Una pesadilla
de luces burbujeantes arrasó la negrura, cercenando un buen trozo del planeta
que se encontraba justo detrás de ellos.
Con la boca
abierta y los ojos desorbitados, fueron incapaces de gritar.
9
Otro mundo,
otro día, otra aurora.
El alba
despuntó silenciosa con un resplandor diminuto. Varios billones de trillones de
toneladas de núcleos de hidrógeno sobrecalentados estallaron; ascendieron
despacio por encima del horizonte y lograron parecer pequeños, fríos y
ligeramente húmedos.
En todos los
amaneceres hay un momento en que la luz flota y la magia es posible. La
creación contuvo el aliento.
Tal momento
pasó sin incidentes, como suele ocurrir en Squornshellous Zeta.
La bruma estaba
pegada a la superficie de los pantanos. Daba un color gris a los árboles y
oscurecía los altos juncos. Permanecía inmóvil como aliento contenido.
Nada se movía.
Silencio.
El sol luchaba
débilmente con la niebla, intentando difundir algo de calor, derramar un poco
de luz, pero estaba claro que aquel sería otro día de arrastrarse lentamente
por el cielo.
Nada se movía.
Silencio, otra
vez.
Nada se movía.
Silencio.
Nada se movía.
En
Squornshellous Zeta solía haber días así con mucha frecuencia, y aquél iba a
ser sin duda uno de ellos.
Catorce horas
después el sol se ocultó sin remedio al otro lado del horizonte con la
sensación de haberse esforzado inútilmente.
Volvió a
aparecer pocas horas después; enarcó los hombros e inició su nueva ascensión
por el firmamento.
Pero esta vez
ocurría algo. Un colchón acababa de encontrarse con un robot.
—Hola, robot
—saludó el colchón.
—Blap —repuso
el robot sin dejar lo que estaba haciendo, que consistía en caminar muy
despacio describiendo un círculo diminuto.
—¿Contento?
—preguntó el colchón.
El robot se
detuvo y miró al colchón. Con curiosidad. Era evidente que se trataba de un
colchón muy estúpido. El colchón le devolvió la mirada con los ojos bien
abiertos.
Tras calcular
en diez significativas décimas la duración exacta de la pausa necesaria para
manifestar con mayor verosimilitud un desprecio general hacia todo lo
relacionado con los colchones, el robot siguió caminando en estrechos círculos.
—Podríamos
mantener una conversación —sugirió el colchón—. ¿Te agradaría?
Era un colchón
grande, probablemente de muy buena calidad. En realidad, muy pocas cosas se
fabrican actualmente, porque en un Universo infinitamente grande, como, por
ejemplo, en el que nosotros vivimos, la mayoría de los objetos que puedan
imaginarse, y muchos que es imposible concebir, crecen en alguna parte. Hace
poco se descubrió un bosque en el que la mayoría de los árboles daban
destornilladores de chicharra como fruto. El ciclo vital de esa fruta es muy
interesante. Una vez recogido es preciso guardarlo en un cajón polvoriento
donde permanezca durante años sin ser molestado. Entonces, una noche madura de
pronto, se desprende de la piel exterior, que se desintegra convirtiéndose en
polvo, y se transforma en un pequeño objeto de metal imposible de identificar
con pestañas en ambos extremos, una especie de arista y como un agujero para
albergar un tornillo. Cuando uno lo encuentra, se suele tirar. Nadie sabe lo
que se gana con ello. Es de suponer que, en su sabiduría infinita, la naturaleza
lo esté solucionando.
Tampoco sabe
nadie a ciencia cierta el provecho que los colchones sacan de la vida. Son
criaturas grandes, amistosas, que llevan una tranquila vida privada en las
marismas de Squornshellous Zeta. A muchos los atrapan, los exterminan, los
secan y los despachan para dormir en ellos. A ninguno parece importarle, y a
todos los llaman Zem.
—No —dijo
Marvin.
—Me llamo Zem
—anunció el colchón—. Podemos hablar un poco del tiempo.
Marvin volvió a
hacer una pausa en su paseo cansino y laborioso.
—Esta mañana
—observó— el rocío ha caído claramente con un ruido sordo especialmente
desagradable.
Siguió andando,
como si la súbita conversación le hubiese impulsado a nuevas cumbres de
melancolía y abatimiento. Caminaba con tenacidad. Si hubiera tenido dientes,
los habría rechinado en aquel momento. Pero no tenía. Y no lo hizo. Su
trabajoso camino lo decía todo.
El colchón
chalpoteaba alrededor. Eso es algo que sólo pueden hacer colchones que viven en
marismas, por lo que tal palabra ya no es de uso común. Chalpoteaba de una
manera simpática, desplazando un volumen bastante grande de agua. Hizo unas
cuantas burbujas que saltaron graciosamente por la superficie. Sus franjas
azules y blancas resplandecieron brevemente con un súbito y débil rayo de sol
que inesperadamente logró pasar entre la niebla, haciendo que la criatura se
calentara por un instante.
Marvin
prosiguió su paseo.
—Me parece que
estás pensando algo —dijo el colchón, chalpoteante.
—Más de lo que
puedas imaginarte —repuso Marvin en tono sombrío—. Mi capacidad de actividad
mental de todo tipo es tan ilimitada como la extensión infinita del espacio
mismo. Descontando, por supuesto, mi capacidad de ser feliz.
Continuó con
sus pasos pesados.
—Mi capacidad
de ser feliz —prosiguió— cabe en una caja de cerillas sin quitar primero los
fósforos.
El colchón
porreteó. Ese es el ruido que hacen los colchones vivos que habitan en las
marismas cuando la historia trágica de una persona les conmueve profundamente.
Según el Diccionario Maximégalon ultracompleto de todas las lenguas que jamás
existieron, esa palabra también puede significar el ruido que hizo el ilustre
lord Sanvalvwag de Hollop al descubrir que había olvidado por segundo año
consecutivo el aniversario de su esposa. Como sólo hubo un ilustre lord
Sanvalvwag de Hollop, que nunca se casó, tal palabra sólo se emplea en sentido
negativo o especulativo, y existe una corriente de opinión cada vez más fuerte
que mantiene que el Diccionario ultracompleto de Maximégalon no vale la flota
de camiones necesaria para transportar su edición microfilmada. Es bastante
extraño que el diccionario omita la palabra «chalpoteante», que sencillamente
significa «al modo de algo que chalpotea».
El colchón
porreteó de nuevo.
—Noto un
desaliento profundo en tus diodos —repasató (para el significado de la palabra
«repasatar», adquiérase un ejemplar del Habla de los pantanos de Squornshellous
en cualquier librería de saldo, o bien cómprese el Diccionario ultracompleto de
Maximégalon, pues la Universidad se alegrará mucho de quitárselo de las manos y
recuperar unos terrenos preciosos para estacionamiento de coches)—, y eso me
entristece. Deberías ser más como los colchones. Nosotros llevamos una vida
retirada en el pantano, donde nos sentimos felices de chalpotear, de repasatas
y de considerar la humedad de manera bastante chalpoteante. A algunos nos
matan, pero todos nos llamamos Zem, así que nunca sabemos quiénes son
exterminados y de ese modo el porreteo se reduce al mínimo. ¿Por qué paseas en
círculo?
—Porque tengo
la pierna pegada —contestó sencillamente Marvin.
—Me parece
—repuso el colchón, lanzándole una mirada compasiva —que es una pierna bastante
inadecuada.
—Tienes razón
—convino Marvin—, lo es.
—Bum —observó
el colchón.
—Supongo que sí
—dijo Marvin—; y también creo que encontrarás muy divertida la idea de un robot
con una pierna artificial. Deberías contárselo después a tus amigos Zem y Zem,
cuando los veas; se reirán, si es que los conozco, que no los conozco, por
supuesto, salvo en la medida en que conozco todas las formas de vida orgánica,
que es mucho más de lo que yo desearía. Ja, mi vida no es más que un engranaje
de tornillo sin fin.
Siguió
caminando en un círculo reducido, en torno a su delgada pierna artificial de
acero que daba vueltas en el barro pero que parecía clavada en él.
—Pero ¿por qué
sigues dando vueltas y más vueltas? —preguntó el colchón.
—Sólo para
dejar clara mi actitud —repuso Marvin sin dejar de dar vueltas.
—Considérala
aclarada, querido amigo —frangolló el colchón—, considérala aclarada.
—Sólo un millón
de años más —repuso Marvin—, sólo otro rápido millón. Luego tal vez lo intente
al revés. Sólo para variar, ¿comprendes?
En el más
profundo recoveco de sus muelles el colchón sintió que el robot deseaba
ardientemente que le preguntara cuánto tiempo había estado caminando de aquella
forma absurda e inútil, y así lo hizo.
—Pues por
encima del millón y medio, algo más —contestó Marvin en tono frívolo—.
Pregúntame si me he aburrido alguna vez, vamos, pregúntame.
Y así lo hizo
el colchón.
Marvin ignoró
la pregunta, limitándose a caminar con nuevo énfasis.
—Una vez di un
discurso —dijo de pronto y, al parecer, de manera inconexa—. Quizá no
comprendas en seguida por qué saco a relucir ese tema, pero ello se debe a que
mi mente funciona a una rapidez fenomenal y a que, según un cálculo aproximado,
soy treinta billones de veces más inteligente que tú. Déjame ponerte un
ejemplo. Piensa un número, cualquiera.
—Humm, el cinco
—dijo el colchón.
—Incorrecto
—repuso Marvin—. ¿Lo ves?
El colchón
quedó muy impresionado y comprendió que se hallaba en presencia de un intelecto
nada desdeñable. Se estremeció en toda su longitud, produciendo pequeñas y
animadas ondas en su charca, poco honda y cubierta de algas.
—Háblame del
discurso que diste una vez —instó el colchón, peceando—. Tengo muchas ganas de
oírlo.
—Por varias
razones tuvo muy mala acogida —dijo Marvin, que se detuvo para hacer una
especie de gesto apresurado y torpe con su brazo no del todo bueno, aunque
estaba mejor que el otro, que tenía desalentadoramente pegado al costado
izquierdo—. Lo di por allá, a un kilómetro y medio de distancia, más o menos.
Señalaba todo
lo bien que podía, con intención evidente de dejar absolutamente claro que era
allí: entre la niebla, al otro lado del cañaveral, en una parte de la ciénaga
que parecía exactamente igual a cualquier otra.
—Allí
—repitió—. Yo era una especie de celebridad en aquella época.
El colchón se
sintió lleno de emoción. Nunca había oído que se dieran discursos en
Squornshellous Zeta, y menos que los pronunciaran celebridades. Un escalofrío
le recorrió la espalda, le exprimió y le hizo soltar agua.
Actuó de un
modo que los colchones emplean muy rara vez. Haciendo acopio de todas sus
fuerzas, echó hacia atrás su cuerpo oblongo, lo alzó en el aire y allí lo
mantuvo temblando durante unos segundos mientras atisbaba entre la niebla y al
otro lado del cañaveral, hacia la parte de la ciénaga que Marvin había
señalado, observando, sin decepcionarse, que era exactamente igual que
cualquier otra zona del pantano. Fue demasiado esfuerzo. Al desplomarse en la
charca inundó a Marvin de hierbajos, musgo y barro maloliente.
—Fui famoso
—entonó el robot con aire melancólico— durante un breve período de tiempo a
causa de mi escapatoria milagrosa y hondamente lamentada de un destino casi tan
bueno como la muerte en el corazón de un sol llameante. Por mi estado podrás
adivinar por qué poco escapé. Me salvó un chatarrero, figúrate. Y aquí me
tienes, con un cerebro del tamaño de..., da lo mismo.
Caminó con
furia durante unos segundos.
—El fue quien
me arregló poniéndome esta pierna. Odioso, ¿verdad? Me vendió a un zoológico de
cerebros. Fui la estrella de la exposición. Tenía que sentarme en un cajón y
contar mi vida mientras la gente me decía que me animara y pensara de manera
constructiva. «Sonríe un poco, pequeño robot», me gritaban, «suelta una
risita». Yo les explicaba que para hacer brotar una sonrisa en mi rostro se
necesitarían más de dos horas de trabajo en un taller con una llave inglesa, y
eso caía muy bien.
—El discurso
—le apremió el colchón—. Ansío oír el discurso que pronunciaste en los
pantanos.
—Había un
puente sobre las marismas. De estructura cibernética, enorme, de centenares de
kilómetros de largo, para que pasaran camiones y vehículos iónicos.
—¿Un puente? —dijo
el colchón, encorvándose—. ¿Aquí, en el pantano?
—Un puente
—confirmó Marvin—. Aquí, en el pantano. Iba a revitalizar la economía del
sistema de Squornshellous. Para construirlo acabaron con toda la economía del
sistema. Me pidieron que lo inaugurara. Pobrecillos.
Empezó a llover
un poco, unas gotas dispersas que escurrían entre la niebla.
—Subí a la
plataforma. El puente se extendía a cientos de kilómetros delante y detrás de
mí.
—¿Relucía?
—preguntó entusiasmado el colchón.
—Relucía.
—¿Se perdía majestuosamente
en la distancia?
—Se perdía
majestuosamente en la distancia.
—¿Se alargaba
como un hilo de plata hasta perderse de vista entre la niebla?
—Sí. ¿Quieres
saber lo que pasó?
—Quiero oír tu
discurso —repuso el colchón.
—Pronuncié las
siguientes palabras. Dije: «Me gustaría decir que inaugurar este puente es para
mí un honor, un privilegio y un gran placer, pero no puedo, porque mis
circuitos de mentir están inservibles. Os odio y os desprecio a todos. Ahora
declaro inaugurado esta desventurada estructura cibernética para el abuso
desconsiderado de todos aquellos que tengan el capricho de cruzarla.» Y me
enchufé a los circuitos de apertura.
Marvin hizo una
pausa, recordando el momento.
El colchón
rafagueó y glutineó. Chalpoteó, peceó y sauceó, esto último de manera
especialmente chalpoteante.
—¡Bum! —exclamó
al fin—. ¿Y fue un acontecimiento esplendoroso?
—Relativamente.
El puente plegó sus mil kilómetros de reluciente extensión y se hundió llorando
en el pantano, arrastrando a todo el mundo consigo.
En este momento
de la conversación hubo una pausa triste y tremenda durante la cual cien mil
personas parecieron exclamar «va» inesperadamente y un equipo de robots blancos
descendió del cielo en cerrada formación militar como semillas de diente de
león llevadas por el viento. Al cabo de un súbito y violento instante se
hallaron todos en el pantano, arrancando a Marvin la pierna postiza y volviendo
a desaparecer en su nave, que hizo: «¡fiúuu!».
—¿Ves la clase
de cosas con que tengo que enfrentarme? —preguntó Marvin al burbujeante
colchón.
De pronto, un
momento después, volvieron los robots para provocar otro incidente violento; y
esta vez, al marcharse, el colchón quedó solo en la ciénaga. Dio unas sacudidas
de asombro y alarma. Casi se ahogó de miedo. Se irguió sobre la parte de atrás
para ver por encima del cañaveral, pero no había nada, ni robot, ni puente
reluciente ni nave; sólo más cañas. Escuchó, pero el viento no traía sonido
alguno, aparte del rumor, ya familiar, de unos etimólogos medio locos que se
llamaban a lo lejos, por el pantano tenebroso.
10
El cuerpo de
Arthur Dent rodó.
El Universo
saltó a su alrededor en un millón de añicos, y cada fragmento particular giró
silenciosamente en el vacío, reflejando en su superficie plateada un ardiente holocausto
de fuego y destrucción.
Luego estalló
la negrura que hay al otro lado del Universo, y cada trozo de oscuridad era el
humo furibundo del infierno. La nada que se oculta tras la negrura del otro
lado del Universo emergió, y detrás de la nada agazapada tras la oscuridad del
otro lado del Universo despedazado se vio al fin la forma de un hombre inmenso
que decía palabras grandiosas.
—Esas fueron,
pues —dijo el hombre, que hablaba sentado en un sillón enormemente cómodo—, las
Guerras de Krikkit, la mayor desolación que jamás se precipitara sobre nuestra
Galaxia. Lo que habéis sentido...
Slartibartfast
pasó flotando.
—No es más que
un documental —gritó haciendo gestos—. No es una buena muestra. Lo lamento
mucho, al buscar el mando para rebobinar...
—...es lo que
billones y billones de inocentes...
—No estéis
dispuestos a creeros nada todavía —gritó Slartibartfast, que volvió a pasar
flotando y manipuló con furia el aparato que había colocado en la pared de la
Cámara de Ilusiones Informáticas.
—...personas,
de criaturas, de semejantes vuestros...
La música subió
de tono; era inmensa, de acordes tremendos. Y a espaldas del hombre, poco a
poco, empezaron a erigirse tres altas columnas entre los enormes remolinos de
niebla.
—...sintieron,
vivieron o, con mayor frecuencia, no lograron vivir. Pensad en ello, amigos
míos. Y no olvidemos (dentro de un momento podré sugerir un medio que nos
ayudará a recordar siempre) que antes de las Guerras de Krikkit la Galaxia era
algo raro y maravilloso: ¡una Galaxia feliz!
En ese momento
la música se volvía loca en su inmensidad.
—¡Una Galaxia
feliz, amigos míos, tal como representa el símbolo de la Puerta Wikket!
Las tres
columnas ya estaban claramente a la vista: tres pilares coronados por dos
tramos transversales de un modo que resultaba extrañamente familiar al perplejo
cerebro de Arthur.
—¡Los tres
pilares! —tronó el gran hombre—. ¡El Pilar de acero, que representa la Fuerza y
el Poder de la Galaxia!
Se encendieron
reflectores que ejecutaron una danza enloquecida sobre la columna de la
izquierda; era evidente que estaba hecha de acero o de algo parecido. La música
arremetía con ruidos sordos y chillones.
—¡El Pilar
Perspex —anunció el hombre inmenso—, que representa la fuerza de la Ciencia y
de la Razón en la Galaxia!
Otros focos se
movieron caprichosamente por la columna transparente de la derecha, creando en
ella dibujos deslumbrantes y un ansia repentina e inexplicable de tomar un
helado en el estómago de Arthur Dent.
—Y el Pilar de
Madera, que representa —prosiguió la voz tonante, que en ese momento se
enronqueció un poco, llena de sentimientos maravillosos— las fuerzas de la
Naturaleza y de la Espiritualidad.
Las luces
enfocaron la columna central. La música creció valerosamente al reino de la
abominación absoluta.
—¡Los tres
soportan —prosiguió la voz, alcanzando su punto culminante— el Arco Dorado de
la Prosperidad y el Arco Plateado de la Paz!
Toda la
estructura estaba entonces inundada de luces cegadoras y la música,
afortunadamente, había traspasado los limites de lo discernible. En lo alto de
las tres columnas, los dos arcos deslumbraban. Parecía haber tres chicas
sentadas encima de ellos, o tal vez representaran ángeles. Aunque a los ángeles
se les suele ver con más ropa.
De pronto hubo
un dramático silencio en lo que posiblemente representaba al Cosmos y las luces
se apagaron.
—No hay un
mundo —vibró la voz experta del hombre—, ni un solo mundo civilizado en la
Galaxia donde este símbolo no se reverencie incluso en nuestros días. Y
persiste en la memoria racial de mundos primitivos. ¡Esto es lo que destruyeron
las fuerzas de Krikkit, y esto es lo que ahora encierra su mundo hasta el fin
de la eternidad!
Y con un gesto
ceremonioso, el hombre mostró en sus manos un modelo de la Puerta Wikket. En
medio de aquel espectáculo absolutamente extraordinario resultaba muy difícil
estimar la escala, pero la maqueta parecía tener un metro de altura.
—Desde luego,
ésta no es la llave original. Como todo el mundo sabe, fue destruida, lanzada a
los remolinos incesantes del continuo espacio/tiempo, y se perdió para siempre.
Esta es una réplica admirable, hecha a mano por hábiles artesanos, amorosamente
ensamblada mediante antiguos secretos gremiales hasta formar un recuerdo que
vosotros estaríais orgullosos de poseer, en memoria de los que cayeron y en
homenaje a la Galaxia, a nuestra Galaxia, en cuya defensa murieron...
En ese momento,
Slartibartfast pasó flotando otra vez.
—Lo encontré
—anunció—. Podemos perdernos toda esta basura. No hagáis un gesto, eso es todo.
—Y ahora,
inclinemos la cabeza en señal de reparación —entonó la voz, que volvió a
repetirlo más de prisa y hacia atrás.
Las luces se
encendieron y apagaron, las columnas desaparecieron, la voz cotorreó al revés
hasta extinguirse, el Universo se recompuso de golpe a su alrededor.
—¿Habéis
comprendido lo esencial? —preguntó Slartibartfast.
—Estoy
asombrado —confesó Arthur—, y pasmado.
—Me he dormido
—dijo Ford, que apareció flotando en ese momento—. ¿Me he perdido algo?
Una vez más se
encontraron columpiándose a bastante velocidad al borde de un peñasco
angustiosamente alto. El viento les azotaba el rostro y soplaba por una
hondonada en donde los restos de una de las mayores y más potentes astronaves
de combate que jamás se construyeran en la Galaxia volvía a la existencia envuelta
en llamas. El cielo era rosa pálido y, a través de un color bastante curioso,
se convertía en azul hasta pasar a negro en lo alto. Abajo, el humo ascendía
con increíble rapidez.
Los
acontecimientos se sucedían ahora ante sus ojos con demasiada velocidad para
distinguirlos, y poco después, cuando una enorme nave de batalla pasó
vertiginosamente por su lado, comprendieron que aquél era el momento en que
habían llegado.
Pero ahora las
cosas marchaban con demasiada rapidez; era un borrón videotáctil que los hacía
pasar por siglos de historia galáctica, girando, retorciéndose, titilando. Sólo
se oía una vibración leve.
De cuando en
cuando, entre la tupida maraña de acontecimientos percibían catástrofes
apabullantes, grandes horrores, estremecimientos cataclísmicos que siempre se
relacionaban con ciertas imágenes recurrentes, las únicas que siempre se
destacaban con claridad entre la avalancha de vértigo histórico: una línea de
meta, una pelota pequeña y dura de color rojo, unos robots recios de color blanco
y un objeto menos claro, sombrío y neblinoso.
Pero también se
percibía claramente otra sensación del vibrante paso del tiempo.
Así como una
serie lenta de golpecitos pierde al acelerarse la claridad de cada ruidito
individual para adquirir poco a poco la calidad de un tono sostenido y
ascendente, de igual modo una serie de impresiones individuales cobraba
entonces un aspecto de emoción sostenida, aunque no fuese una emoción. Si lo
hubiese sido, no habría conmovido nada. Era odio; un odio implacable. Era frío;
no frío como el hielo, sino como una pared. Era impersonal; no como un puñetazo
lanzado al azar en medio de una multitud, sino como multas de aparcamiento
impuestas por ordenador. Y era mortal; no como una bala o un puñal, sino como
una pared de ladrillo en medio de una autopista.
Y así como un
tono creciente cambia de carácter y cobra armonía en el ascenso, del mismo modo
esa emoción que no conmovía parecía crecer hasta llegar a un grito
insoportable, aunque inaudible, adquiriendo un timbre de culpa y fracaso.
Y de pronto,
cesó.
Quedaron de pie
en la cima de una colina tranquila; era una tarde serena.
Se ponía el
sol.
A su alrededor,
una campiña verde, levemente ondulada, se extendía suavemente en la lejanía.
Los pájaros cantaban expresando lo que pensaban de todo aquello; la opinión
general parecía ser buena. A cierta distancia se oía el ruido de niños que
jugaban, y un poco más allá de donde provenía el ruido se veía el contorno de
un pueblo a la débil luz crepuscular.
El pueblo
parecía consistir fundamentalmente en edificios bastante bajos hechos de piedra
blanca. El cielo estaba lleno de curvas suaves y agradables.
El sol casi
había desaparecido.
Como de ninguna
parte, empezó a sonar música. Slartibartfast tiró de un interruptor y la música
cesó.
—Esto... —dijo
una voz.
Slartibartfast
tiró de otro interruptor y la voz calló.
—Os lo contaré
—dijo el anciano con voz queda.
El sitio era
tranquilo. Arthur estaba contento. Hasta Ford parecía animado. Caminaron un
trayecto corto en dirección al pueblo. La Ilusión Informática de la hierba era
agradable y primaveral bajo sus pies. La Ilusión Informática de las flores daba
un olor dulce y fragante. Sólo Slartibartfast parecía receloso y de mal humor.
Se detuvo y
levantó la vista.
A Arthur se le
ocurrió de pronto que, al haber llegado al final, por así decir, o más bien al
principio de todo el horror que acababan de presenciar de manera borrosa,
estaría a punto de ocurrir en alguna parte algo tan desagradable como idílico
era todo aquello. También él miró hacia arriba. No había nada en el cielo.
—No estarán a
punto de atacar, ¿verdad? —preguntó.
Sabía que
caminaba por una grabación, pero aun así se sentía alarmado.
—Nadie está a
punto de atacar esto —anunció Slartibartfast con una voz que temblaba de
emoción inesperada—. Aquí es donde empieza todo. Este es el lugar. Esto es
Krikkit.
Miró fijamente
al cielo.
De uno a otro
horizonte, de oriente a occidente, de norte a sur, el firmamento estaba
enteramente negro.
11
Pasos.
Zumbido.
—Encantada de
serle útil.
—Cierra el
pico.
—Gracias.
Más pasos.
Zumbido.
—Gracias por
hacer feliz a una sencilla puerta.
—Ojalá se te
pudran los diodos.
—Gracias. Que
tenga buen día.
Siguen los
pasos.
Zumbido.
—Es un placer
abrirme para usted...
—Piérdete.
—...y una
satisfacción el volverme a cerrar con la conciencia del trabajo bien hecho.
—He dicho que
te pierdas.
—Gracias por
escuchar este mensaje.
Más pasos.
—Va.
Zaphod dejó de
caminar. Hacía días que pateaba el Corazón de Oro, y hasta el momento ninguna
puerta le había dicho «va». No era lo que solían decir las puertas. Demasiado
conciso. Además, no había bastantes puertas. Sonó como si cien mil personas
hubieran dicho «va», y eso le dejó perplejo porque era el único ocupante de la
nave.
Estaba oscuro.
La mayoría de los aparatos secundarios de la nave estaban desconectados. El
Corazón de Oro se hallaba flotando a la deriva en una zona remota de la
Galaxia, en lo más hondo de la densa negrura del espacio. De manera que, ¿qué
clase de cien mil personas determinadas aparecerían en ese momento para decir
un «va» absolutamente inesperado?
Miró alrededor,
a un lado y a otro del pasillo. Todo estaba sumido en la oscuridad. Sólo se
veía el débil resplandor rosado de los marcos de las puertas, que al hablar
emitían vibraciones luminosas entre las sombras, aunque había intentado
impedírselo por todos los medios imaginables.
Las luces
estaban apagadas, de modo que sus cabezas podían dejar de mirarse, porque de
ordinario ninguna de ellas era especialmente una visión atractiva, y tampoco habían
mejorado desde que cometió el error de observar el interior de su alma.
En efecto,
había sido una equivocación.
Fue por la
noche, tarde, desde luego.
Había sido un
día difícil, claro.
En el aparato
de sonido de la nave sonaba música espiritual, por supuesto.
Y desde luego,
él estaba un poco borracho.
En otras
palabras, intervinieron todas las condiciones habituales que conducen a un
acceso de búsqueda espiritual, pero de todos modos fue un error.
Ahora, solo en
el silencio y oscuro pasillo, recordó el momento y se estremeció. Una de sus
cabezas miraba a un lado y otra en dirección contraria, y cada una de ellas
decidió que el camino adecuado era el opuesto.
Escuchó, pero
no oyó nada.
Lo único que
había oído era el «va».
Parecía un
viaje tremendamente largo sólo para llevar a una enorme cantidad de personas a
que dijeran una palabra.
Despacio y
nervioso, empezó a caminar en dirección al puente. Al menos, allí se encontraba
al mando de la situación. Volvió a detenerse. Se sentía de un modo que no podía
considerar como muy positivo para una persona que estuviera al mando de algo.
Según
recordaba, el primer sobresalto de aquel momento fue descubrir que tenía alma.
En realidad,
siempre había más o menos supuesto que sí poseía alma, puesto que tenía un acopio
completo de todo lo demás, aparte de dos cabezas, pero el encontrarse de
repente con esa idea agazapada en su interior le había dado un grave susto.
Y cuando
averiguó (ése fue el segundo sobresalto) que no se trataba de algo
absolutamente maravilloso casi le hizo verter la copa. La apuró rápidamente,
antes de que le ocurriera algo serio; a la copa, claro. A continuación se tomó
otra de un trago para que fuese detrás de la primera y comprobara que estaba
bien.
—Libertad —dijo
en voz alta.
En ese momento
entró Trillian en el puente y dijo varias cosas entusiastas sobre el tema de la
libertad.
—No puedo con
ella —comentó Zaphod en tono sombrío mientras daba cuenta de una tercera copa
para ver por qué la segunda aún no había informado del estado de la primera.
Miró indeciso a sus dos cabezas y prefirió la de la derecha.
Bebió otra copa
por la otra garganta con idea de que al pasar atajara a la otra, uniera fuerzas
con ella y juntas lograran que la segunda se recobrase. Luego, las tres irían
en busca de la primera, le darían buena conversación y tal vez la animarían
para cantar un poco.
No estaba
seguro de si la cuarta copa lo había entendido todo, de manera que bebió una
quinta para que explicara el plan con más detalle y una sexta como apoyo moral.
—Estás bebiendo
mucho —advirtió Trillian.
Sus cabezas
chocaron tratando de distinguir separadamente las cuatro que ahora veía en la
sola persona de ella. Se dio por vencido. Miró a la pantalla de navegación y
quedó asombrado al ver una cantidad de estrellas fenomenal.
—La emoción y
la aventura son cosas verdaderamente fantásticas —musitó.
—Mira —dijo
Trillian en tono afable, sentándose cerca de él—, es muy comprensible que te
sientas un poco perdido durante algún tiempo.
Zaphod la miró
sobresaltado. Nunca había visto que alguien se sentara en su propio regazo.
—¡Uf! —exclamó.
Tomó otra copa.
—Has concluido
la misión en la que has trabajado durante años.
—No he
trabajado en ella. He intentado evitarla.
—Pero la has
terminado.
—Creo que ella
ha acabado conmigo —repuso él—. Aquí me tienes; soy Zaphod Beeblebrox, puedo ir
a cualquier parte y hacer lo que me dé la gana. Tengo la nave más grandiosa que
surca el cielo conocido, una chica con quien parece que las cosas marchan muy
bien...
—¿Marchan bien?
—Por lo que yo
sé. No soy experto en relaciones personales...
Trillian enarcó
las cejas.
—Soy un tipo
estupendo —añadió Zaphod—, puedo hacer lo que se me antoje; sólo que no tengo
la menor idea de lo que quiero.
Hizo una pausa.
—De repente
—continuó—, una cosa ha dejado de llevar a otra.
En
contradicción con sus palabras, tomó otra copa y cayó al suelo deslizándose
graciosamente de la silla.
Mientras Zaphod
dormía, Trillian investigó un poco en el ejemplar de la nave de la Guía del
autoestopista galáctico. Ofrecía un consejo sobre la embriaguez:
—Adelante
—decía—, y buena suerte.
Había una
llamada al artículo referente al tamaño del Universo y a los modos de
arreglárselas con ello.
Luego encontró
el artículo sobre Han Wavel, un extraño planeta de vacaciones y una de las maravillas
del Universo.
Han Wavel es un
mundo que consiste fundamentalmente en fabulosos hoteles y casinos de
superlujo, todos los cuales se formaron por la erosión natural del viento y la
lluvia.
Las
probabilidades de que eso ocurra son de una entre infinito. Poco se sabe de
cómo ocurrió, porque ningún geofísico, perito en estadística de la
probabilidad, meteoroanalista o estudioso de extravagancias, que están tan
deseosos de investigarlo, puede permitirse una estancia en ese planeta.
Tremendo, pensó
Trillian para sí, y al cabo de unas horas la gran nave en forma de zapatilla
blanca avanzaba despacio por el cielo, bajo un sol ardiente y luminoso, hacia
un puerto espacial de arena vistosamente coloreada. Se veía que en tierra
causaba sensación la nave, y Trillian disfrutaba con ello. Oyó que Zaphod se
movía y silbaba en alguna parte de la nave.
—¿Cómo estás?
—preguntó Trillian por el circuito de intercomunicación general.
—Estupendamente
—contestó él en tono vivaz—, espléndidamente bien.
—¿Dónde estás?
—En el cuarto
de baño.
—¿Qué haces?
—Estar aquí.
Al cabo de una
o dos horas quedó claro que lo había dicho en serio, y la nave volvió a
remontarse sin haber abierto la escotilla una sola vez.
—¡Ea! —dijo
Eddie el Ordenador.
Trillian
asintió pacientemente con la cabeza, dio unos golpecitos con los dedos y pulsó
el interruptor del intercomunicador.
—Creo que la
diversión forzosa no es probablemente lo que necesitas en este momento.
—Probablemente
no —respondió Zaphod desde donde estuviera.
—Me parece que
un poco de desafío físico ayudaría a sacarte de ti mismo.
—Lo que te
parezca —contestó Zaphod.
«IMPOSIBILIDADES
RECREATIVAS» era el título que llamó la atención de Trillian un poco después,
cuando se sentó a hojear de nuevo la Guía; y mientras el Corazón de Oro se precipitaba
a velocidad improbable en una dirección indeterminada, tomó una taza de algo
imbebible preparado por el Distribuidor Numitrático de Bebidas, leyendo sobre
cómo volar.
La Guía del
autoestopista galáctico tiene esto que decir sobre el tema de volar:
El volar es un
arte o, mejor dicho, un don.
El don consiste
en aprender a tirarse al suelo y fallar.
Elija un día
que haga bueno —sugiere— e inténtelo.
La primera
parte es fácil.
Lo único que se
necesita es simplemente la habilidad de tirarse hacia adelante con todo el peso
del cuerpo, y buena voluntad para que a uno no le importe que duela.
Es decir,
dolerá si no se logra evitar el suelo.
La mayoría de
la gente no consigue evitar el suelo, y si de verdad lo intenta como es debido,
lo más probable es que no logra evitarlo de ninguna manera.
Está claro que
la segunda parte, la de evitar el suelo, es la que presenta dificultades.
El primer
problema es que hay que evitar el suelo por accidente. No es bueno tratar de
evitarlo deliberadamente, porque no se conseguirá. Hay que distraer de golpe la
atención con otra cosa cuando se está a medio camino, de manera que ya no se
piense en caer, o en el suelo, o en cuánto le va a doler a uno si no logra
evitarlo.
Es sumamente
difícil distraer la atención de esas tres cosas durante la décima de segundo
que uno tiene a su disposición. De ahí que fracasen la mayoría de las personas
y que finalmente se sientan decepcionadas de este deporte estimulante y
espectacular.
Sin embargo, si
se es lo suficientemente afortunado para quedar distraído justo en el momento
crucial por, digamos, unas piernas espléndidas (tentáculos, pseudopodia, según
el fílum y/o las inclinaciones personales), por una bomba que estalle cerca o
por la repentina visión de una especie sumamente rara de escarabajo que se
arrastre junto a un hierbajo próximo, entonces, para pasmo propio, se evitará
el suelo por completo y uno quedará flotando a pocos centímetros de él en una
postura que podría parecer un tanto estúpida.
Es éste un
momento de soberbia y delicada concentración.
Oscilar y
flotar, flotar y oscilar.
Ignore toda
consideración sobre su propio peso y déjese flotar más alto.
No escuche lo
que alguien le diga en ese momento, porque es improbable que sea algo de
provecho.
—¡Santo Dios,
no es posible que estés volando! —es el tipo de comentario que suele hacerse.
Es de
importancia vital no creerlo, o ese alguien tendrá razón de pronto.
Flote cada vez
más alto.
Intente unos
descensos en picado, suaves al principio, luego flote a la deriva sobre las
copas de los árboles respirando con normalidad.
NO SALUDE A
NADIE.
Cuando haya
hecho esto unas cuantas veces, descubrirá que el momento de distracción se
logra cada vez con mayor facilidad.
Entonces
aprenderá todo tipo de cosas sobre cómo dominar el vuelo, la velocidad, la
capacidad de maniobra, y el truco consiste normalmente en no pensar demasiado
en lo que uno quiere hacer, sino limitarse a dejar que ocurra como si fuese a
suceder de todos modos.
También
aprenderá a aterrizar como es debido, algo en que casi con seguridad fracasará,
y de mala manera, el primer intento.
Hay clubs
privados que enseñan a volar y en los que se puede ingresar, donde le ayudarán
a conseguir ese momento fundamental de distracción. Contratan a personas con
cuerpos u opiniones sorprendentes, chocantes para saltar de autobuses en marcha
y exhibirlos y/o explicarlos en los momentos críticos. Pocos autoestopistas
auténticos podrán permitirse el ingreso en tales clubs, pero algunos quizá
puedan conseguir un empleo temporal en ellos.
Trillian leyó
anhelosamente todo eso, pero decidió de mala gana que Zaphod no se encontraba
verdaderamente en el estado mental adecuado para tratar de volar, caminar a
través de montañas o para intentar que la administración pública de
Brantisvogan aceptara una tarjeta de cambio de dirección, que eran las demás
cosas enumeradas bajo el título de «Imposibilidades Recreativas».
En cambio,
dirigió la nave hacia Allosimanius Syneca, un mundo de hielo, nieve, belleza
violenta y frío apabullante. El viaje desde las llanuras nevadas de Liska a la
cumbre de las Pirámides de Cristal Helado de Sastantua es largo y agotador,
incluso con esquíes a reacción y un tiro de perros de nieve de Syneca, pero el
panorama que se ve desde las alturas, que dominan los helados ventisqueros de
Stin, la sierra del Prisma, de tenue resplandor, y las luces danzantes del
hielo, etéreas y remotas, es tal, que primero paraliza la mente para luego
lanzarla hasta horizontes de belleza desconocidos hasta entonces, y Trillian,
por no ir más lejos, sintió que le vendría bien que su mente se lanzara
despacio hacia horizontes de belleza desconocidos hasta entonces. Entraron en
una órbita de poca altura.
Bajo ellos se
extendía la blanca belleza plateada de Allosimanius.
Zaphod se quedó
en la cama con una cabeza metida bajo la almohada, mientras la otra se dedicaba
a hacer crucigramas hasta bien avanzada la noche.
Trillian volvió
a asentir pacientemente con la cabeza, contó hasta un número lo bastante
elevado y se dijo que lo importante ahora era hacer hablar a Zaphod.
A fuerza de
desactivar todos los robots sintomáticos de la cocina, preparó la comida más
fabulosamente deliciosa que pudo lograr: carnes delicadamente impregnadas de
aceite, frutas olorosas, quesos fragantes y vinos finos de Aldebarán.
Se lo llevó y
le preguntó si tenía ganas de comentar el asunto.
—Piérdete
—replicó Zaphod.
Trillian
asintió pacientemente, contó hasta un número aún más alto, apartó un poco la
bandeja, se dirigió a la cámara de transporte y se teledirigió a hacer
gárgaras.
Ni siquiera
programó coordenada alguna, no tenía la menor idea de a dónde iba, sólo se
marchó: una caprichosa hilera de puntos que circulaba por el Universo.
—Cualquier cosa
es mejor que esto —dijo para sí en el momento de marcharse.
—Buen trabajo
—murmuró Zaphod, que se dio la vuelta y no logró dormirse.
Al día
siguiente caminó inquieto por los corredores vacíos de la nave, pretendiendo
que no la buscaba, aunque sabía que no estaba. Ignoró las quejumbrosas
preguntas del ordenador, que quería saber qué demonios estaba pasando; le puso
una pequeña mordaza electrónica entre un par de terminales.
Al cabo de un
rato empezó a apagar las luces. No había nada que ver. No iba a pasar nada.
Una noche —y la
noche era prácticamente continua en la nave—, tumbado en la cama, decidió
dominarse y ver las cosas con cierta perspectiva. Se incorporó bruscamente y
empezó a vestirse. Decidió que en el Universo debía haber alguien más
desgraciado, miserable y abandonado que él mismo, y se determinó a buscarlo y
encontrarlo.
A medio camino
del puente se le ocurrió que podía ser Marvin, y volvió a la cama.
Pocas horas
después de esto fue cuando recorría desconsolado los pasillos oscuros
maldiciendo a las alegres puertas y al oír el «va» se puso muy nervioso.
Estaba en
tensión. Se apoyó en la pared del pasillo y frunció el ceño como alguien que
tratara de enderezar un sacacorchos a fuerza de telequinesis. Dejó las huellas
de los dedos en la pared y notó una vibración extraña. Ahora oía con toda
claridad ruidos leves. Y también distinguía su procedencia: venían del puente.
Movió la mano a lo largo de la pared y llegó a algo que se alegró de encontrar.
Siguió avanzando un poco más, en silencio.
—¿Ordenador?
—musitó.
—¿Mmmm?
—contestó con la misma discreción la terminal del ordenador que estaba más
cerca de él.
—¿Hay alguien
en la nave?
—Mmmmm —dijo el
ordenador.
—¿Quién es?
—Mmmmm mmm mm
mmmmmmm.
—¿Qué?
—Mmmmm mmmm mm
mmmmmmm.
Zaphod se tapó
una de las caras con las manos.
—¡Oh, Zarquon!
—masculló.
Miró por el
pasillo hacia la entrada del puente; de ese tramo oscuro venían otros ruidos
más decididos, y allí era donde estaban situadas las terminales amordazadas.
—Ordenador
—susurró de nuevo.
—¿Mmmmm?
—Cuando te
quite la mordaza...
—Mmmmm.
—Recuérdame que
me dé un puñetazo en la boca.
—¿Mmmmm mmm?
—En cualquiera
de las dos. Ahora dime una cosa. Una vez para sí, dos para no. ¿Hay peligro?
—Mmmm.
—¿Lo hay?
—Mmmm.
—¿No has dicho
«mmmm» dos veces?
—Mmmm mmmm.
—Hummm.
Avanzó muy
despacio por el corredor, como si más bien retrocediera en sentido contrario,
cosa que era cierta.
Se hallaba a
unos dos metros del puente cuando de pronto comprendió horrorizado que la
puerta iba a mostrarse amable con él, y se detuvo en seco. No había podido
desconectar los circuitos de cortesía de las puertas.
La que daba al
puente quedaba oculta a la vista por la rechoncha y excitante forma que se
había dado al puente para que describiera una curva, y por eso esperaba entrar
sin que le vieran.
Desalentado,
volvió a apoyarse en la pared y dijo unas palabras que sorprendieron
sobremanera a su otra cabeza.
Atisbó el débil
resplandor rosado del marco de la puerta y descubrió que en la oscuridad del
pasillo podía distinguir a duras penas el Campo Sensorio que se extendía por el
corredor y decía a la puerta cuándo había alguien para que se abriera y le
hiciese una observación agradable y simpática.
Se apretó bien
contra la pared y se acercó a la puerta, encogiendo el pecho todo lo que podía
para no rozar con el debilísimo perímetro del campo. Contuvo el aliento y se
felicitó por el mal humor que le hizo quedarse en la cama durante los últimos
días en lugar de ordenar sus sentimientos en los aparatos ensanchadores de
pecho del gimnasio de la nave.
Comprendió que
iba a tener que hablar en aquel momento. Hizo una serie de respiraciones muy
someras, y luego, tan rápida y calladamente como pudo, dijo:
—Puerta, si me
puedes oír, dímelo en voz muy, muy baja.
—Le oigo
—murmuró la puerta en voz muy, muy baja.
—Bien. Ahora,
dentro de un momento, voy a pedirte que te abras. Cuando lo hagas, no quiero
que digas que estás muy contenta de abrirte, ¿entendido?
—Entendido.
—Y tampoco
quiero que me digas que he hecho muy feliz a una sencilla puerta, o que es un
placer abrirte para mí y una satisfacción volver a cerrarte con la conciencia
del trabajo bien hecho, ¿vale?
—Vale.
—Y no quiero
que me desees que pase un buen día, ¿comprendes?
—Comprendo.
—Muy bien —dijo
Zaphod, poniéndose en tensión—, ábrete.
La puerta se
abrió en silencio. Zaphod la cruzó con calma. La puerta se cerró discretamente
a sus espaldas.
—¿Es así como
quería, mister Beeblebrox? —preguntó la puerta a voz en grito.
—Quiero que se
imaginen —dijo Zaphod al grupo de robots blancos que en aquel momento se dieron
la vuelta para mirarle —que tengo en la mano una pistola Mat-O-Mata sumamente
potente.
Hubo un
silencio enormemente frío y feroz. Los robots le observaban con ojos horribles,
sin expresión. Estaban muy quietos. Había en su aspecto algo muy macabro,
especialmente para Zaphod, que nunca había visto antes a ninguno y ni siquiera
había oído hablar de ellos. Las Guerras de Krikkit pertenecían al pasado remoto
de la Galaxia, y Zaphod había pasado la mayor parte de las clases de historia
antigua pensando en cómo acostarse con la chica que estaba en el cibercubículo
vecino al suyo, y como el ordenador que le enseñaba formaba parte integrante de
su plan, al final se borraron todos los circuitos de historia y quedaron
sustituidos por una serie de ideas completamente diferentes con el resultado de
que las borraron y las mandaron a una casa para Cibermats Degenerados, a donde
les siguió la chica, que sin darse cuenta se enamoró perdidamente de la
infortunada máquina, con el resultado de que a) Zaphod nunca se acercó a ella y
b) de que se perdió un período de historia antigua que en este momento le
habría sido de un valor inestimable.
Los miró
fijamente, pasmado.
Era imposible
explicar por qué, pero sus cuerpos blancos, lisos y pulidos, parecían la
encarnación del mal puro y clínico. Desde sus ojos horriblemente inexpresivos a
sus poderosos pies sin vida, constituían claramente el producto calculado de
una mente que simplemente deseaba matar. Zaphod tragó saliva, espantado.
Habían
desmantelado parte de la pared posterior del puente, abriendo un paso hacia
algunas partes vitales del interior de la nave. Con una nueva y peor sensación
de sobresalto, Zaphod vio entre el laberinto de escombros que estaban abriendo
un túnel hacia el corazón mismo de la nave, al núcleo de la Energía de la
Improbabilidad que de modo tan misterioso había surgido de la nada, al propio
Corazón de Oro.
El robot más
próximo a él lo observaba de tal modo que parecía medir hasta la partícula más
pequeña de su cuerpo, de su intelecto y de sus aptitudes. Y al hablar, sus
palabras parecieron transmitir tal impresión. Antes de pasar a lo que dijo,
conviene recordar en este momento que Zaphod era el primer ser orgánico
viviente que oía hablar a una de aquellas criaturas durante un espacio de más
de diez billones de años. Si hubiese prestado mayor atención a sus clases de historia
antigua y menos a su ser orgánico, se habría sentido más impresionado por tal
honor.
La voz del
robot era como su cuerpo, fría, bruñida y sin vida. Casi poseía un tono áspero
y culto. Parecía tan antigua como en realidad era.
—Tienes en la
mano una pistola Mat-O-Mata sumamente potente —dijo el robot.
Zaphod no
comprendió por un instante lo que quería decir, pero luego se miró la mano y
sintió alivio al ver que lo que había encontrado en una abrazadera de la pared
era realmente lo que había pensado.
—Sí —repuso con
una especie de mueca de alivio, cosa que resultaba bastante difícil—, bueno, no
quisiera exigirle demasiado de tu imaginación, robot.
Nadie dijo nada
durante un rato, y Zaphod comprendió que los robots no habían ido a entablar
conversación, que eso le correspondía a él.
—No puedo dejar
de observar que habéis aparcado vuestra nave —dijo, indicando en la dirección
adecuada con una de sus cabezas— en medio de la mía.
Nadie lo negó.
Sin atender a ninguna clase de apropiado comportamiento dimensional, se
limitaron a materializar su nave en el lugar preciso en que querían, lo que
significaba que estaba encajada en el interior del Corazón de Oro como si no
fuera más que un peine metido en otro.
Tampoco
respondieron a eso y Zaphod se preguntó si la conversación cuajaría llevándola
en forma de preguntas.
—¿No es así?
—añadió.
—Sí —contestó
el robot.
—Pues..., vale
—dijo Zaphod—. ¿Y qué estáis haciendo aquí, tíos?
Silencio.
—Robots —corrigió Zaphod—. ¿Qué estáis haciendo aquí, robots?
—Hemos venido
por el Oro del Arco —contestó el robot con su voz áspera.
Zaphod asintió.
Movió la pistola invitando a que le dieran más explicaciones. El robot pareció
entenderlo.
—El Arco de Oro
es parte de la Llave que buscamos —prosiguió el robot— para liberar a nuestros
Amos de Krikkit.
Zaphod asintió
de nuevo. Volvió a balancear la pistola.
—La Llave se
desintegró en el tiempo y en el espacio —continuó el robot—. El Arco de Oro
está engastado en el motor que impulsa tu nave. Al reconstruirlo se
transformará en la Llave. Nuestros Amos serán liberados. El Reajuste Universal
continuará.
Zaphod volvió a
asentir.
—¿De qué
hablas? —preguntó.
Una expresión
levemente apenada pareció surgir en el rostro totalmente inexpresivo del robot.
Era como si la conversación le resultara deprimente.
—Destrucción
—explicó, y repitió—: Buscamos la Llave; ya tenemos el Pilar de Madera, el
Pilar de Acero y el Pilar Perspex. Dentro de un momento tendremos el Arco de
Oro...
—No, no lo
tendréis.
—Lo
conseguiremos —aseguró el robot.
—No, no lo tendréis.
Eso hace que mi nave funcione.
—Dentro de un
momento —repitió pacientemente el robot— tendremos el Arco de Oro...
—No lo tendréis
—declaró Zaphod.
—Y luego nos
marcharemos —dijo el robot con toda seriedad— a una fiesta.
—¡Ah! —exclamó
Zaphod, sorprendido—. ¿Puedo acompañaros?
—No —repuso el
robot—. Vamos a disparar contra ti.
—¿Ah, sí? —dijo
Zaphod moviendo la pistola.
—Sí —confirmó
el robot.
Le dispararon.
Zaphod quedó
tan sorprendido que tuvieron que dispararle otra vez antes de que tocara el suelo.
12
—¡Chsss! —dijo
Slartibartfast—. Atentos, escuchad.
La noche ya
había caído sobre el viejo Krikkit. El cielo estaba negro y vacío. La única luz
procedía del pueblo cercano, de donde la brisa traía suavemente rumores
agradables de vida en común. Se pararon bajo un árbol que les envolvió con su
fuerte fragancia. Arthur se puso en cuclillas y sintió la Ilusión Informática
del suelo y de la hierba, que le recorrió los dedos. El suelo parecía sólido y
fértil; la hierba, fuerte. Era difícil rechazar la impresión de que se trataba
de un lugar absolutamente delicioso en todos los aspectos.
Sin embargo, el
cielo estaba sumamente vacío y a Arthur le pareció que enviaba cierto
escalofrío sobre el paisaje idílico, aunque normalmente invisible. Pero pensó
que era cuestión de a lo que uno estuviera acostumbrado.
Sintió un
golpecito en el hombro y levantó la vista. Slartibartfast llamaba calladamente
su atención sobre algo que estaba al otro lado de la colina. Miró y apenas
distinguió unas luces mortecinas que danzaban y oscilaban moviéndose despacio
en su dirección.
Al aproximarse,
también se oyó un rumor y pronto resultó que el débil resplandor y los ruidos
eran un pequeño grupo de personas que volvían a sus casas caminando desde la
colina hacia el pueblo.
Pasaron muy
cerca de los que acechaban bajo el árbol, moviendo faroles que hacían describir
a las luces una danza suave y extravagante entre los árboles y sobre la hierba,
charlando alegremente y cantando una canción sobre lo bonito y maravilloso que
era todo, lo felices que eran, cuánto disfrutaban trabajando en la granja y lo
agradable que resultaba volver a casa y ver a sus mujeres e hijos, con un
estribillo melodioso referente al aroma especialmente fragante que las flores
despedían en aquella época del año y a que era una pena que el perro hubiese
muerto mirándolas de tanto como le gustaban.
Arthur casi se
imaginó a Paul McCartney sentado, una noche, junto a la chimenea con los pies
en alto tarareándosela a Linda y pensando en qué comprar con las ganancias,
decidiéndose probablemente por Essex.
—Los Amos de
Krikkit —murmuró Slartibartfast en tono sepulcral.
Al venir esa
observación tan seguida de su pensamiento acerca de Essex, Arthur sufrió un
momento de confusión. Luego la lógica de la situación se impuso por sí misma en
su mente dispersa y descubrió que seguía sin entender lo que había querido
decir el anciano.
—¿Cómo?
—preguntó.
—Los Amos de
Krikkit —repitió Slartibartfast, y si antes su voz tenía un tono sepulcral,
ahora parecía la de algún habitante del Hades con bronquitis.
Arthur observó
al grupo y trató de sacar algún sentido de la poca información de que disponía
hasta el momento.
Aquellas
personas eran claramente extrañas, aunque sólo fuese porque eran un poco altos,
delgados, angulares y tan pálidos que casi parecían blancos, pero por lo demás
tenían un aspecto bastante agradable; un poco raro, tal vez, uno no quisiera
necesariamente pasar un viaje largo en autocar con ellos, pero el caso era que
si distaban en cierto modo de ser gente buena y honrada, quizá fuese en el
sentido de que eran muy simpáticos en vez de no serlo de manera suficiente. Así
que, ¿a qué venía el áspero ejercicio pulmonar de Slartibartfast, que parecía
más apropiado para un anuncio radiofónico de esas desagradables películas en
que los operarios de una sierra de cadena se llevan trabajo a casa?
Entonces, es
que eso de Krikkit era algo serio. No había caído en la relación existente
entre lo que él conocía como criquet y lo que...
Slartibartfast
interrumpió sus pensamientos como si presintiera lo que pasaba por su mente.
—El juego que
tú conoces como criquet —dijo con una voz que parecía perdida entre pasajes
subterráneos— no es más que un curioso capricho de la memoria racial, que puede
conservar imágenes vivas en la mente eones después de que su significado
verdadero se haya perdido en la niebla del tiempo. De todas las razas de la
Galaxia, sólo la inglesa podía revivir el recuerdo de las guerras más horribles
que dividieron el Universo y transformarlo en un juego que, según me temo, se
considera generalmente como absurdo e incomprensiblemente aburrido.
—A mí me gusta
mucho —añadió—, pero a ojos de la mayoría de la gente, sois involuntariamente
culpables del mal gusto más grotesco. Sobre todo por eso de la pelotita roja
que llega a la meta; eso es muy desagradable.
—Hum —dijo
Arthur con el ceño fruncido en actitud reflexiva para indicar que sus sinapsis
cognitivas se las arreglaban con el comentario lo mejor que podían—, hum.
—Y estos
—anunció Slartibartfast, otra vez en tono abovedado y gutural, al tiempo que
señalaba al grupo de hombres de Krikkit, que ya los habían sobrepasado— son los
que empezaron todo, que volverá a iniciarse esta noche. Vamos, los seguiremos y
veremos por qué.
Salieron de
debajo del árbol y siguieron al alegre grupo por el oscuro sendero de la
colina. Su instinto natural hizo que fueran tras su presa de forma silenciosa y
furtiva aunque, como iban caminando simplemente por una grabación de Ilusión
Informática, bien podían teñirse de azul y tocar la tuba por toda la atención
que los perseguidos les prestaban.
Arthur observó
que un par de miembros del grupo cantaban ahora una canción diferente. La
melodía les llegó a través del suave aire nocturno; era una dulce balada
romántica que habría asegurado Kept y Sussex para McCartney poniéndole en
buenas condiciones para hacer una oferta razonable por Hampshire.
—Sin duda tú
debes saber lo que está a punto de ocurrir —dijo Slartibartfast.
—¿Yo? —repuso Ford—. No.
—¿No estudiaste
de niño Historia Antigua de la Galaxia?
—Estuve en el
cibercubículo de detrás de Zaphod —explicó Ford—; era muy distraído. Lo que no
significa que no aprendiera algunas cosas bastante sorprendentes.
En ese momento
Arthur notó una extraña peculiaridad en la canción que cantaba el grupo. La
melodía, que habría instalado sólidamente a McCartney en Winchester haciéndole
mirar con resolución desde el Test Valley al rico botín de New Forest, tenía
una letra curiosa. El compositor se refería a la cita con una chica no «bajo la
luna» ni «bajo las estrellas», sino «sobre la hierba», lo que pareció a Arthur
un poco prosaico. Luego volvió a mirar al cielo, sorprendentemente vacío, y
tuvo la clara sensación de que eso debía tener una importancia especial: ojalá
pudiera saber cuál. Le dio la impresión de estar solo en el Universo, y lo
dijo.
—No —repuso
Slartibartfast apretando un poco el paso—, la gente de Krikkit nunca ha
considerado que está «sola en el Universo». Mira, están envueltos en una Nube
de Polvo, con su único sol y su único mundo, y se encuentran justo en el
extremo más oriental de la Galaxia. Debido a la Nube de Polvo, nunca ha habido
nada que ver en el cielo. De noche está enteramente vacío. Durante el día hace
sol, pero como no se le puede mirar de frente, no lo hacen. Apenas prestan
atención al cielo. Es como si tuviesen un punto ciego que se extendiera 180
grados de horizonte a horizonte.
»Y la razón por
la que nunca han pensado en que «estamos solos», es que hasta esta noche no se
enterarán de la existencia del Universo. Hasta esta noche.
Siguió andando,
dejando que las palabras resonaran en el aire tras él.
—Figúrate
—continuó—, ni siquiera pensar en que «estamos solos», sólo porque a ti nunca
se te ha ocurrido que existe otro modo de estar.
Volvió a
avanzar.
—Me parece que
esto va a resultar un poco desconcertante —añadió.
Al decir eso
oyeron un trueno agudo, muy tenue, por encima de sus cabezas, en el cielo
vacío. Levantaron la vista, alarmados, pero durante unos instantes no vieron
nada.
Luego Arthur
notó que delante de ellos los del grupo habían oído el ruido, pero que ninguno
parecía saber qué era. Se miraban mutuamente; consternados, pasaban la vista de
izquierda a derecha, hacia adelante, hacia atrás, e incluso al suelo. No se les
ocurrió mirar arriba.
La profundidad
del horror y del sobresalto que manifestaron unos instantes después, cuando los
restos llameantes de una nave espacial cayeron retumbando del cielo para
estrellarse a unos setecientos metros de donde ellos estaban, era algo que
había que haber estado allí para verlo.
Unos hablan en
tonos apagados del Corazón de Oro, otros de la Astronave Bistromática.
Muchos hablan
de la legendaria y gigantesca Titanic Espacial, nave de travesía fastuosa y
señorial botada en las grandes factorías navales de Artrifactovol; y no les
falta motivo.
Era de una
belleza sensacional, increíblemente alta, y con unas instalaciones más
agradables que las de cualquier nave de lo que queda de la historia (véase más
abajo la nota sobre la Campaña en pro del tiempo real), pero tuvo la desgracia
de que su construcción se llevó a cabo en los primeros días de la Física de la
Improbabilidad, mucho antes de que esa difícil y abominable rama del
conocimiento fuese plenamente, o un poco, entendida. En su inocencia, los
proyectistas e ingenieros decidieron incorporarle un prototipo de Campo de la
Improbabilidad con la supuesta intención de garantizar que era Infinitamente
Improbable que alguna parte de la nave se estropeara alguna vez.
No
comprendieron que, debido a la naturaleza circular y casi recíproca de todos
los cálculos de Improbabilidad, era bastante factible que casi de inmediato
ocurriese algo Infinitamente Improbable.
La Titanic
Espacial ofrecía un aspecto monstruosamente bello mientras estaba fondeada como
una ballena plateada del megavacío arcturiano entre la tracería iluminada por
láser de los puentes de las grúas: una nube reluciente de alfileres y agujas
luminosos frente a la honda negrura interestelar; pero al despegar, ni siquiera
logró lanzar su primer mensaje por radio, un SOS, antes de sufrir un súbito,
gratuito y absoluto fracaso existencial.
Sin embargo, el
mismo acontecimiento que vio el desastroso fracaso de una ciencia en su
infancia, también presenció la apoteosis de otra. Se demostró de manera
concluyente que el número de gente que vio el reportaje televisivo en tres
dimensiones de la botadura era mayor del que existía realmente en la época, lo
que en la actualidad se ha reconocido como el mayor logro jamás alcanzado por
la ciencia de la investigación de audiencia.
Otro
acontecimiento espectacular para los medios de comunicación fue la supernova
por la que horas después pasó la estrella Ysllodins. Allí es donde viven o, más
bien, vivían los propietarios de las más importantes empresas de seguros de la
Galaxia. Pero mientras de esas naves, y de otras grandiosas que vienen a la
cabeza, como la Flota Galáctica de Combate —el GSS Temerario, el GSS Audacia y
el GSS Locura Suicida—, se habla mucho, con respeto, orgullo, entusiasmo,
cariño, admiración, pesadumbre, celos, resentimiento y, de hecho, con la mayoría
de las mejores emociones conocidas, la que normalmente despierta mayor asombro
es Krikkit Uno, la primera nave espacial que jamás construyera el pueblo de
Krikkit.
No porque fuese
una nave maravillosa, que no lo era.
Era un extraño
montón de algo semejante a chatarra. Parecía que lo habían aplastado en algún
patio, y en ese lugar fue precisamente donde lo aplastaron. Lo asombroso no era
que la nave estuviera bien construida (no lo estaba), sino que llegara a
construirse. El período de tiempo transcurrido entre el momento en que la gente
de Krikkit descubrió que había una cosa llamada espacio y la botadura de su
primera nave espacial, fue casi exactamente de un año.
Mientras se
abrochaba el cinturón de seguridad, Ford Prefect se sintió sumamente agradecido
de que aquello no fuese más que otra Ilusión Informática y de que en
consecuencia se encontrara completamente a salvo. En la vida real no habría
puesto el pie en aquella nave ni por todo el vino de arroz de China. Una de las
frases que le vinieron a la cabeza fue: «Extremadamente insegura»; y otra:
«¿Puedo bajarme, por favor?»
—¿Va a volar
esto? —inquirió Arthur, lanzando miradas sombrías por las tuberías atadas con
cuerdas y por los alambres que festoneaban el atestado interior de la nave.
Slartibartfast
le aseguró que sí, que se hallaban perfectamente a salvo, que todo iba a ser
muy instructivo y nada desolador. Ford y Arthur decidieron relajarse y quedar
desolados.
—¿Por qué no
volverse loco? —comentó Ford.
Delante de
ellos y, desde luego, totalmente ignorantes de su presencia por la. mismísima
razón de que en realidad no se encontraban allí, estaban los tres pilotos. Eran
también los constructores de la nave. Habían estado aquella noche en el sendero
de la colina cantando canciones enteramente tiernas. Sus cerebros quedaron
levemente trastornados por la cercana colisión de la nave desconocida. Pasaron
semanas arrancando hasta el último y minúsculo secreto de los restos de aquella
nave chamuscada, sin dejar de cantar alegres cancioncillas de destripar
astronaves. Aquélla era su nave, y en aquel momento también cantaban por ello,
expresando el doble gozo del logro y de la propiedad. El estribillo era un poco
conmovedor, describía la pena que el trabajo les había deparado durante tantas
horas en el garaje, lejos de la compañía de sus mujeres e hijos, que les habían
echado muchísimo de menos pero que habían mantenido su alegría contándoles
historias interminables de lo bien que estaba creciendo el perrito.
¡Zas!,
despegaron.
Surcaron el
espacio con estrépito, como si la nave supiera exactamente lo que estaba
haciendo.
—De ningún modo
—dijo Ford poco después de que se recobraran del sobresalto de la aceleración,
cuando salían de la atmósfera del planeta; e insistió—: En modo alguno termina
nadie de proyectar y construir en un año una nave como ésta, por mucho
entusiasmo que tenga. No lo creo. Demostrádmelo y seguiré sin creerlo.
Meneó la cabeza
con aire pensativo y por un minúsculo ojo de buey contempló la nada del
exterior.
Durante un rato
no hubo incidentes en la travesía y Slartibartfast les tuvo pendientes de ella.
Sin embargo,
muy pronto llegaron al perímetro interior de la Nube de Polvo, esférica y
profunda, que envolvía el sol y su planeta natal, ocupando, por así decir, la
siguiente órbita exterior.
Era como si se
hubiese producido un cambio paulatino en la textura y consistencia del espacio.
Ahora parecía que la oscuridad se desgarraba en ondas a su paso. La negrura del
cielo nocturno de Krikkit era densa, vacía y helada.
La frialdad, la
densidad y el vacío atenazaron lentamente el corazón de Arthur, que captó en lo
más hondo los sentimientos de los pilotos, suspendidos en el aire como una
gruesa carga estática. En aquel momento se hallaban en la frontera misma de la
conciencia histórica de su raza. Era el límite exacto más allá del cual jamás
habían especulado, o ni siquiera sabido que hubiese especulación alguna que
hacer.
La oscuridad de
la nube dio un bofetón a la nave. En su interior se encerraba el silencio de la
historia. Su misión histórica consistía en averiguar si había algo o alguien al
otro lado del cielo, desde donde pudieran llegar los restos de la nave, tal vez
otro mundo extraño e incomprensible, aunque esa idea pertenecía a las estrechas
mentes que habían vivido bajo el cielo de Krikkit.
La Historia se
replegaba para asestar otro golpe.
La oscuridad
seguía orlándose a su paso, el vacío se tragaba las sombras. Parecía cada vez
más próxima, cada vez más densa, cada vez más honda. Y de pronto desapareció.
Salieron de la
nube.
Vieron las gemas
titilantes de la noche en su polvo infinito y sus cabezas cantaron de miedo.
Siguieron
volando durante un rato, inmóviles frente a la extensión estrellada de la
Galaxia, quieta ella misma frente a la infinita extensión del Universo. Y
entonces dieron la vuelta.
—Tenía que
pasar —dijeron los hombres de Krikkit al dirigirse de vuelta a casa.
En la travesía
de vuelta cantaron una serie de canciones melodiosas y reflexivas sobre los
temas de la paz, la justicia, la moral, la cultura, el deporte, la vida de familia
y la destrucción de todas las demás formas de vida.
13
—Así que ya
veis lo que pasa —dijo Slartibartfast moviendo despacio su café artificialmente
fabricado, y en consecuencia agitando también la vorágine de intersecciones
entre números reales e irreales, entre las percepciones interactivas de la
mente y del Universo, para generar de ese modo las matrices reestructuradas de
la subjetividad implícitamente— desarrollada que permitieran a su nave volver a
componer el concepto mismo de tiempo y espacio.
—Sí —dijo
Arthur.
—Sí —repitió
Ford.
—¿Qué hago con
este trozo de pollo? —preguntó Arthur.
Slartibartfast
le miró con gravedad.
—Juega con él
—recomendó—. Juega con él.
Hizo una
demostración con su propia tajada.
Arthur hizo lo
mismo y sintió el leve estremecimiento de una función matemática que vibraba
por el muslo de pollo mientras se movía en cuatro dimensiones por donde
Slartibartfast le había asegurado que era un espacio pentadimensional.
—De la noche a
la mañana —explicó Slartibartfast—, todo el pueblo de Krikkit pasó de ser
encantador, delicioso, inteligente...
—...aunque
extravagante... —intercaló Arthur.
—...y normal y
corriente —prosiguió Slartibartfast—, a ser un pueblo encantador, delicioso,
inteligente...
—...extravagante...
—...y loco de
xenofobia. La idea de Universo no encajaba en su concepción del mundo, por
decirlo así. No pudieron asimilarla, sencillamente. Y así, por encantador,
delicioso, inteligente y extravagante, si quieres, que fuesen, decidieron
destruirlo. ¿Qué ocurre ahora?
—No me gusta
mucho este vino —dijo Arthur, olisqueándolo.
—Pues
devuélvelo. Todo forma parte de su elemento matemático.
Así lo hizo
Arthur. No le gustó la topografía de la sonrisa del camarero, pero el dibujo
lineal nunca le había gustado de todos modos.
—¿A dónde
vamos? —preguntó Ford.
—Volvemos a la
Cámara de Ilusiones Informáticas —contestó Slartibartfast, levantándose y
limpiándose la boca con la representación matemática de una servilleta de
papel—, a ver la segunda parte.
14
—El pueblo de
Krikkit —dijo su Ilustrísima Supremacía Sentenciatoria, el juez Pag DIMUSO (el
Docto, Imparcial y Muy Sosegado), presidente de la junta de jueces en el juicio
contra los crímenes de guerra de Krikkit— es, bueno, ya saben, no es más que
una pandilla de tipos verdaderamente encantadores, ya saben, que da la
casualidad de que quieren matar a todo el mundo. Demonios, yo me siento del
mismo modo algunas mañanas. Mierda. Vale —prosiguió, poniendo los pies sobre el
banco de enfrente y haciendo una pequeña pausa para quitarse un hilito de sus
Playeras de Gala—, de manera que no es preciso que quieran ustedes compartir la
Galaxia con esos tipos.
Eso era cierto.
El ataque de
Krikkit contra la Galaxia había sido pasmoso. Miles y miles de enormes
astronaves de combate saltaron súbitamente del hiperespacio y atacaron
simultáneamente a miles y miles de planetas importantes, apoderándose primero
de los suministros materiales necesarios para construir la segunda oleada que
aniquilaría tales mundos, borrándolos del mapa.
La Galaxia, que
había disfrutado de un insólito período de paz y de prosperidad, se tambaleó
como alguien a quien atracan en un prado.
—Quiero decir
—prosiguió el juez Pag lanzando una mirada alrededor de la sala, enorme y
ultramoderna (eso fue hace diez billones de años, cuando «ultramoderno»
significaba mucho acero inoxidable y cemento blanqueado)— que esos tipos son
simplemente unos obsesos.
Eso también era
cierto, y es la única explicación que hasta el momento ha logrado dar
cualquiera para la increíble velocidad con que el pueblo de Krikkit emprendió
su nuevo y único propósito: la destrucción de todo lo que no fuese Krikkit.
También es la
única explicación de su sorprendente y repentina adquisición de toda la
hipertecnología necesaria para construir miles de naves y millones de robots
blancos, de efectos mortíferos.
Estos habían
verdaderamente sembrado el terror entre quienes se cruzaban en su camino,
aunque en la mayoría de los casos el terror duraba muy poco tiempo, igual que
la persona que lo padecía. Eran máquinas de guerra voladoras, feroces,
testarudas. Empuñaban formidables bastones de batalla de múltiples usos, que si
se esgrimían en una dirección derribaban edificios; si se movían en otra,
disparaban burbujeantes rayos Omni-Destruct-O-Mato; si se manipulaban en otro
sentido, lanzaban un horrible arsenal de granadas, que iban desde artefactos
incendiarios de menor importancia hasta dispositivos hipernucleares Maxi
Slorta, que podían hacer desaparecer un sol grande. Las bombas se cargaban al
simple contacto con los palos, que al mismo tiempo las lanzaban con precisión
fenomenal a distancias que variaban entre unos metros y centenares de miles de
kilómetros.
—Vale —repitió
el juez Pag—, asi que ganamos.
Hizo una pausa
y mascó un trozo de chicle.
—Vencimos
—insistió—, pero no fue algo grandioso. Me refiero a que era una galaxia de
tamaño medio contra un mundo pequeño, y ¿cuánto tiempo tardamos? ¿Amanuense del
Tribunal?
—¿Señoría?
—dijo el grave hombrecillo de negro, levantándose.
—¿Cuánto
tiempo, muchacho?
—Es un poco
difícil, señoría, ser exacto en este asunto. El tiempo y la distancia...
—Tranquilícese,
hombre, sea vago.
—No me gusta
ser vago, señoría, en tal...
—Muerde la bala
y adelante.
El amanuense
del Tribunal le miró y pestañeó. Era evidente que, como la mayoría de los que
ejercían la profesión legal en la Galaxia, consideraba al juez Pag (o Zipo
Bibrok 5 X 108, tal como se le conocía, inexplicablemente, por su nombre
privado) como un personaje bastante penoso. Estaba claro que era un
sinvergüenza y una persona vulgar. Parecía creer que el hecho de que poseyera
la mentalidad jurídica más fina que jamás se descubriera, le daba derecho a
comportarse como le diera la gana y, lamentablemente, es posible que tuviera
razón.
—Pues, bien,
señoría, en sentido muy aproximado, dos mil años —murmuró el amanuense en tono
desconsolado.
—¿Y a cuántos
tipos les dieron mulé?
—A dos
grillones, señoría.
El amanuense se
sentó. Si en ese momento se le hubiera hecho una fotografía hidrospéctica, se
habría visto que emanaba un poco de vapor.
El juez Pag
volvió a mirar alrededor de la sala, donde se congregaban centenares de altos
funcionarios de toda la administración galáctica, con sus uniformes o cuerpos
de gala, según el metabolismo y la costumbre. Tras una pared de Cristal
Indestructible se erguía un grupo representativo del pueblo de Krikkit, mirando
con odio tranquilo y cortés a todos los extranjeros reunidos para pronunciar un
veredicto contra ellos. Era la ocasión más trascendental de la historia
judicial, y el juez Pag era consciente de ello.
Se quitó el
chicle y lo pegó debajo de la silla.
—Eso es un
montonazo de fiambres —declaró con calma.
El sombrío
silencio de la sala parecía concordar con tal opinión.
—Así que, como
he dicho, son una pandilla de tipos verdaderamente encantadores, pero ustedes
no querrían compartir la Galaxia con ellos si siguen con lo mismo y no van a
aprender a tranquilizarse un poco. Y es que íbamos a estar nerviosos todo el
tiempo, ¿no es verdad, eh? Bam, bam, bam, ¿cuándo nos atacarían otra vez? La coexistencia
pacífica está fuera de lugar, ¿no? Que alguien me traiga un poco de agua,
gracias.
Se recostó en
el asiento y dio unos sorbos con aire reflexivo.
—Muy bien
—prosiguió—, oigan, escuchen. Es como si esos tipos, ya saben, tuviesen derecho
a su propia idea del Universo. Y según tal concepción, que el Universo les
impuso, obraron adecuadamente. Parece absurdo, pero creo que estarán de
acuerdo. Creen en...
Consultó un
papel que encontró en el bolsillo trasero de sus vaqueros judiciales.
—Creen en «la paz,
la justicia, la moral, la cultura, el deporte, la vida de familia y en la
destrucción de todas las demás formas de vida».
Se alzó de
hombros.
—He oído cosas
mucho peores —comentó.
Se rascó la
ingle con aire pensativo.
—¡Pero bueno!
—exclamó. Bebió otro sorbo de agua, sostuvo el vaso a la luz y frunció el ceño.
Le dio la vuelta—. ¡Eh! ¿Hay algo en este agua? —preguntó.
—Pues..., no,
señoría —dijo el ujier del tribunal que se la había traído, bastante nervioso.
—Entonces
llévesela —saltó el juez Pag— y ponga algo en ella. Tengo una idea.
Retiró el vaso
y se inclinó hacia adelante.
—Oigan,
escuchen.
La conclusión
fue brillante; algo así:
El planeta de
Krikkit debía encerrarse a perpetuidad en una envoltura de Tiempo Lento, dentro
del cual la vida continuaría con una lentitud casi infinita. Toda luz debía
desviarse en torno a la envoltura para que permaneciera invisible e
impenetrable. Huir de la envoltura sería completamente imposible, a menos que
abrieran desde fuera.
Cuando el resto
del Universo llegara a su término definitivo, cuando toda la creación alcanzara
su otoño final (todo esto sucedía, claro está, en los días anteriores al
descubrimiento de que el fin del Universo sería una espectacular aventura
hostelera) y la vida y la materia cesaran de existir, entonces el planeta de
Krikkit y su sol surgirían de la envoltura de Tiempo Lento y llevaría una vida
solitaria, tal como anhelaba, en el crepúsculo del vacío universal.
La Cerradura
estaría en un asteroide que describiría una órbita lenta alrededor de la
envoltura.
La Llave sería
el símbolo de la Galaxia: la Puerta Wikket.
Cuando se
apagaron los aplausos en la sala, el juez Pag se encontraba en la Sens-O-Ducha
con una preciosa componente del jurado a quien había pasado una nota de manera
subrepticia media hora antes.
15
Dos meses
después, Zipo Bibrok 5 X 108 había cortado las perneras de sus vaqueros
galácticos y gastaba parte de los enormes honorarios recibidos por los juicios
tumbado en una playa engalanada mientras la preciosa componente del jurado le
daba un masaje en la espalda con Esencia de Qualactina. Era una muchacha de
Soolfinia, al otro lado de los Mundos Nublados de Yaga. Tenía una piel de limón
sedoso y estaba muy interesada en los cuerpos legales.
—¿Has oído las
noticias? —preguntó.
—¡Vaaaayaaaaa!
—exclamó Zipo Bibrok 5 X 108, y habría que haber estado allí para saber por qué
dijo eso. Nada de esto está registrado en la cinta de Ilusiones Informáticas, y
todo se basa en rumores—. No —añadió cuando dejó de suceder lo que le había
hecho exclamar «¡Vaaaayaaaaa!». Se movió un poco para recibir los primeros
rayos del tercero y mayor de los tres soles primarios de Vod, que ahora se
remontaba sobre el horizonte, ridículamente bello, mientras el cielo relucía
con el polvo de mayor potencia bronceadora que jamás se conociera.
Una brisa
fragante venía del mar en calma, se esparcía por la playa y flotaba de nuevo
hacia el mar, preguntándose a dónde iría a continuación. En un impulso alocado,
volvió otra vez a la playa. Se retiró nuevamente hacia el mar.
—Espero que no
sean buenas noticias —masculló Zipo Bibrok 5 X 108—, porque no creo que pudiera
soportarlo.
—Hoy se ha
cumplido tu sentencia sobre Krikkit —informó la muchacha en tono mayestático.
No era preciso anunciar algo tan prosaico con esa suntuosidad, pero la muchacha
siguió adelante de todos modos porque era esa clase de día—. Lo he oído en la
radio cuando fui a la nave a buscar el aceite.
—Ajá —murmuró
Zipo mientras apoyaba la cabeza en la arena recamada.
—Ha ocurrido
algo —anunció la muchacha.
—¿Mmmm?
—Nada más
cerrar la envoltura de Tiempo Lento —dijo ella, haciendo una pausa para untarle
la Esencia de Qualactina—, una nave de guerra de Krikkit, a la que se daba por
perdida y se creía destruida, resultó que simplemente estaba perdida. Apareció
y trató de apoderarse de la Llave.
Zipo se
incorporó bruscamente.
—¿Qué, cómo?
—Todo está bien
—explicó la muchacha con una voz que habría apaciguado a la Gran Explosión—. Al
parecer hubo una batalla breve. La Llave y la nave quedaron desintegradas y estallaron
en el continuo espacio-temporal. Por lo visto, se han perdido para siempre.
Sonrió,
vertiéndose en los dedos un poco más de Esencia de Qualactina. Zipo se calmó y
volvió a tumbarse.
—Repite lo que
me has hecho hace unos momentos —murmuró.
—¿Esto? —dijo
ella.
—No, no
—protestó Zipo—, eso.
—¿Esto?
—preguntó la muchacha.
—¡Vaaaayaaaaa!
Una vez más,
había que estar allí.
La fragante
brisa volvió a venir del mar.
Un mago paseaba
por la playa, pero nadie le necesitaba.
16
—Nada se pierde
para siempre —dijo Slartibartfast mientras en su rostro oscilaba la luz rojiza
de la vela que el camarero robot intentaba retirar—, excepto la Catedral de
Chalesm.
—¿El qué?
—preguntó Arthur, sobresaltado.
—La Catedral de
Chalesm —repitió el anciano—. Fue durante mis investigaciones para la Campaña
de Tiempo Real; entonces...
—¿El qué?
—insistió Arthur.
Slartibartfast
hizo una pausa para ordenar sus ideas y lanzar, según esperaba, el último
asalto sobre aquel tema. El camarero robot se movía por las matrices espacio-temporales
de un modo que combinaba de manera espectacular lo grosero con lo obsequioso;
hizo un movimiento brusco y atrapó la vela. Les habían presentado la cuenta,
habían discutido de modo convincente acerca de quién había tomado los canelones
y de cuántas botellas de vino habían bebido y, tal como Arthur se apercibió
vagamente, con una maniobra eficaz habían sacado la nave del espacio subjetivo
entrando en la órbita de aterrizaje de un planeta extraño. El camarero estaba
deseoso de concluir su parte en aquella pantomima y de limpiar el restaurante.
—Todo quedará
claro —aseguró Slartibartfast.
—¿Cuándo?
—Dentro de un
momento. Escucha. La corriente del tiempo está muy contaminada. Hay mucha
basura flotando en ella, escombros y desperdicios, y todo se va devolviendo
cada vez más al mundo físico. Remolinos en el continuo espacio/tiempo,
¿comprendes?
—Eso he oído
—confirmó Arthur.
—Oye, ¿a dónde
vamos? —preguntó Ford, retirando con impaciencia la silla de la mesa—. Porque
estoy ansioso por llegar.
—Vamos —anunció
Slartibartfast en tono lento y mesurado— a tratar de impedir que los robots
guerreros de Krikkit recobren la Llave que necesitan para sacar al planeta de
Krikkit de la envoltura de Tiempo Lento y liberar al resto de su ejército y a
sus locos Amos.
—Es que dijiste
algo acerca de una fiesta —recordó Ford.
—Lo hice
—reconoció Slartibartfast bajando la cabeza.
Comprendió que
había cometido un error, porque la idea parecía ejercer una extraña y poco
saludable fascinación en la cabeza de Ford Prefect. Cuanto más descifraba la
oscura y trágica historia de Krikkit y de su pueblo, más quería Ford Prefect
beber y bailar con chicas.
El anciano
pensó que no debió mencionar la fiesta hasta que no le quedara más remedio que
hacerlo. Pero ya estaba hecho, y Ford Prefect se aferraba a aquella perspectiva
como un Megaporo arcturiano se pega a su víctima antes de quitarle la cabeza de
un mordisco y largarse con su nave.
—¿Y cuándo
llegamos? —preguntó Ford con vehemencia.
—Cuando termine
de explicaros por qué vamos allá.
—Yo sé por qué
voy —repuso Ford, recostándose en la silla y poniéndose las manos en la nuca.
Esbozó una de las sonrisas que hacía retorcerse a la gente.
Slartibartfast
esperaba una jubilación agradable.
Pensaba
aprender a tocar el inquietófono octaventral, tarea simpática e inútil, ya lo
sabía, pues carecía del número apropiado de bocas.
También
proyectaba escribir una extraña e implacablemente inexacta monografía sobre el
tema de los fiordos ecuatoriales con el fin de equivocar las crónicas en un par
de aspectos que consideraba interesantes.
En cambio, le
habían inducido a hacer un trabajo por horas para la Campaña del Tiempo Real, y
por primera vez en su vida empezó a tomárselo en serio. En consecuencia, se
encontraba ahora con que empleaba sus últimos años combatiendo el mal y
tratando de salvar la Galaxia.
Le pareció una
tarea agotadora y suspiró profundamente.
—Escuchad—,
dijo—, en Camtim...
—¿Qué? preguntó
Arthur.
—La Campaña del
Tiempo Real, que os explicaré más tarde. Observé que cinco trozos de desechos
que recientemente recobraron de golpe su existencia, parecían corresponder a
las cinco partes de la Llave perdida. Sólo pude descubrir exactamente dos: el
Pilar de Madera, que apareció en tu planeta, y el Arco de Plata. Parece estar
en una especie de fiesta. Debemos ir a recobrarla antes que la encuentren los
robots de Krikkit; si no, ¿quién sabe lo que puede pasar?
—No —dijo Ford
en tono firme—. Debemos ir a la fiesta para beber mucho y bailar con las
chicas.
—Pero ¿no has
entendido nada de lo que...?
—Sí —replicó
Ford con una fiereza repentina e inesperada—. Lo he entendido todo
perfectamente bien. Por eso es por lo que quiero beber todo lo posible y bailar
con tantas chicas como pueda mientras aún quede alguna. Si todo lo que nos has
mostrado es cierto...
—¿Cierto? Pues
claro que es cierto.
—...entonces,
tenemos menos posibilidades que una roncha en una supernova.
—¿Una qué?
—dijo bruscamente Arthur. Hasta ese momento había seguido pacientemente la
conversación, y no estaba dispuesto a perder ahora el hilo.
—Menos
posibilidades que una roncha en una supernova —repitió Ford sin perder ímpetu—.
El...
—¿Qué tiene que
ver una roncha con todo esto? —le interrumpió Arthur.
—Que no tiene
la menor posibilidad en una supernova —repuso llanamente Ford.
Hizo una pausa
para ver si ya estaba aclarado el asunto. La nueva expresión de confusión que
apareció en el rostro de Arthur le dijo que no lo estaba.
—Una supernova
—explicó Ford tan rápida y claramente como pudo— es una estrella que explota a
casi la mitad de la velocidad de la luz para consumirse con la brillantez de un
billón de soles y convertirse en una estrella de neutrones ultrapesada. Es una
estrella que hace estallar a otras estrellas, ¿entiendes? Nada tiene la menor
posibilidad en una supernova.
—Ya entiendo
—dijo Arthur.
—El...
—¿Y por qué una
roncha en concreto?
—¿Y por qué no?
No importa.
Arthur lo
aceptó y Ford prosiguió, volviendo a tomar lo mejor que pudo su impulso
inicial.
—El caso es que
la gente como tú y yo, Slartibartfast, y también como tú, Arthur, particular y
especialmente las personas como tú, no somos más que diletantes, excéntricos,
vagabundos, pelmazos, si quieres.
Slartibartfast
frunció el ceño, en parte confundido y en parte resentido. Empezó a hablar.
—...eso es todo
lo que pudo decir.
—No estamos
obsesionados por nada, ¿comprendes? —insistió Ford.
—Y ése es el
factor decisivo. No podemos vencer a una obsesión. A ellos les importa, a
nosotros no. Ganan ellos.
—A mí me
importan muchas cosas —logró decir Slartibartfast con una voz que en parte le
temblaba de aburrimiento y en parte también de incertidumbre.
—¿Como cuáles?
—Pues —dijo el
anciano—, la vida, el Universo. Todo lo demás, en realidad. Los fiordos.
—¿Darías tu
vida por ellos?
—¿Por los
fiordos? —preguntó el anciano, sorprendido—. No.
—Pues entonces.
—Francamente,
no le veo el sentido.
—Y yo sigo sin
ver la relación con las ronchas —apuntó Arthur.
Ford notaba que
se le escapaban las riendas de la conversación y se negó a que en aquel momento
le desviaran del tema.
—El caso es —siseó—
que no somos gente obsesiva y no tenemos la menor posibilidad de...
—A no ser por
tu súbita obsesión por las ronchas —insistió Arthur—, que todavía sigo sin
entender.
—¿Querrías
olvidarte de las ronchas, por favor?
—Lo haré, si
quieres —dijo Arthur—. Tú has sacado el tema a relucir.
—Ha sido una
equivocación —confesó Ford—, olvídalo. El caso es...
Se inclinó
hacia adelante y apoyó la frente en la punta de los dedos.
—¿De qué estaba
hablando? —preguntó cansadamente.
—Sea por la
razón que sea, vayamos a la fiesta —dijo Slartibartfast poniéndose en pie y
meneando la cabeza.
—Me parece que
eso era lo que intentaba decir —dijo Ford.
Por alguna
razón misteriosa, los cubículos teletransportadores estaban en el cuarto de
baño.
17
El viaje a
través del tiempo se considera cada vez más como una amenaza. La Historia está
contaminándose.
La Enciclopedia
Galáctica tiene mucho que decir sobre la teoría y la práctica de los viajes por
el tiempo, la mayor parte de lo cual resulta incomprensible para todo aquel que
no haya pasado al menos cuatro vidas estudiando hipermatemáticas avanzadas, y
como esto era imposible de hacer antes que se inventaran los viajes a través
del tiempo, existe cierta confusión sobre el modo en que en principio se llegó
a tal idea. Una explicación racional a este problema consiste en que, por su
propia naturaleza, los viajes a través del tiempo se descubrieron de manera
simultánea en todos los períodos de la historia; pero esto, claramente, no es
más que faramalla.
Lo malo es que,
en estos momentos, buena parte de la historia tampoco es más que palabrería.
Ahí va un
ejemplo. A ciertas personas quizá no les parezca tan importante, pero otras lo
considerarán crucial. No hay duda de que es significativo en el sentido de que
ese único acontecimiento ocasionó que la Campaña del Tiempo Real se pusiera en
marcha en primer lugar (¿o fue en último? Depende del sentido en que se mire la
historia viva, y ésa también es una cuestión cada vez más debatida).
Hay, o había,
un poeta. Se llamaba Lallafa, y escribió lo que por toda la Galaxia se
consideraron como los poemas más bellos conocidos, los Cánticos de la tierra
larga.
Son/eran
maravillosos, inefables. Es decir, no se podía hablar mucho de ellos sin
sentirse tan abrumado de emoción, de verdad y de la sensación de totalidad e
individualidad de las cosas, que no necesitaría en seguida un rápido paseo
alrededor de la manzana, haciendo quizá al volver una pausa para tomar
rápidamente un vaso de perspectiva con soda. Así de buenos eran.
Lallafa
habitaba en los bosques de las Tierras Largas de Effa. Allí vivió, y allí
escribió sus poemas. Los anotaba en las caras de hojas secas de habrá, sin las
ventajas de la educación o del líquido corrector. Escribió acerca de la luz en
el bosque y de sus ideas al respecto. Escribió sobre la oscuridad en el bosque
y sobre lo que eso le parecía. Escribió sobre la chica que le abandonó y lo que
pensaba precisamente de ello.
Mucho después
de su muerte se encontraron sus poemas, que causaron sensación. Noticias acerca
de ellos se esparcieron como la luz de la mañana. Durante siglos iluminaron y
regaron las vidas de mucha gente que, de otro modo, habría vivido de forma más
oscura y estéril.
Entonces, poco
después de la invención de los viajes a través del tiempo, unos grandes fabricantes
de liquido corrector se preguntaron si sus poemas no habrían sido mejores si
hubiera dispuesto de un líquido corrector de alta calidad, y si no se le habría
convencido para que dijera unas palabras en ese sentido. Viajaron por las olas
del tiempo, le encontraron, le explicaron la situación —con cierta dificultad—
y lograron persuadirle. En realidad le convencieron hasta tal punto, que en sus
manos se hizo sumamente rico, y la chica sobre la cual estaba destinado a
escribir con mucha precisión nunca llegó a abandonarlo; de hecho, ambos se
trasladaron del bosque a una bonita casa en el pueblo, y él viajaba con
frecuencia al futuro para hacer entrevistas en las que brillaba su ingenio.
Nunca pudo
escribir poemas, claro está, lo que constituyó un problema que se resolvió
fácilmente. Los fabricantes de líquido corrector se limitaron a enviarle fuera
una semana con un ejemplar de una edición reciente de su libro y un rimero de
hojas de hadra secas para que lo copiara en ellas, haciendo de paso la extraña
operación de equivocarse a propósito y corregir los errores.
De pronto,
mucha gente dice ahora que los poemas no valen nada. Otros aducen que son
exactamente los mismos de siempre, de manera que ¿qué ha cambiado en ellos? Los
primeros dicen que lo importante no es eso. No están enteramente seguros de qué
es lo importante, pero están convencidos de que eso no lo es. Iniciaron la
Campaña del Tiempo Real para evitar que ese tipo de cosas siguiera adelante.
Sus argumentos se vieron considerablemente reforzados por el hecho de que una
semana después de que la hubieran empezado, saltó la noticia de que no sólo
habían derribado la gran Catedral de Chalesm con el fin de construir una nueva
refinería de iones, sino que la construcción de la refinería había durado tanto
tiempo y había tenido que retrotraerse tanto en el pasado para que la
producción de iones empezara a tiempo, que la Catedral de Chalesm ya se iba a
quedar sin construirse nunca. De repente, las postales de la Catedral se
hicieron enormemente valiosas.
De modo que
buena parte de la historia ya ha desaparecido para siempre. La Campaña en pro
de Cronómetros reales afirma que, así como un viaje agradable elimina las
diferencias entre un país y otro, y entre un mundo y otro, del mismo modo el
viaje por el tiempo anula las diferencias entre una era y otra. «El pasado»,
dicen, «es ahora como un país extranjero. Allí hacen las cosas exactamente
igual».
18
Arthur se
materializó, y lo hizo con los gestos habituales, tambaleándose y palpándose la
garganta, el corazón y los diversos miembros en que aún se complacía siempre
que le sobrevenía una de aquellas aborrecibles y penosas materializaciones a
las que decidió firmemente no acostumbrarse.
Miró alrededor
buscando a los demás.
No estaban.
Volvió a mirar
en torno buscando a los otros.
Seguían sin
estar allí.
Cerró los ojos.
Los abrió.
Echó una ojeada
por si los veía.
Persistían
obstinadamente en su ausencia.
Volvió a cerrar
los ojos, preparándose a repetir de nuevo aquel ejercicio inútil, y sólo
entonces, cuando bajó los párpados, su cerebro empezó a percibir lo que sus
ojos habían mirado mientras estuvieron abiertos; una expresión perpleja afloró
a su rostro.
Así que abrió
los ojos de nuevo para comprobar los hechos y en su gesto persistió la duda.
Si acaso, se incrementó,
afianzándose bien. Si se trataba de una fiesta, era muy mala; tanto, que todos
los demás se habían marchado. Abandonó por ocioso tal razonamiento.
Evidentemente,
aquello no era una fiesta. Era una cueva, o un laberinto o un túnel de algo; no
había luz suficiente para saberlo. Todo era oscuridad, húmeda y viscosa. El
único rumor era el de su propia respiración, que parecía preocupada. Tosió muy
levemente y luego hubo de escuchar el tenue y fantasmal eco de su voz
perdiéndose entre corredores sinuosos y cámaras invisibles, como de un gran
laberinto, para volver finalmente a él por los mismos pasillos desconocidos,
como si dijera: «...¿Sí?».
Eso ocurría con
cada ruidito que hacía, y le ponía nervioso. Trató de tararear una melodía
alegre, pero cuando el sonido volvió a él se había convertido en una salmodia
fúnebre y dejó de cantar.
De pronto su
cabeza se llenó de imágenes de la historia que le había contado Slartibartfast.
Casi esperaba ver que robots blancos de aspecto mortífero aparecieran en silencio
de entre las sombras para matarlo. Contuvo el aliento. No lo hicieron. Volvió a
respirar. No sabía qué esperar.
Sin embargo,
había algo o alguien que le esperaba a él, pues en aquel momento se encendió en
la distancia oscura un letrero de neón verde.
Decía,
silencioso:
TE HAN
DESVIADO.
Se extinguió de
un modo que no fue del todo del agrado de Arthur. Se apagó con una especie de
floreo desdeñoso. Arthur intentó entonces convencerse de que aquello no había
sido más que una ridícula jugarreta de su imaginación. Un letrero de neón o
está encendido o apagado, según pase o no pase la electricidad por él. No había
manera, dijo para sí, de que pudiese efectuar la transición de un estado a otro
con un mohín de desprecio. Se abrazó firmemente apretándose la bata y, a pesar
de todo, se estremeció.
Al fondo, la luz de neón se iluminó súbitamente exhibiendo, de modo desconcertante, tres puntos y una coma. Así:...
Sólo que en
verde.
Tras mirarlo
perplejo durante unos instantes, Arthur comprendió que trataba de indicar que
había más, que la frase no estaba completa. Y lo intentaba con una pedantería
sobrehumana, reflexionó. O al menos, con pedantería inhumana.
La frase se
terminó con estas dos palabras:
ARTHUR DENT.
Trastabilló. Se
dominó para lanzarle otra mirada atenta. Seguía diciendo ARTHUR DENT, de modo
que volvió a tambalearse. Una vez más, el letrero se apagó y le dejó
parpadeando en la oscuridad; la imagen en rojo de su nombre le saltaba en la
retina.
BIENVENIDO,
dijo de pronto el letrero.
Al momento,
añadió:
NO CREO.
El miedo, frío
como una piedra, había acechado a Arthur durante todo el rato, esperando su
oportunidad; la reconoció en ese momento y saltó sobre él. Arthur repelió el
ataque. Cayó agachado, en una especie de postura de alerta que una vez vio
hacer a alguien en la televisión; pero ese alguien debía de tener rodillas más
fuertes. Miró a la oscuridad con aire inquisitivo.
—Eh, ¿oiga?
—dijo.
Carraspeó y lo
repitió, en voz más alta y sin el «Eh». A cierta distancia, pareció como si
alguien empezara a tocar un bombo por el pasillo.
Escuchó unos
segundos más y notó que no era su corazón, era alguien que tocaba el bombo por
el corredor.
Perlas de sudor
se formaron en su frente, se tensaron y saltaron. Puso una mano en el suelo
para apoyar su postura de alerta, que no resistía muy bien. El letrero volvió a
cambiar. Decía:
NO TE ALARMES.
Tras una pausa,
añadió:
ASÚSTATE MUCHO,
ARTHUR DENT.
Se apagó de
nuevo. Una vez más le dejó en la oscuridad. Parecía que los ojos se le iban a
salir de las órbitas. No estaba seguro de si era porque intentaban ver con más
claridad, o porque sencillamente querían marcharse en ese momento.
—¿Oiga?
—repitió, esta vez tratando de poner una nota de firme agresividad—. ¿Hay
alguien ahí?
No hubo
respuesta, nada.
Eso puso más
nervioso a Arthur que si le hubieran contestado, y empezó a retroceder de la
pavorosa nada. Y cuanto más reculaba, más asustado estaba. Al cabo de un rato
comprendió que era por todas las películas que había visto en que el
protagonista retrocede cada vez más de un terror imaginario que se le presenta
por delante, sólo para tropezar con él por detrás.
Entonces se le
ocurrió volverse de pronto con mucha rapidez.
Sólo sombras.
Eso le puso
nervioso de veras y retrocedió; esta vez en el sentido en que había venido.
Tras dedicarse
a eso durante un rato, de pronto se le ocurrió que ahora retrocedía hacia
aquello de lo que en principio reculaba, y volvió atrás.
No pudo dejar
de pensar que aquello era una tontería. Resolvió que estaría mejor
retrocediendo en el sentido en que lo había hecho en un principio, y se dio la
vuelta otra vez.
Resultó que su
segundo impulso era el acertado, porque detrás de él había un monstruo
horroroso e indescriptible. Arthur dio un respingo mientras su piel intentaba
saltar a un lado y su esqueleto a otro, con el cerebro tratando de averiguar
cuál de sus orejas tenía más ganas de largarse.
—Apuesto a que
no esperabas verme otra vez —dijo el monstruo.
Arthur no dejó
de pensar que se trataba de un comentario extraño, habida cuenta de que nunca
había visto antes a aquella criatura. Tenía la certeza de ello por el simple
hecho de que era capaz de dormir por las noches. Era... era... era...
Arthur lo miró
parpadeando. El monstruo permanecía muy quieto. Su aspecto resultaba un poco
familiar.
Le sobrevino
una calma fría y terrible al comprender que miraba a un holograma de dos metros
de alto de una mosca doméstica.
Se preguntó por
qué le enseñaría alguien en ese momento un holograma de dos metros de alto de
una mosca doméstica. Y también, de quién era la voz que había oído.
Era un
holograma tremendamente realista.
Desapareció.
—O tal vez me
recuerdes mejor —dijo de pronto la voz, profunda, malévola, que parecía brea
derretida saliendo de un bidón con malas ideas— como el conejo.
Con un zumbido
súbito se presentó en el negro laberinto un conejo; era enorme, monstruoso,
horriblemente suave y amable. Otra imagen, pero esta vez cada pelo suave y
agradable parecía algo real y único que crecía en su piel suave y agradable.
Arthur sufrió un sobresalto al ver su propio reflejo en su ojo castaño, tierno,
adorable, muy abierto y sumamente grande.
—Nací en la
oscuridad —rugió la voz— y me educaron a oscuras. Una mañana asomé por primera
vez la cabeza al brillante mundo nuevo y me la abrieron con lo que sospecho fue
un instrumento primitivo hecho con pedernal.
»Fabricado por
ti, Arthur Dent, y esgrimido por ti. Con bastante fuerza, según recuerdo.
»Convertiste mi
piel en una bolsa para guardar chinas interesantes. Da la casualidad de que lo
sé porque en mi siguiente vida me reencarné en una mosca y tú me cazaste. Otra
vez. Sólo que en esta ocasión lo hiciste con la bolsa que habías hecho con mi
piel anterior.
»Arthur Dent,
no sólo eres una persona cruel y sin corazón, también eres de una apabullante
falta de tacto.
La voz hizo una
pausa mientras Arthur boqueaba.
—Ya veo que has
perdido la bolsa —dijo la voz—. Probablemente te has aburrido de ella, ¿verdad?
Arthur meneó la
cabeza, desesperado. Quería explicar que en realidad había tomado mucho cariño
a la bolsa, que la había cuidado muy bien y que la había llevado consigo a
todas partes, pero que siempre que viajaba a algún sitio acababa
inexplicablemente con la bolsa cambiada y que, cosa bastante curiosa, en aquel
momento mismo se acababa de dar cuenta por primera vez de que la bolsa que
tenía parecía hecha de una fea imitación de piel de leopardo, y no era la misma
que llevaba antes de llegar a aquel sitio, cualquiera que fuese, además de no
ser una que hubiera escogido él personalmente, y sabía Dios qué contendría,
porque no era suya, y hubiera preferido con mucho haber recuperado la suya
propia de no ser porque, por supuesto, lamentaba muchísimo haberla arrancado de
manera tan terminante, o más bien sus partes integrantes, es decir, la piel de
conejo, de su antiguo dueño, a saber, el conejo a quien en aquel momento tenía
el honor de tratar en vano de dirigirse.
Todo lo que
logró decir fue: «Hmm».
—Te presento a
la salamandra que pisaste —dijo la voz.
Allí, de pie en
el pasillo con Arthur, había una gigantesca salamandra escamosa de color verde.
Arthur se volvió, aulló, dio un salto hacia atrás y aterrizó en el lomo del
conejo. Lanzó otro aullido pero no encontró ningún sitio al que saltar.
—Ese también
era yo —prosiguió la voz en tono bajo y amenazador—, como si no lo supieras...
—¿Saber?
—inquirió Arthur con un respingo—. ¿Saber?
—Lo interesante
de la reencarnación —le informó agriamente la voz— es que la mayoría de la
gente, la mayor parte de los espíritus, no son conscientes de que también les
ocurre a ellos.
Hizo una pausa
para causar efecto. Por lo que a Arthur tocaba, ya había más que suficiente
efecto.
—Yo me di
cuenta —siseó la voz—, es decir, llegué a ser consciente. Poco a poco.
Gradualmente.
Quienquiera que
fuese, hizo otra pausa para tomar aliento.
—Difícilmente
podía evitarlo, ¿verdad? —gritó—. ¡Si no deja de pasarte una y otra vez! En
todas las vidas que he vivido, me ha matado Arthur Dent. En cualquier mundo, en
cualquier cuerpo, en cualquier época que empiece a instalarme, ahí viene Arthur
Dent y, zás, me mata.
»Resulta
difícil no darse cuenta. Hay que refrescar un poco la memoria. Un poco de
información útil. ¡Un poco de puñetera revelación!
»"Qué
curioso", solía decir mi espíritu mientras volaba otra vez hacia el otro
mundo en pos de otra infructuosa aventura acabada por Dent, en la tierra de los
vivos, "ese hombre que acaba de atropellarme cuando saltaba por la
carretera hacia mi charca preferida tenía un aspecto un poco familiar...".
¡Y poco a poco tenía que recomponer las piezas, Dent, asesino múltiple de mi
persona!
Los ecos de su
voz rugieron por los pasillos.
Arthur
permanecía silencioso e impasible, meneando la cabeza con incredulidad.
—¡Ha llegado el
momento, Dent —aulló la voz, alcanzando un tono de odio febril—, ha llegado el
momento cuando por fin he sabido!
Lo que de
pronto se abrió delante de Arthur era indescriptiblemente horrible; quedó
boquiabierto e hizo gárgaras de horror. Pero ahí va una tentativa de describir
lo horrendo que era. Era una cueva enorme, húmeda y palpitante en cuyo interior
rodaba y se deslizaba una criatura grande en forma de ballena, viscosa y
velluda sobre tumbas monstruosas y blancas. En lo alto de la cueva se erguía un
amplio promontorio en el que se veían los recintos oscuros de otros dos antros
pavorosos, que...
Arthur Dent
comprendió de pronto que miraba a su propia boca, cuando debía dirigir la
atención a la ostra viva que empujaban implacablemente a su interior.
Dio un grito,
volvió hacia atrás tambaleándose y apartó la vista.
Cuando volvió a
mirar, la apabullante aparición se había esfumado. El pasillo estaba oscuro y,
por un momento, silencioso. Se hallaba solo con sus pensamientos. Eran
sumamente desagradables y les hubiera venido bien una acompañante.
Cuando se
produjo el ruido siguiente, vio que buena parte de la pared se abría
pesadamente a un lado, revelando, de momento, un vacío tenebroso. Arthur lo
contempló del mismo modo que un ratón mira a una perrera a oscuras.
Y la voz volvió
a hablarle.
—Dime que fue
una coincidencia, Dent. ¡Te desafío a que me digas que fue una coincidencia!
—Fue una
coincidencia —se apresuró a decir Arthur.
—¡No lo fue!
—replicó la voz, gritando.
—Lo fue
—repitió Arthur—, lo fue...
—¡Si fue una
coincidencia —rugió la voz—, entonces no me llamo Agrajag!
—Y es de
suponer que afirmarías que ése era tu nombre.
—¡Sí! —murmuró
Agrajag como si acabara de concluir un silogismo muy hábil.
—Pues me temo
que sí se trató de una coincidencia —insistió Arthur.
—¡Ven aquí y
repítelo! —aulló la voz, que de pronto llegaba otra vez a la apoplejía.
Arthur se
adelantó y aseguró que fue una coincidencia, o al menos, casi lo dijo. Su
lengua perdió pie hacia el final de la última palabra porque se encendieron las
luces revelando el lugar en que había entrado.
Era la Catedral
del Odio.
Era el producto
de una mentalidad no sólo retorcida, sino dislocada.
Era enorme.
Horripilante.
Albergaba una
Estatua.
Dentro de un
momento hablaremos de la Estatua.
La cámara,
incomprensiblemente enorme, daba la impresión de haberse abierto en el interior
de una montaña, y el motivo consistía en que así era precisamente como se había
labrado. Al mirarla boquiabierto, Arthur tuvo la sensación de que le daba
vueltas la cabeza.
Era negra.
Donde no lo
era, uno se sentía inclinado a que lo fuese, pues los colores que resaltaban
algunos detalles incalificables abarcaban de manera horrible todo el espectro
de matices que desafían la vista, desde el Ultra Violento al Infra Muerto,
pasando por el Púrpura Hepático, el Lila Odioso, el Amarillo Purulento, el
Hombre Quemado y el Verde Gan.
Los detalles
incalificables que destacaban esos colores eran gárgolas que habrían dejado sin
almuerzo a Francis Bacon. Todas ellas miraban desde las paredes, desde los
contrafuertes arbotantes y desde el sitial del coro hacia la Estatua, a la que
llegaremos dentro de un momento.
Y si las
gárgolas habrían dejado sin almuerzo a Francis Bacon, era evidente por el
rostro de las gárgolas que la Estatua les habría dejado sin el suyo a ellas de
haber estado vivas para poder comerlo, pero no lo estaban, y si alguien hubiera
intentado servirles un poco, no lo habrían querido.
En torno a las
paredes monumentales había grandes lápidas grabadas en memoria de aquellos que
habían caído a causa de Arthur Dent.
Algunos de los
nombres conmemorados estaban subrayados y marcados con asteriscos. Así, por
ejemplo, el nombre de una vaca sacrificada de la que Arthur comió un filete
estaba grabado de la manera más sencilla, mientras que el de un pez que Arthur
atrapó con sus propias manos para luego pensar que no le gustaba y dejarlo al
borde del plato, estaba doblemente subrayado con una decoración de tres series
de asteriscos y una daga sanguinolenta, sólo para que quedara bien claro.
Pero lo más
inquietante de todo, aparte de la Estatua, a la que vamos llegando poco a poco,
era la clarísima implicación de que toda aquella gente y todas aquellas
criaturas eran realmente la misma persona, repetida una y otra vez.
Y estaba
igualmente claro que aquella persona, por injusto que fuese, estaba sumamente
molesta y enfadada.
En realidad
sería justo decir que había llegado a un grado de mal humor que jamás se había
conocido en el Universo. Era un enfado de proporciones épicas, un fastidio
ardiente, cauterizante, un desagrado que ahora abarcaba la totalidad del tiempo
y del espacio en su resentimiento infinito.
Y tal disgusto
recibía expresión plena en la Estatua que se encontraba en el centro de toda
aquella monstruosidad: una estatua de Arthur Dent, y poco halagadora. Tenía
diecisiete metros de alto. Ni un solo centímetro dejaba de estar atestado de
insultos hacia el sujeto representado, y diecisiete metros de eso sería
suficiente para que cualquier individuo se encontrara mal. Desde el hoyuelo a
un lado de la nariz al corte vulgar de la bata, no había detalle de Arthur Dent
que el escultor no hubiese denostado y envilecido.
Arthur aparecía
como una gorgona, como un ogro maligno, rapaz, hambriento y sanguinario,
practicando matanzas a su paso por un Universo inocente.
Con cada uno de
los treinta brazos que el escultor le había dado en un acceso de fervor
artístico, Arthur rompía la crisma a un conejo, cazaba una mosca, sacaba el
hueso de la pechuga de un pollo, se quitaba un piojo del pelo o hacía algo que
el interesado no llegaba a descifrar.
Sus muchos pies
se dedicaban fundamentalmente a pisar hormigas.
Arthur se tapó
los ojos con las manos, dejó caer la cabeza y la movió despacio de un lado a
otro, entristecido y horrorizado ante aquella locura.
Y cuando volvió
a abrir los ojos, enfrente de él estaba el cuerpo del hombre o de la criatura,
o de lo que fuese, que supuestamente había estado persiguiendo todo el tiempo.
—¡AaaaaaarrrrrrJJJJJJ!
—exclamó Agrajag.
Sea lo que
fuese, tenía el aspecto de un murciélago gordo. Anduvo despacio, como un pato,
alrededor de Arthur y le empujó con las garras encogidas.
—¡Oye...!
—protestó Arthur.
—¡AaaaaaarrrrrrJJJJJJ!
—explicó Agrajag.
Arthur lo
aceptó a causa de que se hallaba bastante asustado por aquella aparición
horrible y extrañamente estropeada.
Agrajag era
negro, abotargado, correoso y estaba lleno de arrugas.
Sus alas de
murciélago resultaban en cierto modo más pavorosas por ser torpes y estar rotas
que si hubieran sido musculosas para agitar con fuerza el aire. Lo que asustaba
era probablemente la tenacidad de su prolongada existencia en contra de todas
las posibilidades físicas.
Tenía una
dentadura de lo más asombrosa.
Parecía que
cada uno de sus dientes procedía de un animal completamente distinto, y estaban
situados en su boca en unos ángulos tan extraños, que daba la impresión de que,
si alguna vez trataba de mascar algo, se desgarraría además la mitad de la cara
y posiblemente se sacara un ojo también.
Cada uno de sus
tres ojos era pequeño y agudo, y parecían tan saludables como un pez en un
aligustre.
—Fue en un
partido de criquet —dijo con voz áspera.
A primera vista
parecía una idea tan descabellada, que Arthur se atragantó prácticamente.
—¡No con este
cuerpo —chilló la criatura—, con este cuerpo no! Es el último que tengo. Mi
última vida. Este es el cuerpo de la venganza. El cuerpo para matar a Arthur
Dent. Mi última oportunidad. Además, he tenido que luchar para conseguirlo.
—Pero...
—¡Yo estaba en
un partido de criquet! —rugió Agrajag—. Me hallaba un poco mal del corazón,
pero ¿qué puede pasarme en un partido de criquet?, le dije a mi mujer. Y mientras
estoy viéndolo, ¿qué pasa?
»De manera
enteramente maliciosa, aparecen delante de mí dos personas como caídas de las
nubes. Lo último de que me di cuenta antes de que mi corazón se detuviera por
la impresión, fue que uno de ellos era Arthur Dent, que llevaba en la barba un
hueso de conejo. ¿Coincidencia?
—Sí —contestó
Arthur.
—¿Coincidencia?
—gritó la criatura agitando penosamente sus alas rotas y abriendo una pequeña
brecha en su mejilla derecha con un colmillo especialmente peligroso. Al
examinarlo de cerca, cosa que esperaba evitar, Arthur notó que buena parte del
rostro de Agrajag estaba cubierta con fragmentos de pegajosas tiritas de color
negro.
Retrocedió,
nervioso. Se tiró de la barba. Quedó pasmado al descubrir que seguía llevando
en ella el hueso de conejo. Se lo quitó y lo tiró.
—Mira —dijo—,
sólo es que el destino te juega malas pasadas. Y a mí también, a los dos. Es
una absoluta coincidencia.
—¿Qué tienes
contra mí, Dent? —gruñó la criatura avanzando penosamente hacia él como un
pato.
—Nada —insistió
Arthur—. Nada, de veras.
Agrajag le
clavó sus ojos pequeños y brillantes.
—El matar
repetidas veces a la misma criatura es un modo extraño de relacionarse si no se
tiene nada contra ella. Diría que es un fenómeno muy raro de interacción social.
¡También diría que es mentira!
—Pero escucha
—repuso Arthur—, lo lamento mucho. Ha habido un malentendido tremendo. Tengo
que irme. ¿Tienes reloj? Tengo que colaborar en la salvación del Universo.
Siguió
retrocediendo.
Agrajag avanzó
más.
—Hubo un momento
—siseó—, hubo un instante en que decidí abandonar. Sí. No volvería más. Me
quedaría en el otro mundo. ¿Y qué pasó?
Arthur indicó
con casuales movimientos de cabeza que no tenía idea y que no quería tenerla.
Vio que había retrocedido hasta dar con la piedra negra y fría labrada por
quién sabe qué esfuerzo hercúleo en una caricatura monstruosa de sus zapatillas
caseras. Alzó la vista hacia la horrenda parodia de su imagen que se erguía
ante él. Aún tenía dudas sobre qué significaba el movimiento de una de sus
manos.
—Me devolvieron
a la fuerza al mundo físico —prosiguió Agrajag— en forma de un manojo de
petunias. En un florero, debería añadir. Esa vida breve y feliz empezó, conmigo
dentro del florero, suspendida a cuatrocientos cincuenta mil kilómetros sobre
la superficie de un planeta especialmente sombrío. Una posición nada sostenible
para un florero de petunias, podría pensarse. Y se tendría razón. Aquella vida
terminó muy poco tiempo después, a cuatrocientos cincuenta mil kilómetros más
abajo. Sobre los restos recientes de una ballena, debería añadir. Mi hermano
espiritual.
Con
aborrecimiento renovado, lanzó una mirada furibunda a Arthur.
—Al caer
—rezongó—, no dejé de observar una astronave blanca, de aspecto ostentoso. Y
mirando por una ventanilla de aquella nave fulgurante vi a un Arthur Dent con
aire complacido. ¿¡¡Coincidencia!!?
—¡Sí! —aulló
Arthur.
Volvió a alzar
la vista y comprendió que el brazo que le tenía confuso representaba una
caprichosa invocación a la existencia de un florero de petunias condenadas. No
era una idea que saltara fácilmente a la vista.
—Debo marcharme
—insistió Arthur.
—Podrás irte
—repuso Agrajag —después de que te haya matado.
—No, eso no
serviría de nada —explicó Arthur al tiempo que empezaba a subir por la piedra
inclinada de su zapatilla —porque tengo que salvar el Universo, ¿comprendes? He
de encontrar el Arco Plateado, eso es lo importante. Tarea difícil si estás
muerto.
—¡Salvar el
Universo! —espetó desdeñosamente Agrajag—. ¡Deberías haberlo pensado antes de
empezar tu venganza contra mí! ¿Qué me dices de cuando estabas en Stavrómula
Beta y alguien...?
—Jamás he
estado allí —dijo Arthur.
—...trató de
asesinarte y tú te agachaste. ¿A quién crees que acertó la bala? ¿Qué has
dicho?
—Que nunca he
estado allí —repitió Arthur—. ¿De qué hablas? Tengo que marcharme.
Agrajag se
detuvo en seco.
—Debes haber
estado allí. Fuiste responsable de mi muerte, tanto allí como en cualquier otro
sitio. ¡Un espectador inocente!
—Nunca he oído
hablar de ese sitio —insistió Arthur—. Y desde luego, nadie ha intentado nunca
asesinarme. Salvo tú. Tal vez vaya más adelante, ¿no crees?
Agrajag
pestañeó despacio, en una especie de horror lógico y paralizado.
—¿No has estado
en Stavrómula Beta... todavía? —musitó.
—No. No sé nada
de ese sitio. Desde luego, nunca he estado en él, y no tengo intención de ir.
—Pues ya lo
creo que irás —murmuró Agrajag con voz entrecortada—, claro que irás. ¡Rayos!
¡Te he traído aquí demasiado pronto!
Se tambaleó
mirando frenéticamente alrededor, a su Catedral del Odio.
—¡Te he traído
aquí demasiado pronto, maldita sea! —exclamó, empezando a gritar y a chillar.
Se recobró de
pronto y lanzó a Arthur una funesta mirada de odio.
—¡Voy a matarte
de todos modos! —rugió—. ¡Aunque sea una imposibilidad lógica voy a intentarlo
de una puñetera vez! ¡Voy a volar toda esta montaña! —gritó—. ¡Veamos cómo
sales de ésta, Dent!
Renqueó
penosamente, como un pato, hasta llegar a lo que parecía un pequeño altar
sacrificial de color negro. Gritaba de manera tan frenética, que realmente se
estaba trinchando la cara.
Arthur bajó de
un salto de su ventajosa posición, del pie de su propia estatua, y echó a
correr para tratar de contener a la enloquecida criatura.
Saltó sobre
ella y derribó al extraño monstruo encima del altar.
Agrajag volvió
a chillar, se revolvió con violencia durante breves instantes y lanzó a Arthur
una mirada feroz.
—¿Sabes lo que
acabas de hacer? —dijo entre gárgaras penosas—. Has venido y me has matado otra
vez. Oye, ¿qué quieres de mí, sangre?
Volvió a
agitarse con furia en un breve ataque de apoplejía, se estremeció y cayó, dando
una fuerte manotada a un botón grande y rojo que había en el altar.
Arthur sufrió
un sobresalto de horror y pavor, primero por lo que al parecer había hecho, y
luego por el ruido de sirenas y campanas que de pronto cortaron el aire para
anunciar alguna emergencia clamorosa. Lanzó una mirada frenética alrededor.
La única salida
parecía ser el camino por donde había entrado. Se precipitó hacia él, tirando
por el camino la fea bolsa de imitación de piel de leopardo.
Se apresuró al
azar, caprichosamente, por el complejo laberinto, y parecía cada vez más
encarnizadamente perseguido por bocinas de coche, sirenas y luces
intermitentes.
De pronto, al
volver una esquina vio luz delante de él.
No destellaba.
Era la luz del día.
19
Aunque se ha
dicho que dentro de nuestra Galaxia sólo en la Tierra se considera a Krikkit (o
criquet) como tema apropiado para un juego, y que por esa razón se ha rehuido
la Tierra, eso sólo se aplica a nuestra Galaxia y, más concretamente, a nuestra
dimensión. En algunas dimensiones más altas piensan que pueden complacerse más
o menos a sí mismos y, desde hace billones de años o desde cualquiera que sea
la equivalencia tridimensional de ese tiempo, se juega una variante propia llamada
Ultracriquet Brockiano.
Con franqueza,
se trata de un juego desagradable (dice la Guía del autoestopista galáctico),
pero cualquiera que haya estado en las dimensiones más altas sabrá que en ellas
hay un montón de salvajes peligrosos a quienes se debería aplastar, y podría
acabarse con ellos si alguien ideara un medio de disparar proyectiles en ángulo
recto hacia la realidad.
Este es otro
ejemplo de que la Guía del autoestopista galáctico contrataría a todo aquel que
quisiera salir a la calle para que le roben, sobre todo si ellos están paseando
por la tarde, cuando anda por allí poco personal contratado.
En esto hay una
cuestión fundamental:
La historia de
la Guía del autoestopista galáctico está llena de idealismo, de lucha, de
desesperanza, de pasión, de éxito, de fracaso y de pausas para almorzar
enormemente largas.
Los primeros
orígenes de la Guía, junto con la mayoría de los libros de contabilidad, se han
perdido en la niebla del tiempo. Para otras teorías, más curiosas, acerca de
dónde se perdieron, véase más abajo.
Sin embargo, la
mayoría de las historias que han llegado hasta nosotros, hablan de un editor
fundador llamado Hurling Frootmig.
Se ha dicho que
Hurling Frootmig fundó la Guía, estableció sus principios fundamentales de
honradez e idealismo y fue a la quiebra.
Siguieron
muchos años de penuria y de examen de conciencia durante los cuales consultó a
sus amigos, se sentó en habitaciones oscuras con un estado de ánimo ilegal,
pensó en esto y en aquello, se dedicó a levantar pesas y luego, tras un
encuentro fortuito con los Santos Monjes Yantadores de Voondoon (que sostenían
que, así como el almuerzo era el centro de la jornada temporal del hombre y
ésta podía tomarse como una analogía de su vida espiritual, el Almuerzo podía
a) considerarse como el centro de la vida espiritual del hombre y b) celebrarse
en restaurantes bonitos y alegres), volvió a fundar la Guía, estableció los
principios fundamentales de honradez e idealismo y dónde podía uno meter ambas
cosas, y llevó la Guía a su primer gran éxito comercial.
También empezó
a crear y explorar el papel editorial de la pausa para almorzar, que a
continuación desempeñaría una función vital en la historia de la Guía, pues
significaba que el trabajo lo hacía realmente cualquier transeúnte que le diera
por entrar una tarde en los despachos vacíos y viese algo que mereciera la pena
hacer.
Poco después de
esto, la Guía fue adquirida por Publicaciones Megadodo de Osa Menor Beta,
poniendo así todo el asunto sobre una base financiera muy saludable y permitiendo
que el cuarto editor, Lig Lury, hijo, acometiera unas pausas para almorzar de
alcance tan asombroso, que hasta los esfuerzos de editores recientes, que han
empezado a patrocinar pausas para almorzar con fines caritativos, parecen en
comparación simples emparedados.
De hecho, Lig
nunca renunció formalmente a su condición de editor; una mañana se limitó a
salir tarde de su despacho y no ha vuelto. Aunque ya ha transcurrido más de un
siglo, muchos miembros del personal de la Guía siguen conservando la idea
romántica de que sólo ha salido a tomar un croissant de jamón, y que volverá a
cumplir una tarde de trabajo continuado.
En sentido
estricto, desde Lig Lury, hijo, a todos los editores se les ha designado como
interinos, y el despacho de Lig aún se conserva del modo que él lo dejó, con la
adición de un pequeño letrero que dice: «Lig Lury, hijo, Editor, Desaparecido,
probablemente para comer.»
Algunos
elementos difamatorios y subversivos apuntan a la idea de que Lig realmente
pereció en los primeros experimentos extraordinarios para llevar una
contabilidad alternativa. Muy poco se sabe de esto, y aún se dice menos. Todo
aquel que llegue a observar, y mucho menos a indicar el hecho curioso pero
enteramente fortuito de que en cada mundo en el cual la Guía ha establecido un
departamento de contabilidad ha perecido poco después en la guerra o en alguna
catástrofe natural, se expone a que le demanden judicialmente hasta quedar
hecho trizas.
Un hecho
interesante, aunque enteramente aparte, es que dos o tres días antes de la
demolición del planeta Tierra para dar paso a una vía de circunvalación
hiperespacial, se produjo un crecimiento dramático en el número de OVNIS
avistados, no sólo sobre el campo de criquet de Lord's, en St. John Wood,
Londres, sino también en el cielo de Glastonbury, en Somerset.
Desde hace
mucho se relaciona a Glastonbury con mitos de antiguos reyes, brujería,
actividades profanas y curación de verrugas; ahora se ha elegido como sede de
la nueva oficina de contabilidad de la Guía, trasladándose la teneduría de diez
años a una colina mágica justo en las afueras de la ciudad pocas horas antes de
que aparecieran los vogones.
Por extraños e
inexplicables que sean, ninguno de estos hechos es tan raro o incomprensible
como las reglas del juego del Ultracriquet Brockiano, tal como se practica en
las dimensiones más altas. Todo el conjunto de reglas es tan complejo y enorme,
que la única vez que se encuadernaron en un solo volumen sufrieron un colapso
gravitatorio y se convirtieron en un Agujero Negro.
Sin embargo,
damos a continuación un breve resumen:
REGLA PRIMERA:
Déjese crecer por lo menos tres piernas más. No las necesitará, pero
entretendrán a la multitud.
REGLA SEGUNDA:
Encuentre un buen jugador de Ultracriquet Brockiano. Reprodúzcalo clónicamente
varias veces. Eso ahorra mucho tedio a la hora de la selección y del
entrenamiento.
REGLA TERCERA:
Ponga a su equipo y al grupo contrario en un campo grande y construya un muro
alto en torno a ellos. La razón de ello es que, si bien el juego es un gran
deporte de masas, la frustración experimentada por el público al no poder ver
lo que pasa, les lleva a imaginar que se trata de algo mucho más emocionante de
lo que en realidad es. Una multitud que acabe de presenciar un partido más bien
aburrido experimenta mucha menos afirmación vital que una muchedumbre que cree
que acaba de perderse el acontecimiento más dramático de la historia del
deporte.
REGLA CUARTA:
Arroje diversos artículos deportivos a los jugadores por encima del muro. Vale
cualquier cosa: palos de criquet, bates de cubo base, pistolas de tenis,
esquíes, todo lo que se pueda tirar con buen impulso.
REGLA QUINTA:
Los jugadores procederán entonces a equiparse tan bien como sepan con lo que
encuentren a su disposición. Siempre que un jugador «marque» a otro, debe echar
a correr inmediatamente y disculparse a distancia prudencial.
Las disculpas
deben ser concisas, sinceras y, para mayor claridad y tantos, emitidas mediante
un megáfono.
REGLA SEXTA: El
equipo triunfador será el primero que gane.
Es curioso que,
cuanta más obsesión por el juego hay en las dimensiones más altas, menos se
practica, pues la mayoría de los equipos rivales se hallan ahora en permanente
estado de guerra mutua por razones de interpretación de dichas reglas. Y todo
esto es para bien, pues a la larga una buena guerra es psicológicamente menos
dañina que un larguísimo partido de Ultracriquet Brockiano.
20
Mientras Arthur
corría como una flecha, bajando jadeante por la falda de la montaña, sintió que
a sus espaldas se movía muy despacio toda la masa del promontorio. Hubo un
trueno, un rugido, un movimiento confuso y un golpe de calor a lo lejos, por
detrás y por encima de él. Siguió corriendo, enloquecido de miedo. La tierra
empezó a desprenderse, y súbitamente comprendió la fuerza de la expresión
«desprendimiento de tierras» de un modo que nunca se le había manifestado hasta
entonces. Para él siempre había sido una frase, pero de pronto era
horriblemente consciente de que, referido a la tierra, «desprenderse» es algo
extraño y desagradable. Y eso hacía mientras él caminaba sobre ella. Se sintió
enfermo de miedo y de temblores. El terreno se abrió, la montaña trastabilló.
Arthur resbaló, cayó, se levantó, volvió a resbalar y echó a correr. Empezó la
avalancha.
Piedras,
pedruscos y peñas pasaban a su lado haciendo cabriolas como perritos torpes,
sólo que muchísimo más grandes, duros y pesados, y casi infinitamente más
capaces de matar si caían encima de uno. Los ojos de Arthur brincaban con ellos
y sus pies bailaban al ritmo del suelo. Corría como si la carrera fuese una
enfermedad terrible que le hiciera sudar, y su corazón latía con violencia al
ritmo del sordo frenesí geológico que le rodeaba.
La lógica de la
situación, es decir, que estaba claramente destinado a sobrevivir si ocurría el
próximo incidente anunciado en la historia de su involuntaria persecución de
Agrajag, no lograba imponerse en absoluto en su imaginación ni ejercer sobre él
freno alguno que le contuviese. Siguió corriendo. El miedo a la muerte estaba
en su interior, bajo él y sobre él, al tiempo que se aferraba a sus cabellos.
Y de pronto
tropezó de nuevo y se vio precipitado hacia adelante a causa de su considerable
impulso. Pero justo en el momento en que estaba a punto de dar contra el suelo,
asombrosamente duro, vio frente a él una bolsa de viaje azul que, con toda
seguridad, había perdido en el departamento de entrega de equipajes del
aeropuerto de Atenas unos diez años antes, según su cómputo personal del
tiempo, y para su sorpresa esquivó el suelo por completo y flotó en el aire
mientras su cerebro se echaba a cantar.
Lo que hacía
era lo siguiente: estaba volando. Miró alrededor, sorprendido, pero no cabía
duda de su actividad. No tocaba el suelo con ninguna parte del cuerpo, y ni
siquiera estaba cerca de él. Sencillamente, se encontraba flotando mientras los
pedruscos, con gran estruendo, surcaban el aire en torno a él.
Ahora podía
hacer algo al respecto. Se remontó en el aire, sorprendido por la facilidad del
movimiento, y entonces las piedras pasaron por debajo de él.
Miró hacia
abajo con enorme curiosidad. Entre su cuerpo y el suelo estremecido había unos
diez metros de aire puro; es decir, era puro si se descontaban los pedruscos
que no permanecían mucho tiempo en él, sino que descendían por la férrea ley de
la gravedad, la misma que, súbitamente, al parecer había dado unas vacaciones a
Arthur.
Con la
precisión instintiva que inocula en la mente el instinto de conservación, se le
ocurrió casi en seguida que no debía tratar de pensar en ello, pues si lo hacía,
la ley de la gravedad miraría bruscamente en su dirección y le preguntaría qué
demonios creía que estaba haciendo allá arriba, y todo se acabaría súbitamente.
De modo que se
puso a pensar en los tulipanes. Era difícil, pero lo consiguió. Imaginó las
firmes y agradables curvas de la base de los tulipanes, meditó sobre la
interesante variedad de colores en que se producían y se preguntó qué
porcentaje del número total de tulipanes que crecían, o habían crecido, en la
Tierra se encontrarían en un radio de kilómetro y medio en torno a un molino de
viento. Al cabo del rato se sintió peligrosamente aburrido de aquel
razonamiento, notó que el aire se escapaba de debajo de su cuerpo, que
descendía hacia la trayectoria de los peñascos saltarines, intentó con todas sus
fuerzas no pensar en ello y en cambio recordó un poco el aeropuerto de Atenas,
lo que le mantuvo provechosamente enfadado durante cinco minutos, al cabo de
los cuales se sorprendió al descubrir que se hallaba flotando a unos doscientos
metros del suelo.
Por un instante
se preguntó cómo se las arreglaría para bajar otra vez, pero en seguida se
apartó de aquel campo especulativo y trató de encarar la situación con firmeza.
Estaba volando.
¿Qué iba a hacer al respecto? Volvió a mirar el suelo. No lo hizo con mucha
intensidad, pero en lo posible trató de lanzar una ojeada casual, de pasada,
por decirlo así. No pudo dejar de ver un par de cosas. Una era que la erupción
de la montaña se había extinguido; había un cráter a poca distancia de la cima,
posiblemente donde la roca se había excavado por encima de la enorme catedral
cavernosa, de su estatua y de la persona lamentablemente maltratada de Agrajag.
La otra era su
bolsa de viaje, la que perdió en el aeropuerto de Atenas. Estaba graciosamente
situada en un claro del terreno, rodeada de pedruscos agotados, aunque al
parecer no la había alcanzado ninguno. No podía pensar en las razones de ello,
pero como aquel misterio quedaba oscurecido en primer lugar por la monstruosa
imposibilidad de que la bolsa se encontrara allí, no se trataba de un
razonamiento para el cual tuviera fuerzas suficientes. El caso es que estaba
allí. Y la fea bolsa de imitación de piel de leopardo parecía haber
desaparecido, lo que estaba muy bien, aunque no entrara del todo dentro de lo explicable.
Se enfrentó con
el hecho de ir a recogerlo. Y allí estaba él, volando a doscientos metros sobre
la superficie de un planeta extraño cuyo nombre ni siquiera podía recordar.
Pero no podía ignorar la postura melancólica de aquella parte diminuta de lo
que había sido allí su vida, a tantos años luz de los restos pulverizados de su
casa.
Además se dio
cuenta de que, si aún se encontraba en las condiciones en que la perdió, la
bolsa contendría una lata en cuyo interior permanecería el único aceite de oliva
griego que quedaría en el Universo.
Empezó a
descender poco a poco, con cuidado, centímetro a centímetro, balanceándose
suavemente de un lado para otro como una nerviosa hoja de papel que fuese
tanteando el camino hacia el suelo.
Todo iba
estupendamente, se sentía bien. El aire le sujetaba, pero le abría paso. Dos
minutos después flotaba a sólo medio metro de la bolsa, y encaró algunas
decisiones difíciles. Fluctuó levemente. Frunció el ceño, pero también con toda
la levedad posible.
Si recogía la
bolsa, ¿podría llevarla? ¿Acaso no le llevaría el nuevo peso directamente al
suelo?
¿Es que el
simple hecho de tocar algo que estuviera en el suelo no haría desaparecer de
repente la misteriosa energía que le mantenía en el aire?
¿Acaso no sería
mejor actuar de manera sensata en aquel momento, abandonar el aire y volver al
suelo por unos instantes? Y si lo hacía, ¿sería capaz de volver a volar?
Cuando
consintió que aquella idea penetrara en su conciencia, experimentó un éxtasis
tan sosegado, que no pudo soportar la idea de perderlo, tal vez para siempre.
Esa preocupación le hizo ascender un poco, sólo para notar la sensación, el
suave y sorprendente movimiento. Se balanceó y flotó. Intentó un descenso
rápido.
El picado fue
tremendo. Con los brazos extendidos hacia adelante, el pelo y la bata ondeando
tras él, cayó del cielo, se combó entre una masa de aire a medio metro del
suelo y volvió a remontarse, deteniéndose al término del arco y sujetándose.
Sólo manteniéndose. Allí se quedó.
Era
maravilloso.
Comprendió que
aquél era el modo de recoger la bolsa. Descendería en picado y la cogería en el
momento justo de enderezar el vuelo. La llevaría consigo. Tal vez vacilase un
poco, pero estaba seguro de que podría mantenerse.
Ensayó unos
picados más para hacer práctica y le salieron cada vez mejor. El aire en el
rostro, junto con el vigor y la disposición de su cuerpo, le hacían sentir una
intoxicación espiritual que no había sentido desde..., bueno, por lo que podía
recordar, desde que había nacido. Vagó a merced de la brisa y sobrevoló la
campiña que, según descubrió, era bastante desagradable. Tenía un aspecto yermo
y desolado. Decidió no mirarla más. Se limitaría a recoger la bolsa y luego...,
no sabía qué hacer después. Resolvió coger la bolsa y ver luego lo que pasaba.
Probó a ponerse
contra el viento, tomó impulso y viró. Flotó. No se dio cuenta, pero entonces
su cuerpo era como un sauce. Se acurrucó bajo la corriente de aire, se inclinó
y se precipitó en picado.
El aire se
apartaba a su paso haciéndole vibrar de emoción. El suelo fluctuó de modo
incierto, ordenó sus ideas y se alzó suavemente para recibirle, brindándole la
bolsa con las rajadas asas de plástico vueltas hacia él.
A mitad de
camino hubo un momento de peligro inminente: dejó de creer en lo que estaba haciendo
y por eso estuvo a punto de caer, pero se recobró a tiempo, pasó rozando el
suelo, metió el brazo con suavidad entre las asas de la bolsa y empezó a
remontarse de nuevo. No lo logró. Y de pronto se encontró en el suelo
pedregoso, estremecido, arañado y lleno de moraduras.
En seguida se
puso en pie, tambaleándose irremediablemente, balanceando la bolsa en un
paroxismo de pesar y decepción. Súbitamente, sus pies quedaron sólidamente
aferrados al suelo, como siempre lo habían estado. Su cuerpo parecía un
abultado saco de patatas que se deslizaba tambaleante hacia el suelo, y su
mente tenía toda la liviandad de una bolsa de plomo.
El vértigo le
debilitaba y le hacía tambalearse. Intentó correr, sin éxito: notó que sus
piernas estaban de pronto muy débiles. Tropezó y cayó hacia adelante. Entonces
recordó que en la bolsa que ahora llevaba no sólo había una lata de aceite de
oliva griego, sino también una ración de retsina libre de impuestos, y la
agradable sorpresa que le causó el comprobarlo le impidió durante al menos diez
segundos darse cuenta de que estaba volando otra vez.
Chilló y gritó
de alivio y de placer, de puro deleite físico. Bajó en picado, viró, se deslizó
e hizo remolinos en el aire. Se sentó descaradamente en una corriente
ascendente e inspeccionó el contenido de la bolsa de viaje. Se sintió de la
misma manera en que imaginaba que debía sentirse un ángel mientras ejecutaba su
famosa danza sobre la cabeza de un alfiler al tiempo que los filósofos hacían
el recuento de sus congéneres. Rió de placer al descubrir que la bolsa contenía
efectivamente la lata de aceite y la retsina, al igual que unas gafas de sol
rotas, un bañador lleno de arena, unas tarjetas postales arrugadas de
Santorini, una toalla grande e impresentable, algunas chinas interesantes y
varios trozos de papel con direcciones de gente a la que no volvería a ver,
pensó con alivio, aunque el motivo fuese lamentable. Tiró las piedras, se puso
las gafas de sol y dejó que el viento se llevara los pedazos de papel.
Diez minutos
después, cuando vagaba sin rumbo por una nube, se plantó en su espalda una gran
fiesta sumamente vergonzosa.
21
La fiesta más
prolongada y destructiva que se haya celebrado jamás va ahora por la cuarta
generación y, sin embargo, nadie da muestra alguna de querer marcharse. Alguien
miró una vez el reloj, pero eso fue hace ya once años y no se ha vuelto a
repetir.
El jaleo es
extraordinario; hay que verlo para creerlo, pero si no se tiene especial
necesidad de creerlo, entonces no vaya a verlo porque no le gustará.
Hace poco ha
habido ciertas explosiones y resplandores en las nubes, y existe la teoría de
que se trata de una batalla entablada entre las flotas de varias compañías
rivales de limpieza de alfombras que se ciernen como buitres sobre la fiesta,
pero no hay que creer nada de lo que se diga en las fiestas, especialmente de
lo que se comente en ésta.
Uno de los
problemas, que evidentemente irá de mal en peor, es que todos los participantes
en la fiesta son hijos, nietos o bisnietos de la gente que no quiso marcharse,
y debido a todo el asunto de crianza selectiva, genes regresivos, etcétera,
ello significa que todos los asistentes actuales son absolutos fanáticos de las
fiestas o idiotas de remate o, cada vez con mayor frecuencia, ambas cosas.
En cualquier
caso, se deduce que, genéticamente hablando, las generaciones sucesivas tienen
menos posibilidades de marcharse que las anteriores.
De manera que
intervienen otros factores, como cuándo va a acabarse la bebida.
Ahora bien, a
causa de ciertas cosas ocurridas que en su momento parecieron buena idea (y uno
de los problemas de un jolgorio que no acaba nunca es que todo lo que
únicamente parece buena idea en las fiestas sigue teniendo el aspecto de ser
buena idea), ese tema aún parece bastante remoto.
Una de las
cosas que pareció buena idea en su momento fue que la fiesta se echase a volar;
no en el sentido corriente en que se suele volar en una fiesta, sino en el
literal.
Una noche, hace
mucho tiempo, un grupo de astroingenieros borrachos de la primera generación se
encaramaron en el edificio para clavar esto, arreglar lo otro, golpear muy
duramente lo de más allá, y cuando a la mañana siguiente amaneció, el sol se
sorprendió al ver que brillaba sobre un edificio lleno de borrachos felices que
ahora flotaba sobre las copas de los árboles como un pajarillo inseguro.
Y eso no era
todo, porque la fiesta volante también se las había arreglado para pertrecharse
con buena cantidad de armas. Si se veían envueltos en mezquinas discusiones con
bodegueros, querían estar seguros de que tenían la fuerza de su lado.
La transición
de fiesta permanente a fiesta con incursiones por horas, se produjo con
facilidad. Eso contribuyó mucho a dar la dosis adicional de ímpetu y entusiasmo
que tanta falta hacía en aquel momento debido a la enorme cantidad de veces que
la orquesta había tocado a lo largo de los años todo el repertorio que conocía.
Hacían
incursiones de rapiña y secuestraban ciudades enteras para rescatarlas a cambio
de víveres frescos, aguacates, costillas de cerdo, vino y licores, que se
cargaban a bordo sacándolos mediante una bomba de depósitos flotantes.
Sin embargo,
algún día habría de encararse el problema de cuándo se acabaría la bebida.
El planeta
sobre el que entonces flotaban ya no era el mismo que cuando lo sobrevolaron por
primera vez.
Está
deteriorado.
La fiesta le
había atacado llevándose un botín inmenso, y nadie había logrado contraatacar
debido a la manera caprichosa e imprevisible en que se bamboleaba por el cielo.
Es una fiesta
tremenda.
También es
tremendo que le caiga a uno en la espalda.
22
Arthur yacía
dolorido en un trozo de hormigón agrietado; jirones de nube le pasaban rozando
y se sentía confuso por el apacible rumor de juerga que oía vagamente a sus
espaldas.
Había un ruido
que no pudo identificar en seguida, en parte porque no conocía la canción «Me
dejé la pierna en Jaglan Beta» y en parte debido a que la orquesta estaba muy
cansada y algunos de sus componentes la tocaban en un ritmo de tres por cuatro
y otros en una especie de r2 completamente borracho, cada cual según la
cantidad de sueño de que hubiera disfrutado últimamente.
Respiraba
agitadamente en el aire húmedo. Tanteó partes de su cuerpo para ver dónde
estaría herido. Donde tocaba, hallaba un dolor. Al cabo del rato pensó que era
porque le dolía la mano.
Al parecer se
había torcido la muñeca. La espalda también le dolía, pero pronto comprobó que
no le pasaba nada malo, que sólo estaba magullado y un tanto conmocionado, ¿y
quién no lo estaría? No podía entender qué hacía un edificio volando entre las
nubes.
Por otro lado,
se habría visto en un apuro para explicar su presencia de manera convincente,
por lo que decidió que el edificio y él no tendrían más remedio que aceptarse
mutuamente. Alzó la vista. Tras él se alzaba un muro de baldosas de piedra,
blancas pero manchadas: el edificio propiamente dicho. Arthur parecía estar
tumbado en una especie de reborde o saliente que se proyectaba a unos ciento
treinta centímetros alrededor. Era un pedazo del suelo en donde el edificio de
la fiesta había tenido los cimientos y que había llevado consigo para
mantenerse aferrado a su base.
De pronto se
puso en pie, nervioso; miró por el saliente y el vértigo le dio náuseas. Se
apretó la espalda contra la pared, empapado de niebla y sudor. Su cabeza nadaba
a estilo libre, pero en su estómago alguien practicaba el mariposa.
Aunque había
llegado allá arriba por sus propios medios, ahora ni siquiera era capaz de
mirar la espantosa caída que tenía delante. No se disponía a probar suerte y
saltar. No estaba preparado para acercarse ni un milímetro al borde.
Asió la bolsa
con fuerza y avanzó pegado a la pared, esperando encontrar una puerta de
entrada. El sólido peso de la lata de aceite de oliva le dio mucha confianza.
Iba en
dirección a la esquina más próxima, con esperanza de que la pared del otro lado
ofreciera más posibilidades respecto a entradas que ésta, que no brindaba
ninguna.
El equilibrio
inestable del edificio le ponía enfermo de miedo, y al cabo de poco sacó la
toalla de la bolsa e hizo algo que una vez más justificó su lugar predominante
en la lista de cosas útiles que llevar cuando se haga autoestop por la Galaxia.
Se la puso por la cabeza para no ver lo que estaba haciendo.
Sus pies
tanteaban el suelo. Su mano extendida bordeaba la pared.
Al fin llegó a
la esquina y, cuando su mano la traspasó, encontró algo que le dio un susto
tal, que casi se cae sin más. Era otra mano.
Las dos manos
se agarraron mutuamente.
Sintió la
desesperada necesidad de utilizar la otra mano para quitarse la toalla de los
ojos, pero con ella llevaba la bolsa de viaje con la lata de aceite de oliva,
la retsina y las tarjetas postales de Santorini, y no tenía intención de
soltarla.
Pasó por uno de
esos momentos «yoístas» en que uno se da la vuelta de repente, se mira a sí
mismo y piensa: «¿Quién soy yo? ¿Para qué sirvo? ¿Qué he logrado? ¿Estoy
progresando?» Lloriqueó muy bajito.
Trató de
liberar la mano, pero no pudo. La otra la asía con fuerza. No tuvo más remedio
que acercarse más a la esquina. Se inclinó al doblarla y meneó la cabeza con
intención de desprenderse de la toalla. Eso provocó un grito agudo de
insondable emoción en el dueño de la otra mano.
La toalla salió
despedida de su cabeza y se encontró mirando cara a cara a Ford Prefect. Detrás
estaba Slartibartfast, y al fondo vio con toda claridad un porche y una enorme
puerta cerrada.
Ford y Arthur
se hallaban pegados a la pared, con los ojos desorbitados de terror al tratar
de mirar entre la densa nube negra que les rodeaba y de resistir el inestable
balanceo del edificio.
—¿Dónde fotones
has estado? —siseó Ford, lleno de pánico.
—Pues, bueno
—tartamudeó Arthur, sin saber cómo resumirlo todo de manera muy breve—. Por
ahí. ¿Qué estáis haciendo aquí?
Ford volvió a
mirar a Arthur con ojos desorbitados.
—No nos dejan
entrar si no llevamos una botella —murmuró.
Lo primero que
Arthur observó cuando pasaron al meollo de la fiesta, aparte del ruido, del
calor sofocante, de la abigarrada profusión de colores que se destacaban
vagamente entre la atmósfera de humo cabezón, de las alfombras, llenas de
cristales espachurrados, de ceniza y de restos de aguacate, y del grupillo de
criaturas semejantes a pterodáctilos de lúrex que caían sobre su apreciada
botella de retsina graznando: «Un placer nuevo, un placer nuevo», fue que
Trillian estaba charlando con un tal Dios del Trueno.
—¿No te he
visto en Milliways? —decía el Dios.
—¿No llevabas
tú un martillo?
—Sí. Esto me
gusta mucho más. Cuanto menos respetable, más ambiente.
Alaridos de
algún placer repugnante resonaban por la estancia, cuyas dimensiones exteriores
resultaban invisibles entre la jadeante multitud de criaturas ruidosas que
gritaban alegremente cosas que nadie podía oír y que de cuando en cuando
sufrían momentos de crisis.
—Parece
divertido —comentó Trillian—. ¿Qué decías, Arthur?
—Decía que cómo
demonios has llegado aquí.
—Me convertí en
una línea de puntos que flotaba a la ventura por el Universo. ¿Conoces a Tor?
Hace el trueno.
—Hola —dijo
Arthur—. Supongo que eso debe ser muy interesante.
—Hola —contestó
Tor—. Lo es. ¿Estás bebiendo?
—Pues, no, en
realidad...
—Entonces, ¿por
qué no vas a buscar una copa?
—Hasta luego,
Arthur —dijo Trillian.
Algo se movió a
ritmo lento por la cabeza de Arthur. Miró en torno con aire acosado.
—Zaphod no está
aquí, ¿verdad? —preguntó.
—Hasta luego
—repuso Trillian en tono firme.
Tor le fulminó
con sus ojos negros como el carbón, su barba se erizó y la poca luz que había
en la habitación tomó fuerzas brevemente para relucir de forma amenazadora en
los cuernos de su casco.
Tomó a Trillian
del codo con una mano sumamente grande y los músculos de su brazo se movieron
unos en torno a otros como un par de Volkswagen en el momento de aparcar.
Se fue con
ella.
—Una de las
cosas interesantes de ser inmortal —iba diciendo— es...
—Una de las
cosas interesantes del espacio —oyó Arthur que decía Slartibartfast a una
criatura grande y voluminosa con aspecto de haber perdido una pelea con una
tela de terciopelo rosa y que miraba embelesado a los ojos profundos y a la
barba plateada del anciano— es que resulta muy aburrido.
—¿Aburrido?
—repitió la criatura guiñando unos ojos inyectados en sangre y bastante
arrugados.
—Sí —confirmó
Slartibartfast—, asombrosamente aburrido. Pasmosamente. Mira, es muy grande y
hay muy poco en él. ¿Te gustaría que te citara unas estadísticas?
—Pues, bueno...
—Por favor, a
mí sí me gustaría. También son sensacionalmente aburridas.
—Volveré a
escucharlas dentro de un momento —dijo ella.
Le dio una
palmadita en el brazo, se alzó las faldas como un hidrofóil y se alejó entre la
jadeante multitud.
—Pensé que no
se marcharía nunca —gruñó el anciano—. Vamos, terrícola.
—Arthur.
—Tenemos que
encontrar el Arco de Plata; está aquí, en alguna parte.
—¿No podemos
descansar un poco? —protestó Arthur—. He tenido un día muy agitado. A
propósito, Trillian está aquí; no me ha dicho cómo ha venido, probablemente no
importa.
—Piensa en el
peligro que corre el Universo...
—El Universo es
lo bastante mayor y está lo suficientemente crecido como para cuidar de sí
mismo durante media hora. De acuerdo —añadió Arthur en respuesta a la inquietud
creciente de Slartibartfast—, daré una vuelta a ver si alguien lo ha visto.
—Bien, bien
—aprobó Slartibartfast—, bien.
Se metió entre
la multitud y todos los que se encontraba le decían que se relajara.
—¿Has visto un
arco por algún sitio? —preguntó Arthur a un hombrecillo que parecía estar
esperando ansiosamente escuchar a alguien—. Es de plata, es de importancia
vital para la seguridad futura del Universo y así de largo.
—No —contestó
el enjuto personaje—, pero toma una copa y cuéntamelo.
Ford Prefect
pasó haciendo contorsiones. Bailaba una danza fogosa, frenética, no enteramente
desprovista de obscenidad, con una que parecía llevar el palacio de la ópera de
Sidney en la cabeza.
—¡Me gusta el
sombrero! —gritó Ford a voz en cuello.
—¿Qué?
—He dicho que
me gusta el sombrero.
—No llevo
sombrero.
—Pues,
entonces, me gusta la cabeza.
—¿Cómo?
—He dicho que
me gusta la cabeza. Tiene una estructura ósea interesante.
Ford se las
arregló para encogerse de hombros sin salirse de los complicados movimientos
que ejecutaba.
—He dicho que
bailas estupendamente —gritó—, sólo que no muevas tanto la cabeza.
—¿Qué?
—Es que cada
vez que mueves la cabeza... ¡Ay! —exclamó cuando su pareja inclinó la cabeza
para decir «¿Qué?» y una vez más le picoteó en la frente con el extremo afilado
de su cráneo prominente.
—Mi planeta fue
demolido una mañana —dijo Arthur, que de un modo enteramente inesperado se
encontró contando al hombrecillo la historia de su vida o, al menos, retocando
sus rasgos sobresalientes—; por eso voy vestido así, en bata. Mi planeta saltó
por los aires con toda mi ropa, ¿entiendes? No reparé en que podría venir a una
fiesta.
El hombrecillo
asintió con entusiasmo.
—Después me
echaron de una nave espacial. Con la bata. En vez de con un traje espacial, que
es lo que normalmente cabría esperar. Poco después me enteré de que mi planeta
lo construyó originalmente un grupo de ratones. Puedes figurarte lo que sentí.
Luego me dispararon durante un rato y me reprendieron. En realidad, me han regañado
con una frecuencia absurda; me han disparado, insultado, privado de té,
desintegrado con regularidad, y hace poco aterricé en un pantano y tuve que
pasar cinco años en una cueva húmeda.
—¡Ah! —exclamó
embelesado el hombrecillo—. ¿Y te has divertido mucho?
Arthur se
atragantó violentamente con la copa.
—¡Qué tos tan
maravillosamente emocionante! —dijo el hombrecillo, muy sorprendido—. ¿Te
importa que te acompañe?
Y acto seguido
le acometió el más extraordinario y espectacular acceso de tos, y Arthur,
pillado por sorpresa, se atragantó violentamente, se dio cuenta de que ya había
empezado a hacer eso y se sintió muy confundido.
Ambos
ejecutaron un dúo como para romperse los pulmones que duró dos minutos enteros
hasta que Arthur logró toser y detenerse con un chisporroteo.
—Muy
tonificante —manifestó el hombrecillo, jadeando y limpiándose las lágrimas de
los ojos—. Qué vida tan emocionante debes llevar. Muchísimas gracias.
Estrechó
calurosamente la mano a Arthur y se dirigió hacia la multitud. Arthur meneó la
cabeza, lleno de estupor.
Se le acercó un
hombre con aire juvenil, un tipo de aspecto agresivo con labios en forma de
gancho, nariz de farol y mejillas diminutas, como perlas. Vestía pantalones
negros, camisa de seda negra abierta hasta lo que probablemente era su ombligo,
aunque Arthur había aprendido a no hacer suposiciones respecto a la anatomía de
la clase de gente con la que solía encontrarse por entonces, y del cuello le
colgaba toda clase de objetos de oro, feos y tintineantes. Llevaba algo en una
bolsa negra, y sin duda quería que la gente notara que él no tenía deseo alguno
de que repararan en ella.
—Oye, hmmm...,
¿acabo de oírte decir tu nombre? —preguntó.
Esa era una de
las muchas cosas que Arthur había contado al hombrecillo.
—Sí, Arthur Dent.
El recién
llegado pareció bailar suavemente a un ritmo distinto de los varios que la
orquesta se esforzaba desagradablemente por imponer.
—Sí —repuso el
desconocido—, sólo que en una montaña había un hombre que quería verte.
—Lo he visto.
—Sí, sólo que
parecía muy deseoso de verte, ¿sabes?
—Sí, lo he
visto.
—Sí, bueno,
creí que deberías saberlo.
—Lo sé. Lo he
visto.
El desconocido
hizo una pausa para mascar chicle. Luego dio una palmada a Arthur en la
espalda.
—De acuerdo
—dijo—, muy bien. Yo me limito a decírtelo, ¿vale? Buenas noches, buena suerte,
que ganes premios.
—¿Cómo? —dijo
Arthur, que para entonces comenzaba a perder seriamente el hilo.
—Lo que sea.
Hagas lo que hagas, hazlo bien.
Hizo una
especie de chasquido con lo que estuviera mascando y luego un gesto vagamente
dinámico.
—¿Por qué?
—preguntó Arthur.
—Hazlo mal
—repuso el hombre—, ¿qué más da? ¿A quién le importa un rábano?
De pronto
pareció que la sangre le afluía al rostro y empezó a gritar, colérico.
—¿Por qué no
volverse loco? —añadió—. Márchate, déjame en paz, ¿eh, tío? ¡¡¡Lárgate!!!
—Muy bien, me
voy —se apresuró a decir Arthur.
—Ha sido real
—concluyó el desconocido, haciendo un gesto brusco y desapareciendo entre el
gentío.
—¿A qué venía
eso? —preguntó Arthur a una chica que encontró a su lado—. ¿Por qué me ha dicho
que gane premios?
—Cosas del
mundo del espectáculo —contestó la muchacha encogiéndose de hombros—. Acaba de
ganar un premio en la ceremonia anual de premios del Instituto de Ilusiones
Recreativas de Osa Menor Alfa, y esperaba traspasarlo sin dificultad, pero como
tú no lo has mencionado, no ha podido.
—Pues siento no
haberlo hecho —comentó Arthur—. ¿Por qué se lo han dado?
—Por El uso más
gratuito de la palabra «Joder» en un guión cinematográfico serio. Es muy
prestigioso.
—Ya veo —dijo
Arthur—, ¿y qué es lo que dan?
—Un Rory. No es
más que un pequeño objeto de plata engastado en una base negra. ¿Qué has dicho?
—No he dicho
nada. Iba a preguntarte si la plata...
—Ah, creía que
habías dicho «va».
—¿Qué?
—«Va».
Ya hacía unos
años que pasaba gente a ver la fiesta, gorrones elegantes de otros mundos que
al mirar bajo ellos a su propio planeta, con las ciudades destruidas, los
cultivos de aguacate asolados, los viñedos marchitos, las grandes extensiones
de nuevo terreno desértico, los mares llenos de migas de galletas y de algo
peor, se les ocurrió durante un tiempo que a una escala reducida y casi
imperceptible su mundo no era tan divertido como lo había sido. Unos empezaron
a preguntarse si lograrían permanecer sobrios el tiempo suficiente para
trasladar la fiesta por el espacio y dirigirse a otros mundos donde el aire
fuese más fresco y les diese menos dolores de cabeza.
Los pocos
campesinos que aún conseguían vivir precariamente de la tierra semiárida del
planeta, se habrían alegrado mucho de oír eso, pero aquel día, cuando la fiesta
surgió gritando de entre las nubes y los campesinos alzaron la vista consumidos
por el miedo de otra incursión en busca de un botín de queso y vino, se hizo
evidente que la fiesta no iba a trasladarse durante algún tiempo a ningún otro
sitio y que terminaría pronto. En seguida vendría la hora de recoger sombreros
y abrigos y salir al exterior; los asistentes, vacilantes y agotados, tendrían
que averiguar la hora, la época del año y si en alguna parte de aquella tierra
quemada y asolada había taxis que llevaran a alguna parte.
La fiesta
estaba enzarzada en un abrazo horrible con una extraña nave de color blanco que
parecía medio metida en ella. Iban unidas por el cielo, jadeando, dando tumbos
y vueltas, haciendo caso omiso de su grotesco peso.
Las nubes se
abrieron. Rugió el aire, apartándose de un salto de su paso.
En sus
contorsiones, la fiesta y la nave de Krikkit se parecía un poco a dos patos;
era como si uno de ellos tratara de hacer un tercer pato dentro del segundo
mientras que éste intentase explicar con todas sus fuerzas que en aquel momento
no se sentía preparado para un tercer pato, inseguro indeciso en cualquier caso
de si quería que ese primer pato en concreto hiciera un tercer pato, y desde
luego no mientras él mismo, el segundo pato, estaba muy ocupado volando.
El cielo cantó
y gritó con la rabia que le producía todo aquello y abofeteó el suelo con ondas
de choque.
Y súbitamente,
con un zumbido, la nave de Krikkit desapareció.
La fiesta vagó
torpemente por el cielo como alguien que se apoyara contra una puerta
inesperadamente abierta. Giró y tembló sobre sus motores a reacción. Trató de
enderezarse y, en cambio, se torció. Volvió a tambalearse hacia atrás por el
firmamento. Tales vacilaciones prosiguieron durante algún tiempo, pero era
evidente que no podían continuar mucho tiempo. La fiesta ya estaba mortalmente
herida. Había desaparecido toda la alegría, y eso no podía disimularse con
cabriolas ocasionales y sin gracia.
En esa situación,
cuanto más tiempo evitara el suelo, más fuerte sería el impacto cuando entrara
en contacto con él.
En el interior
las cosas tampoco iban muy bien. En realidad marchaban monstruosamente mal, y
eso no le gustaba a la gente, que lo decía a gritos.
Habían hecho
desaparecer el premio por El uso más gratuito de la palabra «Joder» en un guión
cinematográfico serio, y en su lugar habían dejado una escena de devastación
que a Arthur le hizo sentirse casi tan mal como un aspirante al Rory.
—Nos encantaría
quedarnos y ser útiles —gritó Ford, abriéndose paso con dificultad entre los
escombros irreconocibles—, pero no vamos a hacerlo.
La fiesta
sufrió una nueva sacudida, provocando gruñidos y gritos enfebrecidos entre los
restos humeantes del edificio.
—Tenemos que ir
a salvar el Universo, ¿sabéis? —explicó Ford—. Y si os parece una excusa
bastante inaceptable, tal vez tengáis razón. De todos modos, nos vamos.
De pronto
encontró en el suelo una botella sin abrir, que no se había roto de milagro.
—¿Os importa
que nos la llevemos? —preguntó—. Vosotros no la necesitaréis.
También cogió
una bolsa de patatas fritas.
—¿Trillian?
—gritó Arthur con voz débil y asustada. No podía ver nada entre la humeante
confusión.
—Debemos irnos,
terrícola —dijo Slartibartfast, nervioso.
—¿Trillian?
—volvió a gritar Arthur.
Instantes
después apareció Trillian, temblando y haciendo eses, apoyada en su nuevo
amigo, el Dios del Trueno.
—La chica se
queda conmigo —anunció Tor—. Se está celebrando una gran fiesta en Valhala y
volaremos...
—¿Dónde estabas
cuando pasaba todo esto? —preguntó Arthur.
—En el piso de
arriba —contestó Tor—. Estaba pesándola. Mira, volar es un asunto complicado,
hay que calcular el viento...
—Ella viene con
nosotros —afirmó Arthur.
—Oye —protestó
Trillian—, yo no...
—No —insistió
Arthur—, vienes con nosotros.
Tor le miró
despacio, con ojos de ira. Daba mucha importancia a su aspecto divino, lo que
no tenía nada que ver con estar limpio.
—Viene conmigo
—dijo con calma.
—Vamos,
terrícola —dijo nerviosamente Slartibartfast, cogiendo a Arthur de la manga.
—Vamos,
Slartibartfast —dijo Ford, nervioso, mientras cogía al anciano de la manga.
Slartibartfast tenía el aparato teletransportador.
La fiesta se
bamboleaba y daba tumbos, haciendo rodar a todo el mundo menos a Tor y a Arthur,
que miraba tembloroso a los negros ojos del Dios del Trueno.
Poco a poco, de
forma increíble, Arthur levantó lo que ahora parecían ser unos puños diminutos.
—¿Quieres ver
para qué sirven? —preguntó.
—Te pido
minúsculas disculpas, ¿cómo has dicho?
—He dicho
—repitió Arthur sin poder contener el temblor de su voz— que si quieres ver
para qué sirven.
Movió los puños
de manera ridícula.
Tor le miró con
incredulidad. Entonces, una pequeña espiral de humo ascendió de su nariz.
También había una llamita diminuta. Se cogió el cinturón.
Hinchó el pecho
para que quedase absolutamente claro que ahí estaba la clase de hombre sobre el
que uno no se atrevería a pasar a menos de ir acompañado de un grupo de
sherpas.
Sacó del cinto
el mango del martillo. Lo sostuvo en las manos para mostrar la maciza cabeza de
hierro. De ese modo aclaró cualquier malentendido posible de que sólo llevara
consigo un poste de telégrafos.
—¿Acaso quiero
—preguntó con un siseo que parecía un río que desembocara en una fábrica de
acero— comprobar su utilidad?
—Sí —repuso
Arthur con una voz súbita y extraordinariamente fuerte y agresiva.
Volvió a mover
los puños, esta vez como si lo hiciera en serio.
—¿Quieres
hacerte a un lado? —sugirió a Tor con un gruñido.
—¡De acuerdo!
—aulló Tor como un toro rabioso (o, mejor dicho, como un Dios del Trueno
enfurecido, lo que es mucho más impresionante), apartándose.
—Bien —dijo
Arthur—, nos hemos librado de él. Slarty, vámonos de aquí.
23
—De acuerdo
—gritó Ford a Arthur—, soy un cobarde, pero el caso es que aún estoy vivo.
Se encontraban
de nuevo a bordo de la Nave Bistromática, junto con Slartibartfast y Trillian.
La armonía y la concordia se hallaban ausentes.
—Pues yo
también estoy vivo, ¿no? —replicó Arthur, demacrado por la aventura y la ira.
Sus cejas saltaban de un lado para otro, como si quisieran enzarzarse a
puñetazos.
—¡Casi no lo
logras! —estalló Ford.
Arthur se
volvió bruscamente a Slartibartfast, que estaba sentado en la butaca del piloto
en la cabina de vuelo, mirando pensativo el fondo de una botella que, según
parecía, le decía algo que él era incapaz de comprender. Apeló a él.
—¿Crees que ha
entendido la primera palabra que he dicho? —preguntó, temblando de emoción.
—No sé —repuso
Slartibartfast en tono un tanto abstracto—. No estoy seguro de saberlo.
Alzó la vista
un momento y luego miró los instrumentos con mayor fijeza y perplejidad.
—Tendrás que
explicárnoslo otra vez —añadió.
—Pues...
—Pero en otra
ocasión. Se avecinan cosas horribles.
Dio unos
golpecitos al vidrio de imitación del fondo de la botella.
—Me temo que en
la fiesta nos comportamos de una manera bastante lastimosa —prosiguió—. Ahora,
nuestra única esperanza es impedir que los robots introduzcan la Llave en la
Cerradura. Lo que no sé —murmuró— es cómo demonios lo haremos. Tendremos que ir
para allá, supongo. No puedo decir que me guste la idea en absoluto.
Probablemente acabaremos muertos.
—Pero ¿dónde
está Trillian? —inquirió Arthur afectando una súbita despreocupación.
Estaba enfadado
porque Ford le había reñido por perder tiempo con todo el asunto del Dios del
Trueno cuando tendrían que haberse largado con mayor rapidez. La opinión de
Arthur, que había expuesto para que cualquiera le diese el valor que a su
juicio merecía, era que se había portado de una manera sumamente decidida y
valiente.
El punto de
vista preponderante parecía ser que su opinión no valía un par de riñones
fétidos de dingo. Pero lo que le molestó de verdad fue que Trillian no
reaccionara en sentido alguno, retirándose a alguna parte.
—¿Y dónde están
mis patatas fritas? —preguntó Ford.
—Trillian y las
patatas están en la Cámara de Ilusiones Informáticas —informó Slartibartfast
sin levantar la vista—. Creo que nuestra joven amiga está tratando de asimilar
ciertos problemas de la historia de la Galaxia. Me parece que las patatas
fritas la están ayudando.
24
Es un error
creer que cualquier problema importante puede solucionarse con ayuda de unas
patatas.
Por ejemplo,
una vez hubo una raza locamente agresiva llamada Monomaníacas Blindados
Silásticos de Striterax. Ese era solamente el nombre de su raza. Su ejército se
llamaba de un modo enteramente horripilante. Por suerte vivieron en una etapa
primitiva de la historia de la Galaxia, anterior a las que hemos encontrado
hasta el momento, hace veinte billones de años, cuando la Galaxia era joven y
fresca y toda idea por la que mereciera la pena luchar era nueva.
Para la lucha
era para lo que mejor servían los Monomaníacos Blindados Silásticos de
Striterax, y como se les daba bien, lo hacían a menudo. Combatían contra sus
enemigos (es decir, contra todo el mundo) y también entre sí. Su planeta era un
desastre absoluto. La superficie estaba llena de ciudades abandonadas, cercadas
por inservibles máquinas de guerra que a su vez estaban rodeadas de hondas
trincheras en las que vivían los Monomaniacos Blindados Silásticos peleándose
entre sí.
La mejor manera
de entablar pelea con un Monomaníaco Blindado Silástico de Striterax era haber
nacido. No les gustaba, se ofendían. Y cuando un Monomaníaco Blindado Silástico
se enfadaba, alguien pagaba el pato. Cabría pensar que se trataba de un estilo
de vida agotador, pero parecían poseer una enorme cantidad de energía.
El mejor medio
de tratar con un Monomaníaco Blindado Silástico era dejarle solo en una
habitación, pues tarde o temprano empezaba a golpearse a sí mismo.
Al fin
comprendieron que aquello era algo que debían evitar, y dictaron una ley en la
que se decretaba que todo aquel que utilizara armas en razón de su trabajo
silástico normal (policías, guardias de seguridad, maestros de enseñanza
primaria, etc.) debía pasar al menos cuarenta y cinco minutos diarios dando
puñetazos a un saco de patatas para descargar la agresividad excedente.
Durante una
temporada aquello dio buen resultado, hasta que a alguien se le ocurrió que
sería mucho más eficaz y se desperdiciaría menos tiempo si, en vez de dar
golpes a las patatas, se disparaba contra ellas.
Ello condujo a
una renovación del entusiasmo por disparar contra toda clase de cosas, y todo
el mundo estuvo muy excitado durante semanas ante la perspectiva de su primera
guerra importante.
Otro logro de
los Monomaníacos Blindados Silásticos de Striterax es que fueron la primera
raza que consiguió sobresaltar a un ordenador.
Se trataba de
un ordenador gigantesco, creado en el espacio, que se llamaba Hactar y que
incluso en nuestros días se recuerda como uno de los más eficaces que se hayan
construido jamás. Fue el primero en construirse como un cerebro natural, pues
en él cada partícula celular albergaba en su interior la configuración del
todo, cosa que le permitía pensar de manera más flexible e imaginativa y que,
al parecer, también le puso en condiciones de sobresaltarse.
Los
Monomaníacos Blindados Silásticos de Striterax libraban una de sus continuas
guerras con los Tenaces Garguerreros de Stug, y no disfrutaban tanto de ella
como de costumbre porque debían efectuar una enorme cantidad de recorridos
fatigosos por los Pantanos de Radiación de Cwulzenda y por las Montañas de
Fuego de Frazfraga, y no se encontraban cómodos en ninguno de ambos terrenos.
De manera que,
cuando los Estrangulones Estiletantes de Jajazikstak se sumaron al conflicto
obligándoles a luchar en otro frente, en las Cuevas Gamma de Carfrax y en las
Tormentas de Hielo de Varlengooten, decidieron que ya estaba bien y ordenaron a
Hactar que les proyectara un Arma Definitiva Final.
—¿Qué queréis
decir con Final? —preguntó Hactar.
—Consulta un
puñetero diccionario —contestaron los Monomaníacos Blindados Silásticos de
Striterax, precipitándose de nuevo al combate.
De modo que
Hactar proyectó un Arma Final.
Era una bomba
muy pequeña; se trataba simplemente de una caja de empalme situada en el
hiperespacio que, una vez activada, conectaba simultáneamente los corazones de
todos los soles importantes para de ese modo convertir el Universo entero en
una gigantesca supernova hiperespacial.
Cuando los
Monomaníacos Blindados Silásticos intentaron utilizarla para volar un polvorín
que los Estrangulones Estiletantes tenían en una de las Cuevas Gamma, se
enojaron mucho al ver que no funcionaba y se lo dijeron a Hactar.
Al ordenador le
había conmocionado la idea.
Intentó
explicar que había pensado en el asunto del Arma Final llegando a la conclusión
de que si no hacía explotar la bomba no era concebible que las consecuencias
fuesen peores que si la hacía estallar, y que por tanto se había tomado la
libertad de implantar un pequeño defecto en el funcionamiento de la bomba con
la esperanza de que todo el mundo reflexionara fríamente y comprendiera que...
Los
Monomaníacos Blindados discreparon y pulverizaron el ordenador.
Más tarde lo
pensaron mejor y también destruyeron la bomba defectuosa.
A continuación,
tras una pausa para aplastar a los Tenaces Garguerreros de Stug y a los
Estrangulones Estiletantes de Jajazikstak, siguieron buscando un medio
enteramente nuevo para volarse a sí mismos, lo que constituyó un profundo
alivio para todas las demás razas de la Galaxia, en especial para los
Garguerreros, los Estiletantes y las patatas.
Trillian había
visto todo eso, así como la historia de Krikkit. Salió pensativa de la Cámara
de Ilusiones Informáticas, justo a tiempo para descubrir que habían llegado
demasiado tarde.
25
Incluso cuando
la Nave Bistromática sobrevolaba su objetivo, situado en la cima de una pequeña
colina en el asteroide de kilómetro y medio de anchura que describía una órbita
solitaria y eterna en torno al cerrado sistema estelar planetario de Krikkit,
sus tripulantes comprendieron que sólo llegaban a tiempo de presenciar un
acontecimiento histórico inevitable.
No tenían idea
de que iban a ver dos.
Quedaron
impotentes, fríos y solos al borde de la colina, contemplando la actividad que
se desarrollaba a sus pies. Lanzas de luz describían arcos siniestros en el
vacío desde un lugar que sólo estaba a cien metros debajo y delante de ellos.
Miraron el
acontecimiento cegador.
Una extensión
del campo energético de la nave les permitía estar allí mediante una nueva
explotación de la predisposición de la mente a que le gasten bromas: los
problemas de caer a la masa diminuta del asteroide o de no poder respirar se
convirtieron sencillamente en Problemas de Otro.
La nave blanca
de Krikkit estaba situada entre los desolados despeñaderos del asteroide,
destellando bajo los arcos luminosos o desapareciendo en la sombra. La negrura
de las sombras marcadas que arrojaban los duros riscos ejecutaban una danza
conjunta cuando los arcos de luz pasaban en torno a ellos.
Los once robots
blancos llevaban en procesión la Llave Wikket hacia el centro de un círculo de
luces oscilantes.
La Llave Wikket
se reconstruyó. Sus componentes relucían y brillaban: el Pilar de Acero (o
pierna de Marvin) de la Fuerza y del Poder, el Arco de Oro (o el corazón de la
Energía de la Improbabilidad Infinita) de la Prosperidad, el Pilar Perspex (o
el Cetro de Justicia de Argabuthon) de la Ciencia y de la Razón, el Arco de
Plata (o Premio Rory por El uso más gratuito de la palabra «Joder» en un guión
cinematográfico serio) y el ya recompuesto Pilar de Madera (o cenizas de un
tronco quemado que simboliza la muerte del criquet inglés) de la Naturaleza y
de la Espiritualidad.
—Supongo que no
podremos hacer nada a estas alturas, ¿verdad? —preguntó Arthur con voz
nerviosa.
—No —suspiró
Slartibartfast.
La expresión
decepcionada que apareció en el rostro de Arthur fue un completo fracaso, y
como se encontraba en la sombra dejó que se transformara en una de alivio.
—Lástima —dijo.
—Estúpidamente,
no tenemos armas —sentenció Slartibartfast.
—Maldita sea
—apostilló Arthur en voz muy baja.
Ford no dijo
nada.
Trillian
tampoco abrió la boca, pero tenía un aire extrañamente claro y reflexivo.
Miraba más allá del asteroide, al vacío del espacio.
El asteroide
giraba en torno a la Nube de Polvo, que rodeaba la envoltura de Tiempo Lento,
que a su vez encerraba el mundo en que vivían los habitantes de Krikkit, los
Amos de Krikkit y sus robots asesinos.
El impotente
grupo no tenía medio de saber si los robots de Krikkit habían notado su
presencia. Sólo podían suponer que sí, pero que de acuerdo con las
circunstancias los enemigos sabían que no tenían nada que temer. Debían
realizar una misión histórica, y podían mirar con desprecio a su público.
—Es horrible el
sentimiento de impotencia, ¿verdad? —dijo Arthur, pero los demás no le hicieron
caso.
En medio de la
zona de luz a la que se acercaban los robots, se abrió en el suelo una grieta
en forma de cuadrado. La grieta fue haciéndose cada vez más visible y pronto
resultó que un bloque de terreno, de unos dos metros cuadrados, se iba elevando
poco a poco.
Al mismo tiempo
percibieron otro movimiento, pero era casi subliminal, y por unos instantes no
estuvo claro si era aquello lo que se movía.
Luego, sí.
El asteroide se
movía. Se acercaba despacio a la Nube de Polvo, como si tirara de él un
pescador celestial arrastrándolo con su caña a las profundidades.
Iban a hacer en
la vida real el viaje por la Nube de Polvo que ya habían hecho en la Cámara de
Ilusiones Informáticas. Permanecieron en silencio, paralizados. Trillian
frunció las cejas.
Pareció que
pasaba una eternidad. Los acontecimientos empezaron a sucederse con vertiginosa
lentitud cuando el costado principal del asteroide penetró en el vago y blando
perímetro exterior de la Nube.
Y pronto se
vieron inmersos en una oscuridad tenue y vacilante. Fueron atravesándola,
débilmente conscientes de formas vagas y de espirales indistinguibles en la
oscuridad salvo con el rabillo del ojo.
El polvo
amortiguaba los haces de brillante luz. Los haces de brillante luz destellaban
sobre las innumerables motas de polvo.
Una vez más,
Trillian contempló el pasadizo desde lo más profundo de sus ceñudos
pensamientos.
Y llegaron al
final. No estaban seguros de si habían tardado un minuto o media hora, pero lo
habían atravesado para encontrarse con un vacío nuevo, como si el espacio
hubiese concluido su existencia delante de ellos.
Y entonces las
cosas se sucedieron con rapidez.
Un haz de luz
cegadora casi pareció estallar de la masa que se había alzado a un metro del
suelo, y de su interior brotó un bloque de Perspex más pequeño que despedía
colores deslumbrantes y retozones.
El bloque tenía
unas ranuras profundas, tres hacia arriba y dos atravesadas, con idea evidente
de albergar la Llave Wikket. Los robots se acercaron a la Cerradura,
introdujeron la Llave y retrocedieron. El bloque giró sobre sí mismo con
voluntad propia y el espacio empezó a alterarse.
El espacio
recobró la existencia pareciendo revolver en sus órbitas los ojos de los
observadores. Se encontraron mirando, cegados, a un sol deshilachado que se
presentó ante ellos donde sólo segundos antes ni siquiera había habido espacio
vacío. Pasaron unos momentos antes de que se dieran cuenta suficiente de lo que
había pasado y se pusieran las manos sobre los ojos aterrorizados y ciegos. En
esos breves instantes percibieron que una mota diminuta cruzaba despacio el ojo
de aquel sol.
Retrocedieron
tambaleantes y oyeron resonar en sus oídos el tenue e inesperado canto de los
robots, que gritaban al unísono.
—¡Krikkit!
¡Krikkit! ¡Krikkit! ¡Krikkit!
El sonido les
dio escalofríos. Era áspero, frígido, vacío; era mecánico y lúgubre.
También era
triunfal.
Quedaron tan
pasmados por aquellas dos conmociones sensoriales, que casi se perdieron el
segundo acontecimiento histórico.
Zaphod
Beeblebrox, el único hombre de la historia que sobrevivió a un ataque de los
robots asesinos, salió corriendo de la nave de guerra de Krikkit. Empuñaba una
pistola Mat-O-Mata.
—Vale —gritó—.
La situación está absolutamente controlada, igual que este momento del tiempo.
El único robot
que guardaba la escotilla de la nave blandió en silencio el bate aplicándolo a
la nuca izquierda de Zaphod.
—¿Quién diablos
ha hecho eso? —dijo la cabeza izquierda, cayendo hacia adelante de mala manera.
La cabeza
derecha miró atentamente hacia una distancia media.
—¿Quién ha
hecho qué? —dijo.
El bate llegó a
la nuca derecha.
Zaphod midió el
suelo con todo su cuerpo, adoptando una forma bastante extraña.
Al cabo de unos
segundos concluyó todo el acontecimiento. Unas cuantas descargas de los robots
fueron suficientes para destruir la Cerradura para siempre. Se partió, se fundió
y sus piezas se dislocaron.
Sombríamente y,
casi podría decirse, con aire decepcionado, los robots se encaminaron de vuelta
a la nave de guerra, que desapareció con un zumbido.
Trillian y Ford
descendieron frenéticamente por la inclinada cuesta hacia el cuerpo oscuro y
quieto de Zaphod Beeblebrox.
26
—No sé —declaró
Zaphod por lo que le pareció trigésimo séptima vez—; podían haberme matado,
pero no lo hicieron. Tal vez pensaran que yo era una especie de individuo
maravilloso, o algo así. No logro entenderlo.
Los demás se
limitaban a tomar nota en silencio de sus opiniones respecto a aquella teoría.
Zaphod estaba
tumbado en el frío suelo del puente de mando. Su espalda parecía forcejear con
el suelo cuando el dolor le atravesaba el cuerpo y le golpeaba en las cabezas.
—Creo —susurró—
que esos fulanos sin gracia tienen algo fundamentalmente espectral.
—Están
programados para matar a todo el mundo —indicó Slartibartfast.
—Podría ser
—resolló Zaphod entre bofetadas de dolor.
No parecía
convencido del todo.
—Hola, nena
—dijo a Trillian, deseando que aquello compensara su comportamiento anterior.
—¿Estás bien?
—dijo ella cariñosamente.
—Sí —contestó
Zaphod—. Estupendamente.
—Bien —repuso
ella, retirándose a meditar.
Miró a la
enorme visipantalla situada sobre las butacas de vuelo, giró un interruptor y
empezaron a proyectarse imágenes locales. Una de ellas era la blancura de la
Nube de Polvo. Otra, el sol de Krikkit. Otra, el propio Krikkit. En los
intervalos se ponía furiosa.
—Bueno, pues
ése es el adiós a la Galaxia —dijo Arthur, dándose una palmada en las rodillas
y levantándose.
—No —dijo
gravemente Slartibartfast—. Nuestro rumbo está claro.
En su frente se
hicieron surcos suficientes para sembrar verduras de raíz pequeña. Se puso en
pie, paseó de un lado para otro. Cuando volvió a hablar, lo que dijo le asustó
tanto, que tuvo que sentarse otra vez.
—Hemos vuelto a
fracasar de manera lastimosa. Muy penosa.
—Eso es porque
no nos importa lo bastante —comentó Ford en voz baja—. Te lo dije.
Colocó los pies
sobre el panel de instrumentos y con aire incierto empezó a hurgar algo que
tenía en una uña.
—Pero a menos
que decidamos tomar medidas —dijo el anciano en tono quejumbroso, como si
luchara contra cierta indiferencia profunda de su naturaleza—, todos seremos
destruidos, moriremos todos. Sin duda eso sí nos importa, ¿verdad?
—No lo
suficiente para querer que nos maten por ello —repuso Ford, que esbozó una
especie de falsa sonrisa exhibiéndola por toda la cámara para todo aquel que
quisiera contemplarla.
Slartibartfast
consideró ese punto de vista como sumamente sugestivo, y luchó contra él. Se
volvió de nuevo a Zaphod, que rechinaba los dientes y sudaba de dolor.
—Seguro que
tienes alguna idea —dijo el anciano— de por qué te han perdonado la vida. Es
insólito. De lo más raro.
—Casi estoy por
pensar que ni siquiera lo saben ellos —dijo Zaphod, encogiéndose de hombros—.
Ya te lo he dicho. Me lanzaron una descarga muy débil, sólo para quitarme el
sentido, ¿no? Me subieron a su nave, me dejaron tirado en un rincón y no me
hicieron caso. Como si se sintieran molestos de tenerme allí. Si decía algo, me
dormían otra vez. Tuvimos unas conversaciones magníficas. «¡Eh..., uf!»
«¡Hola..., uf!» «Me pregunto..., ¡uf!» Me tuvieron entretenido durante horas,
¿sabes?
Volvió a
encogerse de dolor.
Jugaba con algo
que tenía entre los dedos. Lo sostuvo en alto. Era el Arco de Oro, el Corazón
de Oro, el centro de la Energía de la Improbabilidad Infinita. Sólo eso y el
Pilar de Madera habían escapado intactos de la destrucción.
—He oído que tu
nave puede moverse un poco —dijo—. Así que, ¿qué te parece si me llevas
zumbando a la mía antes de que vosotros...?
—¿Es que no vas
a ayudarnos? —preguntó Slartibartfast.
—¿A nosotros?
—dijo bruscamente Ford—. ¿Quiénes somos nosotros?
—Me encantaría
quedarme y ayudaros a salvar la Galaxia —insistió Zaphod, incorporando un poco
la espalda—, pero tengo un par de dolores de cabeza y noto que se avecina un
montón de jaquecas pequeñas. Pero la próxima vez que haga falta salvarla, ahí
estaré. Oye, nena. ¿Trillian?
Ella volvió la
cabeza brevemente.
—¿Sí?
—¿Quieres
venir? ¿Al Corazón de Oro? ¿Emoción, aventura y desenfreno?
—Yo bajaré a
Krikkit.
27
Era la misma
colina, pero no del todo.
Esta vez no era
una Ilusión Informática. Era el propio Krikkit, y tenían el pie puesto en él.
Cerca de ellos, detrás de los árboles, estaba el extraño restaurante italiano
que había traído sus cuerpos reales al mundo real de Krikkit.
La fuerte
hierba que pisaban era real, igual que aquél suelo fértil. Las fragancias
embriagadoras del árbol también eran reales. La noche era una noche auténtica.
Krikkit.
Para alguien
que no sea de ese planeta, es el lugar más peligroso. El planeta que no
toleraba la existencia de cualquier otro, cuyos encantadores, deliciosos e
inteligentes habitantes aullaban de miedo, de fiereza y de odio asesino si se
enfrentaban con alguien que no fuese de los suyos.
Arthur sintió
un escalofrío.
Slartibartfast
se estremeció.
Ford,
curiosamente, tembló.
Lo sorprendente
no era que temblase, sino que realmente se encontrara allí. Pero cuando
llevaron a Zaphod a su nave, Ford se sintió inesperadamente avergonzado por su
deseo de escapar.
Error, pensó
para sí, grandísimo error. Apretó contra el pecho una de las pistolas
Mat-O-Mata con que se habían pertrechado en el arsenal de Zaphod.
Trillian se
estremeció, miró al cielo y frunció las cejas.
El cielo
tampoco era el mismo. Ya no estaba vacío.
Aunque la
campiña que les rodeaba había cambiado poco en los dos mil años de las Guerras
de Krikkit y en los meros cinco años que habían transcurrido localmente desde
que Krikkit fue encerrado en la envoltura de Tiempo Lento diez billones de años
atrás, el cielo era dramáticamente diferente.
De él pendían
luces mortecinas y formas densas.
En lo más alto, donde ningún habitante de Krikkit miraba jamás, estaban las Zonas de Guerra y las Zonas de Robots: enormes naves de guerra y edificios en forma de torre que flotaban en los campos de Nil-O-Grav, muy por encima de las bucólicas e idílicas tierras de la superficie de Krikkit.
Trillian las
contempló y meditó.
—Trillian —musitó Ford Prefect.
—¿Sí? —dijo
ella.
—¿Qué haces?
—Estoy
pensando.
—¿Siempre
respiras así cuando piensas?
—No me daba
cuenta de que estaba respirando.
—Eso es lo que
me preocupaba.
—Me parece que
sé... —dijo Trillian.
—¡Chss! —dijo
alarmado Slartibartfast, cuya mano delgada y temblorosa les hizo adentrarse más
en la sombra del árbol.
De pronto, como
antes en la cinta, vieron luces que venían por el sendero de la colina, pero
esta vez los haces luminosos no provenían de faroles sino de linternas
eléctricas; no es que fuese un cambio espectacular, pero cualquier detalle
hacía que sus corazones latieran fuertemente en sus pechos. En esta ocasión no
había canciones melodiosas y extravagantes que celebraran las flores, las
labores del campo y los perros muertos, sino voces apagadas que discutían con
premura.
Una luz se
movió lentamente en el cielo. Arthur se sintió sobrecogido por un terror
claustrofóbico y el aire cálido se le agarró a la garganta.
Al cabo de unos
instantes apareció un segundo grupo que se aproximaba por el otro lado de la
negra colina. Se movían con rapidez y con paso decidido; sus linternas
oscilaban sondeando los alrededores.
Era evidente
que ambos grupos se juntarían, y no precisamente el uno con el otro. Iban a
converger deliberadamente en el sitio donde se encontraban Arthur y los demás.
Arthur oyó un
leve rumor cuando Ford Prefect se llevó al hombro el rifle Mat-O-Mata, y una
tosecilla quejumbrosa cuando Slartibartfast hizo lo mismo con el suyo. Sintió
el peso poco familiar de su propio rifle y, con manos temblorosas, lo alzó.
Movió los dedos
torpemente para quitar el seguro y liberar el mecanismo de máximo peligro, tal
como Ford le había enseñado. Temblaba de tal manera, que si en aquel momento
disparaba contra alguien probablemente le habría marcado su firma a fuego.
Únicamente
Trillian no alzó su fusil. Enarcó las cejas, volvió a bajarlas y se mordió el
labio, absorta en sus pensamientos.
—¿Se os ha
ocurrido...? —empezó a decir, pero nadie tenía muchas ganas de hablar en aquel
momento.
Una luz
atravesó la oscuridad a sus espaldas y, al darse la vuelta, vieron a un tercer
grupo de krikkitenses que les enfocaba con sus linternas.
El arma de Ford
Prefect rugió con furia, pero el fuego volvió a entrar en ella y el fusil se le
cayó de las manos.
Hubo un momento
de terror puro, un segundo eterno antes de que alguien volviera a disparar.
Y cuando el
segundo concluyó, nadie disparó.
Estaban
rodeados de pálidos krikkitenses que les bañaban con la luz oscilante de sus
linternas.
Los cautivos
miraron a sus captores, los captores miraron a sus cautivos.
—Hola —dijo uno
de los captores—. Disculpadme, pero, ¿sois... extranjeros?
28
Entretanto, a
una distancia de más millones de kilómetros de los que la imaginación puede
cómodamente abarcar, Zaphod Beeblebrox se encontraba exultante de nuevo.
Había arreglado
la nave; es decir, había mirado con gran interés mientras un robot de servicios
la reparaba. Volvía a ser una de las naves más potentes y extraordinarias que
existían. Podía dirigirse a cualquier parte, hacer lo que quisiera. Hojeó un
libro y luego lo tiró. Era el que había leído antes.
Se acercó al
banco de comunicaciones y abrió un canal conectado a todas las frecuencias.
—¿Alguien
quiere una copa? —preguntó.
—¿Es una
emergencia, tío? —crepitó una voz a medio camino del otro extremo de la
Galaxia.
—¿Tienes alguna
coctelera? —dijo Zaphod.
—Vete a dar una
vuelta en cometa.
—Vale, vale
—concluyó Zaphod, volviendo a cerrar el canal.
Se levantó y se
dirigió a la pantalla de un ordenador. Pulsó unos botones. Por la pantalla
empezaron a correr unas burbujitas que se comían las unas a las otras.
—¡Paf! —exclamó
Zaphod—. ¡Aaauuuú! ¡Pa pa pá!
—Hola —dijo el
ordenador en tono jovial al cabo de un minuto de lo mismo—, has marcado tres
puntos. La mejor marca anterior es de siete millones quinientas noventa y siete
mil doscientas...
—Muy bien, muy
bien —dijo Zaphod apagando la pantalla de nuevo.
Volvió a
sentarse. Jugueteó con un lápiz. Poco a poco, el lapicero también empezó a
perder su encanto.
—De acuerdo, de
acuerdo —dijo, introduciendo en el ordenador los datos de su tanteo y los de la
mejor marca anterior.
La nave
convertía el Universo en una mancha.
29
—Decidnos
—ordenó el krikkitense delgado y pálido que se había destacado con aire
incierto de entre las filas de sus compañeros hacia el círculo de luz de la
linterna, empuñando la pistola como si estuviera sujetándosela a alguien que
acabara de largarse a algún sitio pero que volvería en un momento—, ¿sabéis
algo acerca de eso que llaman Equilibrio de la Naturaleza?
Los cautivos no
le respondieron, o al menos no articularon nada más que gruñidos y murmullos
confusos. La luz de las linternas seguía enfocándolos. Arriba, en el cielo,
continuaba la actividad en las zonas de los Robots.
—Sólo es algo
de lo que hemos oído hablar, y probablemente no tenga importancia —prosiguió el
krikkitense con aire inquieto—. Bueno, entonces supongo que será mejor mataros.
Miró la pistola
como si tratara de decidir qué programa iba a poner.
—Es decir
—prosiguió, alzando la vista de nuevo—, a menos que queráis charlar de algo.
Un pasmo lento
y paralizante hizo presa en Slartibartfast, Ford y Arthur. Y pronto les
llegaría al cerebro, que en aquel momento estaba exclusivamente ocupado en
mover las mandíbulas de arriba abajo. Trillian meneaba la cabeza como si
intentase terminar un rompecabezas sacudiendo la caja.
—Es que
estábamos preocupados —dijo otro del grupo—, por ese plan de destrucción
universal.
—Sí —añadió
otro—, y el Equilibrio de la Naturaleza. Nos pareció que si todo el resto del
Universo quedaba destruido, en cierto modo se rompería el Equilibrio de la
Naturaleza. Somos muy aficionados a la ecología.
Su voz se apagó
insatisfecha.
—Y al deporte
—dijo otro en voz muy alta.
Aquello provocó
una aprobación apoteósica por parte de los demás.
—Sí —convino el
primero—, y al deporte...
Volvió la
cabeza para mirar intranquilo a sus compañeros y se rascó la mejilla con aire
confuso. Parecía luchar con alguna incertidumbre en lo más profundo de su ser,
como si todo lo que quisiera decir y todo lo que pensara fuesen cosas
completamente diferentes entre las cuales no viese ninguna relación posible.
—Mirad, algunos
de nosotros... —masculló mirando otra vez a su alrededor como si esperase
confirmación. Los otros hicieron ruidos de aprobación y él prosiguió—: Algunos
de nosotros tenemos mucho interés en establecer vínculos deportivos con el
resto de la Galaxia, y aunque entiendo el argumento de separar el deporte de la
política, creo que si queremos tener relaciones deportivas con el resto de la
Galaxia, que sí queremos, probablemente sería un error destruirlo. Y
efectivamente, el resto del Universo... —su voz se apagó de nuevo—..., que es
la idea que ahora parece...
—¿Qu...? —dijo
Slartibartfast—. ¿Qu...?
—¿Ehhh...?
—dijo Arthur.
—Ahh... —dijo
Ford Prefect.
—Muy bien —dijo
Trillian—. Hablemos de ello.
Se adelantó y
cogió del brazo al pobre y confuso krikkitense. Parecía tener unos veinticinco
años, lo que debido a las extrañas alteraciones de tiempo que se habían
producido en aquella zona significaba que no habría tenido más de veinte cuando
terminaron las Guerras de Krikkit, unos diez billones de años atrás.
Trillian le
llevó a dar un corto paseo entre la luz de las linternas antes de decir algo
más. El la siguió con aire vacilante. El círculo de luz de las linternas era
ahora más reducido, como si se rindiera ante aquella muchacha extraña y
tranquila que parecía ser la única en saber lo que hacía en aquel Universo de
oscuridad y confusión.
Se dio la
vuelta, le miró de frente y con suavidad puso las manos en sus brazos. El
krikkitense parecía la encarnación del asombro y la desdicha.
—Cuéntame —dijo
Trillian.
El no respondió
de momento, limitándose a mirarla a los ojos, primero a uno y luego a otro.
—Nosotros...
—dijo—, tenemos que estar solos..., me parece.
Torció el
rostro y luego dejó caer la cabeza hacia adelante, sacudiéndola como alguien
que tratara de sacar una moneda de una hucha. Volvió a alzar la vista.
—Ahora tenemos
esa bomba, ¿sabes? Es pequeña.
—Lo sé —dijo
Trillian.
La miró con los
ojos en blanco como si hubiera dicho algo muy raro acerca de la remolacha.
—Sinceramente,
es muy pequeñita.
—Lo se —repitió
Trillian.
—Pero ellos
dicen —su voz parecía apagarse—, dicen que puede destruir todo lo que existe. Y
tenemos que hacerlo, ¿comprendes? Me parece. ¿Nos quedaremos solos después? No
lo sé. Pero creo que es nuestro deber.
Al decir eso,
dejó caer otra vez la cabeza.
—Sea lo que
fuere lo que eso signifique —dijo una voz profunda entre el grupo.
Trillian rodeó
poco a poco con sus brazos al joven krikkitense, confuso y asustado, le apoyó
la cabeza contra su hombro y le dio unas palmaditas.
—Está bien
—dijo en voz baja, pero en un tono lo suficientemente claro para que todo el
grupo lo oyera en la sombra—, no tenéis que hacerlo.
Le acunó.
—No tenéis que
hacerlo —repitió.
Le soltó y dio
un paso atrás.
—Quiero que
hagáis algo por mí —dijo, echándose a reír de repente—. Quiero —prosiguió,
riendo de nuevo. Se puso la mano en la boca y continuó con expresión sobria—:
Quiero que me llevéis ante vuestro jefe.
Señaló al
cielo, a las Zonas de Guerra. De algún modo parecía saber que su jefe estaba
allí.
Su risa pareció
descargar algo en la atmósfera. En algún sitio detrás de la multitud una voz
solista empezó a cantar una canción que, de haberla escrito él, habría puesto a
Paul McCartney en condiciones de comprar el mundo entero.
30
Zaphod
Beeblebrox se arrastraba valerosamente por un túnel como el tipo estupendo que
era. Estaba muy confuso, pero de todos modos continuó arrastrándose tenazmente
porque era así de valiente.
Estaba
confundido por algo que acababa de ver, pero no tanto como iba a estarlo por
algo que oiría en seguida, de manera que será mejor explicar dónde se
encontraba exactamente.
Estaba en las
Zonas de Guerra Robótica, a muchos kilómetros sobre la superficie del planeta
Krikkit.
La atmósfera
estaba enrarecida y relativamente poco protegida de los rayos o de cualquier
otra cosa que al espacio se le ocurriera lanzar en su dirección.
Había aparcado
el Corazón de Oro entre los enormes y oscuros cascos de otras naves apiñadas en
el cielo de Krikkit y había entrado en lo que parecía ser el edificio más
grande e importante armado únicamente con un rifle Mat-O-Mata y algo para los
dolores de cabeza.
Se encontró en
un pasillo largo, ancho y escasamente iluminado en el cual pudo ocultarse para
pensar lo que haría a continuación. Se escondió porque de cuando en cuando
pasaba por allí un robot de Krikkit, y aunque hasta el momento le habían dado
una especie de vida encantadora, había resultado de todos modos sumamente
dolorosa, y no tenía deseos de abusar de lo que sólo a medias se sentía
inclinado a llamar buena suerte.
En cierto
momento se agazapó en una habitación que daba al pasillo, encontrándose en una
cámara enorme y, también, débilmente iluminada.
En realidad, se
trataba de un museo que sólo exhibía un objeto: los restos de una nave
espacial. Estaba horriblemente quemada y despedazada, y, ahora que había
aprendido parte de la historia galáctica de la que no se enteró debido a sus
intentos fallidos de acostarse con la chica que estaba en el cibercubículo
vecino al suyo en el colegio, fue capaz de establecer la inteligente hipótesis
de que se trataba de los restos de la nave que vagó por la Nube de Polvo todos
esos billones de años atrás, y que provocó todo aquel asunto.
Pero había algo
que no estaba bien en absoluto, y eso fue lo que le dejó confundido.
La nave estaba
verdaderamente destruida. Había ardido de veras, pero una inspección bastante
breve realizada por un ojo experto revelaba que no se trataba de una astronave
genuina. Parecía una maqueta a escala natural, un calco perfecto. En otras
palabras, era un objeto muy útil si uno decidía de repente construir por sí
mismo una nave espacial y no sabía cómo hacerlo. Pero no se trataba de algo que
pudiera volar por sí solo a cualquier parte.
Seguía confuso
sobre aquel tema —en realidad sólo había empezado a inquietarle—, cuando se dio
cuenta de que en otra parte de la cámara se había abierto suavemente otra
puerta por la que entraron dos robots de Krikkit con aire melancólico.
Zaphod no
quería enredarse con ellos y, decidiendo que, como la discreción era el mejor
componente del valor y la cobardía el mejor ingrediente de la discreción, se
escondió valientemente en un armario.
El armario
resultó ser efectivamente la parte superior de un conducto que a través de una
escotilla de inspección daba a un túnel de ventilación bastante amplio. Se
metió por él y empezó a arrastrarse, y así es como le hemos encontrado.
No le gustaba.
Estaba oscuro, hacía frío, se hallaba muy incómodo y todo eso le asustaba.
Salió de él a la primera oportunidad que se le presentó, por otro conducto que
encontró cien metros más allá.
Esta vez
apareció en una cámara más pequeña que tenía el aspecto de ser la sede del
servicio de información de ordenadores. Se encontró en un espacio reducido y
oscuro entre la pared y un ordenador voluminoso.
Pronto notó que
no estaba solo en la habitación, y se disponía a marcharse de nuevo cuando
llamó su atención lo que decían los otros ocupantes.
—Son los
robots, señor —dijo una voz—. Algo malo les pasa.
—¿Qué,
exactamente?
Eran las voces
de dos jefes de operaciones guerreras de Krikkit. Todos los jefes de
operaciones vivían en el cielo, en las Zonas de Guerra Robótica, y eran
ampliamente inmunes a las ridículas dudas e incertidumbres que afligían a sus
compatriotas en la superficie del planeta.
—Pues, señor,
me parece que se están desfasando por el esfuerzo de la guerra, ahora que estamos
a punto de detonar la bomba supernova. En el brevísimo tiempo transcurrido
desde que nos liberaron de la envoltura...
—Vaya al grano.
—A los robots
no les gusta, señor.
—¿Cómo?
—Parece, señor,
que la guerra les está deprimiendo. Tienen cierto cansancio del mundo, o tal
vez debería decir cansancio del Universo.
—Pues eso está
bien, se pretende que nos ayuden a destruirlo.
—Sí, pero lo
están encontrando difícil, señor. Padecen cierta fatiga. Les está resultando
difícil cumplir con su trabajo. Les falta uumf.
—¿Qué intenta
decir?
—Bueno, creo
que se encuentran muy deprimidos por algo, señor.
—¿De qué
diablos krikkitenses habla?
—Pues en las
pocas escaramuzas que han librado últimamente, parece que al entrar en combate
alzan las armas para disparar y de pronto piensan: ¿para qué molestarse? ¿Qué
sentido tiene todo esto desde el punto de vista cósmico? Y se vuelven un poco
tristes y cansados.
—¿Y qué es lo
que hacen entonces?
—Pues,
principalmente ecuaciones de segundo grado, señor. Tremendamente difíciles en todos
los sentidos. Y luego se enfurruñan.
—¿Se
enfurruñan?
—Sí, señor.
—¿Cuándo se ha
oído que un robot se enfurruñe?
—No sé, señor.
—¿Qué ha sido
ese ruido?
Era el ruido
que Zaphod hacía al marcharse con las cabezas dándole vueltas.
31
En un pozo oscuro
y profundo estaba sentado un robot cojo. Durante algún tiempo había permanecido
en silencio en su metálica oscuridad. Era frío y húmedo, pero tratándose de un
robot se suponía que no debía notar esas cosas. Sin embargo, con un enorme
esfuerzo de voluntad consiguió percibirlas.
Su cerebro se
había acoplado al núcleo de inteligencia central del Ordenador de Guerra de
Krikkit. No disfrutaba de aquella experiencia, pero tampoco le gustaba al
núcleo de inteligencia central del Ordenador de Guerra de Krikkit.
Los robots de
Krikkit que habían salvado a aquella patética criatura de metal de los pantanos
de Squornshellous Zeta, lo hicieron porque casi inmediatamente reconocieron su
inteligencia gigantesca y el uso que podían hacer de ella.
No tuvieron en
cuenta los desarreglos de personalidad concomitantes, que el frío, la
oscuridad, la humedad, el confinamiento y la soledad no hacían nada por
disminuir.
No estaba
contento con su tarea.
Aparte de todo
lo demás, la simple coordinación de toda la estrategia militar de un planeta
sólo le ocupaba una parte diminuta de su formidable cerebro, y el resto se
aburría extraordinariamente. Tras resolver todos los problemas más importantes
(salvo el suyo), matemáticos, físicos, químicos, biológicos, sociológicos,
filosóficos, etimológicos, metereológicos y psicológicos del Universo por tres
veces, se encontró ante la imperiosa necesidad de hacer algo, y empezó a
componer dolorosos sonsonetes sin ton ni son, o sin melodía. El último era una
canción de cuna.
Ahora el mundo
se tumba a dormir —zumbó Marvin.
La oscuridad no
sumerge mi cabeza,
Infrarrojos son
mis ojos,
Cómo aborrezco
la noche.
Hizo una pausa
para reunir la fuerza artística y emocional necesaria para acometer el verso
siguiente.
Ahora me tumbo
a dormir,
Contaré ovejas
eléctricas,
Dulces sueños
tenga usted,
Cómo aborrezco
la noche.
—¡Marvin!
—siseó una voz.
Su cabeza se
alzó de golpe, casi soltando la intrincada red de electrodos que le conectaban
con el Ordenador de Guerra central de Krikkit.
Se abrió una
escotilla de inspección y aparecieron dos cabezas inquietas, una de las cuales
atisbaba fijamente mientras la otra entraba y salía continuamente mirando de un
lado a otro con gran nerviosismo.
—Ah, eres tú
—murmuró el robot—. Debería haberlo imaginado.
—Qué hay, chaval
—dijo Zaphod, sorprendido—. ¿Qué cantabas hace un poco?
—En estos
momentos estoy en una forma brillante —reconoció amargamente Marvin.
Zaphod
introdujo más una cabeza por la escotilla y miró en torno.
—¿Estás solo?.
—preguntó.
—Sí. Aquí
estoy, cansado, con el dolor y la desdicha por única compañía. Y una gran
inteligencia, por supuesto. Y una pena infinita. Y...
—Sí —le
interrumpió Zaphod—. Oye, ¿dónde estás conectado con todo esto?
—Aquí —dijo
Marvin, señalando con su brazo menos estropeado todos los electrodos que le
conectaban con el ordenador de Krikkit.
—Entonces
—repuso torpemente Zaphod—, supongo que me has salvado la vida. Dos veces.
—Tres —corrigió
Marvin.
Una cabeza de
Zaphod se volvió con rapidez (la otra miraba como un halcón justo en sentido
contrario), a tiempo para ver que el mortífero robot asesino que se encontraba
a su espalda se agarrotaba y empezaba a echar humo. El robot retrocedió
tambaleándose y se desplomó contra una pared. Se deslizó por ella de lado,
echando la cabeza hacia atrás y sollozando de manera inconsolable.
Zaphod volvió
la vista a Marvin.
—Debes de tener
una idea tremenda de la vida —comentó.
—No te molestes
en preguntármelo.
—No lo haré
—dijo Zaphod, que no lo hizo—. Oye, estás haciendo un trabajo magnífico.
—Lo que significa,
supongo —dijo Marvin, que sólo necesitó la diez mil millonésima billonésima
trillonésima grillonésima parte de sus facultades intelectuales para efectuar
aquella operación lógica en concreto—, que no vas a liberarme ni nada parecido.
—Muchacho,
sabes que me encantaría.
—Pero no lo
harás.
—No.
—Ya veo.
—Lo estás
haciendo bien.
—Sí —dijo
Marvin—. ¿Por qué dejarlo ahora, cuando empiezo a aborrecerlo?
—Tengo que ir a
buscar a Trillian y a los muchachos. Oye, ¿tienes alguna idea de dónde están?
Es que tengo todo un planeta para elegir. Podría tardar un poco.
—Están muy
cerca —informó Marvin con voz triste—. Puedes escucharlos desde aquí, si
quieres.
—Será mejor que
vaya a buscarlos —sentenció Zaphod—. Tal vez necesiten un poco de ayuda, ¿no?
—Quizá fuese
preferible que los escuchases desde aquí —dijo Marvin con un repentino timbre
de autoridad en la voz—. Esa muchacha es una de las formas de vida orgánica
menos sumida en la ignorancia y menos torpe que he tenido la profunda falta de
placer de no ser capaz de evitar conocer.
Zaphod tardó
unos momentos en encontrar el camino por aquella laberíntica sarta de
negativas, llegando sorprendido a su final.
—¿Trillian?
—dijo—. No es más que una niña. Simpática, sí, pero temperamental. Ya sabes lo
que pasa con las mujeres. O tal vez no lo sepas. Supongo que no. Si lo sabes,
no quiero que me lo cuentes. Conéctanos.
—...totalmente
manipulados.
—¿Cómo? —dijo
Zaphod.
La que estaba
hablando era Trillian. Zaphod se volvió en redondo.
La pared contra
la cual sollozaba el robot de Krikkit se iluminó para revelar una escena que
tenía lugar en una parte ignota de las Zonas de Guerra Robótica de Krikkit.
Parecía una especie de sala de juntas; Zaphod no podía distinguirlo con
claridad porque el robot se había derrumbado súbitamente sobre la pantalla.
Intentó
moverlo, pero se había vuelto muy pesado por la melancolía y pretendió
morderle, de manera que trató de verlo lo mejor posible mirando a un lado y a
otro del robot.
—Pensadlo un
poco —decía la voz de Trillian—, vuestra historia no es más que una sucesión de
acontecimientos extraños e improbables. Y yo conozco un acontecimiento
improbable en cuanto lo veo. Vuestro completo aislamiento de la Galaxia fue
extraño desde el principio. Justo en el mismísimo extremo, envueltos en una
Nube de Polvo. Es algo dispuesto de antemano. Evidentemente.
La frustración
de no poder ver la pantalla enfurecía a Zaphod. La cabeza del robot tapaba a la
gente a quienes hablaba Trillian, su bate de batalla de múltiples usos cubría
el fondo, y el codo del brazo que apretaba dramáticamente contra su frente no
le dejaba ver a la propia muchacha.
—Y luego
—proseguía ésta—, esa nave espacial que se estrelló en vuestro planeta. Eso es
verdaderamente probable, ¿no? ¿Tenéis alguna idea de las probabilidades que
existen en contra de que una nave a la deriva entre en la órbita de un planeta?
—¡Eh! —exclamó
Zaphod—, no sabe de qué diablos habla. Yo he visto esa nave. Es una imitación.
Nada de eso.
—Ya me parecía
a mí —dijo Marvin desde su prisión, detrás de Zaphod.
—Ah, sí —repuso
Zaphod—. Te resulta fácil decirlo. Acabo de decírtelo yo. De todos modos, no sé
qué tiene que ver esto con nada.
—Y sobre todo
—continuó Trillian—, las probabilidades de que entrara en órbita con un solo
planeta de la Galaxia o con todo el Universo serían sumamente traumatizantes.
¿Sabéis cuáles son esas probabilidades? Yo tampoco, son así de enormes. Otra
situación preparada de antemano. No me sorprendería que esa nave no fuese más
que una imitación.
Zaphod logró
mover el bate del robot. En pantalla se veían las imágenes de Ford, de Arthur y
de Slartibartfast, que parecían sorprendidos y pasmados por todo el asunto.
—¡Eh, mira!
—dijo Zaphod, entusiasmado—. Los muchachos lo están haciendo estupendamente.
¡Ra ra ra! A por ellos, chicos.
—¿Y qué me
decís de toda esa tecnología que habéis logrado idear por vosotros mismos casi
de la noche a la mañana? A la mayoría de la gente le costaría miles de años.
Alguien os soplaba lo que necesitabais saber, alguien que os hacía trabajar en
ello.
—Lo sé, lo sé
—añadió en respuesta a una interrupción que no se había visto—; sé que no os
disteis cuenta de lo que pasaba. Ese es exactamente mi punto de vista. Nunca
comprendisteis nada de nada. Como esa bomba Supernova.
—¿Cómo te has
enterado de eso? —preguntó una voz.
—Lo sé,
simplemente —dijo Trillian—. ¿Esperáis que me crea que sois lo bastante listos
para inventar algo tan brillante y al mismo tiempo tan tontos para no
comprender que también os haría desaparecer a vosotros? Eso no es sólo
estúpido, es algo espectacularmente obtuso.
—¡Eh!, ¿qué es
eso de la bomba? —preguntó Zaphod a Marvin, alarmado.
—¿La bomba
Supernova? —dijo Marvin—. Es una bomba muy pequeña.
—¿Sí?
—Puede destruir
el Universo in toto —añadió Marvin—. Buena idea, si quieres saber mi opinión.
Pero no podrán hacerla funcionar.
—¿Por qué no,
si es tan brillante?
—La bomba es
brillante —apuntó Marvin—; ellos, no. Sólo llegaron a diseñarla antes de que se
vieran encerrados en la envoltura. Se han pasado los últimos cinco años
construyéndola. Creen que la han hecho bien, pero no. Son tan estúpidos como
cualquier otra forma de vida orgánica.
Trillian
proseguía sus explicaciones.
Zaphod trató de
quitar de en medio al robot tirándole de la pierna, pero le gruñía y daba
patadas; luego se estremeció con un nuevo acceso de llanto. De pronto se
derrumbó y continuó expresando sus sentimientos en el suelo, perdidamente.
Trillian estaba
sola en medio de la cámara, muy cansada, pero sus ojos tenían un brillo fiero.
Alineados
frente a ella se encontraban unos ancianos pálidos y arrugados. Los Amos de
Krikkit se sentaban inmóviles tras la amplia mesa redonda de control, mirándola
con odio y miedo irremediables.
Delante de
ellos, en un punto equidistante de la mesa de control y del centro de la
habitación, donde Trillian permanecía de pie como en un juicio, había un
estrecho pilar blanco de alrededor de un metro y medio de alto. Encima de él
había un pequeño globo blanco de unos diez centímetros de diámetro.
A su lado había
un robot de Krikkit con su bate de múltiples usos.
Trillian
sudaba. Zaphod pensó que aquello era poco elegante por parte de la muchacha.
—En realidad
—explicaba Trillian—, sois tan tontos y tan estúpidos, que dudo, dudo mucho que
hayáis sido capaces de fabricar adecuadamente la bomba sin ayuda de Hactar en
estos últimos cinco años.
—¿Quién es ese
tal Hactar? —preguntó Zaphod, sacando los hombros.
Si Marvin
contestó, Zaphod no le oyó. Tenía toda la atención puesta en la pantalla.
Uno de los
Ancianos de Krikkit hizo un pequeño gesto con la mano al robot. Este alzó su
bate.
—No hay nada
que yo pueda hacer —anunció Marvin—. Está en un circuito independiente de los
demás.
—Esperad —dijo
Trillian.
El Anciano hizo
un leve movimiento. El robot se detuvo. De pronto, Trillian parecía muy
insegura de su propio juicio.
—¿Cómo sabes tú
todo esto? —preguntó Zaphod a Marvin.
—Archivos de
ordenadores —repuso Marvin—. Tengo acceso a ellos.
—Vosotros sois
muy diferentes de vuestros pobres compatriotas de ahí abajo, ¿no es cierto?
—dijo Trillian a los Ancianos de Krikkit—. Os habéis pasado la vida aquí,
expuestos a la atmósfera. Habéis sido muy vulnerables. ¿Sabéis que el resto de
vuestra raza está muy asustada? No quieren seguir adelante con esto. No estáis
al corriente, ¿por qué no lo comprobáis?
El Anciano de
Krikkit manifestaba impaciencia. Hizo un gesto al robot que era precisamente la
antítesis del que le había hecho antes.
El robot
blandió el bate. Acertó en el pequeño globo blanco.
El pequeño
globo blanco era la bomba Supernova.
Era una bomba
muy pequeña y se había ideado para acabar con el Universo.
La bomba
Supernova voló por el aire. Dio contra la negra pared de la sala de juntas
haciéndole un buen desconchón.
—¿Y cómo sabe
ella todo eso? —inquirió Zaphod.
Marvin mantuvo
un silencio taciturno.
—Probablemente
va de farol —dijo Zaphod—. Pobre chica, nunca debí dejarla sola.
32
—¡Hactar!
—gritó Trillian—. ¿Qué te traes entre manos?
No hubo
respuesta desde las sombras circundantes. Trillian esperó, nerviosa. Estaba
segura de no equivocarse. Atisbó entre la penumbra desde la cual esperaba
alguna especie de contestación. Pero sólo hubo un silencio frío.
—¿Hactar?
—volvió a llamar—. Me gustaría que conocieras a mi amigo Arthur Dent. Yo quería
marcharme con un tal Dios del Trueno, pero él no me dejó y se lo agradezco. Me
hizo comprender dónde estaban realmente mis afectos. Lamentablemente, Zaphod
está demasiado asustado por todo esto, de modo que traje a Arthur en su lugar.
No estoy segura de por qué te cuento todo esto. ¿Hola? —insistió—. ¿Hactar?
Y entonces habló.
Era una voz
tenue y débil, como traída por el viento desde una gran distancia. Apenas se
oía; era la memoria o el sueño de una voz.
—Por qué no os
acercáis los dos —dijo la voz—. Prometo que estaréis perfectamente a salvo.
Se miraron y
luego aparecieron, como por arte de magia, en el centro de un haz luminoso que
brotaba de la escotilla abierta del Corazón de Oro hacia la granulosa y débil
penumbra de la Nube de Polvo.
Arthur intentó
coger a Trillian de la mano para darle ánimo y confianza, pero ella no lo
permitió. Se sujetó a la bolsa de líneas aéreas, con su lata de aceite de oliva
griego, su toalla, sus postales arrugadas de Santorini y demás objetos
diversos. A eso fue, en cambio, a lo que dio ánimo y confianza.
Se quedaron
quietos, en medio de nada.
De una nada
lóbrega y polvorienta. Cada mota de polvo del ordenador pulverizado brillaba
tenuemente al girar despacio, atrapando la luz del sol en la oscuridad. Cada
partícula del ordenador, cada mota de polvo contenía en su interior, vaga y
débilmente, la estructura del todo. Al reducir el ordenador a polvo, los
Monomaníacos Blindados Silásticos de Striterax sólo consiguieron baldarlo, no
matarlo. Un campo débil e incorpóreo mantenía las partículas en una delicada
relación mutua.
Arthur y
Trillian estaban o, mejor dicho, flotaban en medio de esa extraña entidad. No
tenían nada para respirar, pero de momento eso no parecía importar. Hactar
cumplió su promesa. Se encontraban a salvo. De momento.
—No tengo nada
que ofreceros en cuanto a hospitalidad, salvo juegos de luces —dijo Hactar con
voz débil—. Aunque si sólo se dispone de juegos de luces, es posible
encontrarse cómodo con ellos.
Su voz se
apagó, y entre el polvo oscuro se formó vagamente un sofá de colores vivos.
Arthur apenas
pudo soportar el hecho de que fuese el mismo que se le apareció en la campiña
de la Tierra prehistórica. Que el Universo siguiera haciéndole esas locuras que
le dejaban perplejo, era algo para ponerse a gritar y a retorcerse de rabia.
Dominó sus
sentimientos y luego se sentó en el sofá con cuidado. Trillian hizo lo mismo.
Era de verdad.
Y si no lo era,
al menos les sostuvo, y como eso es lo que los sofás tenían que hacer, aquel
era auténtico desde cualquier prueba importante a que se le sometiese.
La voz volvió a
murmurar en el aire solar.
—Espero que
estéis cómodos —dijo.
Ellos
asintieron con la cabeza.
—Y me gustaría
felicitaros por la precisión de vuestras deducciones.
Arthur se
apresuró a indicar que él no había deducido muchas cosas; Trillian, sí. Ella le
había invitado a acompañarla porque a él le interesaba la vida, el Universo y
todo lo demás.
—Eso es algo
que también me interesa a mí —susurró Hactar.
—Pues alguna
vez deberíamos charlar sobre ello —sugirió Arthur—. Tomando una taza de té.
Entonces empezó
a materializarse despacio delante de ellos una mesita de madera con una tetera
de plata, una jarra de leche, un azucarero, dos tazas y dos platillos, todo
ello de porcelana fina.
Arthur extendió
la mano, pero no era más que un juego de luces. Se retrepó en el sofá, que era una
ilusión a la que su cuerpo estaba preparado para admitir como cómoda.
—¿Por qué crees
que debes destruir el Universo? —preguntó Trillian.
Le resultaba un
tanto difícil hablar a la nada, con nada en que centrar la atención.
Evidentemente, Hactar lo notó. Lanzó una risita espectral.
—Si va a ser
una sesión tan corta —dijo— bien podemos tener los decorados apropiados.
Y entonces se
materializó ante ellos otra cosa: el sofá de un psiquiatra. El cuero de la
tapicería era brillante y suntuoso, pero no era más que otro juego de luces.
En torno a
ellos, para completar el decorado, había una vaga sugerencia de paredes
forradas de madera. Y entonces apareció en el sofá la imagen del propio Hactar,
que era como para apartar la vista.
El sofá tenía
un tamaño normal de psiquiatra: entre uno ochenta y dos metros.
El ordenador
parecía de una talla normal para un satélite de ordenador creado en el espacio:
unos mil quinientos kilómetros de diámetro.
La ilusión de
que uno estuviera sentado sobre el otro era lo que hacía apartar la vista.
—De acuerdo
—dijo Trillian en tono firme.
Se levantó del
sofá. Pensó que le pedirían que se sintiera muy cómoda y que aceptara
demasiadas ilusiones.
—Muy bien.
¿También puedes crear cosas de verdad? Me refiero a objetos sólidos.
Hubo otra pausa
antes de la respuesta, como si la mente pulverizada de Hactar tuviera que
ordenar sus ideas a lo largo de los millones y millones de kilómetros por donde
andaban esparcidas.
—Ah —suspiró—.
Estás pensando en la astronave.
Empezaron a
vagar ideas a través de ellos, como ondas a través del éter.
—Sí —reconoció
Hactar—, puedo. Pero requiere una enorme cantidad de esfuerzo y de tiempo. Lo
único que puedo hacer en mi... estado de partículas es animar y sugerir,
¿comprendes?
Animar y
sugerir. Y sugerir...
La imagen de
Hactar en el sillón pareció oscilar y fluctuar, como si le resultara difícil
mantenerse.
Hizo acopio de
fuerza.
—Puedo animar y
sugerir que trozos diminutos de escombro espacial —el meteoro menudo y
esporádico, unas cuantas moléculas por aquí, varios átomos de hidrógeno por
allá— se muevan juntos. Les animo a juntarse. Puedo enredarlos y darles forma,
pero se tardan muchos eones.
—Así que
hiciste el modelo de la nave destrozada —insistió Trillian.
—Pues..., sí
—murmuró Hactar—. He hecho... unas cuantas cosas. Puedo trasladarlas de un
sitio a otro. He construido una nave espacial. Parecía lo mejor.
Algo hizo a
Arthur recoger la bolsa de donde la había dejado sobre el sofá y agarrarla con
fuerza.
La niebla de la
vieja mente pulverizada de Hactar remolineaba en torno a ellos como una
pesadilla perturbadora.
—Mira, me
arrepentí —murmuró apesadumbrado—. Me arrepentí de haber saboteado el proyecto
que hice para los Monomaníacos Blindados Silásticos. No me correspondía tomar
tales decisiones. Fui creado para cumplir una función y fracasé. Negué mi
propia existencia.
Hactar suspiró.
Trillian y Arthur esperaron en silencio a que continuara su historia.
—Tenías razón
—prosiguió al cabo—. Guié deliberadamente al planeta de Krikkit para que
llegaran al mismo estado de ánimo que los Monomaníacos Blindados Silásticos y
me pidieran proyectar la bomba que no logré hacer la primera vez. Me envolví
alrededor del planeta y lo cuidé. Bajo la influencia de los acontecimientos que
pude fraguar y de otros que fui capaz de provocar, aprendieron a odiar como
maníacos. Tuve que hacerlos vivir en el cielo. En la tierra mis influencias no
tenían mucha fuerza.
»Claro que, sin
mí, cuando se vieron separados de mí y encerrados en la envoltura de Tiempo
Lento, sus respuestas se hicieron muy confusas y fueron incapaces de actuar.
»¡Vaya, vaya!
—añadió—. Sólo trataba de cumplir con mi deber.
Poco a poco,
con mucha lentitud, las imágenes de la nube empezaron a desvanecerse,
disolviéndose con suavidad.
Y de repente,
dejaron de hacerlo.
—También estaba
el asunto de la venganza, por supuesto —dijo Hactar con una brusquedad que
resultaba nueva en su voz—. Recordad que estaba pulverizado, que luego me
dejaron lisiado, en un estado de semiimpotencia durante billones de años.
Francamente, me gustaría acabar con el Universo. Vosotros sentiríais lo mismo,
creedme.
Hizo otra pausa
mientras unos remolinos barrían el polvo.
—Pero en primer
lugar traté de cumplir mi función —afirmó en su anterior tono melancólico—.
¡Vaya, vaya!
—¿Te preocupa
el haber fracasado? —preguntó Trillian.
—¿He fracasado?
—musitó Hactar.
En el sofá de
psiquiatra la imagen del ordenador empezó a desvanecerse de nuevo.
—¡Vaya, vaya!
—volvió a entonar débilmente la voz—. No, en este momento no me preocupa el
fracaso.
—¿Sabes lo que
tenemos que hacer? —preguntó Trillian con voz fría e indiferente.
—Sí —repuso
Hactar—. Vais a dispersarme. Vais a destruir mi conciencia. Haced lo que
queráis, por favor; después de todos esos eones, lo único que imploro es el
olvido. Si no he cumplido con mi cometido, ya es demasiado tarde. Gracias y
buenas noches.
El sofá
desapareció.
La mesa del té
desapareció.
El sofá de
vivos colores y el ordenador desaparecieron. Las paredes se esfumaron. Arthur y
Trillian regresaron de extraña manera al Corazón de Oro.
—Pues eso
parecería ser eso —dijo Arthur.
Las llamas
crecieron frente a él y luego se aquietaron. Las últimas lenguas de fuego se
apagaron, dejando únicamente ante él un montón de cenizas donde pocos minutos
antes se alzaba el Pilar de Madera de la Naturaleza y de la Espiritualidad.
Las sacó del
depósito inferior de la Barbacoa Gamma del Corazón de Oro, las puso en una
bolsa de papel y regresó al puente.
—Creo que
deberíamos devolverlas —anunció—. Tengo la fuerte impresión de que debemos
hacerlo.
Ya había
discutido del tema con Slartibartfast, y el anciano acabó aburriéndose y
marchándose. Había vuelto a su nave, la Bistromática, tuvo una furibunda pelea
con el camarero y desapareció en una idea enteramente subjetiva de lo que era
el espacio.
La discusión
surgió por la pretensión de Arthur de devolver las cenizas al Lord's Cricket
Ground en el mismo momento en que se tomaron en un principio, lo que requeriría
viajar hacia atrás en el tiempo durante un día más o menos, y eso era
precisamente la especie de desbarajuste gratuito e irresponsable que la Campaña
para el Tiempo Real trataba de impedir.
—Sí —había
dicho Arthur—, pero intenta explicar eso al Instituto Meteorológico.
Y se negó a oír
nada más en contra de la idea.
—Creo —volvió a
decir y se detuvo.
Empezó a
repetirlo porque nadie le había escuchado la primera vez, y se detuvo porque
estaba bastante claro que esta vez tampoco iba a hacerle caso nadie.
Ford, Zaphod y
Trillian miraban la visipantalla con atención. Hactar se estaba dispersando
bajo la presión de un campo vibratorio que el Corazón de Oro le lanzaba.
—¿Qué ha dicho?
—preguntó Ford.
—Me parece
—contestó Trillian en tono confundido— que ha dicho: «Lo hecho, hecho está...
He llevado a cabo mi cometido...»
—Creo que
deberíamos devolverlas —dijo Arthur mostrando la bolsa que contenía las
cenizas—. Tengo la firme impresión de que debemos hacerlo.
33
El sol brillaba
en calma sobre una escena de absoluta desolación.
El humo seguía
ascendiendo de la hierba quemada inmediatamente después del robo de las cenizas
por los robots de Krikkit. Entre la humareda, la gente corría presa del pánico,
chocando entre sí, tropezando con las camillas. Se practicaban detenciones.
Un policía
trató de detener a Wowbagger el Infinitamente Prolongado por conducta ofensiva,
pero fue incapaz de evitar que el extraño ser, alto y de color gris verdoso,
volviera a su nave y huyera con arrogancia por el aire, causando así más pánico
y confusión.
En medio de
todo aquello, por segunda vez en aquella tarde, los cuerpos de Arthur Dent y de
Ford Prefect se materializaron súbitamente, teletransportados desde el Corazón
de Oro que se encontraba en órbita de espera alrededor del planeta.
—¡Puedo
explicarlo! —gritó Arthur—. ¡Tengo las Cenizas! Están en esta bolsa.
—No creo que te
hagan caso —le previno Ford.
—También he
contribuido a salvar el Universo —decía Arthur a todo aquel que estuviera
dispuesto a escucharle; esto es, a nadie.
—Eso habría
detenido a una multitud —dijo Arthur a Ford.
—No lo ha hecho
—comentó Ford.
Arthur abordó a
un policía que pasaba corriendo.
—Discúlpeme.
Tengo las cenizas. Las robaron esos robots blancos hace un momento. Están en
esta bolsa. Forman parte de la Llave de la envoltura del Tiempo Lento, ¿sabe? Y
bueno, puede adivinar el resto. El caso es que las tengo; ¿qué voy a hacer con
ellas?
El policía se
lo dijo, pero Arthur sólo pudo pensar que hablaba en sentido metafórico.
Desconsolado,
fue de acá para allá.
—¿No le
interesa a nadie? —gritó.
Un hombre pasó
corriendo a su lado rozándole el codo. Se le cayó la bolsa de papel y su
contenido se esparció por el suelo. Arthur lo miró con los labios apretados.
Ford le miró.
—¿Quieres que
nos marchemos ya? —preguntó.
Arthur suspiró
con fuerza. Miró al planeta Tierra con la seguridad de que era la última vez.
—Muy bien.
En aquel
momento, entre el humo que se disipaba, distinguió una meta que a pesar de todo
aún estaba en pie.
—Espera un
momento —dijo a Ford—. Cuando era niño...
—¿No me lo
podrías contar luego?
—Tenía pasión
por el criquet, ¿sabes?, pero no era muy bueno.
—O no me lo
cuentes, si lo prefieres.
—Y siempre
soñaba, bastante estúpidamente, que algún día pondría fuera de juego al
bateador en el Lord's Ground.
Miró a la
atemorizada multitud. A nadie le importaría mucho.
—De acuerdo
—dijo Ford en tono fatigado—. Hazlo de una vez. Estaré por allí, aburriéndome.
Fue a sentarse
sobre una zona de hierba humeante.
Arthur recordó
que aquella tarde, en su primera visita, la pelota de criquet había caído en su
bolsa, y miró en la que llevaba.
La encontró
antes de recordar que no era la misma bolsa que había tenido entonces. No
obstante, la pelota estaba entre sus recuerdos de Grecia.
La sacó, la
limpió contra la pierna, escupió sobre ella y volvió a frotarla. Dejó la bolsa
en el suelo. Iba a hacerlo como era debido.
Fue tirando la
pelotita roja y dura de una mano a otra para sentir su peso.
Con una
maravillosa sensación de ligereza y despreocupación, se alejó de la meta a paso
vivo. A un paso medianamente rápido, decidió, calculando una buena carrera.
Miró al cielo.
Los pájaros remolineaban en él, unas pocas nubes blancas se deslizaban por el
firmamento. El aire estaba enrarecido por el ruido de las sirenas de la policía
y de las ambulancias, y de la gente que gritaba y chillaba, pero Arthur se
sentía extrañamente feliz y a salvo de todo ello. Iba a marcar un tanto en el
Lord's Cricket Ground.
Se volvió y
escarbó en la hierba un par de veces con las zapatillas de estar por casa. Sacó
los hombros, arrojó la pelota al aire y volvió a cogerla.
Echó a correr.
Mientras
corría, vio que al pie de la meta había un bateador. Pues muy bien, pensó, eso
añadiría un poco de...
Entonces, al
acercarse, vio con más claridad. El bateador que estaba junto a la meta no era
del equipo de criquet inglés. Tampoco era de la selección australiana. Era uno
de los robots de Krikkit. Un mortífero robot asesino de color blanco, frío y
duro, que posiblemente no había regresado a su nave con los demás. Unas cuantas
ideas se entrechocaron en la cabeza de Arthur en ese momento, pero no parecía capaz
de dejar de correr. El tiempo pasaba con una lentitud tremenda, pero aun así no
podía dejar de correr.
Con un
movimiento deslizante, como de jarabe, volvió su inquieta cabeza y se miró la
mano con que sostenía la pelotita roja y dura.
Sus pies
seguían avanzando despacio, sin poder detenerse mientras él miraba la bola
sostenida por su mano muerta. Emitía un brillo rojo oscuro y destellaba de
manera intermitente. Sus pies, implacables, continuaban adelante.
Volvió a mirar
al robot de Krikkit, que seguía frente a él con aire decidido y el bate alzado,
dispuesto. Sus ojos despedían un brillo profundo y fascinante, y Arthur no pudo
apartar la vista de ellos. Era como si los mirase a través de un túnel: parecía
que en medio no existía nada.
Algunos de los
pensamientos que chocaban en su cabeza eran los siguientes:
Se sintió un
estúpido tremendo.
Lamentó no
haber escuchado con más atención una serie de cosas que le habían dicho, frases
que ahora resonaban en su interior como sus pies golpeaban el terreno en su carrera
hacia el punto en que de manera inevitable lanzaría la pelota al robot de
Krikkit, que irremediablemente la sacudiría con el bate.
Recordó las
palabras de Hactar: «¿He fracasado? No me preocupa el fracaso.»
Recordó las
últimas palabras del ordenador: «Lo hecho, hecho está, he llevado a cabo mi
cometido.»
Recordó que
Hactar dijo que había logrado hacer «algunas cosas».
Recordó el
súbito movimiento de su bolsa, que le hizo sujetarla con fuerza cuando estaba
en la Nube de Polvo.
Recordó que
había viajado un par de días hacia atrás en el tiempo para volver al campo del
Lord's.
También recordó
que no era muy buen lanzador.
Notó que su
brazo describía un círculo, apretando fuertemente la bola, y ahora tenía la
certeza de que se trataba de la bomba Supernova que el propio Hactar había
fabricado y traspasado a su bolsa, la bomba que llevaría el Universo a un final
brusco y prematuro.
Esperó y rogó
que no hubiese vida después de la muerte.
Luego
comprendió que en eso había una contradicción y simplemente deseó que no
hubiese vida futura.
Se sentiría
molestísimo si se encontraba con alguien.
Esperó con
todas sus fuerzas que su lanzamiento fuese tan malo como todos los que
recordaba, porque eso parecía ser lo único que se interponía entre ese momento
y el olvido universal.
Percibió el
martilleo de sus piernas, sintió el círculo que describía su brazo, percibió
que sus pies tropezaban contra la bolsa de líneas aéreas que estúpidamente
había dejado en el suelo frente a él, notó que caía pesadamente hacia adelante,
pero al tener la cabeza tan llena de otras cosas, se olvidó por completo de
chocar contra el suelo y no lo tocó.
Sin soltar la
pelota, que aún sujetaba firmemente en la mano derecha, se elevó por el aire
gimoteando de sorpresa.
Giró y
remolineó por el aire, dando vueltas sin sentido. Viró hacia el suelo,
lanzándose frenéticamente y arrojando al mismo tiempo la bomba a una distancia
donde no podía hacer daño.
Se precipitó
contra el robot por detrás. Aún tenía alzado el bate de múltiples usos, pero se
vio súbitamente desprovisto de algo a lo que golpear.
Con un
repentino y enloquecido acceso de energía, Arthur arrancó el bate del
sorprendido robot, ejecutó un deslumbrante giro en el aire, se apartó con un
impulso poderoso y con ímpetu febril desprendió de los hombros la cabeza del
robot.
—¿Vienes ya?
—preguntó Ford.
EPILOGO: LA
VIDA, EL UNIVERSO Y TODO LO DEMÁS
Y al fin
volvieron a viajar.
Hubo un momento
en que Arthur Dent no quiso hacerlo. Dijo que la Energía Bistromática le había
revelado que el tiempo y la distancia eran una sola cosa, que el Universo y la
mente eran lo mismo, que la percepción y la realidad eran idénticas, que cuanto
más se viajaba más se quedaba uno en el mismo sitio, y que entre una cosa y
otra prefería estarse quieto durante un tiempo para ordenar todo aquello en su
mente, que ahora formaba parte del Universo, de manera que no tardaría mucho;
luego se tomaría un buen descanso, haría unos ejercicios de vuelo y aprendería
a cocinar, cosa que siempre había tenido intención de hacer. La lata de aceite
de oliva griego constituía ahora su posesión más preciada, y afirmó que la
manera inesperada en que había aparecido en su vida le había vuelto a conferir
cierto sentido de la unidad de las cosas, cosa que le hacía sentir que...
Bostezó y se quedó
dormido...
Por la mañana,
mientras se disponían a llevarle a un planeta tranquilo e idílico donde no les
importase que hablase de aquel modo, recibieron inopinadamente una llamada de
socorro emitida por ordenador y se desviaron del rumbo para investigar.
Una pequeña
nave espacial del tipo Mérida, indemne al parecer, parecía bailar una extraña
jiga en el vacío. Una breve inspección realizada por ordenador reveló que la
nave se encontraba en buenas condiciones; su ordenador funcionaba, pero el
piloto estaba loco.
—Medio loco,
medio loco insistió el piloto cuando le llevaron a bordo, delirando.
Era periodista
y trabajaba en la Gaceta Sideral. Le dieron un sedante y enviaron a Marvin para
que le hiciese compañía hasta que prometiera hablar con sentido común.
—Estaba
informando de un juicio en Argabuthon —dijo al fin.
Incorporó la
estrecha y agotada espalda; sus ojos miraban frenéticamente. Sus cabellos
blancos parecían saludar a alguien que estuviera en la habitación de al lado.
—Tranquilo,
tranquilo —dijo Ford.
Trillian le
puso una mano en el hombro para calmarle.
El periodista
volvió a tumbarse y miró al techo de la enfermería de la nave.
—El caso ya no
tiene importancia —dijo—, pero había un testigo... un testigo..., un hombre
llamado Prak. Una persona difícil y extraña. Al final se vieron obligados a
administrarle un narcótico para que dijera la verdad, una droga de la verdad.
Sus ojos
giraron desvalidamente en las órbitas.
—Le dieron
demasiado —prosiguió en un leve murmullo—. Le dieron demasiado. —Empezó a
llorar—. Creo que los robots empujaron el brazo del médico.
—¿Robots?
—preguntó bruscamente Zaphod—. ¿Qué robots?
—Unos robots
blancos —susurró el hombre con voz ronca irrumpieron en la sala del juicio y
robaron el cetro del juez, el cetro de la justicia de Argabuthon, un objeto
desagradable de Perspex. No sé por qué lo querían. —Se echó a llorar de nuevo—.
Y creo que empujaron el brazo del médico...
Sacudió la
cabeza de un lado a otro, sin fuerza, tristemente, con aire desvalido y los
ojos retorcidos de pena.
—Y cuando
prosiguió el juicio —añadió en un murmullo llorón, haciendo una pausa y
estremeciéndose—, pidieron a Prak una cosa de lo más lamentable. Le pidieron
que dijera la Verdad, Toda la Verdad y Nada más que la Verdad. Pero ¿no
comprendéis?
De pronto
volvió a incorporarse sobre el codo y empezó a gritar.
—¡Le habían
dado demasiada droga!
Volvió a
derrumbarse, quejándose en voz baja. Demasiada, demasiada, demasiada...
El grupo
reunido en torno a su cama intercambió unas miradas. Tenían la espalda con
carne de gallina.
—¿Qué pasó?
—preguntó Zaphod al cabo.
—Pues claro que
la dijo —dijo el hombre con furia—. Por lo que yo sé, todavía sigue diciéndola.
¡Unas cosas horribles..., horribles!
Chilló de
nuevo.
Trataron de
calmarlo, pero volvió a incorporarse a duras penas.
—¡Cosas
horribles, incomprensibles —gritó—, cosas que volverían loco a cualquiera!
Los miró con
ojos de loco.
—O en mi caso,
medio loco. Soy periodista.
—¿Quieres decir
—preguntó Arthur en voz baja— que estás acostumbrado a enfrentarte con la
verdad?
—No —dijo el
periodista con el ceño fruncido de perplejidad—. Me refiero a que presenté una
excusa y me marché pronto.
Cayó en un
estado de coma del que sólo se recobró una vez y brevemente.
En tal ocasión,
descubrieron por él lo siguiente:
Cuando se hizo
evidente lo que pasaba y que no se podía detener a Prak, viéndose la verdad en
su forma absoluta y definitiva, se despejó la sala del tribunal.
No sólo se
despejó, sino que se selló con Prak todavía dentro. A su alrededor se erigieron
muros de acero y, sólo para estar seguros, se instalaron alambres de espino,
cercas electrificadas, fosos de cocodrilos y tres ejércitos importantes, para
que de ese modo nadie oyera hablar jamás a Prak.
—¡Qué lástima!
—dijo Arthur—. Me hubiera gustado escucharle. Es posible que supiera cuál es la
Pregunta de la Respuesta Última. Siempre me ha molestado que nunca la hayamos
encontrado.
—Piensa en un
número —dijo el ordenador—. Cualquiera.
Arthur dijo al
ordenador el número de teléfono de la oficina de información de la estación de
King's Cross, porque si tenía alguna utilidad, podría ser ésa.
El ordenador
introdujo el número en la ya reconstituida Energía de la Improbabilidad de la
nave.
En Relatividad,
la Materia dice al Espacio cómo curvarse, y el Espacio dice a la Materia cómo
moverse.
El Corazón de
Oro dijo al espacio que se contrajera, aterrizando suavemente en el interior
del recinto de acero del Palacio de justicia de Argabuthon.
La sala del
tribunal era un lugar sobrio, una sala amplia y oscura, sin duda hecha para la
justicia y no, por ejemplo, para el Placer. Allí no podría celebrarse una cena;
al menos, no con éxito. El decorado deprimiría a los invitados.
Los techos eran
altos, abovedados y muy oscuros. Las sombras se movían furtivamente, con
lúgubre determinación. El revestimiento de las paredes, de los bancos y de las
pesadas columnas había salido de los árboles más oscuros y severos del
aterrador Bosque de Arglebard. El negro y macizo Podio de la justicia que
dominaba el centro de la sala era un monstruo de gravedad. Si un rayo de sol
lograba alguna vez introducirse hasta ese lugar del palacio de Justicia de
Argabuthon, se habría dado la vuelta para escapar de inmediato.
Arthur y
Trillian fueron los primeros en entrar, mientras Ford y Zaphod mantenían vigilancia
en la retaguardia.
Al principio
parecía completamente a oscuras y desierta. Sus pasos resonaban huecamente por
la estancia. Era curioso. Todas las defensas seguían en su sitio y funcionaban
en el perímetro exterior del edificio; habían hecho verificaciones
superficiales. Por tanto, supusieron que la confesión de la verdad continuaba.
Pero no había nada.
Luego, cuando
sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, distinguieron un tenue resplandor
rojo en un rincón, y tras él una sombra que se movía. Lo enfocaron con una
linterna.
Prak estaba
repantigado en un banco, fumando desganadamente un cigarrillo.
—Hola —dijo con
un breve gesto.
Su voz resonó
por la estancia. Era un hombrecillo de cabellos ásperos. Estaba sentado con los
hombros echados hacia adelante; su cabeza y sus rodillas no paraban de moverse.
Dio una calada al cigarrillo.
Lo miraban
fijamente.
—¿Qué ocurre?
—preguntó Trillian.
—Nada —contestó
Prak, agitando los hombros.
Arthur enfocó
la linterna directamente sobre el rostro de Prak.
—Creíamos
—dijo— que estabas obligado a decir la Verdad, Toda la Verdad y Nada más que la
Verdad.
—Ah, eso. Sí.
Lo estaba. Ya he terminado. No da para tanto como la gente imagina. Aunque
tiene cosas bastante curiosas.
Súbitamente
estalló en carcajadas locas durante tres segundos y se detuvo. Permanecía allí
sentado, moviendo la cabeza y las rodillas. Fumaba el cigarrillo con una
sonrisita extraña.
Ford y Zaphod
avanzaron de entre las sombras.
—Cuéntanoslo
—dijo Ford.
—Ya no me
acuerdo de nada —confesó Prak—. Pensé en anotar algunas cosas, pero primero no
encontré un lápiz y luego me dije: ¿para qué molestarme?
Hubo un largo
silencio durante el que recibieron la impresión de que el Universo había
envejecido un poco. Prak miraba directamente a la luz de la linterna.
—¿Nada?
—preguntó Arthur al fin—. ¿No te acuerdas de nada?
—No. Salvo que
lo más agradable era acerca de las ranas; eso sí lo recuerdo.
De pronto
empezó a retorcerse otra vez de risa, golpeando los pies en el suelo.
—No creeríais
algunas de las cosas de las ranas —jadeó—. Venga, salgamos a buscar una rana.
¡Qué distintas las veo ahora, chico!
Se puso en pie
de un salto y ejecutó una danza breve. Luego se detuvo y dio una calada larga
al cigarrillo.
—Vamos a buscar
una rana que me haga reír. De todos modos, ¿quiénes sois vosotros?
—Hemos venido a
buscarte —dijo Trillian, que no quiso borrar la decepción en su voz—. Me llamo
Trillian.
Prak agitó la
cabeza.
—Ford Prefect
—dijo éste, encogiéndose de hombros.
Prak sacudió la
cabeza.
—Y yo —anunció
Zaphod cuando consideró que el silencio volvía a ser lo bastante profundo para
lanzar a la ligera una noticia tan seria— soy Zaphod Beeblebrox.
Prak meneó la
cabeza.
—¿Quién es ese
individuo? —preguntó Prak, moviendo el hombro hacia Arthur, que permanecía
silencioso, perdido en sus decepcionados pensamientos.
—¿Yo? —dijo
Arthur—. Pues me llamo Arthur Dent.
A Prak casi se
le salieron los ojos de las órbitas.
—¿En serio?
—aulló—. ¿Tú eres Arthur Dent? ¿El mismo
Arthur Dent?
Retrocedió
tambaleándose, sujetándose el estómago con ambas manos, retorciéndose en otro
paroxismo de risa.
—¡Eh, sólo
imaginar que te conocería! —jadeó, y prosiguió gritando—: ¡Chico, eres el
más..., vaya, si haces que las ranas se pongan de pie!
Aulló y chilló
de risa. Se desplomó hacia atrás sobre el banco. Gritó y vociferó, histérico.
Lloró de risa, pataleó en el aire, se golpeó el pecho. Poco a poco se calmó,
jadeando. Los miró. Se fijó en Arthur. Volvió a derrumbarse, aullando de risa.
Por fin se quedó dormido.
Arthur se quedó
allí con la boca torcida mientras los demás llevaban a la nave a Prak, en
estado comatoso.
—Antes de que
recogiéramos a Prak —manifestó Arthur—, me iba a marchar. Todavía quiero
hacerlo, y creo que sería preferible hacerlo lo antes posible.
Los otros
asintieron en silencio. La quietud sólo se veía levemente rota por los lejanos
y muy amortiguados ecos de la risa histérica procedente de la cabina de Prak,
al otro extremo de la nave.
—Le hemos
interrogado —prosiguió Arthur—; o al menos, le habéis interrogado, pues ya
sabéis que yo no puedo acercarme a él, sobre todas las cosas, y no parece tener
prácticamente nada con que colaborar. Sólo cosas insignificantes de cuando en
cuando y eso acerca de las ranas que no deseo escuchar.
Los otros
trataron de no sonreír.
—Bueno, yo soy
el primero en apreciar un chiste —dijo Arthur y entonces tuvo que esperar a que
los demás dejaran de reírse—. Soy el primero... —volvió a detenerse.
Esta vez se
detuvo y escuchó el silencio. Había silencio de verdad, y se había producido de
repente.
Prak había callado.
Durante días habían vivido con una continua risa loca que resonaba por toda la
nave, con sólo unos períodos breves de risitas suaves y de sueño. El ánimo de
Arthur estaba lleno de paranoia.
Aquél no era el
silencio del sueño. Sonó un timbre. Una mirada al tablero les informó de que
Prak lo había hecho sonar.
—No se
encuentra bien —dijo Trillian, con calma—. La constante risa le está
destrozando el cuerpo por completo.
Arthur torció
los labios, pero no dijo nada.
—Será mejor que
vayamos a verle —dijo Trillian.
Trillian salió
de la cabina con cara seria.
—Quiere que
pases —dijo a Arthur, que tenía una expresión sombría y taciturna.
Metió las manos
hasta el fondo de los bolsillos de la bata e intentó pensar en decir algo que
no fuese mezquino. Parecía sumamente desleal, pero no pudo.
—Por favor
—insistió Trillian.
Se encogió de
hombros y entró, sin alterar la expresión sombría y taciturna a pesar de la
reacción que siempre provocaba en Prak.
Miró a su
atormentador, que yacía tranquilo en la cama, pálido y agotado. Su respiración
era muy poco profunda. Ford y Zaphod estaban de pie junto a la cama con
expresión afectada.
—Querías
preguntarme algo —dijo Prak con voz tenue y tosiendo ligeramente.
Sólo la tos
hizo que Arthur se pusiera rígido, pero pasó pronto.
—¿Cómo lo
sabes? —preguntó.
—Porque es
verdad —dijo sencillamente Prak, encogiendo los hombros.
Arthur
comprendió.
—Sí —dijo al
fin, arrastrando las palabras con esfuerzo—. Tenía una pregunta. Mejor dicho,
lo que realmente tenía era una Respuesta. Quería saber cuál era la Pregunta.
Prak asintió
con aire comprensivo y Arthur se tranquilizó un poco.
—Es..., bueno,
es una larga historia —dijo—, pero la pregunta que me gustaría conocer es la
Pregunta Última de la Vida, del Universo y de Todo lo Demás. Lo único que
sabemos es que la Respuesta es Cuarenta y Dos, lo que resulta un poco
exasperante.
Prak volvió a
asentir con la cabeza.
—Cuarenta y dos
—dijo—. Sí, eso es.
Hizo una pausa.
Pensamientos y recuerdos cruzaron por su rostro como sombras de nubes por la
tierra.
—Me temo —dijo
al cabo— que la Pregunta y la Respuesta se excluyen mutuamente. El conocimiento
de una impide lógicamente la aprehensión de la otra. Es imposible que puedan
conocerse ambas en el mismo Universo.
Hizo otra
pausa. La decepción asomó al rostro de Arthur, acomodándose en su lugar
acostumbrado.
—A menos que,
si eso ocurriera —dijo Prak, tratando de ordenar una idea—, la Pregunta y la
Respuesta se anularan mutuamente llevándose consigo al Universo, en cuyo caso
quedaría sustituido por algo aún más extraño e inexplicable —y añadió con una
débil sonrisa—: Pero hay en ello cierta cantidad de Incertidumbre.
Esbozó una
sonrisita.
Arthur se sentó
en un taburete.
—Pues vaya
—dijo con resignación—, esperaba que hubiese alguna razón.
—¿Conoces la
historia de la Razón? —preguntó Prak.
Arthur dijo que
no, y Prak afirmó que sabía que no la conocía.
Se la contó.
Dijo que una
noche apareció una nave en el cielo de un planeta por el que nunca se había
visto ninguna. El planeta se llamaba Dalforsas; la nave era en la que estaban.
Surgió como una estrella nueva y brillante que se movía silenciosa por el
firmamento.
Tribus
primitivas que se sentaban acurrucadas en las Laderas del Frío levantaron la
vista de sus humeantes copas nocturnas y señalaron con dedos temblorosos,
jurando que habían visto una señal, un signo de sus dioses que les indicaba que
debían levantarse al fin y matar a la maligna Princesa de las Llanuras.
En las altas
torres de sus palacios, la Princesa de las Llanuras alzó la vista y vio la estrella
brillante, que sin lugar a dudas interpretó como una señal de los dioses para
atacar a las malditas tribus de las Laderas del Frío.
Y entre ambos,
los Habitantes del Bosque miraron al cielo y vieron la señal de la nueva
estrella; sintieron miedo y recelo, pues aunque nunca habían visto antes nada
parecido, sabían exactamente lo que presagiaba, e inclinaron la cabeza con
desesperación.
Sabían que
cuando llegaran las lluvias, habría una señal.
Cuando las
lluvias terminaran, habría una señal.
Cuando el
viento se levantara, habría una señal.
Cuando el
viento cesara, habría una señal.
Cuando en
aquella tierra naciera una cabra con tres cabezas a media noche de un día de
luna llena, habría una señal.
Cuando a alguna
hora de la tarde naciera en aquella tierra un gato o un cerdo enteramente
normales sin ninguna complicación en el parto, o incluso un niño con nariz
respingona, eso también se tomaría a menudo como una señal.
De modo que no
cabía duda alguna de que una estrella nueva en el cielo era una señal de un
tipo particularmente espectacular. Y cada nueva señal significaba lo mismo: que
la Princesa de las Llanuras y las Tribus de las Laderas del Frío estaban a
punto de armar otro alboroto.
Eso no sería
tan malo si la Princesa de las Llanuras y las Tribus de las Laderas del Frío no
decidieran siempre armar jaleo en el Bosque, y si en los enfrentamientos no
llevaran siempre la peor parte los Habitantes del Bosque, aunque por lo que les
concernía nunca habían tenido nada que ver en ello.
Y a veces,
después de algunos de los peores atropellos, los Habitantes del Bosque enviaban
un mensajero al jefe de la Princesa de las Llanuras o al de las Tribus de las
Laderas del Frío exigiendo saber la razón de aquella conducta intolerable.
Y el jefe,
cualquiera que fuese, llevaba al mensajero aparte y le explicaba la razón
despacio, cuidadosamente, prestando gran atención a todos los detalles.
Y lo terrible
residía en que era una razón muy buena. Muy clara, muy sensata y firme. El
mensajero bajaba la cabeza sintiéndose triste y estúpido por no haber
comprendido la complejidad y dureza del mundo real y las dificultades y
paradojas que había que aceptar si se vivía en él.
—¿Comprendes
ahora? —decía el jefe.
El mensajero
asentía en silencio.
—¿Y entiendes
que estas batallas debían librarse?
Otra seña muda.
—¿Y por qué
debían llevarse a cabo en el Bosque, y por qué son en beneficio de todos,
incluso de los Habitantes del Bosque?
—Pues...
—A la larga.
—Pues, sí.
El mensajero
comprendía la razón y volvía al Bosque con su gente. Pero al acercarse a ellos,
al caminar por el Bosque, entre los árboles, descubría que lo único que
recordaba de la Razón era lo tremendamente claro que le había parecido la
argumentación. No recordaba en absoluto de qué trataba.
Lo que, por
supuesto, constituía un gran alivio cuando las Tribus y la Princesa entraban en
el Bosque a sangre y fuego, matando a todos los Habitantes del Bosque que se
presentaban a su paso.
Prak hizo una
pausa en la historia y tosió lastimosamente.
—Yo fui el
mensajero —anunció— a raíz de las batallas provocadas por la aparición de
vuestra nave, que fueron particularmente feroces. Murieron muchos de los
nuestros. Creí que podía llevarles la Razón. Fui ante el jefe de la Princesa,
que me la dijo, pero a la vuelta se me escapó de la mente fundiéndose como
nieve al sol. Eso fue hace muchos años, y desde entonces han pasado muchas
cosas.
Miró a Arthur y
volvió a sonreír con mucha dulzura.
—Hay otra cosa
que recuerdo por la droga de la verdad. Aparte de las ranas; es el último
mensaje de Dios a la creación. ¿Te gustaría saberlo?
Por un momento
no supieron si tomarle en serio.
—Es verdad
—afirmó—. Auténtico. Lo digo en serio.
Su pecho se
hinchaba débilmente, pugnando por respirar. Su cabeza oscilaba despacio.
—Cuando me
enteré de lo que era no quedé muy impresionado, pero al recordar ahora la
impresión que me produjo la Razón de la Princesa y cómo lo olvidé por completo
poco después, creo que será mucho más útil. ¿Os gustaría saber de qué se trata?
¿Os gustaría?
Asintieron en
silencio.
—Lo sabía. Si
tenéis tanto interés, os sugiero que vayáis a buscarlo. Está escrito en letras
de fuego de diez metros de alto en la cima de las Montañas de Quentulus
Quazgar, en la tierra de Sevorbeupstry, en el planeta Preliumtarn, el tercero a
partir del sol Zarss en el Sector Galáctico QQ7 Activo J Gamma. Está guardado
por el Lajestic Vantrashell de Lob.
Tras ese
anuncio hubo un largo silencio que Arthur rompió al cabo.
—Disculpa,
¿dónde está? —preguntó.
—Está escrito
—repitió Prak— en letras de fuego de diez metros de altura en la cima de las
Montañas de Quentulus Quazgar, en la tierra de Sevorbeupstry, en el planeta
Prehumtarn, el tercero...
—Perdona —dijo
Arthur otra vez—, ¿qué montañas?
—En las
Montañas de Quentulus Quazgar, en la tierra de Sevorbeupstry, en el planeta...
—¿En qué
tierra? No me he enterado.
—En
Sevorbeupstry, en el planeta...
—¿Sevorve qué?
—¡Oh, por amor
de Dios! —exclamó Prak, muriendo irritado.
En los días
siguientes Arthur pensó un poco en aquel mensaje, pero al final decidió no dejarse
arrastrar por él e insistió en seguir su primitivo plan de buscar un mundo
agradable en alguna parte para establecerse y llevar una vida retirada. Tras
haber salvado el Universo dos veces en un solo día, pensaba que en adelante
podía tomarse las cosas con un poco más de calma.
Le dejaron en
el planeta Krikkit, que volvía a ser una vez más un mundo bucólico e idílico,
aunque las canciones le ponían nervioso a veces.
Pasaba mucho
tiempo volando.
Aprendió a
comunicarse con los pájaros y descubrió que su conversación era fantásticamente
aburrida. Versaba exclusivamente sobre la velocidad del viento, la amplitud de
las alas, las relaciones entre fuerza y peso, y bastante sobre bayas.
Lamentablemente, descubrió que una vez aprendido el lenguaje de los pájaros,
uno comprende en seguida que el aire está repleto de él en todo momento: nada
más que un soso parloteo pajaril. No hay manera de ignorarlo.
Por esa razón
abandonó Arthur el deporte y aprendió a amar la tierra y a vivir de ella, pese
a que allí también oía el soso parloteo.
Un día paseaba
por los campos tarareando una melodía apasionante que había oído últimamente,
cuando una nave plateada descendió del cielo y aterrizó delante de él.
Se abrió una
escotilla, se extendió una rampa y salió un ser extraño, alto, de color gris
verdoso, que se le acercó.
—Arthur Phili... —dijo.
Le lanzó una
mirada penetrante y luego consultó una tablilla de notas. Frunció el ceño.
Volvió a mirarle.
—A ti ya te he
pasado lista, ¿verdad? —preguntó.
FIN