Cuando yo era pequeño, la vida educativa para llegar a universitario se estructuraba así: Ocho años de EGB, tres de BUP, uno de COU, un examen de Selectividad y la Universidad.
El examen de selectividad era el que te permitía acceder a la universidad y, según la nota que sacases en él, elegir qué carrera querías.
El meollo es que los institutos (donde se impartía BUP y COU) medían su "nivel" según el éxito de sus alumnos en selectividad, por la simple y cómoda fórmula Alumnos Aprobados / Alumnos Matriculados en COU. Obviamente, según esta fórmula, lo ideal era que aprobasen todos los alumnos que hubiesen cursado COU.
El instituto donde yo estudiaba por aquel entonces era de los conocidos por su "bajo nivel" (en parte, por culpa de alumnos como yo), y eso era algo que a las autoridades escolares correspondientes no les gustaba, como es lógico, nada.
¿Como se hace para subir el nivel de un instituto?
La solución moral, coincidente con el espíritu educativo, sería poner los medios para que los alumnos aprendan más y mejor, tener alumnos más preparados, y que levanten el pabellón del instituto ante los férreos jueces de la selectividad.
En otras palabras que, de los alumnos que tienes, aprueben más: Incrementar el valor del primer elemento de la formulilla de arriba.
Pero hay una forma más práctica, rápida, cómoda y eficiente de lograr ese objetivo.
Si, de alguna forma, sabes qué alumnos de BUP no pasarán el examen (o cuales tienen pocas probabilidades de hacerlo), puedes intentar impedirles el paso a COU, de forma que, auque siga aprobando selectividad el mismo número, la proporción sea mayor. O sea, bajar el valor del segundo componente de la función.
De este modo, obtienes el mismo resultado (subir el porcentaje de aprobados) sin tener que efectuar un especial esfuerzo educativo. Simple y cómodo.
Evidentemente, con este segundo método, el espíritu y toda la base fundamental en la que debe basarse un sistema educativo se van por el sumidero. Pero el "nivel" sube. Y eso es lo que importa.
De modo que, en mi instituto, el Director del centro y el Jefe de Estudios paraban a los alumnos más "tontos", "difíciles", "rebeldes", "incapaces" etc. en el patio y tenían con ellos charlas "extraoficiales".
Uno de esos alumnos tontos era, precisamente, el que te escribe esto. Y como tal, tuvo su charla "extraoficial" con el entonces Jefe de Estudios (que, posteriormente, llegaría a Director).
El señor Jefe de Estudios tuvo la amabilidad de informarme de que, desafortunadamente y a su pesar (porque me estimaba mucho), yo no podría seguir estudiando allí el año siguiente por culpa de la compleja y burocratizada normativa escolar. De modo que lo mejor sería que me fuese buscando otro instituto en el que estudiar el próximo curso.
Hubo muchos otros de mis compañeros "tontos" que escucharon esas charlas y aceptaron su destino cambiando voluntariamente de instituto. Pero yo, que soy cabezón hasta lo estúpido y que, además, era un crío politizado que había participado en lo que era una especie de sombra de un "movimiento estudiantil" y se había leído todos los BOEs al respecto, sabía que lo que decían era falso o, cuando menos, una sesgada interpretación de la normativa.
O sea: No era cierto que yo (ni los otros "tontos") tuvieramos que cambiar de instituto. Solo intentaban que, creyendolos, nos marcháramos voluntariamente y sin hacer ruido.
El caso es que, al final y a pesar de ellos, me quedé.
Pero muchos otros "tontos" no lo hicieron. Algunos se marcharon a otros institutos. Otros, simplemente, dejaron de estudiar.
Algunos, porque se creyeron sus mentiras. Otros porque, aunque no las creyeron, sabían que no sería buena idea estudiar en un instituto en el que no se les quería. Otros, por fín, tendrían sus propias razones.
Las previsiones funcionaron: Yo, como alumno "tonto", contribuí a bajar el nivel del instituto en uno de los peores años de mi vida (tanto en lo académico como en lo que se refiere a la vida en el instituto).
Pero el "nivel" del instituto subió. No sé cuanto ascendió pero, para orgullo del profesorado que lo anunciaba a voz en grito los años siguientes, abandonó los humillantes puestos de cola que antes ocupara.
A costa de los alumnos "tontos". A costa de todos los principios educativos. A costa del futuro de muchas personas.
Pero el "nivel" del instituto subió.
Supongo que ahora será un ejemplo de éxito educativo.
Y, recuerda:
La campaña Pon un Manjón en tu blog ha empezado con buén pié.
Te recuerdo:
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En el momento de escribir este post, los manjonitas están en un cómodo segundo puesto, con el 30% de los votos. Pero, como todos conocemos las veleidades de este tipo de votaciones, es lógico pensar que necesitan todo el apoyo posible.
De modo que, desde aquí, me hago eco de su petición blogeril, les doy todos los ánimos que caben en este post, les deseo suerte y te pido a tí un par de clics:
Para terminar, y si tienes tu propio blog, página personal, revista sindical o transnacional televisiva, te sugiero que hagas lo mismo, lo comentes, y ayudes a Victoriano y sus manjonitas a hacerse con el premio.
¡A por el primer puesto!
Al parecer, hace aproximadamente unos treinta y dos años, mis padres le daban vueltas a la idea de irse a vivir a Australia.
Mientras tanto, yo estaba ocupado en otro viaje mucho más corto, pero mucho más importante y arriesgado: Había salido desde una de las trompas de falopio de mi madre en dirección a su útero, donde planeaba quedarme unos meses.
Yo podría haber sido australiano, pero el viaje a Australia nunca llegó a concretarse. Por otro lado, debo decir que mi trayecto falopiano fué un éxito.
Entre tanto, mis padres habían ido a Cataluña siguiendo una oferta de trabajo, y yo iba creciendo en mi universo placentario.
De modo que yo podría haber nacido catalán, pero la cosa catalana no tuvo el éxito esperado y mis padres, conmigo como polizón involuntario, regresaron a Granada.
Cada cinco de Agosto se celebra en Sierra Nevada una fiesta en honor de la llamada "Virgen de las Nieves", y mis padres iban de camino a las cimas nevadenses cuando yo decidí dar por terminada mi estancia uterina. Podría haber nacido en la cumbre del Mulhacén (como una cabritilla cualquiera), cosa bastante bucólica y romántica. Pero, prudentemente, mis padres regresaron a la ciudad.
Cuenta mi señora madre que, en todos sus partos, mi padre ha seguido, infaliblemente, la tradición de detenerse a echar gasolina. Como no tengo razones para dudar de la palabra de mi madre, creo estar autorizado a suponer que pude haber nacido en una gasolinera. Es algo mucho menos romántico que lo de las cumbres nevadas, pero las cosas son como son.
En cualquier caso, al final acabé naciendo, como mandan los cánones y la razón médica, en el hospital de maternidad de Granada. De entre todas las cosas que podría haber sido, al final fuí un granadino como otro cualquiera, en una cuna entre otras muchas de una sala de maternidad.
Con estos antecedentes, comprenderás que yo crea que todas esas historias de nacionalismos, patrias y "hechos diferenciales" no son más que "accidentes geográficos" en su sentido más literal.
Lo que sigue no tiene mucho sentido, y es perfectamente obviable. No siempre se puede hablar de cosas interesantes.
Hace algunos años, cuando aún encontraba cierto orgullo y placer en mi trabajo, me quedaba trabajando, a veces, los fines de semana. Era un buén momento para hacerlo: No había nadie en la oficina y se podía programar con tranquilidad, sin interrupciones ni distracción alguna. De vez en cuando, me encontraba por allí con el Ark, que iba a hacer lo propio (ignoro si él sigue haciéndolo). En cierto modo, echo de menos esa época.
Uno de esos fines de semana estaba trabajando en un script un tanto particular: Debía gestionar los permisos de diversas aplicaciones web (quién tenía aceso a ellas, y en qué condiciones, y quién no) y mostrar un menú para que el usuario pudiese navegar entre ellas.
En realidad es un programa bastante tonto, aunque recuerdo que, en su época, me pareció algo grande y complicado (Yo empezaba a trabajar con bases de datos, y la cosa me imponía).
Aquel Domingo por la noche, la aplicación estaba prácticamente terminada. "Rodaba" perfectamente (aunque después se depuraría mucho con los años) pero le faltaba un pequeño detalle: No tenía nombre.
Puede parecer una tontería, pero una aplicación "maestra", que va a aparecer contínuamente ante el usuario y va amarcar el modo de uso de la web de la empresa, pedía un nombre que sonase a algo serio y sofisticado.
Pero, en cualquier caso, un Domingo por la noche, después de dos días programando a solas, nadie tiene la cabeza muy clara. Al final, eché mano del típico recurso: Las siglas. El programita se acabó llamando con la original denominación "Sistema Integrado de Gestión". O sea, SIG.
Probablemente, de todo lo que yo he programado para esta empresa, esta sea la aplicación más exitosa y popular.
En realidad, el SIG es conocido por méritos que no son suyos: Cuando un programa web (que suelen correr "bajo" el SIG) se muestra especialmente útil y eficiente, los usuarios asumen que es "el SIG" el que es útil y eficiente. De modo que, en cierta forma, estoy usufructuando méritos ajenos.
Resulta extraño, incluso evocador: las siglas que una noche improvisé sin mucha inspiración seguirán, muy probablemente, formando parte del bagaje de esta empresa mucho después de que yo la haya dejado. Curioso, cuando menos.
Hace algunos años, cuando aún encontraba cierto orgullo y placer en mi trabajo, tenía la costumbre de incluir una frase en todos mis scripts (casi todos en Perl, claro).
Solían ser frases célebres, párrafos de libros, canciones, etc. Ninguna de ellas tenía mucho sentido ni relacción con el programa en cuestión: La única condición era escribir lo que en ese momento se me ocurriera.
Era una simple tonteriá. Ningún usuario verá jamás esas frases. Si algún día otro programador me sustituye, es probable que prefiera reescribir muchas de esas aplicaciones antes que nadar en su código. En realidad, esas pequeñas tonterías eran uanespecie de firma, un sello de propiedad.
Stanislaw Lem, en "Los tres electroguerreros", uno de los cuentos de sus "fábulas de robots", cuenta que:
Erase una vez un inventor que continuamente ideaba y construía extraordinarios aparatos. Construyó una máquina pequeñísima que cantaba maravillosamente y a la que dio el nombre de pajarolezna. Se hizo un sello con un corazón y ponía esta marca a cada átomo que salía de sus manos, que luego para asombro de los sabios que en sus análisis espectrales atómicos descubrieron aquel reluciente corazoncito.
En cierto modo, esas freses eran el corazón que yo ponía en mis programas.
He recordado todo esto al ver, por casualidad, el código de viejos programas de esa época, porque hace mucho que no continúo con esa costumbre. Hoy día, ya no me queda casi ningún programa que las tenga.
Donde antes decía cosas como esta:
# Para hacer una tarta de manzana a partir de cero,
# primero hay que crear el universo.
Ahora puede decir algo como esto:
# El límite máximo para subir archivos es de 5 Megas, digo yo que bastará...
En realidad, lo segundo es mucho más útil que lo primero. Pero no es lo mismo...
Hace ya mucho tiempo que mis programas no tienen corazón.